Deseos a medianoche - Barbara Dunlop - E-Book

Deseos a medianoche E-Book

Barbara Dunlop

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Beschreibung

Estaba decidido a desenmascarar a esa misteriosa mujer… hasta que quedó deslumbrado por sus encantos. Nathaniel Stone, piloto de avionetas y ejecutivo de telecomunicaciones de Alaska, no estaba preparado para confiar en la impresionante desconocida que decía ser la hija biológica de su jefe. ¿De verdad la habrían cambiado al nacer? ¿O Sophie Crush estaba ejecutando una estafa brillante para introducirse en aquella adinerada familia? Nathaniel se acercó a ella para descubrirlo… Se acercó demasiado. Porque cuando bajó la guardia y se rindió a la pasión, las revelaciones amenazaron con destapar su propio engaño… y un secreto familiar sobrecogedor.

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Seitenzahl: 167

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022 Barbara Dunlop

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Deseos a medianoche, n.º 2160 - junio 2022

Título original: Midnight Son

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-701-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

–Vas a tener que aprender a ser rica, Sophie –dijo mi amiga Tasha Gillen como si fuera lo más fácil del mundo.

Estábamos en la terraza de una lujosa casa en venta justo al norte de Seattle. Enfrente teníamos el Pacífico con su azul intenso y bordeado por una pronunciada pendiente de rocas dentadas.

–¿Qué haría yo con seis baños? –estaba soltera y sintiendo esa soltería cada día más.

El año pasado mis tres mejores amigas habían estado solteras como yo, pero ya no, ninguna, y costaba no sentirse abandonada.

–No tienes que usarlos todos a la vez. Además, tendrás invitados.

–¿Quién? Todas mis mejores amigas tienen vidas nuevas.

Tasha, Layla y Brooklyn se habían enamorado, se habían casado y se habían ido de Seattle.

–¿Intentas dar pena?

–Un poco –admití.

En el fondo me alegraba por mis amigas, de verdad que sí. Siempre habían sido mi apoyo, pero ahora mi vida había dado un giro muy extraño.

El verano anterior había ayudado a crear una tecnología nueva; se llamaba Sweet Tech y elaboraba postres para restaurantes de lujo. Tenía mucho éxito, mucho más del esperado. Con ayuda de Jamie, el marido de Tasha, habíamos vendido la patente a una empresa japonesa. El acuerdo incluía royalties, lo que significaba que los cheques no dejaban de llegar, pero tener tanto dinero resultaba más complicado de lo que me había imaginado.

–¿Pobre niña rica? –preguntó Tasha con voz jocosa.

–Sí.

Había dado en el clavo.

–Estoy totalmente sola –me quejé–. No sé qué hacer. Estoy aburrida.

No tenía trabajo, no me sentía productiva, no tenía motivos para ir a ningún sitio ni para hacer nada y todo eso resultaba bastante inquietante.

–Este sería un lugar genial para estar sola y aburrida. Es alucinante.

Me giré hacia la casa.

–A mí me parece abrumadora. ¿Y cómo voy a poder mantenerla limpia? Solo fregar el suelo me llevaría un día entero.

–Sophie, puedes contratar a gente para eso.

Me reí ante la idea de contratar a «gente». Quiero decir, una cosa era aceptar la riqueza y otra convertirme en una presuntuosa en toda regla.

–En serio, se te da fatal ser rica –me dijo.

–¿Sí? Pues parece que tú te has pasado del todo al lado oscuro.

Tasha y Jamie, su marido economista, habían aprovechado al máximo unas habilidades geniales para la inversión y estaban ganando un dineral en bolsa.

–Yo nunca he dicho que tenga gente.

–Pero tienes gente –contesté, segura de ello por el modo en que me lo había sugerido.

–Vale, sí, tengo a un par de personas. La cuestión es que puedes permitirte una casa como esta. Puedes permitirte vivir frente al mar y sé que eso te encanta.

–Sí –me encantaba. Y esa casa era básicamente mi sueño.

–Ahora puedes hacer lo que quieras, Sophie. Deberías hacerlo.

–¿Pero qué quiero? –pregunté sin ocultar mi desesperación.

