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El don de hablar con los muertos… puede costarte la vida. Una noche, mientras el último tañido de las campanas de la iglesia resuena en el aire, el cuerpo frío y sin vida de Sandra Deakin es hallado con múltiples heridas de arma blanca en el cementerio. La detective Kim Stone llega rápidamente al lugar, y la violencia que presenta el cuerpo la convence de que el ataque fue personal. ¿Qué podría haber causado tanto odio? Mientras el equipo empieza a investigar la vida de la víctima, descubren que Sandra creía tener la capacidad de comunicarse con los muertos. Kim se da cuenta de que debe mantener la mente abierta a todas las posibilidades si quiere resolverlo. Al enterarse de que a Sandra se le había prohibido el acceso a la iglesia y que también había recibido amenazas de muerte, Kim está convencida de que los dones de Sandra están en el centro de todo. Cuando el cuerpo destrozado de un joven de diecinueve años aparece frente a un centro de atención telefónica, Kim sabe que están luchando contra el tiempo para entender qué desencadenó estos ataques y detener a un asesino retorcido. Kim cree encontrar la clave en un artículo sobre estafas y, tras asistir al espectáculo de una médium local, está convencida de que habrá otra víctima. Pero tal vez sea demasiado tarde… --- «¡Una vez más, Angela Marsons nos muestra cómo se hace! No solo me quedé intentando adivinar quién lo hizo, sino que tuve que pensarlo una segunda, tercera, cuarta y quinta vez». JD Kirk ⭐⭐⭐⭐⭐ «¡Absolutamente fantástico! Kim Stone es la mejor detective que hay, y Angela Marsons, la mejor escritora de crímenes. ¿Qué más puedo decir? ¡Fabuloso!». Stardust Book Reviews ⭐⭐⭐⭐⭐ «Increíble… Si me llamaran para decirme que el techo se ha caído, me encargaría de solucionarlo después de terminar este libro tan absorbente… Me encantó». B for Book Review ⭐⭐⭐⭐⭐ «Excepcional… Me tuvo totalmente absorbida de principio a fin. Hubo momentos en los que, mientras leía este libro, me olvidaba de respirar… ¡Cinco enormes y brillantes estrellas!». The Fiction Café ⭐⭐⭐⭐⭐ «¡Este es el mejor libro que he leído nunca! Como siempre, cinco estrellas no es suficiente. Si aún no has leído esta serie, ¡ponte a ello ya!». @bookreviewercakemaker ⭐⭐⭐⭐⭐
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Seitenzahl: 459
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Destino fatal
Destino fatal
Título original: Deadly Fate
© Angela Marsons, 2023. Reservados todos los derechos.
© 2025 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.
ePub: Jentas A/S
Traducción: Daniel Conde Bravo, © Jentas A/S
ISBN: 978-87-428-1364-5
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.
Esta es una historia ficticia. Los nombres, personajes, lugares e incidentes se deben a la imaginación de la autora. Cualquier semejanza con hechos, lugares o personas vivas o muertas es mera coincidencia.
Queda prohibido el uso de cualquier parte de este libro para el entrenamiento de tecnologías o sistemas de inteligencia artificial sin autorización previa de la editorial.
First published in Great Britain in 2023 by Storyfire Ltd trading as Bookouture.
—
Este libro está dedicado a mi madre, Gillian Marsons, tristemente fallecida el 8 de enero de 2023.
De las muchas cosas que espero haber heredado de ella, lo que más me gustaría tener es la fuerza de voluntad y el espíritu que le permitieron superar cualquier dificultad a la que se enfrentó. Siempre la llevaré conmigo.
Prólogo
Sandra Deakin dejó escapar un leve quejido al entrar en el cementerio. El grupo habitual de hombres llegaba tarde a la iglesia contigua aquella noche y al menos dos de ellos miraron hacia ella. Normalmente, calculaba el tiempo de forma que no tuviera que verlos.
La mirada del padre George la recorrió de arriba abajo. Fue fugaz, pero repugnante a más no poder. Trató de demostrar entereza y determinación, aunque su ritmo cardíaco se aceleró al recordar la fuerza que ejercieran las manos de aquel hombre sobre su cuerpo. Sus acciones no habían dejado lugar a la duda acerca de lo que sentía por ella. Pero no podía impedirle que fuera al camposanto a pasear a su perro. Su mano apretó involuntariamente la correa que sostenía. Pickles era el típico labrador que se vendería por un puñado de chucherías, pero ellos no tenían por qué saberlo.
Terence Birch fue el último en entrar en la iglesia y la miró fijamente durante un buen rato cuando los demás ya habían desaparecido de la vista. Sandra le sostuvo la mirada y no evitó que sus verdaderos sentimientos por aquel cretino se reflejaran en su rostro. Estaba también al tanto de sus artimañas despreciables.
A pesar de su alarde de valentía, se quedó más tranquila una vez que ambos hubieron entrado en la iglesia. Por extraño que pareciera, ese era su lugar para reponerse y despejarse; después de lo vivido en los últimos días, lo necesitaba.
Apenas unas horas antes había recibido otro de esos correos electrónicos tóxicos. Lo leyó y lo archivó, diciéndose a sí misma que no era más que otro pirado al que no le gustaba el trabajo que ella desempeñaba. Había un buen puñado de ellos. Ignoró el hecho de que aquel detractor en particular llevaba años contactando con ella. Contra toda lógica, ese mismo hecho le servía para tranquilizarse, pues nunca había cumplido ninguna de sus amenazas, pero en cualquier caso tenía que admitir que los mensajes eran cada vez más agresivos, más contundentes. Se había planteado contárselo a su marido, pero sabía que iba a hacer un drama de ello e insistiría en ponerlo en conocimiento de la policía.
Se movió despacio entre las lápidas, reflexionando sobre la semana. No había sido muy buena. Una cena desastrosa y dos reuniones que no la habían conducido a ninguna parte.
Todavía sentía escalofríos al recordar la cena infernal que había tenido lugar unas noches atrás. Una velada agradable y entretenida, le habían dicho. Pero no fue así. En lugar de eso, se encontró con un grupo de mujeres que esperaban mucho más de la cena de lo que ninguna de ellas había dejado entrever. Ninguna quedó demasiado contenta con lo que les contó. Si a eso le añadimos el incidente con un marido hostil y agresivo, la velada había terminado siendo desagradable y desconcertante.
Y luego, lo de las reuniones. Como resultado de la primera, se había visto obligada a ser el entretenimiento de sobremesa de mujeres frívolas que no eran capaces de aceptar la verdad. Si él hubiera visto las cosas del mismo modo que ella y hubiera estado dispuesto a posponer sus planes, ahora ella no tendría que estar buscando trabajo por todas partes y aceptando cualquier cosa que le llegara para poder pagar las facturas.
Ni siquiera se movían en los mismos círculos, pero él quería silenciarla de todos modos. No tenía lógica alguna que intentara sacarla del negocio. La única explicación que le parecía factible era que su motivación estuviera relacionada con celos profesionales de algún tipo. Su cuerpo experimentó un temblor involuntario al recordar las últimas palabras que le había dicho. Tratándose de un narcisista como él, los celos no eran algo que pudiera tomarse a la ligera.
Se detuvo ante una cripta en medio del cementerio y apoyó la palma de la mano en la piedra. Sus problemas con aquel hombre insufrible no iban a resolverse con un paseo vespertino con el perro. Tal vez también hablaría sobre ese tema con su marido, Will.
