Diez días que estremecieron el mundo - John Reed - E-Book

Diez días que estremecieron el mundo E-Book

John Reed

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John Reed, escritor revolucionario y cronista insuperable, fue testigo directo de uno de los acontecimientos históricos de mayor relevancia del siglo xx, la Revolución rusa de 1917. Diez días que estremecieron al mundo es su extraordinario y conmovedor testimonio de la Revolución en que los bolcheviques, al frente de obreros y soldados, conquistaron el poder del Estado en Rusia y lo entregaron a los soviets. No en vano, el mismo Lenin recomendó fervientemente su lectura, traducción y difusión, como instrumento imprescindible para entender la naturaleza de la Revolución proletaria y comprender la naturaleza de la dictadura del proletariado. Diez días que estremecieron al mundo contiene textualmente los discursos de los líderes de la revolución e informa sobre los comentarios y la actitud del pueblo, da cuenta de la unión del pueblo ruso frente a la opresión, narra las escenas vividas y refleja el espíritu de los que fueron testigos y protagonistas de los primeros días de la Revolución de Octubre.

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Siglo XXI / Serie Historia

John Reed

Diez días que estremecieron el mundo

Traducción: Ángel Pozo Sandoval

Revisión de la traducción, edición y notas: Antonio J. Antón Fernández

Prólogo: Pascual Serrano

John Reed, escritor revolucionario y periodista insuperable, fue testigo directo de aquellos diez días que conmovieron al mundo. Presenció cómo solo diez días bastaron para que el pueblo tomara el poder y acabara de manera real y efectiva con el Antiguo Régimen y el absolutismo. Cómo Petrogrado se transformaba en Leningrado, y cómo la Santa Rusia iniciaba su transición hasta convertirse en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Reed nos cuenta cómo, en solo diez días, ese fantasma que, según Karl Marx, recorría Europa levantaba una bandera roja y guiaba una revolución popular.

Diez días que estremecieron el mundo, consagrado ya como un clásico incontestable de la crónica política e histórica, da cuenta vívidamente de la unión del pueblo ruso frente a la opresión y refleja como ningún otro texto ese espíritu que inspiraba aquellos primeros días de la Revolución de Octubre.

John Reed (Portland, 1887-Moscú, 1920), destacado periodista y dirigente obrero estadounidense, se graduó en la Universidad de Harvard en 1910, e inició su carrera de periodista con una clara vocación política. Consagrado por sus reportajes sobre las revoluciones mexicana y rusa (México insurgente, en 1914, y Diez días que estremecieron al mundo, en 1918), participó en la fundación del Partido Comunista de los Estados Unidos de América. Acusado de espionaje, tuvo que huir a la Unión Soviética en 1919, donde murió un año después a causa del tifus. Fue enterrado en la Plaza Roja, junto al Kremlin, como héroe de la Revolución.

Diseño de portada

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

Ten Days that Shook the World

© Siglo XXI de España Editores, S. A., 2017

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.sigloxxieditores.com

ISBN: 978-84-323-1889-4

PRÓLOGO

Se suele decir que el periodismo impreso termina envolviendo el pescado al día siguiente de su difusión. Ahora, con el ritmo trepidante de internet, el periodismo escrito ni siquiera dura eso. Sin embargo, existe un periodismo que perdura durante décadas, es el periodismo que explica el mundo. No, no se trata de tratados de historia ni de análisis complejos de geopolítica, es puro periodismo que cuenta lo que sucede, lo interpreta y nos ayuda a comprender los acontecimientos. Pues bien, uno de los mayores sucesos históricos es la revolución rusa, uno de los grandes periodistas que lograba explicar el mundo era John Reed, y el libro con el que ese periodista nos explica ese momento clave en la historia de la humanidad es Diez días que estremecieron el mundo.

Con esta obra uno descubre a partes iguales la revolución rusa y el periodismo en estado puro. Esto sucede porque coinciden dos elementos excepcionales: el acontecimiento histórico y la audacia y el talento periodístico del autor. John Reed es el ejemplo de periodista que despliega todo su posicionamiento político sin dañar un ápice su compromiso con la verdad, con el periodismo. Es, por tanto, todo un ejemplo para los periodistas militantes que olvidan el rigor y la veracidad, y para los periodistas sin emociones que se limitan a recoger datos, testimonios y empalmarlos.

En mi opinión, para leer Diez días que estremecieron el mundo es necesario conocer primero al autor. Nacido en 1887, John Reed mostró pronto su rebeldía y su conciencia social. A pesar de que, tras terminar sus estudios secundarios, fue enviado a Harvard, la universidad más famosa y elitista de Estados Unidos, una auténtica fábrica de fervientes defensores del orden establecido, acabó organizando un club socialista y colaborando en un periódico satírico en el corazón de esta fortaleza de la plutocracia.

Sus primeros trabajos fueron en Nueva York, en el American y, posteriormente, en The Masses, un mensual alternativo de izquierdas. En esa época ya publica reportajes claramente comprometidos como la cobertura de la huelga de trabajadores de la seda en Paterson (Nueva Jersey). Reed fue el periodista de las revoluciones y los levantamientos. En noviembre de 1913 va a México como corresponsal de guerra del Metropolitan Magazine, donde cubrió el avance de las tropas revolucionarias de Pancho Villa en el norte del país. De esa experiencia saldría su libro México insurgente. Siendo ya un periodista de éxito, vuelve a Estados Unidos donde sigue publicando reportajes de luchas obreras desde la línea del frente, como sucedió con la matanza de mineros del carbón en huelga en Colorado.

A finales de verano de 1914 se va como corresponsal del Metropolitan a la Primera Guerra Mundial (recorre Inglaterra, Francia, Suiza, Italia, Alemania y Belgica) y vuelve impactado y todavía más radical en febrero de 1915. Un mes después regresa a los Balcanes, al frente oriental de la guerra, desde allí seguiría escribiendo para Metropo­litan y The Masses. Con todo este material escribiría su segundo libro: La guerra en Europa oriental. Consigue que el New York Mail le contrate un artículo diario y rompe su relación con el Metropolitan.

Atraído por las apasionantes noticias que llegaban de la Rusia revolucionaria, partió hacia allí en septiembre de 1917 y permanecería hasta febrero del año siguiente. De esta forma vivió los espectaculares sucesos de la Revolución de Octubre. Con todo el material recogido allí elabora el libro que usted tiene en sus manos, Diez días que estremecieron el mundo, considerado uno de los mejores reportajes periodísticos del siglo XX.

Ya en Estados Unidos su espíritu bolchevique continúa en ebullición. Comienza a involucrarse en el Partido Socialista, del que sería expulsado junto con otros compañeros con los que fundó el Partido Comunista Radical. Su situación legal en Estados Unidos se complica y decide viajar a Rusia para inscribir su partido en la Internacional Socialista. Cuando volvía a su país, en enero de 1920, fue interceptado y encarcelado en Finlandia. Esos meses afectaron gravemente su salud. Fue liberado en junio, salió hacia Petrogrado y después a Moscú. Permaneció allí hasta septiembre, cuando contrajo el tifus y murió el 17 de octubre de 1920 a los 32 años[1]. Está enterrado al pie de la Muralla Roja del Kremlin, en el lugar reservado a los héroes de la Revolución de Octubre.

SU PERIODISMO

John Reed, como el gran cronista de importantes acontecimientos históricos y sociales que fue, utiliza los mejores instrumentos –sencillez, belleza, emoción, profundidad– del periodismo revolucionario[2]. Un ejemplo es este inicio de su crónica de la huelga de trabajadores de la seda:

Hay una guerra en Peterson, Nueva Jersey. Pero es un curioso tipo de guerra. Toda la violencia es obra de un bando: los dueños de las fábricas. Su servidumbre, la policía, golpea a los hombres y mujeres que no ofrecen resistencia y atropella a multitudes respetuosas de la ley. Sus mercenarios a sueldo, los detectives armados, tirotean y matan a personas inocentes[3].

