Diálogos II - Platón - E-Book

Diálogos II E-Book

Platón

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Beschreibung

Se considera al aristocrático filósofo ateniense Platón (c. 427 - 347 a. C.) el padre de la filosofía occidental más elaborada. Convirtió a su maestro Sócrates en el primer personaje de sus extraordinarios y amenos Diálogos, idealizando su figura para la posteridad.

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Se considera al aristocrático filósofo ateniense Platón (c. 427 - 347 a. C.) el padre de la filosofía occidental más elaborada. Convirtió a su maestro Sócrates en el primer personaje de sus extraordinarios y amenos Diálogos, idealizando su figura para la posteridad. Por boca de éste expuso conjeturas y problemas que aún hoy discuten los especialistas del pensamiento. Creador de mitos fundamentales, como el de la caverna, instauró asimismo conceptos filosóficos esenciales: Justicia, Verdad, Belleza o Bien en su proverbial teoría de las Ideas. Su obra está plagada de conversaciones chispeantes y laberínticas, de irónicos discursos o graves sentencias, así como de imágenes poéticas y hasta de un tenue halo de erotismo. La auténtica viveza de un pensamiento incipiente, nacido de una inspirada necesidad de establecer verdades duraderas en un mundo hostil y en perpetuo cambio, es lo que continúa vigente en la siempre estimulante filosofía de Platón.

Este volumen contiene los Diálogos: República - Parménides - Teeteto - Sofista - Político - Filebo - Timeo - Critias o Atlántico.

Platón

Diálogos II

República - Parménides - Teeteto - Sofista - Político - Filebo - Timeo - Critias

PLATÓN

II

PLATÓN

DIÁLOGOS

REPÚBLICA

SÓCRATES

I

Ayer bajé a El Pireo, junto a Glaucón, hijo de Aristón, para hacer una 327aplegaria a la diosa,[1] y al mismo tiempo con deseos de contemplar cómo hacían la fiesta, que entonces celebraban por primera vez. Ciertamente, me pareció hermosa la procesión de los lugareños, aunque no menor brillo mostró la que llevaron a cabo los tracios. Tras orar y contemplar bel espectáculo, marchamos hacia la ciudad.[2] Entonces Polemarco, hijo de Céfalo, al ver desde lejos que partíamos a nuestra casa, ordenó a su esclavo que corriera y nos exhortara a esperarlo. Y el esclavo llegó a asirme el manto por detrás, y dijo:

—Polemarco os exhorta a esperarlo.

Me volví y le pregunté dónde estaba su amo.

—Allí atrás viene, esperadlo —respondió.

—Bueno, lo esperaremos —dijo Glaucón.

Y poco después llegó Polemarco, y con él Adimanto, el hermano cde Glaucón, y Nicérato, hijo de Nicias, y algunos más, como si vinieran de la procesión.

Entonces Polemarco dijo:

—Conjeturo, Sócrates, que emprendéis la marcha hacia la ciudad.

—Pues no has conjeturado mal —contesté.

—Y bien, ¿no ves cuántos somos nosotros?

—Claro que sí.

—En tal caso, o bien os volvéis más fuertes que nosotros, o bien permaneceréis aquí.

—Sin embargo, resta una posibilidad —repliqué—: la de que os persuadamos de que es necesario dejarnos marchar.

—¿Y podríais convencernos, si no os escuchamos?

—De ningún modo —respondió Glaucón.

—Entonces haceos a la idea de que no os escuchamos.

A eso añadió Adimanto:

328a—Pero ¿realmente no sabéis que, al caer la tarde, habrá carrera de antorchas a caballo en honor de la diosa?

—¿A caballo? Eso sí que es nuevo —exclamé—. ¿Los competidores mantendrán las antorchas a caballo y se las pasarán unos a otros? ¿A ese modo te refieres?

—Así es —contestó Polemarco—. Y después celebrarán un festival nocturno, que es digno de verse. Una vez que cenemos, pues, saldremos y presenciaremos el festival, y allí nos hemos de reunir con bmuchos jóvenes y dialogaremos. Quedaos y dejad de lado cualquier otra cosa.

Y Glaucón dijo:

—Pienso que tendremos que quedarnos.

—Si eso piensas, convendrá que así lo hagamos.

Fuimos entonces a casa de Polemarco, y allí nos encontramos con sus hermanos Lisias y Eutidemo, así como también con Trasímaco de Calcedonia, Carmántides de Peania y Clitofonte, hijo de Aristónomo. En la casa estaba también Céfalo, el padre de Polemarco, quien me cpareció muy avejentado, pues hacía mucho tiempo que no lo veía. Estaba sentado en un sillón provisto de una almohada para reclinar la cabeza, en la que llevaba una corona, dado que acababa de hacer un sacrificio en el atrio. Y nosotros nos sentamos a su lado; había allí, en efecto, algunos asientos colocados en círculo. En cuanto Céfalo me vio, me saludó con estas palabras:

—Oh, Sócrates, no es frecuente que bajes a El Pireo a vernos. No obstante, tendría que ser frecuente. Porque si yo tuviera aún fuerzas como para caminar con facilidad hacia la ciudad, no sería necesario dque vinieras hasta aquí, sino que nosotros iríamos a tu casa. Pero ahora eres tú quien debe venir aquí con mayor asiduidad. Y es bueno que sepas que, cuanto más se esfuman para mí los placeres del cuerpo, tanto más crecen los deseos y placeres en lo que hace a la conversación. No se trata de que dejes de reunirte con estos jóvenes, sino de que también vengas aquí con nosotros, como viejos amigos.

