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El pasado no perdona... y ha llegado la hora de la venganza. El cuerpo yace bajo los árboles, con los brazos levantados por encima de la cabeza, en una postura antinatural. Sus músculos están relajados. Sus ojos, vacíos. No hay signos de vida. Pero aún no está muerto del todo… Cuando la detective Kim Stone llega a la escena del crimen, no hay un cadáver esperándola, sino que se encuentra con los sanitarios luchando desesperadamente por salvarle la vida. Por desgracia, muere de camino al hospital, y deja a Kim con un escenario donde todas las pruebas han sido destruidas. Aun así, tiene claro que se trata de un asesinato. A simple vista, la víctima, Eric Gould, parece una persona normal y corriente, hasta que el equipo empieza a investigar su pasado. De adolescente, lo encerraron por agredir a su novia, y Kim sospecha que en la actualidad estaba maltratando a su prometida. Entonces aparece otro hombre al borde de la muerte, con los huesos rotos para forzar su postura, y el equipo se da cuenta de que el asesino les está enviando un mensaje con la colocación de los cuerpos. Alguien parece conocer el oscuro pasado de las víctimas, pero ¿se trata de una venganza o se está tomando la justicia por su mano? Kim y su equipo tienen que encontrar respuestas con rapidez antes de que aparezca otra víctima. --- «Definitivamente es una de las mejores sagas que he leído. Amo a Kim Stone desde el primer libro. ¡Dios mío! ¡Esta novela es increíble!». @our.bookish.reads ⭐⭐⭐⭐⭐ «Después de diecinueve libros, Marsons sigue siendo igual de astuta y retorcida, con una historia tan llena de adrenalina y emoción como cabría esperar… Otro libro espectacular que les encantará a los fans de la serie». Jen Med's Book Reviews ⭐⭐⭐⭐⭐ «Una vez más, Marsons ha escrito una joya de libro que he devorado casi de una sentada. Ya estoy esperando ansiosamente el siguiente». The Book Review Café ⭐⭐⭐⭐⭐ «Otro misterio fascinante de la reina del crimen moderno inglés». The Book Review Crew ⭐⭐⭐⭐⭐ «¡Una lectura fantástica! Absorbente, llena de giros y completamente adictiva… Me enganchó y disfruté cada palabra. ¿Qué más puedo decir? ¡Simplemente fabulosa!». Stardust Book Reviews ⭐⭐⭐⭐⭐ «¡Me ha encantado este libro! Un thriller brillantemente adictivo… Posiblemente el mejor que he leído este año. Muy muy recomendable». Donna's Book Blog ⭐⭐⭐⭐⭐ «Rápido, absorbente y retorcido». It's All About Books ⭐⭐⭐⭐⭐
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Seitenzahl: 461
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Rencor sangriento
Rencor sangriento
Título original: Bad Blood
© Angela Marsons, 2023. Reservados todos los derechos.
© 2025 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.
ePub: Jentas A/S
Traducción: Daniel Conde Bravo, © Jentas A/S
ISBN: 978-87-428-1366-9
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.
Esta es una historia ficticia. Los nombres, personajes, lugares e incidentes se deben a la imaginación de la autora. Cualquier semejanza con hechos, lugares o personas vivas o muertas es mera coincidencia.
Queda prohibido el uso de cualquier parte de este libro para el entrenamiento de tecnologías o sistemas de inteligencia artificial sin autorización previa de la editorial.
First published in the English language in 2023 by Storyfire Ltd trading as Bookouture.
Este libro está dedicado a mi hermana, Lyn Allen, el torbellino de la familia, que ha sido un pilar firme y un apoyo fundamental tras la reciente pérdida de nuestra madre.
Capítulo 1
Por las cuentas de Kim, el petirrojo se había posado ya once veces sobre el alféizar de la ventana.
Se imaginaba que en cada ocasión se trataba de un petirrojo diferente, pero el resultado no cambiaba demasiado. Aterrizaba, movía la cabeza ligeramente hacia arriba y hacia abajo, miraba hacia dentro y terminaba echando a volar. No le culpaba. Si ella pudiera estar en aquel momento picoteando por el alféizar de la ventana en busca de insectos, sin duda alguna lo estaría.
—¿No está de acuerdo, inspectora Stone?
La pregunta retórica procedía del superintendente jefe, situado en el lugar central de la mesa, y constituía toda una trampa, pues se la había formulado como lo habría hecho un maestro cuando trata de desafiar a un alumno que anda distraído.
No, probablemente no estaba de acuerdo, pero trató de volver a centrar su atención en lo que estaba sucediendo en aquella reunión, a la que debería haber asistido su superior, el inspector jefe Woodward, al que un virus estomacal había atacado a primera hora de la mañana. Lástima que el mismo virus no la hubiera incapacitado también a ella. No compartiría con nadie cualquier duda que pudiera tener acerca de la veracidad de la enfermedad de Woody.
Estaban presentes representantes de todos los departamentos de la comisaría de Halesowen: Lydia Knight, de la oficina de comunicación con la prensa; el inspector Plant, de los agentes a pie de calle; Warren Marwood, del centro de operaciones; Betty, de la cafetería; Martin Hobbs, de relaciones con la comunidad, y el superintendente jefe, al mando de todos ellos.
Por el rabillo del ojo, vio al petirrojo aterrizar y partir de nuevo.
«Haces bien, amigo, aquí sigue sin haber nada interesante», pensó.
—Me he tomado la libertad de preseleccionar tres posibles proyectos —dijo Martin, pasando un papel a cada uno de los presentes. ¿En serio no eran capaces de procesar la información relativa a tres planes sin necesidad de leerla?
Se había detectado que Halesowen podría estar haciendo un esfuerzo mayor para establecer vínculos con la comunidad local, al margen de las iniciativas generales que involucraban al cuerpo de Policía a nivel global.
El superintendente jefe asintió ante la lista en señal de aprobación. Un vistazo rápido hacia el otro lado de la mesa le hizo saber a Kim que el inspector Plant se sentía exactamente igual que ella; ambos tenían un millón cosas que hacer relativas a su trabajo, que era a lo que se tendrían que estar dedicando en ese momento, en lugar de encontrarse en aquella reunión.
—El primer candidato —continuó Martin—, y posiblemente mi favorito, es la escuela primaria Three Oaks. Una parte de su patio está cubierta de hierbas y matorrales. Hay que limpiarla bien para dejar espacio para un huerto y una especie de minirreserva natural.
Todos asintieron con entusiasmo. Martin explicó un poco las otras dos opciones, pero la favorita estaba clara; ninguna de las otras alternativas fue descrita con el mismo nivel de pasión.
«Vale, ha sido bastante fácil», pensó Kim. Se había tomado una decisión y ella había sido capaz de seguir a pies juntillas la orden de Woody: «No hables». Esa parte del mensaje que le había enviado estaba escrita en mayúsculas. Tanto él como su compañero Bryant estarían muy orgullosos de ella. Además, quería ganar la apuesta que este último le había propuesto: demostrar que podía terminar la reunión sin ofender a nadie.
Estaba considerando en silencio cómo gastar las cinco libras que iba a ganar cuando el superintendente jefe volvió a hablar.
—Está decidido entonces. Nos volvemos a reunir el miércoles para discutir los detalles.
La mirada de exasperación que dirigió al inspector Plant fue solo un movimiento involuntario. Y, como de su boca no salió palabra alguna, las cinco libras seguían perteneciéndole.
