Después de esa noche - Karin Slaughter - E-Book

Después de esa noche E-Book

Karin Slaughter

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Beschreibung

El investigador del GBI Will Trent y la forense Sara Linton regresan en un thriller trepidante de la mano de Karin Slaughter, la autora superventas del New York Times. Hace quince años, la vida de Sara Linton dio un vuelco cuando, tras una noche de fiesta, una agresión violenta destrozó su mundo. Desde entonces, Sara ha rehecho su vida. Se ha convertido en una prestigiosa doctora y va a casarse con un hombre al que ama. Por fin ha conseguido dejar el pasado atrás. Hasta que una noche, mientras está de guardia en Urgencias, todo cambia. Sara lucha por salvar la vida a una joven que ha sufrido una agresión brutal. Pero a medida que avance la investigación, dirigida por el agente especial del GBI Will Trent, quedará claro que el ataque sufrido por Dani Cooper está misteriosamente relacionado con el de Sara. Y el pasado no va a seguir enterrado eternamente…   «Entra en el mundo de Karin Slaughter. Pero quedas advertido, no hay vuelta atrás». LISA GARDNER  «Sus personajes, sus tramas y su pulso narrativo no tienen igual entre los escritores de thriller». MICHAEL CONNELLY  «Karin Slaughter mejora con cada libro. Después de esa noche se lee compulsivamente». Clare Mackintosh, autora de Te dejé ir  «Espeluznante, implacable y, sin embargo, cargado de compasión». Kirkus Reviews  «Aunque haya mucho más diálogo que acción, esta novela te mantiene siempre en vilo… El giro final (un toque de genialidad irónica) te deja boquiabierto». The London Times  «Un thriller irresistible cuyo motor es la justa ira». The Mail on Sunday  «Su talento es equiparable al de un Edgar Allan Poe o un Nathaniel Hawthorne (…). Una narradora ejemplar que entreteje palabras con destreza e inteligencia». The Huffington Post

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

Después de esa noche

Título original: After That Night

© Karin Slaughter 2023

© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

© De la traducción del inglés, Victoria Horrillo Ledesma

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: Claire Ward/HarperCollinsPublishers Ltd

Imágenes de cubierta: © Natasza Fiedotjew/Trevillion Images (imagen principal) y plainpicture/Axel Killian (imagen contraportada)

 

I.S.B.N.: 9788410640085

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Cita

Prólogo

Tres años después. 1

2

3

Quince años atrás

4

5

El Downlow

6

7

8

9

10

11

Frente a los apartamentos Windsong-Midtown Atlanta

12

13

14

15

16

17

18

19

Una semana después

Agradecimientos

Notas

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

Para Liz

 

 

 

 

 

 

«Recuerda hablar desde la cicatriz, no desde la herida».

Anónimo

 

 

 

 

 

Buenos días Dani disfruté mucho la otra noche… pocas veces puedo estar con alguien que sea inteligente además de guapa… una combinación muy rara.

 

???

 

Tengo la información de contacto de la campaña de Stanhope si todavía te interesa trabajar como voluntaria.

 

Quién eres?

 

Qué gracia! Sé que están buscando voluntarios, ¿todavía te interesa echar una mano? Puedo pasar a recogerte cuando vaya a la sede si quieres.

 

 

Lo siento creo que te equivocas de persona

 

Vives en Juniper, en el edificio Beauxarts no?

 

No ahora vivo con mi novio

 

Me encanta tu sentido del humor, Dani

En serio, me apetece mucho pasar más tiempo contigo

Sé que te encanta la vista del parque desde tu habitación en la esquina

A lo mejor puedes presentarme a Polainas

 

Cómo sabes cómo se llama mi gato?

 

Lo sé todo sobre ti.

 

En serio esto es cosa de Jen?

Me estás asustando

 

No dejo de pensar en ese lunar que tienes en la pierna y en las ganas que tengo de besarlo

… otra vez…

 

Quién coño eres?

 

¿De verdad quieres saberlo?

 

No tiene gracia. Dime quién cojones eres.

 

Hay boli y papel en el cajón al lado de tu cama

Haz una lista de todo lo que te aterra

Eso soy yo

Prólogo

 

 

 

 

 

Sara Linton sostenía el teléfono pegado a la oreja mientras observaba a un médico interno residente examinar a un hombre con un tajo abierto en la parte posterior del brazo derecho. El flamante doctor Eldin Franklin no estaba teniendo un buen día. Llevaba dos horas en el turno de urgencias y ya le había amenazado de muerte un luchador de MMA drogado y había tenido que hacerle un tacto rectal a una indigente, con pésimos resultados.

—¿Te puedes creer que me haya dicho eso?

La rabia de Tessa chisporroteaba a través del teléfono. Sara sabía, sin embargo, que su hermana no necesitaba ningún estímulo para quejarse de su nuevo marido, así que siguió vigilando a Eldin. Hizo una mueca al verle cargar con lidocaína una jeringuilla como si fuera Jonas Salk probando la primera vacuna contra la polio. Prestaba más atención al vial que al paciente.

—Me parece increíble —añadió Tessa.

Sara hizo ruiditos conciliadores al cambiarse de oreja el teléfono. Buscó su tableta y abrió la historia del paciente de Eldin. El corte del brazo era lo de menos. Según las anotaciones de la enfermera de triaje, el hombre de treinta y un años tenía 38 grados de fiebre y sufría taquicardia, agitación aguda, confusión e insomnio.

Levantó la vista de la tableta. El paciente no paraba de rascarse el pecho y el cuello como si notara algo arrastrándosele por la piel. El pie izquierdo le temblaba tanto que la cama temblaba con él. Era obvio que se hallaba en pleno síndrome de abstinencia alcohólica; tan obvio como decir que el sol saldría por el este.

Eldin no captaba ninguna de esas señales, lo que no era del todo una sorpresa. La Facultad de Medicina era, por definición, una institución que no te preparaba para el mundo real. Pasabas el primer año aprendiendo cómo funcionan los sistemas corporales. El segundo lo dedicabas a entender los fallos de esos sistemas. El tercero se te permitía ver pacientes, pero solo bajo supervisión estricta y a menudo innecesariamente sádica. El cuarto año entraba en juego el proceso de asignación de plazas, que era como el peor concurso de belleza de la historia, y que consistía en esperar a ver si ibas a poder hacer la residencia en una institución prestigiosa e importante o en el equivalente a una clínica veterinaria de una zona rural en las chimbambas.

Eldin había conseguido plaza en el Grady Memorial Hospital, el único hospital público de Atlanta y uno de los centros de traumatología de nivel I más demandados del país. Le llamaban interno porque estaba aún en el primer año de residencia, lo que, por desgracia, no le impedía creer que ya estaba de vuelta de todo. Sara comprendió que su cerebro ya había desconectado cuando se inclinó sobre el brazo del paciente y empezó a anestesiar la zona. Seguramente estaría pensando en la cena o en una chica a la que quería llamar, o quizá en los intereses de sus muchos préstamos estudiantiles, que equivalían aproximadamente al precio de una casa.

Sara lanzó una mirada enfática a la enfermera jefe. Johna también estaba observando a Eldin, pero, como toda enfermera, iba a dejar que el médico novato aprendiese por las malas, lo que no tardó en suceder.

El paciente se echó hacia delante y abrió la boca.

—¡Eldin! —gritó Sara, pero ya era demasiado tarde.

El vómito regó como una manguera de bombero la parte de atrás de su camisa.

Eldin se incorporó tambaleándose y, tras un momento deshock, empezó a tener arcadas.

Sara se quedó en su silla, detrás del puesto de enfermeras, mientras el paciente se dejaba caer de espaldas sobre la camilla con cara de alivio momentáneo. Johna se llevó a Eldin a un lado y empezó a regañarle como si fuera un niño pequeño. A Sara, su expresión avergonzada le resultaba familiar. Ella también había hecho la residencia en Grady y había recibido regañinas como aquella. En la Facultad de Medicina nadie te avisaba de que así era como se aprendía a ser médico de verdad: a base de humillación y vómitos.

