Deudas del alma - Melanie Milburne - E-Book

Deudas del alma E-Book

Melanie Milburne

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Beschreibung

Cásate conmigo este fin de semana… El siciliano Gabriel Salvetti le ofreció a Francesca Mancini un sencillo intercambio: si se casaba con él, Gabriel le regalaría a Frankie la casa ancestral de sus antepasados. La aristocrática Frankie poseía el apellido que Gabriel necesitaba para redimirse de la nefasta reputación de su familia. Además, la evidente atracción física que había entre ellos tan solo podía endulzar el trato. Cuando descubrió que su esposa por conveniencia era virgen, eso le bastó para desearla para siempre…

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Seitenzahl: 205

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Melanie Milburne

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Deudas del alma, n.º 2737 - octubre 2019

Título original: Penniless Virgin to Sicilian’s Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por HarlequinEnterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales,utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la OficinaEspañola de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-696-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Frankie había regresado por última vez a la casa ancestral de su familia en el lago Como para despedirse en privado. La magnífica propiedad, con su hermoso y cuidado jardín, pertenecería dentro de muy poco tiempo a otra persona. Se convertiría en la casa ancestral de otra familia, en el santuario de otra persona.

Estaba a los pies de la imponente escalera que había en la fachada principal de Villa Mancini. Las letras en tono rojo chillón del cartel de VENDIDO que tapaba en ángulo el de SE VENDE le provocaron una desagradable sensación en el estómago. ¿Cambiaría el nuevo dueño el nombre de la casa? ¿La convertiría en un hotel o tal vez en un casino? Aquella casa había sido propiedad de la familia de Frankie desde hacía cuatrocientos años. Cuatrocientos años de la familia, generación tras generación… Tantas personas. Tantos recuerdos…

¿Cómo era posible perder cuatrocientos años de historia familiar en una partida de blackjack?

Frankie respiró profundamente y soltó lentamente el aire. «Tienes que superar esto». No era el momento para tener un ataque de pánico, para las lágrimas ni las rabietas. Nada iba a poder cambiar el hecho de que era demasiado tarde para librarse de aquella vergüenza. Pronto, la noticia se haría pública. La humillante y dolorosa noticia. Hasta aquel momento, los medios de comunicación sabían muy poco de su desesperada situación económica. Ella había dicho que vendían la casa solo porque iba a regresar a Londres tras haber estado cuidando de su padre durante la enfermedad terminal de este. Había pedido todos los favores que había podido para evitar que los medios se enteraran de la verdad, pero, ¿durante cuánto tiempo más podría ocultar el sucio secreto de su padre?

Se imaginó los titulares del día siguiente. La aristócrata Francesca Mancini en la ruina por las deudas de juego de su padre.

Frankie había utilizado sus propios recursos económicos para tratar de mantener en secreto el problema de su padre durante el máximo tiempo posible. Ya no le quedaba nada. Había vendido su apartamento de Londres. ¿Cómo iba a permitir que la memoria de su padre se viera mancillada por una adicción al juego que había adquirido en sus últimos meses de vida? El agresivo tratamiento para su tumor cerebral lo había cambiado por completo. Lo había convertido en una persona desesperada y temeraria. Ella, ingenuamente, había creído que sus ahorros serían suficientes para cubrir sus indiscreciones, pero sus ingresos como profesora de alumnos con necesidades especiales no iban a ser suficientes para tapar unas deudas que se remontaban hasta las siete cifras.

Subió por el lado izquierdo de la escalera hacia la puerta principal. Aún tenía la llave porque aún no habían formalizado la venta. Abrió la puerta y accedió al vestíbulo de mármol. Entonces, algo le dijo que no se encontraba sola. En el ambiente, había una energía diferente. La mansión no parecía estar ya fría y vacía, sino viva y respirando. Tenía pulso.

La puerta de la biblioteca de la planta baja estaba ligeramente entornada. Desde su interior, se escuchaba el murmullo de papeles. De repente, Frankie oyó que un hombre dejaba escapar un suspiro de frustración. Durante un instante, pensó que tal vez había soñado la muerte de su padre, el entierro y la debacle financiera en la que se encontraba, pero entonces, escuchó pasos. Unos pasos fuertes y decididos que ella reconoció enseguida.