—¿Qué ha sido eso, Stone?
«No hables».
Sacudió la cabeza para indicar que no había dicho nada.
—La miradita que acabas de dirigir hacia el otro lado de la mesa. ¿Qué significa?
Todos los ojos presentes en la sala la miraban, agradeciendo en silencio que la atención no se centrara en ellos.
«No hables —se repitió a sí misma—. No va a conseguir que me equivoque ahora. Tengo cosas que perder si no logro quedarme callada».
—Por favor, dinos lo que estás pensando —insistió el superintendente con una actitud desafiante en el rostro.
«No hables. No. No. No. No. No».
—¿No te parece positivo interactuar con la comunidad local?
—Claro que sí, señor —dijo ella, incapaz de morderse la lengua y sintiendo cómo se escapaba de entre sus manos el billete de cinco libras—. Deme una fecha y una hora, y allí estaré con mis tijeras de podar. Pero las cosas no funcionan así. Habrá reuniones de planificación, evaluaciones de riesgos, formación de equipos y sesiones informativas que sumarán incontables horas de trabajo que estoy bastante segura de que el colegio Three Oaks preferiría que empleáramos en encontrar a los desgraciados que se colaron allí la semana pasada para robar cuatro ordenadores. Señor —añadió mientras el inspector Plant echaba un vistazo a su teléfono, que había empezado a vibrar sobre la mesa.
Su móvil, que estaba en silencio, también se encendió una fracción de segundo después. Su mirada se cruzó con la del inspector Plant, y ambos tomaron sus dispositivos.
—Disculpen —murmuró Kim, cogiendo el teléfono, y se dirigió hacia la puerta.
Al ver el nombre de quien la llamaba, ignoró por completo las miradas curiosas que procedían de todas las personas que había alrededor de la mesa, y también la expresión de furia del superintendente jefe. Cualquier cosa, tanto profesional como personal, pasaba a un segundo plano ante una llamada de aquel hombre.
—¿Qué tienes, Keats? —preguntó, una vez se encontró en el pasillo.
—Homer Hill Park. Ya.
El forense cortó la comunicación de inmediato, pero Kim no necesitaba que se lo repitiera dos veces.
No le hacían falta explicaciones cuando la convocaba.
Capítulo 2
—Esto es una novedad, ¿eh, jefa? —expresó Bryant cuando ya se encontraban en el coche.
Ella asintió y él se adentró en la carretera. Nunca les habían hecho acudir a aquel lugar.
El parque estaba en Cradley, Halesowen, y lo utilizaban familias, corredores y gente que paseaba a sus perros. Por lo que ella sabía, contaba con una zona de juego para niños pequeños, un campo de fútbol, una cancha de baloncesto para chavales mayores y un área extensa de césped bien cuidado para hacer pícnics. Kim no recordaba que nunca se hubiera encontrado un cadáver en aquel lugar.
—Me la juego a que no has sido capaz de estar callada durante la reunión sobre las relaciones con la comunidad —se aventuró Bryant con suficiencia.
—¿Cómo lo has sabido? —quiso saber Kim, preguntándose qué participante de la misma sería su contacto y cómo le había comunicado con tanta rapidez su desliz.
—Soy detective. Sé cosas.
—No, en serio. ¿Cómo te has enterado? ¿Quién se ha chivado?
—Nadie. Si hubieras ganado la apuesta, yo tendría un billete de cinco libras menos, porque ya estaría en el bolsillo trasero de tu pantalón. Cobraré mis ganancias en el almuerzo, muchas gracias.
Kim abrió la boca con la intención de replicar, pero se dio cuenta de que no podía hacerlo.
Bryant se revolvió un poco en su asiento.
—Oye, jefa, no quiero darte la lata, pero...
—Entonces, no lo hagas.
Era de todos sabido que las personas que empiezan las frases con esas palabras inevitablemente hacen justo lo que aseguran no querer hacer. «No quiero ofenderte, pero...», «no quiero parecer de poca ayuda, pero...». La lista era interminable.
—Es que ella está...
—Bryant, ya le he preguntado dos veces e insiste en que está bien.
Kim podía oír la acusación en el silencio que guardaba su compañero.
—¿Qué más quieres que haga, genio? Siempre podría intentar arrancarle la uña del pulgar con unos alicates para hacerla hablar, pero no estoy yo muy segura de que la guía de normas laborales incluya eso como herramienta de gestión.
—¿Estás siendo sarcástica, jefa?
—No se te escapa una, ¿eh? —exclamó, antes de girarse para mirar a través de la ventanilla mientras pensaba en Stacey. Le había preguntado a la ayudante de detective más de una vez si todo iba bien. Cualquiera que la conociera mínimamente se habría dado cuenta de que había perdido alrededor de seis kilos. A diario, Penn ponía un gesto de frustración ante los táperes aún medio llenos que metía en su bolso de hombre al final de cada turno de trabajo.
Le faltaba algo. Su chispa había desaparecido, y mostraba menos vitalidad y lucidez que de costumbre, aunque su trabajo no se resentía por aquello que la estuviera afectando. Stacey al ochenta por ciento de su capacidad funcionaba mejor que mucha gente trabajando a pleno rendimiento.
Kim se había preguntado vagamente si tendría problemas con Devon, aunque sospechaba que no. Estaban hechas la una para la otra. Pero ¿quién sabía lo que podría pasar de puertas para dentro?
Joder, odiaba que un simple comentario de Bryant la hiciera reevaluar su trabajo y volver a pensar en cómo había actuado, pero le había preguntado a la chica en dos ocasiones si estaba bien y, dado que su rendimiento laboral no había disminuido, no tenía derecho alguno a intentar profundizar más.
Kim dejó de reflexionar de inmediato en cuanto Bryant entró en Slade Road y se acercó al aparcamiento.
Lo primero que pensó fue que todo en aquel lugar estaba como tenía que estar. O casi. Había un cordón que hacía que se agolpara una multitud que provenía de las casas de los alrededores. También se veían coches patrulla, la furgoneta forense de Keats, otro vehículo forense y una ambulancia. Todo absolutamente normal en una escena del crimen.
«Pero hay algo que no encaja», pensaba Kim cuando Bryant atravesó el cordón con el coche y se dirigió hacia la izquierda, a cierta distancia del resto de los vehículos.
La energía, percibió.
Normalmente, cuando llegaba a la escena de un crimen, todos los presentes tenían la mirada gacha, un comportamiento silencioso y respetuoso, como si temieran despertar a algún muerto. La gente estaba de pie, en pequeños grupos, discutiendo y señalando hacia algún lugar, pensando y evaluando, haciendo anotaciones mentales.
Pero allí todo el mundo estaba alerta, expectante, concentrado. El ambiente estaba cargado de una tensión que nunca había percibido en la escena de un crimen.
La perplejidad del rostro de su compañero le indicaba que él estaba pensando lo mismo.
Salieron del coche cuando una voz atronadora pidió a todo el mundo que se apartara.
Se dirigieron hacia aquella voz, que procedía de un agente de policía que subía a toda velocidad por el camino hacia el aparcamiento.
Detrás de él, dos sanitarios empujaban una camilla con ruedas por el sendero de grava.
Keats los seguía de cerca, con el rostro pálido.
Kim observó cómo los sanitarios abrían la puerta de la ambulancia y colocaban con pericia la camilla en la parte trasera.