Reed deja constancia de la realidad a través de los elementos documentales más fieles, según el lugar en que se encuentre. En la Unión Soviética eran los comunicados de las organizaciones obreras y revolucionarias, y los editoriales de los medios de comunicación, pero en el México revolucionario de principios del siglo XX no existían esos documentos, los líderes mexicanos apenas sabían leer y escribir. El país –en palabras de Reed– se encontraba en la Edad Media; el mejor documento que deja constancia de las ideas, principios, incertidumbres y angustias del pueblo mexicanos son las letras de sus improvisadas canciones, muchas de ellas recogidas por Reed a lo largo de las páginas del libro. El mexicano, igual o más que otros latinos, es un pueblo apasionado y amante de la música popular, su revolución no contaba con una estructura organizada ni con líderes ideológicos como en Rusia, de ahí que John Reed comprendiera que estas letras de canciones eran un documento periodístico de valor incalculable.

En otras ocasiones, como sucedió en la Primera Guerra Mundial, la tristeza con la que observa ese sinsentido hace que esa tragedia no despierte en él pasión alguna por los ideales de los bandos y le «parece que la cosa más importante a saber sobre la guerra es cómo la viven los distintos pueblos, su ambiente, sus tradiciones y las cosas significativas que hacen y dicen». «Hemos intentado simplemente contar nuestras impresiones de los seres humanos tal como los observamos en los países de Europa oriental de abril a octubre de 1915», escribiría en el prefacio de su libro La guerra en Europa oriental. Algo muy diferente se refleja en Diez días que estremecieron el mundo, donde Reed vive con pasión la revolución rusa. El propio Lenin escribiría en el prefacio a la edición norteamericana a finales de 1919: «ofrece una exposición veraz y escrita con extraordinaria viveza de acontecimientos de gran importancia para comprender lo que es la revolución proletaria, lo que es la dictadura del proletariado». La responsable de la creación del sistema educativo soviético y pionera del desarrollo de las bibliotecas rusas, Nadezhda Krúpskaya, esposa de Lenin, escribió en el prefacio a la primera edición rusa que el trabajo de John Reed «describe, con una intensidad y un vigor extraordinarios, los primeros días de la Revolución de Octubre». Por su parte, el cineasta Serguéi M. Eisens­tein, que se inspiró en la obra de Reed para rodar Octubre (1927), calificó su libro «como la intromisión de la mirada móvil, secreta y ubicua en el mismo núcleo de los hechos». El historiador británico A. J. P. Taylor afirmó que «el libro de Reed no solo es la mejor descripción de la revolución bolchevique, sino que es también casi la mejor descripción de cualquier revolución». Tom Wolfe, precursor de lo que se denominó nuevo periodismo a mediados de la década de los sesenta, señaló que algunos fragmentos de Diez días que estremecieron el mundo ya presentaban muchas características de este fenómeno literario[4] con cincuenta años de antelación.

Existe un elemento en la obra de Reed que hay que tener muy en cuenta en estos tiempos de información globalizada. John Reed no escribía para la población local del país donde se desarrollaban las acontecimientos –basta como ejemplo que México insurgente tardaría dos años en traducirse al castellano–, sino para el público estadounidense. Debido a eso sus textos terminan siendo más valiosos porque para ellos ya no existen las fronteras de incomprensión que se habrían creado si se tratase de reportajes destinados al público local, donde el vocabulario y los elementos de contexto, que se dan por conocidos para los lectores de un país, convierten la obra en ininteligible para el extranjero. Contra lo que pueda parecer, en periodismo puede resultar más valioso que el reportero proceda de un país ajeno al que se desarrollan los hechos, porque eso le permite percibir elementos noticiosos que para el local son imperceptibles por su cotidianeidad y, al mismo tiempo, utilizar un lenguaje y una contextualización que el local obvia por darlo por conocido. Se trata de una característica muy importante hoy, en el siglo XXI de internet y la globalización de las comunicaciones. Fueron muchos los analistas rusos que se quedaron asombrados por la capacidad de John Reed para interpretar los acontecimientos de la revolución rusa. Nadezhda Krúpskaya afirmaba en el prefacio de la edición rusa de Diez días que estremecieron el mundo: «Parece raro a primera vista cómo pudo escribir este libro un extranjero, un norteamericano que no conocía la lengua del pueblo ni sus costumbres». Por su parte, la política rusa Angélica Balabanova, que fue primera secretaria de la Tercera Internacional Comunista afirmó en sus memorias: «Me quedé algo extrañada y escéptica cuando [Reed] me dijo que había escrito un libro sobre la revolución y que lo tendría listo en unos días. Yo me preguntaba cómo podía un ex­tranjero con conocimientos rudimentarios de Rusia, escribir un relato correcto de semejante acontecimiento»[5].

EN EL LUGAR ADECUADO EN EL MOMENTO OPORTUNO

Su amigo Albert Rhys Williams señalaba que, en Rusia, John Reed se encontraba presente «en todas partes, como dotado del don de la ubicuidad: en la disolución del preparlamento, en el levantamiento de las barricadas, en el delirante recibimiento tributado a Lenin y a Zinóviev al salir de la clandestinidad, en la caída del Palacio de Invierno…». Rhys Williams lo considera «como el albatros, el ave de las tempestades, estaba presente dondequiera que sucedía algo importante»:

Estaba en Paterson, cuando una huelga de los obreros textiles fue creciendo hasta convertirse en una tempestad revolucionaria: allí estaba John Reed, en el corazón de la tormenta.

En Colorado, en el momento en que los esclavos de Rockefeller salieron de sus fosas y se negaron a volver a ellas, desafiando las macanas y los fusiles de los guardias: allí estaba John Reed, al lado de los rebeldes.

En México, cuando los peones oprimidos levantaron el estandarte de la revuelta y, con Pancho Villa a la cabeza, marcharon sobre el Palacio Nacional; John Reed cabalgaba mezclado con ellos.

Estalla la guerra imperialista. Dondequiera que truena el cañón, allí está John Reed: en Francia, en Alemania, en Italia, en Turquía, en los Balcanes, en Rusia. Por haber denunciado la traición de los funcionarios zaristas y recogido documentos que demostraban su participación en la organización de las matanzas antisemitas fue detenido por los esbirros en unión del célebre pintor Boardman Ro­bin­son. Pero, como de costumbre, valiéndose de una hábil intriga, de un azar afortunado o de un astuto subterfugio, logró escapar de sus garras y lanzarse riendo a la nueva aventura[6].

Leyendo los trabajos de John Reed se llega a la conclusión de que una condición imprescindible del reportero para hacer bien su trabajo es estar allí, en el lugar de los hechos, y Reed siempre estaba donde se desarrollaba la historia: en los combates entre rebeldes y regulares en México, en la prisión compartiendo celda con los huelguistas estadounidenses, en la calle cuando el tiroteo en Petrogrado, en la asamblea de soviets cuando la discusión… La pre­sen­cia es, sin duda, la que da credibilidad al reportero. Reed lo sabía, y por ello apostaba a esa carta para dirigirse a los lectores. En realidad, lo de ver con sus propios ojos los acontecimientos era en Reed una obsesión que iba más allá del periodismo. Escribió lo siguiente para un bosquejo de autobiografía que no llegó a concluir:

En general, las ideas por sí solas no significaban gran cosa para mí. Yo tenía que ver. En mi vagabundear por la ciudad no podía sino advertir la fealdad de la pobreza y toda su causa de males, la cruel desigualdad entre los ricos que tenían demasiados automóviles y los pobres que no tenían suficiente para comer. No fueron los libros los que me enseñaron que los obreros producían toda la riqueza del mundo, la cual iba a manos de quienes no la ganaban[7].