Gabriel Salvetti abrió de par en par la puerta de la biblioteca y la miró desde la ventaja que le daba su mayor altura. Frankie se arrepintió de no haberse puesto unos zapatos de tacón. Las bailarinas que llevaba puestas no iban bien cuando estaba en la compañía del elegante y sofisticado Gabriel Salvetti. Con el metro noventa y tres de estatura de Salvetti frente al metro y medio de Frankie, Gabriel le hacía sentirse como si fuera My Little Pony frente a un semental de purasangre.

Los ojos negros, o tal vez marrones de Salvetti, se cruzaron con los de ella.

–Francesca… –dijo inclinando la cabeza ligeramente a modo de saludo.

–¿Qué haces tú aquí?

Frankie no podía interpretar la expresión de su rostro. Siempre le había parecido que él podría ser un buen espía o agente secreto. Aquello no era algo que su propio padre, sus hermanos y primos hubieran agradecido. Gabriel era la oveja blanca de la poderosa y acaudalada familia Salvetti. La única manzana buena de un huerto podrido, un huerto grande y de profundas raíces y retorcidas ramas que llegaban a lugares a los que ninguna persona decente querría ir nunca.

¿Por qué estaba Gabriel en su casa? Ni siquiera había ido al entierro del padre de Frankie a pesar de que había hecho negocios con él en el pasado y de que su padre le había considerado un amigo.

Frankie se fijó en los papeles que Gabriel llevaba en la mano y sintió que el alma se le caía a los pies. No. No. No. Las palabras eran golpes de martillo en su cabeza. ¿Sería Gabriel el nuevo dueño? ¿Cómo iba a poder soportar que el hombre al que ella había rechazado cuatro años atrás hubiera comprado su casa?

–Pasa. Tenemos que hablar.

Frankie levantó la barbilla y se mantuvo inmóvil.

–No tenemos nada de lo que hablar. Sin embargo, tú sí que tienes que marcharte –dijo levantando el brazo enérgicamente para indicarle la puerta principal–. Ahora.

–No me voy a marchar hasta que no hablemos. Te interesa escucharme –replicó él con expresión tranquila.

Algunos hombres controlaban una situación por la fuerza, pero no Gabriel Salvetti. Él utilizaba las palabras con economía y brevedad. Utilizaba el silencio y la inmovilidad como un arma. Lo acompañaba un aura de poder que lo envolvía como si fuera una segunda piel.

Sin embargo, cuanto menos pensara Frankie en la piel, mejor. La había visto demasiado en los últimos tiempos. En particular, una fotografía de prensa en la que aparecía en un resort de América del Sur con su última amante, una modelo rubia cuyo esbelto cuerpo había hecho que Frankie ardiera de celos. Frankie había heredado la curvilínea figura de su aristocrática madre inglesa y el incontrolable cabello oscuro de su padre italiano. En su opinión, no creía que hubiera salido ganando en la lotería genética.

Gabriel, por su parte, no había heredado la inclinación hacia la actividad delictiva de su familia, pero sí el atractivo y la apostura de todos los Salvetti. Tenía el cabello negro, ojos marrón chocolate, nariz aristocrática, labios gruesos y un físico bronceado y atlético que no le dejaba falto de adoración femenina. Su arrogancia le hacía pensar que ninguna mujer podría resistírsele. Y, precisamente por eso, Frankie se había esforzado tanto en rechazar una invitación a cenar que él le hizo la noche en la que Frankie cumplía los veintiún años. Quería demostrarle que era inmune a él. O tal vez demostrárselo a sí misma. Gabriel había dado por sentado que ella iba a aceptar, por lo que ella le había dejado muy claro que no quería que volviera a pedirle una cita, a pesar de que una parte de ella no dejaba desde entonces de preguntarse si había hecho bien.

En las escasas ocasiones en las que se había encontrado con él desde entonces, se había mostrado esquiva porque Gabriel, precisamente, era la única persona con la que Frankie no estaba segura de cómo iba a reaccionar. Despertaba en ella sentimientos que no quería experimentar. Sentimientos físicos. Sentimientos, deseos e impulsos que ardían dentro de ella y la abrasaban por completo.

