Días felices - Angel Burgas - E-Book

Días felices E-Book

Angel Burgas

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Beschreibung

El Club de la Canasta empieza segundo de ESO y lo hace con dudas pero con nuevos retos. Martina y sus amigos están dispuestos a dar guerra de nuevo, pero en esta ocasión hay que destacar la llegada de un nuevo personaje que se cree el centro del mundo y también los problemas que les causa la Pajarica, la nueva presidenta. Una historia repleta de obstáculos que tiene lugar durante el primer trimestre del curso y en la que se ven involucrados en un robo, viven una fiesta de Navidad complicada, un Halloween accidentado y se ponen en contacto con bandas latinas que no saben qué les aportarán. ¿Sabrán resolver todos estos problemas? ¿Conseguirán superar el trimestre con éxito? ¡Una emocionante aventura de principio a fin que nos tendrá bien distraídos!

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Seitenzahl: 295

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Angel Burgas

Días felices

grumetes

Nuevo curso en el club de la canasta

Traducción de Marcelo E. Mazzanti

Saga

Días felices

 

Copyright © 2015, 2021 Angel Burgas and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726861808

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Para Caterina Burgas Jiménez y Inga Gibrat Burgas, porque comienzan justo ahora un nuevo curso fundamental: el de la vida.

Como Sandy y Danny Zuko

Sí, bueno, Fernando o Fernandito, como me llamaban en el otro cole, ese es mi nombre real, el que me pusieron mis padres... Yo no les pedí que me pusieran ese nombre. ¡No recuerdo estar dentro del útero de mi madre y oír que alguien me preguntara «Chaval, ¿cómo quieres llamarte?», o «Eh, chico, ve pensando un nombre para pasar a la posteridad», o «Rellena esta instancia con tus futuros datos»! Mi padre tenía claro que no me llamarían Susana porque en la ecografía ya era visible que yo no era niña y que tenía eso que las niñas no tienen... quiero decir que se me veía, pequeñaja y por la pantalla, esa cosita que nos distingue a los niños de las niñas...

Cuando llegué al cole el día 15 de septiembre, media hora antes de lo que indicaba la circular, me sorprendió que hubiera tantos compañeros reunidos ante el banco de piedra. Los de segundo de ESO, porque yo ya me podía considerar una alumna de segundo de ESO, teníamos que esperar en el patio a que el nuevo tutor o tutora viniera para acompañarnos hasta la que sería este año nuestra aula. Me acerqué al banco del patio porque distinguí las espaldas de mis amigos, las de Tom y Jerry, la de Álex, las de Iker y Harry, que formaban parte del corro de espaldas que rodeaban a alguien que estaba sentado y que, por lo que parecía, reclamaba su atención.

—¡Hola, Martina! —me saludó Tom, uno de los gemelos—. Ven, acércate. Tienes que conocer a Ferry.

—¿Ferry? —pregunté.

—Es nuevo —me dijo Tom mientras yo me abría paso entre los cuerpos hasta llegar a ver al personaje en cuestión—. Viene de otro cole. Se llama Fernando, pero todos lo llaman Ferry. Es un crack.

El crack era un tío de nuestra edad con el pelo rizado, tenía unas dos mil pecas en la cara, vestía una camiseta de tirantes de color amarillo canario, bermudas, chancletas y gafas de sol sobre la cabeza, como una diadema. Decidí que no cumplía ni una sola de las normas de vestimenta que los tutores daban el primer día de cole y que, por tanto, al día siguiente iba a tener que venir vestido de forma completamente diferente, de la cabeza a los pies.

El tío, sentado en el banco con las piernas cruzadas como un indio, hablaba y movía las manos sin parar. También tenía como un tic y guiñaba un ojo incesantemente. Mis compañeros de clase, los viejos conocidos de primero, lo escuchaban boquiabiertos.

—¿De dónde ha salido este payaso? —le pregunté a Tom, sin intentar ser discreta. En realidad creo que lo hice a propósito para que me oyera bien.

—¿Payaso? ¿Has dicho payaso? —dijo el chico, mirándome curioso—. Showman. Payaso es un adjetivo que no me define, nena —me dijo, sin enfadarse—. Showman me gusta más y es lo que mejor se ajusta a mi personalidad. —Y a continuación, mirando a su círculo de espectadores hipnotizados, preguntó—: ¿Quién es esta chica?, ¿la graciosa de segundo de ESO?

El fantasma en cuestión estaba muy equivocado. Como dice siempre mi abuela Rosa, hay que saber antes de hablar.

—Es la líder del club de la canasta —anunció Enrique Anadón, uno de los matones de la clase—. ¡Tiene un club de patéticos que la adoran!

Tom se enfadó con él y le dijo que no se metiera con los demás, que bastante tenía con ser como era (un desgraciado, añadió) y que mejor le irían las cosas si en vez de estar con sus colegas (sus colegas imbéciles, precisó) estuviera con nosotros.

