Diálogos III - Platón - E-Book

Diálogos III E-Book

Platón

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Beschreibung

Tras los dos primeros volúmenes en la Biblioteca Clásica Gredos, que recogen los diálogos más socráticos de Platón, este tercer tomo reúne tres de sus obras más célebres: Fedón, Banquete y Fedro. Redactados en pleno periodo de madurez intelectual, estos diálogos no solo hacen gala de una profundidad filosófica de tal magnitud que ha jalonado la historia del pensamiento occidental, sino que además demuestran la capacidad lingüística y artística de Platón, capaz de ofrecer algunas de las páginas más bellas de la literatura antigua. Publicado originalmente en la BCG con el número 93, este volumen presenta la traducción de los siguientes diálogos platónicos: Fedón (a cargo de Carlos García Gual), Banquete (firmada por Marcos Martínez Hernández) y Fedro (realizada por Emilio Lledó Íñigo).

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BIBLIOTECA CLÁSICA GREDOS, 93

Asesor para la sección griega: CARLOS GARCÍA GUAL.

Según las normas de la B. C. G., las traducciones de este volumen han sido revisadas respectivamente, por LUIS ALBERTO DE CUENCA Y PRADO, JOSÉ LUIS NAVARRO Y CARLOS GARCÍA GUAL.

© EDITORIAL GREDOS, S. A. U., 2008

López de Hoyos, 141, 28002 Madrid.

www.editorialgredos.com

Las traducciones, introducciones y notas han sido llevadas a cabo por: CARLOS GARCÍA GUAL(Fedón), M. MARTÍNEZ HERNÁNDEZ(Banquete) y E. LLEDÓ ÍÑIGO(Fedro).

REF: GEBO208

ISBN 9788424931063

FEDÓN

INTRODUCCIÓN

1.La situación del «Fedón» en el conjunto de la obra platónica

Los tres diálogos reunidos en este tomo: Fedón, Banquete y Fedro se sitúan, junto con el más extenso de la República, en la etapa que suele llamarse de «madurez» o de «plenitud» de la larga obra platónica, es decir, el período central en el que el filósofo desarrolla su pensamiento con un espléndido dominio de la expresión literaria y de su teoría propia. Platón ha llegado a construir un sistema filosófico propio, que se funda en la llamada «teoría de las ideas», con una ética y una política subordinadas a una concepción metafísica idealista del universo y del destino humano. Atrás quedan las discusiones socráticas con los grandes y pequeños sofistas, el viaje a Sicilia, con su amarga experiencia, y ya está fundada la Academia. La figura del maestro Sócrates es ya portavoz de pensamientos y tesis de Platón.

De estos tres diálogos, el Fedro es el más tardío; probablemente es posterior a la redacción de la República. De los otros dos se discute cuál quedó publicado antes. No es fácil conjeturarlo, pues tal vez se escribieron con muy poca distancia de tiempo. Parece más conveniente situar primero el Fedón, donde la exposición de la teoría de las ideas se hace con un énfasis especial, con una formulación más completa y explícita. Al gran tema de la inmortalidad del alma le sucede la discusión del impulso erótico que mueve el universo hacia lo eterno y divino1. Y el tema del amor retorna en el Fedro, en un tono diverso al de la charla del simposio, pero con la misma exaltación y poesía.

Junto con la madurez filosófica destaca la prodigiosa factura literaria con la que Platón, que tiene ya entre los cuarenta o cuarenta y cinco años, en lo que los griegos denominarían su akmḗ, compone estos textos con una prosa sutil y una plasticidad dramática incomparable. Inolvidables son esas escenas: la de las últimas horas de Sócrates en la prisión, la de un banquete al que asisten algunos de los personajes intelectuales más brillantes de Atenas, o la del coloquio en un lugar idílico entre el irónico Sócrates y el joven Fedro. No en vano son estos tres diálogos —junto con la República, tan unida a ellos por sus temas y su ambiente— las obras más leídas de Platón. Ningún otro filósofo podría rivalizar con él en cuanto a la perfecta arquitectura y la viveza prodigiosa de los coloquios. El encanto de la charla dirigida por Sócrates seduce al lector, arrastrándole en su argumentación apasionada y lúcida a la reflexión y al debate intelectual sobre temas tan decisivos como los que aquí se tratan. Pero también son éstos los diálogos en los que se inscriben los espléndidos mitos platónicos, que acuden para favorecer el ímpetu de los razonamientos y darles alas para elevarse más allá de lo demostrable racionalmente. Platón, que, según una anécdota antigua, había abandonado su afán de componer obras dramáticas para seguir a Sócrates en su crítica impenitente, esboza aquí unos relatos poéticos de estupendo dramatismo, entre lo cómico y lo trágico, según el momento y la intención. Filosofía y poesía entremezclan sus prestigios en estos diálogos fulgurantes.

Algunos de los temas tratados en ellos ya están enfocados en obras anteriores. Así, por ejemplo, el de la retórica, central en el Fedro, estaba ya discutido en el Gorgias y en el Menéxeno. Y el de la anámnēsis o «rememoración», que es importante en el Fedón, lo habíamos visto ya, desde otro contexto, en el Menón, algo anterior a la argumentación que retoma la teoría para demostrar la inmortalidad del alma. Es cierto, desde luego, que cada diálogo es una obra autónoma e independiente, pero la filosofía platónica, con su peculiar estilo expositivo, gana mucho en comprensión cuando se contempla desde la perspectiva del desarrollo de la misma, atendiendo a la recuperación, superación y ahondamiento en temas y motivos.

El subtítulo o título alternativo del diálogo: Sobre el alma, está claramente justificado. El tema central es la discusión acerca de la inmortalidad del alma, que Sócrates trata de demostrar mediante varios argumentos bien ajustados entre sí y en alguna manera complementarios. Un famoso epigrama de Calímaco, el XXIII, nos recuerda el gran tema y la seducción persuasiva del diálogo para un lector apasionado como Cleómbroto de Ambracia: «Diciendo ‘Sol, adios’, Cleómbroto de Ambracia / se precipitó desde lo alto de un muro al Hades. / Ningún mal había visto merecedor de muerte, / mas había leído un tratado, uno solo, de Platón: Sobre el alma.»

El diálogo está presentado en un marco muy dramático. Sócrates, condenado a morir, entretiene sus últimas horas conversando con sus amigos sobre la inmortalidad. Si su tesis es cierta y queda probada, la terrible e inmediata circunstancia de su muerte, producida por el veneno ofrecido por el verdugo mientras se pone el sol en Atenas, es un episodio mucho menos doloroso. Será tan sólo la separación de un cuerpo ya envejecido, que es un fardo para un auténtico filósofo que, en verdad, se ha preparado durante toda la vida para esa muerte como para una liberación. La pérdida del maestro será un enorme pesar para todos sus amigos, los presentes en la prisión junto a él en esa última jornada, y los ausentes, como el mismo Platón, que lo recordarán con inmensa nostalgia a lo largo de incontables años. Pero él la recibe sin pena.

En la ordenación de los diálogos platónicos por tetralogías que hizo el platonista Trasilo, en tiempos del emperador Tiberio, el Fedón va después de la Apología, el Critón y el Eutifrón, como cuarto diálogo, entre los que tratan de la condena y muerte de Sócrates. Sin embargo, está bien claro que es en bastantes años posterior a los otros tres, más breves y de la primera etapa de la obra de Platón. Mientras que el Sócrates de la Apología se expresaba con cierta ambigüedad acerca del destino de su alma —y, probablemente, esa postura refleja bien la del Sócrates histórico—, en el Fedón defiende Sócrates con firmeza la clara convicción de que el alma es inmortal y de que, tras una vida filosófica, a ella le aguarda una eterna bienaventuranza.