Reanudó la marcha cuando Pickles percibió el olor de algo que tenían más adelante.
Y la otra reunión, pues bueno...
Detrás de ella sonó el crujido de una ramita, interrumpiendo sus pensamientos.
Se giró.
Un calor instantáneo la invadió mientras la confusión se dibujaba en su rostro. La boca se le quedó seca al intentar asimilar la imagen espeluznante que tenía ante sí.
—Tú —susurró, mientras la correa del perro se le caía de la mano.
Capítulo 1
A diferencia de la mayoría de las personas, Kim no odiaba las últimas horas del domingo. Para muchos era el momento de aceptar a la fuerza que otro fin de semana volaba y de que se antojaba inevitable el comienzo de una nueva larga semana de trabajo, pero para Kim era una oportunidad para resetear, despejarse y prepararse para cualquier reto que la esperara.
Por una vez había podido disfrutar placenteramente de un fin de semana completo sin contratiempos. Tanto ella como el resto del equipo habían salido del trabajo a una hora razonable el viernes, y aunque había estado de guardia para incidentes graves, el gremio de delincuentes de Black Country había tenido a bien concederle dos días enteros de libertad.
Habiendo ya dedicado el tiempo máximo que estaba dispuesta a destinar a las tareas domésticas, y con Barney ya cansado tras sus ejercicios en el jardín antes de su paseo nocturno, Kim había reservado esas últimas horas del día para entregárselas al otro gran amor de su vida: la Vincent Black Shadow.
Esa moto en concreto siempre había sido el proyecto de sus sueños. Su padre adoptivo, Keith, cuando ella tenía doce años, le había enseñado fotos de aquella motocicleta fabricada por Vincent HRD en Hertfordshire entre 1948 y 1955. Había esperado durante meses a que hubiera disponible un chasis auténtico, y ya hacía más de un año que se había hecho con él. Desde entonces, había estado buscado concienzudamente en Internet piezas originales para la máquina. Algunos componentes tendrían que fabricarse según las especificaciones, pero tenía lo suficiente para comenzar.
Cada vez que se había reservado un día para empezar con el proyecto, algo la había distraído: un caso nuevo, trasnochar, una experiencia cercana a la muerte con un psicópata que formaba parte de su pasado...
Pero no en esa ocasión. La cafetera estaba llena, su iPod cargado y la calma de la noche dominical se había adueñado del exterior.
—Venga, chico, dale, ya sabes a dónde vamos —le dijo a Barney, cogiendo su taza de Colombian Gold, y abrió la puerta que daba al garaje.
Su estado de ánimo mejoró al instante al contemplar lo que la aguardaba.
Habían pasado un par de semanas desde que Bryant la ayudó a revertir el espacio del gimnasio provisional que había estado utilizando para recuperar fuerzas después de que casi la mataran a golpes.
Sí, podría haber usado para ello una habitación vacía en la que disponer el material de entrenamiento, sin afectar a su zona de restauración de motos, habiéndola dejado tal y como estaba. Pero ahora se daba cuenta de que quitar todas sus cosas del garaje había sido su forma de expresar que no tenía la capacidad mental de ser ella misma durante un tiempo. Tuvo que pulsar el botón de pausa y ponerse a sí misma en espera mientras se centraba por completo en recobrar fuerzas.
Pero ya estaba recuperada y preparada, pensó, colocando su taza junto al iPod.
Lo encendió y el Réquiem de Mozart resonó por todo el garaje.
La invadió un sentimiento de satisfacción. Ese era su lugar feliz, encontrándose entre sus herramientas, inhalando el aroma de la grasa y el aceite, con un buen café, Barney a su lado y doce horas por delante hasta el comienzo de su próximo turno. Sentía que estaba a punto de sumergirse en aquel mundo por completo.
Acarició la cabeza de Barney, que esperaba a su lado a que le diera indicaciones.
Se acomodó sobre la tela en la que se encontraban todas las piezas que había conseguido para la Vincent Black Shadow. Barney dudó si acercarse a ella, pero finalmente permaneció en el umbral de la puerta.
—Sé que ha pasado mucho tiempo, amiga, pero tenemos toda la noche para...
Dejó de hablar cuando el sonido de su teléfono la interrumpió bruscamente.
—¡Venga, hombre, no me jodas, tiene que ser una broma! —exclamó al ver el nombre de la persona que la estaba llamando.
Pulsó el botón de respuesta.
—Lo siento, pero la persona a la que llama en este momento...
—Es insoportable de cojones —terminó Keats en su lugar.
—Más te vale que me estés llamando para darme la enhorabuena por haber disfrutado de un fin de semana tranquilo —advirtió.
—Por supuesto que sí, pero preferiría hacerlo en persona. ¿Qué tal si te reúnes conmigo en Saint John the Baptist en, digamos... ¡oh, ahora mismo!? Ah, siéntete libre de traerte a algún amigo.
La comunicación se interrumpió de golpe y se le formó un nudo en el estómago. O Keats le acababa de plantear una cita de lo más estúpida, o tenía algo urgente que mostrarle.
—Maldita sea —gruñó. Qué poco le había faltado para tener un fin de semana entero normal, como la gente corriente.
Se calzó las botas con rapidez, se puso a la carrera su chaqueta negra de cuero y cogió las llaves y el casco.
Apenas dos minutos antes se disponía a disfrutar de unas horas de Mozart y relajación. Ahora se dirigía a ver a su forense favorito a las ocho de la tarde de un domingo en una iglesia del centro de Halesowen.
Algo le decía que la Vincent Black Shadow iba a tener que esperar.
Capítulo 2
Kim giró en High Street y se detuvo ante un muro de luces azules intermitentes y un cordón exterior donde empezaban a congregarse grupos de personas.
Al reconocer la Kawasaki Ninja, uno de los agentes movió el cono que se encontraba en el extremo del cordón para que pudiera pasar. Kim le dio las gracias con un gesto de la cabeza y aparcó entre dos coches patrulla, a la derecha de la ambulancia.
Colocó los guantes en el casco y colgó este del manillar; después, se acercó hasta el segundo cordón junto a las puertas negras de metal que daban acceso al recinto de Saint John y mostró su identificación policial.
—¿A dónde tengo que dirigirme?
—Rodee la parte trasera. Al cementerio, señora.
Estupendo. La cosa mejoraba por momentos; la cita estúpida de Keats era una verdadera mierda.
Por lo que ella sabía, Saint John era una iglesia que se encontraba en el centro de la localidad y que tenía una historia milenaria. Muchas noches, estando en comisaría trabajando al otro lado de la ciudad, había oído repicar sus campanas. El edificio, orientado hacia la carretera principal, estaba custodiado por una verja de hierro forjado, y lo rodeaba el cementerio, que se extendía desde el lado este hasta la parte trasera.
Se apresuró a tomar el camino que tantas veces había recorrido cuando era ayudante de detective para buscar entre los arbustos crecidos del cementerio, que era un enclave en el que los delincuentes del lugar escondían bienes robados, drogas y armas.
Un par de años atrás se había puesto en marcha un proyecto comunitario en el que trabajaban el equipo vecinal y algunos exconvictos para adecentar la zona. A pesar de su escepticismo, el proyecto había funcionado y el lugar parecía mantenerse en orden desde entonces. Pero, aunque lo estuviera, el simple hecho de encontrarse en un cementerio en mitad de la noche no dejaba de ser inquietante, a pesar de la cantidad de chalecos reflectantes y linternas que se reunían cerca del límite norte del recinto.