—¿Con vosotros? —saltó Enrique, tan gallito como siempre—. ¿Que yo me venga con vosotros? ¿Quieres que le cuente a Ferry cómo sois los miembros del club de la canasta?

—Vámonos, Tom —le dije al gemelo, antes de que la cosa se fastidiara el primer día de cole.

—Uy, uy, uy... ¿El club de «la cagaste»? —se interesó el recién llegado de las gafas y las chancletas—. ¿Qué es eso? ¿Una especie de club de la comedia?

Tom y yo no nos quedamos a oír la respuesta de Enrique. Nos fuimos a nuestro lugar de reunión habitual, una de las renovadas canastas de basket del patio. De ahí viene el mote que nos han puesto en el cole.

—¿De dónde habrá salido ese tío? —me pregunté en voz alta.

—Se ve que ha repetido. Que el año pasado, en su antiguo cole, las cosas no le fueron bien...

—No me extraña —le interrumpí.

—... y sus padres le han dado una nueva oportunidad trayéndolo aquí. No sé si se integrará en el centro, pero como mínimo sabe llamar la atención.

Poco a poco, cuando aún faltaban quince minutos para la hora de entrar, fueron acercándose a la canasta los amigos que formaban el grupo, a la mayoría de los cuales no había visto desde hacía dos meses. El primero en abandonar el círculo de Ferry fue Iker. Iker ve muertos. Bueno, eso es lo que él dice. Según padres y psicólogos, lo único que pretende es llamar la atención. El año pasado llegó al súmmum del surrealismo (esta expresión es de uno de los profes) cuando se enamoró del espíritu de una niña muerta. Suerte que ni sus padres ni los psicólogos llegaron a saberlo.

—¿Cómo os ha ido el verano? —preguntó con desgana.

—Iker, tienes mala cara —le dije.

—¿Has visto muchos muertos este verano? —le preguntó Tom—. ¿Has conocido a alguna otra chica de esas invisibles y difuntas?

—Paso de ti, Tom —le dijo Iker sin mirarlo—. Paso de ti y de todos.

—¿Y eso? ¿Qué hay?

—Nada. Mi padre. Como siempre.

El padre de Iker le castigaba a menudo. Sin tele, sin salir y sin ir al gimnasio. Lo de no ir al gimnasio era la peor penitencia, y no porque le gustara hacer deporte y cuidarse, sino porque lo usaba de excusa para meterse en un locutorio de chinos y ver por internet las pelis de higadillos que no podía ver en casa. El padre de Iker no soportaba que de vez en cuando el tutor lo citara para echarle en cara que su hijo fardase de ver muertos y todo eso. Según Iker, los veía de verdad.

—¿Qué le voy a hacer? ¡Tengo este don! ¡No puedo ir en contra de la naturaleza!

Nosotros, en primaria, nos tragábamos lo de los muertos. Después, al hacernos mayores, hemos ido poniéndolo en duda. Iker tiene como una fijación, y no hay forma de hacerlo bajar del burro. Pero su padre no se lo toma con filosofía: para él, todo lo que dice Iker son chorradas, y lo amenaza con meterlo en un correccional si no cambia de actitud.

—¿Pero es que no ves que te toman por loco, desgraciado? ¿No ves que con esas tonterías nunca van a darte la ESO?

Aquel primer día de cole, Iker no tenía ganas de hablar. Se quedó cabizbajo, sentado al pie de la canasta, mientras llegaban Jerry y Harry. Jerry es el hermano gemelo de Tom. En realidad sus nombres no son ni Tom ni Jerry, pero siempre los hemos llamado así, como los personajes de los dibujos animados. Son como dos gotas de agua, su madre los parió idénticos. Con los años han ido diferenciándose. Ya no visten igual ni llevan las mismas gafas y el mismo peinado. Y la causa de la diferencia de aspecto la tiene una compañera nuestra, Marga. Tom se enamoró el año pasado de Marga, y ella, pobre, que era nueva, no distinguía a Tom de Jerry y siempre los confundía, como les pasa a todos. Tom hizo todo lo posible por diferenciarse de su hermano y conseguir que Marga supiera quién era uno y quién el otro. No le sirvió de mucho, creo, porque Marga es muy suya y, de momento, no parece sentirse atraída por los gemelos. Ni por uno ni por el otro. Jerry tiene novia desde finales del segundo trimestre de primero. La chica de Jerry es Asun, una que hace tercero de ESO y que antes pertenecía al grupo de las monjitas. Ella y otra que se llama Lourdes eran las líderes y tenían en su poder a unas cuantas niñas tímidas a las que les hacían la vida imposible. De hecho, eran sus esclavas. Ahora Asun se ha separado de Lourdes y viene con nosotros, sobre todo para estar con Jerry.

