Diamantes en Roma - Enemigos ante el altar - Melanie Milburne - E-Book

Diamantes en Roma - Enemigos ante el altar E-Book

Melanie Milburne

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Beschreibung

Diamantes en Roma Estaba decidido a recuperar a la única mujer que realmente le había satisfecho. Emilio Andreoni, importante hombre de negocios y el soltero más codiciado de Italia, quería la perfección en todo. Para culminar su éxito, solo necesitaba una cosa más… ¡La mujer perfecta! En el pasado, había creído encontrarla, Gisele Carter; pero un escándalo había hecho que rompiera su aparentemente perfecto compromiso matrimonial. Sin embargo, dos años después de la ruptura, Emilio tuvo que enfrentarse a unas pruebas irrefutables y reconocer la inocencia de Gisele. Enemigos ante el altar Era la última mujer en el mundo con la que se casaría. La última vez que Andreas Ferrante vio a Sienna Baker ella había intentado ingenuamente seducirlo. Aunque su provocativa sensualidad estaba grabada en su memoria, las terribles consecuencias de ese momento lo habían atormentado desde entonces, de modo que la noticia de que debía casarse con ella le parecía impensable… Volver a ver a Andreas años después hizo que Sienna recordara aquella terrible humillación. Y en cuanto a casarse con él… tendrían suerte si aguantaban toda la ceremonia sin armar un escándalo. Pero había una fina línea entre el amor y el odio… ¿las llamas del odio se volverían pasión incandescente durante su noche de bodas?

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Seitenzahl: 342

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Avenida de Burgos, 8B - Planta 18 28036 Madrid www.harlequiniberica.com

© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. N.º 501 - junio 2025

© 2012 Melanie Milburne Diamantes en Roma Título original: Deserving of His Diamonds?

© 2012 Melanie Milburne Enemigos ante el altar Título original: Enemies at the Altar Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd. Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A. Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia. Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa. ® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países. Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1074-522-3

Índice

Créditos

Diamantes en Roma

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Enemigos ante el altar

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

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Capítulo 1

CUANDO descubrió la verdad, Emilio estaba sentado a la mesa de un café, en Roma, cerca de su oficina. Se le encogió el corazón al leer el artículo sobre dos gemelas separadas desde su nacimiento debido a un proceso ilegal de adopción. El artículo era periodismo de alta calidad: un fascinante y conmovedor relato del fortuito encuentro de las gemelas debido a que la dependienta de una tienda de Sídney confundiera a una de ellas.

Emilio se recostó en el respaldo del asiento y contempló a los transeúntes: turistas y trabajadores, jóvenes y mayores, casados y solteros… Todo el mundo preocupado con sus cosas, completamente ignorantes de la angustia que le consumía.

No era Gisele la que aparecía en la película porno.

Tenía la garganta seca. ¿Por qué se había mostrado tan intransigente, tan obstinado? No había creído a Gisele al declarar su inocencia. Se había ne - gado a escucharla. Gisele le había rogado y su - plicado que la creyera, pero él se había negado a hacerlo.

Gisele había llorado y gritado, y él se había dado la vuelta y la había abandonado. Había cortado toda comunicación con ella. Y había jurado no volver a hablar con ella ni a verla en la vida.

Y se había equivocado por completo.

Su empresa casi se había venido abajo a causa del escándalo, y había tenido que trabajar muy duro para estar donde estaba ahora: dieciocho horas al día, veinticuatro algunas veces, y viajes constantemente. Había ido de proyecto en proyecto como un autómata, había pagado sus deudas y, por fin, había empezado a ganar millones y a disfrutar de un éxito sin límites.

Y todo el tiempo había culpado a Gisele.

El sentimiento de culpa se le agarró al estómago. Siempre se había enorgullecido de no cometer errores de juicio. Buscaba la perfección en todo. El fracaso era anatema para él.

Y, sin embargo, se había equivocado por completo con Gisele.

Emilio clavó los ojos en el móvil. Todavía tenía el teléfono de ella en la lista de contactos; lo había conservado para recordarse a sí mismo no bajar nunca la guardia, no fiarse nunca de nadie. Nunca se había considerado un sentimental, pero los dedos le temblaron al rozar en la pantalla el nombre de ella.

De repente, le pareció que llamarle para pedirle disculpas por teléfono no era apropiado. Tenía que decírselo cara a cara. Era lo menos que podía hacer.

En vez de a Gisele, llamó a su secretaria.

–Carla, cancela todas las citas de la semana que viene y consígueme un billete de avión para Sídney lo antes posible –dijo Emilio–. Tengo que ir allí por un asunto urgente.

Gisele estaba enseñándole a una madre primeriza el faldón de bautismo que ella misma había bordado cuando Emilio Andreoni entró en la tienda. Al verle, tan alto, tan fuera de lugar entre ropa de niño, el corazón le dio un vuelco.

Había imaginado ese momento, por si a él se le ocurría ir a disculparse si llegaba a enterarse de la existencia de su hermana gemela. Se había imaginado reivindicada por fin. Había imaginado que, al mirarle, no sentiría nada, a excepción de un amargo odio y desprecio por su crueldad e imperdonable falta de confianza en ella.