Dos agentes se encontraban en el lateral de la iglesia junto a un grupo de hombres, todos reunidos en torno a otro que iba vestido con unos vaqueros claros y un jersey gris.
—Que nadie se vaya todavía —ordenó Kim al primer agente que se encontró.
De inmediato se arrepintió de no haber llamado a Bryant para que la acompañara, pero pensó que al menos uno de los dos podría disfrutar de un fin de semana tranquilo en su totalidad. En condiciones normales, él habría recabado todos los detalles mientras ella se ocupaba de la víctima.
—¡Ay, inspectora! Siento haberte llamado siendo fin de semana —la saludó Keats, separándose del grupo.
—Mentiroso. No lo sientes en absoluto, pero me consuela saber que a ti también se te ha jodido el fin de semana.
—Bueno, en realidad, eso ya había pasado hace unas horas —respondió Keats—. Llevo en la morgue desde esta mañana en compañía de un sintecho con identidad aún desconocida.
—¿Sospechoso? —le preguntó.
—No, solo sin identificar.
Kim sintió que la recorría un escalofrío. Odiaba los cadáveres sin identificar. Ese hombre tenía un nombre, una vida antes de convertirse en un vagabundo, posiblemente una familia. Se sacudió aquellos pensamientos. Ese odio personal la había perseguido durante una infancia sumida en el anonimato de los hogares de acogida.
—Venga, quítate de en medio —dijo, mirando alrededor del forense.
—Oye, quiero advertirte de...
—Keats, ya soy mayorcita, podré soportarlo.
El forense se hizo a un lado y le permitió ocupar el lugar que había estado manteniendo en el corrillo de las personas allí congregadas.
—¡Jesucristo! —exclamó.
—Eh... Stone —dijo Keats, señalando hacia el lugar que los rodeaba.
—Hazme caso, podría haber soltado algo peor —dijo, acercándose un paso más—. Mierda, Keats, ya me podrías haber advertido.
A primera vista, se podría haber pensado que la sudadera de la mujer que estaba en el suelo era roja, pero las salpicaduras blancas de los puños y el cuello indicaban otra cosa. Había múltiples heridas por apuñalamiento, pero la mirada de Kim se dirigió instantáneamente hacia arriba, hacia las lesiones que había por encima del cuello. Habían rajado la boca de la mujer, atravesando la cara. Kim sintió un vuelco en las entrañas al contemplar la desfiguración, que le otorgaba al cadáver una expresión parecida a la de un payaso. Habían destrozado la piel de forma brutal, presentando bordes irregulares. El labio inferior colgaba en el aire, flácido, dejando al descubierto toda la dentadura inferior.
Por alguna razón, lo primero en lo que pensó Kim fue en el familiar que tendría que identificar a la víctima. Si ya el proceso en sí era bastante doloroso, ¿cuánto sufrimiento añadiría el hecho de que esa fuera la imagen final y duradera que iba a almacenar para siempre en su mente? Kim sabía que Keats haría todo lo posible por minimizar el trauma. La identificación tendría lugar a través de un cristal, para evitar cualquier contaminación cruzada, y sabía que el forense colocaría el cuerpo de forma que la parte más afectada estuviera lo más lejos posible del familiar. Había visto cadáveres en los que se había utilizado una sábana o un vendaje para reducir el impacto que ocasionaba la brutalidad infligida.
—Post mortem —dijo Keats, observando que ella miraba hacia la herida de la boca.
Kim hizo un rápido recuento de las rajas que las puñaladas habían producido en la tela.
—¿Diez?
—Once —dijo Keats—. Hay una más en la costura lateral de la sudadera.
¿Once puñaladas y la propia muerte no habían sido suficientes? El asesino aún necesitó dejar claros sus sentimientos o enviar algún tipo de mensaje después de que la vida hubiera abandonado el cuerpo.
Kim empezó a caminar alrededor del cadáver mientras el horror de la escena se instalaba en su conciencia y en su memoria.
Estimó que la mujer tendría alrededor de cuarenta años. El pelo rubio pajizo le caía sobre los hombros. Tenía algunos mechones pegados a la cara por gotas de sangre seca. A ambos lados de su cuerpo se habían acumulado charcos rojos. Tenía las palmas de las manos ensangrentadas, señal clara de que había intentado detener sus hemorragias, pero la agresión había sido cruel y brutal. Se había roto dos uñas de la mano derecha y una de la izquierda. No había sido una muerte pacífica.
Más abajo en el cuerpo, se veían líneas y gotas rojas en los vaqueros claros y las zapatillas deportivas, lo que indicaba que las puñaladas más profundas se habían producido más tarde y que parte del enfrentamiento había tenido lugar estando de pie.
Pequeñas manchas de tierra enrojecida indicaban que se habían producido intentos de esquivar y tambaleos varios. No es que hubiera sido tampoco una muerte rápida.
Kim volvió a caminar alrededor, fijándose en los detalles, mientras Keats hacía un gesto al fotógrafo para que empezara su trabajo.
Durante el ataque le habían separado del cuerpo un bolso de tipo satchel, que ahora se encontraba a sus pies. No parecían haber manipulado sus cierres magnéticos, pero algo verde asomaba por la parte superior.
Kim miró a su alrededor.
—¿Dónde está el perro?
—No hay ningún perro —negó Keats. Imitó a Kim, mirando alrededor—. Tampoco una correa.
—Estará aún atada a su collar. Ella la habrá soltado, y el perro habrá huido.
Keats la miró dubitativo.
—Son bolsas biodegradables para recoger la caca. Yo tengo las mismas. Me da a mí que no las llevaba solo para llenar el bolso.
Se volvió hacia un agente.
—Avisa a los policías que están en los cordones y que vayan a buscar al perro.
La pobre criatura probablemente estaría aterrorizada.
—¿Nadie ha abierto ya el bolso para identificarla? —preguntó, volviéndose hacia la víctima.
—Estábamos esperando...
—Siento llegar tarde —dijo Mitch, dirigiéndose hacia ellos. La mitad inferior de su cuerpo ya llevaba puesto el mono blanco, mientras que la superior estaba tratando de ponerse al día—. Hoy jugábamos fuera de casa, en Worcester.
—¿A qué? —le preguntó mientras se situaba a su lado.
—Al dominó.
—¿En serio? —preguntó.
—Oye, vamos primeros en la liga.
—¿Hay una liga?
—Lo que hay también es un maldito cadáver... vamos, cuando terminéis —espetó Keats.
—Es que ya lleva dos avisos hoy. Está irritable —explicó Kim al técnico forense.
—Ah, vale, ya entiendo —respondió, echando un buen vistazo al cuerpo—. Dios de mi vida, no ha sido un accidente, ¿verdad que no?
Kim permaneció en silencio mientras continuaba andando alrededor del cadáver.
—¿Alguien ha tocado algo? —preguntó Mitch.
—El tipo que la encontró no tocó nada. De momento, solo se han hecho fotos —respondió Keats.
—Vale, supongo que queremos empezar por el bolso, ¿no? —preguntó Mitch.
Kim asintió, esperando encontrar en él algún tipo de identificación.
