Didier 2 - María Concepción Rodríguez Bacallado - E-Book

Beschreibung

Han pasado veinte años y Didier acaba de convertirse en policía. Para celebrar su nombramiento, junto con los compañeros de academia, viajan a la Gomera, para visitar a su abuelo. Mientras cenan, reciben una llamada que cambiará sus tranquilas y organizadas vidas hasta entonces. Esta vertiginosa historia, nos llevará de nuevo por las vivencias de unos personajes, que siguen buscando soluciones a hechos acontecidos en tiempos pasados y que permanecen sin concluir. Será Alberto el encargado de cerrar ese capítulo y continuar con el futuro. Con Didier 2, visitaremos lugares de Canarias, Madrid, Paris y Cartagena de Indias, donde los protagonistas residen, tratando de solventar situaciones que se les presentan, ansiosos por conseguir respuestas. Si la primera parte de esta novela te hizo pasar momentos entrañables, divertidos e inolvidables, Didier 2, demostrará que la vida es puro torbellino y plantea retos que ni el mejor jugador de ajedrez puede imaginar. No te la puedes perder.

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© Derechos de edición reservados.

Letrame Editorial.

www.Letrame.com

[email protected]

© María Concepción Rodríguez Bacallado

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Pintura de portada: Nicolás Pérez Delgado

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1144-872-7

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

I

Alberto Sárate vio llegar a los jóvenes y el orgullo reconfortó su alma al seguir comprobando que Didier no le defraudaba nunca. Los tres amigos viajaron a la Gomera a pasar unos días de descanso, después del gran esfuerzo que habían realizado para convertirse en oficiales de policías en París, donde residían.

Venían dispuestos a desconectar por completo después de lo duro que les resultó todo el proceso de convertirse en lo que más deseaban en el mundo. Habían decidido que se merecían esas pequeñas vacaciones y qué menos que ir a conocer la tierra de la familia de Didier, de la cual no se cansaba de contar anécdotas y vivencias acontecidas desde su más tierna infancia.

El abuelo se había encargado de inculcarles, tanto a él, como a su hermana Alice, todos los recuerdos que le venían a la mente en cada situación que experimentaban y si por casualidad olvidaba algo, Susana lo mencionaba. Ahora, con el paso de los años, lamentaba lo poco que coincidieron con sus primos ingleses, ya que ellos pasaron cortos periodos de tiempo en la isla.

—¡Qué alegría verte, abuelo! —le aseguró el muchacho, abrazándolo muy fuerte al abuelo, que, pese a su avanzada edad, se seguía conservando en forma, según alardeaba cuando hablaban de la madurez, palabra maldita para él.

—Querido nieto mío, al fin en casa. Te esperaba por la mañana —le respondió, recordando la conversación mantenida la noche anterior con su hijo Javier.

—Estaba previsto llegar hace varias horas, pero el avión tuvo un problema y nos cambiaron de artefacto —aseguró el joven, resoplando al recordar el percance. Disfrutaba tanto en la isla; sin embargo, solo la idea de coger un avión, limitaba sus visitas. Odiaba volar y, por mucho que le habían tratado esa fobia, no conseguía superarla. Sus instructores decían que no ponía mucho de su parte para lograrlo.

—Te presento a mis amigos, los oficiales Matías y Daren. —Los chicos saludaron al abuelo de su compañero de penas con mucho respeto, porque de tanto que les había hablado de él, parecía como si lo conocieran de mucho tiempo atrás.

—Encantado de conocerles, jovencitos. Mis más cordiales felicitaciones a los tres por vuestro muy merecido logro, y ahora a disfrutar de estos días por aquí. Didier, toma la llave y vayan a ponerse cómodos. He preparado una pequeña cena de bienvenida. Cuando estén listos, continuaremos con la conversación.

Alberto los vio alejarse entre bromas y, en su cascado interior, notó un extraño estremecimiento. No podía explicar lo que sintió al estrechar la mano de aquellos dos jóvenes, pero lo que fuera, siguió repicando, produciéndole una intranquilidad poco habitual en él, a esas alturas de su vida. Decidió alejar esos pensamientos de su cabeza, porque no valía la pena buscar donde no había nada.

—Tu abuelo está muy bien —le comentó más tarde Matías, mientras esperaban turno para el baño.