—Keats, ¿qué coño está pasando? —gritó Kim.
—No está muerto —dijo Keats casi sin aliento, mientras el motor de la ambulancia arrancaba y la sirena comenzaba a sonar.
Se giró para mirar al forense.
—Joder, Keats, ¿cómo coño la has cagado de esa manera?
Capítulo 3
—Claro, hombre, si yo me imagino que es fácil no verlo —continuó Kim mientras seguía al forense hasta lo que a esas alturas no se sabía muy bien si era la escena de un crimen o el lugar donde un tipo se había echado una siesta—. Son detalles menores sin importancia: latidos, pulso, respiración... Es totalmente comprensible.
Keats se volvió hacia ella de forma tan brusca y rápida que Kim casi chocó con él.
—¿Cuánto tiempo voy a tener que soportar esto?
—Hasta que te jubiles —ofreció Bryant.
—¡Ja! ¿Y por qué iba a parar cuando llegue ese día? —preguntó Kim mientras adelantaba a Keats y tomaba la delantera—. Será un placer llamarte todos los días después de que te hayas jubilado para recordarte este gran momento.
—Stone, te advierto que...
—A ver, que eres forense. Solo tenías un trabajo que hacer —se mofó mientras se acercaba al jefe de los técnicos forenses.
—Oye, Mitch, ¿has oído hablar del forense que...?
—Inspectora, te juro que...
—Vamos, Keats, si la situación fuera al revés, tendrías tema de conversación durante meses.
A pesar de su expresión furibunda, Keats sabía que eso era cierto. También era consciente de que, si cualquier persona ajena a su círculo profesional más estrecho se atreviera a criticarlo por aquello, ella la machacaría sin piedad.
—¿Qué tenemos entonces exactamente? —preguntó la inspectora, echando un vistazo a su alrededor. Los agentes de uniforme habían hecho un buen trabajo despejando la zona, y solo quedaba una mujer con un niño pequeño, que se encontraban justo en el borde exterior del parque de juegos vallado. Había un agente junto al niño, mostrándole algo en su radio.
Keats siguió la mirada de Kim.
—Un crío lo encontró cuando su balón de fútbol fue a parar entre los árboles. Corrió a decírselo a su madre, que echó un vistazo y dio la alarma de que había un cadáver.
—Pero no lo había, ¿verdad, Keats? —volvió a burlarse, con una sonrisa sesgada. Aunque lo estaba disfrutando, pensó que quizá no debería divertirse tanto a costa del forense.
Bryant se fue directamente hacia los testigos.
Keats ignoró el golpe bajo y continuó:
—Llegamos. No detectamos señales de vida en el hombre. Os llamé. Volví a comprobar sus constantes vitales. Detecté un pulso muy débil y ordené a los sanitarios que se pusieran a trabajar.
Kim miró hacia abajo, donde debería encontrarse el cadáver, pero en su lugar solo vio una marca profunda en la tierra que supuso que había provocado la camilla de los sanitarios.
—¿Un borracho inconsciente? —preguntó, tratando de llamar la atención de Bryant para poder hacerle señas y que regresara junto a ellos. Ese no era un trabajo para el equipo; solo valdría la pena dedicarle algo más de tiempo para meterse un poco más con Keats.
El forense hizo un gesto de negación.
—Por mucho que se beba, el alcohol no enmascara las constantes vitales.
—¿Y qué podría ser capaz de hacerlo? —quiso saber Kim, preguntándose por un momento si Keats iba a intentar encontrar una excusa para lo que había pasado.
—Hay drogas que sí pueden hacer que parezca que estás muerto.
—Sí, claro, en las películas —rebatió Kim, que no sabía bien por qué seguía en aquel lugar, contemplando un espacio vacío que hasta hacía un rato había albergado un «cadáver» no muerto.
—Habíamos empezado a hacer las fotos y demás —explicó Keats, frotándose la calva como si aún tratara de entender lo que había sucedido.
—Para ser justos, parecía completamente muerto —añadió Mitch, apoyando a su compañero.
—¿Sobredosis? —preguntó Bryant, volviendo al lado de Kim y coincidiendo con lo que estaba pasando por la cabeza de su jefa, aunque no había rastro alguno de materiales relacionados con el consumo de drogas. Kim supuso que las podría haber ingerido en otro lugar y que podría haberse arrastrado hasta allí para morir.
Keats negó con la cabeza.
—Pronto os daréis cuenta de que eso es poco probable.
—¿Por qué? ¿Ha dicho algo? —preguntó mirando a su espalda hacia el camino. Por lo que sabían hasta entonces, se trataba de una persona que, o bien había tomado demasiadas drogas, o posiblemente había sufrido las consecuencias de un juego sexual que no salió demasiado bien.
—Inspectora, creo que no lo estás entendiendo —dijo Keats—. El hombre no movía ni un solo músculo. No se movió ni un milímetro. No había parpadeos ni espasmos ni un solo gesto; cuando los sanitarios lo sostuvieron, estaban levantando un peso muerto.
—Aun así, no veo delito alguno todavía, Keats —dijo, dando un paso atrás. Por el momento, no parecía un caso para el Departamento de Investigación Criminal.
—Enséñaselo —ordenó Keats, haciéndole una señal a Mitch.
El jefe de los técnicos se acercó hasta ella con su cámara digital. Una imagen iluminó la pantalla.
—Pero ¿qué co...? —Sus palabras se fueron apagando mientras le quitaba la cámara de las manos.
En un principio, dirigió la mirada hacia el rostro del hombre. Amplió la imagen y no había duda de que parecía muerto. Le costaba creer que esa persona hubiera estado viva cuando se le hizo esa foto. Su piel tenía una flacidez que solo se producía cuando se liberaba de sus funciones a todos y cada uno de los músculos del cuerpo humano. Tenía la mirada perdida y ausente, vidriosa y sin vida.
—Vale, Keats, te puedo perdonar el error visual —disculpó mientras Bryant echaba un vistazo por encima de su hombro.
Alejó el zoom y estimó que estaban ante un varón de cerca de treinta años, con el pelo oscuro y barba de algunos días.
Volvió a ampliar la imagen para observarla mejor. El hombre llevaba pantalones de chándal y una camiseta con el logotipo de una cerveza. Tenía los brazos estirados hacia arriba, uno a cada lado de su cabeza, de modo que quedaban pegados a sus orejas. Sus dedos se levantaban tanto que parecía que el hombre fuera a empezar a hacer una pirueta. De cintura para abajo, tenía las piernas abiertas y separadas de forma que había casi un metro de distancia entre sus pies.
—No es una posición normal cuando hablamos de una sobredosis —observó Mitch mientras Kim le devolvía la cámara.
—Para nada —coincidió Kim, sintiendo cada vez mayor curiosidad por todo aquello. Había presenciado muchos casos de sobredosis y lo único que todos tenían en común era la ausencia de una postura ordenada y definida; los cuerpos se habían desplomado sin orden ni concierto hasta quedar inertes a medida que los músculos se habían relajado. Ese hombre no se había colocado en aquella postura por sí mismo.
—¿Puedes conseguir algo desde un punto de vista forense? —le preguntó a Mitch.
—Nada que vaya a pasar el filtro de un buen abogado defensor —respondió el técnico justo cuando el teléfono de Keats empezaba a sonar.