Harry tampoco se llama Harry, sino Adrián. Lo de Harry es porque se parece al actor que hace de Harry Potter en las pelis. Se parecen mucho físicamente, pero la gran diferencia entre los dos es la higiene. No sabemos cómo es Daniel Radcliffe, el actor que hace de Harry en el cine, pero seguro que no es tan sucio, guarro y dejado como el nuestro. Harry es un personaje asqueroso y repugnante que no se ducha ni se lava los dientes ni se cambia de ropa. Es un desastre con patas. Un guarro a la enésima potencia.

—¡Hola, Martina! ¡Hola, Tom! —nos saludó—. ¡Ya habéis conocido a Ferry! ¡Vaya crack, el tío!

—¿Qué diablos haces tú por aquí, Harry? —le preguntó Tom—. ¿No tendrías que estar en tu clase?

Harry repetía curso y tenía que volver a hacer primero de ESO. El año pasado había hecho el manta más de la cuenta y le quedaron seis asignaturas. El tutor habló con su madre y le propuso una repetición.

—No sé si aprenderá más, señora —se resignó el tutor—, pero al menos servirá para que adquiera ciertos hábitos.

—¿Ciertos hábitos? —se extrañó la madre de Harry—. ¿Hábitos como los de un monje? ¿Es que cree usted que mi hijo quiere hacerse cura?

De padre músico, hijo bailarín, que dice mi abuela.

—No, señora. Hábitos de estudio, de puntualidad, de limpieza...

La mujer aceptó: Harry dejaría de ser nuestro compañero de segundo y se quedaría en primero. Él se puso hecho un basilisco con su madre y con el tutor. Que no podían hacerle eso; que no podía perder a sus amigos; que era miembro del club de la canasta... Lo tranquilizaron: nada de lo que él había dicho iba a suceder. Seguiría viendo a sus compañeros, y podrían juntarse bajo la canasta durante el recreo. Pero era indispensable que repitiera curso y que cambiara su conducta a todos los niveles.

Por eso Tom y yo nos extrañamos de verlo allí, a la hora de convocatoria de los alumnos de segundo. Los de primero habían entrado media hora antes, y ahora debían de estar en el aula escuchando las instrucciones del tutor.

—No me he acordado —se excusó el muy bruto—. Y además, ya sé lo que dirá el tutor de primero. Ya lo oí el año pasado.

Y justo en ese momento vimos como cruzaba el patio y se acercaba a la canasta una de las secretarias del cole.

—Adrián, el tutor me pregunta por dónde andas. Hace media hora que tendrías que estar en clase. ¿Es que tu madre no recibió la circular informativa?

—Me he olvidado de que volvía a hacer primero —dijo Harry.

—Pues ve acostumbrándote, chico. El tutor se pondrá hecho una furia cuando sepa que estás en el patio en vez de en clase. Ya puedes subir inmediatamente.

Tom admitió que la cosa empezaba mal para Harry, y que costaría dios y ayuda volver a enderezarlo.

—¿Habéis visto lo sucio que va? Seguro que hace semanas que lleva el mismo polo...

La que también repetía curso era la Pajarica. Volvía a hacer tercero. En junio no aprobó casi ninguna materia, y en septiembre, según me había comentado una tarde de la semana pasada, no se presentó.

—¿Para qué? Yo lo que quiero es quedarme en tercero dos cursos más, este y el próximo, para poder ir juntas a clase, Martina. Ese es mi objetivo.

—¿Objetivo? ¡Tú estás como una cabra! Perder el tiempo, eso es lo que estás haciendo. Tenías que haber estudiado este verano, Vane, y hacer los trabajos y practicar inglés. Ahora empezarías cuarto de ESO, y si aprobaras en junio ya tendrías los estudios acabados y podrías hacer lo que te diera la gana...

—¡Pero lo que quiero es no separarme de ti! Lo que quiero es quedarme con vosotros en el club. Y más ahora, que soy la presidenta...

Eso no era del todo cierto. La Pajarica se llama en realidad Vanesa y nació en Ecuador. Había sido presidenta en funciones del club a finales del curso pasado. Sucedió que los alumnos de primero y segundo nos fuimos de crédito de síntesis y ella, que hacía tercero, fue el único miembro del club que se quedó en el cole. Tom, que es un tío muy cabal, le encomendó tomar las riendas del club durante nuestra ausencia. De hecho, no tuvo que tomar las riendas de nada, porque no hubo nadie bajo la canasta durante esos días. Pero aún así la Pajarica, de la que ya habíamos tenido más de una ocasión de comprobar que no era tan atontada como parecía, ejerció sus funciones durante nuestra ausencia: la muy granuja admitió como socias del club a dos amigas suyas sin consultarlo con nadie. El resto nos enfadamos mucho cuando lo descubrimos al volver de la excursión, y le exigimos revocar su decisión: esas dos chicas (esas dos tontainas) no podían entrar en el club sin la aprobación de la mayoría.