FUENTES ORIGINALES

Otra característica de Reed es su obsesivo recurso a las fuentes originales. Vayamos a nuestro libro a comprobarlo. Cuando se encuentra en Rusia, en lugar de explicarnos con sus palabras –y, por lo tanto, con sus prejuicios– el ideario de cada grupo, reproduce los textos de sus manifiestos y proclamas. Así plantea su estilo de trabajo en el prefacio de Diez días que estremecieron el mundo:

[…] tendré que limitarme a registrar los acontecimientos que yo vi y viví personalmente o que han sido confirmados por testimonios fidedignos.

Reed nos agarra y nos lleva a una plaza de Petrogrado, frente a una escaparate para que leamos un manifiesto allí colgado, o a través de su relato entra en nuestra casa y nos entrega un folleto de los que se reparten por las calles. Su testimonio es tan vivo que, en muchas ocasiones, lo que nos presenta son citas textuales de intervenciones públicas de las que no existe más testimonio histórico que la transcripción reflejada en su libro.

Por dondequiera que pasaba iba recogiendo documentos. Reu­nió colecciones completas de la Pravda y la Izvestia, proclamas, bandos, folletos y carteles. Sentía una especial pasión por los carteles. Cada vez que aparecía uno nuevo no dudaba en despegarlo de las paredes si no podía obtenerlo de otro modo.

Por aquellos días, los carteles aparecían en tal profusión y con tal rapidez, que los fijadores tropezaban con dificultades para encontrar sitio donde pegarlos en las paredes. Los carteles de los kadetes, de los socialrevolucionarios, los mencheviques, los socialrevolucionarios de izquierda y los bolcheviques, eran pegados unos encima de otros, en capas tan espesas, que un día Reed desprendió dieciséis sobrepuestos. Me parece verle en mi cuarto mientras tremolaba la enorme plasta de papel, gritando: «¡Mira! ¡He agarrado de un golpe toda la revolución y la contrarrevolución!»[8].

Efectivamente, como reconoce Reed en las notas preliminares de su libro, poseía «casi todas las proclamas, decretos o avisos fijados en los muros de Petrogrado desde mediados de septiembre de 1917 hasta finales de enero de 1918, los textos oficiales de todos los decretos y órdenes gubernamentales y el texto publicado por el gobierno de los tratados secretos y otros documentos descubiertos en el Minis­terio de Negocios Exteriores, al ser ocupado por los bolcheviques».

DESMONTAR TÓPICOS Y MENTIRAS

Reed siempre tuvo mal concepto de la prensa estadounidense. Llegó a afirmar: «La clase obrera norteamericana es política y económicamente la clase obrera más ignorante del mundo. Cree lo que lee en la prensa capitalista»[9]. Su objetivo de enfrentar la situación desinformativa dominante surge ya en sus inicios como periodista, su presencia era constante en el lugar donde se producía la noticia para luchar contra los silencios y las desinformaciones. Como todo buen periodista con sentimiento, uno de sus objetivos eran enfrentarse y desmantelar las falsedades, y para ello Reed apuntala sus informaciones remitiéndose al testimonio de los propios testigos. En Diez días que estremecieron el mundo, existen numerosos pasajes destinados a desmentir la supuesta crueldad de los bolcheviques y las acusaciones de crímenes que no cometieron. Reed demuestra que las absurdas afirmaciones de que los bolcheviques estaban capitaneados por oficiales alemanes y austriacos eran falsas; también él, personalmente, comprueba y desmiente que los guardias rojos saquearan el Palacio de Invierno cuando entraron y que asesinaran a los junkers (tropas gubernamentales encargadas de la defensa del Palacio de Invierno) y a algunos ministros. Debe decir al mundo que está ob­ser­vando personalmente el Kremlin con apenas daños visibles porque los medios internacionales habían hecho circular la noticia de que los bolcheviques lo habían destruido por completo. Existe un texto de John Reed, publicado en 1918, escrito solo con el objetivo de desmentir las falsedades que circulaban en Estados Unidos sobre la revolución bolchevique[10]. Comienza así:

Rusia bajo el gobierno de los obreros y campesinos, no es en modo alguno lo que periodistas, diplomáticos y negociantes burgueses han hecho creer en Norteamérica.

El mundo, alimentado con mentiras por la prensa capitalista, concibe la república proletaria como una mezcla de incipiente desorganización y tiranía, en la que anarquistas, soldados borrachos y agentes alemanes danzan en una bacanal destructiva.

Y a partir de entonces dedica varias páginas, por medio del relato de lo que él mismo vio, a desmontar las falacias que circulaban sobre la revolución rusa:

La «tiranía» de los bolcheviques existe mayoritariamente en las mentes de personas interesadas que en muy raras ocasiones, si es que lo han hecho alguna vez, objetan la violación de los derechos a la libertad de expresión y reunión en otras partes del mundo. Sí, en Rusia se han clausurado periódicos, se han encarcelado personas, los comisarios bolcheviques efectuaron registros y requisas ilegales. Pero a los norteamericanos habrá de sorprenderles saber que, en Rusia, casi nadie estuvo en la cárcel por sus opiniones.

SIN MIEDO AL PELIGRO

Como Robert Capa, otro reportero que vivió y fotografió con emoción las principales guerras del siglo XX, John Reed aplica a sus informaciones el principio de que «si vuestras fotos no son bastante buenas, es porque no estáis bastante cerca». Reed cree en la necesidad de compartir la vida y el destino con los protagonistas de la historia que escribe, solo así se puede transmitir la autenticidad de los acontecimientos. Albert Rhys Williams recuerda su valor en los momentos más peligrosos:

El peligro jamás lo detuvo. Era su elemento natural. Siempre se las arreglaba para llegar a las zonas prohibidas, a las líneas avanzadas de las trincheras.

¡Cuán vivo permanece en mi recuerdo el viaje que hice con John Reed y Boris Reinstein por el frente de Riga, en septiembre de 1917! Nuestro automóvil se dirigía al sur, hacia Venden, cuando la artillería alemana comenzó a bombardear un pueblo situado al este. De pronto, este pueblo se convirtió para John Reed en el lugar más interesante del mundo. Se empeñó en que fuésemos allí. Marchábamos prudentemente a rastras. De pronto estalló detrás de nosotros un enorme proyectil, y en el sitio por el que acabábamos de pasar brotó una columna negra de humo y polvo.

Llenos de miedo, nos agarramos unos de los otros, pero minutos después John Reed estaba radiante. Parecía como si hubiese satisfecho una necesidad imperiosa de su naturaleza[11].

INTENCIONALIDAD Y COMPROMISO

Probablemente John Reed, ya lo señalábamos al principio, es el paradigma del periodista comprometido. Pepe Rodríguez, el editor del libro dedicado a Reed Rojos y rojas, afirma que «en su obra, no oculta, todo lo contrario, su toma de posición. Este gesto fue entendido hasta por sus críticos y adversarios, porque comprendieron que en una obra histórica como en una obra de arte –y los Diez días que estremecieron el mundo es ambas cosas–, la sinceridad es más importante que la falsa objetividad»[12].

La forma en que Reed aplica intencionalidad en sus crónicas es a menudo muy brillante. En una reunión de la Duma, el periodista puede indicarnos, con todo respeto a la inteligencia y capacidad de deducción del lector, dónde están los proletarios que gozan de su simpatía y dónde los sectores reaccionarios que se oponen a la revolución bolchevique.