Kim comprendió el problema. Los sanitarios habían pisoteado la escena, pues solo tenían una prioridad: salvar vidas. Los forenses y las pruebas no eran de su incumbencia.
Bueno, tal vez se pasara por el hospital para interrogar a aquel tipo cuando saliera de su aturdimiento. Solo para satisfacer su propia curiosidad.
—Gracias por avisarme —agradeció Keats justo antes de colgar.
Kim esperó a que hablara.
—No ha logrado llegar con vida al hospital. Lo han declarado muerto a su llegada.
—¿Están seguros? —preguntó Kim, que nunca había tenido motivos para cuestionar una declaración de ese tipo.
—Y tanto, no hay duda de que está muerto.
Kim miró a Bryant, cuya única respuesta fue encogerse de hombros. La situación lo desconcertaba tanto como a ella.
Tenían un cadáver sin signos claros de violencia y un lugar que podía o no ser la escena de un crimen. No había testigos ni causa evidente de la muerte ni pruebas reales de que se hubiera cometido delito alguno.
—¿Y ahora qué, inspectora? —preguntó Keats.
—Creo que es hora de que todos nos pongamos a trabajar en esto y lo resolvamos.
Capítulo 4
Era casi la hora del almuerzo cuando Kim apoyó por fin su trasero en el borde del escritorio vacío.
Desde que había regresado a la oficina, había hablado con el hospital, confirmado la muerte del hombre, conseguido su identidad y datos personales, y enviado al inspector Plant a informar a la familia.
También había respondido al mensaje lleno de exclamaciones de Woody acerca de su repentina desaparición de la reunión de la mañana. Él se ablandó un poco cuando le explicó que había habido un cadáver, luego un «no cadáver» y, por último, de nuevo un cadáver, y le exigió que se lo aclarara detalladamente por correo electrónico. A medida que pasaban las horas, se iba convenciendo cada vez más de que era verdad que su jefe se encontraba mal y no había sido cuestión de tratar de escaquearse de la reunión.
—Bueno, compañeros, nuestro hombre es Eric Gould, tenía treinta años y era de Colley Gate. El inspector Plant está ahora con su familia, y Mitch ha recogido sus efectos personales del hospital para el examen forense. —Dio un sorbo a su café—. Y, antes de que me preguntéis, sí, Keats lo declaró muerto de forma algo prematura, pero, si ese dato sale de esta sala, alguien va a tener que buscarse otro trabajo.
Nadie dijo ni mu.
—Estoy segura de que todos os estaréis preguntando cómo ha podido ocurrir algo así, y no me cabe duda de que Keats también. Con suerte, la autopsia nos dará más detalles. Mientras no nos digan lo contrario, Eric nos compete, es nuestra víctima y tenemos que averiguar exactamente qué fue lo que le pasó. Está claro que algo le impidió actuar con normalidad. —Hizo una pausa—. Mi mayor inquietud en este momento es saber qué fue. Es fácil deducir que Eric no llegó por sí solo a ese estado ni se colocó en esa posición. Entonces, ¿de qué podría tratarse? —preguntó Kim, tratando de imaginarse lo que habría sentido el joven de haber estado consciente.
¿Habría oído acercarse a los agentes? ¿Habría pensado que lo iban a salvar? ¿Habría experimentado algún tipo de esperanza? ¿Habría permanecido su mente lúcida incluso aunque su cuerpo no le respondiera? Esa última pregunta hizo que se estremeciese. Sería algo así como que te enterrasen vivo: la frustración, la inutilidad. La sensación de intentar llamar la atención y hacerte notar, de tratar de comunicarte mientras hablan de ti como si ya estuvieras muerto.
—Stace, echa un vistazo a sus redes sociales. Quiero saber qué clase de persona era.
—De acuerdo —respondió Stacey, deslizando su cuaderno de notas sobre su teléfono móvil. A pesar de que estaba en silencio, Kim percibió que la pantalla estaba encendida.
—¿Necesitas cogerlo? —le preguntó, más que nada para que la ayudante de detective no pensara que esas cosas le pasaban desapercibidas.
—No, no. Estoy recibiendo muchas llamadas molestas, de seguros de vida y cosas del estilo. Obviamente mi número debe andar en alguna base de datos.
Un simple «no» habría sido suficiente para Kim. Las palabras de Bryant volvieron a resonar en su cabeza, pero tenía que confiar en que, si Stacey necesitaba que la ayudara en algo, se lo pediría.
—Penn, vete a ver a Keats —ordenó—. Va a querer inspeccionar este cuerpo de inmediato.
—Voy para allá —contestó Penn, abriendo su cajón para buscar una corbata.
—Ah, y no te atrevas a...
—De ninguna manera, jefa —respondió, asegurándole que no haría mención alguna al error del forense.
Solo ella podía disfrutar de ese placer.
Capítulo 5
Stacey dejó escapar el aire que había estado conteniendo y, al hacerlo, liberó parte de la tensión que sentía, relajando a la vez sus hombros.
Dejó caer la cabeza entre las manos y se frotó la cara con energía, luchando contra el cansancio, que era como una sombra constante que se cernía sobre ella.
Le resultaba difícil recordar un momento en el que no sintiera en su estómago las consecuencias de la ansiedad, que en ocasiones era tan abrumadora que tenía que esforzarse mucho para respirar apropiadamente. A menudo, el miedo a no poder respirar le desataba un pánico que le aceleraba el corazón y hacía que su visión se volviera borrosa. Se había acostumbrado a recitar mentalmente el alfabeto una y otra vez hasta que lograba regular su respiración. Una vez estabilizada, la fatiga se apoderaba de ella, y su cuerpo parecía querer recuperar la energía que había gastado como consecuencia del estado de alerta en el que se encontraba un número innumerable de veces cada día.
Las lágrimas amenazaban en aquel momento con brotar de sus ojos, pero logró contenerlas. Se acababa de ver obligada a mentir de nuevo cuando su teléfono se había iluminado. Era un número desconocido, lo que solo podía significar que Birch se había comprado un teléfono nuevo después de que ella hubiera bloqueado todos los números que él había ido usando. Mentiras y más mentiras, todos los días, lo que la hacía sentirse aún peor consigo misma. ¿Por qué no había tenido una conversación con la jefa cuando todo empezó un par de meses atrás, en cuanto se dio cuenta de que su enfrentamiento con Terence Birch no había servido para nada? Pensó que le había dejado claro que no tenía ningún interés en él y que debía dejarla en paz. Pero parecía que aquello solo logró empeorar el comportamiento de ese hombre.
Pensaba en las ocasiones en las que su víctima anterior, Charlotte Danks, se habría sentido exactamente igual que ella. ¿Cuántas veces, durante sus diez años de calvario, habría suplicado y rogado que la dejara en paz de una vez? La implacable persecución que ejerció sobre Charlotte a través de cartas, mensajes, llamadas telefónicas y siguiéndola a todas partes provocó que ella se trasladara al otro lado del mundo. Ni siquiera la cárcel logró enfriar su pasión, y al día siguiente de que lo soltaran, volvió a las andadas.
La experiencia que Stacey había vivido en los dos últimos meses le había permitido comprender perfectamente las decisiones de Charlotte, porque el tormento que estaba viviendo la ayudante de detective parecía haberse ido intensificando cada semana que pasaba. Había recibido flores en el trabajo de forma cada vez más frecuente. Las primeras veces que llegaron, ella estaba sola y nadie le preguntó nada, pero ya más adelante se vio obligada a dejar instrucciones en la recepción de la comisaría para que cualquier ramo que apareciera por allí con su nombre fuera directo a la basura o se enviara de vuelta a la floristería. Para responder a la mirada interrogante de Jack ante aquellas órdenes, le explicó que alguien le estaba gastando una broma.