Como la gran mayoría de los comentaristas modernos del diálogo —y en contra de quienes, como Burnet y Taylor, sostuvieron la absoluta historicidad de las afirmaciones de Sócrates en él—, pienso que Platón está utilizando la figura de su inolvidable maestro para exponer su propia doctrina sobre el tema. Incluso el relato autobiográfico en el que Sócrates habla de su progresión en busca de un método filosófico general, más allá de Anaxágoras, está completado con un toque platónico. Es a Platón, y no a Sócrates, a quien pertenece la teoría de las ideas, que ya apuntaba en el Eutifrón y que en el Fedón, y los diálogos de este período de madurez, recibe su formulación más explícita. Ese relato de una experiencia intelectual —que se inserta en Fedón 96a-101c— constituye uno de los segmentos más comentados de este texto, y no sin razón. El esquema de la evolución intelectual que ahí se dibuja (que podría corresponder, ciertamente, a Sócrates en sus primeras fases, incluyendo la superación crítica de los enfoques de Anaxágoras y la afirmación de una teleología en la naturaleza) parece ajustarse muy bien al propio proceso experimentado por Platón, según cuenta en su Carta VII2. Esa «segunda navegación», o deúteros ploûs, que aquí se aconseja, tras el rechazo del método que consistiría en observar la realidad en sí misma, es un método platónico, que se funda en la contemplación de las Ideas para llegar así a «algo satisfactorio», que luego —en la República— se nos dirá que es la Idea del Bien, un método que avanza a través de la dialéctica, y que implica una concepción metafísica que Sócrates, pensamos, no expuso a sus discípulos. En el Fedón aparecen las Ideas como causas de las cosas reales, que son por una cierta «participación» o «comunión» con ellas, o por la «presencia» de las Ideas en la realidad. Más allá de los objetos reales y mutantes existen esas Ideas, eternas y modélicas, como los prototipos de las figuras matemáticas y los ideales de las virtudes éticas; esas ideas son las realidades en sí, los fundamentos de todo lo real. Ciertamente, en el Fedón no se responde a los problemas que tal teoría suscita. (Platón vuelve sobre ellos en el Parménides, más a fondo.) Aquí se nos presenta la teoría en lo esencial.

Encontramos en el Fedón, como se ha señalado, «en una forma más violenta y más tajante que en ningún otro texto platónico, un excesivo dualismo, un divorcio casi completo, entre el alma y el cuerpo» (G. M. A. Grube). Esa extremada contraposición entre alma y cuerpo es, en el diálogo, más un punto de partida que una elaboración propia. En efecto, Sócrates no se pregunta inicialmente qué es el alma, sino que parte de una concepción, admitida por sus interlocutores, de que el alma se separa o se «desembaraza» del cuerpo en el momento de la muerte. Hay, pues, una admisión infundamentada de una cierta concepción de la psychḗ como lo espiritual, lo racional y lo vital, frente al cuerpo, sôma, recipiente sensorial y perecedero del conjunto que es el ser humano vivo. Al cuerpo se le adjudican las torpezas del conocimiento sensible y, además, los apetitos y tensiones pasionales, mientras que el alma está concebida como la parte noble del organismo.

Platón, por boca de Sócrates, nos da una visión ascética de la vida del filósofo, empeñado durante toda su actividad en purificarse de lo corpóreo y en atender al bien de su alma. (En diálogos posteriores, como la República y el Fedro, Platón hablará de que también los deseos y las pasiones, epithymíai y thymós, están en el alma, y que esa composición tripartita es fundamental en la estructura anímica. Pero aquí Platón habla del alma como algo simple y puro, como lo es una Idea.) Porque le interesa esencialmente probar la inmortalidad de ésta, y no sólo de la parte racional, sino del alma como lo opuesto al cuerpo que se descompone y desaparece pronto.

Mientras que en el Gorgias se había dejado claro que el filósofo rechazaba la vida inauténtica de un político práctico, en el Fedón se comienza por destacar cómo es la existencia que el auténtico filósofo elige. Ya antes (p. ej. en la Apología 29d, 30a), Sócrates había expuesto que lo fundamental era la therapeía tês psychês «el cuidado del alma»; pero ahora intenta infundir al lema una mayor carga ética y aun metafísica3. En la última lección —que es, como siempre, un coloquio—, Sócrates expone el fundamento último de su fe en la inmortalidad.

El alma no es una Idea; no es la idea de la vida, desde luego. Pero guarda una afinidad especial con ese mundo de lo en sí, lo imperecedero. Por eso, una vez desembarazada de la prisión del cuerpo y de sus ligaduras con lo sensible, puede alcanzar la contemplación de ese mundo puro de las Ideas. Hay, en esta concepción platónica, una cierta «transposición» de las doctrinas de ciertos cultos mistéricos, como los órficos, al terreno de lo filosófico. El feliz destino que se vislumbra para el alma del verdadero filósofo es semejante al que esos credos religiosos prometían a los iniciados en su secta. Esa «transposición», que A. Diès señaló certeramente, está muy bien sugerida en el propio texto del Fedón. La existencia del filósofo es una preparación para la muerte, y durante su vida el filósofo se purifica con vista a su destino en el más allá, afirma Sócrates. Sin necesidad de una iniciación en cualquier ritual mistérico, el que ama de verdad el saber está ya preparado por su larga ascética para recibir tras la muerte, que es sólo separación del cuerpo, momentáneo trance, el premio de una acogida venturosa en la morada de lo divino.

«Platón transpone orfismo y misticismo no solamente en artificio literario, sino en doctrina. En él todas las metáforas tomadas en préstamo a los misterios concluyen en la Idea; todas las esperanzas de los misterios se transforman en certidumbre de inmortalidad, fundada en el parentesco del alma con la Idea; todas las verosimilitudes pasajeras de la leyenda y del mito no sirven sino como escalones hacia la ciencia de la Dialéctica, cuyo objetivo es la intuición infalible de la Idea»4. Hay, pues, como señala Diès, una transposición de lo religioso a lo intelectual; y ese idealismo de Platón pretende fundarse en un método puramente intelectual, ya que el método dialéctico es una construcción por entero racional. (No es nada extraño que el platonismo, en este sentido, haya sido tan aprovechado por los teólogos cristianos, en su afán por apuntalar el credo de una doctrina de la inmortalidad del alma.)

2.La estructura del diálogo

La composición del Fedón, que ofrecemos en breve esquema, es muy clara y muy equilibrada. El narrador, Fedón, testigo presencial de la larga conversación en el último día de Sócrates, cuenta el coloquio a Equécrates, natural y vecino de Fliunte. Éste interrumpe la narración en dos momentos, en 88c y 102a, manifestado sus emociones ante lo narrado. En el diálogo propio intervienen junto a Sócrates dos interlocutores, Simmias y Cebes. Este número de dialogantes, tres, es frecuente en los coloquios platónicos, como en las escenas de la tragedia ateniense. Al contar con un narrador, Platón puede ofrecernos un comentario de las escenas en la prisión, y de la emocionada actitud de los discípulos y amigos de Sócrates ante su serenidad en la despedida final. En un fácil esquema, la composición del diálogo es así:

0.Encuentro de Fedón y Equécrates. Comienzo del relato. (57a-60b.)I.

Tras una conversación introductoria, en la que Sócrates alude a la conexión entre placer y dolor, y a un sueño premonitorio, pasa a tratar de la actitud de un filósofo verdadero ante la muerte, y se anuncia la confianza en la inmortalidad del alma, que Sócrates va a exponer como una segunda apología, no ante jueces, sino ante amigos. (60b-69e.)

II.

Primeros argumentos sobre la inmortalidad: A) compensación de los procesos contrarios; B) argumento de la reminiscencia; C) combinación de los dos; D) afinidad del alma con las Ideas; E) el modo de vida condiciona el destino futuro del alma. (69e-84b.)

III.

Discusión de los argumentos precedentes: A) objeción de Simmias; B) objeción de Cebes; C) comentario de Sócrates sobre el escepticismo originado en una confianza precipitada e insegura. (84c-91c.)

