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Las Fuerzas del Mal parecen haber dado una tregua a Skulduggery y a su joven ayudante, Valquiria Caín; sin embargo, la tranquilidad no dura mucho y nuestros amigos deberán luchar contra la Diablería, una sociedad secreta muy peligrosa. ¿Saldrán ilesos de esta difícil misión? Una novela que, con humor y fantasía, nos ofrece grandes dosis de imaginación, misterio y aventura.
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Seitenzahl: 372
Veröffentlichungsjahr: 2013
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Dedico este libro a mi agente, Michelle Kass.
No voy a ser ñoño, ¿vale? No voy a hablar de lo que has hecho por mí (que es muchísimo), ni de la influencia que has ejercido en mi vida (que es inmensa), ni siquiera del estímulo, los consejos y el asesoramiento que me has dado desde que nos conocimos. Tampoco voy a mencionar las charlas en los tractores, ni los iPod a la hora de comer, ni la cantidad de palabras en yídish que me enseñaste y que luego olvidé en un santiamén.
Todo lo cual, aunque parezca mentira, me permite añadir bien poca cosa.
Te ruego me perdones.
1
ENDIDO en el suelo del salón, junto a la mesa de centro, había un hombre muerto. Se llamaba Cameron Light, pero eso era cuando el corazón aún le latía y el aire le circulaba por los pulmones. Su sangre ya seca formaba una mancha grande en la alfombra, a partir del sitio donde se desplomara. Le habían apuñalado una sola vez, en los riñones. Iba completamente vestido y tenía las manos vacías. No había indicios de que hubieran tocado ni revuelto nada.
Valquiria recorrió la habitación tal como le habían enseñado; observaba el suelo y las superficies, pero hacía lo posible por no mirar el cadáver. No tenía el menor deseo de entretenerse contemplando a la víctima más de lo estrictamente necesario. Volvió los ojos negros hacia la ventana. Al otro lado de la calle había un parque desierto; los toboganes brillaban, mojados por la lluvia, y la brisa glacial de las primeras horas de la mañana hacía chirriar los columpios.
Al oír pasos en la habitación, Valquiria se dio la vuelta y vio que Skulduggery Pleasant se sacaba de la chaqueta una bolsita de polvo. Llevaba puesto un traje a rayas que encajaba a la perfección en su cuerpo de esqueleto, y un sombrero bien calado que ocultaba sus cuencas vacías. Metió un dedo enguantado en la bolsa y se puso a remover el polvo, desmenuzándolo bien.
–¿Alguna teoría? –inquirió.
–Le pillaron por sorpresa –respondió Valquiria–. No hay rastros de lucha, lo que indica que no tuvo tiempo de defenderse. Lo mismo que los demás.
–Una de dos: o el asesino no hizo el más leve ruido...
–... o su víctima confiaba en él. –La habitación tenía algo indefinible, un no sé qué que no terminaba de encajar. Valquiria miró a su alrededor–. ¿Estás seguro de que vivía en esta casa? No hay libros de magia, ni talismanes, ni amuletos en las paredes. Nada de nada.
Skulduggery se encogió de hombros.
–A ciertos magos les gusta vivir con un pie en cada lado. El mundillo de la magia tiende al secretismo, pero hay excepciones; me refiero a los que trabajan y hacen vida social en el así llamado «mundo de los mortales». Salta a la vista que el señor Light, aquí presente, tenía amigos que ignoraban que era mago.
En un estante había varias fotografías enmarcadas, del propio Light y de otras personas: amigos, familiares. A juzgar por esas fotos, se diría que llevaba una vida agradable, una vida en la que no le faltaba compañía.
Valquiria pensó que todos los escenarios de crímenes eran sitios deprimentes.
Volvió a mirar a Skulduggery, que estaba esparciendo el polvo por el aire. Se llamaba «polvo de arco iris», porque cambiaba de color al entrar en contacto con cualquier residuo que hubiera dejado la magia en un lugar determinado. En ese momento, sin embargo, el polvo fue cayendo al suelo sin variar de color.
–No hay ningún rastro –murmuró el detective.
Aunque el sofá ocultaba el cadáver, Valquiria todavía alcanzaba a verle un pie. Cameron Light llevaba zapatos negros y calcetines grises, con los elásticos gastados. Tenía el tobillo muy blanco. Valquiria se hizo a un lado para no verlo más.
Un hombre calvo, de hombros anchos y penetrantes ojos azules, se reunió con ellos en la habitación.
–El detective Crux anda cerca –les advirtió el hombre, que se llamaba Bliss–. Si os pillan en el escenario de un crimen... –no terminó la frase; no hacía falta.
–Nos vamos –resolvió Skulduggery; se puso el abrigo y se tapó la parte inferior de la calavera con la bufanda–. Por cierto, te agradecemos que nos avisaras de lo ocurrido.
–El detective Crux no sirve para llevar una investigación de esta naturaleza –repuso Bliss–. Por eso, como miembro del Consejo de Mayores del Santuario, vuelvo a reclamar vuestros servicios.
La voz de Skulduggery adoptó un ligero tono de ironía.
–Creo que Thurid Guild no estaría de acuerdo.
–Aun así, le he pedido al Gran Mago que esta tarde os reciba, y me ha prometido que lo hará.
Valquiria enarcó una ceja, pero no dijo nada. Bliss era uno de los hombres más poderosos que existían y, al mismo tiempo, uno de los más temibles. Su sola presencia aún le daba escalofríos.
–¿Dijo Guild que hablaría con nosotros? –preguntó Skulduggery–. No es muy propio de él cambiar de opinión en cuestiones de este tipo.
–Corren tiempos muy malos –se limitó a decir Bliss.
Skulduggery asintió. Valquiria salió tras él de la vivienda. A pesar de lo gris del cielo, el detective se puso unas gafas de sol, además de la bufanda, para que los transeúntes no vieran sus cuencas vacías; eso si pasaba alguno, ya que la lluvia, al parecer, inducía a las personas más sensatas a quedarse en casa.
–Cuatro víctimas –reflexionó Skulduggery–. Y todos eran Teletransportadores. ¿Por qué?