Claro que podía hacer lo que quisiera, pero el problema era que, por mucho que lo había intentado, no había averiguado qué quería.

Había hecho una donación a obras benéficas porque, si tienes algo de corazón, eso es lo primero que haces cuando recibes un flujo de dinero inesperado. El programa de alfabetización, el hospital y el refugio de animales locales apreciaban mi apoyo. Me habían enviado cartas de agradecimiento y habían brindado por mí en fiestas. Pero no era una actividad cotidiana. No me necesitaban para ayudarlos a llevar a cabo sus tareas, y aunque me necesitaran, no tenía experiencia ni en asistencia médica, ni en enseñanza, ni en cuidado de animales. Ni siquiera había tenido mascota desde que mi conejito Snuggles murió cuando yo tenía seis años.

De pequeña solo estuvimos mi madre y yo y su sueldo de enfermera no era muy alto, así que vivíamos de alquiler. Me decía que era mucho más fácil encontrar piso si no teníamos mascota. Por eso Snuggles fue mi primera y última mascota.

–No vas a encontrar una casa pequeña frente al mar –añadió Tasha.

Y tenía razón. Era la décima casa frente al mar que habíamos visto esa semana y era monumental, como todas las demás. Pero tenía que admitir que me encantaba, aunque tuviera que dibujarme un mapa para no perderme entre el dormitorio principal y la cocina.

Me costaba asimilar que podía comprarla por capricho; no tenía más que sacar el talonario de cheques y escribir una cifra con muchos ceros que saldría de una cuenta con más ceros todavía.

–A lo mejor podría vivir en la casita del garaje y alquilar el resto a una familia con cinco hijos.

–¿Y renunciar a la terraza?

–Me encanta esta terraza.

A cualquiera le encantaría esa terraza. Sus dieciocho metros abarcaban los frontales del salón, el comedor, el estudio y el dormitorio principal. Debajo, una sala de juegos gigantesca se abría a un patio con una piscina y un jacuzzi.

–Y está amueblada –añadió Tasha.

–Ya tengo muebles.

–Tienes un sofá, una mesa de cocina y una cama.

–Es un sofá estupendo.

Pensé en mi sofá de piel, tan cómodo, y en todo el tiempo que había estado ahorrando para comprarlo convencida de que una pieza tan buena y cara me duraría décadas.

–¿Te ves viviendo aquí? –me preguntó Tasha–. ¿La Sophie rica se ve tomando un café en la terraza o acurrucada delante de la chimenea de piedra leyendo un libro?

Podía verlo, sí. El problema era que no podía ver nada más. No podía pasarme el resto de mi vida tomando café y leyendo.

–Había pensado en el embellecimiento de parques –dije.

–¿Perdona?

–Después de las obras benéficas, he pensado en implicarme en la comunidad. El embellecimiento de la ciudad está muy de moda ahora y resulta que puedo adoptar un parque.

–O comprarte una casa.

–Comprarme una casa es lo sencillo. Yo estoy pensando en qué otras cosas hacen los ricos. Ahora que lo pienso, a ti te gustaría lo de los parques.

–Me he unido al comité de bibliotecas.

–¿En serio? –no sé por qué me sorprendió. Encajaba a la perfección. Tasha era licenciada en Biblioteconomía.

–Vamos a empezar un programa de acercamiento a la lectura en los colegios.

–¿Lo ves? Yo tengo que encontrar algo así.

–Lo encontrarás. Le pillarás el tranquillo a ser rica.

–A lo mejor –dije no convencida–. Tengo mucho dinero.

Tasha sonrió.

–Pues cómprate una casa. Cómprate esta casa. Sé que te encanta.

Y era verdad. Me encantaba. Su tamaño me inquietaba, pero descubrí que no me quería ir. Quería quedarme allí mismo y disfrutarla, así que supuse que eso era lo que debía hacer.

–¿Y después qué?

Tasha me rodeó con el brazo y me dio un achuchón.

–Es una pena que no tengas parientes pobres.

–¿Para que pudieran venir a vivir conmigo? –lo dije con tono de broma, pero no bromeaba.

