Deseo mediterráneo - Miranda Lee - E-Book

Deseo mediterráneo E-Book

Miranda Lee

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Beschreibung

Una lujosa casa en la isla de Capri iba a ser la última adquisición del playboy Leonardo Fabrizzi, hasta que descubrió que la había heredado Veronica Hanson, la única mujer capaz de resistirse a sus encantos y a la que Leonardo estaba decidido a tentar hasta que se rindiese. La sedujo hábil y lentamente. La química que había entre ambos era espectacular, pero también lo fueron las consecuencias: ¡Veronica se había quedado embarazada!

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Seitenzahl: 170

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Miranda Lee

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Deseo mediterráneo, n.º 2682 - febrero 2019

Título original: The Italian’s Unexpected Love-Child

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-499-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

LAURENCE sacudió la cabeza mientras leía el informe del detective por segunda vez. Se sentía frustrado y decepcionado. Había dado por hecho que su hija ya estaría casada a esas alturas. Casada, y con hijos. Tenía veintiocho años y era una belleza. Una verdadera belleza.

Estudió la fotografía que había en el informe y se sintió orgulloso de que sus genes hubiesen creado una criatura tan bella. Bella, pero sin hijos.

¡Qué desperdicio!

Suspiró y volvió a leer el informe.

Veronica había estado prometida tres años antes con un médico al que había conocido en el hospital infantil en el que trabajaba. Ella era fisioterapeuta y su prometido había sido cirujano ortopedista, pero este había fallecido trágicamente en un accidente de moto dos semanas antes de la boda. Desde entonces, que él supiera, Veronica no había salido con nadie. Ni siquiera parecía que tuviese muchos amigos. Se había convertido en una persona solitaria, que seguía viviendo con su madre y que, prácticamente, dedicaba toda su vida a su profesión que, en esos momentos, ejercía en casa.

Laurence comprendía su dolor. Él también se había quedado destrozado con la muerte de su esposa varios años atrás. Ambos habían imaginado que algún día sufriría cáncer, debido a su historia familiar, pero había sido un infarto lo que se la había llevado tras cuarenta años de matrimonio. Él se había encerrado en sí mismo durante mucho tiempo, se había mudado a la casa de vacaciones que tenía en la isla de Capri y no había vuelto a mirar a otra mujer, pero aquello le había ocurrido con setenta y dos años, no a la edad de su hija, que seguía siendo muy joven.

Pero Veronica no sería joven siempre, su reloj biológico no iba a esperar.

Él sabía mucho de eso porque era médico genetista, por eso había donado su esperma a la madre de Veronica, lo había hecho más por arrogancia que por cualquier otro motivo, porque no había querido irse a la tumba sin transmitir a nadie sus maravillosos genes.

Laurence sacudió la cabeza, se sentía culpable. Pensó que tenía que haberse puesto en contacto con su hija después de la muerte de Ruth. Y que tenía que haber estado a su lado cuando ella había perdido a su prometido.

Pero ya era demasiado tarde.

Él también se estaba muriendo, irónicamente, de cáncer. De cáncer de hígado. Ya no se podía hacer nada. El pronóstico no era bueno y toda la culpa era suya. Tras la muerte de Ruth, había empezado a beber demasiado.

–He llamado a la puerta –le advirtió una voz masculina–, pero no me has oído.

Laurence levantó la vista y sonrió.

–¡Leonardo! Cuánto me alegro de verte. ¿Qué haces por aquí tan pronto?

–Mañana es el setenta y cinco cumpleaños de papá –comentó Leonardo mientras entraba en la terraza y se sentaba al sol del atardecer, que hacía brillar el mar Mediterráneo–. Dio, Laurence. Eres muy afortunado de tener estas vistas.

Laurence miró a Leonardo y pensó que era muy guapo. Y que estaba lleno de vida. Era normal, solo tenía treinta y dos años y era un hombre con múltiples talentos, al que cualquier mujer encontraría fascinante e irresistible.

Aquello le dio una idea.