IV.

Nueva argumentación: A) trascendencia del alma respecto de su unión con el cuerpo (91c-95a); B) sobre la generación y la corrupción y las causas de lo real (95a-102a): recapitulación de la objeción de Cebes, insuficiencia de la explicación mecanicista, insatisfacción y desengaño ante la postura de Anaxágoras, propuesta de un nuevo método como deúteros ploûs: el análisis del lenguaje y la dialéctica; C) nueva argumentación, basada en la exclusión mutua de los contrarios en sí, y en que la idea del alma excluye la idea de muerte. (102a-107b).

V.

El mito escatológico (107c-115a). El viaje al Más Allá, la descripción de la fabulosa geografía del otro mundo, y el destino de las almas tras el juicio, son los tres elementos del mito que se propone como un complemento a la discusión anterior.

VI.

Los últimos gestos de Sócrates (115b-118c). Descripción de su actitud ante la muerte. Estampa serena de la despedida del filósofo y de cómo murió, por efecto de la cicuta, «el mejor hombre… de los que… conocimos, y, en modo muy destacado, el más inteligente y más justo».

Podría verse todo el relato como un drama en cinco actos, enmarcado por un prólogo (0), y un epílogo (VI), donde la tensión dramática está sustituida por la discusión de los argumentos. (En el interior del diálogo, alguna vez se personifica el lógos, como si el argumento fuera una persona que luchara por su supervivencia.) Hay una intensa emoción bajo la aparente frialdad de los razonamientos, porque el tema tratado es crucial para todos, y de modo singular para Sócrates, en esta segunda apología, que tiene algo de trágica. Tanto I, la conversación introductoria, como V, el mito, enmarcan los argumentos fundamentales, que están en II y en IV, mientras que la sección III, con las objeciones de Simmias y Cebes, y el comentario de Sócrates, en el centro mismo de la composición, marca un momento de intenso dramatismo lógico, si vale la expresión.

El entramado de la discusión es admirablemente sutil, y la habilidad de Platón para enlazar la argumentación con los matices de la escenografía y las finas alusiones psicológicas a sus personajes podrían llevarnos a subrayar de nuevo el talento literario de este gran filósofo. Pero, para abreviar, quiero citar unas líneas de A. Diès, que recogen lo esencial de lo que conviene resaltar:

Hay una gradación en las pruebas presentadas para demostrar la inmortalidad del alma. Del argumento del ciclo al de la reminiscencia, de la reminiscencia al parentesco del alma con las Ideas, de la simplicidad del alma a la incompatibilidad de los contrarios, aumenta, según la intención de Platón, la certidumbre y la fuerza probatoria. Pero esta progresión es paralela a otra progresión; pues la certeza se afirma a medida que la argumentación científica se depura de cualquier alianza, a medida que leyendas y tradiciones, orfismo y misterios, se diluyen ante la luz creciente de las Ideas. Si el mito final reintroduce la leyenda, como para cerrar el diálogo entero dentro de una atmósfera mística, ese mito no se termina sin que se hagan las distinciones necesarias entre lo que no es más que probabilidad, gran esperanza, bello riesgo, y lo que es verdad demostrada. Por lo demás, un estudio atento de este mito del Fedón, como de los otros mitos de Platón, nos mostraría que Platón procede intencionadamente a hacer un trabajo inverso al que acabamos de señalar. Así como el diálogo traducía en doctrina científica los espectáculos de los misterios o de las leyendas órficas, así el mito traduce en leyendas y en visiones la doctrina científica: los bienaventurados ven a los dioses y conversan con los dioses, ven el sol, la luna y los astros en su realidad verdadera, y este espectáculo dichoso del mundo real no es más que una de esas transposiciones inversas que sirven para materializar, con grados diversos, lo inmaterial, para refractar, en los planos sucesivos de la intuición sensible, la contemplación de las Ideas5.

3.El mito final

Los comentaristas del diálogo difieren respecto del valor que Platón atribuye al mito sobre el otro mundo, con el que Sócrates concluye su exposición. Creo que la cita de Diès subraya lo fundamental: de un lado, el mito va en el mismo sentido que los argumentos anteriores, y, de otro, está presentado con unas claras cautelas acerca de su exactitud. Con todo, el mito es un elemento de primera importancia en ese discurso de persuasión que Sócrates se propone. Como un último conjuro. Y Platón se ha esmerado en su composición, como L. Robin y W. C. K. Guthrie6 han comentado. Combinando elementos tradicionales homéricos, rasgos de las iniciaciones órficas, creencias populares, y trazos de la cosmología jónica y pitagórica, con algunas pinceladas propias, traza Platón una fantástica pintura del mundo subterráneo y supraterrestre, con un mágico colorido.

Después de advertir con qué esmero se cuida el decorado, reconoceremos, de acuerdo con C. Eggers7, que lo importante en el mito es «su sentido, sentido ante todo funcional». «Siempre en función de los intereses de sus argumentaciones», los mitos escatológicos de Platón presentan una variedad de matices muy significativa. El del Gorgias subraya el valor del verdadero vivir para la filosofía. El del Fedón coincide en resaltar el premio a una ética y a una ascética fundamentadas. El de la República insiste en la justicia y en la responsabilidad del hombre en la elección de su destino.

Hay en ese recuento platónico una progresiva reelaboración de los detalles. En el Gorgias el esquema mítico es más simple, en la República se nos ofrece la forma más elaborada8. Los mitos, como Platón sabe muy bien, tienen un encanto propio y uno puede admitirlos así, como un hechizo seductor, y aceptarlos como una forma de encantamiento (114d). A punto de despedirse de la vida, el discutidor y escéptico Sócrates, a quien se condenó por impío en un terrible malentendido de los atenienses, cuenta un relato mítico variopinto y piadoso. Sobre la discusión dialéctica este ralato deja un tono poético, como un aroma o una ligera bruma que sombrea las aristas de un diálogo escuetamente racionalista. Tal vez esto sea otra muestra de la ironía sutil de Platón.

NOTA SOBRE LAS TRADUCCIONES ESPAÑOLAS

Hay varias traducciones españolas recomendables del Fedón. La más antigua entre las que aun se reeditan es la de Patricio de Azcárate, una versión notablemente fiel. La de L. Gil, que se ha reeditado en varias ocasiones (en compañía de sus versiones del Banquete y del Fedro), me parece la mejor en estilo y elegancia de su prosa. La de C. Eggers (Buenos Aires, 1971) va acompañada por una excelente introduccián y numerosas y cuidadas notas, presentándose como edición crítica. La de J. D. García Bacca, que está incluida en el tomo I de su versión de Platón. Obras Completas, Caracas, 1980, es muy interesante por su lenguaje castizo y ajustado, de grata lectura.

Para mi versión me han sido especialmente útiles la versión de Luis Gil y las notas de Conrado Eggers, y me es grato recordarlo aquí.

COMENTARIOS. NOTA BIBLIOGRÁFICA

Voy a dar aquí tan sólo la lista de los comentarios sobre el diálogo, que en la mayoría de los casos acompañan a una edición del texto griego.

R. D. ARCHER-HIND, The Phaedo of Plato, Londres, 1894; Nueva York, 1973.

R. S. BLUCK, Plato’s Phaedo, Londres, 1955.

J. BURNET, Plato’s Phaedo, Oxford, 1911.

C. EGGERS LAN, Platón. Fedón, Buenos Aires, 1971.

D. GALLOP, Plato. Phaedo, Oxford, 1975.

W. D. GEDDES, The Phaedo of Plato, Londres, 1863.

R. HACKFORTH, Plato’s Phaedo, Cambridge, 1955.

R. LORIAUX, Le Phédon de Platon (57a-84b), Namur, 1969.

L. ROBIN, Platon. Phédon, París, 1926.

W. J. VERDENIUS, «Notes on Plato’s Phaedo», Mnemosyne (1958), 133-243.

H. WILLIAMSON, The Phaedo of Plato, Londres, 1915.

Me parece también muy interesante el estudio de W. C. K. Guthrie, en su A History of Greek Philosophy, vol. IV: Plato. The Man and his Dialogues. Earlier Period, Cambridge, 1975, págs. 324-365. Los comentarios y referencias bibliográficas de Guthrie son siempre muy precisos y críticos.

