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La fiesta del año... ¡y el invitado prohibido! Nochevieja. El único día en que Santo Sabatini permitiría que su mundo, cuidadosamente controlado, chocara con el de la heredera Eleanor Carson. Asistir a la exclusiva fiesta anual que él despreciaba era la mejor manera que tenía el magnate de mantener su promesa inquebrantable: protegerla de un secreto trascendental... Cuando la verdad amenazó con salir a la luz y destrozar la vida de Eleanor tal y como la conocía, Santo no tuvo más remedio que acercarse a ella. Al sonar las doce campanadas, ¿podría evitar que su química desbocada estallara en peligrosas llamas?
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Seitenzahl: 210
Veröffentlichungsjahr: 2025
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© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Diez noches de deseo, n.º 3164 - mayo 2025
Título original: Forbidden Until Midnight
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9791370005481
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Nochevieja de hace nueve años, Múnich
Santo Sabatini miró a su alrededor con tal desprecio, y una irritación apenas reprimida, que los invitados a la fiesta de los Albrecht lo evitaban descaradamente. Volvió a fruncir el ceño, encogiéndose de hombros dentro de la chaqueta negra del esmoquin que tanto le disgustaba. Santo asociaba la prenda a esa superioridad que ocultaba una ignorancia y pereza que le asqueaban.
Habría dado la espalda a todo aquello, de no ser por una razón. Hacía seis años había hecho una promesa inquebrantable, un voto, y nada ni nadie le impediría cumplirlo.
Pietro había sido más un padre para él que el bastardo que le había dado la sangre, los genes y los ojos que lo miraban cada mañana desde el espejo. A su muerte, había heredado el Grupo Sabatini.
«No lo quiero».
«No tienes elección, mio figlio», había contestado su madre, con lágrimas rodando por una mejilla aún magullada por el último puñetazo.
–Cuidado –le advirtió una voz a su espalda–. Vas a romper el vaso.
Santo aflojó el puño que los recuerdos habían apretado alrededor del fino tallo de la copa de champán. La bebida había adquirido una temperatura ambiente poco apetecible, de modo que detuvo al camarero que pasaba por su lado y la cambió por whisky. Borrando cualquier rastro de sus pensamientos del rostro, se volvió hacia Marie-Laure.
–Los Albrecht se han superado este año –observó la mujer, incapaz de ocultar la lascivia en su voz.
Santo evaluó los cambios producidos desde que la había conocido cinco años atrás, cuando había conseguido entrar en el evento más exclusivo del ejercicio financiero del que no había oído hablar ni Wall Street. Ella lo había seducido en un baño barroco de Dubrovnik. Un acontecimiento memorable que casi desearía poder olvidar. Casi.
El pelo teñido de rojo había adquirido un aspecto más quebradizo, pero Marie-Laure Gerber seguía siendo una mujer asombrosamente bella que llevaba su sensualidad como arma y escudo a la vez. Y aunque no había sido su primera experiencia sexual, sí había sido irónicamente la más sincera. Demostrado perfectamente por cómo ella lo había ignorado cruelmente al año siguiente.
Pero sería un error confundir a Marie-Laure con la solitaria viuda de uno de los financieros más ricos de Suiza. Había una razón por la que aquel hombre torpe y seboso había escalado a cotas tan vertiginosas antes de morir: su esposa era más afilada que el acero, e igual de peligrosa.
–Dime, tesorina, ¿por qué has sacado las garras tan temprano esta noche? –preguntó Santo.
La carcajada de ella fue tan falsa como la expresión de cariño de Santo.
–Se rumorea que la princesita de Edward Carson hará su primera aparición.
–¿Ah, sí? –a Santo se le encogió el estómago, pero sus facciones solo mostraron indiferencia.
–Dicen que es absolutamente exquisita –Marie-Laure enarcó una ceja.
–No es mi tipo –Santo se encogió de hombros.
–Todos dicen lo mismo… antes –el tono de Marie-Laure adquirió una dureza diamantina–. Los niños no hablan de otra cosa.