Mitch se puso los guantes protectores y cogió una bolsita de plástico para recoger pruebas, donde guardó las bolsas biodegradables tras abrir el bolso con un clic. Lo siguiente que encontró era algo muy valioso, una cartera. La abrió con cuidado mientras Kim sacaba su teléfono.
El técnico forense se dirigió al compartimiento delantero, donde estaban las tarjetas, y sacó un carnet de conducir. Kim lo leyó mientras hacía un par de fotos. Sandra Deakin, cuarenta y un años, con domicilio en Hawne, una zona de Halesowen que se encontraba a poca distancia de la iglesia. Intentó retener la imagen de la mujer que se veía en la foto del carnet para superponerla a la que ya tenía en la cabeza, pero sabía que la imagen inicial que había tenido de Sandra Deakin sería la que recordaría siempre.
—Gracias, Mitch —dijo Kim mientras él dejaba el bolso en el suelo y comenzaba a proteger las manos de la víctima con bolsas de plástico.
Guardó su teléfono y miró a su alrededor, viendo una cara que reconoció al instante. Un hombre de piel muy morena y pelo canoso se dirigía hacia ella.
—Más vale tarde que nunca, Planty —le dijo a un inspector de policía al que conocía muy bien.
—A tu servicio, inspectora.
—¿Puedes hacer tú los honores?
Asintió de forma sombría mientras ella le tendía el teléfono para que leyera la dirección.
—Me pongo de inmediato con...
—Pero espera un poco. Tengo la esperanza de que puedas devolverle el perro a la familia.
El hombre miró a su alrededor, pero ella no tenía tiempo para explicárselo mejor.
—¿Ya has terminado conmigo, Keats? —preguntó.
—Uf, se me ocurren muchas respuestas a esa pregunta, mejor me callo.
—Buena decisión —dijo, dirigiéndose al grupo al que se le había pedido que no se marchara de la escena.
Con paso decidido, se colocó entre todos ellos.
—¿Ha sido alguno de ustedes el que ha encontrado a la víctima? —preguntó mientras los dos agentes retrocedían.
Un hombre de pelo rojizo y cada vez más escaso dio un paso al frente.
—Padre George Markinson —dijo, tendiendo su mano—. Padre George para abreviar.
Kim ignoró el saludo.
—¿La ha encontrado usted?
Dejó caer la mano mientras señalaba con la cabeza al tipo del jersey de punto.
—No, ha sido Terence Birch.
Kim miró a los otros cinco hombres.
—¿Alguien más ha visto algo?
Todos negaron con la cabeza.
—¿Nadie se ha acercado al cadáver o le ha hecho alguna foto?
Todos parecían horrorizados mientras respondían negativamente.
Por desgracia, esa era una pregunta que tenía que formularse en la actualidad.
—¿Tenemos todos sus datos? —preguntó a los agentes.
—Sí, señora —dijeron al unísono.
—Bien, pueden marcharse de momento, pero, por favor, no compartan lo que han visto aquí con la prensa. Un agente irá a tomarles declaración a sus casas.
Todos mostraron con un gesto que lo habían comprendido.
—De acuerdo, señor...
—Terence es uno de nuestros campaneros —dijo el padre George—. Estaba saliendo...
—Gracias, padre. ¿Terence no sabe hablar?
La expresión del clérigo le dejó bastante claro a Kim que no le gustaba que lo desafiaran. La inspectora le sostuvo la mirada por un momento antes de volverse hacia el otro hombre.
—Terence, ¿puede contarme qué ha pasado? —le preguntó, tocándole ligeramente en el brazo. Aún no la había mirado ni una sola vez.
—Muchísima sangre —dijo, sin dejar de mirar al suelo como si el cadáver estuviera allí mismo.
—¿Estaba marchándose después de tocar las campanas? —preguntó ella, mirando hacia el lugar desde el que habría salido de la iglesia, que estaba a unos setenta metros largos—. ¿No se dirigió directamente hacia la puerta?
Para encontrar el cuerpo de Sandra habría tenido que dar un rodeo por la parte trasera del edificio.
—Estaba inspeccionando.
—¿Inspeccionando qué?
—A Sandra. La vi al entrar, cuando llegué.
—¿La conoce? —preguntó Kim, que podía escuchar nítidamente el repicar distante de las campanas de alarma.
Terence levantó la cabeza y asintió.
—Es de aquí. Todos la conocemos. Viene mucho por aquí.
—Sí que viene, sí —añadió el padre George con un tono de irritación.
No es que Halesowen fuera una población enorme. No debería sorprenderle que la víctima fuera conocida.
—¿Venía a misa? —le preguntó al padre George.
—Por Dios, no —respondió—. Venía al cementerio una o dos veces por semana, a pasear al perro.
Kim no comprendía por qué había una sensación de tolerancia en su tono de voz, como si se tratara de una actividad que pudiera hacer porque él se lo permitía. Si el lugar estaba abierto, ¿a quién podía hacerle eso daño?
—¿Y la vio cuando estaba entrando para tocar las campanas? —le preguntó a Terence.
—Sí, estaba ocupada haciendo lo mismo de siempre.
—¿A qué se refiere? —preguntó Kim.
—Suele pasear tocando las tumbas. Se queda con los ojos cerrados, simplemente sintiendo las piedras.
La desaprobación recorrió las facciones del padre George, pero no dijo nada.
—¿Así que, cuando terminó, fue a ver qué estaba haciendo Sandra?
—Sí, ya he tenido que invitarla a marcharse en un par de ocasiones. Soy el encargado de las llaves, es mi responsabilidad cerrar el recinto. No sé por qué llegué hasta allí, tan lejos. Tuve una especie de presentimiento, así que seguí caminando y fue entonces cuando encontré... —Dejó de hablar cuando las imágenes volvieron a su mente con mucha fuerza, y su mirada se dirigió de nuevo al suelo.
—¿Ha visto o escuchado algo más? —preguntó Kim.
—Nada. Lo único que he hecho es chillar y llamar para pedir ayuda. No la he tocado. Sabía que estaba muerta. Me he quedado con ella hasta que han llegado los servicios de emergencias. —Volvió a levantar la mirada; sus ojos estaban llorosos—. ¿He actuado correctamente?
—Lo ha hecho todo bien, Terence —respondió—. No podría haber hecho nada para ayudarla.
Un sollozo escapó de sus labios. Se había visto desbordado por los acontecimientos de aquella noche.
—Váyase a casa —le aconsejó amablemente—. Irá alguien más adelante para tomarle declaración, pero gracias por haber ido a echar un vistazo. Haberla encontrado tan pronto podría ser clave para atrapar a quien haya hecho esto.
—Lo acompaño al coche —dijo el padre George, guiándolo hacia él.
Mientras los veía irse, se fijó en el inspector Plant, que en ese momento se estaba subiendo a un coche patrulla. Se alegró al percatarse de que sostenía la correa de un labrador que no paraba de moverse.
Echó un último vistazo alrededor antes de volver a su moto. Miró hacia el campanario y se dio cuenta de que, mientras Sandra Deakin luchaba por su vida, las campanas habían estado sonando.
Capítulo 3
—Espero que hayáis tenido un buen fin de semana —saludó Kim una vez reunido su equipo. La noche anterior, un mensaje grupal los había convocado a una reunión informativa a las siete de la mañana. Todos eran conscientes de lo que eso significaba.
—Me han parecido unas minivacaciones —dijo Stacey.
Kim lo entendía perfectamente. Era raro el fin de semana en el que no tenían que encargarse de poner al día el papeleo pendiente.