NOTA SOBRE EL TEXTO

Para la traducción hemos seguido el texto publicado por J. Burnet en Platonis Opera, I, Oxford, 1900 (reimpr. 1961). Sólo nos apartamos de su lectura en unos pocos pasajes, que anotamos a continuación.

C. GARCÍA GUAL

1 Sobre la anterioridad del Fedón frente al Banquete, véase, p. ej., J. E. RAVEN, Plato’s Thought in the Making, Cambridge, 1965, páginas 105 y sigs. Y sobre el contraste entre el ascetismo del Fedón y el tono jovial de la atmósfera festiva del Banquete, cf. G. M. A. GRUBE, Plato’s Thought (1935), Londres, 1970, págs. 129-30. Sobre el mismo tema de la anterioridad de uno u otro diálogo, véase W. K. C. GUTHRIE, A History of Greek Philosophy, vol. IV, Cambridge, 1975, pág. 325.

2 Ver P. FRIEDLAENDER, Plato. An Introduction, trad. ingl., Londres, 1958, págs. 239 y sigs.

3 La literatura sobre el tema es muy amplia. Para el desarrollo del mismo en Platón, ver la síntesis de J. VIVES, Génesis y evolución de la ética platónica, Madrid, 1970, págs. 126-85.

4 A. DIÈS, Autour de Platon, 2.a ed., París, 1972, págs. 445-6.

5 DIÈS, ibid., págs. 446-7.

6 GUTHRIE, A History…, vol. IV, págs. 361 y sigs.

7 C. EGGERS, Platón. Fedón, Buenos Aires, 1971, págs. 58 y sigs.

8 Sobre el tema mítico del viaje al mundo de ultratumba en Platón, especialmente en la República, cf. C. GARCÍA GUAL, Mitos, viajes, héroes, Madrid, 1981, págs. 44 y sigs.

FEDÓN

EQUÉCRATES, FEDÓN1

[57a] EQUÉCRATES. — ¿Estuviste tú mismo, Fedón, junto a Sócrates el día aquel en que bebió el veneno en la cárcel, o se lo has oído contar a otro?

FEDÓN. — Yo mismo estuve allí, Equécrates.

EQU. — ¿Qué es, entonces, lo que dijo el hombre antes de su muerte? ¿Y cómo murió?2. Que me gustaría mucho escuchártelo. Pues ninguno de los ciudadanos de Fliunte, por ahora, va de viaje a Atenas, ni ha llegado [b] de allí ningún extranjero que nos pudiera dar noticias claras acerca de esos hechos, de no ser que él murió después de haber bebido el veneno. De lo demás no hubo quien nos contara nada.

FED. — ¿Ni siquiera, pues, estáis informados sobre el [58a] juicio, de qué manera se desarrolló?

EQU. — Sí, de eso nos informó alguno, y nos quedamos sorprendidos de que se celebrara con tanta anticipación y que él muriera mucho más tarde. ¿Por qué pasó eso, Fedón?

FED. — Tuvo una cierta suerte, Equécrates. Aconteció, pues, que la víspera del juicio quedó coronada la popa de la nave que los atenienses envían a Delos.

EQU. — ¿Y qué nave es ésa?

FED. — Ésa es la nave, según cuentan los atenienses, en la que zarpó Teseo antaño hacia Creta llevando a los famosos «dos veces siete», y los salvó y se salvó a sí mismo3. Así que le hicieron a Apolo la promesa entonces, bsegún se refiere, de que, si se salvaban, cada año llevarían una procesión a Delos. Y la envían, en efecto, continuamente, año tras año, hasta ahora, en honor al dios. De modo que, en cuanto comienzan la ceremonia, tienen por ley purificar la ciudad durante todo ese tiempo y no matar a nadie oficialmente hasta que la nave arribe a Delos y de nuevo regrese de allí. Algunas veces, eso se demora mucho tiempo, cuando encuentran vientos que la retienen, [c] El comienzo de la procesión es cuando el sacerdote de Apolo corona la popa de la nave. Eso ocurrió casualmente, como digo, la víspera de celebrarse el juicio. Por eso, justamente, fue mucho el tiempo que estuvo Sócrates en la cárcel, el que hubo entre el juicio y su muerte.

EQU. — ¿Y qué de las circunstancias de su muerte, Fedón? ¿Qué fue lo que se dijo y lo que se hizo, y quiénes los que estuvieron a su lado de sus amigos íntimos? ¿O no permitieron los magistrados que estuvieran presentes, y murió abandonado de sus amigos?

FED. — No, de ningún modo, sino que tuvo a algunos [d] a su lado, y muchos incluso.

EQU. — Esfuérzate en relatarnos todo eso lo más precisamente posible, de no ser que tengas algún apremio de tiempo.

FED. — Bueno, tengo un rato libre, e intentaré haceros el relato. Porque el evocar el recuerdo de Sócrates, sea hablando o escuchando a otro, es para mí lo más agradable.

EQU. — En tal caso, Fedón, tienes en quienes van a escucharte a otros semejantes. Así que intenta contarlo todo lo más detalladamente que puedas.

FED. — Pues bien, yo tuve una asombrosa experiencia [e] al encontrarme allí. Pues no me inundaba un sentimiento de compasión como a quien asiste a la muerte de un amigo íntimo, ya que se le veía un hombre feliz, Equécrates, tanto por su comportamiento como por sus palabras, con tanta serenidad y tanta nobleza murió. De manera que me pareció que, al marchar al Hades, no se iba sin un destino divino4, y que, además, al llegar allí, gozaría de dicha como nunca ningún otro. Por eso, pues, no me entraba, [59a] en absoluto, compasión, como parecería ser natural en quien asiste a un acontecimiento fúnebre; pero tampoco placer como cuando nosotros hablábamos de filosofía como teníamos por costumbre —porque, en efecto, los coloquios eran de ese género—, sino que simplemente tenía en mí un sentimiento extraño, como una cierta mezcla en la que hubiera una combinación de placer y, a la vez, de pesar5, al reflexionar en que él estaba a punto de morir. Y todos los presentes nos encontrábamos en una disposición parecida, a ratos riendo, a veces llorando, y de manera destacada [b] uno de nosotros, Apolodoro —que ya conoces, sin duda, al hombre y su carácter.

EQU. — Pues ¿cómo no?

FED. — Él, desde luego, estaba por completo en tal estado de ánimo, y yo mismo estaba perturbado como los demás.

EQU. — ¿Quiénes eran, Fedón, los allí presentes?

FED. — De los del país estaba ese Apolodoro, y Critobulo y su padre, y además Hermógenes, Epígenes, Esquines y Antístenes. También estaba Ctesipo el de Peania, y Menéxeno y algunos más de sus paisanos. Platón estaba enfermo, creo6.

EQU. — ¿Estaban algunos forasteros?

FED. — Sí, Simmias el de Tebas, y Cebes y Fedondas; [c] y de Mégara, Euclides y Terpsión.

EQU. — ¿Qué más? ¿Estuvieron Aristipo y Cleómbroto7?

FED. — No, ciertamente. Se decía que estaban en Egina.

EQU. — ¿Algún otro estaba presente?

FED. — Creo que éstos fueron, más o menos, los que allí estaban.

EQU. — ¿Qué más? ¿Cuáles dices que fueron los coloquios?