—¿Y dónde dice eso? —se nos encaró la Pajarica un mediodía de finales de junio—. ¡La presidenta de cualquier club tiene derecho a tomar las decisiones que quiera! Le he preguntado al novio de mi hermana y me ha dicho que eso lo pone en todos los estatutos. Y que es democrático.

—¿Y qué quiere decir todo eso? ¿De qué estás hablando? —se indignó Tom al oír a esa tonta hablar de conceptos políticos que él dominaba a la perfección, porque Tom, a pesar de tener solo catorce años, era un adulto atrapado en un cuerpo infantil—. ¿Qué diablos entiendes tú por estatutos y democracia?

—¡Pues yo no sé! —saltó a la defensiva nuestra presidenta en funciones—. Pero el novio de mi hermana...

—¡Me importa un rábano el novio de tu hermana! —la interrumpió Tom de malas maneras—. Te has extralimitado en tus funciones, lo que quiere decir que has hecho algo que no podías hacer. ¡Esas amigas tuyas no pueden formar parte del club! ¡Ninguno de nosotros las quiere!

—¡Cállate y no me grites, gordito sabiondo! ¡Te voy a poner una querella! ¡Te voy a poner un pleito!

Vane se nos reveló como una adicta a los programas de cotilleo de las teles, esos en los cuales cuatro pelacañas se pelean en directo, se ponen «pleitos» y «querellas» y van de juzgado en juzgado porque no deben de tener nada más que hacer. Lo que más molestó a Tom fue que la niña lo hubiera llamado «gordito sabiondo», especialmente la parte de «gordito», porque Marga estaba presente, y era la chica que más le gustaba del mundo.

—¿Tú crees que estoy gordo, Martina? —me preguntó esa misma tarde.

—No tanto. Antes estabas más gordito —le dije sinceramente.

—¡Es que me abstengo de comer muchas cosas! Intento no pasarme con el pan. No como embutidos. Le pido a mi madre que no me haga la carne rebozada, solo a la plancha... Me esfuerzo, Martina. Y voy dos veces por semana a correr, y ya sabes cuánto odio correr... Y ahora va esa estúpida y me llama «gordito»... —No le hagas caso. Lo ha dicho porque estaba rabiosa.

—... y delante de Marga... —se lamentó él.

Marga había llegado al cole la primera semana después de Navidades. Su padre era piloto de avión, y nos hicimos amigas enseguida. Soy una apasionada de los aviones. Y lo soy desde pequeña. Siempre me ha fascinado todo lo que tenga que ver con la aviación y la aeronáutica. Hay cierta gente en el cole que me llama «Air Force One», que es el nombre del avión oficial del presidente de Estados Unidos. Cuando supe que Marga era hija de un piloto, me quedé de piedra. ¡Un padre que pilotaba aviones cada día! ¡Que pasaba más horas en el cielo que en tierra! No me lo podía creer. No me costó nada convencer a los compañeros de que Marga tenía que ser miembro del club. Era una chica despierta, ocurrente, atractiva y emprendedora. Había vivido muchos años en París porque su padre trabajaba para la empresa Air France, y mis compañeros decían que tenía un poco de humos, como muchos franceses. De hecho, a decir verdad, decían que a menudo se comportaba como una «estúpida pedante cretina más pelota que las de basket», pero Tom, que, insisto, es un chico cabal y maduro, le veía todas las gracias:

—Me dolería tanto que Marga me calificase de «gordito»... —insistió aquella tarde.

Pero el primer día de cole Marga aún no había llegado. Y era raro, porque acostumbraba a ser muy puntual y rigurosa. La que sí llegó antes de tiempo fue la Pajarica. Ellos, los de tercero, estaban convocados media hora más tarde, pero la niña había llegado antes porque sabía que nos encontraría en el patio.

—Ya tenemos aquí a la «Camarada Presidenta» —me susurró Tom cuando la vimos llegar corriendo y con una sonrisa de oreja a oreja.

La Pajarica estaba eufórica. Nos besó en la mejilla y dijo que estaba muy contenta de volver a vernos, que tenía muchos planes para el club y que, como presidenta, había decidido convocar una reunión de urgencia para hablar de los nuevos proyectos. Hablaba tan atropelladamente que se atragantó y acabó tosiendo, escupiendo y echando perdigones a todos.

—¡Qué asco de nena! —exclamó Iker, tapándose la cara con las manos.

—Madre de Dios, la que nos espera... —dijo Tom.

 

Cuando entramos en el aula de segundo, la tutora nos permitió sentarnos donde y con quien quisiéramos. Iba a sentarme al lado de Marga, pero no había llegado todavía. Una que se llama Mireia Soler, pero a quien todos llaman «la Tarta» porque es tartamuda y habla mal, se me acercó enseguida.