Valquiria se abrochó el gabán con cierta dificultad. Aquellos ropajes oscuros le habían salvado la vida en más ocasiones de las que deseaba contar, pero cada movimiento que hacía le recordaba lo mucho que había crecido desde que Abominable Bespoke se la confeccionara a medida; era evidente que ya no tenía doce años. Había tenido que tirar las botas porque se le habían quedado pequeñas, y comprarse unas normales en una zapatería corriente. Le convenía mucho que Abominable dejara de ser una estatua y recuperase su forma humana, para que pudiera hacerle un traje nuevo. Valquiria se concedió unos instantes para avergonzarse de su egoísmo, y luego volvió a su tarea.
–A lo mejor Cameron Light y los demás Teletransportadores le hicieron una jugarreta al asesino, y este, o esta, se vengó –reflexionó.
–Esa es la teoría número uno –respondió Skulduggery–. ¿Alguna más?
–Puede que el asesino necesitara algo que tenían en su poder.
–¿Algo como qué?
–No lo sé. Algo típico de los Teletransportadores.
–¿Y por qué tuvo que matarlos?
–Igual se trataba de un objeto de esos que solo puedes utilizar si matas a su dueño, como el Cetro de los Antiguos.
–Ya tenemos la teoría número dos.
–También es posible que el asesino quiera apoderarse de algo que posee uno de los Teletransportadores, y por eso los ha ido eliminando hasta encontrar al que busca.
–Sí, es otra posibilidad. Vamos a convertirla en la teoría número dos, variante B.
–Me alegro de que no compliques las cosas más de lo indispensable –murmuró Valquiria.
Una furgoneta negra se detuvo a su lado. El conductor se apeó, miró en todas direcciones para asegurarse de que no hubiera curiosos, y abrió la puerta lateral. Dos Hendedores saltaron a la calle y permanecieron en silencio; vestían de gris y ocultaban la cara tras la visera de sus cascos. Cada uno empuñaba una guadaña muy larga. Por fin salió el último ocupante de la furgoneta, y se colocó entre los Hendedores. Llevaba pantalones holgados y cazadora; tenía la frente despejada y lucía una perilla puntiaguda, con la que pretendía realzar un poco su barbilla casi inexistente. Remus Crux observó a Skulduggery y a Valquiria con gesto despectivo.
–Vaya –comentó–. Quién está aquí –tenía una voz curiosa, como la de un gato mimado que gime para que le traigan de comer.
Skulduggery señaló con la cabeza a los Hendedores que le flanqueaban.
–Veo que hoy viene de incógnito.
Crux se irritó de inmediato.
–Soy el detective principal del Santuario, señor Pleasant. Tengo enemigos, y por tanto necesito guardaespaldas.
–¿Y es preciso que se pongan en medio de la calle? –preguntó Valquiria–. Resulta ligeramente llamativo, ¿no cree?
Crux emitió un bufido de desdén.
–¡Oh! ¡Qué bien te expresas para tener trece añitos!
Valquiria tuvo que contenerse para no golpearle.
–En primer lugar, me expreso normalmente –replicó–. En segundo, ya he cumplido catorce años. Y en tercero, le diré que su barba es de lo más ridícula.
–Qué divertido –comentó Skulduggery alegremente–. Qué bien nos llevamos los tres.
Crux fulminó a Valquiria con la mirada; luego se volvió hacia Skulduggery.
–¿Se puede saber a qué han venido?
–Pasábamos por aquí, oímos que se había cometido otro asesinato y se nos ocurrió echar un vistazo al lugar del crimen. La verdad es que acabamos de llegar. ¿Habría alguna posibilidad de que...?
–Lo siento, señor Pleasant –repuso Crux con frialdad–. Debido al carácter internacional de estos crímenes y a la atención que están despertando, el Gran Mago confía en que me comportaré del modo más profesional posible, por lo que me ha dado instrucciones muy estrictas en lo referente a usted y a la señorita Caín. No desea que se inmiscuyan en absoluto en los asuntos del Santuario.
–Pero este asunto no tiene nada que ver con el Santuario –señaló Valquiria–. Es un asesinato, y punto. Cameron Light ni siquiera trabajaba para el Santuario.
–Se trata de una investigación oficial del Santuario; por lo tanto, compete a sus representantes y solo a estos.
–Entonces, ¿cómo va la investigación? –repuso Skulduggery en tono cordial–. Deben de apremiarle mucho para que desentrañe el asunto, ¿verdad?
–Todo va bien.
–Claro, claro. Estoy seguro de que todos los países del mundo les ofrecen su ayuda y aúnan sus esfuerzos. Al fin y al cabo, este asunto no afecta solamente a Irlanda. Ahora bien, si necesitaran un poco de ayuda extraoficial, tendríamos un gran placer en...
–A lo mejor USTED puede infringir las normas, pero YO no puedo –le atajó Crux–. Y usted ya no goza de autoridad alguna. Renunció a ella al acusar de traición al Gran Mago, ¿no se acuerda?
–Vagamente...
–¿Quiere que le dé un consejo, Pleasant?
–Más bien no.
–Búsquese un agujero bien bonito y túmbese en él. Como detective, está usted acabado. Ya no pinta nada.
Crux hizo una mueca que pretendía ser un gesto desdeñoso de triunfo, y entró en el edificio en compañía de los dos Hendedores.
–No me cae bien –dijo Valquiria con convicción.
2
KULDUGGERY aparcó el Bentley en la parte posterior del Museo de Cera abandonado y entró en el edificio, seguido de Valquiria. Una gruesa capa de polvo cubría las escasas figuras que quedaban, sumidas en la penumbra. Valquiria esperó a que el detective buscara a tientas el trozo de pared que abría la puerta oculta. Mientras tanto, se entretuvo contemplando la figura de cera de Phil Lynnot, el cantante de los Thin Lizzy. Estaba a pocos pasos, con una guitarra en las manos, y se parecía bastante al modelo. Su padre había sido un gran admirador de aquel conjunto musical, allá por los años setenta; cada vez que ponían en la radio la canción Whiskey in the Jar, se ponía a tararearla, aunque sin afinar mucho.