FED. — Yo voy a intentar contártelo todo desde el comienzo. Ya de un modo continuo también en los días anteriores [d] acostumbrábamos, tanto los demás como yo, a acudir a visitar a Sócrates, reuniéndonos al amanecer en la sala de tribunales donde tuvo lugar el juicio. Porque está próxima a la cárcel. Allí aguardábamos cada día hasta que se abría la puerta de la cárcel, conversando unos con otros, porque no estaba abierta muy de mañana. Y en cuanto se abría, entrábamos a hacer compañía a Sócrates y con él pasábamos la mayor parte del día.

Pero en aquella ocasión nos habíamos congregado aún [e] más temprano. Porque la víspera, cuando salíamos de la cárcel al anochecer, nos enteramos de que la nave de Delos había regresado. Así que nos dimos aviso unos a otros de acudir lo antes posible al lugar acostumbrado. Y llegamos y, saliéndonos al encuentro el portero que solía atendernos, nos dijo que esperáramos y no nos presentásemos antes de que él nos lo indicara.

Es que los Once8 —dijo— desatan (de los grilletes) a Sócrates y le comunican que hoy morirá.

En fin, no tardó mucho rato en volver y nos invitó [60a] a entrar. Al entrar, en efecto, encontramos a Sócrates recién desencadenado, y a Jantipa —que ya conoces— que llevaba en brazos a su hijito y estaba sentada a su lado. Conque, en cuanto nos vio Jantipa, se puso a gritar, como acostumbran a hacer las mujeres:

—¡Ay, Sócrates, por última vez te hablarán tus amigos y tú a ellos!

Al punto Sócrates, dirigiendo una mirada a Critón le dijo:

—Critón, que alguien se la lleve a casa9.

Y unos servidores de Critón se la llevaron, a ella que gimoteaba y se daba golpes de pecho. Sócrates, sentándose [b] en la cama, flexionó la pierna y se la frotó con la mano, y mientras se daba el masaje, dijo:

—¡Qué extraño, amigos, suele ser eso que los hombres denominan «placentero»10! Cuán sorprendentemente está dispuesto frente a lo que parece ser su contrario, lo doloroso, por el no querer presentarse al ser humano los dos a la vez; pero si uno persigue a uno de los dos y lo alcanza, siempre está obligado, en cierto modo, a tomar también el otro, como si ambos estuvieran ligados en una sola cabeza. Y me parece, dijo, que si Esopo lo hubiera advertido, [c] habría compuesto una fábula11 de cómo la divinidad, que quería separar a ambos contendientes, después de que no lo consiguió, les empalmó en un mismo ser sus cabezas, y por ese motivo al que obtiene el uno le acompaña el otro también a continuación. En efecto, algo así me ha sucedido también a mí. Después de que a causa de los grilletes estuvo en mi pierna el dolor, ya parece que llega, siguiéndolo, el placer.

Entonces dijo Cebes, tomando la palabra:

—¡Por Zeus, Sócrates, hiciste bien recordándomelo! Que [d] acerca de los poemas que has hecho versificando las fábulas de Esopo y el proemio dedicado a Apolo ya me han preguntado otros, como también lo hizo anteayer Eveno12, que con qué intención los hiciste, después de venir aquí, cuando antes no lo habías hecho nunca. Por tanto, si te importa algo que yo pueda responder a Eveno cuando de nuevo me pregunte —porque sé bien que me preguntará— dime qué he de decirle.

—Dile entonces a él —dijo— la verdad, Cebes. Que no los compuse pretendiendo ser rival de él ni de sus poemas [e] —pues ya sé que no sería fácil—, sino por experimentar qué significaban ciertos sueños y por purificarme, por si acaso ésa era la música13 que muchas veces me ordenaban componer. Pues las cosas eran del modo siguiente. Visitándome muchas veces el mismo sueño en mi vida pasada, que se mostraba, unas veces, en una apariencia y, otras, en otras, decía el mismo consejo, con estas palabras: «¡Sócrates, haz música y aplícate a ello!» Y yo, en mi vida pasada, creía que el sueño me exhortaba y animaba a lo que precisamente yo hacía, como los que animan [61a] a los corredores, y a mí también el sueño me animaba a eso que yo practicaba, hacer música, en la convicción de que la filosofía era la más alta música, y que yo la practicaba. Pero ahora, después de que tuvo lugar el juicio y la fiesta del dios retardó mi muerte, me pareció que era preciso, por si acaso el sueño me ordenaba repetidamente componer esa música popular, no desobedecerlo, sino hacerla. Pues era más seguro no partir antes de haberme purificado componiendo poemas y obedeciendo al sueño. Así que, en [b] primer lugar, lo hice en honor del dios del que era la fiesta. Pero después del himno al dios, reflexionando que el poeta debía, si es que quería ser poeta, componer mitos y no razonamientos14, y que yo no era diestro en mitología, por esa razón pensé en los mitos que tenía a mano, y me sabía los de Esopo; de ésos hice poesía con los primeros que me topé14bis. Explícale, pues, esto a Eveno, Cebes, y que le vaya bien, y dile que, si es sensato, me siga lo antes posible. Me marcho hoy, según parece. Pues lo ordenan [c] los atenienses.

Entonces Simmias dijo:

—¡Vaya un consejo ese que le das, Sócrates, a Eveno! Muchas veces ya me he encontrado con el hombre. Desde luego que por lo que yo he captado de él no te obedecerá de buen grado de ningún modo.

—¿Cómo? —dijo él— ¿No es filósofo Eveno?

—Me parece que sí —contestó Simmias.

—Pues entonces Eveno estará dispuesto, como cualquier otro que participe de esta profesión. Sin embargo, probablemente no se hará violencia. Pues afirman que no es lícito. Y, al tiempo que decía esto, bajaba sus piernas al [d] suelo, y sentándose así sostuvo ya el resto del diálogo.

Le preguntó entonces Cebes:

—¿Cómo dices eso, Sócrates, de que no es lícito hacerse violencia a sí mismo, pero que estará dispuesto el filósofo a acompañar al que muere?

—¿Cómo, Cebes? ¿No habéis oído tú y Simmias hablar de tales temas, habiendo estudiado con Filolao?15.

—Nada preciso, Sócrates.

—Claro que yo hablo también de oídas sobre esas cosas. Pero lo que he oído no tengo ningún reparo en [e] decirlo. Además, tal vez es de lo más conveniente para quien va a emigrar hacia allí ponerse a examinar y a relatar mitos16 acerca del viaje hacia ese lugar, de qué clase suponemos que es. ¿Pues qué otra cosa podría hacer uno en el tiempo que queda hasta la puesta del sol?

—¿Con qué fundamento, pues, afirman que no es lícito matarse a sí mismo, Sócrates? Pues yo, justo lo que tú decías hace un momento, ya se lo había oído a Filolao, cuando convivía con nosotros, y también otras veces a algunos otros, que no se debe hacer eso. Pero nada preciso he escuchado nunca acerca de esos asuntos.

—Bueno, hay que tener confianza —dijo—. Pues tal [62a] vez enseguida vas a oírlo. Quizá, sin embargo, te parecerá extraño que este asunto frente a todos los demás sea simple, y que nunca le ocurra al hombre, como sucede con los demás seres, que se encuentre en ocasiones en que también a él le sea mejor estar muerto que vivir, y en los casos en que le es mejor estar muerto, quizá te parezca extraño que a esos hombres les sea impío darse muerte a sí mismos, sino que deban aguardar a otro benefactor.

Entonces Cebes, sonriendo ligeramente, dijo expresándose en su dialecto:

—¡Sépalo Zeus!17.

—Pues sí que puede parecer —dijo Sócrates— que así [b] es absurdo. Pero no lo es, sino que, probablemente, tiene una explicación. El dicho que sobre esto se declara en los misterios18, de que los humanos estamos en una especie de prisión y que no debe uno liberarse a sí mismo ni escapar de ésta, me parece un aserto solemne y difícil de comprender. No obstante, me parece que, a mí al menos, Cebes, que no dice sino bien esto: que los dioses son los que cuidan de nosotros y que nosotros, los humanos, somos una posesión de los dioses. ¿O no te parece a ti así?