Allí las grandes masas de soldados harapientos, de obreros cubiertos de grasa y campesinos, todos pobres, agobiados y atormentados en la lucha brutal por la existencia; aquí, los líderes mencheviques y eseristas, los Avkséntiev, los Dan, los Lieber, los exministros socialistas Skóbelev y Chernov y a su lado kadetes como el melifluo Shatski y el aseado Vinaver. Aquí también periodistas, estudiantes, intelectuales de todos los géneros y pelaje. Esta multitud de la Duma estaba bien alimentada y vestida; no vi aquí a más de tres proletarios…

Algo similar hace al presentarnos a los miembros del jurado que procesaría a los líderes sindicales estadounidenses Haywood y Gurley Flynn:

Cuatro de estos jurados eran fabricantes de seda; otro, jefe de la sucursal de la compañía Edison en la localidad –donde Hay­wood intentó organizar una huelga– ¡no había entre ellos un solo trabajador![13].

La capacidad de Reed para ilustrar determinadas escenas nos impresiona por la forma en que logra una clara exposición de las clases sociales. En la tarde del 11 de noviembre de 1917, los bolcheviques, tras una cruenta batalla, logran hacerse con el control de la central telefónica de Petrogrado, así expone Reed la escena final, en la que se ponen frente a frente unos míseros obreros y unas elegantes telefonistas que se creían de clase superior:

Extenuados, cubiertos de sangre, triunfantes, los marinos y obre­ros irrumpieron en la sala de aparatos y, al ver de pronto a tantas lindas señoritas, se turbaron sin poder dar ni un paso más. Ni una sola joven fue injuriada o insultada. Aterradas se agruparon en un rincón, pero luego, al sentirse seguras, dieron rienda suelta a su furia: «¡Ah, asquerosos, ignorantes! ¡Idiotas!…». Los marinos y guardias rojos se azararon. «¡Brutos! ¡Cerdos!», chillaban las señoritas, poniéndose indignadas los abrigos y sombreros. ¡Con lo románticas que se sentían cuando entregaban munición y vendaban a sus valientes y jóvenes defensores, los junkers, muchos de los cuales eran vástagos de las mejores familias rusas y se batían por el retorno del adorado zar! En cambio, aquí todos eran obreros y campesinos, «unos zotes»…

En otras escenas Reed nos conmueve sin abandonar nunca el periodismo, como en esta del entierro en una fosa común de 500 bolcheviques asesinados tras una batalla en Moscú:

El cortejo fúnebre se acercó lentamente a las tumbas y los que portaban los ataúdes los bajaron a las fosas. Muchos de ellos eran mujeres, proletarias fuertes y rechonchas. Y tras los féretros iban otras mujeres, jóvenes, transidas de dolor, o viejas achacosas que lanzaban alaridos desgarradores. Muchas se arrojaban a la tumba tras sus hijos y maridos y daban gritos terribles cuando manos piadosas las sujetaban. Así se aman los pobres…

Es al final de ese momento cuando Reed no puede evitar transmitirnos sus emociones, porque el buen periodista no tiene por qué ocultarlas:

Y comprendí de pronto que el devoto pueblo ruso no necesitaba ya sacerdotes que le ayudasen a impetrar el reino de los cielos. Este pueblo estaba construyendo en la Tierra un reino tan esplendoroso como no lo hay en ningún cielo, un reino por el cual es una dicha morir…

DEONTOLOGÍA

John Reed demostró que su compromiso político no estaba reñido con su deontología profesional. Él mismo, en el prefacio de Diez días que estremecieron el mundo, aclara sus principios: no neutralidad y apego a la verdad.

En la contienda mis simpatías no fueron neutrales. Pero al relatar la historia de aquellos grandes días, me he esforzado por observar los acontecimientos con ojo de concienzudo analista, interesado en hacer constar la verdad.

La dirigente rusa Nadezhda Krúpskaya está convencida de que son necesarios la pasión y el compromiso para contar con precisión y profundidad a los lectores los acontecimientos que se están sucediendo en la revolución rusa:

John Reed no fue un observador indiferente. Revolucionario apasionado, comunista[14], comprendía el sentido de los acontecimientos, el sentido de la gigantesca lucha. De ahí esa agudeza de visión, sin la cual no habría podido escribir un libro semejante[15].

Lo indiscutible del libro de John Reed –y por supuesto de toda su obra– es su que su posición política nunca fue un impedimento para su profesionalidad periodística, su apego a los hechos, su veracidad. En ello insiste Krúpskaya:

El libro de John Reed ofrece un cuadro de conjunto de la insurrección de masas populares tal como realmente se produjo, y por ello tendrá una importancia muy particular para la juventud, para las generaciones futuras, para aquellos a cuyos ojos la Revolución de Octubre será ya historia. En su género, el libro de John Reed es una epopeya[16].

Reed no tenía ningún temor a contar la verdad, su interpretación de la realidad era brillante y rica en detalles y matices que mostraban que no se dedicaba a la mera propaganda, sino que hacía periodismo y mostraba las luces y las sombras de los acontecimientos. En una ocasión explicó así a quienes salían de Rusia con un discurso catastrofista sobre la revolución bolchevique cómo se alteró la base entera de la sociedad con el cambio político:

En Petrogrado, por ejemplo, los que vivían en hoteles no podían conseguir comida, calefacción o luz suficiente; el servicio resultaba malo y los empleados, insolentes; había muy pocos autos de alquiler en que viajar, y en los ferrocarriles, un pasaje de primera clase no representaba una garantía a que el compartimento de uno no fuera invadido por una veintena de soldados sucios y sin boletos que sentían aversión por la burguesía. Todo era terriblemente caro.

Mas los obreros en las fábricas, los soldados en las barracas, los campesinos en las aldeas, tenían comida suficiente, calefacción y luz; raciones bastante cortas, es cierto. […] y la misma cena de dos platos por la que el viajero burgués tenía que pagar sesenta rublos en el Hotel d’Europe la obtenía yo en el gran comedor comunal del Instituto Smolny a cambio de dos rublos y medio[17].

En uno de los momentos más cruentos del enfrentamiento entre los bolcheviques y los sectores contrarrevolucionarios, estos últimos desarrollan unas organizaciones para confrontar la revolución que denominan Comités de Salvación. Eran unas asociaciones conspiradoras y violentas desde las cuales se realizaba todo el trabajo político, ideológico, de sabotaje o de violencia contra el recién instaurado gobierno bolchevique. Un amigo revela a Reed dónde se esconde el Comité de Salvación, y le propone llevarle allí para conocerles y escucharles. Una vez en el lugar, Reed escribe: «Reconocí al coronel Polkóvnikov, excomandante de Petrogrado, por cuya detención el Comité Militar Revolucionario habría dado una fortuna». A pesar de la simpatía de Reed por Lenin y los bolcheviques, y su propia ideología comunista que demostraría en la participación en la fundación del Partido Comunista Laboral de Estados Unidos, en ningún momento se le ocurrió utilizar esa información y hacerla llegar a la dirección bolchevique, es más, ni hace referencia a esa posibilidad. Reed asume su compromiso con el periodismo honesto y leal a la palabra dada. Va al lugar donde se encuentran los Comités de Salvación, les escucha, les habla, y con esa información escribe sus crónicas.

PROBLEMAS CON SU COMPROMISO

El compromiso de John Reed le granjeó problemas en Estados Unidos[18]. Al desembarcar en Nueva York en 1918, procedente de Rusia, los agentes estadounidenses le incautaron toda la documentación que traía de sus meses de trabajo durante la revolución bolchevique. Solo semanas después logró recuperarla para escribir Diez días que estremecieron el mundo. Albert Rhys recuerda que, «como es natural, los fascistas norteamericanos no tenían el menor deseo de que este libro llegase a conocimiento del público. En seis ocasiones se introdujeron en las oficinas de la casa editora, tratando de robar el manuscrito». Rhys explica que una fotografía de John Reed lleva esta dedicatoria: «A mi editor, Horace Liveright, que ha estado a punto de arruinarse por lanzar este libro»[19]. El escritor y pacifista Howard Zinn, señala que

[…] el establishment nunca le perdonó a John Reed (tampoco lo hicieron algunos de sus críticos, como Walter Lippmann y Eugene O’Neill) que se negase a separar arte de insurgencia, que no solo fuese rebelde en su prosa, sino imaginativo en su activismo. Para Reed, la rebeldía era compromiso y diversión, análisis y aventura. Esto hizo que algunos de sus amigos liberales no se lo tomasen en serio (Lippmann mencionó su «deseo exorbitante de que lo detuviesen»), sin comprender que la elite del poder en su país consideraba peligrosas las protestas con imaginación y no se tomaba a broma el coraje con ingenio, porque sabía muy bien que siempre es posible encarcelar a los rebeldes pertinaces, pero que la más alta traición, esa contra la cual no hay castigo adecuado, es la que consiste en volver atractiva la rebelión[20].