–No encuentro la entrada –anunció Skulduggery–. Cuando nos fuimos debieron de cambiar la cerradura. No sé si sentirme halagado o insultado.
–Presiento que te vas a sentir halagado.
Él se encogió de hombros.
–Es una sensación algo más confusa.
–¿Y cómo vamos a entrar?
Alguien tocó el hombro de Valquiria. Ella chilló y se apartó de un salto.
–Lo siento –dijo la figura de Phil Lynott–. No quería asustarte.
Valquiria la miró de hito en hito.
–Soy la cerradura –continuó diciendo la figura–. Abro la puerta desde este lado de la pared. ¿Tenéis una cita?
–Hemos venido a ver al Gran Mago. Yo soy Skulduggery Pleasant, y ella es mi socia, Valquiria Caín.
La cabeza de cera de Phil Lynnot hizo un ademán afirmativo.
–Os están esperando, pero tendréis que pasar acompañados de un representante oficial del Santuario. Acabo de avisar a la administradora. No creo que tarde.
–Gracias.
–De nada.
Valquiria se quedó mirando un rato más la figura.
–¿Sabes cantar? –le preguntó.
–Abro la puerta. Es mi único propósito.
–Ya, pero ¿sabes cantar?
La figura meditó la pregunta.
–Ni idea –respondió por fin–. Nunca lo he intentado.
La pared que había a sus espaldas hizo un ruido sordo y una sección se deslizó hacia arriba, revelando una puerta. Al otro lado apareció una mujer con falda oscura y blusa blanca, que sonreía cortésmente.
–Señor Pleasant –saludó la administradora–. Señorita Caín. Sean bienvenidos. El Gran Mago los aguarda. Síganme, por favor.
La figura de Phil Lynnot no se despidió de ellos. La administradora les indicó que bajaran por una escalera de caracol iluminada por antorchas. Al bajar el último escalón, se encontraron en el vestíbulo. Resultaba inquietante entrar en un sitio que en otro tiempo fuera familiar, pero que de pronto parecía de lo más extraño. La parte irracional de la mente de Valquiria estaba convencida de que los guardias Hendedores la miraban con odio desde detrás de las viseras, aunque sabía muy bien que una actitud así de mezquina no era propia de hombres tan disciplinados y profesionales.
Hasta hacía poco, no había advertido que el Santuario tenía la forma de un triángulo enorme que, tras desplomarse, hubiera quedado tendido en el subsuelo de Dublín. El vestíbulo estaba justo en el centro de la base del triángulo; de él salían tres pasillos largos, dos laterales y uno central. Los laterales giraban a medio camino formando un ángulo de cuarenta y cinco grados, y finalmente se encontraban con el central en el vértice del triángulo. Estos tres pasillos se entrecruzaban con muchos otros más pequeños, en un diseño que parecía hecho al azar.
Las salas situadas a lo largo de los pasillos principales se empleaban sobre todo para las tareas diarias de administración del Santuario, así como para los asuntos del Consejo de los Mayores. Algunos de los pasillos secundarios, sin embargo, contenían salas mucho más interesantes: las Mazmorras, el Depósito, la Armería y varias docenas más en las que Valquiria no había puesto nunca los pies.
Mientras avanzaban por el pasillo, la administradora iba charlando cordialmente con Skulduggery. Era una señora muy simpática a la que habían nombrado sustituta del administrador, fallecido durante el asalto al Santuario que perpetrara dos años antes Nefarian Serpine. Valquiria trató de alejar de su mente el recuerdo de aquella carnicería. Si había logrado sobreponerse a ella una vez, no veía razón alguna para que siguiera atormentándola.
La administradora les indicó que entraran en una sala espaciosa, desprovista de muebles.
–El Gran Mago acudirá enseguida.
–Gracias –dijo Skulduggery, asintiendo cortésmente; acto seguido, la administradora se marchó.
–¿Crees que nos harán esperar mucho rato? –preguntó Valquiria en voz baja.
–La última vez que vinimos a este edificio, acusamos de traidor al Gran Mago –repuso Skulduggery–. Sí, supongo que nos harán esperar.
Alrededor de dos horas más tarde, las puertas se abrieron de nuevo y un hombre canoso entró a grandes zancadas. Tenía el rostro serio y arrugado, y la mirada fría. Al ver a Valquiria, que estaba sentada en el suelo, se detuvo en seco.
–En mi presencia hay que ponerse en pie –la reprendió con hosquedad mal disimulada.
Valquiria ya se estaba poniendo en pie antes de que él abriera la boca, pero mantuvo cerrada la suya. No podía arriesgarse a estropear una reunión tan importante a causa de alguna estupidez.
–Gracias por dignarse a recibirnos –intervino Skulduggery–. Entendemos que debe de estar muy ocupado.
–Si de mí dependiera, no permitiría que me hicieran perder ni un minuto más –replicó Guild–. Pero el señor Bliss sigue respondiendo por ustedes. Si tolero su presencia, no es más que por respeto a mi colega.
–A propósito de este amable comentario... –empezó a decir Skulduggery, pero Guild negó con la cabeza.
–Déjese de bromas, señor Pleasant. Dígame a qué han venido y guárdese el sarcasmo para otro momento.
Skulduggery torció ligeramente la calavera.
–Muy bien. Seis meses atrás, cuando nos disponíamos a derrotar al barón Vengeus, usted nos despidió a causa de un desacuerdo. Ese mismo día, más tarde, no solo derrotamos al barón sino también al Grotesco, y logramos conjurar el peligro que suponían. Aun así, el papel que desempeñamos en esa misión no fue tenido en cuenta.
–¿Qué quieren? ¿Una recompensa? La verdad es que me sentiría decepcionado... si no tuviera ya un concepto tan bajo de ustedes. No creía que les interesara el dinero. ¿O tal vez prefieren una medalla?
–Esto no tiene nada que ver con ninguna recompensa.
–¿Con qué tiene que ver, pues?