Los chicos se habían acomodado en la otra parte de la vivienda que Alberto había dispuesto años atrás para cuando viniera la familia de visita, dividiendo la gran casa de sus padres en dos más pequeñas que, por desgracia, había pasado de estar muy solicitada, a permanecer vacía la mayor parte del tiempo, cosa que lo entristecía mucho. Era como si todo a su alrededor se iba desinflando por mucho que él luchara para conservarlo en buen estado.

—Sí, aunque el último año ha sido nefasto por la pérdida de Susana —respondió apenado Didier, que aún no se había repuesto de su falta.

—¿Tu abuela?

—Como si lo hubiera sido —respondió muy triste—. Mi abuela de sangre aún vive en Madrid. Berto se casó con Susana después. Lo pasó muy mal durante su enfermedad y sigue empeñado en no abandonar este lugar. Las sobrinas de Susana lo visitan a menudo, eso por lo menos le alivia la soledad.

—Nunca va a París, ¿verdad?

—No suele. Antes sí viajaba mucho por su trabajo, pero ya no —respondió Didier, que estaba cansado de tanto rogarle que se trasladara de una vez con ellos.

—Supongo que debe de tener mil historias que contar de toda su vida profesional. Debería dedicarse a escribir.

—No habla mucho de ello. Después le pediré que nos cuente alguna batallita de las suyas.

—Siguiente —le interrumpió Daren, que se dirigió a la habitación para terminar de vestirse.

Matías Lefaire tuvo una infancia feliz junto a su madre y su abuela, sin ninguna figura masculina a su alrededor que le mostrara algún patrón a imitar. Todo seguía un ritmo normal hasta que un fatídico día llegaron a casa después del colegio y encontraron a su madre, Marie Lefaire, tirada en el suelo de la cocina, envuelta en un charco de sangre, con una bala en la cabeza y una pistola en la mano.

La Policía pronto cerró el caso tildándolo de suicidio pese a la negativa de su abuela, que no paraba de clamar que ella no se había quitado la vida, que la habían asesinado; sin embargo, no le hicieron caso y poco a poco siguió viviendo con el desconsuelo de que no habían hecho justicia con su amada hija.

Matías envidiaba a Didier por tener un ilustre abuelo que perteneció al cuerpo de Policía y deseaba preguntarle mil cosas, seguro como estaba de que unos días a su lado le reportaría mucha más experiencia que meses de trabajo efectivo en las calles de París, dedicado a corregir los malos hábitos de sus habitantes.

También le daba desconsuelo cuando oía contar cosas a Daren de sus padres que, aunque fueran adoptivos, habían hecho muy bien sus deberes, porque el chico siempre hablaba muy cariñosamente de ellos, además tuvo el gusto de conocerlos en la celebración del término de sus carreras y corroboró todo lo que el chico afirmaba de ellos. Le inspiraban tan buen rollo ambas familias que se sentía muy pequeño a su lado.

Quería dedicarse a la investigación en un futuro cercano. Cualquier cuerpo especial de la Policía francesa le vendría bien. Siempre le gustó resolver entuertos y estaba seguro de que valía para ello, tenía un olfato privilegiado, que estaba deseoso de emplear.

Los jóvenes llegaron al comedor familiar donde ya los esperaba el anfitrión con una amplia sonrisa. Llevaba mejor la pérdida de Susana y la añoranza, a veces, le daba una tregua. Esos días disfrutaría plenamente de los jóvenes que visitaban su hogar, dejando las penas para cuando la soledad lo invadía y se hacía más fuerte que el recuerdo de su esposa.

—¡Carol! —exclamó Didier al verla—. Mi abuelo no me dijo que estabas también de visita.

—Querido Didier, qué alegría me da verte y, sobre todo, muchas felicidades por haber terminado tus estudios con éxito. Al fin tenemos un nuevo policía en la familia. —Se volvieron a abrazar muy afectuosamente ante la atenta mirada de sus amigos, que se preguntaban quién era aquella interesante mujer.

Ellos habían compartido muchos veranos juntos en casa de Alberto y Susana, cuando eran pequeños. Didier se convirtió en el hombrecito que cuidaba tanto de su hermana Alice, como de Carol durante los periodos de vacaciones que pasaban en la isla, poniéndolo todo patas arriba, mientras sus padres trabajaban.