Gabriel cruzó el vestíbulo para acercarse a ella. Frankie se obligó a aguantarle la penetrante mirada. ¿Se podría dar él cuenta de lo amenazada que se sentía por su presencia? Su cuerpo estaba reaccionando a la cercanía entre ambos como si fuera una escultura de hielo delante de un soplete. Sentía un hormigueo en la piel, que se tensaba como si estuviera anticipando el contacto. Incluso los senos, ocultos bajo capas de ropa, se incomodaban en la jaula de encaje del sujetador como si llevaran demasiado tiempo ocultos.

–No se me ocurre nada que tú pudieras decirme y que pudiera interesarme –repuso ella inyectando la voz con una generosa dosis de desprecio. Nadie podía resultar tan fría y tajante como Frankie. No en vano, la llamaban la princesa de hielo.

Gabriel esbozó una medio sonrisa, que le provocó a ella una sensación extraña en el vientre, y golpeó suavemente los papeles que llevaba en la mano.

–Tengo una solución para el dilema en el que te encuentras.

–¿Una… solución? –replicó ella fingiendo una carcajada–. No se me ocurre ninguna solución que tú me puedas proponer y que me pueda parecer bien.

Gabriel se encogió de hombros. Su rostro volvió a resultar impenetrable.

–Es una oferta. O la tomas o la dejas.

Frankie comprendió por qué su éxito en el mundo del negocio inmobiliario era letal. No era de extrañar que se hubiera convertido en uno de los empresarios más ricos de toda Italia. Incluso más aún que su familia, lo que ya era decir mucho.

–¿Me estás diciendo que me vas a prestar dinero?

–No. Prestar no. Darte dinero.

–¿Darme dinero? –preguntó ella. Su profunda y suave voz la invitaba a acercarse a él a pesar de que la parte racional de su cerebro le dijera todo lo contrario–. ¿Gratis? ¿Sin condiciones?

Gabriel volvió a esbozar su media sonrisa, que hizo temblar la resolución de Frankie por mantenerse alejada de él. No podía dejar de pensar en su boca y en lo que sentiría al tenerla apretada contra la suya. El contacto físico entre ambos se limitaba a la vez que se habían dado la mano por primera vez cuando ella cumplió diecisiete años y las diversas ocasiones en las que habían repetido el gesto desde entonces hasta la noche en la que ella cumplió los veintiún años. Sin embargo, eso no había impedido que ella se preguntara qué sentiría si aquel contacto se produjera en otras partes del cuerpo. Gestos corteses con la cabeza y apretones de manos. Aquel era el único contacto que había habido entre ellos y, aun así, el cuerpo de Frankie había reaccionado y seguía reaccionando, como si él tuviera una especie de extraño poder sensual sobre ella.

–Siempre hay condiciones, cara mia. Siempre.

La mirada de Gabriel, tan oscura como la noche, se posó en los labios de Frankie, como si él estuviera teniendo los mismos pensamientos. Ella se tomó un instante para estudiarle. Iba bien afeitado, pero la sombra de la barba que se le adivinaba sugería que no andaba carente de hormonas masculinas. Tenía los ojos enmarcados por espesas pestañas y las prominentes cejas podían pasar de expresar intimidación a interés en el mismo tiempo que tardar el corazón en dar un latido.

Gabriel estaba en aquellos momentos tan cerca de ella que Frankie podría tocarle el poderoso torso con solo extender el brazo. Podría trazar el contorno de la boca, de la nariz, la cicatriz que tenía justo por encima de la mejilla izquierda. Iba vestido muy informalmente, con unos vaqueros oscuros, una camiseta blanca y un jersey gris para contrarrestar el aire fresco del otoño. Frankie podía oler el ligero aroma a lima y a limón de su colonia, que inundaba su nariz como si fuera una droga.

Volvió a mirarlo a los ojos y dio un paso atrás. Apretó los puños para no sentir la tentación de tocarle. Sentía la tentación de decirle que no le importaban las condiciones, que solo deseaba verse libre de la vergüenza que le suponían las deudas de su padre. Sin embargo, su orgullo nunca se lo permitiría. Le dedicó una gélida mirada.