Terence debió ver en varias ocasiones cómo el trabajador de la floristería se llevaba de vuelta las flores a la furgoneta, porque dejó de mandarle ramos. Sin embargo, Stacey no paró de recibir mensajes en su teléfono y en sus cuentas de redes sociales. En cuanto ella lo bloqueaba, él encontraba otra forma de ponerse en contacto con ella. Sus últimos intentos habían sido por correo, sabiendo que eso era algo que ella no podía bloquear.
Sus cartas eran largas y prolijas. Abría su corazón y hablaba del vínculo que había entre ambos. De momento, había tenido la suerte de ver el correo antes que Devon, otra presión más añadida al resto de las cosas que tenía en la cabeza. Una lista mental de todo lo que tenía que hacer para mantenerlo todo en secreto.
Nunca le había ocultado nada a Devon. Su relación siempre había tenido como pilar fundamental la sinceridad, pero este asunto se le había ido de las manos. Creyendo que podía arreglárselas sola, prescindió de la opinión y la ayuda de su mujer cuando todo comenzó. En cuanto le quedó claro que Terence había entendido su encuentro como un estímulo, le dio vergüenza darse cuenta de que había empeorado la situación. No podía soportar imaginarse la mirada de dolor y reproche de su mujer ante tal secretismo, y cada día que pasaba, ese temor se iba agrandando.
Todo aquello había afectado a cualquier aspecto de su vida. No dormía, apenas era capaz de comer, y hacía semanas que no se acostaba a la misma hora que Devon, prefiriendo sentarse en silencio en la oscuridad, preocupada por lo siguiente que tendría que afrontar.
Hacía muchísimo tiempo que no salían. Siempre ponía alguna excusa para quedarse en casa, prefiriendo la seguridad que le proporcionaba su propio hogar y evitando un doble miedo a salir de casa. Por un lado, a que la siguiera, y por otro, a que Devon descubriera lo que estaba pasando.
Recientemente, su mujer la había instado a aceptar la invitación de Alison para pasar unos días escalando en Shropshire. Stacey se había negado en redondo, consciente de que se sentiría casi tan culpable por no compartir su situación con su mejor amiga como lo hacía con Devon.
Y no hablemos ya de contárselo a la jefa. Le temblaban las piernas solo de pensarlo.
No había duda alguna de que tanto ella como el resto de sus compañeros sabían ya que algo iba mal, a pesar de sus esfuerzos por ocultarlo. Hasta la tarea de almorzar o de comerse las deliciosas ofrendas de Jasper se había convertido en un ejercicio de engaño y mentiras.
Esperaba a que la oficina estuviera vacía para tirar su almuerzo a la papelera, asegurándose siempre de dejar el envase o el envoltorio vacío sobre su mesa durante el tiempo suficiente para que uno o dos de sus colegas lo vieran y supusieran que había comido.
La realidad era que la comida no le proporcionaba placer alguno. En cuanto se metía algo en la boca, la ansiedad se hacía con su saliva, convirtiendo cada bocado en un esfuerzo por masticar y tragar. Todo le sabía a cartón, todo tenía su textura, y le resultaba muy difícil que fluyera a través de la garganta.
En el trabajo lograba a duras penas mantenerse a flote, lo cual ya era un milagro, teniendo en cuenta que tenía que hacer un esfuerzo titánico para meterse en la ducha cada mañana.
Existir, esa era la palabra que pasaba a menudo por su mente. Había olvidado lo que era la normalidad. Le resultaba complicado recordar un momento en el que lo primero en lo que pensara no fuera Terence Birch y qué sería lo próximo que estaría planeando hacer con ella.
Stacey se mantenía en funcionamiento, sin más; comía lo suficiente para proporcionar energía a su cuerpo durante una parte del día, hasta que se quedaba sin gasolina. Sabía que la ropa le quedaba cada vez más holgada, pero no le era placentero perder peso. No merecía la pena de ningún modo. Se lo había explicado a Devon; le aseguró que estaba intentando perder algunos kilos, aunque a su compañera no le había convencido mucho la explicación.
Iba a trabajar todos los días, pero a media tarde apenas lograba ya mantener los ojos abiertos. Se las apañaba para mantener bajo control el trabajo que le correspondía, pero es que, si no hubiera sido capaz de hacerlo, estaba segura de que las conversaciones breves sobre su bienestar que había mantenido con la jefa habrían tenido un tono totalmente distinto.
Así que, con esa idea bien presente, echó la silla hacia atrás, cogió la foto de la víctima de la impresora y la pegó a la pizarra.
La miró detenidamente, y estuvo de acuerdo de inmediato en que Eric Gould parecía muerto en aquella foto, sin duda.
A continuación, se puso a trabajar en sus redes sociales. Su pantalla se llenó con los perfiles de diferentes plataformas.
Primero observó su TikTok y encontró siete vídeos, todos de él ejercitando sus músculos en el gimnasio. Parecía estar en forma. No tenía el físico de un culturista, pero sí que contaba con músculos definidos. Por alguna razón, le gustaba grabar vídeos cortos de su entrenamiento: ejercicios de pecho en el banco, pesas, flexiones...; nada fuera de lo común, pero siempre al ritmo de la canción Eye of the Tiger. Sus vídeos recibían unas doscientas visitas y algunos comentarios por aquí y por allá, unos positivos y otros negativos. Los buenos provenían principalmente de chicas y los malos, de chicos. Leyó todos los comentarios que se habían escrito en cada uno de los vídeos para comprobar si alguno de sus autores se repetía, pero pocas personas habían comentado más de una vez, y aunque las reacciones eran a veces un poco insultantes, no había nada amenazador ni sospechoso en ellas. Eric no interactuó con ninguna de las personas que habían escrito esos comentarios. Su cuenta solo llevaba operativa un par de meses y parecía que estaba aún aprendiendo a usarla y decidiendo qué hacer con ella.
A continuación, entró en su perfil de Twitter. Seguía a menos de quinientas personas y solo la mitad de ellas lo seguían a él.
—¡Oh! —exclamó Stacey al darse cuenta de que podría haber perdido un buen número de seguidores tras su último tuit halagando al ultraderechista misógino Andrew Tate, al que tachaba de héroe. Defender a misóginos rabiosos no contribuía demasiado a tu popularidad general. La mayoría de las respuestas a ese tuit eran negativas, le habían dicho de todo. De nuevo, no había respondido a ninguno de esos comentarios, y esa había sido su última publicación, que se había escrito dos semanas antes.
No había mucha actividad en su Facebook, donde solo se relacionaba con familiares y amigos; sin embargo, su Instagram era una historia completamente diferente.
Su cuenta en esa red social estaba repleta de fotos, información personal, chistes machistas, fotos de comida y del gimnasio y algunos vídeos. Había algunas publicaciones sobre trabajos que había realizado, sobre todo acerca de aquellos que habían tenido lugar en casas de mujeres solas, insinuando que las calderas no eran lo único que necesitaba un repaso en esos hogares.