Sin embargo, lo único que sintió fue dolor. Un dolor casi físico al ver a ese hombre cara a cara, al encontrarse con esos ojos negros fijos en los suyos.

Después de romper con él, había visto la foto de Emilio en los periódicos, y aunque no había podido evitar emocionarse, no había sido nada parecido a lo que sentía en ese momento.

Emilio conservaba el color oliva de su piel, la misma nariz recta, la misma penetrante mirada de sus ojos oscuros y la dureza de una mandíbula que no parecía haber visto una cuchilla de afeitar en las últimas treinta y seis horas. El pelo, negro y ondulado, lo llevaba algo más largo que la última vez que lo había visto, ensortijado al rozar el cuello de la camisa, y parecía peinado con los dedos. Y grandes ojeras añadían a la impresión que daba de no haber dormido.

–Perdone –dijo Gisele a la joven madre–, ahora mismo vuelvo con usted.

Gisele se acercó a él.

–¿Qué se te ofrece? –le preguntó con fría voz.

Los ojos de Emilio capturaron los suyos.

–Me parece que sabes a qué he venido, Gisele –respondió Emilio con esa voz profunda que ella tanto había echado de menos.

Gisele tuvo que hacer un gran esfuerzo por controlar las emociones. No era el momento de que Emilio viera lo mucho que todavía le afectaba, aunque solo fuera físicamente. Tenía que ser fuerte, demostrarle que no le había destrozado la vida. Demostrarle que había salido adelante, que sabía valerse por sí misma y que había salido adelante. Tenía que demostrarle que él ya no significaba nada para ella.

–Sí, claro –respondió Gisele con voz fría.

–¿Podríamos hablar en privado? –preguntó él.

Gisele enderezó la espalda.

–Como puedes ver, estoy atendiendo a una clienta –con un gesto con la mano, señaló a la mujer que la esperaba.

–¿Podrías almorzar conmigo? –le preguntó Emilio, aún con los ojos fijos en los suyos.

Gisele se preguntó si Emilio no estaría buscando imperfecciones en su rostro. ¿Había notado la falta de lustre en la cremosa piel de antaño? ¿Se había fijado en las ojeras que el maquillaje no lograba disimular? Emilio siempre había buscado la perfección; no solo en el trabajo, sino en todas las facetas de la vida.

–Soy la propietaria de este establecimiento y también lo dirijo, no me tomo tiempo libre para almorzar –contestó ella con cierto orgullo.

Gisele le vio pasear la mirada por la boutique de ropa de niño, el negocio que ella había comprado unas semanas después de su separación, justo unos días antes de la fecha en la que debería haberse celebrado su boda. Y era ese negocio lo que la había sacado a flote, aminorando el sufrimiento de los dos últimos años.

Algunos amigos bienintencionados y también su madre, nada más enterarse de que Lily no iba a sobrevivir, le habían sugerido que vendiera la tienda. Sin embargo, allí rodeada de ropa de bebé, se sentía allí más cerca de Lily, su preciosa y frágil hija fallecida a las pocas horas de nacer.

Emilio la miró a los ojos.

–Entonces… ¿cenamos juntos?

Con irritación, Gisele vio a la joven madre salir de la tienda; sin duda, molesta por la presencia de Emilio.

–No puedo cenar contigo, tengo otro compromiso –respondió ella.

–¿Tienes relaciones con algún hombre? –preguntó él, taladrándola con los ojos.

–Eso no es asunto tuyo –contestó Gisele alzando la barbilla.

Emilio suspiró.

–Soy consciente de que esto no es fácil para ti, Giesele. Para mí, tampoco lo es.

–¿Quieres decir que nunca se te pasó por la cabeza que acabarías viniendo a verme para pedirme disculpas por haberte equivocado? –preguntó ella con cinismo.

La expresión de Emilio se tornó fría, distante.

–No me enorgullezco de mi comportamiento, de haber roto nuestra relación –declaró él–. Pero tú, en mi lugar, habrías hecho lo mismo.

–Te equivocas, Emilio –le contradijo Gisele–. Habría tratado de encontrar otra explicación al porqué de la cinta.

–¡Por el amor de Dios, Gisele! ¿Acaso crees que no busqué otras explicaciones? Fuiste tú quien me dijo que eras hija única. Tú tampoco sabías que tenías una hermana gemela. ¿Cómo iba yo a imaginar algo por el estilo? Vi la cinta de vídeo y te vi a ti. Vi el mismo pelo rubio, los mismos ojos azul grisáceo, e incluso los mismos gestos. Es natural que creyera lo que estaba viendo.

–Tenías otra opción: podías haber creído en mí, a pesar de la evidencia. Pero no lo hiciste porque no me querías, lo único que querías era una esposa perfecta agarrada a tu brazo. Esa maldita cinta me manchaba, así que yo ya no te servía. Aunque se hubiera descubierto la verdad en dos horas, en lugar de en dos años, habría dado lo mismo. Tu negocio tenía prioridad, era lo más importante para ti.

–He dejado mi trabajo para venir a verte aquí –contraatacó él con el ceño fruncido.

–Pues ya me has visto, así que puedes ir a tu avión privado y volver a casa –contestó ella con gesto altanero antes de girar sobre sus talones.