—¿Sara? —dijo Tessa—. ¿Me estás escuchando?

—Sí, perdona. —Intentó volver a centrarse en su hermana—. ¿Qué decías?

—Decía que cómo puede ser que le cueste tanto darse cuenta de que el puto cubo de la basura está lleno. —Tessa apenas hizo una pausa para respirar—. Yo también trabajo todo el día, así que ¿por qué tengo que ser yo quien se ponga a limpiar y quien doble la ropa, haga la cena y saque la basura cuando llego a casa?

Sara mantuvo la boca cerrada. Las quejas de Tessa no eran nuevas ni imprevistas. Lemuel Ward era un capullo y un egoísta, uno de los más grandes que Sara había conocido nunca, y eso era mucho decir teniendo en cuenta que se dedicaba a la medicina.

—Es como si me hubieran fichado en secreto para El cuento de la criada.

—¿La serie o el libro? —Sara procuró que su tono no sonara muy mordaz—. No recuerdo ninguna escena en la que sacaran la basura.

—No me dirás que no es así como se empieza.

—Doctora Linton. —Kiki, una de las recepcionistas, tamborileó con los dedos en el mostrador—. Traen de rayos al del box tres.

Sara le dio las gracias con un gesto y buscó las radiografías en la tableta. El paciente del box tres era un esquizofrénico de treinta y nueve años que había ingresado con el nombre de Deacon Sledgehammer y presentaba una roncha del tamaño de una pelota de golf en el cuello, tenía 39 grados de fiebre y sufría escalofríos incontrolables. Había reconocido sin tapujos que llevaba casi toda la vida siendo adicto a la heroína. Al colapsársele las venas de las piernas, los brazos, los pies, el pecho y el vientre, había recurrido a las inyecciones subcutáneas, un método llamado skin-popping. Después había empezado a pincharse directamente en la arteria yugular y la carótida. Las radiografías confirmaban lo que sospechaba Sara, pero haber acertado no le produjo ningún placer.

—Mi tiempo es tan valioso como el suyo —dijo Tessa—. No tiene ni puta gracia.

Sara estaba de acuerdo, pero no comentó nada mientras cruzaba la sala de urgencias. Normalmente, a esa hora de la noche estaban hasta arriba de heridas de bala y arma blanca, accidentes de tráfico, sobredosis e infartos. Quizá fuera por la lluvia o porque los Braves jugaban contra los Tampa Bay, pero en la sala reinaba una extraña calma. La mayoría de las camas estaban vacías y solo se oía alguna que otra conversación, acompañada por los zumbidos y los pitidos de las máquinas. Sara era oficialmente la pediatra de guardia, pero se había ofrecido a sustituir a otro médico para que pudiera asistir a la feria de ciencias de su hija. Llevaba ya ocho horas de su turno de doce y lo peor que había visto de momento era la vomitona que había bañado a Eldin.

Y la verdad es que había tenido bastante gracia.

—Mamá, claro, no ha sido de ninguna ayuda —prosiguió Tessa—. Solo ha dicho: «Un matrimonio es un matrimonio, aunque sea malo». ¿Se puede saber qué significa eso?

Sara ignoró la pregunta mientras pulsaba el botón que abría las puertas.

—Tessie, llevas seis meses casada. Si ahora no eres feliz con él…

—Yo no he dicho que no sea feliz —contestó, aunque cada palabra que salía de su boca indicaba lo contrario—. Solo estoy cabreada.

—Bienvenida al matrimonio. —Sara se dirigió hacia los ascensores—. Tendrás que pasarte diez minutos argumentando que ya le has dicho algo, en vez de volver a decírselo.

—¿Ese es tu consejo?

—He tenido mucho cuidado de no darte ninguno —señaló Sara—. Mira, ya sé que es una mierda decir esto, pero o encuentras una manera de solucionarlo o no la encuentras.

—Tú encontraste la manera de solucionarlo con Jeffrey.

Sara se llevó automáticamente la mano al corazón, pero el tiempo había atenuado la punzada de dolor que solía acompañar el recuerdo de su viudez.

—¿Olvidas que me divorcié de él?

—¿Y tú olvidas que yo estaba allí cuando pasó? —Tessa hizo una pausa para tomar aliento—. Lo solucionasteis. Volviste a casarte con él. Eras feliz.

—Sí, lo era —convino Sara. Pero el problema de Tessa no era una aventura extramatrimonial, ni un cubo rebosante de basura. Era haberse casado con un hombre que no la respetaba—. No te estoy ocultando información, es que no hay una solución universal. Cada relación es distinta.

—Claro, pero…

La voz de Tessa se apagó de pronto cuando se abrieron las puertas del ascensor. Los pitidos y zumbidos de las máquinas se disiparon a lo lejos. Sara sintió en el aire una corriente eléctrica.

El agente especial Will Trent estaba al fondo del ascensor. Tenía la vista fija en el móvil, lo que le permitió darse el lujo de contemplarle en silencio. Alto y delgado, de anchos hombros, el traje de tres piezas que vestía, de color gris oscuro, no conseguía ocultar su cuerpo de corredor. Tenía el pelo rubio mojado por la lluvia. Una cicatriz le zigzagueaba por la ceja izquierda y otra le subía desde la boca. Sara se preguntó con delectación cómo sería el tacto de aquella cicatriz si presionara sus propios labios.

Will levantó la vista y le sonrió.

Ella le devolvió la sonrisa.

—¿Hola? —dijo Tessa—. ¿Has oído lo que…?

Sara colgó y se guardó el teléfono en el bolsillo.

Mientras Will salía del ascensor, ella hizo recuento de las diversas maneras en que podría haberse preparado para estar presentable por si acaso se encontraba con él, empezando por no recogerse la melena en un moño de abuela en lo alto de la cabeza y terminando por limpiarse bien el kétchup que le había caído por la pechera del uniforme durante la cena.

Will fijó de inmediato los ojos en la mancha.

—Parece que tiene…

—Sangre —dijo Sara—. Es sangre.

—¿Seguro que no es kétchup?

Ella negó con la cabeza.

—Soy médica, así que…

—Y yo soy detective, así que…

Estaban los dos sonriendo cuando Sara se dio cuenta de que Faith Mitchell, la compañera de Will, no solo iba en el ascensor con él, sino que estaba a medio metro de distancia.

Faith soltó un fuerte suspiro y le dijo a Will:

—Voy a ir empezando y tal.

Will se metió las manos en los bolsillos mientras Faith se encaminaba hacia las habitaciones de los pacientes. Miró al suelo, luego miró de nuevo a Sara y por último miró pasillo abajo. El silencio se prolongó hasta hacerse incómodo. Era un don que tenía Will. Era increíblemente torpe y el hecho de que a ella se le trabara como nunca la lengua cuando estaba con él tampoco ayudaba.

—Cuánto tiempo —se obligó a decir.

—Dos meses.

Le hizo una ilusión ridícula que Will supiera cuánto tiempo llevaban sin verse. Esperó a que dijera algo más, pero, por supuesto, no dijo nada.

—¿Qué les trae por aquí? —le preguntó—. ¿Están trabajando en un caso?

—Sí. —Pareció aliviado al hallarse en terreno conocido—. Un tipo discutió con su vecino por una recortadora de césped y acabó cortándole los dedos. Cuando llegó la policía, el tipo se metió en su coche y se estrelló contra un poste telefónico.

—Un verdadero cerebro criminal.

A Sara le dio un extraño vuelco el corazón al oír su carcajada repentina. Intentó que él siguiera hablando.

—Eso parece competencia de la policía de Atlanta, no un caso para la Oficina de Investigación de Georgia.

—El de la recortadora de césped trabaja para un traficante de drogas al que llevamos un tiempo intentando atrapar. Esperamos poder convencerle de que hable.

—Pueden recortarle la condena a cambio de que declare.