—Para ser sincero, me he aburrido un poco, jefa —dijo Bryant—. Jenny me mandó al pub y me dijo que no tuviera prisa por volver a casa.
—Es que creo que no le gustas mucho —dijo Kim.
—Tienes razón —concedió, con la seguridad que le daba saber que tenía uno de los matrimonios más sólidos que ella hubiera visto en su vida.
Todos miraron a Penn.
—Lynne ha estado trabajando, así que me he dedicado a poner un poco al día las tareas domésticas.
Hubo un momento de silencio; luego, todos se empezaron a reír a carcajadas.
Penn se encogió de hombros como si no se le hubiera ocurrido nada mejor que hacer.
—Penn, te lo juro, si no fuera porque soy gay y estoy casada, no te dejaba escapar ni un día más —dijo Stacey.
—Probablemente yo también haría lo mismo —añadió Bryant.
—Vale, venga, ya nos hemos puesto al día —dijo Kim—. Estoy segura de que ya os habréis supuesto que tenemos una víctima.
Todos miraron hacia la pizarra, donde Kim ya había escrito los detalles.
—Es una mujer llamada Sandra Deakin, de cuarenta y un años; la apuñalaron once veces mientras paseaba a su perro. Además, nuestro tipo rajó su boca cuando ya había terminado el trabajo y la víctima ya había fallecido, lo cual obviamente es un detalle que no se facilitará en ninguna nota de prensa. Las fotos deberían llegarnos alrededor de las nueve, cuando Keats empiece a trabajar; ayer tuvo un día muy duro. Por lo que respecta a su físico, estatura de 1,65 metros aproximadamente, complexión delgada y pelo rubio.
—Lo siento, jefa, me he quedado con el número de puñaladas y la agresión en la boca. Parece algo muy personal —comentó Penn.
—Estoy de acuerdo. No se llevaron nada. No se han encontrado indicios de abuso sexual, así que, quienquiera que sea esta mujer, está claro que ha tenido que enfadar a alguien.
—O tan solo se trata de un asesino enloquecido, fuera de sí —dijo Bryant.
—Es una buena teoría, pero, en todos los casos con los que hemos lidiado hasta ahora, ¿cuándo nos hemos encontrado con un asesino irracional y descerebrado que anduviera por ahí suelto sin control?
Bryant se encogió de hombros.
—Podría pasar.
—Sí que podría, pero de momento nos centraremos en lo que parece más probable, que haya sido alguien que ella conocía. La mataron entre las siete y las ocho de la tarde en la iglesia de Saint John. Los campaneros la vieron al entrar, y uno de ellos la encontró al salir. La conocían. Parece que le gustaba pasear a su perro por el cementerio y se detenía a tocar las lápidas.
—¿Cómo dices? —preguntó Penn, enarcando una ceja.
Kim se encogió de hombros. No sabía nada más al respecto.
—El inspector Plant está tomando declaración a los campaneros y al padre George Markinson, pero, Stace, quiero que investigues un poco al buen clérigo y también al tipo que la encontró, Terence Birch.
Stacey escribió ambos nombres.
—Además, también quiero que averigües todo lo que puedas sobre Sandra Deakin.
—Entendido, jefa.
—Penn, la autopsia va a ser a las nueve en punto y...
—Me pongo con ello, jefa —dijo alegremente.
—¿Es que acaso había terminado?
—Lo siento, jefa.
—Keats tuvo otro cuerpo ayer. Un sintecho, sin identificar. Sácale información.
Penn esperó callado.
—Ahora sí he terminado.
—De acuerdo, jefa.
—Como siempre, Bryant, tú y yo vamos a empezar el día hablando con una familia de luto.
Cogió su chaqueta del respaldo de la silla.
—¿Sabes? Por una vez, quizá me gustaría cambiarme por Penn. Siempre consigue...
—Esto... jefa, un momento —dijo Stacey mientras se dirigían ya hacia la puerta. La agente giró la pantalla de su ordenador—. ¿Es esta nuestra víctima?
—Joder, Stace, qué rapidez —dijo Kim, mirando lo que parecía ser una foto tomada por un profesional.
—Me encantaría atribuirme el mérito, pero no es que haya sido precisamente difícil encontrarla.
—¿Cómo es eso? —preguntó Kim, entrando de nuevo en la sala.
—Sandra Deakin, también conocida como médium local, alias Vidente Sandy.
Kim oyó un ruido y se dio cuenta de que el gruñido que tenía en la cabeza había salido de su boca.
Capítulo 4
—No crees en las videntes, ¿eh, jefa? —dijo Bryant mientras bajaban las escaleras.
—Pero ¿tú me conoces o qué? —respondió ella, entornando los ojos con evidente irritación.
Bryant no reaccionó ante esa pregunta y pulsó el botón para abrir la puerta y salir del edificio.
A pesar de la luminosidad del día, el aire era fresco y cortante, pues a las temperaturas de mediados de marzo aún les costaba llegar a los dobles dígitos.
—No me digas que crees en alguna de esas historias —dijo Kim mientras se acercaban al coche.
Bryant se encogió de hombros.
—He presenciado demasiadas cosas como para descartarlo. He visto programas en la televisión y hay casos que los escépticos no serían capaces de explicar.
—Trucos baratos de charlatanes —desestimó Kim, abrochándose el cinturón.
Bryant abrió la boca, pero luego se lo pensó mejor y permaneció callado mientras salían del aparcamiento y se dirigían a la casa de Sandra Deakin.
Hawne era una zona residencial situada a poco más de un kilómetro y medio del centro de la ciudad.
Eran algo más de las siete y media de la mañana, y el tráfico empezaba a aumentar al pasar por delante de Halesowen College.
Bryant tomó un giro a la izquierda, luego uno pronunciado a la derecha y atravesó unas puertas de hierro ornamentadas con un buzón a su derecha. Sorteó tres contenedores de basura con ruedas que se situaban junto a la pared para ocupar el último aparcamiento que quedaba libre, al lado de otros dos coches: un viejo Jaguar XK-E y un Nissan Micra.
—Es agradable —dijo Bryant mientras salían del coche.
Tenía razón. Era un lugar agradable, pero no espectacular; Kim se sintió algo decepcionada al verlo, teniendo en cuenta lo que prometía la puerta con ornamentos de la entrada.
Subieron los escalones que unían el camino que partía de aquella con un bungaló independiente construido con ladrillos anaranjados y que contaba con ventanas con marcos de color roble. Cuando llamó a la puerta, Kim apreció que, aunque la casa estaba enclavada en un terreno de aproximadamente un cuarto de hectárea, era visible tanto desde la parte trasera como desde el lado izquierdo.
Abrió la puerta un hombre de unos cuarenta y cinco años vestido con vaqueros y un jersey marca Weird Fish. Tenía los ojos enrojecidos y la mirada vacía.
—¿Señor Deakin?
Asintió y se hizo a un lado para que entraran sin siquiera mirar las identificaciones policiales cuando se las mostraron.
—Soy la inspectora detective Stone y este es mi compañero, el sargento detective Bryant.
El hombre cerró la puerta tras ellos y señaló hacia otra que había a la izquierda.
Kim tomó asiento en el sofá y Bryant hizo lo propio en un sillón individual.
—Señor Deakin, lo acompañamos en el sentimiento —dijo Kim mientras el hombre se sentaba en el otro sillón.