–Maldita sea, Gisele –Emilio le agarró un brazo, deteniéndola.

Gisele sintió los fuertes dedos de Emilio obligándola a darse la vuelta. El contacto le quemó la piel. El corazón le dio un vuelco al sentirse presa de la mirada de él. No quería perderse en esos ojos, no quería volver a hacerlo, una vez bastaba. Enamorarse de un hombre incapaz de amar y de confiar en nadie había sido su perdición.

No quería sentirle tan cerca otra vez.

Percibía su olor: una mezcla de almizcle y loción para después del afeitado. Podía ver su negra barba incipiente y quiso acariciarla. No logró evitar fijarse en los contornos de aquella hermosa boca, una boca que la dejó sin sentido la primera vez que la besó…

Gisele salió de su ensimismamiento bruscamente. La misma boca que la había maldecido. La misma boca que le había dicho cosas imperdonables. No, no iba a ponerle las cosas fáciles. Emilio le había destrozado la vida, el futuro. Las acusaciones de él le habían herido mortalmente.

Pero por fin, a su regreso a Sídney, la esperanza había despertado en ella al enterarse de que estaba embarazada de dos meses. No obstante, sus esperanzas se habían visto truncadas tras el segundo ultrasonido. Había llegado a preguntarse si no sería un castigo por no haberle dicho a Emilio que estaba embarazada.

–¿Por qué lo pones más difícil de lo que es? –preguntó Emilio.

Gisele necesitaba protegerse de él y la ira que tenía dentro le ofrecía esa protección.

–¿Crees que puedes aparecer sin más, disculparte y esperar que te perdone? –preguntó ella–. No te perdonaré nunca, Emilio. ¿Me has oído? ¡Nunca!

–No espero que me perdones –contestó él–. Lo que sí espero de ti es que actúes como una persona adulta y me escuches.

–Me comportaré como una persona adulta cuando tú dejes de intentar controlarme como a una niña con una rabieta –respondió ella con ira en la mirada–. Y suéltame el brazo.

Emilio aflojó los dedos, pero no la soltó. A ella le dio un vuelco el corazón cuando Emilio le puso la yema del dedo pulgar en el reverso de la muñeca. Automáticamente, se humedeció los labios. A él no se le escapó el gesto, y se le dilataron las pupilas. Ella conocía muy bien esa expresión, que desató en su cuerpo una reacción visceral, concentrada en ese lugar secreto entre las piernas. En ese momento, por su mente pasaron escenas eróticas compartidas entre ellos: imágenes provocativas e íntimas, imágenes que hicieron que la sangre le hirviera en las venas.

–Cena conmigo esta noche –insistió Emilio.

–Te he dicho que tengo otro compromiso –respondió ella, evitando los ojos de Emilio.

Emilio le puso la otra mano en la barbilla, sujetándole la mirada con la suya.

–Y yo sé que mientes –dijo él.

–Una pena que no tuvieras esa capacidad de deducción dos años atrás –dijo Gisele con rencor, liberando su brazo por fin.

–Iré a recogerte a las siete –declaró Emilio–. ¿Dónde vives?

Gisele sintió un súbito pánico. No quería que Emilio entrara en el piso en el que vivía. Era su ho- gar, su refugio, el único lugar en el que se sentía segura y libre para dar rienda suelta a su dolor. Además, ¿cómo iba a explicarle las fotos de Lily? Era mucho mejor que Emilio no se enterara nunca de la breve vida de su hija. ¿Cómo si no podría soportar que Emilio le dijera que debería haber abortado, como su madre y sus amigos le habían aconsejado que hiciera? Emilio no habría querido una hija imperfecta, no habría encajado en su ordenada y perfecta vida.

–Pareces no querer darte por enterado, Emilio –declaró ella con una mirada desafiante–. No quiero volver a verte. Ni esta noche, ni mañana por la noche, ni nunca. Ya te has disculpado, así que no hay nada más que decir. Y ahora, por favor, márchate. De lo contrario, tendré que pedir a los encargados de seguridad que te echen.

La expresión de él se tornó burlona.

–¿Qué encargados de seguridad? Cualquiera puede entrar aquí y vaciarte la caja registradora sin que tú puedas hacer nada por impedirlo. Ni siquiera tienes circuito cerrado de televisión.

Gisele apretó los labios, reprochándole haber notado ese defecto suyo. Su madre, su madre adoptiva, había mencionado eso mismo hacía solo unos días, reprochándole que se fiaba demasiado de sus clientes. A ella le suponía un esfuerzo no confiar en la gente, quizá fuera por eso por lo que le había ido tan mal… al fiarse plenamente de Emilio.

Emilio continuó observándola.

–¿Has estado enferma recientemente? –preguntó él.

Gisele, de repente, se quedó muy quieta.

–¿Por qué lo preguntas?

–Porque estás más pálida y mucho más delgada que cuando estábamos juntos –contestó Emilio.

–Así que te parece que dejo bastante que desear, ¿eh? –Gisele endureció la expresión–. Suerte para ti que suspendiste la boda.

Emilio frunció el ceño.

–Has malinterpretado mis palabras –dijo él–. Ha sido un comentario referente a tu palidez, no a tu belleza. Sigues siendo una de las mujeres más bellas que he visto en mi vida.