Esta vez no se le escapó la risa. La broma cayó como un peso muerto entre los dos.

Will se encogió de hombros.

—Eso pensamos hacer.

Sara sintió que el rubor le subía por el cuello e intentó frenéticamente pisar terreno firme.

—Estoy esperando a que suban a un paciente de rayos. No suelo rondar por los ascensores.

Él asintió, pero no dijo nada más y la sensación de incomodidad volvió a instalarse entre ellos. Se pasó los dedos por el mentón, rozando la tenue cicatriz que recorría su mandíbula afilada hasta el cuello de la camisa. Su anillo de casado centelleó como una luz de advertencia. Al notar que ella se había fijado en la alianza, volvió a meterse la mano en el bolsillo.

—En fin. —Sara tenía que poner fin a aquello antes de que sus mejillas echaran a arder—. Seguro que Faith le estará esperando. Me alegro de volver a verle, agente Trent.

—Doctora Linton. —Will le dedicó una leve inclinación de cabeza antes de alejarse.

Para evitar mirarle con anhelo, Sara sacó su teléfono y le mandó un mensaje a su hermana disculpándose por haber colgado tan bruscamente.

Dos meses.

Will sabía cómo ponerse en contacto con ella y no lo había hecho.

Claro que ella también sabía cómo ponerse en contacto con él y tampoco lo había hecho.

Repasó mentalmente su breve conversación, saltándose el chiste del recorte de condena para no volver a ponerse roja como un tomate. No sabía si Will estaba tonteando con ella o si solo intentaba ser amable, o si ella era una boba y estaba desesperada. Lo que sí sabía era que Will Trent estaba casado con una exinspectora de la policía de Atlanta que, además de tener fama de ser una arpía, acostumbraba a desaparecer durante largas temporadas. Y que, a pesar de todo, él seguía llevando su anillo de casado.

Como decía su madre, «un matrimonio es un matrimonio, por malo que sea».

Por suerte, las puertas del ascensor se abrieron antes de que pudiera adentrarse más en esa madriguera.

—Hola, doctora. —Deacon Sledgehammer estaba arrellanado en su silla de ruedas, pero hizo el esfuerzo de enderezarse por ella. Llevaba una bata de hospital y calcetines negros de lana. Tenía el lado izquierdo del cuello horriblemente rojo e hinchado y los brazos, las piernas y la frente salpicados de cicatrices redondeadas, fruto de años de chutes subcutáneos—. ¿Ya sabe qué me pasa?

—Sí. —Sara relevó al celador y empujó la silla por el pasillo, resistiéndose al impulso de volverse para mirar a Will como la mujer de Lot—. Tiene doce agujas rotas en el cuello. Varias de ellas han producido abscesos. Por eso tiene el cuello hinchado y le cuesta tragar. Tiene una infección muy grave.

—Vaya, hombre. —Deacon soltó un suspiro ronco—. Eso suena a que no voy a salir de esta.

Sara no iba a mentirle.

—Podría ser. Vamos a tener que operarle para retirar las agujas y luego tendrá que quedarse ingresado al menos una semana para que le administremos antibióticos por vía intravenosa. Habrá que controlar además el síndrome de abstinencia, así que no va a ser fácil.

—Menuda mierda —masculló él—. ¿Vendrá usted a visitarme?

—Claro que sí. Mañana no trabajo, pero el domingo estaré aquí todo el día. —Sara pasó su tarjeta por el escáner para abrir las puertas. Por fin se permitió mirar a Will. Estaba al final del pasillo. Se quedó mirándole hasta que dobló la esquina.

—Me dio sus calcetines.

Sara se volvió hacia Deacon.

—La semana pasada, cuando estaba en el Capitolio. —Deacon señaló los gruesos calcetines que llevaba puestos—. Hacía un frío de narices. El tío se quitó los calcetines y me los dio.

A Sara volvió a darle un vuelco el corazón.

—Qué amable.

—Seguro que ese cabrón del poli les puso un micro. —Deacon se llevó un dedo a los labios—. Tenga cuidado con lo que dice.

—Entendido. —Sara no iba a ponerse a discutir con un esquizofrénico que sufría una infección muy grave. El hecho de que tuviera el pelo castaño rojizo y fuera zurda ya había dado pie a una larga discusión.

Llevó la silla al box tres y ayudó a trasladar a Deacon a la cama. Sus brazos eran esqueléticos, casi como palillos. Estaba desnutrido. Tenía tierra y mugre incrustadas en el pelo. Le faltaban varios dientes. Rondaba los cuarenta años, pero aparentaba sesenta y se movía como un octogenario. Sara no estaba segura de que fuera a sobrevivir a otro invierno. Si no acababa con él la heroína, lo harían los elementos o una nueva infección.

—Sé lo que está pensando. —Deacon se recostó en la cama con un quejido de anciano—. Quiere llamar a mi familia.

—¿Usted quiere que la llame?

—No. Y tampoco avise a los servicios sociales. —Se rascó el brazo clavando las uñas en una cicatriz redonda—. Mire, yo soy un mierda, ¿vale?

—Conmigo no lo ha sido.

—Sí, ya, porque me ha pillado en un buen día. —Se le quebró la voz al decir la última palabra. Empezaba a darse cuenta de que quizá no estuviera vivo al día siguiente—. Mi salud mental es lo que es, y además soy un yonqui. Me encanta el jaco, joder, y no se lo pongo fácil a la gente.

—Ha tenido mala suerte. —Sara mantuvo un tono comedido—. Eso no lo convierte en una mala persona.

—Ya, claro, pero lo que le hice pasar a mi familia… En junio hará diez años que me repudiaron, y no los culpo. Les di motivos de sobra. Les mentí, les robé, los engañé, les pegué… Lo que le decía: un auténtico mierda.

Sara apoyó los codos en la barandilla de la cama.

—¿Qué puedo hacer por usted?

—Si no salgo de esta, ¿puede llamar a mi madre y decírselo? No para que se sienta culpable ni nada de eso. La verdad es que creo que será un alivio para ella.

Sara se sacó un bolígrafo y una libreta del bolsillo.

—Escriba aquí su nombre y su número.

—Dígale que no tuve miedo. —Apretó el bolígrafo con tanta fuerza que Sara oyó cómo arañaba el papel. Los ojos se le habían llenado de lágrimas—. Dígale que no la culpo. Y que… Dígale que la quería.

—Espero que no lleguemos a eso, pero le prometo que la llamaré si es así.

—Pero antes no, ¿vale? Porque no necesita saber que estoy vivo. Solo si… —Se le quebró de nuevo la voz. Le temblaban las manos cuando le devolvió la libreta y el bolígrafo—. Usted ya me entiende.

—Sí. —Sara le puso un momento la mano en el hombro—. Voy a avisar a cirugía. Le pondremos una vía central y así podré darle algo para que esté más cómodo.

—Gracias, doctora.

Sara cerró la cortina al salir. Cogió el teléfono que había detrás del puesto de enfermeras y llamó a cirugía para hacer una consulta; después introdujo en el ordenador las instrucciones necesarias para que le pusieran la vía central.

—Hola. —Eldin se había duchado y se había puesto un uniforme limpio—. Le he dado diazepam intravenoso al borracho. Está esperando una cama.

—Añade además multivitaminas y quinientos miligramos de tiamina por vía intravenosa para prevenir…

—La encefalopatía de Wernicke —dijo Eldin—. Buena idea.

A Sara le pareció un poco engreído para alguien a quien acababan de bañar con un chorro de vómito. Como supervisora suya, aunque solo fuera por esa noche, tenía el deber de dejarle las cosas claras para que aquello no volviera a ocurrir.

—Eldin —le dijo—, no es una idea, es un protocolo de tratamiento para evitar convulsiones y tranquilizar al paciente. La desintoxicación es un verdadero infierno. Es evidente que tu paciente está sufriendo. No es un borracho. Es un hombre de treinta y un años que intenta sobreponerse a su adicción al alcohol.