ACTIVISTA DESPUÉS QUE PERIODISTA

El compromiso de John Reed no solo define su periodismo, sino toda su vida. Su activismo político fue más allá de su escritura cuando terminaba sus viajes y después de escribir sus crónicas. Mediante conferencias, charlas y todo tipo de actividades públicas seguía difundiendo la realidad que había conocido como periodista. A su vuelta de México no dejó de denunciar las responsabilidades extranjeras en el conflicto: «Sí, México se halla sumido en la revuelta y el caos. Pero la responsabilidad de ello no recae sobre los peones sin tierra, sino sobre los que siembran la inquietud mediante envíos de oro y de armas, es decir, sobre las compañías petroleras inglesas y norteamericanas en pugna…»[21].

Trajo de Colorado el relato de la masacre de Ludlow, cuyo horror casi superaba al de los fusilamientos del Lena, en Siberia. Contó cómo expulsaban a los mineros de sus casas, cómo vivían en tiendas de campaña, cómo estas tiendas eran rociadas de gasolina e incendiadas, cómo disparaban los soldados contra los obreros que corrían, y cómo perecieron entre las llamas una veintena de mujeres y niños. Dirigiéndose a Rockefeller, rey de los millonarios, declaró: «Esas son tus minas, esos son tus bandidos mercenarios y tus soldados. ¡Sois unos asesinos!». Regresaba de los campos de batalla no con triviales charlas acerca de las ferocidades de tal o cual beligerante, sino maldiciendo la guerra en sí, como una carnicería, un baño de sangre organizado por los imperialismos rivales. Rhys recuerda que John Reed compareció junto con otros autores ante un Tribunal de Nueva York, acusado de alta traición.

El fiscal hizo lo indecible por arrancar de los jurados patriotas un veredicto que sirviera de escarmiento; llegó incluso a situar cerca de los edificios del Tribunal una banda que estuvo tocando himnos nacionales todo el tiempo que duraron las deliberaciones. Pero Reed y sus compañeros defendieron valientemente sus convicciones. Después de que Reed hubo declarado gallardamente que consideraba su deber luchar por la transformación social bajo la bandera revolucionaria, el fiscal le dirigió esta pregunta:

—Pero, en la actual guerra, ¿combatiría usted bajo la bandera norteamericana?

—¡No! –contestó Reed en forma categórica.

—¿Y por qué?

Y, a manera de respuesta, John Reed pronunció un discurso apasionado en el que pintaba los horrores de que había sido testigo en los campos de batalla. Su narración fue tan elocuente, tan impresionante, que incluso algunos de los jurados miembros de la pequeña burguesía y ya prevenidos contra los acusados no pudieron contener las lágrimas. Todos los redactores fueron absueltos[22].

Fundó una revista oficial de los comunistas estadounidenses, The Voice of Labour. Se incorporó a la redacción de la revista socialista The Revolutionary Age y después a la del Communist. Escribió artículo tras artículo para el Liberator, recorrió el país, participó en conferencias, atiborrando de datos a cuantos le escuchaban, contagiándoles su pasión combativa, su ardor revolucionario. Por último, organizó con su grupo, en el mismo corazón del capitalismo estadounidense, el Partido Comunista Laboral, lo mismo que diez años antes había organizado un club socialista en el mismo corazón de la Universidad de Harvard.

John Reed fue detenido y encarcelado hasta en veinte ocasiones. En Filadelfia, la policía clausuró el local donde iba a tomar la palabra en un mitin. Reed se subió a una caja de jabón y, desde esta tribuna improvisada, en plena calle, habló a un nutrido auditorio. El mitin tuvo tanto éxito, despertó tal simpatía que, detenido el orador por «alteración del orden público», no fue posible convencer al jurado de que pronunciase un veredicto condenatorio. «Parecía como si las autoridades de todas las ciudades de Estados Unidos no se sintieran contentas hasta haber detenido a John Reed una vez por lo menos», afirmó Albert Rhys.

Una de las anécdotas que muestran su militancia es que en el momento en que Estados Unidos entraban en la guerra, John Reed tuvo que sufrir una operación quirúrgica. Le extirparon un riñón. Los médicos lo declararon inútil para el servicio militar. «La pérdida de un riñón –decía irónicamente– me puede librar de hacer la guerra entre dos pueblos. Pero no me exime de hacer la guerra entre las clases»[23].

La obra Diez días que estremecieron el mundo tiene un doble valor, porque nos enseña dos cosas: la revolución rusa, pero también la persona y el periodista que hay detrás del libro. Dos descubrimientos excepcionales que nunca perderán vigencia porque representan la lucha de un pueblo por crear una sociedad justa y la de un hombre por colaborar con esa lucha mediante el periodismo.

Pascual Serrano

[1] Su esposa relata su agonía en una carta dirigida a Max Eastman, amigo suyo y director de The Masses. Disponible en [http://www.marxists.org/archive/bryant/works/1920/john-reed.htm].

[2] P. Rodríguez, «Introducción», en J. Reed, Rojos y rojas, Barcelona, El Viejo Topo, 2003.

[3] J. Reed, «War in Paterson», The Masses, junio de 1913 [ed. cast.: J. Reed, Hija de la revolución, Tafalla, Txalaparta, 2007].

[4] T. Wolfe, El nuevo periodismo, Barcelona, Anagrama, 1976.

[5] Cit. por P. Rodríguez, «Introducción», en J. Reed, Rojos y rojas,op. cit.

[6] A. Rhys Williams, «Introducción», en J. Reed, Diez días que estremecieron al mundo, Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1967. Disponible en [http://clubdelecturajohnreed.blogspot.com/2007/10/quin-es-john-reed.html].

[7] J. Reed, «Casi treinta», publicado póstumamente en la revista New Republic. Recogido de P. Rodríguez, «Introducción», en Rojos y Rojas, op. cit.

[8] A. Rhys Williams, «Introducción», en J. Reed, Diez días que estremecieron…, op. cit.

[9] Cit. por P. Rodríguez, «Introducción», en J. Reed, Rojos y rojas,op. cit.

[10] J. Reed, «Mensaje de John Reed a nuestros lectores después del regreso de Petrogrado», en Hija de la revolución, Txalaparta, Tafalla, 2007; y en Rojo y rojas, El Viejo Topo, Barcelona, 2003.

[11] A. Rhys Williams, «Introducción», en J. Reed, Diez días que estremecieron…,op. cit.

[12] P. Rodríguez, «Introducción», en J. Reed, Rojos y rojas, op. cit.

[13] J. Reed, «War in Paterson», The Masses, junio de 1913 [ed. cast.: Hija de la revolución, Txalaparta, Tafalla, 2007].

[14] No sería hasta después de la revolución rusa y de escribir su libro Diez días que estremecieron el mundo cuando se afilió a un partido comunista (en 1919), el Partido Comunista Laboral de Estados Unidos.

[15] N. Krúpskaya, «Prefacio a la primera edición rusa», Diez días que estremecieron el mundo.

[16]Ibid.

[17] J. Reed, «Mensaje de John Reed a nuestros lectores después del regreso de Petrogrado», op. cit.