Si tuviera familia, sin duda los ayudaría. Sería genial tener hermanos o primos o incluso sobrinos que necesitaran una buena educación universitaria, pero mi madre era adoptada e hija única. Sus padres ya habían muerto y nunca había sabido nada ni sobre la familia de ellos ni sobre su familia biológica. Y en cuanto a mi padre… Bueno, mi madre me había dicho que había sido una aventura de una noche. Había sido muy sincera al respecto. Era piloto de la Fuerza Aérea Australiana y estaba casado.

Se habían conocido en un hospital en Alemania, donde ella había estado destinada durante seis semanas. Él había volado hasta Bosnia transportando suministros de ayuda y se había herido en la cabeza cuando su avión se había incendiado y se había visto obligado a hacer un aterrizaje forzoso. Su copiloto no había tenido tanta suerte y había muerto.

Mi padre biológico se había visto muy lejos de casa, herido y hundido, y mi madre lo había reconfortado en su dolor. Habían pasado juntos un fin de semana que ella juraba no haber lamentado nunca, y menos aún porque me había tenido gracias a aquello.

–¿Alguna vez has buscado? –me preguntó Tasha.

Intenté recordar el hilo de la conversación.

–¿Buscar qué?

–A tu familia.

–No creo que haya nadie a quien buscar.

No tenía ninguna intención de desbaratar la vida de mi padre biológico.

Aun así, por un momento me imaginé como una detective aficionada hurgando en mi historia familiar. Ahora que lo pensaba, sería divertido.

–Entra en una de esas páginas web de genealogía y hazte una prueba de ADN.

Tardé medio segundo en decidir que era buena idea. Me pareció muy emocionante, aunque de pronto me asaltó una buena dosis de realidad. Un primo quinto por parte de alguno de mis abuelos, que era lo que probablemente encontraría, no podría considerarse familia cercana.

Aun así…

 

 

Estaba en un avión rumbo a Alaska, a Anchorage para ser exactos, y volaba en primera clase porque Tasha me había dicho que eso era lo que hacían los ricos.

Bueno, en un principio me había dicho que los ricos directamente alquilarían un jet privado. ¿En serio? Volar en primera era perfecto. Más que perfecto. Suponía tener champán, zumo de naranja, toallas calientes y delicados cruasanes con mermelada de albaricoque, y sentirte culpable por la gente que iba apretujada en los asientos de clase turista.

Resultó que tenía un primo hermano, o al menos eso parecía. Teníamos una coincidencia de ADN de un trece por ciento y, según la página web, eso era muy significativo. Se llamaba Mason Cambridge, tenía treinta y cinco años, había nacido en Alaska y trabajaba para una empresa con sede en Anchorage llamada Kodiak Communications.

Lo había buscado en internet y había encontrado algunas fotos. No tenía mucha presencia en redes sociales, aunque en los periódicos locales sí que había algunos artículos en los que aparecía asistiendo a eventos de la zona. Había encontrado su dirección física, pero no el número de teléfono ni la dirección de correo electrónico. Probablemente podría haber conseguido esa información a través de Kodiak Communications, pero había decidido que quería conocerlo en persona. Si iba a mandarme a freír espárragos, primero prefería tener una breve conversación cara a cara con mi único pariente conocido.

Sabía que corría el riesgo de llevarme una decepción, de haber hecho un viaje largo para nada, pero tampoco es que tuviera muchas otras cosas que hacer con mi tiempo. Aún faltaban unos días para cerrar la compra de la casa nueva y Tasha había vuelto a Los Ángeles.

¿Por qué no vivir una aventura?

Cuando el avión comenzó a descender, me sentía lo bastante llena, lo bastante agasajada y más que nerviosa por presentarme sin avisar en la casa de Mason Cambridge.

Alquilé un coche en el aeropuerto y descubrí que Anchorage era mucho más grande de lo que me había esperado, con un centro imponente, amplios barrios residenciales, zonas verdes y paisajes montañosos. De no haber sido por el GPS, me habría perdido en el laberinto de calles.

La ruta acabó llevándome al sur de la ciudad y pronto las casas desaparecieron. Al este, laderas y árboles. Al oeste, las olas de la ensenada acariciando la orilla.