–El mes pasado asesinaron a cuatro Teletransportadores, y ustedes siguen sin descubrir a los culpables. Sabe perfectamente que deberíamos ocuparnos de este asunto.
–Me temo que no puedo hablar con civiles de una investigación que aún está en curso. Le puedo asegurar que el detective Crux la está conduciendo a la perfección.
–Remus Crux es un detective mediocre.
–Al contrario: no tengo la menor duda de que es la persona idónea para este trabajo. Lo conozco muy bien y confío en él.
–¿Cuántas personas más tendrán que morir para que se dé cuenta de lo equivocado que está?
Guild entrecerró los ojos.
–No lo puede evitar, ¿verdad? Se presenta aquí para suplicarme que le devuelva su empleo, pero aun así tiene que mostrarse insolente. Por lo visto, lo único que ha aprendido desde su última visita es a cerrarle la boca a esa chica.
–Y un cuerno –replicó Valquiria bruscamente.
–... Y hasta en eso ha fallado –suspiró Guild.
Valquiria notó que la furia se agolpaba en su interior y se sonrojó. Al ver sus mejillas encarnadas, Guild esbozó una sonrisita petulante.
–Estamos perdiendo el tiempo –dijo Skulduggery–. Ni siquiera va a considerar la posibilidad de rehabilitarnos, ¿no es cierto?
–Claro que no. Dice usted que le despedí a causa de un desacuerdo. Qué eufemístico. Qué modo más fino de decir que me acusó de ser un traidor, nada menos.
–Vengeus tenía un espía en el Santuario, Thurid, y sabemos que eras tú.
–En eso emplea su jubilación, ¿verdad? Se inventa cuentos para llenar los momentos vacíos de esa vida tan lamentable que lleva. Dime, Skulduggery, ya que nos tuteamos: ¿has descubierto cuál es la verdadera finalidad de tu vida? Ya has matado al hombre que asesinó a tu familia, por lo que no puede ser la venganza. Es un asunto cerrado. ¿De qué se trata, pues? ¿Te arrepientes de las barbaridades que has hecho? A lo mejor has venido para curar todas las heridas que has causado, o para devolver la vida a las personas que han muerto a tus manos. ¿Cuál es tu propósito, Skulduggery?
Antes de que pudiera responder, Guild señaló a Valquiria.
–¿Pretendes instruir a esta chica? –continuó–. ¿Pretendes enseñarle a ser como tú? ¿Es eso lo que te mueve a levantarte por la mañana? Pero hay una pregunta que tal vez no te hayas formulado nunca: ¿de verdad quieres que ella sea como tú? ¿Quieres que viva como tú, falta de afecto, de amistad y de amor? Si realmente crees que soy un traidor, debes de pensar que soy un monstruo, ¿verdad? Un monstruo insensible. Sin embargo, tengo una esposa a la que idolatro, y unos hijos por los que me desvivo. Además, mi trabajo me supone unas obligaciones que me agobian a todas horas. Así pues, si un monstruo insensible como yo ha podido conseguir todo esto, mientras que tú no has conseguido nada, ¿qué clase de tipo eres en realidad?
* * *
Salieron del Santuario, pasaron en silencio junto a la figura de Phil Lynott y regresaron al coche. A Valquiria no le gustaba que Skulduggery estuviera callado: solía ser un mal presagio.
Había un hombre de pie al lado de su coche. Tenía el pelo castaño, cortado al rape, y barba de varios días. Valquiria frunció el ceño y trató de recordar si ya estaba allí un momento antes.
–Skulduggery –dijo el hombre–. Sabía que te encontraría aquí.
El detective le saludó con un movimiento de calavera.
–Emmet Peregrine, cuánto tiempo sin vernos. Te presento a Valquiria Caín. Valquiria, Peregrine es un Teletransportador.
–¿Quién es el culpable? –preguntó sin más Peregrine; parecía un hombre poco dado a la conversación informal–. ¿Quién está matando a los Teletransportadores?
–No lo sabemos.
–¿Y por qué no lo sabéis? –añadió con brusquedad–. Tienes fama de ser un gran detective. ¿Acaso no es eso lo que dicen?
–No estoy al servicio del Santuario –repuso Skulduggery–. No dispongo de autorización oficial.
–¿Quién la tiene, pues? Te lo voy a decir sin tapujos: no pienso recurrir al idiota de Crux. No quiero poner mi vida en manos de un individuo como él. Mira, puede que no nos tengamos mucha simpatía, y me consta que nunca hemos disfrutado de nuestra compañía mutua, pero si no me ayudas seré la próxima víctima.
Skulduggery señaló la pared y los tres se arrimaron a ella. Allí podrían hablar sin que nadie los viera.
–¿Tienes alguna idea de quién puede ser el asesino? –preguntó.
Peregrine hizo un esfuerzo evidente por calmarse.
–Ninguna. He tratado de averiguar si nuestra muerte podría reportar algún beneficio a alguien, pero no se me ha ocurrido nada. Ni siquiera tengo una teoría de conspiración paranoica en la que apoyarme.
–¿Has notado que te observaban, o que te seguían...?
–No. Y te aseguro que he abierto mucho los ojos. Estoy agotado, Skulduggery. Cada pocas horas me teletransporto a algún otro sitio. Llevo varios días sin dormir.
–Podemos protegerte.
Peregrine soltó una risa amarga.
–No te ofendas, pero es imposible. Si me protegierais, el asesino podría alcanzarme. Estoy mucho mejor a solas, pero no puedo pasarme la vida huyendo –titubeó–. He oído lo de Cameron.
–Sí.
–Era un buen hombre, el mejor de todos nosotros.
–Hay un modo de atraer al asesino.
–A ver si lo adivino... ¿Quieres que haga de cebo? ¿Quieres que me siente quietecito y le deje acercarse, para que vosotros salgáis de repente y solucionéis la situación? Lo siento, pero no tengo la costumbre de esperar a que me maten.
–Es lo mejor que podemos hacer.
–No contéis conmigo.
–Entonces tendrás que ayudarnos tú. Aun sabiendo que estaban en peligro de muerte, Cameron Light y los demás bajaron la guardia. Conocían al asesino, Emmet, y es probable que tú también.