Los chiquillos adoraban que les narrase sus investigaciones, dándoles la oportunidad de resolver los casos, sorprendiéndolo con las respuestas acertadas. Su abuelo siempre supo que Didier se convertiría en un gran investigador cuando tuviera edad para ello. Al final costaba sacarlos de allí, pero había que seguir con la vida cotidiana cuando terminaba el verano. Alberto y Susana disfrutaban al verlos crecer a su lado, a salvo de cualquier peligro que la vida les mandara a traición.

—Él no lo sabía —lo defendió la joven, mientras lo jalaba de los cachetes con fuerza—. Hace poco que llegué por sorpresa. El periódico me encargó un reportaje especial del turismo rural en Canarias y qué menos que venir a casa de tu abuelo a que me escriba el artículo. —Rio encantada de ver a su hermano postizo, al que adoraba sobre todas las cosas, por haberse convertido en su amigo inseparable de los veranos, enseñándole mil cosas divertidas.

Carol no se había percatado de la especial atención con la que la observaba Daren. Desde que llegó, se quedó fascinado por su belleza y desparpajo. Desprendía una dulzura al mirar que lo inmovilizó por completo, sintiéndose por momentos muy estúpido y rogando para que la muchacha no se diera cuenta de su estado.

—Amigos, les presento a Carol. Es la sobrina de nuestra querida Susana —anunció Didier, después de soltarla—. Es como mi hermanita pequeña a la que siempre he protegido, así que cuidadín con ella —les advirtió orgulloso, con un dedo amenazador en alto, conociendo cómo se las gastaban sus amigos con las chicas en París.

—Carol, aquí están mis compañeros de penas en la academia, Matías y Daren. —Se saludaron y, cuando Carol le dio dos besos a Daren, notó que estaba un poco pasmado porque no reaccionaba ante ella, preguntándose si se encontraba bien. Prefirió no comentar nada porque temía las bromas de Didier y, a lo mejor, el muchacho acababa de perder los papeles por completo. Todos se sentaron ante una mesa puesta con mucho mimo por Berto para disfrutar de una agradable velada.

Daren Fontaine no sabía decir exactamente cuál era su procedencia porque tenía recuerdos muy difusos de su más corta infancia, anterior a la adopción. Sus padres de acogida primero y adoptivos después, lo habían encontrado en un centro donde solían colaborar y los impresionó la mirada de cachorrito abandonado que tenía cuando los servicios sociales lo habían llevado allí. El joven siempre decía que fue flechazo a primera vista entre él y su mamá, quien, una vez conoció su historia, inmediatamente lo llevó a casa, para no dejarlo marchar nunca más de su lado.

—Háblenos de algún caso especial —le rogó Matías enseguida al abuelo de Didier, entre bromas, muy interesado, porque era conocedor de sus aventuras vividas, según relataba su amigo muy a menudo, dejándolos con ganas de seguir oyendo más investigaciones.

—Especial fue recuperar a Didier en su día —aseguró con cara de nostalgia, bajo la atenta mirada de los dos jóvenes—; querido nieto, sabiendo cómo eres, creo que nunca les has comentado nada de eso a estos ávidos jóvenes, ¿verdad?

—Por favor, abuelo, cuenta otra cosa —le imploró el muchacho, porque no quería ser el protagonista a primeras de cambio.

—Lo siento, pero esa fue la mejor investigación que he realizado. Te recuperé a ti y encontré a mi dulce Susana —sentenció, borrando la sonrisa de su rostro.

—Déjalo ya, sabes que recordar te pone triste —insistió Didier, conocedor del mal trago que había pasado el hombre.

—Al revés. Me sienta bien hablar de ella, de la familia, que es lo único que me queda. —Alberto respiró profundamente para tratar de aclararse las ideas.

—Como desees. —Didier lo dejó continuar, algo contrariado porque sabía que no lo haría cambiar de opinión.

—Un buen día, me llamó mi hijo desde Madagascar, donde vivían entonces, para decirme que mi precioso nieto había desaparecido en el parque donde pasaban un rato con su hermana y su madre.

—¿Dónde? —preguntó Daren, porque la geografía nunca fue su fuerte.