A lo cual repuse:

—Por cierto, Céfalo, que me es grato dialogar con los más ancianos, pues me parece necesario enterarme por ellos, como gente que ya eha avanzado por un camino que también nosotros tal vez debamos recorrer, si es un camino escabroso y difícil, o bien fácil y transitable. Y en particular me agradaría conocer qué te parece a ti, dado que te hallas en tal edad, lo que los poetas llaman «umbral de la vejez»:[3] si lo declaras como la parte penosa de la vida, o de qué otro modo.

—Por Zeus, Sócrates —exclamó Céfalo—, te diré cuál es mi parecer. 329aCon frecuencia nos reunimos algunos que tenemos prácticamente la misma edad, como para preservar el antiguo proverbio;[4] y al estar juntos, la mayoría de nosotros se lamenta, echando de menos los placeres de la juventud y rememorando tanto los goces sexuales como las borracheras y festines, y otras cosas de índole similar, y se irritan como si se vieran privados de grandes bienes, con los cuales habían vivido bien, mientras ahora ni siquiera les parece que viven. Algunos se quejan también del trato irrespetuoso que, debido a su vejez, reciben de bsus familiares, y basándose en esto declaman contra la vejez como causa de cuantos males padecen. Pero a mí, Sócrates, me parece que ellos toman por causa lo que no es causa; pues si ésa fuera la causa, también yo habría padecido por efecto de la vejez las mismas cosas, y del mismo modo todos cuantos han llegado a esa etapa de la vida. Pues bien, yo mismo me he encontrado con otros para quienes las cosas no son así. Por ejemplo, cierta vez estaba junto al poeta Sófocles cuando alguien le preguntó: «¿Cómo eres, Sófocles, en relación con los placeres csexuales? ¿Eres capaz aún de acostarte con una mujer?». Y él respondió: «Cuida tu lenguaje, hombre; me he liberado de ello tan agradablemente como si me hubiera liberado de un amo loco y salvaje». En ese momento lo que dijo me pareció muy bello, y ahora más aún; pues en lo tocante a esas cosas, en la vejez se produce mucha paz y libertad. Cuando los apetitos cesan en su vehemencia y aflojan su tensión, se realiza por completo lo que dice Sófocles: nos desembarazamos de dmultitudes de amos enloquecidos. Pero respecto de tales quejas y de lo que concierne al trato de los familiares, hay una sola causa, Sócrates, y que no es la vejez sino el carácter de los hombres. En efecto, si son moderados y tolerantes, también la vejez es una molestia mesurada; en caso contrario, Sócrates, tanto la vejez como la juventud resultarán difíciles a quien así sea.

Y yo, admirado de las cosas que había dicho Céfalo, quería que continuara hablando, de modo que lo incité, diciéndole:

e—Céfalo, creo que, cuando hablas, muchos no te darán su aprobación, sino que considerarán que a ti te es fácil sobrellevar la vejez, no en razón de tu carácter, sino en razón de poseer abundante fortuna; pues para los ricos, se dice, existen muchos modos de consolarse.

—Lo que dices es cierto —respondió—: no darán su aprobación. Y razón tienen, aunque no tanta como creen. Pero aquí viene al caso la frase de Temístocles, a quien injuriaba un serifio y le decía que no 330adebía su renombre a sí mismo sino a su patria. Temístocles le respondió: «Ni yo me haría famoso si fuera de Sérifo, ni tú aunque fueras de Atenas».[5] Esta frase viene bien para aquellos que no son ricos y pasan penosamente la vejez, porque ni el hombre razonable soportaría con mucha facilidad una vejez en la pobreza, ni el insensato se volvería a esa edad tolerante por ser rico.

—Dime, Céfalo —le pregunté—: ¿has heredado la mayor parte de lo que posees o la has acrecentado tú?

—¿Quieres saber, Sócrates, qué es lo que he acrecentado yo? —dijo ba su vez Céfalo—. En cuestión de hacer dinero he resultado intermedio entre mi abuelo y mi padre. En efecto, mi abuelo, cuyo mismo nombre llevo yo, heredó una fortuna poco más o menos similar a la que poseo actualmente, y aumentó su cantidad muchas veces; en cambio, mi padre, Lisanias, la disminuyó a una cantidad inferior a la actual. En cuanto a mí, estaré contento si no la dejo a mis hijos menor en cantidad, sino siquiera un poco mayor que la que heredé.

—El motivo por el cual te lo preguntaba —dije—, es el de que me cparecía que no amabas demasiado las riquezas, y así obran por lo general los que no las han adquirido por sí mismos. Los que las han adquirido, en cambio, se apegan a ellas doblemente que los demás. Por un lado, en efecto, tal como los poetas aman a sus poemas y los padres a sus hijos, análogamente los que se han enriquecido ponen su celo en las riquezas, como obra de ellos; y por otro lado, como los demás, por la utilidad que les prestan. Son gente difícil de tratar, por no estar dispuestos a hablar bien de nada que no sea el dinero.

—Es verdad —dijo Céfalo.

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