Eldin tuvo la decencia de parecer avergonzado.

—Vale. Tienes razón.

Sara no había terminado.

—¿Leíste las notas de la enfermera? Hizo una historia social detallada. El paciente dijo que se tomaba entre cuatro y cinco cervezas al día. ¿El año pasado te enseñaron alguna regla de oro?

—Que siempre duplique el número de bebidas que declara tomar un paciente.

—Correcto. Tu paciente también informó de que estaba intentando dejar el alcohol. Lo dejó a palo seco hace tres días. Lo pone aquí, en su historia.

La expresión de Eldin pasó de la vergüenza a la indignación.

—¿Por qué no me lo dijo Johna?

—¿Por qué no leíste sus notas? ¿Por qué no te diste cuenta de que el paciente tenía un principio agudo de supergripe y se rascaba como si tuviera hormigas imaginarias corriéndole por la piel? —Sara advirtió que volvía la vergüenza, lo que honraba a Eldin. Se daba cuenta de que la culpa era suya—. Aprende de lo que ha pasado, Eldin. Y atiende mejor a tu paciente la próxima vez.

—Tienes razón. Lo siento. —Eldin respiró hondo y exhaló despacio—. Dios, no sé si alguna vez le cogeré el tranquillo a esto.

Sara no podía dejarle hecho polvo.

—Te digo lo que me dijo a mí mi adjunto: o eres un médico estupendo o eres un psicópata que ha conseguido engañar a la persona más inteligente que te ha supervisado jamás.

Eldin se rio.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Claro.

—Hiciste la residencia aquí, ¿verdad? —Esperó a que ella asintiera—. Me han dicho que te dieron una beca para hacer la especialidad con Nygaard. Cirugía cardiotorácica pediátrica. Es impresionante. ¿Por qué renunciaste?

Sara estaba intentando formular una respuesta cuando sintió otra alteración en el aire. No era la corriente eléctrica que había sentido al ver a Will Trent al fondo del ascensor. Eran sus años de experiencia e intuición, que la advertían de que la noche estaba a punto de torcerse.

Las puertas de la dársena de ambulancias se abrieron de golpe y Johna apareció corriendo por el pasillo.

—Sara, ha habido un accidente justo enfrente. Un Mercedes y una ambulancia. Están sacando a la víctima del coche ahora mismo.

Sara corrió hacia la sala de traumatología con Eldin detrás. Notó cómo aumentaba el nerviosismo del interno y procuró mantener un tono de voz calmado cuando le dijo:

—Haz exactamente lo que te diga. Y no estorbes.

Se estaba poniendo una bata estéril cuando los técnicos de emergencias entraron con la paciente sujeta a una camilla. Estaban empapados por la lluvia. Uno de ellos le dio los detalles.

—Dani Cooper, mujer, diecinueve años, accidente de tráfico con pérdida de conocimiento, dolor torácico y dificultad para respirar. Iba a cincuenta cuando chocó de frente con la ambulancia. La herida del costado parece superficial. Presión sanguínea: 80/40; frecuencia cardiaca: 108. Los ruidos respiratorios son débiles en el lado izquierdo y normales en el derecho. Está alerta y orientada. Vía en la mano derecha con suero normal.

De repente, la sala de traumatología se llenó de gente que ejecutaba un ballet de coreografía precisa pero caótica. Varios enfermeros, un terapeuta respiratorio, un técnico de rayos, un transcriptor… Cada cual cumpliendo su función: poner vías, extraer sangre, mecanografiar, cortar la ropa, colocar el manguito del tensiómetro, el oxímetro de pulso, los cables, el oxígeno, o monitorizar cada paso que se daba y quién lo daba.

Sara gritó:

—Necesito un perfil bioquímico doce con diferencial, radiografías de tórax y abdomen y otra vía de calibre grueso para sangre por si hace falta. Ponedle una sonda y hacedle un análisis rutinario de orina y drogas. Necesito un TAC de cabeza y cuello. Avisad a cirugía vascular para que estén preparados.

Los técnicos de emergencias trasladaron a la paciente a la cama. La joven tenía la cara blanca. Le castañeteaban los dientes y tenía los ojos desorbitados.

—Dani —dijo Sara—, soy la doctora Linton. Soy quien va a atenderte. ¿Puedes decirme qué ha pasado?

—El c-c-coche… —Dani apenas podía susurrar—. Me des-desperté en el…

Le castañeteaban tanto los dientes que no pudo terminar.

—Tranquila. ¿Dónde te duele? ¿Puedes señalármelo?

Sara vio que se llevaba la mano a la parte superior izquierda del abdomen. Los técnicos de emergencias ya habían cubierto con gasa la herida superficial que tenía justo debajo del pecho izquierdo. Eso no era todo, sin embargo. Tenía también una marca de color rojo oscuro en el torso, en el lugar donde había recibido un golpe fuerte; posiblemente, el impacto del volante. Sara aplicó el estetoscopio al vientre y auscultó luego ambos pulmones.

—Los ruidos intestinales son normales —informó alzando la voz—. Dani, ¿puedes respirar hondo, por favor?

Se oía un silbido laborioso.

Sara dijo dirigiéndose a la sala:

—Neumotórax izquierdo. Preparadla para tubo torácico. Necesito una bandeja de toracostomía.

Dani trató de seguir con los ojos la ráfaga de movimiento. Se abrieron armarios y se cargaron bandejas: gasas, tubos, Betadine, guantes estériles, bisturí, lidocaína…

—Tranquila, Dani. —Sara se inclinó, intentando distraerla de aquel caos—. Mírame. Tienes afectado el pulmón. Vamos a ponerte un tubo para…

—Yo n-no… —La chica se esforzaba por respirar. Su voz apenas se oía entre el ruido—. Tenía que escapar…

—Muy bien. —Sara le echó el pelo hacia atrás buscando signos de traumatismo craneoencefálico. Por algo Dani había perdido el conocimiento en el momento del accidente—. ¿Te duele la cabeza?

—Sí… Me… Oigo pitidos y…

—Perfecto. —Sara le examinó las pupilas. Era evidente que sufría una conmoción cerebral—. Dani, ¿puedes decirme dónde te duele más?

—É-él me hizo daño. Creo… Creo que me ha violado.

Sara sintió una sacudida de horror. Los sonidos de la sala se desvanecieron. Ya solo oía la voz crispada de Dani.

—Me echó droga en la bebida… —La joven tosió al intentar tragar saliva—. Me desperté y… Estaba encima de mí… Luego me encontré en el coche, pero no recuerdo cómo… y…

—¿Quién? —preguntó Sara—. ¿Quién te ha violado?

Comenzaron a temblarle los párpados.

—¿Dani? Quédate conmigo. —Sara acercó la mano a su cara. Sus labios iban perdiendo color—. Necesito ese tubo torácico ya.

—Detenlo… —dijo Dani—. Por favor…, detenlo.

—¿Detener a quién? —preguntó Sara—. ¿Dani? ¿Dani?

La chica clavó los ojos en los suyos rogándole en silencio que la entendiera.

—¿Dani?

Sus párpados comenzaron a agitarse de nuevo. Luego se detuvieron. Su cabeza cayó hacia un lado.

—¿Dani? —Sara apretó el estetoscopio contra su pecho. Nada. La vida de la joven de diecinueve años se desvanecía. Sara guardó su pánico en otro sitio y dijo—: No hay latido. Adelante con la RCP.

El terapeuta respiratorio cogió la bolsa Ambú y la máscara para forzar la entrada de aire en los pulmones. Sara entrelazó los dedos y apoyó las palmas sobre el corazón de Dani. La reanimación cardiopulmonar era una medida de urgencia destinada a impulsar manualmente la sangre hacia el corazón y el cerebro hasta que, con suerte, el órgano volvía a bombear a ritmo regular. Sara presionó el pecho de Dani apoyando en él todo su peso. Se oyó un horrible crujido cuando las costillas cedieron.