–Mi madre me ha dicho que te ha invitado a la fiesta, pero que no vas a venir. Al parecer, te marchas mañana a Inglaterra, al médico.

–Eso es –le confirmó Laurence mientras cerraba el informe para que Leonardo no lo viera–. Mi hígado no está bien.

–Estás un poco amarillo. ¿Es grave?

Laurence se encogió de hombros.

–A mi edad, todo es grave. ¿Has venido a jugar al ajedrez y a escuchar música decente, o a intentar comprarme la casa otra vez?

Leonardo se echó a reír.

–¿Podemos hacer las tres cosas?

–Puedes intentarlo, pero ya sabes que la casa no está en venta. Podrás comprarla cuando me muera.

Leonardo lo miró con sorpresa y se puso serio, algo poco habitual en él.

–Espero tardar muchos años, amigo mío.

–Eso es muy amable por tu parte. ¿Abro una botella de vino o no? –preguntó Laurence, poniéndose en pie con el informe en la mano.

–¿Estás seguro de que es lo más sensato, dadas las circunstancias?

Laurence sonrió con amargura.

–No pienso que una copa o dos vaya a cambiar nada a estas alturas.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

VERONICA sonrió mientras acompañaba a su último cliente a la puerta. Duncan tenía ochenta y cuatro años, y novia, a pesar de su terrible ciática, pero no era de los que se quejaban.

–Hasta la semana que viene, Duncan.

–La semana que viene no podré venir, cielo. Me haces mucho bien, pero mi nieta cumple veintiún años y voy a ir a Brisbane a la fiesta. He pensado quedarme allí una semana o dos en casa de mi hijo. Allí hace mejor temperatura. Ya te llamaré cuando vuelva.

–De acuerdo, pásalo bien, Duncan.

Lo vio alejarse hacia su casa. La mayoría de sus pacientes eran personas mayores que vivían por la zona, aunque también trataba a estudiantes de la universidad de Sídney. Sobre todo, a hombres jóvenes que jugaban al rugby y al fútbol e iban a verla para que los ayudase con sus lesiones.

Sinceramente, prefería a las personas mayores, que no intentaban seducirla.

Aunque ella sabía bien cómo salir del paso, llevaba haciéndolo desde la pubertad. Eran las consecuencias de haber nacido guapa. No tenía sentido fingir que no lo era. Había tenido mucha suerte con su aspecto. Tenía un rostro bonito, el pelo moreno y ondulado, una buena piel y unos grandes ojos de color violeta.

Jerome siempre le había dicho que era una belleza natural.

«Jerome…».

Veronica cerró los ojos un instante e intentó no pensar en él, pero era imposible. La repentina muerte de su prometido había sido muy dura, aunque lo que más le había dolido había sido lo que había averiguado después.

Todavía no se podía creer que hubiese sido tan… retorcido.

Había sido muy ingenua. Y eso que había vivido de cerca el sufrimiento de su madre con el sexo opuesto y su cinismo en lo referente al tema. A ella siempre le habían gustado los hombres. Le habían gustado y los había admirado. También había sabido que a algunos les gustaba jugar, pero siempre había mantenido las distancias con esos.

Tampoco era una mojigata, pero no soportaba a los hombres que incumplían las normas de la sociedad solo porque sí, ni a los hombres irrespetuosos, insensibles o irresponsables. Su hombre perfecto, con el que siempre había querido casarse, no sería nada de aquello. Sería un hombre de éxito, y preferiblemente guapo, pero lo más importante era que fuese una buena persona. Al fin y al cabo, no solo iba a ser su marido, sino también el padre de sus hijos. Veronica quería tener por lo menos cuatro.

Cuando Jerome había fallecido, ella había pensado que había perdido al marido perfecto.

Pero no había sido perfecto, ni mucho menos.

Veronica apretó los dientes mientras iba hacia la cocina. Al menos, seguía teniendo su trabajo. Tal vez no tuviese vida personal, ni fuese a cumplir su sueño de formar una familia, tal vez ya no creyese en el amor, pero seguía teniendo vida profesional. Aliviar el dolor de otras personas era algo que la satisfacía.