[18] Reed tenía como criterio nombrar a los responsables con nombre y apellidos, aunque eso le creara problemas legales. Durante la huelga en Paterson, es detenido y golpeado por un policía. Investiga su identidad y no duda después en su crónica: McCormack.

[19] A. Rhys Williams, «Introducción», en J. Reed, Diez días que estremecieron…,op. cit.

[20] H. Zinn, «Para conocer a John Reed», en Howard Zinn on History, Seven Stories Press, 2000. Este texto se publicó originalmente en el Boston Globe el 5 de enero de 1982. Disponible en castellano en [http://www.tlaxcala-int.org/article.asp?reference=2411].

[21] A. Rhys Williams, «Introducción», en J. Reed, Diez días que estremecieron…,op. cit.

[22]Ibid.

[23]Ibid.

DIEZ DÍAS QUE ESTREMECIERON EL MUNDO

PREFACIO PARA LA EDICIÓN NORTEAMERICANA

Después de leer con vivísimo interés y profunda atención el libro de John Reed Diez días que estremecieron el mundo, recomiendo esta obra con toda el alma a los obreros de todos los países. Yo quisiera ver este libro difundido en millones de ejemplares y traducido a todos los idiomas, pues ofrece una exposición veraz y escrita con ex­traordinaria viveza de acontecimientos de gran importancia para com­prender lo que es la revolución proletaria, lo que es la dic­tadura del proletariado. Estas cuestiones son ampliamente discutidas en la actualidad, pero antes de aceptar o rechazar estas ideas es preciso comprender toda la trascendencia de la decisión que se toma. El libro de John Reed ayudará sin duda a esclarecer esta cuestión, que es el pro­blema fundamental del movimiento obrero mundial.

N. Lenin[1]

1919

[1] Aunque el sobrenombre de Valdímir Ilich Uliánov que ha pasado a la posteridad es el de Lenin, inicialmente fue Nikolái Lenin [N. del ed.].

PREFACIO

Este libro es un fragmento condensado de historia, tal como yo la vi. No pretende ser más que un detallado relato de la Revolución de Noviembre[1], cuando los bolcheviques, al frente de los obreros y soldados, conquistaron el poder del Estado en Rusia y lo entregaron a los Soviets.

Naturalmente, una gran parte del libro está dedicada al «Petrogrado Rojo», capital y corazón del levantamiento. Pero el lector debe tener presente que todo lo sucedido en Petrogrado –con distinta intensidad y a intervalos diferentes– se repitió casi exactamente en toda Rusia.

En este libro, primero de la serie que estoy escribiendo, tendré que limitarme a registrar los acontecimientos que yo vi y viví personalmente o que han sido confirmados por testimonios fidedignos; va precedido de dos capítulos que describen brevemente la situación y las causas de la Revolución de Noviembre. Comprendo que no será fácil leer estos capítulos, pero son verdaderamente esenciales para comprender lo que ocurrió después.

Ante el lector, como es lógico, surgirán muchas preguntas. ¿Qué es el bolchevismo? ¿Qué tipo de estructura gubernamental crearon los bolcheviques? Si antes de la Revolución de Noviembre lucharon por la Asamblea Constituyente, ¿por qué luego la disolvieron por la fuerza de las armas? Y si la burguesía se oponía a la Asamblea Cons­tituyente hasta que el peligro bolchevique se hizo evidente, ¿por qué más tarde se convirtió en su adalid?

A estas y otras muchas preguntas no puede darse respuesta aquí. En otro volumen, De Kornílov a Brest-Litovsk[2], sigo el curso de la revolución hasta la conclusión de la paz con Alemania. Allí muestro el origen y las funciones de las organizaciones revolucionarias, la evolución de los sentimientos del pueblo, la disolución de la Asamblea Constituyente, la estructura del Estado soviético, el desarrollo y resultado de las negociaciones de Brest-Litovsk.

Al examinar la creciente popularidad de los bolcheviques, es necesario comprender que el hundimiento de la vida económica y del Ejército ruso no se consumó el 7 de noviembre de 1917, sino muchos meses antes, como consecuencia lógica del proceso iniciado ya en 1915. Los reaccionarios corruptos que controlaban la corte del zar prepararon deliberadamente la derrota de Rusia con el fin de acordar por separado la paz con Alemania. Hoy sabemos que la escasez de armamento en el frente, que provocó la catastrófica retirada del verano de 1915, y la insuficiencia de víveres en el Ejército y en las grandes ciudades, además del desbarajuste en la industria y el transporte en 1916, formaban parte de una gigantesca campaña de sabotaje. Esta fue interrumpida a tiempo por la Revolución de Marzo.

En los primeros meses del nuevo régimen, tanto la situación interior del país como la capacidad combativa de su Ejército mejoró indudablemente, pese a la confusión propia de una gran revolución, que había dado repentinamente la libertad a los 160 millones de habitantes de los pueblos más oprimidos del mundo.

Pero la «luna de miel» duró poco. Las clases propietarias querían solo una revolución política, que se limitase a despojar del poder al zar para retenerlo ellas. Querían que Rusia fuese una república constitucional, como Francia o Estados Unidos, o una monarquía constitucional, como Inglaterra. En cambio, las masas populares deseaban una auténtica democracia industrial y agraria.

En su libro Mensaje de Rusia (Russia’s Message), un ensayo sobre la Revolución de 1905, William English Walling hace una magnífica descripción de la situación moral de los obreros rusos, que más tarde apoyarían casi unánimemente al bolchevismo:

Ellos (los obreros) veían que incluso con un Gobierno libre, si se encontraba en manos de otras clases sociales, posiblemente tendrían que seguir sufriendo hambre…

El obrero ruso es revolucionario, pero no es violento, ni dogmático, ni está privado de razón. Está dispuesto a pelear en las barricadas, pero las ha estudiado y –algo único entre los obreros de todo el mundo– las conoce de primera mano. Está preparado y dispuesto a luchar contra su opresor, la clase capitalista, hasta el final. Pero no ignora la existencia de otras clases. Solo exige de ellas que en el temible conflicto que se avecina se sitúen a uno u otro lado…

Todos ellos (los obreros) coinciden en que nuestras instituciones políticas (norteamericanas) son preferibles a las suyas, pero no ansían de ningún modo cambiar a un déspota por otro (es decir, por la clase capitalista).

Si cientos de obreros de Rusia sufrieron fusilamientos y ejecuciones en Moscú, Riga y Odesa; si miles de ellos se vieron recluidos en todas las cárceles rusas, o deportados a los desiertos y regiones árticas, no fue a cambio de obtener los dudosos privilegios de los obreros de Goldfields y Cripple Creek…

He ahí por qué en Rusia, estando en su apogeo la guerra exterior, la revolución política se transformó en revolución social, que encontró su máxima culminación en el triunfo del bolchevismo.

En su libro Nacimiento de la democracia rusa, A. J. Sack, director del Buró de Información Ruso en América, hostil al Gobierno soviético, dice lo siguiente:

Los bolcheviques formaron su propio gabinete con Nikolái Lenin como primer ministro y León Trotski como ministro de Asuntos Exteriores. La inevitabilidad de su llegada al poder se hizo evidente casi inmediatamente después de la Revolución de Marzo. La historia de los bolcheviques después de aquella revolución es la historia de su incesante crecimiento.

Los extranjeros, y especialmente los norteamericanos, subrayan con frecuencia la «ignorancia» de los obreros rusos. Cierto, les falta la experiencia política de los pueblos occidentales, pero en cambio estaban bien entrenados en la organización voluntaria. En 1917, las sociedades rusas de consumidores (cooperativas) contaban con más de 12 millones de afiliados y los Soviets de por sí son una manifesta­ción portentosa del genio organizador de las masas trabajadoras rusas. Es más, probablemente no haya pueblo en todo el mundo que haya estudiado tan bien la teoría socialista y su aplicación práctica.