Tras hacerlo, se restregó la cara antes de pasarse las manos por el pelo, dejándose algunos mechones canosos despeinados. Su barbilla, áspera, revelaba una barba de varios días.
—Creo que en parte estoy rezando para que me expliquen que ha habido algún tipo de error, que se han equivocado de persona, aunque ella todavía no haya vuelto a casa. Quiero que me digan que en realidad no estaba muerta, al fin y al cabo, el agente que vino antes que ustedes no estaba al tanto de las últimas novedades.
Levantó la mirada para encontrarse con la de ella, esperando.
Kim se quedó en silencio.
—¿Saben? Desconocía lo cruel que puede llegar a ser mantener la esperanza. Te golpea donde más te duele, una y otra vez —dijo, dándose cuenta de que no había respuestas a sus plegarias.
—Encontraremos al que lo haya hecho, señor Deakin —aseguró Kim mientras asentía ante las palabras de aquel hombre.
—Llámenme Will, por favor; no estoy en el colegio.
Al ver la confusión que expresaba el rostro de la inspectora, continuó:
—Soy profesor.
—¡Ah! De acuerdo —dijo ella. El hombre se pasaba el día escuchando a niños llamándolo por su apellido—. Bueno, Will, siento mucho que tengamos que invadir su proceso de duelo para hacerle algunas preguntas, pero...
—No se preocupe, adelante —ofreció mientras la tensión llenaba su rostro—. Cuanto antes acaben con las preguntas, antes podrán atrapar al cabrón que la ha matado.
—Venga, para empezar, ¿podría...?
—Estoy buscando un collar para llevar a Pickles a... ¡Oh, lo siento! —dijo una voz desde la puerta.
—Agentes, esta es Nic —dijo Will.
Kim dedicó una sonrisa reconfortante a la adolescente, que estaba sujetando una correa de perro. La chica la dejó sobre la mesa y se sentó en el brazo del sillón en el que se encontraba su padre.
Le cogió la mano.
—¿Todo bien, papá?
—Sí, tan solo tengo que responder algunas preguntas —contestó—. Perdonen, esta es mi hija, Nicola.
Estando ambos tan cerca, Kim percibió el parecido tan asombroso que había entre los dos. La chica había heredado de Will su pelo negro, sus ojos verdes y su mentón firme. No tenía tan claro que tuviera rasgos de su madre.
—La acompañamos en el sentimiento por la pérdida de su...
—No lo era —dijo Nicola.
Kim esperó a que se explicara.
—Lo siento, he sido un poco maleducada —añadió Nicola, al ver que su padre se tensaba un poco—. Me refería a que Sandy no era mi madre.
—Entiendo —dijo Kim, comprendiendo en ese momento por qué la chica no estaba en alguna esquina de la casa hecha un ovillo y sollozando desconsoladamente.
—Llévate al perro, cariño —dijo Will, dándole una palmadita, y luego le soltó la mano.
Dudó primero, pero enseguida se levantó y salió del salón.
—Su collar viejo está en el lavadero —gritó Will cuando ya había abandonado la estancia—. Los forenses tuvieron que quedarse con el nuevo. Tenía algunas manchas de... —Su voz se fue apagando.
—No pasa nada, Will —dijo Kim mientras Nicola cerraba la puerta tras de sí.
Kim no sabía a ciencia cierta cuánta información se había puesto a disposición de la familia. La brutalidad de la agresión no iba a servir para mejorar las cosas en aquel instante, y no pretendía revelarle a nadie el detalle de la boca rajada.
—Will, tenemos razones para creer que se ha tratado de un ataque personal. Es decir, sospechamos que Sandra era el objetivo del agresor, su víctima planeada.
El hombre hizo una mueca.
—El agente que vino anoche me dijo que la habían apuñalado. Pensé que habría sido un atraco o —tragó saliva— una violación —susurró, haciendo un gran esfuerzo para poder pronunciar esa palabra.
Vaya manera de quitar con una mano lo que se da con la otra. Podía asegurarle que no se había producido una agresión sexual, pero tenía que sustituirlo por la certeza de que alguien había querido matar a su mujer de forma intencionada.
—A Sandra no la atracaron, y no hay pruebas de que la agredieran sexualmente —dijo Kim.
El inspector Plant había hecho lo correcto. No le había mentido, pero tampoco le había contado toda la verdad. Ahora era responsabilidad de Kim unir las piezas y dar forma a los detalles.
—Su mujer fue apuñalada, y lo que le voy a decir a continuación va a ser difícil de escuchar para usted. La apuñalaron en repetidas ocasiones.
—¿Cuántas veces? —preguntó, como si el número fuera a cambiar algo.
—Once.
—¡Jesucristo! ¿Por qué? O sea... ¿sufrió?
Kim recordó la sangre que la mujer tenía en sus manos, en su cara, en su pelo.
—Luchó con valentía contra su agresor. No se rindió fácilmente.
La inspectora había aprendido con el tiempo que hablar con los familiares de las víctimas era todo un arte: no había que mentirles, pero tampoco describirles imágenes que los pudieran perseguir durante el resto de sus vidas.
El hombre sacudió la cabeza, como tratando de evitar que esas imágenes se quedaran grabadas en su cerebro.
—Pe... Pero... ¿por qué? Ella no sería capaz de hacerle daño a nadie.
—¿Le había contado algo extraño recientemente? ¿Alguna amenaza? ¿Incidentes extraños, algo desconcertante?
Will negó con la cabeza.
—No, nada en particular. Su trabajo atraía a algún que otro chiflado, los típicos troles digitales, pero ella estaba acostumbrada. Los bloqueaba y se olvidaba de ellos.
—¿Algo que hubiera sonado más amenazante de lo normal? —presionó Kim.
—No que yo supiera. Estoy seguro de que me lo habría contado.
—¿Algún cliente insatisfecho?
—En absoluto. Deberían leer los testimonios que se describen en su página web. Sandra ayuda a cientos de personas.
En general, Kim no se fiaba de las reseñas que la propia persona objeto de una crítica decidía publicar en su página web. Ya le había encargado a Stacey que investigara en aquella web más a fondo.
—¿Y cómo llevaba Sandra sus negocios? ¿Espectáculos en vivo o...?
—No, no se dedicaba a actuar en escenarios grandes. Había demasiadas voces, según decía. Hacía lecturas individuales y participaba en eventos pequeños: cenas y funciones privadas. No le entusiasmaban y parecía un poco inquieta después de la última. También tenía un par de clientes habituales.
Dejó caer la cabeza entre las manos y un sollozo escapó de su boca. Hablar sobre ella en el contexto normal de su trabajo y no de su asesinato le había proporcionado unos segundos de alivio, pero volvió a recordar que había muerto.
—No se preocupe, Will. Tómese tu tiempo —lo tranquilizó Bryant.
El hombre tomó aire, se secó los ojos y levantó la cabeza.
—¿Inquieta? —preguntó Kim. Cualquier cosa fuera de lo común era algo en lo que valía la pena indagar un poco.
—Me habló de una copa de tinto que se derramó, o algo así. No hablaba mucho del trabajo cuando llegaba a casa.
—¿Y mencionó que tenía clientes habituales? —preguntó Kim. ¿Con qué frecuencia era necesario acudir a una vidente?
—A algunas personas les gusta ser orientadas regularmente, que las apoyen —asintió—. Supongo que siempre me he imaginado que su trabajo sería similar al de un coach, un orientador vital. A veces volvía llena de energía y otras era como si quisiera dejarlo todo.