–¿Qué insinúas? ¿Que no puedo confiar en mis amigos?
–Lo que insinúo es que no puedes confiar en nadie, salvo en Valquiria y en mí.
–¿Se puede saber por qué?
Skulduggery suspiró.
–Porque no tienes más remedio. Así, como suena.
–¿Hay alguna persona a la que conozcan todos los Teletransportadores? –preguntó Valquiria–. ¿Una persona en cuya compañía se sientan seguros?
Peregrine pensó un momento.
–Los funcionarios del Santuario –respondió–. Y unos cuantos magos, pero nadie que sobresalga mucho. Los Teletransportadores no somos muy queridos, no sé si lo habrás oído. Nuestro círculo de amistades no es excesivamente amplio.
–Y tú, ¿has entablado amistad con alguien? –preguntó Skulduggery–. ¿Has conocido a alguien recientemente?
–No, a nadie. En fin, aparte del chico.
Skulduggery ladeó la calavera.
–¿El chico?
–El otro Teletransportador.
–Creía que eras el último.
–No, hay un chico inglés que se presentó hace poco. Se llama Renn, Fletcher Renn. Carece de formación y disciplina. No tiene la más remota idea de lo que hace; es un pelma de mucho cuidado. Un momento... ¿Crees que puede ser el asesino?
–No lo sé –murmuró Skulduggery–. O es el asesino, o es su próxima víctima. ¿Dónde está?
–Podría estar en cualquier parte. Cameron y yo fuimos a hablar con él hace unos meses, para ofrecernos a instruirlo. Y ese mocoso engreído se rió en nuestras mismísimas narices. Es uno de esos casos raros que han nacido para ser magos; domina la magia como si nada. Tiene mucho poder, pero, como decía antes, le falta formación. Dudo mucho que pudiera teletransportarse más de unos kilómetros cada vez.
–No creo que sea el asesino. Pero eso significa que anda solo por ahí, y que no tiene la menor idea de lo que está ocurriendo.
–Creo que no ha salido de Irlanda –repuso Peregrine–. Le oí mascullar que pensaba quedarse algún tiempo en el país, y que le dejáramos en paz. Por lo visto, no necesita a nadie. Es el típico adolescente –Peregrine miró de soslayo a Valquiria–... sin ánimo de ofender.
–Valquiria no es típica en nada –repuso Skulduggery antes de que ella pudiera protestar–. Intentaremos localizarle, pero si le ves tú primero, dile que venga a hablar con nosotros.
–No creo que me haga caso, pero de acuerdo.
–¿Cómo podremos dar contigo, si hace falta?
–No podréis, pero os visitaré por mi cuenta de vez en cuando para que me pongáis al día. Todo iría mucho más rápido si os pudierais ocupar de la investigación. No me fío de Crux, ni de Thurid Guild. Estáis en buenas relaciones con Bliss, ¿verdad? ¿Os importaría darle un recado de mi parte? Decidle, simplemente, que muchos de nosotros estaríamos dispuestos a apoyarle como Gran Mago.
–No estarás insinuando que queréis sublevaros, ¿verdad?
–Si se requiere una revolución para volver a encauzar el Santuario, Skulduggery, eso es lo que haremos.
–Me parece un poquito radical, pero se lo haré saber.
–Gracias.
–¿Nada más? ¿No se te ocurre nada que pudiera sernos útil, por muy insignificante que parezca?
–Nada de nada, Skulduggery. No sé por qué asesinaron a los demás Teletransportadores, ni de qué modo. Somos dificilísimos de matar. No bien sospechamos que pasa algo, nos esfumamos en el acto. Hasta el mes pasado, la única vez que habían logrado asesinar a un Teletransportador, que yo recuerde, había sido cincuenta años atrás.
–¿Ah, sí? –dijo Skulduggery con repentino interés–. ¿Y quién fue la víctima?
–Trope Kessel. Apenas le conocía.
–¿Quién le asesinó? –preguntó Valquiria.
–Nadie lo sabe. Le dijo a un compañero que se iba a Glendalough, y ya no lo vieron más. Descubrieron rastros de su sangre en la orilla de Upper Lake, pero no llegaron a encontrar el cadáver.
–¿Crees que el asesinato de Kessel podría tener alguna relación con lo que está ocurriendo?
Peregrine frunció el ceño.
–No veo el motivo. Si querían eliminar a los Teletransportadores, ¿por qué iban a dejar que transcurrieran cincuenta años entre el primer asesinato y los restantes?
–Aun así –opinó Skulduggery–, podría ser un punto de partida.
–Los detectives sois vosotros, no yo –repuso Peregrine encogiéndose de hombros.
–Conoces a Tanith, ¿verdad?
–¿A Tanith Low? Sí. ¿Por qué?
–Si te vas a Londres y necesitas que alguien te guarde las espaldas, puedes confiar en ella. Tal vez sea tu única oportunidad de dormir un poco.
–Me lo pensaré. ¿Algún otro consejo?
–Sigue con vida –respondió Skulduggery.
Y con esto, Peregrine se esfumó.
3
ALQUIRIA miró el reloj al llegar al pueblecito de Haggard. Eran casi las diez, y las calles estaban iluminadas por una luz anaranjada y brumosa. No había nadie caminando bajo la lluvia, así que Valquiria no tuvo que agazaparse en el asiento para pasar inadvertida. Aquel era el único inconveniente del Bentley: destacaba decididamente entre los demás coches.
Aunque, por lo menos, no era amarillo.
Se acercaron al muelle. Seis meses atrás, Valquiria había saltado de él mientras la perseguía un grupo de Infectados, seres humanos a punto de convertirse en vampiros. Es así como había acabado con ellos, puesto que los de su especie morían al ingerir agua salada. Sus gritos de dolor y angustia, que se mezclaban con la rabia antes de brotar de sus gargantas destrozadas, estaban tan presentes en su memoria como si todo hubiera ocurrido el día anterior.