—¡Mierda! —Sara sintió que las emociones empezaban a apoderarse de ella. Procuró dominarse—. Tiene volet costal. La RCP no sirve. Hay que desfibrilar.

Johna ya había acercado el carro del desfibrilador. Sara oyó que el aparato alcanzaba su máxima potencia mientras las palas presionaban el cuerpo inerte de Dani.

Apartó las manos, alejándolas de la cama metálica.

—¡Cuidado! —Johna pulsó los botones de las palas.

El cuerpo de Dani se sacudió, atravesado por tres mil voltios de electricidad dirigidos hacia su pecho. El monitor parpadeó. Todos esperaron unos segundos interminables para ver si el corazón volvía a ponerse en marcha, pero la línea del monitor se aplanó y empezó a sonar la alarma.

—Otra vez —ordenó Sara.

Johna esperó a que el desfibrilador se cargara. Otra descarga. Otro parpadeo. Otra línea plana.

Sara repasó a toda prisa sus opciones. La RCP no servía. El desfibrilador, tampoco. No se le podía abrir la caja torácica rompiendo las costillas porque no había nada que romper. El volet costal o tórax inestable se definía como la fractura de dos o más costillas contiguas en dos segmentos o más, lo que provocaba una desestabilización de la pared torácica que alteraba la dinámica respiratoria.

Por lo que alcanzaba a ver, Dani Cooper presentaba múltiples fracturas en las costillas segunda, tercera y quinta debido a un traumatismo producido por un objeto contundente. Los huesos astillados, que flotaban libremente dentro del pecho, podían atravesar el corazón y los pulmones. Las probabilidades de que la joven de diecinueve años sobreviviera se habían reducido a un solo dígito.

Los ruidos que Sara había bloqueado mientras la atendía llenaron de golpe su cerebro. El siseo inútil del oxígeno. El chirrido del manguito del tensiómetro. El crujido de los trajes EPI mientras todos calculaban en silencio las probabilidades cada vez más escasas.

Alguien apagó la alarma.

—Vale —dijo dirigiéndose a sí misma. Tenía un plan. Retiró la gasa que cubría la laceración del costado izquierdo de Dani. Regó la herida con Betadine, dejando que se desbordara como una fuente—. Eldin, háblame del margen costal.

—Eh… —Eldin observó las manos de Sara mientras se ponía unos guantes estériles nuevos—. El margen o reborde costal es el arco que forman los cartílagos costales inferiores hasta el esternón. Las costillas undécima y duodécima son flotantes.

—En general, terminan más o menos en la línea axilar media y dentro de la musculatura de la pared lateral. ¿Correcto?

—Correcto.

Sara cogió un bisturí de la bandeja y lo hundió en la herida, cortando con cuidado la capa de grasa hasta alcanzar el músculo abdominal. Luego siguió cortando hasta llegar al diafragma para hacer un agujero del tamaño de su puño.

Miró a Johna. La enfermera tenía los labios entreabiertos por la sorpresa, pero asintió. Si Dani tenía alguna posibilidad de sobrevivir, era aquella.

Sara metió la mano en el agujero. El músculo del diafragma succionó su muñeca cerrándose en torno a ella. Los huesos de las costillas rozaron sus nudillos como las teclas de un xilófono. El pulmón estaba aplastado como un globo sin aire. El estómago y el bazo eran suaves y resbaladizos. Cerró los ojos y se concentró en la anatomía mientras hurgaba en el pecho de Dani. Tocó con la yema de los dedos el saco lleno de sangre del corazón. Con mucho cuidado, rodeó el órgano con la mano. Miró el monitor y apretó.

La línea plana dio un salto.

Volvió a apretar.

Otro salto.

Siguió bombeando sangre a través del corazón. Flexionaba los dedos rítmicamente, imitando la cadencia propia de la vida. Volvió a cerrar los ojos mientras aguzaba el oído, a la espera de un pitido del monitor. Veía el mapa de las arterias como un dibujo topográfico. Arteria coronaria derecha. Arteria descendente posterior. Arteria marginal derecha. Arteria descendente anterior izquierda. Arteria circunfleja.

De todos los órganos del cuerpo, el corazón era el que suscitaba más emociones. Podía estar roto o rebosante de amor o alegría, o dar un extraño brinco cuando te encontrabas con el hombre que te gustaba en el ascensor. Te llevabas la mano al corazón para jurar lealtad. Te dabas palmadas en el corazón para expresar fidelidad, sinceridad o respeto. De alguien cruel se decía que «no tenía corazón». En el sur, a alguien que no tenía muchas luces se le llamaba «corazón bendito». Un acto de bondad «te llegaba al corazón». Cuando Sara y Tessa eran pequeñas, Tessa tenía la costumbre de hacerse cruces en el pecho. Le robaba la ropa a Sara, o un CD o un libro, decía «que me muera ahora mismo si he sido yo»y se hacía la señal de la cruz sobre el corazón.

Sara no sabía si Dani Cooper moriría o no, pero prometió sobre el corazón de la joven que haría todo lo posible por detener al hombre que la había violado.

Tres años después 1

 

 

 

 

 

—Doctora Linton. —Maritza Aguilar, la abogada de la familia de Dani Cooper, se acercó al estrado de los testigos—. ¿Puede contarnos qué pasó después?

Sara cogió aire antes de decir:

—Fui subida en la camilla hasta el quirófano para seguir accionando manualmente el corazón de Dani. Me pusieron la ropa quirúrgica y luego se hicieron cargo los cirujanos.

—¿Y después?

—Asistí a la operación. —Sara parpadeó. A pesar de que habían pasado tres años, aún veía a Dani tumbada en la mesa de operaciones: los ojos cerrados con cinta adhesiva, un tubo saliéndole de la boca, el pecho abierto en canal, las blancas esquirlas de las costillas esparcidas como confeti dentro de la cavidad torácica—. Los cirujanos hicieron todo lo que pudieron, pero Dani estaba muy mal. Se la declaró muerta aproximadamente a las dos y cuarenta y cinco de la mañana.

—Gracias. —Maritza volvió a la mesa a consultar sus notas. Empezó a pasar páginas. Su compañero se inclinó para decirle algo en voz baja—. Señoría, si me permite un momento…

—Que sea rápido —contestó la jueza Elaina Tedeschi.

La sala quedó en silencio, salvo por el ruido que hacían los miembros del jurado al cambiar de postura en sus asientos y las toses y estornudos que se oían de vez en cuando en la tribuna medio llena. Sara volvió a respirar hondo. Llevaba ya tres horas en el estrado. Acababan de volver del receso de la comida y todo el mundo estaba cansado. Aun así, mantuvo la espalda erguida, la cabeza mirando al frente y los ojos fijos en el reloj del fondo de la sala.

Había una periodista en la tribuna, tecleando en su teléfono, pero Sara procuraba no prestarle atención. No podía mirar a los padres de Dani porque su dolor era casi tan aplastante como su esperanza de que algo, lo que fuese, pusiera punto final a su duelo. Tampoco podía mirar al jurado. No quería arriesgarse a establecer contacto visual con ninguno de sus miembros y darle una impresión equivocada. Hacía un calor sofocante en la sala. Un juicio nunca era tan rápido ni tan interesante como parecía en la tele. Los informes médicos podían ser densos y confusos. Sara necesitaba que los miembros del jurado se concentraran y prestaran atención, no que se preguntaran por qué la testigo los miraba mal.

Lo importante de aquel juicio no era ella. Era cumplir la promesa que le había hecho a Dani Cooper. Había que detener al hombre que la agredió.