Entre las muchas fotos y vídeos en los que aparecía, encontró una etiqueta que correspondía a la cuenta de una mujer llamada Teresa Fox, que mostraba orgullosa su anillo de compromiso. Stacey se dio cuenta enseguida de que lo había etiquetado porque era con él con quien se había prometido. Eric le había dado a «me gusta» en la publicación, pero no había hecho ningún comentario. No era una persona demasiado sentimental, pensó Stacey.
Obviamente, el hombre había encontrado la red que mejor se ajustaba a sus necesidades. Por sus publicaciones, determinó que era una persona un tanto inmadura, un fanfarrón con una buena dosis de confianza en sí mismo.
Sí, podría ser un poco molesto, pero no veía ninguna razón para que alguien lo quisiera muerto.
Informaría a la jefa de que se trataba de un tipo normal y corriente.
Capítulo 6
—Nada destacable —explicó Kim, leyendo el mensaje que le había enviado Stacey, mientras Bryant gestionaba las continuas interrupciones en el tráfico de camino a Colley Gate—. Eric Gould parece estar limpio. Algo inmaduro y con un aparente toque de misoginia añadido, pero nada que pueda explicar su muerte —continuó detallando mientras Bryant encontraba por fin la calle que buscaban.
La casa de Eric Gould estaba situada en una hilera pequeña de apenas seis viviendas, detrás del hospital privado de West Midlands.
Kim se sorprendió al ver que un coche patrulla seguía todavía allí. El inspector Plant la recibió en la puerta.
—La chica está mal —explicó en voz baja—. No he querido dejarla sola. Sus padres están de camino, llegarán en cualquier momento.
—Vale, nos hacemos cargo —aseguró Kim, indicándole que ya se podía marchar. La casa era pequeña y el hecho de que hubiera un gran número de desconocidos en ella solo serviría para abrumar aún más a la mujer.
Kim entró por la puerta principal, que daba directamente al salón. Una chica que supuso que era Teresa Fox sollozaba en un sillón situado en una esquina.
Sus ojos enrojecidos parecieron reflejar un atisbo de esperanza.
—La acompañamos en el sentimiento —expresó Kim, tomando asiento en el sofá.
Bryant la imitó mientras presentaba a ambos ante la joven.
La pequeña estancia era funcional y todo en ella parecía girar en torno a una televisión, demasiado grande para el espacio disponible. Parecía que para dejarle hueco se había tenido que sacrificar algún que otro mueble. Una taza de café que había en el suelo, a la derecha del sillón de Teresa, daba fe de ello. Kim tardó muy poco en darse cuenta de que las únicas fotos que había en pared eran del hombre que acababa de morir.
Supuso que la mujer tendría unos veinticinco años; poseía una melena larga y castaña que le caía desordenada sobre los hombros. A pesar de los ojos enrojecidos y una piel con manchas, era una chica atractiva, con un aire inocente y delicado.
—Sentimos la intromisión, pero ¿podríamos hacerle un par de preguntas?
—Va... vale —titubeó, tratando de contener un sollozo—. Pero ¿pueden contarme antes cómo ha muerto? ¿Cuándo? ¿Ha sido un accidente? ¿Un coche? Aún no sé absolutamente nada.
Debido a la confusión reinante en la escena del crimen, Kim comprendía por qué el inspector Plant había compartido con la chica muy pocos detalles, porque la verdad era que no los tenía. Tampoco ellos sabían mucho más a esas alturas, pensó Kim, pero no dijo nada al respecto.
—En estos momentos estamos intentando responder a todas esas cuestiones, señora Fox, pero para ello necesitamos saber un poco más sobre Eric. Tenemos entendido que era su prometido —dijo Kim, mirando el anillo.
Teresa apartó su mano derecha de la correa del reloj que no dejaba de tocar e hizo girar el anillo de compromiso que llevaba puesto.
—Desde el mes pasado —respondió temblorosa, como si ese periodo de tiempo tuviera alguna trascendencia, como si llevando tan poco tiempo comprometida fuese imposible que hubiera sucedido algo así.
—No tenemos aún todas las respuestas, pero sí que creemos que podría haber alguna persona involucrada en su muerte. ¿Hay alguien con quien Eric tuviera problemas?
—No —respondió de inmediato con vehemencia—, todo el mundo adoraba a Eric. Era extrovertido y simpático, siempre dispuesto a reírse. A ver, había gente que sentía celos del cuerpo que tenía, pero él se limitaba a ignorar a los que lo criticaban.
—¿Tenía muchos amigos? —preguntó Bryant.
Teresa se lo pensó un segundo antes de responder.
—No muchos. Creo que incluso hasta los amigos se sentían un tanto intimidados por su forma física. A veces me ha mencionado algún nombre de alguien del gimnasio, pero no he llegado a conocer a ninguno.
—¿Y algún viejo amigo? —preguntó Kim.
La mujer se secó un poco los ojos antes de que su mano volviera a juguetear con la correa del reloj.
—No. No tenía antiguos amigos del instituto ni nada por el estilo. Nunca me hablaba de su pasado. Ni siquiera sé a qué colegio fue.
—¿Familia?
Teresa hizo un gesto negativo con la cabeza.
—¿Quiere decir que no tiene familia o que no tenía relación con ella? —intentó aclarar Kim.
—Que no tiene.
—¿Algún amigo con el que saliera de bares?
—La verdad es que no. Apenas bebe. Cuida mucho su cuerpo —explicó, haciendo girar cada vez más rápido la correa del reloj.
Kim no tenía claro a quiénes se había referido con ese «todo el mundo» que «adoraba a Eric».
—¿Tenía una relación cercana con sus compañeros de trabajo? —preguntó Bryant, que parecía claramente querer encontrar también ese grupo de admiradores.
—No lo creo. Trabajar de fontanero es algo un poco solitario, ¿no les parece?
Había muchas profesiones solitarias, pero todo el mundo terminaba relacionándose con alguien que terminaba convirtiéndose en amigo.
Por el momento, la chica sentada frente a ellos era la única persona con la que podían hablar acerca de Eric. Kim necesitaba algún tipo de pista para tratar de comprender por qué lo habían encontrado en aquel estado esa misma mañana.
—¿Qué más puede contarnos sobre él?
—Era un tipo muy agradable, sin más. Generoso y afectuoso. Se tomaba en serio su forma física, y le encantaba ver deporte.
Mientras hablaba, continuaba haciendo girar su reloj como si fuera un hula-hop.
—Qué reloj tan bonito. Me recuerda a uno que tenía mi madre. ¿Me permite? —preguntó Kim, extendiendo la mano hacia la mujer.
La inspectora cogió el reloj y le dio la vuelta, mientras que, en su visión periférica, pudo observar que Teresa seguía jugueteando con la piel que había quedado expuesta, que estaba enrojecida y un poco abultada.
—Sí, es muy parecido al de mi madre. Es precioso —afirmó Kim, devolviéndoselo. Miró fijamente la muñeca mientras Teresa trataba de ponérselo.
La joven se percató del lugar hacia el que la inspectora estaba mirando, tal y como esta había pretendido.
—Cirugía láser —explicó—. Es reciente. Un antiguo novio. Eric no... —Se calló porque se abrió la puerta principal y un hombre gigantesco, de enorme envergadura, entró en la estancia.
—¡Papá! —gritó Teresa, lanzándose a sus brazos.
—Tranquila, mi amor, ya pasó —la tranquilizó, abrazándola con fuerza.