El Bentley se detuvo y Valquiria salió. Como hacía frío, no se entretuvo en la calle. Corrió hacia un lado de su casa y se puso a palpar el aire. Enseguida encontró las grietas entre los espacios, y empujó hacia abajo con fuerza. El aire se arremolinó a su alrededor y ella empezó a elevarse. Había un método mejor todavía: que el aire no te IMPULSARA, simplemente, sino que te transportara. Pero las clases que le daba Skulduggery aún no habían alcanzado ese nivel.
Se agarró al alféizar de la ventana y se levantó a pulso; después abrió la ventana y se dejó caer en su habitación.
Su reflejo levantó los ojos de la mesa, donde estaba haciendo los deberes de Valquiria.
–Hola –dijo.
–¿Alguna novedad? –preguntó Valquiria, mientras se quitaba el gabán y empezaba a cambiar su traje negro por ropa normal.
–Hemos cenado tarde –respondió el reflejo–. En el instituto han aplazado el examen de francés porque la mitad de la clase estaba escondida en los vestuarios. Ya tenemos las notas de mates: has sacado un notable. Alan y Cathy han roto.
–Qué tragedia.
Se oyeron pasos que se acercaban a la puerta; el reflejo se echó al suelo y se metió debajo de la cama.
–¿Steph? –dijo la madre de Valquiria, llamando a la puerta y entrando al mismo tiempo. Llevaba un cesto de ropa bajo el brazo–. Qué raro. Juraría que había oído voces.
–Es que estaba hablando sola –repuso Valquiria con una sonrisa que pretendía reflejar el grado justo de timidez y vergüenza.
Su madre dejó un montón de ropa recién lavada sobre la cama.
–No sé si sabrás que es el primer síntoma de locura.
–Papá habla solo todo el tiempo.
–Eso es porque nadie quiere escucharle.
Su madre salió del cuarto. Valquiria se calzó unas zapatillas raídas y bajó a la cocina a toda prisa, dejando que el reflejo continuara oculto por el momento. Echó cereales en un tazón, abrió la nevera y dio un suspiro al percatarse de que el brik de leche estaba vacío. Lo tiró a la bolsa de desperdicios para reciclar mientras empezaban a gruñirle las tripas.
–Mamá –dijo–, nos hemos quedado sin leche.
–Esas vacas holgazanas del demonio –murmuró su madre, entrando en la cocina–. ¿Has acabado los deberes?
Valquiria recordó los libros de texto que había sobre su mesa y se quedó de lo más abatida.
–No –refunfuñó–. Pero con lo hambrienta que estoy, no puedo con las matemáticas. ¿Tenemos algo de comer?
Su madre se la quedó mirando.
–Si has cenado muchísimo.
Era el reflejo quien había cenado muchísimo. Lo único que había comido Valquiria en todo el día eran algunas galletas de chocolate.
–Pues sigo estando hambrienta –replicó por lo bajo.
–Creo que solo intentas dejar las matemáticas para más tarde.
–¿Ha sobrado algo?
–¡Ah! Ahora sí que estoy segura de que bromeas. ¿Si ha sobrado algo, con tu padre en casa? ¡Sería la primera vez! Si quieres que te eche una mano con los deberes, no tienes más que llamarme.
Su madre salió de nuevo y Valquiria volvió a quedarse mirando el tazón de cereales.
Entonces entró su padre, se cercioró de que no los oían y se acercó a ella sigilosamente.
–Steph, tienes que ayudarme.
–No tenemos leche.
–Esas vacas holgazanas del demonio... En fin, resulta que este sábado es nuestro aniversario de boda. Sé muy bien que tendría que haberlo hecho semanas atrás, pero solo dispongo de mañana y del viernes para comprarle algo bonito y especial a tu madre. ¿Qué crees que podría regalarle?
–¿Sinceramente? Creo que estaría la mar de contenta si le regalaras algo de leche.
–Pero si ya se la trae siempre el lechero –protestó su padre con amargura–. ¿Cómo puedo compararme con él? Lleva una camioneta cargada de leche, por el amor de Dios, una camioneta entera. No, ni hablar. Tengo que comprarle otra cosa. ¿Por ejemplo?
–No sé, no sé. ¿Qué tal una joya? Un collar o algo así, por ejemplo. O unos pendientes.
–Un collar me parece bien –murmuró él–. Y es cierto que tiene orejas. Pero ya le compré joyas el año pasado, y el anterior.
–¿Y hace tres años? ¿Qué le regalaste?
Se mostró indeciso.
–Una especie... de prenda. No me acuerdo muy bien de cuál. De todos modos, no me gusta regalar la ropa, porque siempre me equivoco de talla y tu madre se siente insultada o deprimida. Supongo que podría comprarle un sombrero. Tiene una cabeza de tamaño normal, ¿no te parece? O tal vez una bufanda bonita, o unos guantes.
Valquiria asintió.
–Sí, no hay regalo más romántico que unos buenos guantes.
Su padre se volvió hacia ella.
–Acabas de hacer un comentario sarcástico. Estás de mal humor.
–Estoy hambrienta.
–Pero si acabas de comer. Por cierto, ¿cómo te ha ido la escuela? ¿Ha ocurrido algo interesante?
–Alan y Cathy han roto.
–¿Tendría que preocuparme por alguno de los dos?
–La verdad es que no.
–Pues vale –entrecerró los ojos–. ¿Y tú, qué? ¿Tienes alguna aventurilla que valga la pena contar?
–No. Ni una.
–Muy bien, excelente. Ya tendrás tiempo de sobra en cuanto termines la carrera y te metas a monja.
Ella sonrió.
–Me alegro de que tengas unos sueños tan ambiciosos en lo que a mí respecta.
–Qué quieres, soy la figura paterna. A ver, ¿y el regalo de aniversario?
–¿Por qué no os vais de viaje un fin de semana a París, o a donde sea? Puedes hacer la reserva mañana mismo, y os marcháis el sábado.
–Vaya, eso sí que es buena idea. Una idea buenísima. Lo que pasa es que tú tendrías que quedarte con Beryl. ¿Te parece bien?
Mentir no le costó nada.
–Claro.