–Supongo que has venido aquí para decirme que eres el nuevo dueño.

–He comprado la casa, sí. Pero mi plan es dártela a ti.

–¿Qué quieres decir con eso? –le preguntó ella sorprendida y atónita, con una mezcla de esperanza y miedo en la voz. Esperanza por poder mantener la casa y miedo de que el precio no tuviera nada que ver con el dinero.

–Mi abogado ha redactado un contrato, pero no voy a hablar al respecto aquí en el vestíbulo. Creo que es mejor que, para esto, estés sentada –añadió señalando la puerta de la biblioteca.

Frankie abrió los ojos de par en par, pero desvió rápidamente la mirada y entró la primera en la biblioteca. No iba a permitir que él se diera cuenta de lo mucho que la turbaba. Se había pasado años manteniendo a raya a hombres que la veían, a causa de su estatus social y riqueza, como un trofeo más que como a una mujer. Frankie incluso había tenido amigas que solo lo eran por su origen aristocrático. Eso hacía que desconfiara prácticamente de todo el mundo. Le habían hecho mucho daño en el pasado.

Cuando los dos estuvieron dentro de la biblioteca, Frankie se volvió a mirarlo. Se cruzó de brazos y se irguió.

–Cuéntame.

–Siéntate –le dijo él, indicándole una silla.

–No. No me voy a sentar –replicó ella en tono desafiante–. Soy una mujer, no un perro.

Gabriel la miró de arriba abajo, despertando una cálida sensación a su paso. Volvió a mirarla a los ojos y, de nuevo, el corazón de Frankie se aceleró. La mirada de determinación que él tenía en los ojos advirtió a Frankie que estaba en seria desventaja.

–Estoy tratando de ayudarte, Francesca. Sería aconsejable que no mordieras la mano que, en estos momentos, tiene las escrituras de esta casa.

Frankie descruzó los brazos y apretó los puños.

–¿Crees que puedes chantajearme para que me acueste contigo? –preguntó mientras tomaba asiento.

Gabriel se sentó sobre el escritorio.

–Prefiero un término menos ofensivo que el de chantaje, cara.

–¿Qué termino prefieres utilizar? Y te pido por favor que dejes de llamarme así.

–El término que preferiría utilizar es el de caridad.

–¿Caridad?

Gabriel sonrió perezosamente.

–Estoy dispuesto a darte esta casa y el dinero para cubrir las deudas de tu padre si accedes a convertirte en mi esposa.

Frankie se levantó de la silla tan rápidamente que esta cayó al suelo con un golpe seco.

–¿En tu… esposa?

–Sí. En mi esposa. Pero solo durante un año.

Frankie abrió la boca y la volvió a cerrar, incapaz de encontrar palabras. Durante un instante, no pudo encontrar ni una sola razón para rechazar lo que él le había propuesto.

–No lo comprendo… ¿Por qué quieres estar un año casado conmigo?

Gabriel se levantó del escritorio y se acercó a ella para levantar la silla del suelo.

–Tú tienes algo que yo necesito.

Frankie tragó saliva. De repente, le pareció que las piernas se le iban a doblar y que iba a caer al suelo. A ciegas, buscó el escritorio para apoyarse en él.

–¿Qué-é? –le preguntó con un hilo de voz. Le molestó y le avergonzó que la voz se le quebrara.

–Respetabilidad.

Frankie parpadeó rápidamente.

–¿Respetabilidad? –repitió. Estuvo a punto de soltar una carcajada–. ¿No te das cuenta de la situación en la que me ha dejado mi padre? No hay nada respetable en deber millones de…

–Nadie sabrá nada al respecto si te casas conmigo. He hablado con el abogado de tu padre por teléfono justo antes de que tú llegaras. Yo me haré cargo de la deuda a condición de que te cases conmigo este fin de semana.

Frankie sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho. ¿Estaba hablando en serio? ¿Estaba dispuesto a casarse con ella y a pagar todo ese dinero?