—¿Pu... pu... puedo sentarme co-co-co... contigo, Martina? —me pidió.

—No. Está ocupado.

—Aq... aq... aquí a t-t-tu lado no hay n...n-n-nadie...

—Marga me ha pedido que le guarde el asiento. Y va a sentarse conmigo. Búscate otra mesa, Mireia.

Pero nadie quería sentarse con la Tarta, aunque sea la chica que saca las mejores notas de la clase. La muy burra fue a la tutora, que era Maëlle, la profesora de francés, y le expuso —con dificultades, claro— su problema.

Maëlle, con una barriga alucinante, porque estaba embarazada de seis meses, me advirtió de que en la escuela no se reservaban asientos, y que Mireia se sentaría a mi lado.

—¡Pero aquí se sienta Marga! —me rebelé.

—Marga está enferma, Martina. Cuando pueda volver al cole ya pensaremos en cambios. Ahora, de momento, Mireia se sentará contigo.

—Pero...

—Ça ne sert à rien de discuter, Martina. 1

La Tarta ocupó la mesa y me dedicó una mirada de superioridad. Le habría partido la cara a esa burra. Pero la revelación de Maëlle me dejó incapaz de reaccionar. ¿Marga estaba enferma? ¿Y por qué no me había llamado para decírmelo? Yo la consideraba mi mejor amiga. ¿Qué le pasaba?

Tom se sentó al lado de Iker, y Jerry al lado de Álex. Álex y yo somos amigos desde P3. Habíamos empezado a ir a la escuela juntos y también pertenecía al club. El último trimestre de primero fue complicado para Álex. El chaval tiene un terror especial al mar, porque cree que está lleno de tiburones. Y durante la excursión a las playas del Ampurdán tuvo graves problemas para realizar las actividades acuáticas. Pero lo más fuerte que le había pasado era una cosa que solo sabía yo: se había hecho amigo de Enrique Anadón, el matón más matón y más líder de los matones del cole. Dentro del recinto escolar disimulaban porque, en teoría, Álex y Enrique eran enemigos declarados, y hasta se habían pegado más de una vez. Y de repente yo descubrí que se veían fuera del cole, y que el imbécil de Enrique iba a casa de Álex y cenaba con su familia. Llegué a pensar que estaban enamorados. Álex no había revelado a nadie su nueva amistad con el cafre de Enrique, que nos insultaba y despreciaba a todos los compañeros de clase, y me hizo prometer que no se lo contaría a nadie.

—¿Pero cómo puedes ser amigo de un tío tan repelente?

—Es que Enrique tiene dos caras, Martina... —se justificó Álex.

—¡Pues normalmente muestra solo la cara más asquerosa y cruel!

—Ya lo sé —se lamentó—. Pero a mí me muestra también la otra... No sé cómo explicarlo. Pero no tiene que saberlo nadie, Martina. Si los del club se enteran de que soy amigo de Enrique fuera del cole, me crucifican...

Y con toda la razón, pensé. Un miembro del club amigo de un tío que nos hace la vida imposible, nos insulta, nos ridiculiza, nos acusa de cosas que no hemos hecho y habla mal de nosotros... ¿Cómo diablos podía ser que Enrique jugara a dos bandas? Ahí había algo oscuro que yo me había decidido a investigar. Tenía todo un curso para hacerlo, y estaba segura de que tarde o temprano lo descubriría.

Ferry, el nuevo, se sentó al lado de Luis Vila. En cuanto Maëlle lo vio, tal como yo me temía, le comentó las normas de vestimenta del cole. Resultó que Ferry no cumplía ni una. No se podía llevar camiseta sin mangas, no se podía llevar chancletas, no se podía llevar gafas de sol sobre la cabeza...

—Usted me está juzgando por mi aspecto externo, señora Maëlle —empezó el tío, levantándose y con una sonrisa en los labios—. Y acepto que aquí haya unas normas que todos tengan que cumplir. Pero permítame plantearle una cuestión: ¿quiénes somos en realidad? Como seres humanos, quiero decir. ¿Usted podría afirmar, sin conocerme, que sabe cómo soy? ¡Míreme! Sí, reconozco que tengo una pinta entre guiri y pasota. Tiene razón. Doy una imagen exterior de chulo piscinas, puede pensar usted. Un mocoso que quiere comerse el mundo y va de guay, como se dice ahora. Pero quien realmente se encuentra ante usted... quien realmente la escucha y quien forma parte, desde hoy, de este conjunto de adolescentes, es un ser invisible que no lleva camiseta ni chancletas ni gafas de sol. Imagínese, señora Maëlle, un alma. Un alma espiritual. Con pecas, eso sí, porque las pecas vienen de fábrica. Esa alma está desnuda. A pelo, en pelota picada. Y tiene frío. Y tiene miedo. Y quizás sienta vergüenza. Y también se siente insegura. Y esa alma que...