—Madagascar, hijo, donde vivió Didier durante los cuatro primeros años de su vida. La investigación enseguida puso en el punto de mira a los hermanos Coll y le propuse al jefe que me autorizara a infiltrarme en su organización a ver si conseguía averiguar algo. —Alberto había vuelto de lleno a sus recuerdos y parecía que realmente se había trasladado a la época donde ocurrieron los hechos—. Entré como jefe de seguridad en la empresa de Jean-Piere Coll en Tenerife. Solo pude confirmar que ese tipo era traficante de drogas y que, en principio, no tenía relación directa con la empresa de su hermano, Thomas Coll, en Madagascar.

Todos prestaban mucha atención a sus palabras, como solía ocurrir cuando contaba sus vivencias. Daren y Matías, al ser la primera vez que disfrutaban de una velada así, estaban cautivados y ni una bomba que hubiera caído en ese momento los habría traído a la realidad.

—Así que me dirigí a Madagascar a desenmascarar a esos canallas. —Sárate se tomó su tiempo en relatar la historia punto por punto y cómo había pasado los peores quince días de su vida.

Los jóvenes lo acribillaron a preguntas y, de vez en cuando, Didier recibía una reprimenda por haber ocultado ese magnífico episodio de su vida. Cuando terminó de narrar los hechos, hacía tiempo que habían terminado de cenar, aunque con tanta interrupción, a punto estaba de ser medianoche y hora de ir a descansar, después de tan largo viaje.

—Chico, ¿cómo nunca nos has contado tus andanzas de pequeño? —Rio Matías, alucinando por tenerlo sentado a su lado después de todo lo que pasó por aquel entonces.

—Ya ves. Son cosas que pertenecen al pasado y es mejor dejarlas ahí. —Los tres jóvenes se miraron y asintieron, porque sabían que tenía toda la razón y ellos habían vivido también unas infancias demasiado especiales para no comprenderlo. Se quedaron pensando en las circunstancias personales que habían marcado sus vidas de una u otra manera, cuando el teléfono móvil de Matías sonó, sobresaltándolos.

—Dígame —respondió, aún conmovido por lo que acababa de oír—; sí, soy yo. —El resto de invitados vieron la transformación de su rostro, suponiendo que eran muy malas noticias las que estaba recibiendo el muchacho, y esperaron pacientes para conocer la causa.

Después de escuchar un rato lo que le decía su interlocutor, tratando aún de asimilar el mensaje que le había comunicado, colgó y durante unos segundos permaneció inmóvil. Enseguida todos los comensales le preguntaron si se encontraba bien, porque el rostro lo delataba.

—Lo siento mucho, pero debo marcharme de inmediato a París. Mi abuela ha fallecido —comentó muy apenado, poniéndose en pie para ir en busca de su equipaje.

La partida inesperada de Matías Lefaire los había dejado desolados. El joven insistió para que sus amigos se quedaran allí el tiempo que habían previsto, ya que nada harían volviendo a París con él. Inicialmente se mostraron reticentes; sin embargo, acabaron por aceptar su sugerencia. Les hizo comprender que nada podían hacer por la anciana.

Al día siguiente, todos tenían el cuerpo apesadumbrado, porque lo que parecía una estupenda celebración, se convirtió en un silencio triste entre ellos. Carol y Berto permanecieron toda la mañana preparando el artículo que la muchacha debía mandar esa misma tarde al periódico para que saliera en la siguiente edición. Disfrutaba tanto hablar con el abuelo de Didier porque era un libro abierto, de todo sacaba una interesante conversación. Su larga vida daba para muchos sorprendentes relatos.

Cómo echaba de menos los veranos que había pasado en su compañía y la tía Susana. La añoraban tanto, que sus vidas sin ella estaban muy vacías. Era Berto siempre quien los animaba, recordando tantas y tantas vivencias que habían compartido las dos familias juntas. Nunca dejaba que ninguno decayera porque lo hundían a él y no estaba dispuesto a eso. Había llegado un momento en que ya el dolor no existía, solo el maravilloso recuerdo que cada rincón de aquella casa le traía de ella y que lo envolvía todo. Eso era suficiente.