Estaba poniendo agua a hervir cuando sonó su teléfono móvil.

Debía de ser un cliente, porque no solía recibir muchas llamadas personales.

–¿Dígame?

–¿Es usted la señorita Veronica Hanson? –preguntó una voz masculina con cierto acento. Posiblemente italiano.

–Sí, dígame –respondió ella.

–Me llamo Leonardo Fabrizzi –se presentó él.

Y a Veronica estuvo a punto de caérsele el teléfono. No podía haber muchos italianos llamados Leonardo Fabrizzi en el mundo.

–¿Leonardo Fabrizzi, el esquiador? –preguntó sin pensarlo.

Hubo varios segundos de silencio.

–¿Me conoce? –preguntó él.

–No, no –respondió ella enseguida, porque no lo conocía.

Aunque sí se habían visto en una ocasión, muchos años atrás, en Suiza, pero no los habían presentado, así que él no la conocía. Veronica lo conocía porque ya por entonces había ganado un campeonato del mundo y era famoso por su temeridad, dentro y fuera de las pistas. Se había ganado a pulso la fama de playboy y, aquella noche, ella había estado a punto de convertirse en una más de sus conquistas.

–He… oído hablar de usted –añadió con voz ligeramente temblorosa–. Es famoso en el mundo del esquí y a mí me gusta esquiar.

De hecho, durante una época había estado obsesionada con el esquí, que había empezado a practicar con una amiga que la había llevado con ella de vacaciones.

–Ya no soy un esquiador famoso –le explicó él bruscamente–. Hace tiempo que me retiré. Ahora solo soy un hombre de negocios.

–Entiendo –respondió ella.

Veronica tampoco había vuelto a esquiar desde la muerte de Jerome.

–¿Y en qué puedo ayudarlo, señor Fabrizzi? –le preguntó, pensando que tal vez estuviese en Australia por negocios y necesitase un masaje.

–Siento tener que darle una mala noticia –le dijo él.

–¿Una mala noticia? –repitió Veronica sorprendida–. ¿Qué mala noticia?

–Laurence ha fallecido.

–¿Laurence? ¿Qué Laurence? –preguntó ella, no conocía a ningún Laurence.

–Laurence Hargraves.

–Lo siento, pero ese nombre no me dice nada.

–¿Está segura?

–Sí.

–Pues qué extraño, porque él sí que la conocía. Es usted una de las beneficiarias de su testamento.

–¿Qué?

–Que Laurence le ha dejado algo en su testamento. Una casa en la isla de Capri.

–¿Qué? ¡Eso es ridículo! ¿No me estará gastando una broma?

–Le aseguro que no es ninguna broma, señorita Hanson. Soy el albacea de su testamento. Si es usted Veronica Hanson y vive en Glebe Point Road, Sídney, Australia, es la dueña de una preciosa villa en la isla de Capri.

–Pero eso es increíble.

–Estoy de acuerdo –respondió él–. Yo era amigo íntimo de Laurence y nunca le oí hablar de usted. ¿Es posible que fueran familia lejana? ¿Tío abuelo suyo, o algo así?

–Supongo que sí, pero lo dudo –admitió Veronica.

Su madre era hija única y su padre, al que no conocía, no podía tener aquel apellido inglés. Que ella supiera, había sido un estudiante letón que había vendido su esperma por dinero.

–Le preguntaré a mi madre. Tal vez ella lo sepa.

–Admito que es extraño –dijo el italiano–. Tal vez Laurence fue paciente suyo, o familiar de un paciente. ¿Ha trabajado en Inglaterra? Laurence vivía allí antes de retirarse a Capri.

–No, nunca.

Aunque sí que había estado en la isla de Capri. Un día. Haciendo turismo. Mucho tiempo atrás. Y recordaba haber admirado las enormes villas y haber pensado que había que ser muy rico para vivir allí.

Se preguntó si Leonardo Fabrizzi seguiría siendo rico. Y si seguiría siendo un playboy.