Dejó que su mirada se posara en Thomas Michael McAllister IV. El joven de veintidós años estaba sentado en la mesa de la defensa, entre sus carísimos abogados. Sus padres, Mac y Britt McAllister, se hallaban justo detrás de él, en la tribuna. Conforme a las instrucciones de la jueza Tedeschi, a Tommy no se le denominaba «el acusado», sino «el demandado», para que el jurado tuviera claro que se trataba de un causa civil, no de un proceso penal. Lo que se dirimía allí no era el encarcelamiento del reo o su libertad, sino millones de dólares de indemnización por el homicidio involuntario de Daniella Cooper. Mac y Britt podían permitirse pagarlos, pero había otra cosa en juego que ni siquiera su enorme riqueza podía garantizar: la buena reputación de su hijo.

Hasta el momento, habían hecho todo lo posible por proteger a Tommy, desde contratar a un publicista para que diera forma a la narrativa mediática en torno al caso, hasta contratar a Douglas Fanning, un abogado al que apodaban el Tiburón por su habilidad para eviscerar a los testigos en el estrado.

Solo hacía dos días que había empezado el juicio y Fanning ya había conseguido que se desestimaran lo que él llamaba las «indiscreciones juveniles» de Tommy, como si a todos los jóvenes los detuvieran a los once años por torturar al perro del vecino, los acusaran de violación en su penúltimo año de instituto o los pillaran con un alijo de MDMA en la mochila una hora antes de la graduación. Eso era lo que se conseguía por 2500 dólares la hora: convertir a un depredador en un niño de coro.

Tommy, desde luego, iba vestido para el papel: había cambiado el traje hecho a medida que lucía en una columna de cotilleos el año anterior por un traje negro corriente, con corbata azul clara y una camisa Oxford blanca no demasiado tiesa, todo ello elegido sin duda por un asesor judicial que durante meses se habría centrado en las estrategias más ventajosas y las palabras clave, que luego habría colaborado codo con codo con Douglas Fanning para seleccionar a los mejores jurados y que ahora tendría a un jurado fantasma reunido en algún lugar cercano al tribunal, un jurado al que le presentarían las mismas pruebas que al jurado real para ayudar a la defensa a modificar sobre la marcha su enfoque del caso.

Nada de eso, sin embargo, podía ocultar la arrogante inclinación de la barbilla de Tommy McAllister. Tommy había pasado toda su vida en los espacios más exclusivos de Atlanta. Su bisabuelo, cirujano, no solo había sido uno de los pioneros de las técnicas quirúrgicas de sustitución de articulaciones, sino que había ayudado a fundar uno de los principales hospitales ortopédicos de Atlanta. Su abuelo, general retirado, había estado al frente de la investigación de enfermedades infecciosas en el Centro de Control de Enfermedades. Mac era uno de los cardiólogos más respetados del país y Britt se había formado como obstetra. Así pues, no era de extrañar que Tommy siguiera la estela familiar y estuviera a punto de empezar el primer curso de Medicina en la Universidad Emory.

Pero también era el hombre que había drogado y violado a Dani Cooper.

Al menos, eso creía Sara.

Tommy conocía a Dani Cooper de toda la vida, o casi. Habían estudiado en los mismos colegios privados, eran socios del mismo club de campo, frecuentaban los mismos círculos sociales y, en el momento de la muerte de Dani, estaban matriculados en un curso preparatorio de ingreso en la Facultad de Medicina, en la misma universidad. La noche de la muerte de Dani, se los vio discutir en una fiesta de una fraternidad estudiantil. Fue una discusión acalorada. Tommy la agarró del brazo y ella se desasió bruscamente. Nadie sabía qué pasó después, pero era el coche de Tommy —un Mercedes Roadster de 150 000 dólares— el que conducía Dani cuando se estrelló contra una ambulancia aparcada frente al hospital. Era el esperma de Tommy el que se encontró en su cuerpo durante la autopsia. Tommy McAllister no había podido proporcionar una coartada para las horas transcurridas entre el momento en que Dani salió de la fiesta y el momento en que llegó al hospital Grady. Conocía, además, los detalles íntimos que figuraban en los mensajes de texto amenazadores que Dani había recibido durante la semana anterior a su muerte.

Por desgracia, la fiscalía del condado de Fulton solo podía actuar basándose en pruebas, no en convicciones. Solo podía abrirse un proceso penal si había indicios de culpabilidad más allá de toda duda razonable. Sara estaba dispuesta a admitir que en aquel caso había dudas. La fiesta de la fraternidad estaba llena de chicos con los que Dani tenía relación estrecha. Nadie podía contradecir a Tommy cuando afirmaba que la discusión entre ellos se había resuelto, que Dani le había pedido prestado el Mercedes y que, si había esperma suyo en su cuerpo, era porque habían mantenido relaciones sexuales consentidas dos noches antes de su fallecimiento. Nadie podía afirmar tajantemente que esa noche Tommy se hubiera ido de la fiesta con Dani. Había mucha gente en la fiesta que conocía detalles íntimos de la vida de Dani. Y lo que era más importante: nadie había podido localizar el teléfono desechable desde el que se enviaron los mensajes amenazadores.

Afortunadamente, en un juicio civil lo importante era la preponderancia de las pruebas, no la duda razonable. Los Cooper tenían numerosas pruebas circunstanciales a su favor. La demanda por homicidio involuntario que habían interpuesto contra Tommy McAllister exigía una indemnización de veinte millones de dólares. Pese a que era un montón de dinero, no era eso lo que los movía. A diferencia de Mac y Britt, llevar el caso a juicio les había costado los ahorros de toda una vida. Y sin embargo, habían rechazado todas las ofertas de acuerdo porque lo que querían, lo que necesitaban para asimilar la trágica muerte de su hija, era que alguien rindiera cuentas públicamente.

Sara les había advertido que tenían pocas probabilidades de ganar. Maritza les había dicho lo mismo. Ambas sabían cómo funcionaba el sistema, y este rara vez favorecía a la gente sin dinero. Y lo que era más importante: todo el caso dependía de que el jurado considerara a Sara una testigo fiable. La sala de traumatología era un caos la noche que murió Dani Cooper. Sara era la única persona que había oído decir a la joven que la habían drogado y violado. Debido a la naturaleza del caso, eso significaba que su vida personal se observaría a través de un microscopio. Para desacreditar su testimonio, la defensa tendría que desacreditar su personalidad. Todo lo que había hecho, todo lo que le había sucedido en la vida, sería diseccionado, analizado y —lo que era más angustioso para Sara— criticado.

No sabía qué la aterraba más: que los episodios más oscuros de su vida salieran a la luz en un juicio público o incumplir la promesa que le había hecho a Dani.

—Doctora Linton. —Maritza por fin estaba lista para continuar. Volvió al estrado sosteniendo una hoja de papel entre las manos. No se la tendió a Sara. La mantuvo cerca de su pecho, tratando de generar suspense.

El truco funcionó. Sara sintió que el jurado se ponía alerta cuando la letrada dijo:

—Me gustaría retroceder un momento, si no le importa. Revisar algo de lo que se ha hablado antes.

Sara asintió con la cabeza y luego, para facilitarle las cosas al taquígrafo de la sala, contestó:

—De acuerdo.

—Gracias.

Maritza se dio la vuelta y pasó por delante del estrado del jurado. Cinco mujeres, cuatro hombres, una mezcla típica del condado de Fulton: blancos, negros, asiáticos e hispanos. Sara vio que seguían con los ojos a la letrada, algunos estudiando su rostro, otros intentando ver lo que contenía la hoja de papel.

Maritza cogió su bloc de notas de la mesa y lo colocó sobre el atril. Tenía el bolígrafo en la mano. Se puso las gafas y miró sus notas.

No era Douglas Fanning, pero era muy buena en lo suyo. No necesitaba que un asesor judicial le dijera cómo debía vestirse, como tampoco lo necesitaba Sara. Ambas eran mujeres que se habían abierto paso en campos dominados por hombres y sabían por experiencia que, para bien o para mal, el jurado daría más importancia a su apariencia que a lo que saliera de su boca. El pelo recogido para demostrar que eran personas serias. Maquillaje ligero para demostrar que aun así se esmeraban. Gafas para demostrar inteligencia. Falda recatada y americana a juego para demostrar que seguían siendo femeninas. Y tacones de no más de cinco centímetros para demostrar que no se excedían en sus esfuerzos.