A Gisele le sorprendió lo cínica que se había vuelto; en el pasado, se habría sonrojado y se habría sentido sumamente halagada. Ahora, sin embargo, le enfurecía que Emilio tratara de conseguir su perdón con cumplidos. Emilio estaba perdiendo el tiempo y se lo estaba haciendo perder a ella.

Gisele se acercó al mostrador y se colocó tras él.

–Ahórrate los cumplidos, déjalos para cualquier inocente que se los crea y se deje llevar a la cama –declaró ella–. Eso ya no funciona conmigo.

–¿Crees que he venido para eso? –preguntó Emilio.

–Creo que has venido para aclararte la conciencia –contestó Gisele–. Desde luego, no has venido por mí, sino por ti mismo.

Emilio tardó unos segundos en contestar.

–He venido por los dos –dijo él por fin–. Quiero aclarar las cosas entre los dos. Quiero que hablemos. Ninguno de los dos va a poder seguir adelante, continuar con su vida, con este malentendido entre los dos.

Gisele alzó la barbilla.

–Yo he rehecho mi vida –dijo ella.

Emilio le lanzó una mirada desafiante.

–¿En serio, cara? ¿De verdad lo crees?

Gisele parpadeó para contener las lágrimas que, súbitamente, amenazaban con aflorar a sus ojos.

–Naturalmente que lo creo –respondió ella fríamente–. Duerme tranquilo, Emilio; después de la forma como me trataste, te olvidé tan pronto como me bajé del avión. De hecho, hacía meses que no me acordaba de ti.

Emilio capturó su mirada más tiempo del que a ella le habría gustado.

–Voy a pasar aquí el resto de la semana –le dijo Emilio al tiempo que le ofrecía su tarjeta de visita–. Si cambias de parecer respecto a que nos veamos, llámame, a cualquier hora.

Gisele agarró la tarjeta con mano temblorosa.

–De todos modos, no voy a cambiar de parecer –insistió ella.

Cuando Emilio salió por la puerta, Gisele soltó el aire que había estado conteniendo en los pulmones. Miró la tarjeta que tenía en la mano y se recordó a sí misma que, si permitía que Emilio Andreoni se le acercara una vez más, sería la única que acabaría sufriendo las consecuencias.

Capítulo 2

UN PAR de días más tarde, Gisele recibió la inesperada visita de Keith Patterson, su casero.

–Ya sé que le va a sorprender, señorita Carter, pero he decidido vender el edificio a una constructora –dijo Keith Patterson después de saludarle atentamente–. Me han ofrecido una cantidad de dinero que no he podido rechazar. Con la crisis financiera, mi esposa y yo hemos perdido bastante dinero y tenemos que pensar en nuestra jubilación. Y este es un buen momento.

Gisele, alarmada, parpadeó. Aunque estaba logrando salir adelante, un traslado suponía un gasto imprevisto y, sin duda, el nuevo alquiler sería más caro. No quería aumentar sus gastos, y menos ahora que había contratado a una empleada. No quería que su negocio fracasara.

–¿Significa eso que tengo que irme a otro sitio? –preguntó ella.

–Eso dependerá del nuevo propietario –contestó Keith–. Si quisiera realizar cambios en el inmueble, tendrá que pedir permiso al ayuntamiento, y eso llevará semanas, quizá hasta un par de meses. Me ha dado su tarjeta, para que usted se ponga en contacto con él respecto al alquiler.

Keith le dio una tarjeta.

A Gisele le dio un vuelco el corazón al leer el nombre de la tarjeta.

–¿Emilio Andreoni ha comprado el edificio? –preguntó ella sin poder disimular su perplejidad.

–¿Sabe quién es? –preguntó Keith.

–Sí. Pero es un arquitecto, no un constructor.

–Quizá haya decidido hacerse constructor también –comentó Keith–. Tengo entendido que ha ganado varios premios con algunos de sus proyectos. Parecía muy interesado en comprar el inmueble.

–¿Ha dicho por qué quería comprarlo? –preguntó Gisele, apenas pudiendo contener la ira.

–Sí, ha dicho que era por motivos sentimentales –respondió Keith–. Quizá perteneciera a algún familiar suyo en el pasado. En los años cincuenta, había bastantes italianos con fruterías por aquí. Aunque no me acuerdo de sus nombres.

Gisele apretó los dientes. Sabía que nadie de la familia de Emilio había vivido allí; al menos, nadie de importancia para él. Emilio apenas le había hablado de su pasado, pero suponía que no se parecía mucho al suyo. Con frecuencia, se había preguntado si su noble linaje no habría tenido que ver con el deseo de Emilio de casarse con ella en el pasado. Una burla del destino que ella y su hermana gemela fueran el resultado de las relaciones ilícitas de su padre con un ama de llaves cuando él y su esposa vivían en Londres.

Una vez que Keith Patterson se hubo marchado, Gisele clavó los ojos en la tarjeta encima del mostrador de la tienda. Se debatió entre romperla en trozos pequeños, como había hecho con la otra dos días atrás, o si llamarle para reunirse con él. Si rompía la tarjeta, Emilio aparecería en la tienda, sin avisar antes, y la pillaría desprevenida.