Carol Márquez Almonte era la sobrina más pequeña de Susana. Cuando secuestraron a Didier, aún no había nacido. Con apenas un año, empezando a caminar, ya su tía la llevaba temporadas a la Gomera para aliviar un poco las cargas de su madre, Sara. Siempre presumía de que ella tenía dos mamás y dos primos que hablaban raro. Con ellos aprendió el idioma francés y Didier era su defensor a ultranza de todas las travesuras que hacía, ya que, su otra mamá, tía Susana, le permitía todo, bajo el beneplácito de Alberto, que miraba para otro lado con sus increíbles ocurrencias, para reírse, sin que la niña lo descubriera. Realmente, su infancia fue memorable y ayudó mucho a que se convirtiera en la mujer que era entonces.

Didier aprovechó el momento cuando se quedaron solos para enseñarle la isla a Daren, ya que iban a permanecer unos días más en Canarias, por lo menos, que se llevara un bonito recuerdo del lugar que tanto adoraba. Optó por hacer una caminata como las que solían llevar a cabo con su abuelo, su hermana Alice y Carol.

Le encantaba recorrer los parajes solitarios de las cumbres de la Gomera, cada vez que podía. No se cansaba de subir y bajar montañas por caminos rurales muy bien habilitados para la práctica del senderismo, que tan de moda estaba últimamente. Pasaba las horas sentado en lo más alto, divisando todo el verde y cuidado valle, cultivado hasta la misma costa.

Adoraba aquel mar, donde se podía ver a lo lejos la colonia de delfines y ballenas que solía surcar sus aguas, deleitando a los pocos que conseguían ver semejante espectáculo acuático, por las muchas restricciones que en la actualidad existían, tratando de preservarlos lo mejor posible.

Tampoco quitaba la vista del horizonte, en busca de la isla perdida de San Borondón, que continuaba siendo un misterio y que muchos aseguraban haberla visto en alguna ocasión mientras contemplaban el horizonte, aunque cuando se intentaban acercar en una embarcación, ya había desaparecido. Los expertos aseguraban que se trataba de un juego de luces del mar, el cielo y las formas de las nubes, que asemejaban el contorno de una isla; sin embargo, los habitantes de aquellas tierras seguían asegurando que aparecía y desaparecía a su antojo.

Su abuelo no paraba de contarles viejas leyendas del lugar, mientras dejaban transcurrir las horas escuchando, con la esperanza de que se les apareciera el espíritu de algún hombre que había muerto por aquellos montes perdidos de la mano de Dios, según aseguraba Alberto, cosa que asustaba mucho a los pequeños y divertía al hombre, porque, aunque pasara el tiempo y se siguiera contando las mismas historias a las nuevas generaciones, siempre producían idénticos efectos en las criaturas.

La excursión terminaba en la piscina del pueblo, de donde, después de darse un baño, regresaban a casa para comer como leones, después de tanto ejercicio, volviendo a Susana loca con las anécdotas que ella escuchaba con mucha atención, encantada de la alegría que se respiraba en su hogar, mientras le picaba un ojo a su marido.

Daren también disfrutó del largo paseo y de sus relatos, haciéndole muchas preguntas sobre la isla y lo que se iban encontrando por el camino. Pensaba llevarlo por la tarde a recorrer más lugares emblemáticos en coche, con la esperanza de que Carol terminara pronto para acompañarlos.

Cuando llegaron, sin apenas poder moverse y con un fuerte dolor en la espinilla, ya estaba la mesa lista y la muchacha intentaba acabar el trabajo pendiente, apuntándose gustosa a los planes que Didier le propuso.

—¿Preparado para nuevas aventuras? —preguntó Carol a Daren, después de reposar un poco la comida, al comprobar que tenía aspecto de agotado.

—Estoy cansado por la caminata, pero quiero seguir conociendo lugares bellos —le respondió el muchacho, sin poder dejar de observarla y olvidando por completo que apenas podía moverse. La joven conseguía despertar sentimientos que ni sabía que existían, y eso lo asustaba demasiado.

—La isla es preciosa. Odio subir y bajar montañas. Nunca he podido superar el mareo. El sistema del equilibrio no lo tengo muy bien, que digamos —le aseguró la muchacha decepcionada—. ¿Te importa que vaya delante?

—Claro que no —respondió el joven, abriendo la puerta del coche para que subiera.

—Muchas gracias. Hacen falta más caballeros como tú —añadió Carol, guiñando un ojo, cosa que descolocó más a Daren, a punto de perder la compostura—. Didier, ya tienes la ruta hecha del recorrido, ¿verdad? —cambió de tema Carol, al comprobar que Daren seguía mirándola sin reaccionar.