Demostrar, demostrar y demostrar…

Maritza miró a Sara y dijo:

—Antes del receso para comer, nos habló usted de sus estudios y su currículum, pero, para que el jurado lo tenga presente, es usted licenciada en Pediatría y en Medicina Forense, ¿correcto?

—Así es.

—La noche que Dani Cooper ingresó en urgencias, trabajaba usted en el hospital Grady como pediatra, pero actualmente trabaja como forense para el GBI, la Oficina de Investigación de Georgia, ¿correcto?

—Técnicamente, soy patóloga forense. —Sara se permitió mirar al jurado. Eran las únicas personas de la sala cuya opinión importaba—. En todos los condados de Georgia menos en cuatro, el puesto de forense es un cargo electo para el que no se requiere la licenciatura en Medicina. Si hay indicios de delito, el forense del condado suele remitir la investigación de las circunstancias de la muerte al Departamento de Patología Forense del GBI. Ahí es donde entramos mis colegas y yo.

—Gracias por la aclaración —dijo Maritza—. Entonces, cuando examinó inicialmente a Dani Cooper en urgencias, ¿diría usted que estaba recurriendo a dos disciplinas en las que tiene amplia experiencia?

Sara sopesó la mejor manera de formular su respuesta.

—Diría que evalué a Dani primero como médica y después como patóloga forense.

—¿Ha revisado el informe de la autopsia de Dani Cooper, catalogado como prueba 113-A?

—Sí.

—¿Cuáles fueron, si los hubo, los resultados toxicológicos sobre sustancias controladas?

—Los análisis de sangre y orina no fueron concluyentes.

—¿Eso le sorprendió?

—No. En el hospital se le administraron múltiples fármacos, entre ellos Versed, o midazolam, que se utiliza como relajante muscular prequirúrgico. En un análisis toxicológico, dicho fármaco puede confundirse químicamente con Rohypnol.

—Antes nos ha explicado que el Rohypnol es la llamada droga de la violación, ¿es así?

—Sí.

—Siendo usted médica, o trabajando en un centro sanitario, ¿hasta qué punto le resultaría difícil robar un frasco de Rohypnol, si se lo propusiera?

—En un hospital no hay Rohypnol. No es un fármaco aprobado por la FDA para su uso en los Estados Unidos. Y tratar de robar un vial de Versed sería extremadamente arriesgado. Hay múltiples controles internos para evitar robos y abusos —afirmó Sara—. En cambio, el Rohypnol se consigue fácilmente en la calle, así que, en un caso hipotético, lo que haría sería buscar a un traficante de drogas y comprarlo.

—¿Puede decirnos si se encontró algún rastro de ADN en la autopsia de Dani Cooper?

—Se hallaron restos de esperma en la vagina anterior y el cuello uterino de Dani. Las muestras se enviaron al laboratorio del GBI para analizarlas. El laboratorio generó un perfil de ADN para su cotejo posterior.

—¿Puede decirnos cuál fue la conclusión del laboratorio?

—Se dictaminó científicamente que el ADN coincidía sin lugar a duda con la muestra extraída a Tommy McAllister.

Maritza hizo otra pausa y fingió revisar sus notas mientras daba tiempo a que el jurado asimilara la información. Sara dejó que sus ojos se desviaran hacia Douglas Fanning. El Tiburón estaba escribiendo en su bloc de notas con la cabeza gacha. Se comportaba a todos los efectos como si nada de lo que dijera Sara tuviera importancia. Había hecho lo mismo durante su declaración, seis meses antes. Entones Sara se había dado cuenta de que era una estratagema para ponerla nerviosa.

Ahora le molestaba comprobar que estaba funcionando.

Maritza carraspeó antes de continuar.

—Doctora Linton, ¿puede decirme si aquella noche observó algo más que le pareciera extraño?

—Me informaron de que Dani conducía el coche, pero la laceración que tenía en el torso estaba aquí, en el lado izquierdo, justo debajo de las costillas. —Sara se señaló esa parte del cuerpo—. Cuando uno conduce, el cinturón de seguridad va del hombro izquierdo a la cadera derecha. Si la herida de Dani la hubiera causado el cinturón de seguridad, habría estado en el lado derecho, no en el izquierdo.

Maritza no la presionó para que aventurase una conclusión, sino que pasó a la siguiente pieza del rompecabezas.

—Ha visto usted las pruebas 108-A a F, las imágenes que grabaron esa noche las cámaras de seguridad del exterior del hospital. En ellas se ve como el Mercedes del demandado choca contra la ambulancia, ¿correcto? Según usted, ¿fue una colisión frontal?

—Sí.

—¿Qué otras impresiones extrajo cuando vio la grabación? —Al ver que Fanning empezaba a removerse buscando una objeción que formular, añadió—: Me refiero a sus impresiones como experta que ha participado en la investigación de numerosos accidentes de tráfico.

Fanning se tranquilizó. Sara respondió:

—Me pareció que el coche se dirigía hacia el aparcamiento del servicio de urgencias y que, en el último momento, enderezó las ruedas, disminuyó la velocidad y chocó contra una de las ambulancias aparcadas en la dársena.

—Bien, en la grabación no se ve al conductor a través del parabrisas, ¿correcto?

—Correcto.

—Pero sí se ve que a Dani la sacaron del lado del conductor del Mercedes, ¿correcto?

—Sí.

—Usted ha declarado antes que leyó el atestado del accidente que hizo la sargento Shanda London. ¿Recuerda a qué velocidad iba el coche cuando chocó contra la ambulancia?

—El ECM indicaba que el coche iba a treinta y siete kilómetros por hora en el momento de la colisión.

—La sargento London nos habló del ECM ayer por la mañana, pero ¿podría usted recordarnos brevemente qué es?

—Es el módulo de control electrónico, el aparato que registra todos los datos en los segundos que anteceden a una colisión. En resumidas cuentas, es como la caja negra de un avión, pero para coches.

—¿Hubo algo más en los datos recogidos por el ECM que le llamara la atención?

—Dos cosas: confirmaba la desaceleración que yo había observado en las imágenes de las cámaras de seguridad. El Mercedes pasó de cincuenta y cuatro kilómetros por hora a treinta y siete. Y revelaba, además, que el coche no frenó antes del impacto.

—¿Señoría? —Maritza se acercó a la jueza con la hoja de papel—. ¿Puedo referirme a la prueba 129-A?

La jueza Tedeschi asintió.

—Adelante.

Fanning se dignó por fin a levantar la vista. Se bajó las gafas de leer por el puente de la nariz. Tenía los cristales manchados. Si Tommy McAllister estaba programado para parecer un profesional joven pero esforzado y luchador, Douglas Fanning estaba contraprogramado para parecer cualquier cosa menos lo que era en realidad: el hábil abogado defensor de los ultrarricos. Llevaba el pelo largo y gris recogido en una trenza. Tenía el traje arrugado y manchas en la corbata. Afectaba un acento sureño que Sara no oía desde tiempos de su abuela y a menudo fingía que le costaba encontrar información para que se notara lo menos posible que era licenciado en Derecho por la Universidad Duke. Mientras que Sara y Maritza hacían todo lo posible por parecer competentes y profesionales, a Fanning se le presuponían ambas cualidades, aunque aparentara que todo le traía sin cuidado.

—Doctora Linton. —Maritza colocó por fin la hoja de papel en el retroproyector—. ¿Reconoce esta prueba, catalogada como 129-A?

Sara se había vuelto hacia el monitor de la pared, como todos los demás.

—Es una copia del diagrama corporal que descargué de internet para anotar mis hallazgos anatómicos. Al final de la página está mi firma, junto con la fecha y la hora.

—Descargó el diagrama de internet —repitió Maritza—. ¿No habría sido más fácil hacer fotografías?