–¿Este fin de semana? Pero si ya estamos a jueves y…

–Conoces la reputación de mi familia, ¿verdad?

–Sí, todo el mundo sabe que…

–Todo el mundo menos la junta directiva en la que estoy intentando permanecer. Tu padre me nominó el año pasado, pero ahora que él ya no está el resto de los miembros se muestran algo reacios. Sin embargo, cuando me case con la única hija de Marco, una aristócrata anglo-italiana de impecable reputación y pedigrí, todos se convencerán de que pueden confiar en mí.

Frankie soltó el escritorio y se llevó las manos al cuello de la blusa de seda, preocupada de que el corazón fuera a saltársele del pecho. Tenía que recordar que era una mujer orgullosa y que no podía acceder a casarse con un hombre por conveniencia. No obstante, tenía que admitir que el plan resultaba tentador. Un año de su vida y se vería libre de deudas, recuperaría su casa…

–Necesito una respuesta, Francesca. Sí o no.

–Necesito algo de tiempo para pensarlo…

Un año casada con Gabriel Salvetti. Había esperado casarse algún día con un hombre que la amara. Como su padre había amado a su madre, la madre a la que nunca había conocido dado que murió el mismo día que Frankie y su hermano gemelo nacieron. Desgraciadamente, Roberto nació muerto y ella siempre había tenido la duda de si ella había sido responsable de la muerte de ambos. Desde la muerte de su madre, su padre jamás había amado a otra mujer. No había vuelto a casarse. Nadie había ocupado nunca el lugar de su madre.

Esa era la clase de amor que ella esperaba de un hombre.

–¿En qué clase de matrimonio has pensado?

–Eso dependerá enteramente de ti.

–¿Qué quieres decir? –replicó ella frunciendo el ceño.

–Puede ser un matrimonio de papel o uno normal. Tú eliges.

La expresión de su rostro no daba pista alguna sobre qué clase de matrimonio quería él que Frankie eligiera. La expresión de su rostro era inescrutable, pero, sin embargo, el ambiente había cambiado ligeramente, como si una tercera parte invisible hubiera entrado en la biblioteca: el deseo. Este vibraba en el aire, como una corriente que los envolvía a ambos. Frankie lo sentía en su cuerpo, en el pulso que parecía licuar su vientre.

–Y si yo eligiera uno de papel, ¿satisfarías… satisfarías tus necesidades en otra parte?

–No.

Aquella respuesta la sorprendió. A sus treinta y dos años, Gabriel siempre había sido un hombre muy pasional. Estaba en la flor de la vida y tenía una nueva amante cada pocas semanas. Siempre se le fotografiaba con una glamurosa mujer del brazo.

–¿Permanecerías célibe durante un año entero? –le preguntó ella con incredulidad.

–Si tú accedes a un matrimonio solo en el papel, ese sería el trato. Y, por supuesto, esperaría que tú tampoco tuvieras relaciones con nadie.

Frankie se preguntó si él sabía que aún era virgen. En realidad, ¿cómo podía saberlo? No era algo de lo que ella fuera presumiendo. Estaba seguro de que su padre no había sabido nada sobre su falta de vida amorosa, en especial dado que ella había estado viviendo en Londres los últimos cuatro años, dando clase en una escuela de necesidades especiales. No había tenido mucha suerte con los hombres. Soñaba con enamorarse, pero una parte de ella tenía miedo de acercarse tanto a un hombre. No quería permitir que nadie viera lo que era en realidad: una mujer que llevaba una maldición desde su nacimiento. Su cumpleaños era la fecha de la muerte de su madre y su hermano. ¿Acaso eso no era una maldición?

El rostro de Frankie adquirió su habitual gesto de fría altanería.

–Supongo que crees que, si me caso contigo, no podré contenerme. Que te suplicaré que me hagas el amor.

Gabriel esbozó una sonrisa tan sensual que Frankie sintió un hormigueo en el vientre.

–Si así fuera, estaría encantado de estar disponible.

Frankie se sonrojó profundamente.

–No tengo por costumbre suplicar, así que puedes esperar sentado. Sin embargo, sigo sin comprender por qué tú precisamente estás dispuesto a tomarte tantos problemas y a gastar tanto dinero para rescatarme de la situación en la que estoy.