—Will, ¿cree que podríamos tener acceso a su lista de clientes? ¿Quizá también a su ordenador?
—Por supuesto, si creen que eso puede ayudarlos... —dijo, poniéndose en pie, y salió del salón.
—La hijastra parece habérselo tomado extraordinariamente bien —dijo Bryant, una vez que el hombre no podía escucharlos.
—Y te estás quedando corto —convino ella justo en el momento en el que se abrió la puerta principal.
El labrador que había visto la noche anterior entró corriendo en el salón. El paseo rápido que acababa de dar por los alrededores de la casa no le había servido para quemar energía.
—Un perro precioso —dijo Kim, acariciándole la cabeza.
—Es mío —dijo Nicola, desabrochando la correa de su collar—. Mi padre me lo compró cuando tenía catorce años.
Y, sin embargo, según Terence Birch, era la madrastra quien iba regularmente a pasearlo.
—¿Ya los han pillado? —preguntó Nicola mientras Pickles olfateaba los zapatos de Bryant—. A la persona que lo ha hecho, quiero decir.
Kim admiraba ese optimismo juvenil, el hecho de que pensara que podían atrapar a un asesino en apenas doce horas. Pura ingenuidad adolescente, o tal vez el resultado de ver demasiados dramas policiales.
—Todavía no, pero lo atraparemos —dijo Kim justo cuando Will volvía a entrar en el salón.
—Voy a calentar agua —dijo Nicola, pasando junto a su padre, sorteándolo. Pickles la siguió de cerca.
—Tome, este es su portátil y esta, su agenda, pero... —Dejó de hablar mientras se los entregaba.
—¿Pero? —preguntó Bryant.
—Nada, nada, les iba a decir que los iba a necesitar esta noche.
—Es normal, tardará un tiempo en asimilarlo —reaccionó Kim, pasándole las pertenencias a Bryant. Se volvió hacia Will—. Siento tener que pedírselo, pero ¿podría ir al baño antes de irnos?
—Claro, está justo al final del pasillo.
Kim se dirigió directamente hacia la cocina.
—Ay, lo siento, estaba buscando el baño —dijo a la espalda de Nicola.
—No es verdad porque se lo ha pasado de largo.
Pickles estaba ocupado devorando un cuenco de comida, y la chica estaba preparando una masa para hacer gofres. En la encimera había una selección de frutos rojos y siropes de todo tipo. Alguien seguía teniendo hambre a pesar de las circunstancias.
—Bueno, entonces, ¿su padre le compró a Pickles como regalo por algún cumpleaños? —preguntó Kim para romper el hielo.
—No, me lo compró como regalo de adaptación cuando tuve que cambiar de colegio al mudarnos aquí y perder a todos mis amigos.
—Ah, entiendo.
—¿Seguro? —preguntó Nicola, volviéndose hacia ella—. Entonces, supongo que se imaginará también que me fue imposible hacer nuevos amigos una vez que alguien se enteró de quién era mi madrastra. ¿Sabe cómo me sentía cuando la gente me hacía ruidos espeluznantes al pasar junto a ellos, todo el tiempo? ¿Es también consciente de que no paraban de preguntarme si yo también podía ver muertos?
Kim observó en su rostro la multitud de emociones que la chica sentía.
—Asumo que nunca llegaron a ser íntimas, ¿no?
—Tolerancia es la palabra que mejor definía nuestra relación. A Sandy solo le interesaba mi padre. Yo era el lastre que venía con él. No es que fuera ella muy maternal, aunque de todos modos yo habría rechazado cualquier esfuerzo de esa naturaleza. Ya tuve una madre. Murió.
—Lo siento —dijo Kim, sintiendo el dolor que reflejaba aquella última palabra.
—Gracias, pero usted no la conocía. Estábamos bien, papá y yo, lo estábamos superando. Estaba comenzando a sonreír de nuevo. Y entonces la conoció y todo cambió.
Kim no pudo evitar preguntarse si tal vez se trataba de la pataleta más larga de la historia. Muchas personas tenían otras relaciones tras la muerte de un ser querido. Parecía que Nicola había tenido que sufrir muchos cambios durante la adolescencia. Tuvo que ser duro, pero era sorprendente que aquella animadversión no hubiera disminuido con el paso de los años.
—Su padre parecía querer mucho a Sandy —dijo Kim con dulzura—. ¿No le tendría cierta envidia porque disfrutara de una segunda oportunidad de ser feliz?
—Claro que no —espetó ella, echando la mezcla de la masa en la gofrera.
Sin embargo, había algo que Nicola era incapaz de perdonar. Kim permaneció en silencio para que la chica continuara hablando.
—Nunca quise que se pasara el resto de su vida solo. No siento celos por el hecho de que la conociera. Lo que odio es la forma en la que lo hicieron. Me revuelve el estómago, y es la razón por la que no seré capaz de perdonarla.
Capítulo 5
—¿Se conocieron porque ella le leyó el futuro? —preguntó incrédulo Bryant mientras subían de nuevo al coche.
—Ya te digo. Buscaba comunicarse con su esposa, recientemente fallecida de forma prematura en un atropello con fuga.
—¿Cuánto hacía que había muerto? —preguntó Bryant mientras Kim enviaba un mensaje con su móvil.
—Dos meses.
—¿Estás de broma?
—Pásate un momento por la comisaría —le ordenó—. Y no, no bromeo. Nicola todavía está enfadada. Siente que Sandra lo cazó aprovechándose de él en su momento de mayor vulnerabilidad.
—Dos meses, maldita sea. Me pregunto si durante la lectura le dijo a Will que iba a conocer a alguien.
—No lo sé, pero es un poco de mal gusto —dijo Kim.
Dos meses, ocho semanas, aproximadamente sesenta días. Ese periodo de tiempo no era ni por asomo suficiente para procesar el duelo.
—Tal vez la esposa número uno le envió un mensaje a través de la esposa número dos expresando su aprobación para que pasara página y saliera adelante —sugirió Bryant.
—Siempre que fuera con ella —dijo Kim.
—Oh, eso es muy cínico, jefa. Está claro que la quería, así que no juzguemos tan rápido, ¿vale?
Estuviera juzgando o no, a Kim el asunto le parecía bastante sórdido, y desde luego le servía para percibir con más claridad los motivos de la hostilidad de Nicola.
No dijo nada más hasta que Bryant aparcó frente a la comisaría, donde Stacey esperaba en la entrada.
Kim bajó la ventanilla y le entregó el portátil.
—Analiza detalladamente los correos electrónicos. Al parecer, se encontraba con amenazas y con algún tarado de vez en cuando.
—De momento, no he encontrado nada demasiado incriminatorio en su historial —ofreció Stacey a modo de saludo mientras cogía el portátil—. Otro vidente la mencionó hace un par de años en un artículo de denuncia que apareció en el Daily Mail.
—Vale, sigue buscando —dijo Kim—. No podemos parar, Bryant me va a invitar a un café en Luigi’s.
Bryant giró la cabeza rápidamente ante esa información, que era nueva para él.
Stacey hizo una mueca.
—¡Mmm, comeos por mí unos de esos cannoli de vainilla que están de muerte!
Kim sonrió mientras volvía a subir la ventanilla.