Santo miró hacia donde estaba reunida la progenie de las doce familias presentes. Mejor dicho, once familias. Él era el último y único descendiente de los Sabatini. Y así seguiría siendo.
Aquel grupo de veinteañeros eran los herederos de la élite. Se convertirían en los ricos de Europa, los que decidirían sobre millones de personas. Y todos y cada uno de ellos eran unos niñatos que no tenían ni idea de lo que era el trabajo duro.
–¿Crees que presto la más mínima atención a lo que dicen? –preguntó él.
–No –Marie-Laure se volvió hacia Santo–. Por eso me gustas tanto.
–A ti solo te gustan las cosas frías, afiladas y brillantes.
–Exacto –ella asintió, dándole una palmadita en el pecho.
Con un desprecio apenas disimulado hacia el grupo de jóvenes, Santo se volvió hacia el despliegue dorado de arquitectura y obras de arte renacentistas que cubría cada centímetro de la gran sala. Era chillón, impresionante en el sentido tradicional de la palabra y, por mucho que le disgustara cada pieza, respetaba su historia, la historia. Debía hacerlo para no repetirla.
Múnich era tan hermosa como lo había sido Helsinki el año anterior y Estocolmo el anterior. Cada Nochevieja se celebraba en una ciudad europea distinta, organizada por una familia distinta. Pero Marie-Laure tenía razón: los Albrecht se habían superado.
Nadie fuera de las doce familias sabía, ni siquiera había oído hablar, de lo que sucedía allí. Y no porque fuera una bacanal envuelta en generaciones de riqueza heredada, oculta tras apretones de manos, con devociones casi de culto.
Lo que sucedía cada treinta y uno de diciembre era, simplemente, el intercambio y la inversión de dinero por más dinero.
En esencia, era una cábala financiera y él odiaba a cada uno de los presentes, que harían cualquier cosa para proteger su propia seguridad financiera, incluyendo hacer la vista gorda ante la violencia y los abusos. La exclusividad del grupo aseguraba el control de una riqueza inconcebible. Y no se le escapaba que, aunque Pietro era uno de los hombres más buenos que conocía, siendo hijo de un exagente de la mafia, jamás se le habría permitido entrar en esos salones sagrados, a pesar de que allí había, probablemente, criminales aún mayores. Allí lo que importaba, casi tanto como los ceros de tu cuenta, era la genética. Y eso convertía a casi todos los allí presentes en patológicamente egoístas. Y Santo Sabatini sabía de primera mano lo peligroso que eso podía ser.
Bebió un trago de whisky mientras los murmullos se hacían más fuertes.
–Aquí está –distinguió entre los susurros.
Pero se negó a girarse, a sucumbir al deseo de verla por fin, en carne y hueso, ocupando su lugar como heredera de Edward Carson. Santo recordó las palabras de su mentor:
«Lo que te pido no es fácil. Es el juego más largo que jugarás jamás», le había advertido Pietro. «Podría llevarte años. Te pido un compromiso para toda la vida. Piénsatelo bien antes de aceptar».
Santo no había necesitado pensárselo. No dudaba del anciano. Entendía lo que se le pedía. Entendía que era un secreto que debía ocultarse a todo el mundo. Porque podría cambiar radicalmente la vida de una joven. La respuesta fue sencilla. Después de todo lo que había hecho Pietro por su madre, por él, Santo lo daría todo por el anciano. Incluso mantener el contacto con ese horrible grupo de personas.
Y mientras Eleanor Carson entraba en la Sala de Antigüedades de la Residenz de Múnich en Nochevieja, el día después de su decimoctavo cumpleaños, Santo Sabatini se dispuso a cumplir su promesa.
«Cuida de ella, Santo. Protégela».
«Lo haré».
Eleanor Carson dio un respingo al entrar en el gran salón. Nunca había visto nada tan hermoso.
El corazón latía con tanta fuerza que le oprimía el pecho contra el ceñido escote del vestido dorado. Había esperado este momento durante años.