Decidió que lo mejor era verle controlando la situación. Agarró el teléfono y marcó el número.

–Emilio Andreoni.

–¡Sinvergüenza! –le espetó ella, sin poder evitarlo.

–Qué agradable sorpresa, Gisele –contestó él en tono suave–. ¿Has decidido, por fin, reunirte conmigo antes de que me vaya?

Gisele casi rompió el teléfono de la fuerza con que lo agarraba.

–Me cuesta creer lo que estás dispuesto a hacer para salirte con la tuya –dijo ella–. ¿Crees que subiéndome el alquiler vas a hacer que te odie menos?

–Estás dando por supuesto que voy a cobrarte alquiler –contestó Emilio–. Puede que no te cobre ni un céntimo.

–¿Qué… qué has dicho?

–Quiero proponerte un negocio –dijo Emilio–. Queda conmigo y lo hablaremos.

Gisele sintió un temblor en todo el cuerpo.

–No quiero hacer negocios contigo –replicó ella.

–No rechaces de antemano lo que voy a ofrecerte, escúchame antes –le pidió Emilio–. Quizá te sorprendan los beneficios que podrías sacar.

–Sí, ya me lo imagino –dijo Gisele en tono de burla–. Alquiler gratis a cambio de mi cuerpo y mi autoestima. No, gracias.

–Deberías pensarlo, Gisele. No quieres arriesgar todo lo que has conseguido con tanto esfuerzo, ¿verdad?

–Ya sobreviví una vez después de perderlo todo –contestó ella, atacando.

Y le oyó tomar aire.

–No me hagas jugar sucio, Gisele. Sabes que puedo hacerlo y lo haré si no me queda otra.

Gisele volvió a temblar. Sabía lo cruel que Emilio podía ser. También sabía que tenía medios y recursos para complicarle la vida, como había hecho justo antes de la boda.

–Ni quiero ni necesito tu ayuda –declaró ella–. Aunque tenga que pedir limosna por las calles. Me da igual. No voy a aceptar nada de ti.

–Acabo de terminar el proyecto de un lugar de vacaciones por encargo de una de las empresas punteras europeas del sector –explicó Emilio–. No tengo más que mover el ratón del ordenador para hacer que tu negocio abarque nuevos mercados al instante. Tu tienda ya no será un comercio local, se convertirá inmediatamente en una marca reconocida en todo el mundo.

Gisele pensó en el proyecto de ampliación y expansión que quería realizar durante los próximos años. Quería agrandar el negocio y vender en los grandes comercios del centro de la ciudad; y, sobre todo, vender por Internet. Lo único que se lo había impedido hasta el momento era la falta de dinero y no tener contactos.

Quería rechazar la oferta de Emilio y colgarle el teléfono, pero eso significaría darle la espalda a un éxito profesional con el que la mayoría de la gente solo podía soñar. Sin embargo, cualquier tipo de negocio con Emilio implicaría el contacto con él.

Un contacto que no quería, no se lo podía permitir.

–Piénsalo, Gisele –insistió él–. Conmigo, tienes mucho que ganar, aunque solo sea temporalmente.

–¿Qué quieres decir con eso de temporalmente? –preguntó ella sin comprender.

–Me gustaría que vinieras a Italia a pasar un mes conmigo –contestó Emilio–. Sería una especie de reencuentro, a ver qué tal nos va juntos otra vez. Por supuesto, te pagaré por el tiempo que pases conmigo.

–No voy a pasar ni un minuto contigo –respondió Gisele con vigor–. Y voy a colgar ahora mismo, así que no te molestes en llamar…

–También podría presentarte a gente y… te pagaría un millón de dólares –añadió Emilio.

Gisele se quedó boquiabierta.

¡Un millón de dólares!

¿Podría? ¿Podría sobrevivir un mes viviendo con Emilio? En el pasado, lo había hecho, con amor. ¿Podría hacerlo con odio?

¿Querría Emilio que se acostara con él?

Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Claro que sí, claro que Emilio querría acostarse con ella. ¿Acaso no había visto deseo en los negros ojos de Emilio el día que fue a su tienda?

–Necesito algo de tiempo para pensarlo –dijo ella.

–¿Qué es lo que tienes que pensar? –preguntó Emilio–. Es una proposición sumamente ventajosa para ti, Gisele. Y, si después de un mes ninguno de los dos ve motivos para seguir juntos, te marchas y ya está. Con tu dinero, por supuesto.

–¿Seguro que no te importa que pase un mes contigo sabiendo cómo te odio? –preguntó Gisele.

–Comprendo perfectamente lo que sientes por mí –contestó él–. Sin embargo, creo que deberíamos explorar la posibilidad de un futuro juntos con el fin de no cometer el mayor error de nuestras vidas si no lo hacemos.

Gisele frunció el ceño.

–¿A qué viene todo esto? –preguntó ella–. ¿Por qué no dejar las cosas como están?

–Porque tan pronto como te vi el otro día, me di cuenta de que tenemos un asunto pendiente –replicó Emilio–. Puede que me odies, pero noté la rea cción de tu cuerpo al acercarme a ti. Sigues deseándome, igual que yo a ti.

A Gisele le dolió reconocer que Emilio seguía conociendo bien las reacciones de su cuerpo. ¿Qué posibilidades tenía de salir de esa situación con el orgullo intacto?