Vi un zorro en la hierba junto a la autopista y después un alce. Cuando dos osos cruzaron la carretera delante de mí, a punto estuve de dar media vuelta y volver al aeropuerto. No había mucho tráfico en ese tramo y por un momento me imaginé con el coche averiado y atacado por unos osos pardos. Pero entonces llegué a un camino de grava y el GPS me dijo que girara. Agradecí que el empleado de la empresa de alquiler me hubiera dado un cuatro por cuatro. Fue una subida tortuosa entre abetos y abedules imponentes hasta que alcancé la cima de la colina y salí de entre los árboles. El camino de grava pasó a ser de pavimento liso.

Me sorprendió, me dejó impactada en realidad, ver una zona de césped amplia y exuberante salpicada de hileras de flores y arbustos esculpidos. Unos pinos la bordeaban entremezclándose con el bosque y en el centro había una casa tan grande que me dejó sin respiración.

Construida con troncos enormes y pulidos y una mampostería impresionante, se extendía por el jardín con sus dos pisos y dos alas, ventanales inmensos y tejados a dos aguas. Parecía un hotel de cinco estrellas. Es más, me pregunté si lo era porque había cerca de diez vehículos aparcados delante. Era posible que Mason Cambridge viviera en un hotel. Era raro, pero posible sin duda.

Apagué el motor del SUV, me colgué el bolso al hombro, abrí la puerta y bajé.

El aire era fresco y olía a limpio. La brisa me echó el pelo en la cara y deseé haberme hecho una coleta o una trenza. Lo tenía demasiado largo como para llevarlo suelto con ese viento. Como apaño temporal, me lo eché hacia atrás y me lo sujeté con la mano a la altura de la nuca mientras cruzaba el aparcamiento.

Me sentía fuera de lugar. Parecía un sitio tranquilo y reservado donde solo atendían a gente muy rica y privilegiada. Y yo, por mucho que ahora tuviera dinero en el banco, no podía hacerme pasar por una rica y privilegiada. Mis vaqueros eran de unos grandes almacenes y el bolso lo había comprado en rebajas por veinte dólares. Y eso por no hablar de los botines. Eran de piel marrón con tacón cuadrado y estaban desgastados. Ya habían hecho muchos kilómetros, pero había supuesto que necesitaría un calzado práctico en Alaska.

Aquel lugar parecía crecer a medida que me acercaba. El porche tenía al menos nueve metros de ancho y cinco escalones conducían a unas puertas de madera dobles enormes. Los subí y me quedé mirándolas un momento mientras me preguntaba si debía llamar o entrar directamente.

Si era un hotel, nadie me oiría llamar a la puerta.

Si era una casa privada, sería de lo más grosero, y probablemente ilegal, entrar sin más.

Lo pensé y decidí que si era una casa privada, la puerta estaría cerrada. Si no, entonces sería la entrada al vestíbulo de un hotel. Empujé un poco y la puerta se abrió sin problema. Entré. Unos techos de vigas se elevaban sobre un vestíbulo precioso. Al fondo, tras unos sillones de piel en color crema, vi una pared de cristal con unas vistas impresionantes. Al oeste se veían los acantilados y el océano. Al sur y al este, una herbosa pradera parecía extenderse varios kilómetros. Vi una valla y, al aguzar la vista, distinguí unos animales marrones en la hierba.

–¿Puedo ayudarte en algo?

Fue una voz profundamente masculina.

–Sí –respondí cerrando la puerta.

Cuando lo miré a los ojos, el corazón me dio un brinco y de pronto los pulmones se me encogieron. El hombre dio unos pasos hacia mí; parecía un gato salvaje con esos movimientos suaves y esa mirada que me estaba valorando como… no sé… ¿una presa?

Tenía una belleza enigmática: pelo alborotado, ojos de un azul intenso, bronceado mediterráneo y un rastro de barba cubriendo su mandíbula cuadrada. Alto, con los hombros anchos y una presencia imponente, era todo lo que una mujer podría esperar si buscaba la perfección.

–¿Ayudarte con…?

–Eh…

Esperó y, mientras, yo me sentía más incómoda a cada segundo que pasaba. A ver, debieron de ser siete u ocho segundos en total, pero sin duda se me hicieron largos.

–Estoy buscando a Mason Cambridge –dije por fin.

–¿Te está esperando?