He aquí cómo define a estos hombres William English Walling:

La mayoría de los obreros rusos sabe leer y escribir. El país se encuentra desde hace años en tal estado de efervescencia que los trabajadores han contado con el liderazgo no solo de sus individuos más brillantes, sino también de numerosos elementos revolucionarios de las capas instruidas de la sociedad, que se han acercado a la clase obrera con sus ideales de regeneración política y social de Rusia…

Muchos autores explican su hostilidad al régimen soviético alegando que la última fase de la revolución rusa fue simplemente una lucha de los elementos de la sociedad «respetable» contra las crueldades de los bolcheviques. Pero en realidad fueron precisamente las clases propietarias las que, al ver cómo crecía el poder de las organizaciones revolucionarias populares, decidieron aplastarlas y detener la revolución. Persiguiendo este objetivo, las clases propietarias terminaron por recurrir a medidas desesperadas. Para derribar el ministerio de Kérenski y los Soviets, se desorganizó el transporte y se provocaron desórdenes internos; para vencer a los comités de fábrica cerraron las plantas y escondieron el combustible y la materia prima; para acabar con los comités del Ejército restablecieron la pena de muerte y permitieron las derrotas en el frente.

Todo esto era magnífico alimento para el fuego bolchevique. Los bolcheviques respondieron predicando la lucha de clases y proclamando los Soviets como máxima autoridad.

Entre estas dos tendencias extremas había grupos que las sostenían total o parcialmente, como los llamados socialistas «moderados», los mencheviques y los socialrevolucionarios y algunos otros pequeños partidos. Estos grupos sufrían también los ataques de las clases propietarias, pero la fuerza de su resistencia se veía lastrada por sus propias teorías.

En general, los mencheviques y socialrevolucionarios suponían que Rusia no estaba madura económicamente para la revolución social, que solo era posible una revolución política. Según su interpretación, las masas rusas no estaban preparadas suficientemente para tomar el poder; cualquier intento así conduciría inevitablemente a una reacción, valiéndose de la cual cualquier oportunista sin escrúpulos podría restaurar el viejo régimen. Por eso ocurrió que cuando los socialistas «moderados» se vieron forzados a asumir el poder, tuvieron miedo de utilizarlo.

Suponían que Rusia debía pasar por las mismas fases de desarrollo político y económico que Europa Occidental y únicamente después, junto con el resto del mundo, llegar al socialismo desarrollado. Por eso es natural que, de acuerdo con las clases propietarias, considerasen que Rusia debía ser ante todo un Estado parlamentario, si bien con ciertas enmiendas en comparación con las democracias occidentales. En consecuencia, insistían en la participación de las clases propietarias en el Gobierno.

De ahí a apoyarlas había solo un paso. Los socialistas «moderados» necesitaban a la burguesía, pero la burguesía no necesitaba a los socialistas «moderados». De este modo resultó que los ministros socialistas se vieron obligados a retroceder poco a poco en todos los puntos de su programa en tanto que los representantes de las clases propietarias avanzaban cada vez más resueltamente.

Y cuando los bolcheviques rompieron finalmente todos los vacuos compromisos, los mencheviques y los socialrevolucionarios se encontraron participando en la lucha al lado de la burguesía… Actualmente, en casi todos los países puede observarse el mismo fenómeno.

Los bolcheviques, a mi modo de ver, no son una fuerza destructora, sino el único partido en Rusia que posee un programa constructivo y con suficiente poder para llevarlo a la práctica. Si en aquel momento no hubiesen logrado mantenerse en el poder, para mí no cabe la menor duda de que ya en diciembre los ejércitos de la Alemania Imperial habrían entrado en Petrogrado y Moscú, y Rusia habría caído de nuevo bajo el yugo de cualquier zar…

Después de un año entero de existencia del Gobierno soviético, sigue estando de moda llamar «aventura» a la insurrección bolchevique. Sí, fue una aventura, y por cierto una de las aventuras más sorprendentes a que se ha arriesgado jamás la humanidad, una aventura que irrumpió como una tempestad en la historia al frente de las masas trabajadoras y lo apostó todo en aras de la satisfacción de sus inmediatas y grandes aspiraciones. La maquinaria estaba ya lista para repartir las grandes haciendas de los latifundistas entre los campesinos. Se habían constituido ya los comités de fábrica y los sindicatos para poner en marcha el control obrero en la industria. En cada aldea, ciudad, distrito y provincia existían Soviets de Diputados Obreros, Soldados y Campesinos, dispuestos a asumir la administración local.

Piensen lo que piensen algunos sobre el bolchevismo, es indiscutible que la revolución rusa constituye uno de los acontecimientos más grandes de la historia humana y el auge de los bolcheviques es un fenómeno de importancia mundial. Igual que los historiadores buscan los detalles más minuciosos de la Comuna de París, querrán también conocer todo lo que sucedió en Petrogrado en noviembre de 1917, el espíritu que animaba entonces al pueblo, cómo eran, qué decían y qué hacían sus líderes. Con este objetivo en mente he escrito el presente libro.

En la contienda mis simpatías no fueron neutrales. Pero al relatar la historia de aquellos grandes días, me he esforzado por observar los acontecimientos con ojo de concienzudo reportero, interesado en hacer constar la verdad.

J. Reed

Nueva York, 1 de enero de 1919

[1] Es decir, la Revolución de Octubre: John Reed nos relatará su desarrollo según el nuevo calendario «gregoriano», utilizado en la actualidad. El calendario empleado entonces en Rusia era el «juliano», atrasado en trece días respecto al gregoriano. Así, las revoluciones de Febrero y Octubre corresponden a los meses de marzo y noviembre. En esta edición omitimos la aclaración constante de fechas. Para contrastarlas, el lector puede consultar Octubre. La historia de la revolución rusa, de China Miéville (Madrid, Akal, 2017), donde se narran los acontecimientos según el calendario empleado por sus protagonistas [N. del ed.].

[2]Kornilov to Brest-Litovsk, como aparece citado en este libro y diversas biografías, fue un libro que Reed no llegó a publicar, aunque apareciera anunciado en el catálogo de la misma editorial en la que se publicó el presente, Ten Days that Shook the World, la neoyorquina Boni & Liveright; una editorial vanguardista y subversiva, que vio cómo sus publicaciones de Joyce, Pound, Trotski o Lawrence eran secuestradas o denunciadas por la Society for the Suppression of Vice [N. del ed.].

NOTAS Y ACLARACIONES

Al lector corriente le será muy difícil orientarse en la infinidad de organizaciones rusas: grupos políticos, comités y comités centrales, dumas, sindicatos. Por este motivo doy aquí algunas breves definiciones y explicaciones.

PARTIDOS POLÍTICOS

En las elecciones a la Asamblea Constituyente de Petrogrado hubo diecisiete[1] listas de candidatos y en algunas ciudades de provincias hasta cuarenta; pero en el breve resumen de los objetivos y la composición de los partidos políticos, que se inserta más abajo, han sido incluidos solamente los grupos y fracciones que se mencionan en este libro. Aquí únicamente se puede indicar lo fundamental de sus programas y se da solo una característica general de las capas sociales que representaban.

1) Monárquicos de diversos matices, octubristas, etc. Estas facciones, fuertes en otro tiempo, no existían ya abiertamente: habían pasado a la clandestinidad o sus miembros habían entrado en el partido de los demócratas-constitucionalistas puesto que estos últimos habían adoptado poco a poco su plataforma política. De los representantes de estos grupos se menciona en el libro a Rodzianko y Shulgin.