—¿Lo dudas? —Sonrió también al ver el nerviosismo de su amigo—.Iremos en dirección a San Sebastián, parando por el camino cuando te sientas mal. No te preocupes que conduciré despacio y procuraré no hacer maniobras buscas —le aseguró, siendo conocedor de lo mal que lo pasaba por culpa de las curvas de las carreteras gomeras y haberlo sufrido en sus carnes cuando, de pequeños, le vomitaba encima siempre que hacían trayectos largos.

—Bordearemos el Garajonay. Carol, si quieres cuéntale la leyenda de este parque, puede que así te distraigas y te marees menos.

—Ejerceré de tu guía turística particular —le aseguró, adaptando el espejo del coche para verlo mientras le hablaba—. Gara y Jonay fueron una princesa y un príncipe aborígenes que se enamoraron pero, por razones diversas, no pudieron amarse libremente y decidieron subir a la montaña más alta de la isla para suicidarse juntos.

—Odio las tragedias —resopló el joven apenado por el brusco cambio que sufrió la narración.

—La vida es una pura tragedia, querido amigo —bromeó la muchacha, continuando con el relato—. Afilaron una lanza por ambos extremos y se abrazaron con ese artefacto en medio de ellos, perdiendo la vida. Posteriormente los encontraron muertos abrazados y, en honor a ese suceso, a este bosque lo llamaron Garajonay.

—Vaya por dios, qué triste, ¿verdad? —Daren no podía quitar sus ojos del espejo desde donde veía un pequeño trozo del rostro de la joven y su voz lo hacía flotar por aquel maravilloso paraíso que iban atravesando. Llevaba gafas de sol y así podía mirarla furtivamente sin incomodarla; o, por lo menos, eso creía.

Carol era totalmente consciente de las sensaciones que producía en el muchacho ante un gesto o una mirada suya y eso le divertía mucho. No se percataba aún de que le haría daño si continuaba con dicha actitud. Ella en esos momentos no buscaba nada, aunque la coquetería brotaba a raudales, sin poderlo evitar.

—Hay muchas versiones de la leyenda. Lo cierto es que la diñaron por no poder amarse. Mira, Daren, ¿ves esa casa de ahí?, pertenece también a Berto —le indicó la muchacha, señalando una bonita casa de campo muy cuidada, que resaltaba entre las demás.

—¿Cuántas casas tiene?

—Cinco propias, aunque gestiona diez. Todas están en Vallehermoso y prácticamente las tiene ocupadas todo el año. Disfruta con la vida que lleva, es obvio.

—Le hemos insistido mucho para que deje todo esto en manos del gestor que le lleva el papeleo y vuelva a París con mis padres, pero no hay manera —se quejó Didier de nuevo.

—Tu abuelo morirá aquí. ¿No te das cuenta de que esto le da vida? Jamás podrá separarse de los recuerdos que le unen a tía Susana —sentenció Carol, apesadumbrada.

—Lo sé. Ese es su deseo y hay que respetarlo, aunque no lo comparto —afirmó Didier, preocupado por el hombre.

—Debió de ser una mujer extraordinaria —se atrevió a comentar Daren—, porque todos la mencionan sin parar.

—Lo era —respondieron los jóvenes al unísono.

Hubo unos minutos de silencio donde cada uno se perdió en sus vivencias de antaño, mientras admiraban un paisaje idílico de laurisilva tan tupido que parecía que se había hecho de noche de imprevisto, acompañado de la neblina típica del lugar, que dejaba todo empapado; y gracias a ese fenómeno el Parque Nacional de Garajonay conservaba el típico color verde todo el año, que tanto sorprendía y gustaba a sus visitantes.

—Ahora te vamos a llevar para que conozcan el bombón de la Gomera —le comentó la muchacha, sacándolo de su mundo.

—¿Bombón de la Gomera?— preguntó incrédulo, pensando que el bombón ya lo tenía ante sus ojos desde el día anterior.

—Sí. Vas a ver un precioso pueblito que es considerado uno de los más bellos del mundo. Está protegido entre las montañas y se formó en una gran explanada. Parece una postal, como si alguien lo hubiera pintado y, a medida que te acercas, descubres que es real y que tiene mucha vida.

—La verdad que estas islas son increíbles.