Gabriel tomó un pisapapeles del escritorio. Sostuvo la esfera durante un instante en la mano, acariciándola con el pulgar sobre la parte superior como si estuviera acariciando el seno de una mujer.

Su seno.

Frankie notó un hormigueo en el pecho. Maldijo a Gabriel por ser tan atractivo. Era capaz de excitarla a distancia, como si el cuerpo de Frankie estuviera perfectamente conectado con el de él. Aquel pensamiento le resultó terriblemente aterrador y, a la vez, muy tentador.

Él volvió a dejar el pisapapeles sobre la mesa y miró a Frankie a los ojos.

–Tu padre era un buen hombre, Francesca. Me dio una oportunidad cuando yo empezaba mi carrera. Como la mayoría de la gente, tenía sus reservas sobre mí, pero yo me aseguré de que su ofrecimiento de ayuda no cayera en saco roto. Efectivamente, al final de su vida cometió muchos errores, pero eso fue principalmente por su enfermedad. No quiero que su recuerdo se vea mancillado o destruido por lo que ocurrió durante los últimos meses de su vida.

–Si tanta estima le tenías a mi padre, ¿por qué no viniste a su entierro?

El rostro de Gabriel dejó entrever una ligera expresión de dolor y culpabilidad. Se mesó el cabello con las manos.

–No pude venir debido a circunstancias que se escapaban por completo a mi control.

Frankie se cruzó de brazos.

–¿Tenían aquellas circunstancias algo que ver con una rubia en bikini?

–No –replicó él frunciendo el ceño.

–En ese caso, ¿el qué?

–Solo te puedo decir que se trató de una crisis y que yo era la única persona que podía resolverla en ese momento.

Frankie no sabía si creerle o no. Se había sentido muy sorprendida y muy dolida al no verle en el entierro. Gabriel solo había visitado a su padre en una ocasión en los últimos dos meses de su vida y ella no había estado presente. Cuando regresó a la casa, la enfermera le contó la breve visita de Gabriel. Se preguntó entonces si aquello no habría sido deliberado. No se había dado cuenta de lo mucho que había querido verlo en el entierro hasta que él no se presentó. No podía explicar por qué se había sentido tan desilusionada.

Se dirigió a las ventanas, que daban al jardín. Suspiró profundamente y se volvió a mirar a Gabriel.

–¿Puedo disponer de un par de días para pensar en… en esta propuesta?

–Necesito tu respuesta hoy mismo. La prensa no hace más que husmear y yo no puedo contenerles mucho tiempo más.

El pánico se apoderó de ella. Nunca se le había dado bien tomar decisiones bajo presión. Contraer matrimonio era un paso muy importante, un paso que no debía darse a la ligera. Sin embargo, ¿qué opción tenía? Si no pagaba las deudas de su padre, la reputación de este quedaría mancillada para siempre.

Sin embargo, casarse con Gabriel Salvetti…

Se cubrió el rostro con las manos y trató de controlar su respiración. Todo estaba ocurriendo demasiado rápido. No tenía tiempo para pensar. Ni para escapar. Las paredes de la biblioteca parecían estar cerrándose sobre ella. El ambiente le resultaba agobiante y opresor. Tenía que sentarse. Trató de agarrarse a la silla, pero fue como buscar algo a tientas en la niebla.

De repente, una mano le agarró el brazo.

–¿Te encuentras bien? Respira, cara –le dijo Gabriel mientras la conducía a la silla–. Ponte la cabeza entre las rodillas –añadió, mientras guiaba suavemente sus movimientos colocándole una mano en la parte posterior de la cabeza–. Eso es. Buena chica.

Frankie respiró profundamente tratando de no pensar lo agradable que era sentir la mano de Gabriel sobre la cabeza. Él estaba tan cerca que sentía perfectamente la tela de los vaqueros a través de la camisa de seda que llevaba puesta. Y el potente calor que irradiaba del tonificado muslo. No recordaba ninguna ocasión en la que hubiera estado tan cerca de un hombre, al menos una ocasión que recordara con tanto detalle.