Él le dio un beso en la frente.
–Eres la mejor hija del mundo.
–¿Papá?
–¿Sí, cariño?
–Sabes lo mucho que te quiero, ¿verdad?
–Lo sé.
–¿Vas a ir a por leche?
–No.
–Pero te quiero mucho.
–Yo también, pero no lo suficiente para ir a comprarte leche. Cómete una tostada.
Dicho lo cual, salió de la cocina. Valquiria suspiró con exasperación. Fue a prepararse una tostada, pero se habían quedado sin pan, así que cogió unos panecillos para hamburguesas y los metió en la tostadora. Cuando estuvieron listos, los cubrió de judías calentadas en el microondas, se llevó el plato a su cuarto y cerró la puerta.
–Vale –dijo, poniendo el plato sobre la mesa–. Ya puedes volver al espejo.
El reflejo salió de debajo de la cama y se levantó.
–Me quedan por resolver algunas preguntas de los deberes –dijo.
–Ya me ocuparé yo de ellas. ¿Son difíciles? No importa, las haré igualmente. ¿Ha ocurrido algo más hoy?
–Gary Price me ha besado.
Valquiria se la quedó mirando.
–¿Qué insinúas? ¿Que te ha besado... BESADO?
–Sí.
Estuvo a punto de gritar de rabia, pero se contuvo.
–¿Por qué lo ha hecho?
–Porque le gustas.
–¡Pero a mí no me gusta él!
–Sí que te gusta.
–¡No tendrías que haberle besado! ¡No tendrías que hacer nada semejante! Si existes, no es más que para ir al instituto, quedarte en casa y hacerte pasar por mí.
–Es que me hacía pasar por ti.
–¡No tendrías que haberle besado!
–¿Por qué no?
–¡Porque debo hacerlo yo!
El reflejo la miró sin comprender.
–Estás disgustada. ¿Es porque no estabas para recibir tu primer beso?
–¡NO! –gritó Valquiria.
El reflejo dio un suspiro; Valquiria le lanzó una mirada glacial.
–¿Qué ha sido eso?
–¿A qué te refieres?
–Acabas de suspirar como si estuvieras enfadada.
–¿Ah, sí?
–Sí. Pero tú no debes enfadarte. No tienes sentimientos, no eres una persona de carne y hueso.
–No recuerdo haber suspirado. Si lo he hecho, lo siento.
Valquiria abrió el armario para enseñarle el espejo a su doble.
–Estoy lista para reanudar mi vida –dijo.
El reflejo asintió y entró en el espejo. Permaneció en la habitación reflejada, esperando pacientemente.
Valquiria le lanzó una mirada iracunda; luego tocó el espejo y los recuerdos llegaron de golpe, inundándole la mente. Se fueron poniendo en orden junto a los suyos, acomodándose a su memoria.
Había estado en los vestuarios de la escuela, hablando con... No, era el REFLEJO el que hablaba... No, era ELLA, era Valquiria. Había estado hablando con algunas de las chicas, y en esto se le había acercado Gary y había dicho algo hilarante, y las chicas se habían ido, charlando. Valquiria recordó que se había quedado a solas con Gary, y cómo sonreía él, y recordó que le había devuelto la sonrisa, y cuando él se había inclinado para besarla, ella se lo había permitido.
Sin embargo, todo terminaba ahí. Estaba el recuerdo del momento, del acto en sí, pero no de la sensación. No había cosquilleos en el estómago, ni nervios, ni felicidad; tampoco recordaba si le había gustado, puesto que no había emoción alguna que lo acompañara.
Valquiria entrecerró los ojos. Era su primer beso, y ni siquiera había estado presente cuando se lo dieron.
Había perdido el apetito. Dejó en la mesa los panecillos tostados con judías y examinó los recuerdos restantes, fijándose en los más recientes. Recordó haberse visto entrar por la ventana, y meterse debajo de la cama, y aguardar ahí, y luego salir a gatas cuando se lo mandaron.
Recordó haberse dicho que Gary Price la había besado, y la discusión que acababa de tener, y luego recordó las frases: «Estás disgustada. ¿Es porque no estabas para recibir tu primer beso?». Y el «no» brusco que había soltado después. Luego venía un momento, como si las luces se hubieran atenuado, en el que decía: «No recuerdo haber suspirado. Si lo he hecho, lo siento».
Valquiria frunció el ceño: había otra laguna. Eran poco frecuentes y nunca duraban más de dos segundos, pero existían sin lugar a dudas.
Todo esto había empezado después de que mataran a su reflejo, tomándolo por ella, algunos meses atrás. A lo mejor le había quedado alguna secuela. No quería deshacerse de él, ni sustituirlo. De un tiempo a esta parte, resultaba más convincente que nunca. Que le fallara la memoria, a su modo de ver, no era un motivo para preocuparse demasiado.
4
QUELLA carretera serpenteaba entre los árboles más altos que Valquiria había visto jamás. De vez en cuando se abría un claro entre ellos, y entonces podía observar la altura a la que se encontraban. Las montañas eran preciosas; el aire, fresco, claro y tonificante.
Llegaron a Glendalough poco antes de las diez. Habían ido con la intención de localizar algún testigo del asesinato del Teletransportador, cometido cincuenta años atrás. Valquiria se había quejado del frío y Skulduggery le había dicho que no tenía por qué acompañarle, pero ella no pensaba desaprovechar esa oportunidad por nada del mundo. Al fin y al cabo, no había visto una Bruja de Mar en su vida.
Skulduggery aparcó el Bentley e hicieron a pie el resto del camino. El detective vestía un traje azul marino, un abrigo desabrochado y un sombrero con el ala inclinada sobre la frente. Llevaba puestas las gafas de sol y la bufanda enrollada en la parte inferior de la calavera, lo que ocultaba sus facciones esqueléticas de las miradas de los caminantes y turistas que pasaban.
En cuanto a Valquiria, se había vuelto a poner la ropa demasiado ceñida que le confeccionara Abominable.