—¿Puedes... callarte... y sentarte, por favor? —le pidió Maëlle, tartamudeando como la Tarta.

Si me pinchan no me sacan sangre. Ni a mí ni a ninguno de mis compañeros, que nos quedamos alucinados ante la desvergüenza de ese tipo tan raro con una tendencia enfermiza a hacer monólogos. Maëlle, la tutora, también se había quedado de una pieza. Yo diría que la barriga le bajó cinco centímetros de repente, como si el feto que llevaba dentro hubiera hecho presión hacia abajo, dispuesto a escapar para no tener que oír a aquel pavo. Mi compañera indeseada de mesa tenía los ojos abiertos como platos.

—¿D-d-de dónde han s-s-s-sacado a ese pa-pa-papayaso?

Fue una reunión puramente informativa. Además de comunicarnos las normas, nos dieron los horarios y una lista de material. Maëlle nos informó de que, a causa de su estado, no podría ser tutora durante todo el curso, y que posiblemente alguien la sustituiría antes de las vacaciones de Navidad. También nos invitó a participar en las actividades del trimestre: el túnel del terror que iban a montar los alumnos de cuarto para Halloween y la fiesta de Navidad de la escuela.

—Ferry tendría que actuar en la fiesta de Navidad —me comentó Jerry mientras salíamos del aula, una hora más tarde—. Tendría que hacer un monólogo gracioso.

—E Iker tendría que organizar el túnel del terror de Halloween —añadió su hermano gemelo—. En temas mortuorios es un maestro. Y quién mejor que él, ahora que nos hemos quedado sin la gótica...

La gótica era una del club que se había ido del cole. Cuando me enteré me supo mal. Habíamos tenido muchos problemas con Carla, pero al final acabamos siendo amigas. Que se iba del cole me lo había dicho Pablo. Con Pablo nos vimos tres o cuatro veces durante el verano, en Barcelona, y pasamos un fin de semana juntos en la Garrotxa.

Tras mucho estira y afloja, a principios de julio le di una oportunidad a nuestra historia de amor. Me da un poco de vergüenza tener que describirlo en estos términos, pero no se me ocurre otra forma mejor de decirlo. Él quería salir conmigo y ese verano decidí que yo quizás también. Durante todo el curso de primero nos habíamos estado persiguiendo: primero él a mí, después yo a él, luego ya no sé. Éramos dos niños. Yo hacía primero y él segundo. En el fondo del fondo soy consciente de que entre dos niños poco experimentados es difícil llamar «historia de amor» a lo que vivimos. Pablo me gusta, tengo que reconocerlo. Me gusta su físico, y me gusta cómo es y cómo me trata. Decidimos darnos una oportunidad cuando ya se había acabado el cole, y antes de que mi familia y yo nos fuéramos, como cada año, a pasar el verano en el pueblo de la Garrotxa. Evidentemente, tuve muy claro que no diría nada ni a mis padres ni a nadie. En Barcelona, y sin cole, fue relativamente fácil quedar y vernos con cualquier excusa. Le decía a mamá que iba a ver a Marga, que había quedado con la pesada de Vane o que los gemelos me habían invitado a merendar en su casa. Pablo me esperaba en el parque que hay al lado del cole, y paseábamos, y hablábamos, y un día me dio un beso. Largo. Con lengua. El primero de mi vida. No se lo conté ni a Marga.

Después me fui y mantuvimos contacto diario mediante whatsapps. La verdad es que lo eché mucho de menos. Pensaba en él en casa, pensaba en él cuando iba a la piscina con mis amigos del pueblo... Una experiencia, eso de añorar a alguien de una manera tan íntima, que no había vivido nunca antes. Un día, Pablo me dijo que quería venir a verme a Montagut.

—¿Pero cómo? ¡Está muy lejos! —le advertí.

—Me he informado de que hay un autocar directo de Barcelona a Olot que hace paradas en los pueblos de la zona. Saldré temprano por la mañana, pasaremos el día juntos y me iré por la noche. Tú solo tienes que conseguir que te dejen pasar un día fuera de casa.

—No sé si será fácil...

—Que una amiga haga como que te invita a pasar el día con ella —sugirió.

Decidimos que sería un viernes. Yo le esperaría en la parada del autocar, a la entrada del pueblo. Llegaría a las diez. Mi padre aún trabajaba en Barcelona durante la semana y llegaría al anochecer. Mamá, ocupada arreglando el jardín y la casa para recibir a unos amigos al día siguiente, no me puso ningún impedimento cuando le pedí quedarme todo el día en casa de una amiga que tiene piscina.