—A mí sí —dijo Cebes—.

[c] —Así pues —dijo él—, ¿también tú si alguno de los seres de tu propiedad se diera muerte a sí mismo, sin haberlo indicado tú que deseas que esté muerto, te irritarías con él, y, si pudieras darle algún castigo, se lo aplicarías como pena?

—Desde luego —dijo.

—Tal vez, entonces, desde ese punto de vista, no es absurdo que uno no deba darse muerte a sí mismo, hasta que el dios no envíe una ocasión forzosa, como ésta que ahora se nos presenta19.

—Bien —dijo Cebes—, eso sí parece razonable. Sin embargo, lo que decías hace un momento, lo de que los filósofos [d] fácilmente querrían morir, eso me parece absurdo, Sócrates, si es que está bien razonado lo que decíamos hace un momento: que la divinidad es quien se cuida de nosotros y nosotros somos posesiones de ésta. Porque el que no se irriten los más sensatos de dejar esa situación de servicio, en la que les dirigen quienes son los mejores dirigentes que existen, los dioses, no tiene explicación. Pues, sin duda, nadie cree que él se cuidará mejor por sí mismo, al quedarse en libertad. Sólo un individuo necio se apresuraría a creer que debe escapar de su amo, y no reflexionaría [e] que no conviene, por cierto, escapar del bien, sino permanecer en él lo más posible, y por ello escaparía irreflexivamente. Pero el que tenga inteligencia deseará siempre, sin duda, estar junto a lo que es mejor que él mismo. Así que, Sócrates, con esto resulta que es lógico lo contrario de lo que hace poco decíamos, que es natural que los sensatos se irriten al morir, y que los necios se alegren de ello.

Entonces, me pareció que Sócrates, al escucharlo, se regocijó con la objeción de Cebes, y, mirando hacia nosotros, dijo:

—De continuo, ciertamente, Cebes va a la rebusca de [63a] algunos argumentos y no está dispuesto por las buenas a dejarse convencer con lo que uno le diga.

Entonces dijo Simmias:

—Pero me parece, Sócrates, también a mí que, por lo menos ahora, Cebes dice algo cierto. Pues ¿con qué intención tratarían de escapar hombres, de verdad sabios, de unos dueños mejores que ellos mismos y querrían apartarse sin más de éstos? Y me parece que Cebes apunta a ti su razonamiento, porque tú tan fácilmente soportas el abandonarnos a nosotros y a unos buenos gobernantes, según tú mismo reconoces, los dioses.

—Es justo lo que decís —dijo—. Pues creo que vosotros [b] decís que me es preciso defenderme20 contra ese reproche como delante de un tribunal.

—Desde luego que sí —dijo Cebes.

—¡Vamos, pues! —dijo él—. Trataré de hacer mi apología ante vosotros más persuasivamente que ante los jueces. En efecto, yo —dijo—, Simmias y Cebes, si no creyera que voy a presentarme, en primer lugar, ante otros dioses sabios y buenos, y, luego, ante personas ya fallecidas mejores que las de acá, cometería una injusticia no irritándome de mi muerte. Pero sabed bien ahora que espero [c] llegar junto a hombres buenos, y eso no lo aseguraría del todo; pero que llegaré junto a los dioses, amos muy excelentes, sabed bien que yo lo afirmaría por encima de cualquier otra cosa. De modo que por eso no me irrito en tal manera, sino que estoy bien esperanzado de que hay algo para los muertos y que es, como se dice desde antiguo, mucho mejor para los buenos que para los malos.

—¿Cómo, Sócrates? —dijo Simmias—. ¿Y tú guardándote esa idea en tu mente vas a marcharte, o nos la puedes comunicar también a nosotros? Porque me parece a mí [d] que ése podría ser un bien común, y a la vez te servirá de apología, si es que nos convences de lo que dices.

—Bueno, lo intentaré —dijo—. Pero veamos primero qué es lo que aquí Critón pretende decirnos, me parece, desde hace un rato.

—Qué otra cosa, Sócrates, va a ser —dijo Critón—, sino que hace rato que me dice el que va a darte el veneno que te advierta de que dialogues lo menos posible. Pues dice que los que hablan se acaloran más y que eso no es [e] nada conveniente para administrar el veneno. En caso contrario, algunas veces es forzoso que quienes hacen algo así beban dos y hasta tres veces.

Y le contestó Sócrates:

—¡Ea, mándalo a paseo! Que se cuide sólo de su tarea, para estar dispuesto a dármelo dos veces, si es preciso, y hasta tres.

—Bueno, algo así sabía que dirías —dijo Critón—. Pero me da la lata desde hace un rato.

—Déjalo —dijo—. Ahora ya quiero daros a vosotros, mis jueces, la razón de por qué me resulta lógico que un hombre que de verdad ha dedicado su vida a la filosofía en trance de morir tenga valor y esté bien esperanzado de [64a] que allá va a obtener los mayores bienes, una vez que muera. Cómo, pues, es esto así, Simmias y Cebes, yo intentaré explicároslo.

Porque corren el riesgo cuantos rectamente se dedican a la filosofía de que les pase inadvertido a los demás que ellos no se cuidan de ninguna otra cosa, sino de morir y de estar muertos. Así que, si eso es verdad, sin duda resultaría absurdo empeñarse durante toda la vida en nada más que eso, y, llegando el momento, que se irritaran de lo que desde mucho antes pretendían y se ocupaban.

Entonces Simmias se echó a reír y dijo:

—¡Por Zeus, Sócrates, que, aunque no estaba ahora [b] con ganas de reírme, me has hecho reír! Creo, desde luego, que a la gente, de oírte decir eso mismo, le habría parecido que está muy bien dicho respecto a los filósofos —y que recibiría la aprobación de nuestros compatriotas completamente21— que los que filosofan andan moribundos, y tampoco se les escapa a ellos que son dignos de sufrir tal muerte.

—Y dirían la verdad, Simmias, con excepción de que a ellos no les pasa inadvertido. Pues les pasa inadvertido en qué sentido andan moribundos y en qué sentido son dignos de muerte y de qué tipo de muerte quienes son verdaderamente filósofos. Conversemos, pues —dijo—, entre [c] nosotros sólo, mandándolos a los demás a paseo. ¿Consideramos que la muerte es algo?

—Y mucho —dijo Simmias contestando.

—¿Acaso es otra cosa que la separación del alma del cuerpo22? ¿Y el estar muerto es esto: que el cuerpo esté solo en sí mismo, separado del alma, y el alma se quede sola en sí misma separada de cuerpo? ¿Acaso la muerte no es otra cosa sino esto?

—No, sino eso —dijo.

—Examina ahora, amigo, si compartes mi opinión en [d] lo siguiente. Pues con eso creo que sabremos más de la cuestión que estudiamos. ¿Te parece a ti que es propio de un filósofo andar dedicado a los que llaman placeres, tales como los propios de comidas y de bebidas?

—En absoluto, Sócrates —dijo Simmias.

—¿Qué de los placeres del sexo?

—En ningún modo.

—¿Y qué hay respecto de los demás cuidados del cuerpo? ¿Te parece que tal persona los considera importantes? Por ejemplo, la adquisición de mantos y calzados elegantes, y los demás embellecimientos del cuerpo, ¿te parece que los tiene en estima, o que los desprecia, en la medida en que no tiene una gran necesidad de ocuparse de ellos? [e]

—A mí me parece que los desprecia —dijo—, por lo menos el que es de verdad filósofo.

—Por lo tanto, ¿no te parece que, por entero —dijo—, la ocupación de tal individuo no se centra en el cuerpo, sino que, en cuanto puede, está apartado de éste, y, en cambio, está vuelto hacia el alma?