–Quiero un día o dos para pensarlo. Y, si acepto, serán dos millones de dólares, no uno.

–Vaya, te has hecho una auténtica negociante. Dos millones es mucho dinero, Gisele.

–Tengo mucho odio dentro –le espetó ella.

–Estoy deseando enfrentarme al desafío de destruir tu odio –dijo él.

Gisele contuvo el deseo.

–No lo conseguirás nunca, Emilio. Podrás pagar una auténtica fortuna por mi cuerpo, pero jamás tendrás mi corazón.

–De momento, me conformo con tu cuerpo –dijo él con pasión–. Enviaré un coche a recogerte el viernes por la tarde. Si decides aceptar, solo necesitas el pasaporte y algo de ropa.

Tras esas palabras, Emilio cortó la comunicación.

Cuando el chófer de Emilio aparcó el coche delante del edificio de apartamentos donde ella vivía, Gisele trató de convencerse a sí misma de que solo había aceptado por un motivo: quería hacerle la vida imposible a Emilio durante un mes. Le haría pagar caro la forma como la había tratado en el pasado. No iba a resultarle fácil conquistarla. Ya no era la dulce, tímida e inocente virgen que se había enamorado de él, sino una mujer más mayor, más dura y más cínica. Y sumamente enfadada.

Al mismo tiempo, pasar un mes en Europa le daría la oportunidad de tratar con su hermana, a la que había conocido hacía solo dos meses. Sienna vivía en Londres, que estaba mucho más cerca de Roma que Sídney.

Aún no había logrado reponerse de la impresión que le había causado descubrir la verdad. No solo por el escándalo de las cintas pornográficas, aunque no era poca cosa. No, era como si toda su vida se hubiera basado en una mentira. Ya no sabía quién era. Le parecía como si Gisele Carter, nacida y criada en Sídney, hija única de Richard y Hilary Carter, se hubiera desvanecido de repente, como si hubiese desaparecido.

¿Quién era ahora?

Ya no era la hija de su madre. Tampoco era la hija de su madre natural. ¿Cómo había elegido su madre, Nell Baker, con que bebé quedarse y a cuál dar? ¿Lo había hecho porque quería hacerlo o por dinero?

Enderezando la espalda, dejó a un lado esos pensamientos, agarró la maleta y salió de la casa.

Emilio estaba esperando en el bar del hotel cuando la vio aparecer. Al instante, sintió tensión en el bajo vientre. Había conocido a cientos de mujeres hermosas, pero nunca ninguna le había afectado como Gisele.

Gisele iba vestida con un elegante y sencillo vestido color crema con un lazo negro atado a la cintura que acentuaba su delgadez. Su cabello, rubio platino, estaba recogido en un moño, lo que ensalzaba la delicada gracia de su cuello. Llevaba maquillaje, pero parecía natural.

Emilio olió el perfume de ella, su perfume, un aroma fresco y veraniego que, en el pasado, le había impregnado el cuerpo incluso horas después de hacer el amor. Llevaba mucho tiempo echando de menos ese perfume. No olía lo mismo en otras mujeres.

Se levantó para saludarle y, aunque Gisele llevaba tacones altísimos, él seguía siendo bastante más alto que ella.

–¿Has traído el pasaporte? –preguntó Emilio.

–He estado a punto de no hacerlo, pero he recordado dos millones de razones para traerlo.

Emilio se permitió una pequeña sonrisa de satisfacción. Gisele, a pesar de no parecer hacerle gracia, estaba allí. Puso una mano en el codo de ella y la condujo a un tranquilo rincón del bar, y la sintió temblar. Sintió el temblor de ella en su propio cuerpo…

–¿Qué te apetece beber? –preguntó él–. ¿Champán?

Gisele sacudió la cabeza.

–Yo no estoy celebrando nada. Una copa de vino me basta.

Emilio pidió las bebidas y, cuando les hubieron servido, se arrellanó en el asiento y se quedó contemplando la expresión gélida de ella. Se sabía merecedor de la ira de Gisele. La había echado de su vida con crueldad y sin miramientos, convencido de que ella le había traicionado. La imagen de ella con ese hombre le había atormentado, hasta que descubrió la existencia de la hermana gemela de Gisele.

Al volverla a ver, recordó los motivos por los que en el pasado había querido casarse con ella. No se trataba solo de la belleza de Gisele ni de su elegancia. No era solo por la suave voz de ella ni la forma como se mordía el labio inferior cuando se sentía insegura. Era algo en los ojos de Gisele, unos ojos a veces azules, a veces grises, dulces y tiernos cuando, en el pasado, le miraban. ¿Qué hombre no quería que la mujer que había elegido como esposa le mirara así?

Gisele le había parecido la mujer perfecta como esposa, dulce y tierna, sumisa y cariñosa. El hecho de no haber estado enamorado de ella no tenía importancia. El amor nunca había formado parte de su vida. En su experiencia, lo que la gente decía y hacía era muy distinto. El escándalo del vídeo pornográfico le había hecho afianzarse más en su idea de que el amor no servía para nada, la gente siempre acababa defraudándole a uno. Pero, al final, había sido él quien había defraudado a Gisele. Había sido él quien, con su falta de confianza en ella, había destruido su amor. Ahora, estaba decidido a recuperar a Gisele. Quería recompensarle. No quería que un fracaso así empañara su vida. Él había cometido un error y tenía que arreglarlo.