2) Kadetes. Llamados así por las iniciales del nombre del partido: demócratas-constitucionalistas. El nombre oficial del partido kadete (después de la revolución) era Partido de la Libertad del Pueblo. Bajo el zarismo el partido kadete, formado por liberales representantes de las clases propietarias, era el partido más importante dentro del ámbito de la reforma política, y en rasgos generales corresponde al Partido Progresista de América. Cuando en marzo de 1917 estalló la revolución, los kadetes formaron el primer Gobierno Provisional. En abril el Gobierno kadete fue derribado por haber defendido públicamente los objetivos imperialistas de las potencias aliadas, incluyendo los objetivos imperialistas del Gobierno zarista. A medida que la revolución cobraba un carácter más acusado de revolución social y económica, los kadetes se iban haciendo más conservadores. De sus representantes se menciona en este libro a Miliukov, Vinaver y Shatski.

a. Grupo de líderes sociales. Una vez que los kadetes perdieron su popularidad por sus vínculos con la contrarrevolución kornilovista, se organizó en Moscú el Grupo de líderes sociales. Representantes de este grupo recibieron carteras ministeriales en el último gabinete de Kérenski. El grupo se declaró al margen de partidos, aunque sus guías espirituales eran hombres como Rodzianko y Shulgin. Ingresaron en él los banqueros, comerciantes e industriales más «modernos», que eran bastante inteligentes y comprendían que con los Soviets había que luchar con sus propias armas: con la organización económica. Son típicos de este grupo Lianózov y Konoválov.

3) Socialistas populares o trudoviques (Grupo Laborista). Partido numéricamente pequeño, formado por intelectuales moderados, dirigentes de sociedades cooperativas y campesinos de ideas conservadoras. Aunque se llamaban socialistas, los trudoviques en realidad defendían los intereses de la pequeña burguesía: de los funcionarios, tenderos, etc. Sucesores directos del «grupo laborista» de la IV Duma de Estado, formada en su mayoría por representantes de los campesinos, y herederos de las tradiciones conciliadoras de este grupo. Kérenski era el líder de los trudoviques en la Duma Imperial, cuando en marzo de 1917 estalló la revolución. Los socialistas populares son un partido nacionalista. Están representados en el libro por Peshejónov y Chaikovski.

4) Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia. Inicialmente marxis­tas-socialistas. En el Congreso de 1903, por discrepancias en cues­tiones tácticas, el partido se escindió en dos fracciones: mayoría (bolshinstvo) y minoría (menshinstvo). Así surgieron los nombres: «bolcheviques» y «mencheviques». Las dos alas se convirtieron en dos partidos distintos. Las dos se llamaban Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia y declaraban su adhesión al marxismo. Después de la Revolución de 1905, los bolcheviques de hecho se encontraron en minoría y volvieron a ser mayoría en septiembre de 1917.

a. Mencheviques. Este partido agrupa a socialistas de todos los matices, que consideran que la sociedad debe llegar al socialismo por evolución natural y que la clase obrera debe obtener primero acceso al poder político. Partido también nacionalista. Era un partido de intelectuales socialistas y, como todos los medios de formación y educación se hallaban en manos de las clases propietarias, los intelectuales instintivamente se aproximaron al modo de pensar de estas y se situaron al lado de dichas clases. De sus líderes se menciona en este libro a Dan, Lieber y Tsereteli.

b. Mencheviques internacionalistas. Ala radical de los mencheviques, internacionalistas y adversarios de toda coalición con las clases propietarias; pero no deseaban romper con los mencheviques conservadores y se opusieron a la dictadura de la clase obrera, a favor de la cual estaban los bolcheviques. Trotski fue mucho tiempo miembro de este grupo[2]. Entre sus líderes figuran Mártov y Martínov.

c. Bolcheviques. Actualmente se llaman Partido Comunista para subrayar su ruptura total con las tradiciones del socialismo «moderado» o «parlamentario», que predomina entre los mencheviques y los llamados «socialistas de la mayoría» en todos los países. Los bolcheviques se pronunciaron por la inmediata insurrección proletaria y la toma del poder del Estado con el fin de acelerar la llegada del socialismo mediante la socialización forzosa de la industria, de la tierra, de las riquezas naturales y las instituciones financieras. Este partido expresa los anhelos principalmente de los obreros industriales, pero también de una parte considerable de los campesinos pobres. La palabra «bolchevique» no puede traducirse como «maximalista». Los maximalistas son un grupo aparte (véase el párrafo 5)b). Entre sus líderes: Lenin, Trotski, Lunacharski.

d. Socialdemócratas internacionalistas unidos, o grupo Nóvaya Zhizn (Vida Nueva), nombre de un periódico muy influyente que era su portavoz. Pequeño grupo de intelectuales con muy reducido número de adeptos entre los obreros, si se excluye a los incondicionales de Máximo Gorki, su dirigente. Intelectuales con un programa casi análogo al de los mencheviques internacionalistas, con la única diferencia de que el grupo Nóvaya Zhizn no quería vincularse a ninguna de las dos fracciones fundamentales. Los componentes del grupo no estaban de acuerdo con la táctica de los bolcheviques, pero permanecieron en el gobierno del Soviet. Otros representantes del grupo que se mencionan en este libro son Avílov y Kramarov.

e. Yedinstvo («Unidad»). Grupo insignificante y cada vez menor, formado casi exclusivamente por incondicionales de Plejánov, uno de los pioneros del movimiento socialdemócrata ruso en los años ochenta y su teórico más destacado. Plejánov, ya viejo en esta época, era un social-patriota extremista y demasiado conservador incluso para los mencheviques. Después del coup d’état bolchevique[3] el grupo Yedinstvo dejó de existir.

5) Partido de los socialrevolucionarios. Los llaman para abreviar «eseristas». Inicialmente partido revolucionario de los campesinos; el partido de las «organizaciones de combate», terroristas. Después de la Revolución de Marzo ingresó en él mucha gente que nunca había sido socialista. En este tiempo, los eseristas propugnaban la abolición de la propiedad privada solamente de la tierra y sostenían que sus propietarios debían ser indemnizados. Finalmente, la radicalización de los campesinos obligó a los eseristas a renunciar al punto de la «indemnización». Más adelante los jóvenes e intelectuales más exaltados se escindieron del partido en el otoño de 1917 y formaron un nuevo partido: el partido de los socialrevolucionarios de izquierda. Los eseristas, a quienes los grupos radicales posteriormente llamarían «socialrevolucionarios de derecha», se pasaron a las posiciones políticas de los mencheviques y actuaron de acuerdo con ellos. Eran, a fin de cuentas, representantes de los campesinos ricos, de los intelectuales y de las capas políticamente atrasadas de la población de las zonas rurales más alejadas. Sin embargo, entre ellos había más grupos con diferentes puntos de vista acerca de los problemas políticos y económicos que entre los mencheviques. De sus líderes se menciona en el libro a Avkséntiev, Gots, Kérenski, Chernov y la «abuela» Breshkóvskaya.

a. Socialrevolucionarios de izquierda. Aunque en teoría compartían el programa bolchevique de la dictadura de la clase obrera, al principio fueron renuentes en seguir la táctica resuelta de los bolcheviques. Sin embargo, los socialrevolucionarios de izquierda continuaron en el Gobierno soviético, ocupando puestos ministeriales, en particular el Ministerio de Agricultura. Salieron varias veces del Gobierno, pero siempre se reintegraban. A medida que los campesinos abandonaban en creciente número las filas de los eseristas (de derecha), se incorporaban al partido de los socialrevolucionarios de izquierda, el cual se convirtió en el gran partido campesino que apoyaría el Poder de los Soviets. Este partido preconizaba la confiscación sin indemnización alguna de las grandes haciendas y su entrega a los propios campesinos. Entre los dirigentes figuraban Spiridónova, Karelin, Kamkov y Kolegáev.

b. Maximalistas. Se escindieron del partido de los socialrevolucionarios durante la Revolución de 1905, cuando constituían un potente movimiento campesino que exigía la realización inmediata de un programa máximo socialista. En la actualidad es un grupo insignificante de anarquistas campesinos.

PROCEDIMIENTO PARLAMENTARIO