Una mujer rubia entró detrás del hombre y cerró la puerta tras de sí. Se aproximó a la chica y le dio unas palmaditas tranquilizadoras en la espalda, aunque no pudo acercarse mucho más.
Las dos nuevas personas que habían entrado en el salón lo habían convertido en un lugar en el que resultaba imposible estar cómodamente.
Kim se puso de pie y se dio cuenta de que tanto el padre como la hija ya no parecían conscientes de su presencia. Sacó su identificación policial y se presentó —también a Bryant— ante la mujer, que se abrió paso por el reducido espacio para poder saludarlos.
—Jackie y Rufus —dijo, señalándose a sí misma y a su marido—. Somos sus padres. —Jackie se quitó la chaqueta—. Voy a preparar té —dijo, antes de salir de la habitación.
Kim esquivó a la chica, que no dejaba de llorar, y a su padre y siguió a Jackie hasta la cocina. Bryant, sospechó, se había quedado de momento atrapado en el salón.
—Gracias por venir tan rápido. Ella los necesita —dijo Kim.
—Bueno, solo necesita a uno de los dos, agente —respondió la mujer, llenando el hervidor de agua. Se giró, pero la expresión de su rostro no dejaba entrever sus sentimientos—. Tengo muchas preguntas que hacerle, pero sé que solo va a compartir lo que pueda. Teresa no se expresó con mucha claridad cuando llamó a su padre al quirófano.
Kim había detectado un olor a desinfectante y a perros cuando se cruzó con el mastodonte en el salón.
—Puedo contarle muy poco —dijo Kim con honradez. Entre otras cosas, porque ni siquiera ella misma sabía demasiado—. Pero sentimos mucho la pérdida que acaban de sufrir.
—Yo no he sufrido pérdida alguna —respondió Jackie de forma totalmente sincera.
—¡Oh! —dijo Kim.
—O podría mentirle porque se ha muerto, si usted lo prefiere.
—No, por favor, no lo haga —pidió Kim, que seguía sin conocer a un solo miembro del club de fans de Eric Gould del que Teresa les había hablado—. Su hija parecía quererlo mucho.
—Pues claro, tiene veintipocos años. Él era mayor que ella, bastante atractivo, lleno de músculos y le prestaba atención. Ella estaba loquita por sus huesos.
—Pero ¿a usted no le gustaba? —preguntó Kim mientras Jackie alcanzaba tres tazas del estante superior. Hizo una pausa antes de coger más, en señal de ofrecimiento a los agentes.
—No, muchas gracias.
—No me malinterprete. Se comportaba de forma bastante agradable con nosotros. Eran pequeños detalles. Vinieron a comer el domingo. Yo estaba sacando los platos. Me fijé, a través del reflejo de la vitrina, en que se señalaba el reloj. Diez minutos después, se habían largado. Mi hija llevaba apenas seis meses viviendo sola cuando la convenció para que se fuera a vivir con él. A veces contestaba por ella. Eran ese tipo de cosas. Probablemente esté siendo un poco sobreprotectora, pero es nuestra única hija.
—¿Intenta decirme que el chico era un poco controlador?
—Al menos, por lo que yo he visto.
—¿Y qué pensaba su marido?
—Estaba de acuerdo, aunque admitía que no podía ser imparcial. Tenía una gran relación con el exnovio de Teresa, Curtis. Nadie estará jamás a la altura de ese chico.
—Me he fijado en la cicatriz que tiene en la muñeca.
El rostro de Jackie se tensó al escuchar aquello mientras utilizaba la cucharilla para exprimir el color de las bolsitas de té.
—Era un tatuaje con el nombre de Curtis. Estoy bastante segura de que le puso esa condición para que se comprometieran.
Kim recordó que Teresa había mencionado a Eric en relación con el tatuaje justo cuando aparecieron sus padres.
—¿Cree que su comportamiento llegó a ser algo más que controlador? —preguntó Kim.
—¿Me está preguntando si alguna vez llegó a la violencia?
La inspectora asintió.
—No le diré que no se me ha pasado por la cabeza.
—¿Le ha preguntado a su hija?
Jackie negó con la cabeza y luego hizo un gesto con la misma en dirección al salón.
—Si hubiera sucedido algo así, no me lo habría contado a mí.
Capítulo 7
Penn observó a su llegada a la entrada de la morgue algo que nunca había visto antes. Había carteles de advertencia impresos y pegados en la pared que rezaban: «SOLO PERSONAL AUTORIZADO».
El segundo ayudante de Keats, Andy, un hombre al que veía con muy poca frecuencia, se encontraba junto a las puertas dobles que daban a la antesala. Por anteriores ocasiones, a Penn le parecía un hombre sobrio y sin sentido del humor, que tal vez pasara demasiado tiempo rodeado de cadáveres.
—El doctor Keats me ha ordenado que te advierta que esta ocasión merece una protección total.
—Vale —dijo Penn, siguiéndolo hacia dentro. Normalmente se ponía un traje blanco desechable y unas gafas, ¿qué protección adicional podría necesitar? ¿Y de qué se tenía que proteger exactamente?
Sobre la encimera, a la derecha del fregadero, había dispuestos dos montones de equipos de protección personal.
—Haz lo mismo que yo —dijo Andy, cogiendo un traje blanco.
—¿Vas a entrar también? —preguntó Penn. Ya podía ver a Keats y Jimmy en la sala.
—Con este cadáver, sí —dijo, poniéndose el traje.
Penn lo imitó. A continuación, Andy se puso unas zapatillas de protección y, luego, un segundo par.
—Zapatos y guantes dobles —instruyó Andy.
—¿De verdad es ...?
La mirada de Andy parecía provenir directamente de Keats. No le dejó ninguna duda de que, si no obedecía, le harían marcharse.
El ayudante cogió un rollo de cinta adhesiva y se arrodilló. Enrolló la cinta alrededor del punto donde el mono se unía con los zapatos protectores de Penn.
—¿Brazos?
Penn se puso los guantes y extendió los brazos, y Andy repitió el proceso anterior alrededor de las muñecas antes de pasarle a Penn el rollo de cinta adhesiva.
El sargento le devolvió el favor, preguntándose en aquel momento si le estarían gastando una broma.
Se rio cuando Andy sacó dos máscaras respiratorias de un compartimento.
El ayudante de Keats le pasó una a Penn y se colocó la otra. Andy le indicó a Penn que se subiera la capucha de su traje protector. Un rápido vistazo hacia la sala mostró a Keats y Jimmy colocándose también sus máscaras respiratorias.
Siendo honesto consigo mismo, empezaba a estar un poco acojonado. Era la primera vez que acudía a una autopsia temiendo por su propia seguridad.
Andy le abrió la puerta, Penn entró, y él se detuvo en el umbral. Nadie más iba a entrar en la sala.
—No te acerques a menos de cinco metros —advirtió Keats.
—Un poco excesivo todo, ¿no? —preguntó Penn con valentía. Parecía una escena de la película Contagio.
Keats lo miró con una dureza que resultaba evidente a pesar de la máscara respiratoria.
—Mis disculpas, doctor Penn. Está claro que ya has identificado las toxinas que hay en el cuerpo de este hombre y has determinado que no es nada que pueda vaporizarse y envenenarnos cuando hagamos incisiones en su piel. Por favor, explícanos por qué no nos lo has dado a conocer antes para ahorrarnos todo este jaleo.