«Eso no es asunto tuyo», se dijo.

–Es un misterio –continuó él–, pero el caso es que podrá tomar posesión de la propiedad cuando los papeles estén firmados y haya pagado los impuestos.

–¿Qué impuestos?

–Los impuestos de sucesión, que serán considerables, teniendo en cuenta la propiedad. Dado que no es pariente de Laurence, un ocho por ciento del valor de mercado de la casa.

–¿Y eso cuánto es exactamente?

–La villa debe de valer entre tres millones y medio y cuatro millones de euros.

–¡Cielo santo! –exclamó Veronica, que tenía una buena cantidad de dinero ahorrada, pero no tanto.

–Si eso es un problema, yo podría prestarle el dinero, que me devolvería después de vender la casa.

El ofrecimiento la sorprendió.

–¿Usted haría eso? Supongo que se tardaría un tiempo en vender semejante propiedad.

La solución parecía perfecta, pero Veronica prefirió ser cauta y no aceptar el ofrecimiento de inmediato.

Él debió de sentir que dudaba.

–Si lo que la preocupa es que intente engañarla –añadió–, puede pedir otra tasación. Yo la pagaré de mi bolsillo, en efectivo.

Veronica puso los ojos en blanco, no le gustaban las personas que se jactaban de tener mucho dinero. Los padres de Jerome habían sido muy ricos y siempre le habían hecho ver que ella era muy afortunada por ir a casarse con su único hijo.

–Tal vez quiera algo de tiempo para pensarlo –le dijo el italiano.

–Pues sí, esto me ha pillado por sorpresa, la verdad.

–Pero es una sorpresa agradable, ¿no? –le respondió él–. Dado que no conocía a Laurence personalmente, su muerte no la afecta. Y la venta de la villa le dará un buen dinero.

–Supongo que sí.

–Espero que no le incomode mi pregunta, señorita Hanson, pero necesito confirmar su fecha de nacimiento, que aparece en el testamento –añadió él, leyendo la fecha.

–Sí, es correcta, aunque no tengo ni idea de cómo la sabía el tal Laurence.

–Entonces, ¿cumplió veintiocho años el pasado junio?

–Sí.

–Es géminis.

–Sí. Aunque no la típica géminis –respondió ella–. ¿Cree en los signos del zodiaco, señor Fabrizzi?

–Por supuesto que no. Todos somos dueños de nuestro destino –declaró él con firmeza.

A Veronica le pareció un comentario arrogante, pero no se lo dijo.

–Entonces, ¿está segura de que no conoce a ningún Laurence Hargraves? –insistió Leonardo.

–Completamente segura. Y tengo muy buena memoria.

–Qué curioso…

–A mí también me lo parece. ¿Le importa si yo también le hago alguna pregunta?

–En absoluto.

–¿Qué edad tenía mi benefactor?

–Umm. No estoy seguro. Debía de estar cerca de los ochenta. Sé que tenía más de setenta cuando falleció su esposa, y de eso hace ya unos años.

–Entonces, era mayor, y viudo. ¿Tenía hijos?

–No.

–¿Hermanos?

–No.

–¿Y de qué falleció?

–De un infarto. Aunque, según la autopsia, también tenía cáncer de hígado. Unas semanas antes de morir me había contado que iba a ir al médico a Londres, pero hizo testamento y falleció cuando salía del despacho de su abogado.

–Vaya.

–Tal vez fuese mejor así, el cáncer ya estaba en fase terminal.

–¿Bebía mucho?

–Yo no diría eso, aunque ¿quién sabe lo que hace un hombre solo en privado?

De repente, Leonardo parecía muy triste. Eso hizo que le cayese un poco mejor.

Tal vez estuviese siendo injusta con él, quizá ya no fuese un playboy, podía haber cambiado.

–Si me da su dirección de correo electrónico –continuó él–, le enviaré una copia del testamento para que me dé una respuesta cuando lo haya leído. O puedo llamarla yo mañana a esta misma hora para que volvamos a hablar.

–Mañana a esta hora no me viene bien.