Sentía que podría explotar de felicidad. Eleanor miró a su padre, el brillo de sus ojos, la alegría en sus adoradas facciones, y supo que estaba tan feliz por ella como ella misma. Le apretó la mano, mientras él le indicaba con la cabeza que fuera a reunirse con sus amigos. A pesar de las maravillosas celebraciones del día anterior, ese era su verdadero regalo de cumpleaños. Miró a su madre, y descubrió algo extraño en su mirada, antes de que lo disimulara con una sonrisa.
–Vamos –la animó su madre.
Eleanor ya no necesitó más permiso para buscar a Dilly entre la multitud de caras conocidas. Amigos de la familia, amigos del colegio, los círculos en los que se movía eran muy reducidos, pero tenía dieciocho años, y ya podía reunirse con ellos allí.
Hasta ese momento, las fiestas de Nochevieja solo habían sido rumores y susurros para ella. Nadie se atrevía a hablar de lo que allí ocurría, pero los vagos detalles e insinuaciones no hacían sino aumentar su curiosidad hasta un punto febril. En su mente era como un baile de cuento de hadas digno de una princesa. Pero la realidad superaba con mucho su imaginación.
Su visión se llenó de oro, azul pálido, rosa oscuro y alabastro, y el suave murmullo de las conversaciones se superponía a los bellos acordes de una orquesta en directo oculta a la vista. Sintió escalofríos de pura felicidad, y el pecho tan lleno como si hubiera aguantado la respiración durante una eternidad solo por estar allí.
–¡Lee! –oyó gritar a Dilly desde el otro extremo de la sala, y no pudo evitar reírse ante la amiga a la que no veía desde su graduación, un año antes que Eleanor, en julio del año anterior.
–Cuánto me alegro de verte –Eleanor se fundió en un cálido abrazo con Dilly.
–¡Y yo! Esto ha sido muy aburrido sin ti –aseguró Dilly–. Estás preciosa, los chicos están atacados.
–Qué tonta –Eleanor golpeó el brazo de su amiga.
–¡No lo soy! –gritó Dilly mientras la agarraba del brazo–. Ven, deja que te enseñe esto –tiró de Eleanor hacia el otro extremo de la sala–. Los Albrecht son los anfitriones este año. El año que viene serán los Pichler, en Viena, y será igual o más impresionante que esto –le confió Dilly.
Eleanor no creía que pudiera ser mejor, pero no dijo nada.
–¿Y cómo está la familia?
–Están bien –contestó Eleanor, recordando el enfado de su hermano menor antes de acostarse.
«Quiero ir contigo».
«No hasta que tengas dieciocho años, como Ellie», había dicho su padre.
–Tu padre acaba de hacer un trato espectacular con los Müller, debe estar exultante –exclamó Dilly.
–Lo celebraron anoche –confirmó Eleanor, con un secreto sentimiento de orgullo.
Había pasado semanas escuchando a su padre negociar el trato, nerviosa porque ella lo había sugerido. Sabía que su padre nunca haría nada que no quisiera, pero ella lo había sugerido. Y a él le había parecido una buena idea. Secretamente, esperaba que la ayudara a empezar a ver que realmente quería estudiar empresariales en la universidad, seguir sus pasos. El negocio pasaría a Freddie, pero quizás ella también podría formar parte de él.
Llegaron al extremo de la increíble sala y se giraron. Toda la habitación quedó a la vista.
–Bien –anunció Dilly–. Como sabes, no se permite la entrada a nadie ajeno a las familias. Es la única noche del año en la que no tienen que preocuparse por enemigos políticos o repercusiones financieras.
Eleanor asintió. La exclusividad y el secretismo que rodeaban las reuniones de Nochevieja era lo que le hacía desear asistir.
Descubrió un par de ojos castaños clavados en los suyos, bajo una abundante melena rubia y unos labios curvados en una sonrisa. Su corazón se aceleró al reconocer a Antony Fairchild.
–Por supuesto, ya conoces a Tony.
–No diría que lo conozco –confesó Eleanor.
–Parece que él a ti sí –bromeó Dilly propinándole un codazo en el hombro.