Pablo llegó puntual. Pactamos que si nos encontrábamos con mi madre, mis tíos o algún amigo muy amigo de la familia, diríamos que él estaba en Montagut por casualidad, que sus padres habían venido a visitar a unos amigos, y que estábamos dando una vuelta y contándonos anécdotas del cole y hablando de cómo sería el curso siguiente. Intenté llevarlo por rincones poco transitados, y comimos un bocadillo en un bar alejado del centro. A primera hora de la tarde nos topamos con mi tío Eusebio, que en su juventud había sido heavy metal y había formado un grupo de rock. Siempre va a la suya, lo conozco bien, y ni siquiera me preguntó quién era ese chico. Después decidimos hacer una excursión por los alrededores, y nos echamos a caminar y a charlar compulsivamente, sin pensar que el tiempo pasa rápido cuando estás haciendo algo que te gusta. De manera que, para cuando nos dimos cuenta, estábamos lejos de Montagut, se había hecho de noche y el último autocar a Barcelona ya había salido.

Perdí un poco los nervios. ¿Qué íbamos a hacer? Pablo llamó a su casa y dijo que se iba a quedar a dormir en casa del amigo al que, en teoría, había ido a visitar ese día. Como es un chico y además responsable y valiente, su madre le dijo que le parecía bien y que buenas noches. Aluciné bastante. ¿Es que esa mujer no se preocupaba por su hijo? ¿No le preguntaba nada más? Pablo se encogió de hombros y se limitó a decir: «Problema solucionado». Pero no. El problema no estaba solucionado. El problema lo tenía yo: ¿qué iba a hacer con Pablo esa noche? En Montagut, que yo sepa, no hay hotel ni pensión. Tampoco hubiéramos tenido el dinero para pagarlo. ¿Tenía que dejarlo durmiendo en la calle? ¿En un pajar? ¿En una casa abandonada?

—En tu casa —propuso él, con toda la inocencia del mundo—. Les diré a tus padres que he perdido el autocar. Alguna cama de sobra tendréis, ¿no?

No podía creerme lo que oía. ¿Cómo que iba a quedarse a dormir en mi casa? ¿Cómo iba a explicar yo a mis padres que ese compañero de escuela de Barcelona estaba en Montagut, solo y sin donde dormir? ¿Cómo iban a tragarse todo eso? Me puse histérica mientras rehacíamos el camino de vuelta al pueblo. Qué situación tan absurda, tan surrealista, tan patética... Yo que hasta entonces había disimulado tan bien nuestra relación... yo que había sido tan prudente...

Todo se complicó sin remedio cuando, al entrar en el pueblo, ya de noche, coincidimos con mi padre, que llegaba de Barcelona en coche. Frenó, bajó la ventanilla y me llamó. Yo ni siquiera me había preparado una excusa creíble.

—¿Qué haces en la calle? Ya tendrías que estar en casa, ¿no? Venga, sube —dijo, abriendo la puerta del coche.

No supe qué hacer, y me quedé ahí plantada como un tentetieso. Pablo, en cambio, reaccionó enseguida: saludó a mi padre y extendió un brazo para darle la mano a través de la puerta abierta.

—Buenas noches, señor. Soy Pablo, compañero de escuela de Martina. He venido de Barcelona y resulta que he perdido el último autocar. Estoy más colgado que una aceituna.

Mi padre, que ya me lo conozco, se quedó desconcertado. Sin soltarle la mano a Pablo, nos miraba a uno y a otra alternativamente, sin decir ni mu.

—Me pregunto si sería posible quedarme a dormir en su casa, señor —siguió Pablo—. Soy menor de edad. Y ahora no, pero quizás por la noche haga frío y me quede congelado si duermo a la intemperie.

Papá aún no reaccionaba. Finalmente dijo: «Sí, claro, sube al coche». Pablo y yo nos sentamos en los asientos traseros, como en un taxi. Durante el trayecto hasta casa ninguno de los tres habló. De vez en cuando yo veía los ojos de mi padre interrogándome a través del retrovisor.

Mamá se quedó estupefacta cuando entramos los tres en casa. Llevaba el delantal puesto porque estaba acabando de preparar la cena en la cocina.

—¿Tú quién eres? —le preguntó a Pablo.

—Es un amigo de la niña. De Barcelona —informó papá—. Dice que no tiene donde dormir esta noche.

Mamá, con los ojos bien abiertos, levantó y bajó muchas veces los párpados.

—¿Y de dónde sales, si puede saberse? —le preguntó a Pablo.

—He venido desde Barcelona para ver a Martina. Nos hemos distraído hablando y se me ha escapado el autocar de vuelta.

Mamá me miró, extrañada.

—¿Tú no estabas en casa de Mercedes?

Bajé la cabeza.

—Que duerma en la cama de Sonia —propuso papá.

Mamá no lo veía claro.

—Todo esto es un poco raro, ¿no? —Y me miró—.