—A mí sí.

—¿Es que no está claro, desde un principio, que el filósofo libera su alma al máximo de la vinculación con el [65a] cuerpo, muy a diferencia de los demás hombres?

—Está claro.

—Y, por cierto, que les parece, Simmias, a los demás hombres que quien no halla placer en tales cosas ni participa de ellas no tiene un vivir digno, sino que se empeña en algo próximo al estar muerto el que nada se cuida de los placeres que están unidos al cuerpo.

—Muy verdad es lo que dices, desde luego.

—¿Y qué hay respecto de la adquisición misma de la sabiduría? ¿Es el cuerpo un impedimento o no, si uno lo toma en la investigación como compañero? Quiero decir, [b] por ejemplo, lo siguiente: ¿acaso garantizan alguna verdad la vista y el oído a los humanos, o sucede lo que incluso23los poetas nos repiten de continuo, que no oímos nada preciso ni lo vemos? Aunque, si estos sentidos del cuerpo no son exactos ni claros, mal lo serán los otros. Pues todos son inferiores a ésos. ¿O no te lo parecen a ti?

—Desde luego —dijo.

—¿Cuándo, entonces —dijo él—, el alma aprehende la verdad? Porque cuando intenta examinar algo en compañía del cuerpo, está claro que entonces es engañada por él.

[c] —Dices verdad.

—¿No es, pues, al reflexionar, más que en ningún otro momento, cuando se le hace evidente algo de lo real24?

—Sí.

—Y reflexiona, sin duda, de manera óptima, cuando no la perturba ninguna de esas cosas, ni el oído ni la vista, ni dolor ni placer alguno, sino que ella se encuentra al máximo en sí misma, mandando de paseo al cuerpo, y, sin comunicarse ni adherirse a él, tiende hacia lo existente.

—Así es.

—Por lo tanto, ¿también ahí el alma del filósofo desprecia [d] al máximo el cuerpo y escapa de éste, y busca estar a solas en sí ella misma?

—Es evidente.

—¿Qué hay ahora respecto de lo siguiente, Simmias? ¿Afirmamos que existe algo justo en sí o nada?

—Lo afirmamos, desde luego, ¡por Zeus!

—¿Y, a su vez, algo bello y bueno?

—¿Cómo no?.

—¿Es que ya has visto alguna de tales cosas con tus ojos nunca?25.

—De ninguna manera —dijo él.

—¿Pero acaso los has percibido con algún otro de los sentidos del cuerpo? Me refiero a todo eso, como el tamaño, la salud, la fuerza, y, en una palabra, a la realidad26 de todas las cosas, de lo que cada una es. ¿Acaso se contempla por medio del cuerpo lo más verdadero de éstas, [e] o sucede del modo siguiente: que el que de nosotros se prepara a pensar mejor y más exactamente cada cosa en sí de las que examina, éste llegaría lo más cerca posible del conocer cada una?

—Así es, en efecto.

—Entonces, ¿lo hará del modo más puro quien en rigor máximo vaya con su pensamiento solo hacia cada cosa, sin servirse de ninguna visión al reflexionar, ni arrastrando ninguna otra percepción de los sentidos en su razonamiento, sino que, usando sólo de la inteligencia pura por sí misma, [66a] intente atrapar cada objeto real puro, prescindiendo todo lo posible de los ojos, los oídos y, en una palabra, del cuerpo entero, porque le confunde y no le deja al alma adquirir la verdad y el saber cuando se le asocia? ¿No es ése, Simmias, más que ningún otro, el que alcanzará lo real?

—¡Cuán extraordinariamente cierto —dijo Simmias— es lo que dices, Sócrates!

[b] —Por consiguiente es forzoso —dijo— que de todo eso se les produzca a los auténticamente filósofos una opinión tal, que se digan entre sí unas palabras de este estilo, poco más o menos: «Puede ser que alguna senda nos conduzca hasta el fin, junto con el razonamiento, en nuestra investigación, en cuanto a que, en tanto tengamos el cuerpo y nuestra alma esté contaminada por la ruindad de éste, jamás conseguiremos suficientemente aquello que deseamos. Afirmamos desear lo que es verdad. Pues el cuerpo nos procura mil preocupaciones por la alimentación necesaria; y, [c] además, si nos afligen algunas enfermedades, nos impide la caza de la verdad. Nos colma de amores y deseos, de miedos y de fantasmas de todo tipo, y de una enorme trivialidad, de modo que ¡cuán verdadero es el dicho de que en realidad con él no nos es posible meditar nunca nada! Porque, en efecto, guerras, revueltas y batallas ningún otro las origina sino el cuerpo y los deseos de éste. Pues a causa de la adquisición de riquezas se originan todas la guerras, y nos vemos forzados a adquirirlas por el cuerpo, [d] siendo esclavos de sus cuidados. Por eso no tenemos tiempo libre para la filosofía, con todas esas cosas suyas. Pero el colmo de todo es que, si nos queda algún tiempo libre de sus cuidados y nos dedicamos a observar algo, inmiscuyéndose de nuevo en nuestras investigaciones nos causa alboroto y confusión, y nos perturba de tal modo que por él no somos capaces de contemplar la verdad.

»Conque, en realidad, tenemos demostrado que, si alguna vez vamos a saber algo limpiamente, hay que separarse de él y hay que observar los objetos reales en sí con el alma por sí misma. Y entonces, según parece, obtendremos [e] lo que deseamos y de lo que decimos que somos amantes, la sabiduría27, una vez que hayamos muerto, según indica nuestro razonamiento, pero no mientras vivimos. Pues si no es posible por medio del cuerpo conocer nada limpiamente, una de dos: o no es posible adquirir nunca el saber, o sólo muertos. Porque entonces el alma [67a] estará consigo misma separada del cuerpo, pero antes no. Y mientras vivimos, como ahora, según parece, estaremos más cerca del saber en la medida en que no tratemos ni nos asociemos con el cuerpo, a no ser en la estricta necesidad, y no nos contaminemos de la naturaleza suya, sino que nos purifiquemos de él, hasta que la divinidad misma nos libere. Y así, cuando nos desprendamos de la insensatez del cuerpo, según lo probable estaremos en compañía de lo semejante y conoceremos por nosotros mismos todo [b] lo puro, que eso es seguramente lo verdadero. Pues al que no esté puro me temo que no le es lícito captar lo puro.»

Creo que algo semejante, Simmias, es necesario que se digan unos a otros y que mantengan tal creencia los que rectamente aman el saber. ¿No te lo parece así?

—Del todo, Sócrates.

—Por lo tanto —dijo Sócrates—, si eso es verdad, compañero, hay una gran esperanza, para quien llega adonde yo me encamino, de que allí de manera suficiente, más que en ningún otro lugar adquirirá eso que nos ha procurado la mayor preocupación en la vida pasada. Así que el viaje que ahora me han ordenado hacer se presenta [c] con una buena esperanza, como para cualquier otro hombre que considere que tiene preparada su inteligencia, como purificada.

—Muy bien —dijo Simmias.

—¿Pero es que no viene a ser una purificación eso, lo que desde antiguo se dice en la sentencia «el separar al máximo el alma del cuerpo»28 y el acostumbrarse ella a recogerse y concentrarse en sí misma fuera del cuerpo, y a habitar en lo posible, tanto en el tiempo presente como [d] en el futuro, sola en sí misma, liberada del cuerpo como de unas cadenas?

—Desde luego.

—¿Por tanto, eso es lo que se llama muerte, la separación y liberación del alma del cuerpo?

—Completamente —dijo él.

—Y en liberarla, como decimos, se esfuerzan continuamente y ante todo los filósofos de verdad, y ese empeño es característico de los filósofos, la liberación y la separación del alma del cuerpo. ¿O no?

—Parece que sí.