Y ahora haría lo que fuera necesario por arreglarlo.

Sabía que Gisele seguía deseándole, y estaba deseando tenerla en los brazos una vez más. Estaba deseando subir al cuarto y demostrarle a Gisele que aún podían disfrutar de un futuro juntos, que podían dejar atrás el pasado. Gisele se estaba haciendo la dura, pero estaba seguro de que, una vez que la besara, ella se derretiría. Cualquier otra cosa era inconcebible.

No podía fracasar.

–He reservado un vuelo para mañana a las diez de la mañana –dijo Emilio.

–¿Tan seguro estabas de que vendría? –inquirió Gisele con una penetrante mirada.

–Digamos que te conozco lo suficiente como para suponer que lo harías –contestó él.

–Ya no me conoces, Emilio –declaró ella–. No soy la misma que hace dos años.

–No te creo –contestó Emilio–. Sé que todos cambiamos un poco con el tiempo, pero uno no puede cambiar cómo es en el fondo.

Gisele alzó un delgado hombro, un gesto de no dar importancia.

–Es posible que dentro de un mes no pienses lo mismo –comentó Gisele, y bebió un sorbo de vino.

–¿Sigue tu hermana en Sídney? –preguntó él.

–No, volvió a Londres hace diez días –Gisele se quedó contemplando el contenido de su copa con el ceño fruncido–. Los periodistas la seguían a todas partes; bueno, a las dos. Casi me daba miedo… –Gisele se mordió el labio inferior y vació el contenido de su copa como si quisiera contener las palabras.

–Ha debido de ser difícil para ambas –comentó él.

Gisele alzó la mirada, la expresión de sus ojos era dura, fría y llena de resentimiento.

–Si no te importa, prefiero no hablar de ello –dijo Gisele–. Todavía estoy tratando de asimilarlo. Lo mismo le pasa a Sienna.

–Podrías invitarla a que pasara unos días con nosotros en Roma –dijo Emilio–. Me gustaría conocerla.

Gisele volvió a encoger los hombros con indiferencia.

–Ya veremos.

Emilio hizo un gesto al camarero para que les sirviera dos copas más y luego dijo:

–Háblame de tu tienda. ¿Cómo es que te dio por poner ese negocio?

Gisele bajó el rostro y clavó los ojos en la copa que el camarero acababa de dejar delante de ella.

–Cuando volví de Italia… quería establecerme, tener una base. Me gustaba la idea de trabajar para mí misma. En el pasado, había vendido a la dueña de la tienda algunos artículos y ella me ofreció comprarle el negocio cuando decidió venderlo.

–Es mucha responsabilidad para una mujer de solo veinticinco años; bueno, eso ahora, entonces tenías veintitrés –comentó Emilio–. ¿Te ayudaron tus padres?

Gisele dejó la copa en la mesa.

–Al principio, sí; pero luego, cuando enfermó mi padre, empezaron los problemas. Tenía deudas, aunque no nos enteramos hasta que murió: malos negocios, perdió dinero con la compra y venta de acciones. Yo tuve que ayudar a mi madre… a Hilary.

Emilio dejó su copa en la mesa.

–Siento no haber enviado una tarjeta dándoos el pésame –dijo él–. Sabía que estaba muy enfermo. Debería haberos llamado. Debió de ser un momento muy difícil para tu madre y para ti.

Gisele volvió a clavar los ojos en la copa de vino al tiempo que la agarraba con fuerza.

–Tardó ocho miserables meses en morir –dijo ella–. Y ni una sola vez mencionó el hecho de que yo tuviera una hermana gemela –entonces, le miró a él–. Tanto mi padre como mi madre sabían que el motivo de nuestra ruptura era ese vídeo porno, pero no dijeron ni una sola palabra. Jamás se lo perdonaré.

Emilio, con cuidado, le quitó la copa de vino de las manos y la dejó en la mesa.

–Comprendo que estés enfadada con ellos, pero nuestra relación se rompió por mí, porque no creí en ti. Si hay un culpable, ese soy yo.

Gisele le sostuvo la mirada en silencio.

–¿Sabes lo que realmente me molesta? –preguntó ella.

–No. Dímelo.

–¿Cómo eligieron? –preguntó Gisele.

–¿Te refieres a quién se quedaba con qué gemela?

Gisele lanzó un soplido.

–No puedo quitármelo de la cabeza –confesó Gisele–. ¿Cómo lo hicieron? ¿Cómo pudo mi madre, mi madre natural, renunciar a mí? ¿Y cómo pudo mi padre pedirle una cosa así? Y no solo eso, ¿en qué estaba pensando mi madre adoptiva cuando accedió a criar a la hija de su marido y de la amante de él?

Emilio se inclinó hacia delante y le tomó las manos, estrechándolas.

–¿Se lo has preguntado a ella?

–Claro que se lo he preguntado –contestó Gisele–. Me dijo que lo hizo para tener contento a mi padre. Se ha pasado la vida intentando hacer feliz a mi padre sin conseguirlo.