–No. ¿Está aquí?

–Ahora mismo no.

–Pero vive aquí –dije mirando a mi alrededor.

Mason Cambridge tenía que ser muy rico para vivir en un hotel así. No parecía que fuera a necesitar mi dinero para nada y eso me decepcionó un poco.

–Esta es la casa Cambridge.

Tardé un momento en asimilar sus palabras.

–¿No es un hotel? –¡ay, madre! Acababa de entrar en una casa privada.

–¿Estás buscando un hotel?

–Estoy buscando a Mason Cambridge. No pretendía entrar aquí así. Creía que… –volví a mirar a mi alrededor y me di cuenta de que, en realidad, aquello no parecía el vestíbulo de un hotel. No había ni mostrador de recepción, ni recepcionistas, ni botones por ningún lado.

–¿Para qué buscas a Mason?

No iba a darle explicaciones a un extraño.

–¿Sabes cuándo volverá?

–No es asunto tuyo. Si lo has conocido en un bar…

–No lo he conocido en un bar.

–¿En una fiesta?

–¿Por qué piensas directamente en algo así?

Me miró de arriba abajo y su expresión me dijo que le gustó lo que vio. Ni siquiera se molestó en ocultarlo.

–Porque eres su tipo.

–No soy su tipo –me detuve–. No lo he visto en mi vida.

Sonrió lentamente.

–¿Qué? –pregunté perpleja.

–Me alegro de que Mason no tenga prioridad –respondió con un brillo de apreciación en la mirada.

–¿En serio?

¿Se creía que podía flirtear conmigo?

El hombre se encogió de hombros.

–¿Podrías decirme a qué hora volverá? Me iré y lo intentaré más tarde, y prometo que la próxima vez llamaré a la puerta.

Sonrió aún más. Estaba disfrutando viéndome avergonzada.

–Hoy, más tarde, en algún momento.

–Bien.

–¿Dónde te alojas?

La pregunta me descolocó.

–Por si Mason quiere llamarte. No tienes pinta de ser de Alaska. Soy Nathaniel Stone, por cierto.

–Sophie Crush. No soy de Alaska.

–¿Te alojas en el Tidal?

–No lo he decidido –podría haber reservado un hotel antes de salir de Seattle, pero no había pensado que Anchorage fuera a ser un hervidero de turistas hasta el punto de no poder encontrar sitio al llegar allí.

–Entonces te recomiendo el Tidal. O, si tienes un presupuesto ajustado, el Pine Bird está bien.

Contuve una carcajada al oírlo y pensar en mis recientes conversaciones con Tasha. No, no tenía un presupuesto ajustado.

–¿Te ha hecho gracia algo?

–Nada en absoluto.

–Me vería en la obligación de avisar a Mason si le estás… gastando alguna clase de broma…

–No le estoy gastando ninguna broma. Y no tengo un presupuesto ajustado. Probaré en el Tidal.

–Buena elección. ¿Qué quieres que le diga a Mason?

Intenté darle una respuesta inocua, pero entonces la puerta se abrió detrás de mí.

–Qué bien –dijo Nathaniel a quien fuera que había entrado–. Llegas pronto. Mason, Sophie Crush ha venido a verte.

Nerviosa, tomé aire y al girarme me encontré a otro hombre guapo en la puerta.

–Ho-la –dijo él alargando la palabra como si fuera un cumplido.

–No me ha querido decir lo que quiere –dijo Nathaniel.

Mason sonrió.

–Me da igual lo que quiera –me miró a los ojos–. La respuesta es «sí».

Sabía que tenía que cortar de raíz ese flirteo. Si no lo hacía, los dos nos sentiríamos muy avergonzados.

–Soy tu prima.

A Mason se le heló la expresión.

–¿Qué? –preguntó Nathaniel detrás de mí.

 

* * *

 

Después de mi revelación me llevaron a una sala. Supuse que sería el estudio, ya que la mayoría de las pequeñas mansiones que había visto los tenían y, al igual que esta habitación, solían estar amueblados con estanterías, escritorios y sillas grandes e iluminados con una luz cálida que destelleaba sobre las paredes revestidas en madera.

Mason cerró la puerta y nos sentamos.