Los sábados solía ir a cenar temprano con su madre a un restaurante vietnamita.

–¿Qué hora es ahora en Italia? –preguntó–. Porque está en Italia, ¿verdad?

–Sí, en Milán, en mi despacho. Son las nueve y media.

–De acuerdo. Me gustaría hablar con mi madre antes y preguntarle si conocía a algún Laurence Hargraves. Tal vez ella pueda resolver el misterio. En cualquier caso, no tengo ningún problema en venderle la villa, señor Fabrizzi. Me encantaría poder ir de vacaciones a Capri, pero me temo que no me lo puedo permitir. Lo llamaré dentro de una hora más o menos.

–Estupendo. Estaré esperando su llamada, señorita Hanson.

Intercambiaron teléfonos y correos electrónicos y Veronica colgó y se dio cuenta de que estaba nerviosa después de haber hablado con Leonardo Fabrizzi.

Subió las escaleras hacia la zona de la casa que Nora había hecho construir varios años atrás, cuando había instalado su negocio allí.

De repente, se le pasó por la cabeza una idea bastante disparatada acerca de quién podía ser Laurence Hargraves. Se le aceleró el corazón y se le hizo un nudo en el estómago. Se dijo que su madre nunca le habría mentido, sobre todo, en algo así.

Respiró hondo varias veces y llamó a la puerta del despacho de su madre, le temblaban las manos, tenía la boca seca.

–¿Sí? –preguntó su madre.

Ella giró el pomo de la puerta y entró en la habitación.

Su madre, que estaba sentada delante del ordenador, no levantó la cabeza.

Ella se acercó al escritorio y se agarró con fuerza a él.

–Mamá, ¿te dice algo el nombre de Laurence Hargraves?

Su madre palideció y ella ya no sintió miedo, solo decepción.

–Era mi padre, ¿verdad? –preguntó con un hilo de voz.

Nora gimió y asintió con tristeza.

Veronica cerró los puños e intentó evitar que la invadiese la emoción. No había estado tan enfadada desde que había descubierto la verdad acerca de Jerome.

–¿Por qué no me contaste la verdad? –inquirió–. ¿Por qué me contaste esa historia de que mi padre era un estudiante pobre de Letonia? ¿Por qué no te limitaste a admitir que habías tenido una aventura con un hombre rico?

–¡Yo no tuve una aventura con Laurence! –negó su madre–. No fue así. No lo comprendes…

Tenía los ojos llenos de lágrimas.

Por primera vez en su vida, Veronica no sintió lástima por ella.

–Entonces, ¿cómo fue, mamá? –le preguntó en tono frío–. Haz que lo comprenda.

–No podía contártelo, porque le di mi palabra a Laurence de que no lo haría.

–Pues debes saber que tu Laurence ha muerto –le espetó ella–. Y que me ha dejado algo en el testamento. Acaba de llamarme su albacea. Ahora soy la propietaria de una villa en la isla de Capri. ¡Qué suerte la mía!

Nora se limitó a mirarla.

–Pero… ¿y su esposa?

–También falleció. Al parecer, hace unos años.

–Oh…

–¿Oh…?

Su madre estaba allí, aturdida, en silencio.

–Me parece, mamá –dijo Veronica, intentando contener las emociones–, que ha llegado el momento de que me cuentes la verdad.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

LEONARDO envió por correo electrónico una copia del testamento e intentó concentrarse en los diseños de la siguiente colección de invierno, pero no fue capaz. No podía dejar de pensar en la llamada que acababa de hacer a Sídney, Australia.

¿Quién era la tal Veronica Hanson? ¿Por qué Laurence no le había hablado nunca de ella?

¿Por qué le había dejado la villa y había donado el dinero a la investigación sobre el cáncer?

Era todo un misterio.

Con un poco de suerte, la madre de la señorita Hanson podría darles algo de información.

Se miró el reloj y se dio cuenta de que habían pasado menos de diez minutos. Por desgracia, no podía esperar que Veronica Hanson le devolviese la llamada tan pronto.