Llegaron por fin a Upper Lake. Parecía que un gigante hubiera quitado con la mano un puñado descomunal de bosque, y que la lluvia hubiera rellenado de cristal líquido la cavidad. El lago era inmenso, y en la orilla opuesta se erguían de nuevo las montañas.
Caminaron a lo largo de la ribera, entre el agua y los árboles, hasta que encontraron un tocón cubierto de musgo. Skulduggery se agachó e introdujo la mano enguantada en un hueco que se abría en la base, mientras Valquiria miraba a su alrededor para cerciorarse de que no los espiaban. No había ni un alma; estaban seguros.
El detective sacó del tocón un campanilla minúscula de plata, del tamaño de su dedo gordo; luego se enderezó y la hizo sonar.
Valquiria enarcó una ceja.
–¿Crees que la habrá oído?
–Seguro que sí –asintió él mientras se quitaba las gafas y la bufanda.
–No suena muy fuerte, que digamos, ¿verdad? Yo apenas la he oído, y eso que estoy a tu lado. Yo suponía que la campana para llamar a una Bruja de Mar tenía que ser enorme, una campana como las de las iglesias, de esas que se tañen. Y eso parecía más bien un tintineo que un tañido.
–Sí, la verdad es que no es un sonido demasiado espectacular.
Valquiria observó el lago.
–Ni rastro de la Bruja. Estará avergonzada de su birria de campana. Por otra parte, ¿qué clase de Bruja de Mar vive en un lago?
–Creo que estamos a punto de averiguarlo –murmuró Skulduggery, al ver que se agitaban las aguas y una vieja marchita salía a la superficie. Iba vestida con harapos, y sus brazos eran largos y flacos; su cabello no se distinguía de las algas enredadas en él. Tenía la nariz aguileña, los ojos hundidos y, en lugar de piernas, algo semejante a la cola de un pez, que permanecía sumergido.
Valquiria pensó que su aspecto era el de una sirena viejísima y feísima.
–¿Quién me molesta? –preguntó la Bruja de Mar, con una voz que parecía la de alguien que se estuviera ahogando.
–Un servidor. Me llamo Skulduggery Pleasant.
–No te llamas así –dijo la Bruja.
–Es el nombre que he adoptado –replicó Skulduggery–. Lo mismo que mi compañera, aquí presente, que ha elegido el nombre de Valquiria Caín.
La Bruja de Mar meneó la cabeza, casi con tristeza.
–Dais mucho poder a los nombres –dijo–. Una parte excesiva de vuestra fuerza reside en vuestros nombres. Hace tiempo, yo entregué mi nombre a las profundidades. Posad en mí vuestros ojos y responded sinceramente: ¿habéis visto jamás semejante felicidad?
Valquiria se quedó mirando las algas que la cubrían, su piel arrugada, su expresión adusta, y llegó a la conclusión de que más valía no meter baza.
En cuanto estuvo claro que nadie iba a responder, la Bruja de Mar tomó de nuevo la palabra:
–¿Se puede saber por qué me habéis molestado?
–Buscamos respuestas –contestó Skulduggery.
–Nada de lo que hacemos tiene importancia –les dijo la Bruja–. Al final, todo perece ahogado y se lo lleva la corriente.
–Buscamos respuestas un pelín más concretas. Ayer asesinaron a un mago llamado Cameron Light.
–¿En tierra firme?
–Eso es.
–No me interesa.
–Creemos que este crimen podría tener relación con un asesinato que se produjo cincuenta años atrás aquí mismo, a la orilla de este lago. Si la víctima le dijo algo antes de morir, si sabe algo de ella o de la persona que le quitó la vida, debemos oírlo de inmediato.
–¿Queréis enteraros de los secretos de otra persona?
–Es preciso.
–La chica no ha pronunciado palabra desde que he aparecido –dijo la Bruja de Mar, volviéndose a Valquiria–. Antes, sin embargo, hablaba sin pausa. ¿Tienes algo que decir, muchacha?
–Hola –dijo ella.
–Las palabras corren mucho, debajo de las olas. Lo que habéis dicho de mi campana ha llegado muy lejos. ¿Acaso no te gusta?
–Hummm –dijo Valquiria–. No está mal. Es una campana bonita.
–Es tan vieja como yo, y a mis años ya no me alcanza la belleza. En otros tiempos era hermosa. Mi campana, el sonido que hace, sigue siendo hermoso.
–Hace un sonido hermoso –admitió Valquiria–. Aunque es algo pequeña.
La Bruja de Mar meneó su cola de pez gigante, o lo que fuera, y se inclinó hasta situarse a menos de un metro de Valquiria. Olía a pescado podrido.
–¿Quieres ahogarte? –preguntó.
–No –respondió ella–. No, gracias.
La Bruja frunció el ceño.
–¿Qué es lo que quieres?
Skulduggery se interpuso entre ellas.
–¿Qué hay de ese hombre, el que murió hace cincuenta años?
La Bruja de Mar volvió a su posición de antes y siguió meneando la cola. Valquiria se preguntó si sería muy grande la mitad que tenía de pez. Se parecía más a una serpiente que un pez, a una serpiente enorme.
–Tus preguntas no me interesan –dijo la Bruja–. Si pretendes averiguar lo que sabía un muerto, se lo puedes preguntar tú mismo.
Agitó la mano y a su lado emergieron los despojos de un hombre, una figura de huesos y podredumbre cuya ropa se había fundido con la piel hasta adquirir el mismo color fangoso. El muerto se alzó hasta que solo sus pies quedaron ocultos por las olas pequeñas y alborotadas. Los brazos le colgaban flojos a los costados; abrió los ojos y el agua manó de su boca.
–Ayudadme –dijo.
La Bruja de Mar puso cara de enojo.
–No te pueden ayudar, cadáver. Han venido a interrogarte.
–¿Por qué quieres que te ayudemos? –preguntó Skulduggery.
–Quiero volver a casa –le dijo el cadáver.
–Ya estás en casa –repuso la Bruja.
Los despojos del hombre negaron con la cabeza.
–Quiero que me den sepultura. Quiero estar rodeado de tierra. Quiero estar seco.
–Mala suerte –dijo la Bruja.