—Sí. Todas son muy diferentes.

Cuando Agulo empezó a aparecer ante sus ojos, realmente Daren se quedó estupefacto, ya que lo que le habían dicho los chicos se había quedado muy corto comparado con la realidad. Cada rincón de aquella pequeña isla lo impresionaba más que el anterior.

Razón tenía la muchacha de marearse porque, cuando llegaron a la capital y salió del coche, todo le daba vueltas como si se bajara de una gran noria, pensó Daren, intentando ocultar su estado para que se le pasara más rápido.

—¿Te encuentras bien, amigo? —preguntó Didier preocupado—, estás muy pálido. Mejor nos sentamos ahí y tomamos un café antes de visitar la capital. Parece que tenéis algunas cosas en común —añadió el muchacho al ver lo pálidos que estaban ambos.

Daren aceptó de buen grado la oferta y se dejó caer en la primera silla que encontró libre en el bar. No podía ni hablar de lo mal que se sentía, por lo que escuchó la conversación que Didier y Carol mantuvieron del trabajo y la familia sin poder comentar nada porque creyó que se le escapaba la vida por la boca, como la abriera.

Pasados unos minutos, se tomó una pastilla que le ofreció la muchacha y empezó a encontrarse mejor, hasta tal punto que fue el primero en levantarse con ánimos de seguir visitando la pequeña capital de la isla, San Sebastián. El retorno fue mucho mejor y más rápido con el efecto de las pastillas que había comprado Carol. Cuando llegaron, se fueron directamente a la cama porque el día había sido muy largo.

Carol madrugó mucho para coger el primer avión del día, aunque le hubiera gustado quedarse más tiempo y así conocer un poco mejor a Daren, porque algo especial se agitaba en su interior cada vez que sus miradas se encontraban; sin embargo, el trabajo no se lo permitió. Su corazón llevaba una temporada tranquilo, ya que solo estaba centrada en el trabajo, que la absorbía por completo, y en terminar su pequeña mudanza. Se arriesgó a independizarse una vez firmó el contrato, aunque no fuera fijo, porque necesitaba que corriera aire fresco en su vida y para sus padres no supuso ningún problema dejarla marchar porque entendieron perfectamente que había llegado el momento de que la joven emprendiera su propio camino y, por la profesión que había elegido, estaban mentalizados de que pasaría mucho tiempo lejos de ellos. Siempre la apoyaban en todo lo que emprendía; si bien la mimaban mucho, también le exigían, porque tenían muy claro que ser hija única no iba a ser un impedimento para que llevara una vida lo más recta y llena de cariño que pudiera.

Cuando Daren se levantó, fue al encuentro de la familia y solo encontró a Didier, que optó por esperar a que el joven se despertara, después de la paliza que le había dado el día anterior, y ver qué le apetecía hacer, dependiendo de las ganas que tuviera de seguir conociendo lugares emblemáticos de allí, o simplemente quedarse en la piscina del pueblo.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó Didier cuando lo vio aparecer por el pasillo con cara de pocos amigos.

—Dormí como un bendito. ¿Dónde están todos? —quiso saber el joven, sorprendido por la tranquilidad que reinaba en la casa. Solo los pájaros se atrevían a romper el silencio de la mañana.

—Mi abuelo anda con su trabajo y Carol ya se marchó. Me comentó que te invitara a conocer Tenerife, que no tiene tantas curvas.

Didier notó la decepción sufrida por su amigo, que se quedó sin palabras. No se esperaba que se fuera tan pronto sin ni siquiera darle la oportunidad de conocerla mejor. No sabía explicar lo que le pasó con aquella muchacha; sin embargo, le había roto todos sus esquemas. Nunca en su vida se había tropezado con una mujer tan arrebatadora y con tanta fuerza pero, muy a su pesar, de la misma forma que llegó ante él, había desaparecido, dejándolo muy apenado.

—Mi querido amigo, vete olvidándote de ella. Es imposible —le picó el ojo Didier, insistiendo—: Además, no voy a dejar que le hagas daño. Ya te lo advertí.

—Esa no es mi intención, simplemente me ha vuelto loco —le confesó el joven, muy apesadumbrado.

—Ya me di cuenta y te repito que, por el bien de los dos, déjalo pasar. En París hay más mujeres que te pueden interesar.