—Por lo tanto, lo que decíamos en un comienzo: sería [e] ridículo un hombre que se dispusiera a sí mismo durante su vida a estar lo más cerca posible del estar muerto y a vivir de tal suerte, y que luego, al llegarle la muerte, se irritara de ello.

—Ridículo. ¿Cómo no?

—En realidad, por tanto —dijo—, los que de verdad filosofan, Simmias, se ejercitan en morir, y el estar muertos es para estos individuos mínimamente temible. Obsérvalo a partir de lo siguiente. Si están, pues, enemistados por completo con el cuerpo, y desean tener a su alma sola en sí misma, cuando eso se les presenta, ¿no sería una enorme incoherencia que no marcharan gozosos hacia allí [68a] adonde tienen esperanza de alcanzar lo que durante su vida desearon amantemente —pues amaban el saber— y de verse apartados de aquello con lo que convivían y estaban enemistados? Cierto que, al morir sus seres amados, o sus esposas, o sus hijos, muchos por propia decisión quisieron marchar al Hades, guiados por la esperanza de ver y convivir allá con los que añoraban. ¿Y, en cambio, cualquiera que ame de verdad la sabiduría y que haya albergado esa esperanza de que no va a conseguirla de una manera válida en ninguna otra parte de no ser en el Hades, va [b] a irritarse de morir y no se irá allí gozoso? Preciso es creerlo, al menos si de verdad, amigo mío, es filósofo. Pues él tendrá en firme esa opinión: que en ningún otro lugar conseguirá de modo puro la sabiduría sino allí. Si eso es así, lo que justamente decía hace un momento, ¿no sería una enorme incoherencia que tal individuo temiera la muerte?

—En efecto, enorme, ¡por Zeus! —dijo él.

—Por lo tanto, eso será un testimonio suficiente para ti —dijo—, de que un hombre a quien veas irritarse por ir a morir, ése no es un filósofo, sino algún amigo del cuerpo. Y ese mismo será seguramente amigo también de [c] las riquezas y de los honores29, sea de una de esas cosas o de ambas.

—Desde luego —dijo—, es así como tú dices.

—¿Acaso, Simmias —dijo—, no se aplica muy especialmente la llamada valentía a los que presentan esa disposición de ánimo?

—Por completo, en efecto —dijo.

—Por consiguiente también la templanza, e incluso eso que la gente llama templanza30, el no dejarse excitar por los deseos, sino dominarlos moderada y ordenadamente, ¿acaso no les conviene a estos solos, a quienes en grado extremo se despreocupan del cuerpo y viven dedicados a la filosofía?

[d] —Forzosamente —dijo.

—Porque si quieres —dijo él— considerar la valentía y templanza de los otros, te va a parecer que es absurda31.

—¿Cómo dices, Sócrates?

—¿Sabes —dijo él— que todos los otros consideran la muerte uno de los grandes males?

—Y mucho —dijo.

—¿Así que por miedo de mayores males los valientes de entre ésos afrontan la muerte, cuando la afrontan?

—Así es.

—Por lo tanto, por tener miedo y por temor son valientes todos a excepción de los filósofos. Y, sin embargo, es absurdo que alguien sea valiente por temor y por cobardía.

[e] —Desde luego que sí.

—¿Qué pasa con los moderados de ésos? ¿No les sucede lo mismo: que son moderados por una cierta intemperancia? Y aunque decimos que eso es imposible, sin embargo les ocurre una experiencia semejante en lo que respecta a su boba moderación. Porque por temor de verse privados de otros placeres y por más que los desean, renuncian a unos dominados por otros. Aunque, sí, llaman intemperancia al ser dominado por los placeres, no obstante les sucede que, al ser dominados por placeres, ellos [69a] dominan otros placeres. Y eso es semejante a lo que se decía hace un instante: que en cierto modo, ellos se han hecho moderados por su intemperancia.

—Pues así parece.

—Bienaventurado Simmias, quizá no sea ése el cambio correcto en cuanto a la virtud, que se truequen placeres por placeres y pesares por pesares y miedo por miedo, mayores por menores, como monedas, sino que sea sólo una la moneda válida, contra la cual se debe cambiar todo eso, la sabiduría32. Y, quizá, comprándose y vendiéndose [b] todas las cosas por ella y con ella, existan de verdad la valentía, la moderación, la justicia, y, en conjunto, la verdadera virtud, en compañía del saber, tanto si se añaden como si se restan placeres, temores y las demás cosas de tal clase. Y si se apartan del saber y se truecan unas por otras, temo que la virtud resultante no sea sino un juego de sombras, y servil en realidad, y que no tenga nada sano [c] ni verdadero. Acaso lo verdadero, en realidad, sea una cierta purificación de todos esos sentimientos, y también la moderación y la justicia y la valentía, y que la misma sabiduría sea un rito purificador.

Y puede ser que quienes nos instituyeron los cultos mistéricos no sean individuos de poco mérito, sino que de verdad de manera cifrada se indique desde antaño que quien llega impuro y no iniciado al Hades yacerá en el fango, pero que el que llega allí purificado e iniciado habitará en compañía de los dioses. Ahora bien, como dicen los de las iniciaciones, «muchos son los portadores de tirso, [d] pero pocos los bacantes»33. Y éstos son, en mi opinión, no otros sino los que han filosofado rectamente. De todo eso no hay nada que yo, en lo posible, haya descuidado en mi vida, sino que por cualquier medio me esforcé en llegar a ser uno de ellos. Si me esforcé rectamente y he conseguido algo, al llegar allí lo sabremos claramente, si dios quiere, dentro de un poco según me parece. Esto es, pues, Simmias y Cebes, lo que yo digo en mi defensa, de cómo, al abandonaros a vosotros y a los amos de aquí, [e] no lo llevo a mal ni me irrito, reflexionando en que también allí voy a encontrar no menos que aquí buenos amos y compañeros. [A la gente le produce incredulidad el tema.]34. Así que, si en algo soy más convincente en mi defensa ante vosotros que ante los jueces atenienses, estaría satisfecho.

Después que Sócrates hubo dicho esto, tomó la palabra Cebes y dijo:

—Sócrates, en lo demás a mí me parece que dices bien, pero lo que dices acerca del alma les produce a la gente [70a] mucha desconfianza en que, una vez que queda separada del cuerpo, ya no exista en ningún lugar, sino que en aquel mismo día en que el hombre muere se destruya y se disuelva, apenas se separe del cuerpo, y saliendo de él como aire exhalado o humo se vaya disgregando, voladora, y que ya no exista en ninguna parte. Porque, si en efecto existiera ella en sí misma, concentrada en algún lugar y apartada de esos males que hace un momento tú relatabas, habría una inmesa y bella esperanza, Sócrates, de que sea [b] verdad lo que tú dices. Pero eso, tal vez, requiere de no pequeña persuasión y fe, lo de que el alma existe, muerto el ser humano, y que conserva alguna capacidad y entendimiento35.

—Dices verdad Cebes —dijo Sócrates—. Pero ¿qué vamos a hacer? ¿O es que quieres que charlemos36 de esos mismos temas de si es verosímil que sea así, o de si no?

—Yo, desde luego —dijo Cebes—, escucharía muy a gusto la opinión que tienes acerca de estas cosas.

—Al menos ahora creo —dijo Sócrates— que nadie que nos oiga, ni aunque sea autor de comedias37, dirá que [c] prolongo mi cháchara y que no hago mi discurso sobre los asuntos en cuestión. Conque, si os parece bien, hay que aplicarse al examen.

Y examinémoslo desde este punto: si acaso existen en el Hades las almas de las personas que han muerto o si no. Pues hay un antiguo relato del que nos hemos acordado, que dice que llegan allí desde aquí, y que de nuevo regresan y que nacen de los difuntos. Pues, si eso es así, que de nuevo nacen38 de los muertos los vivos, ¿qué otra cosa pasaría, sino que persistirían allí nuestras almas? [d