—Como profesional médico, todos los datos que recojo están sujetos a la HIPAA, la ley federal que regula el almacenamiento y la difusión de información médica sensible. Mi teléfono del hospital no tenía cámara y yo no podía garantizar la seguridad de mi móvil personal.

—De acuerdo, gracias. —Maritza señaló la pantalla—. Esas equis en las costillas, ¿qué representan?

—Las fracturas óseas que produjeron lo que se denomina un volet costal o tórax inestable.

—Ya nos explicó ese término esta mañana, así que pasaré a preguntarle si, en el caso de Dani, pudo ser el cinturón de seguridad lo que causó el volet costal.

—En mi opinión, no. El coche no iba lo bastante rápido como para causar esa lesión.

—¿Qué pudo causarla, entonces?

Fanning se removió de nuevo. Quería dejar claro que ahora sí le estaba prestando atención. Su bolígrafo había trazado una marca en el bloc. Hizo algunos ruidos, como si se dispusiera a protestar, pero Maritza se le adelantó.

—Lo diré de otro modo —dijo sin apartar los ojos de Sara—. Doctora Linton, según su experiencia como patóloga forense, ¿qué tipo de traumatismos pueden causar el tórax inestable?

—Tuve un caso en el que el fallecido cayó desde la azotea de un edificio de oficinas de dos plantas. Otro conducía una camioneta que chocó contra la mediana de hormigón de una autopista a unos ciento cuarenta y cinco kilómetros por hora. Otro era un niño al que un cuidador golpeó hasta matarlo.

La sala entera se estremeció.

—Entonces —prosiguió Maritza—, ¿no estaríamos hablando de ir a treinta y siete kilómetros por hora y chocar de frente contra el lateral de una ambulancia aparcada?

—En mi opinión, no.

Fanning hizo otra marca en el bloc.

—Anteriormente un perito nos ha dicho que el airbag del interior del Mercedes se retiró del mercado seis meses antes del accidente. Se infló, pero no sabemos si se infló correctamente. ¿Cambia eso su valoración?

—No. En mi opinión —Sara vio que Fanning hacía otra marca—, aunque no hubiera habido airbag, a esa velocidad el impacto contra el volante no habría causado lesiones tan graves en el pecho de Dani.

—En el caso que nos ocupa, ¿el volet costal produjo una hemorragia importante?

—Sí, pero internamente, dentro del cuerpo. Externamente, la única sangre visible procedía de la laceración superficial que tenía en el costado.

—Dani tenía colapsado un pulmón. ¿Eso le dificultaba el habla?

—Sí, el aire de que disponía era muy limitado. Solo podía hablar en susurros.

—Como médica, dada la gravedad del estado de Dani, ¿le concede importancia al hecho de que le dijera que la habían drogado y violado?

—Sí —contestó Sara—. Generalmente, cuando tengo un paciente en situación de estrés agudo, su atención se centra en intentar salir de esa situación estresante. Dani se centró en contarme lo que le había pasado.

Maritza volvió al diagrama corporal que mostraba la pantalla.

—¿Qué es esa equis en la parte posterior de la cabeza de Dani?

—Indica un traumatismo craneoencefálico producido por un objeto contundente.

—¿Puede explicarle al jurado a qué se refiere con «traumatismo craneoencefálico producido por un objeto contundente»?

Sara hizo amago de responder, pero de pronto la asaltó la ansiedad. Fanning la miraba fijamente. Sus ojillos oscuros y brillantes no perdían detalle mientras empuñaba con fuerza el bolígrafo. Sara temía su interrogatorio casi tanto como él parecía disfrutar imaginándolo.

Maritza le hizo un gesto de asentimiento casi imperceptible. Las dos sabían lo que estaba en juego. Se trataba de Dani. De que Sara cumpliera su promesa.

Procuró hablar con voz firme cuando dijo dirigiéndose al jurado:

—Un traumatismo craneoencefálico producido por un objeto contundente es un golpe en la cabeza que, sin llegar a romper el cráneo, provoca una conmoción cerebral, una contusión o ambas cosas.

—¿Qué tenía Dani Cooper? —preguntó Maritza.

—Una conmoción cerebral de grado tres.

—¿Cómo llegó usted a esa conclusión?

—Entre otras cosas, porque encontré un edema en la parte posterior de la cabeza tras su fallecimiento.

—¿Qué es un edema?

—Una acumulación de líquido en los tejidos o cavidades del cuerpo. Es básicamente una hinchazón —le explicó Sara al jurado—. Te haces daño, como cuando te golpeas la rodilla con la mesa, y el cuerpo manda fluido como si dijera «Oye, ten cuidado con la rodilla mientras intento repararla».

—Grado tres. —Era evidente que Maritza intentaba ayudarla a recuperar el aplomo—. Explíquenos eso, por favor.

—Hay cinco grados de conmoción cerebral, según su gravedad. El grado tres se caracteriza por una pérdida del conocimiento inferior a un minuto. Hay también otros indicadores, como la reacción de la pupila, el pulso, la presión sanguínea, la respiración, los patrones del habla, la respuesta a preguntas y, por supuesto, el edema.

—¿Podría ser el reposacabezas del asiento del conductor la causa de la conmoción cerebral de grado tres que sufría Dani?

—En mi opinión, no. —Al girarse hacia el jurado, Sara vio que el bolígrafo de Fanning trazaba otra raya—. Solemos pensar en el reposacabezas como en un elemento que nos hace más cómoda la conducción, pero en realidad está diseñado para mejorar la seguridad. Si sufres una colisión frontal u otro coche golpea el tuyo por detrás, tu cabeza se sacude hacia delante y hacia atrás. El reposacabezas evita que sufras un latigazo cervical grave, una lesión en la columna vertebral o incluso la muerte. Dada la velocidad a la que circulaba el Mercedes, la estructura rígida del interior del reposacabezas no podía provocar ese traumatismo.

—¿Tuvo ocasión de echar un vistazo al interior del Mercedes antes de que se lo llevara la grúa?

—Sí.

—¿Cuál fue su primera impresión?

—Que no había sangre en el airbag.

—¿Por qué considera eso relevante?

—Como hemos comentado, Dani tenía una laceración superficial en el costado izquierdo y la sangre había traspasado la camiseta. Si la lesión se hubiera producido durante el accidente, lo lógico sería que hubiera sangre en el airbag.

Maritza hizo una pausa antes de pasar a la siguiente pieza del rompecabezas. El jurado estaba absorto en el interrogatorio. La mayoría de sus miembros habían empezado a tomar notas en sus cuadernos de espiral.

—Centrémonos en esa palabra, «laceración». Tiene un significado médico específico, ¿verdad, doctora Linton?

Fanning se recostó en su silla. Se quitó las gafas de leer, pero no soltó el bolígrafo. Sabía que ya la había puesto nerviosa otras veces. Intentaba hacerlo de nuevo.

Sara trató de concentrarse en el jurado.

—Clasificamos una herida como laceración —explicó— cuando hay rotura o desgarro de un músculo, del tejido o de la piel. Desde el punto de vista forense, las laceraciones pueden ser de fisura, alargadas, comprimidas, desgarradas o dentadas.

—¿De qué tipo era la laceración de Dani Cooper?

—De fisura, lo que significa básicamente que se empleó fuerza suficiente para que se rasgara la piel.

—¿Y «superficial» significa…?

—Aunque suene obvio, significa que no se trata de una herida profunda —respondió Sara—. Por lo tanto, sangra, pero no requiere puntos de sutura. La sangre acaba coagulándose y la herida se cura por sí sola.

—¿Había algo dentro del Mercedes que pudiera causar la laceración?

—Nada que yo viera.

—¿Registró el vehículo?

—Sí. No entendía las heridas que tenía Dani. Quería una explicación.

—¿Cuánto tiempo pasó inspeccionando el coche?

—Dispuse de unos diez minutos, hasta que llegó la grúa.

—Doce minutos, según las imágenes de las cámaras de seguridad —dijo Maritza—. Conforme a su experiencia como médica y patóloga