***
Luigi’s era un auténtico restaurante italiano que había abierto a las afueras de la ciudad. Los productos de calidad superior, un café excelente y el estupendo servicio al cliente habían demostrado a los que decían que nunca funcionaría lo equivocados que estaban. Se había convertido en el lugar favorito del equipo para pedir algún capricho para llevar, ya que estaba a un par de minutos de la comisaría.
—Mmm... Ya lo estoy saboreando —dijo Kim cuando Bryant aparcó.
—Casi cuatro libras por un café —se quejó el sargento mientras bajaban del coche.
—Merece la pena cada centavo que vas a pagar por él —dijo Kim—. Quiero uno solo —añadió, sentándose en la parte de fuera. El café de Luigi no necesitaba ningún aditivo.
Desde el exterior se veía bien la carretera de doble sentido que subía por Mucklow Hill, pero el paisaje urbano no era la razón por la que se había quedado allí. Abrió la agenda semanal de Sandra. Enseguida, Kim comprobó que la mujer la utilizaba para casi cualquier cosa: citas con el dentista o con el médico, visitas al veterinario, notas sobre la compra y compromisos sociales. Las páginas eran un caos de tinta roja y negra. Las anotaciones personales estaban en rojo y las de negocios, en negro.
—Gracias, Bryant —dijo cuando este depositó la bandeja sobre la mesa. Sus ojos se dirigieron hacia el plato situado entre las dos tazas de café.
—Eh... No hacía falta que te lo tomaras tan al pie de la letra —dijo Kim, pensando en el cannoli que había sugerido Stace—. ¿Y qué es eso? —preguntó, viendo una pequeña bolsa marrón, doblada y cerrada con un pliegue.
Bryant se encogió de hombros.
—Una bolsita de café que Luigi manda para Stace. Me ha dicho específicamente que era para la policía agradable.
—No tienes ninguna gracia —dijo mientras cogía el paquete de la bandeja y se lo acercaba—. Bueno, por lo que veo, Sandra incluía su vida al completo en esta agenda. Algunas de las anotaciones apenas contienen información; probablemente lo mejor sea trabajar hacia atrás, empezando por el compromiso más reciente, que fue el jueves por la noche.
—¿De verdad crees que la han asesinado en relación con su trabajo? —preguntó Bryant, dando un generoso mordisco al cannoli. Trozos de masa frita se adhirieron a sus labios.
—Joder, Bryant, a veces no entiendo como Jenny puede resistirse ante ti.
Él hizo un gesto de indiferencia y dio otro bocado.
—No es que sea una profesión muy normal, ¿verdad? —se preguntó Kim—. Sabemos desde el principio que atrae a fanáticos y a detractores, así que me parece un buen punto de partida.
—Vale. Entonces, ¿qué tenemos el jueves por la noche? —preguntó, descansando un poco del cannoli.
—El nombre de Catherine, con el número de una casa y un código postal. No es mucho, pero suficiente para empezar —dijo, preguntándose qué les podría revelar esa visita.
Capítulo 6
A pesar de que la jefa le había informado de que la autopsia de Sandra Deakin iba a comenzar a las nueve, Keats parecía haber avanzado ya bastante cuando Penn llegó, un minuto después de esa hora.
—Siento llegar tarde —ofreció, no queriendo enfadar a Keats tan pronto.
—No llegas tarde. Decidí no pasar por casa y empezar bien temprano.
A Penn le llamó la atención al instante el rostro de la mujer. Había visto una foto de Sandy anterior a su asesinato, y la raja en su boca añadía un elemento de lo más macabro. Apartó la mirada y se centró en las instrucciones de la jefa. Le había ordenado que consiguiera información del vagabundo no identificado.
—La jefa me ha dicho que has tenido un fin de semana movidito —dijo mientras Keats apuntaba el peso del hígado.
—Ojalá la gente dejara de morirse a horas intempestivas —replicó Keats, volviendo a colocar el hígado con cuidado.
Penn pensó de repente que no le parecía necesario tanto nivel de cuidado y atención durante esa parte del proceso. Los órganos extraíbles podían colocarse en cualquier sitio antes de volver a coser el cuerpo. ¿Quién se iba a dar cuenta? En momentos como ese comprendía por qué la gente lo tildaba de raro, sin ser conscientes de la mitad de las ideas extrañas que se le pasaban por la cabeza.
—Resumiendo lo que sabemos hasta ahora —dijo Keats—, nuestra víctima tenía un peso saludable para su estatura. Aparentemente, nunca había fumado y no hay indicios de que bebiera demasiado. Su última comida consistió en un plato de pollo y pasta, que consumió más o menos una hora antes de su fallecimiento.
Penn asintió, y empezó a sincronizarse con el ritual que llevaban a cabo habitualmente. Keats empezaba ofreciendo información que no era en absoluto útil para la investigación. Después, vendrían los detalles acerca de las lesiones. Y, por último, soltaba cualquier hallazgo relevante que hubiera realizado en el proceso.
—Anoche contamos bien el número de heridas. Un total de once. Tres de ellas fueron superficiales; cuatro, más profundas, aunque no alcanzaron ningún órgano importante; otras tres que habrían sido potencialmente no fatales si se consideraran de forma individual; y una final en el corazón que ningún tipo de intervención médica podría haber curado. La duodécima herida en la boca se realizó después de la muerte, tal y como sospechábamos.
—Salvajismo —dijo Penn sin pensar.
—¿Es ese un término técnico del Departamento de Investigación Criminal? —preguntó Keats.
—Perdona, estaba pensando en voz alta. Parece un depredador que ablanda a su presa justo antes de matarla. Me parece obvio que sabía cómo asestar la puñalada fatal, pero eligió no hacerlo hasta estar preparado para ello.
Keats no dijo nada, pero no discrepó.
—¿Hay algo bajo las uñas? —preguntó Penn.
Keats no parecía tenerlo claro aún.
—Se han tomado muestras y se han enviado a Mitch, pero, con la cantidad de sangre que hay acumulada en esa zona como resultado de haber tratado de detener el sangrado producido por las heridas, va a ser difícil averiguarlo.
A pesar de la brutalidad del ataque, parecía que las pruebas forenses iban a escasear.
Keats parecía estar esperando a ver si Penn tenía más preguntas que formular. Este cambiaba su peso de un pie al otro, sin decir palabra. Si había algún hallazgo importante, estaría a punto de comunicárselo.
—Sin embargo, sí que he encontrado algo interesante.
—Ah, ¡estupendo!
—Nada que vaya a ayudar a vuestra investigación.
—Oh.
«Entonces, ¿por qué ha dicho interesante?», se preguntó, si no los iba a ayudar en nada.
—He visto una fractura pequeña en la parte posterior de su cráneo —dijo Keats, señalando la parte de atrás de su propia cabeza.
—Vale.
—Es antigua, probablemente de antes de cumplir diez años.
—Aún no sé muy bien qué es lo que me quieres decir —dijo Penn.
—¿Crees que pudo ser ese el incidente que le dio el don?
Penn dejó traslucir su perplejidad.
—Oh, vamos, muchas videntes, médiums, espiritistas y demás afirman que comenzaron a ver o escuchar cosas después de un evento traumático que tuvieron en la infancia.
Al ver la expresión vacía del rostro del agente, Keats continuó:
—¿Ni siquiera tienes una ligera curiosidad por su don o acerca de si tenía alguna habilidad espiritual?
Penn no había pensado en eso desde que supo a qué se dedicaba la mujer. En realidad, le daba igual.