Cinco palabras. Solo había dicho cinco palabras, pero habían sido suficientes para hacer que se sintiera como un niño de primaria que ha escrito mal una palabra que ya debería saber.
—Lo siento, Keats, nunca había hecho esto antes —murmuró, tratando de escaparse del rincón en el que castigaban a los niños traviesos.
—Menos mal que yo sí —respondió Keats, girándose hacia el cuerpo.
A Penn no se le había pasado por la cabeza que lo que había matado a Eric Gould todavía podría tener la capacidad de causar estragos en otras personas, y puede decirse que sintió cierto alivio de que Keats lo hubiera obligado a tomar las precauciones necesarias. No podía permitirse ser tan apático con respecto a su bienestar. Tenía que pensar en Jasper. Además, también tenía a Lynne en su vida, aunque sus inquietudes en aquel momento con respecto a eso eran otra historia.
—Como puedes ver, Penn, vamos a proceder con esta autopsia de forma algo diferente. Solo nosotros cuatro podremos estar presentes en la sala. Si algo tiene que salir de ella, Andy lo transportará, permaneciendo protegido ante cualquier salpicadura o derrame potencial. Todos los utensilios permanecerán en la bandeja o los tendré yo en mis manos. Jimmy me alcanzará cualquier cosa que necesite o moverá cualquier objeto que obstaculice mi camino. Tú no darás un paso adelante, y si te digo que salgas, lo harás de inmediato. ¿Lo has entendido?
—Perfectamente. ¿Puedo hacer preguntas?
—Claro.
—¿Tienes alguna idea de lo que estás buscando?
—En absoluto. Puede que no sea nada, pero, desde que los rusos envenenaron a Litvinenko en 2006 con un compuesto radiactivo, tenemos que ser todo lo cuidadosos que podamos.
—¿Le inyectaron algo? —preguntó Penn. Recordaba aquel nombre, pero no las circunstancias exactas del caso.
Keats negó con la cabeza mientras retiraba la sábana que cubría el cuerpo de Eric.
—Se lo administraron en una taza de té. Igual de creativo fue el intento de asesinato de los Skripal en 2018 con el agente neurotóxico novichok.
—¿En un frasco de perfume? —creyó recordar Penn. Había visto documentales al respecto.
Keats asintió.
—¿Crees que los rusos han matado a Eric? —preguntó Penn con una sonrisa.
—De momento, no descarto nada.
—¿Por qué usar esos métodos tan complejos? El té, el frasco de perfume... ¿Por qué no usar una simple inyección?
—Las personas que enviaron para matar a las víctimas que te acabo de relatar no tenían ninguna relación con ellas. Eran asesinos a sueldo, les pagaban para llevar a cabo un trabajo. No acercarse demasiado ni ser reconocido por los testigos era clave para protegerse a sí mismos. Inyectar algo a una persona es un acto arriesgado y personal. Como apuñalar. Requiere una intimidad, un deseo de contacto físico, tal vez incluso una necesidad de reconocimiento, como si quisieras que tu víctima supiera que fuiste tú. No soy psicólogo, pero, en este caso, parece que nuestro asesino quería que Eric lo viera.
Penn reflexionó sobre esa idea mientras Keats comenzaba su examen externo del cadáver. Eric no era un tipo pequeño. Habría hecho falta mucha fuerza para obligarlo a hacer algo en contra de su voluntad. A menos que conociera a la persona que le había provocado la muerte.
Siguió observando cómo Keats inspeccionaba el cuerpo, literalmente centímetro a centímetro. Le hizo un gesto a Jimmy para que lo ayudara a poner a Eric de lado. Se inclinó hacia el cuerpo para examinar con la lupa la cadera izquierda.
—Lo tengo —dijo Keats, volviéndose hacia Penn—. Orificio punzante en el muslo izquierdo. Así que ya sabemos cómo entró la sustancia en su cuerpo; ahora tenemos que averiguar exactamente de qué se trata.
—¿Puedo? —preguntó Penn, señalando hacia la puerta.
Keats asintió.
—Andy te ayuda.
La mayoría de las veces Penn se quedaba hasta el final, pero en esta ocasión tenía que ponerse en contacto con la jefa y no podía hacerlo estando atado como si fuera una momia egipcia.
Ella querría enterarse de que se había confirmado que aquel hombre había sido asesinado, y que muy posiblemente lo había hecho alguien a quien Eric conocía.
Capítulo 8
—¿Qué te pasa? —preguntó Bryant, arrancando de nuevo el coche.
Apenas habían recorrido un kilómetro y medio desde la casa de Teresa Fox cuando Kim le pidió que parara en un McDonald’s.
—No lo sé —respondió ella, abriendo la tapa del café que acababa de pedir en el autoservicio.
Colocó el vaso abierto en el salpicadero tan solo porque disfrutaba viendo el pequeño ataque de pánico que se solía dibujar en el rostro de su compañero. La mirada nerviosa que le echó de reojo le proporcionó cierta satisfacción.
—Hay algo que no me deja muy tranquila —dijo.
—Ya, a mí me pasa igual —respondió, volviendo a mirar hacia el vaso.
Kim entendía a la perfección que Rufus Fox les hubiera pedido, con mucha educación, que volvieran más tarde porque su hija estaba consternada. Pero le habría gustado hacer algunas preguntas más.
No existía una cosa específica que la estuviera inquietando. Lo que Penn les había contado sobre la marca de un pinchazo encontrada en el cuerpo de Eric, indicándoles que en consecuencia se había tratado de un ataque personal, acababa de engrosar la lista de posibles razones. De acuerdo, los padres no se habían mostrado demasiado entusiasmados con el prometido de su hija, pero eso no era algo poco frecuente, sobre todo en el caso de una hija única con padres sobreprotectores, en particular el padre. Pero Eric no era un vago. Tenía un buen trabajo, un oficio. No era un bebedor empedernido, no tomaba drogas y se cuidaba mucho. Muchos padres habrían estado encantados. Pero no el señor y la señora Fox. ¿Qué era lo que no les gustaba de él?
—¿Crees que pensaban que era un poco controlador y que ella no les hacía caso? —preguntó tras dar un sorbo a su bebida.
—No creo que exista un solo hombre lo bastante bueno como para que el padre lo aceptara. Aunque, si yo saliera con su hija, habría tenido cuidado para no cometer errores.
Sí, Kim entendía a qué se refería su compañero. Rufus Fox parecía ser una figura imponente, en todos los sentidos de la palabra.
—¿Qué te parece el tatuaje? —preguntó Kim.
—Mierda, sabía que me ibas a preguntar por eso. Me gustaría decir que no me habría molestado, pero no estoy seguro —explicó, sacudiendo la cabeza de lado a lado—. ¿Que tu novia tenga el nombre de otro hombre tatuado en su cuerpo? —No dijo nada más; parecía como si supiera lo que sentiría al respecto, pero no quisiera reconocerlo.
—¿Le habrías dado un ultimátum? —presionó Kim—. ¿No hay compromiso hasta que te lo quites?
—No, no creo que hubiera hecho eso —contestó, respondiendo mucho más rápido en esta ocasión.
—Vale, ahora me toca preguntarte como padre. ¿Qué pasaría si descubrieras que Josh le ha puesto las manos encima a Laura? —preguntó, en referencia a su hija y al novio de esta.
Al instante, su rostro mostró un sentimiento de rabia.