¿No te parece, Martina? —insistió.

Mientras cenábamos, Pablo me hizo quedar bien y se ganó la confianza de mis padres. Dijo que pertenecíamos al club, que era uno de los habituales de la canasta, amigo de los gemelos y de Álex y de Iker. También les dijo que iba a un curso más que yo, que había superado segundo de la ESO sin problemas y que de mayor quería ser ingeniero o algo así. Yo abrí la boca muy pocas veces durante la cena, y me dio la sensación de tener todo el rato los mofletes rojos.

La cama de mi hermana y la mía están en la misma habitación.

—No debes de tener pijama —le dijo mamá a Pablo, cuando ya nos disponíamos a irnos a dormir.

—No, señora. En verano duermo en calzoncillos. Mamá se limitó a aclararse la garganta.

—En calzoncillos, claro —dijo con un hilo de voz.

La vida es imprevisible. A la mañana siguiente nos levantamos tarde y, después de desayunar, papá nos propuso acompañarlo a comprar el postre a Castellfollit, y dimos una vuelta por el pueblo; después llegaron los amigos de mis padres con sus hijos pequeños e hicimos una excursión hasta Sadernes. Pablo fue presentado como «un amigo del colegio de la niña» y los amigos no hicieron más preguntas. Comimos, hicimos una sobremesa larga y nos echamos una siesta. Por la tarde fuimos a bañarnos al río (papá le dejó a Pablo un bañador suyo antiguo) y, cuando se fueron los amigos, mis padres invitaron a Pablo a cenar y a dormir, pues ya era demasiado tarde para llegar al autocar, y él dijo que tenía que llamar a su casa, y mamá dijo que ya hablaba ella con sus padres, que mejor decir la verdad y no tantas mentiras.

Cuando dejamos a Pablo en el autocar aquel domingo a media tarde, mis padres y yo nos reímos un montón en la terraza de casa. Que si qué escondido lo tenía yo, que si era un muy buen chaval para mí, que era muy simpático y atractivo y que parecía muy buena persona. Evidentemente, llamaron a mi hermana Sonia para contárselo, y cuando mi tía Mireia y mi tío Eusebio, el ex heavy, vinieron a cenar, la cuestión de Pablo fue el tema de la noche.

—Mucha pasión por volar y por los aviones —dijo mi tío—, pero en cuanto ha descubierto que hay cosas interesantes que van por tierra y que tienen dos patas...

—¡A mí me recuerda la historia de amor de Grease! —intervino, visiblemente excitada, mi tía—. ¡Mi Sandy y Danny Zuko van a reencontrarse en el instituto cuando empiece el nuevo curso! ¡A ver si tienen tanta suerte como los de la peli! —suspiró.

Y es que mi tía Mireia es de lo más remilgada y romántica.

 

Al salir de la presentación del curso, los componentes del club nos reunimos bajo la canasta. De tercero de ESO, que habían acabado la reunión hacía un momento, habían llegado Pablo, Asun y la Pajarica, que, antes de decir nada y después de volver a besuquearnos a todos como una obsesa, propuso una reunión urgente del club.

—No podrá ser —dije—. En las reuniones tenemos que estar todos, y Marga está enferma.

—¿Ah, sí? ¿Qué le pasa? —preguntó la presidenta en funciones.

—No lo sé. Esta tarde iré a su casa a verla.

—Qué curioso. ¿No te parece, Martina? Tu mejor amiga y ni siquiera te ha llamado para decirte lo que le pasa... —Y es que la Pajarica siempre ha estado celosa de mi amistad con Marga.

—¡Yo también reclamo una reunión urgente! —exigió Álex—. ¡No puedo soportar ni un minuto más que esta mocosa sea la presidenta del club! ¡Me pone de los nervios!

—¿Qué serbios ni qué serbios? —le soltó Vane con mal tono.

—No ha dicho serbios. Ha dicho nervios —aclaró Tom.

—¿Alguien sabe qué le pasa a Marga? —preguntó Asun.

—No. Maëlle, que este año es nuestra tutora, me ha dicho que está enferma y que de momento no vendrá a clase.

—¿Puedo ir contigo esta tarde, Martina? —preguntó Tom.

—No. Prefiero ir sola.

—Pues yo creo que, como presidenta, debería ir contigo, Martina —dijo Vane.

—Pues no vendrás. Pero podéis quedar vosotros y discutir sobre el tema de las nuevas incorporaciones al club —dije, dirigiéndome a la Pajarica—. Ninguno de nosotros está de acuerdo con la admisión de tus amigas, Vane. Tienes que reconocer que tu decisión no fue democrática...

—¡Hombre, claro! ¡Si no había nadie para discutirlo! —saltó ella, a la defensiva.

—¡Por eso mismo!

—Pero yo soy la presidenta y tomo decisiones.