–Por lo que tú me contabas, me parecía que tu familia era la familia perfecta –dijo Emilio, acariciándole las manos–. Nunca me dijiste que tus padres no eran felices.

Gisele miró las manos de ambos, juntas, y retiró las suyas al instante. Después, se enderezó en el asiento.

–No quería decírselo a nadie, pero nunca me consideré digna de mis padres –declaró ella–. Hacía lo posible por complacerles, pero jamás lo conseguí. Mi madre no era maternal, nunca me abrazaba ni jugaba conmigo. En realidad, me crió una niñera. Ahora comprendo por qué, yo no era su hija. Mi padre se portó igual de mal conmigo; en el fondo, creo que habría preferido que fuera un varón. Mi madre no pudo darle hijos, pero su amante le dio dos hijas, y mi padre eligió a una de ellas. Desde que lo sé todo, me he preguntado con frecuencia si no pensaría que había hecho una mala elección o si, por el contrario, habría preferido no tener nada que ver con ninguna de las dos. Mi padre se pasó la vida con una mujer a la que no quería, fue un desgraciado.

Emilio frunció el ceño. Era la primera vez que oía a Gisele hablar de su infancia con honestidad. Hasta ese momento, comparándola con su propia infancia, había envidiado la de ella. Ahora se daba cuenta de lo poco que la conocía, a pesar de haber estado a punto de casarse con ella. Le había impresionado su belleza, pero se había fijado poco en lo demás.

–¿Y tu hermana, cómo lo está pasando? –preguntó él.

Gisele encogió los hombros una vez más.

–Parece afectarle mucho menos que a mí –respondió Gisele–. Supongo que criarse con una madre soltera y algo ligera de cascos le ha hecho ser más dura. A mí me parece que Sienna era la madre, más que la hija, la mayor parte del tiempo. Mi hermana me dijo que ha habido muchos hombres en la vida de su madre. Ha debido de tener una infancia muy dura.

–¿Le da pena no haber conocido a tu padre?

–Sí y no, supongo –Gisele frunció el ceño–. Creo que le habría echado en cara lo que hizo. Es muy directa, no se calla las cosas. A mí no me vendría mal ser un poco como ella. Ya es hora de que aprenda a hablar por mí misma.

–Creo que ya lo estás haciendo, y muy bien –Emilio esbozó una sonrisa ladeada–. Quizá tengas razón, es posible que hayas cambiado.

Los ojos de Gisele brillaron.

–No lo dudes.

Emilio permitió que transcurrieran unos segundos de silencio.

–¿Le has dado al chófer las llaves y los papeles de la tienda?

–Sí.

–Estupendo –dijo él–. Tu empleada se encargará de la tienda hasta que decidas qué hacer. Ya he hablado con ella.

Gisele frunció el ceño.

–¿Qué quieres decir?

–Puede que decidas quedarte en Italia. Sería una imprudencia no tener en cuenta esa posibilidad –explicó Emilio.

Gisele le lanzó una mirada desdeñosa.

–Debe de ser agotador cargar con un ego tan monumental como el tuyo. ¿En serio crees que voy a volver contigo como si nada hubiera pasado? Estás pagándome para que pase un mes en tu casa y eso es lo único que va a pasar.

Emilio reprimió un súbito enfado. No estaba acostumbrado a que le desafiara; en el pasado, Gisele siempre se había mostrado sumisa. ¿Dónde estaba la joven que había elegido como esposa?

–¿Te apetece otra copa? –preguntó él tras un tenso silencio.

–No, gracias.

–He pensado que mejor que nos lleven la cena a mi suite –dijo él.

Gisele le miró con expresión de sorpresa.

–¿Por qué no vamos a un restaurante? –preguntó ella.

–La suite me parece más íntima.

–Olvídalo, Emilio –dijo ella empequeñeciendo los ojos–, no voy a dejarme seducir.

–¿Eso crees?

–Lo sé –respondió Gisele con decisión, alzando la barbilla.

Capítulo 3

GISELE caminaba rígida mientras Emilio la conducía a su suite. Le llegaba el olor de la loción para después del afeitado, despertando recuerdos que quería olvidar. Era como viajar al pasado. ¿Cuántas veces había entrado con él en el ascensor de algún hotel en Europa acompañándole en sus viajes de negocios? El recuerdo de imágenes eróticas le erizó la piel, y se mordió el labio inferior para contenerlas.

Por aquel entonces, todo su deseo había sido complacerle. Desde el principio, se había dado cuenta de que era un hombre orgulloso y seguro de sí mismo, y a ella jamás se le había ocurrido enfrentarse a él; nunca le había llevado la contraria y jamás se había opuesto a sus deseos. Le había amado, completa y desesperadamente. Ella le había querido demasiado y él no la había querido a ella en absoluto.

Y ahora, para Emilio, que ella volviera con él era una cuestión de orgullo. Sabía que no la quería por sí misma, solo quería que el mundo se enterase de que estaba reparando un error. Un hombre tan conocido como él no podía permitirse el lujo de que le considerasen injusto. La historia de Sienna y ella había salido en todos los periódicos. Le sorprendía que Emilio no hubiera informado aún a los periodistas de su intención de reanudar la relación con ella.