Eleanor sintió arder las mejillas ante la mirada del chico. Había ido unos cursos por delante de ella en Sandrilling, el internado de las afueras de Londres al que habían asistido muchos de los hijos de las familias allí reunidas. No creía que él supiera su nombre, pero la forma en que la miraba hizo que su corazón diera un vuelco.
–¿Ya estás enamorada? –preguntó su amiga.
–No tengo ni idea de qué hablas –respondió ella con una sonrisa irónica.
Eleanor recorrió la sala con la mirada y, de entre las casi doscientas personas allí reunidas, encontró a sus padres hablando con los Fairchild, su madre un poco distraída. Eleanor se sintió inquieta. Su madre no había querido que fuera esa noche, aunque Eleanor no sabía por qué. Durante años, Eleanor había querido formar parte del mundo que sus padres le ocultaban. El glamour, la exclusividad, el secretismo… Estar allí significaba que le confiaban todo eso, y era tan significativo de la edad adulta como sus dieciocho años. Su vida empezaría de verdad.
–Dame dos segundos –Dilly se había distraído con algo–. Ahora vuelvo.
A Eleanor no le importó. En realidad, había esperado tener un momento sola para asimilarlo todo. Era mucho más de lo que había esperado. El ruido era considerable. Una pareja pasó delante de ella, obligándola a dar un paso atrás y a chocar contra algo duro… alguien.
–Lo siento mucho –se disculpó, girándose.
Horrorizada, vio a un hombre moreno contemplando la mancha que empapaba su camisa blanca.
–¡Oh, no! Cuánto lo siento –exclamó ella, agarrando rápidamente unas servilletas de una mesa y presionándolas contra el alcohol derramado, esperando limitar los daños.
Cuando su mano tocó su pecho, el hombre retrocedió y levantó los brazos, como si quisiera evitar cualquier posible contacto. La ira en su mirada era palpable.
Eleanor se mordió el labio y levantó la mirada a la cara del hombre. Y todo se detuvo. El breve movimiento de los ojos del hombre hacia los suyos y de vuelta a su camisa la dejó paralizada.
Un cabello rizado, espeso y oscuro cubría una cabeza inclinada sobre su camisa arruinada. Medía casi treinta centímetros más que ella con tacones. Los afilados pómulos y nariz patricia guiaron su mirada hasta unos labios cruelmente sensuales que le provocaron un delicioso escalofrío.
Pero fue el color aguamarina de sus ojos lo que más le impactó, inesperados, sobre el claro sello mediterráneo. Grecia, quizás, probablemente Italia. Él levantó la vista y le sostuvo la mirada cuando la mayoría la habría apartado. Cuando ella debería haberla apartado. Le arrebató las servilletas de la mano y secó inútilmente la camisa estropeada.
–De verdad que lo…
–Lo siento, sí. Lo oí la primera vez. Y la segunda.
Eleanor se ruborizó. Se sentía desmañada, tonta, un poco infantil, al lado de ese hombre.
Lo cual no excusaba sus malos modales. Esbozó su mejor sonrisa y le tendió la mano.
–Eleanor Carson –se presentó.
Santo no tenía intención de hablar con ella. Había pensado, ingenuamente, que podría vigilarla desde lejos. El incómodo intercambio no había entrado en sus planes.
Mientras ella lo miraba fijamente, con expresión extrañamente decidida, se tomó un momento para contemplar a la «exquisita», Eleanor Carson. Entendía que hubiera conseguido revolucionar a la generación más joven. Estaba seguro de que Eleanor Carson se convertiría en una hermosa joven. Pelo oscuro peinado elegantemente hacia atrás sobre una piel pálida como la leche. Sus ojos, de un marrón intenso, eran casi exasperantemente inocentes. Una inocencia que a él nunca se le había permitido.
El vestido le sacaba el máximo partido, por supuesto. Aunque nunca le había interesado la moda femenina, salvo cuando desnudaba a su pareja de turno, supuso que le quedaba bien. Pequeñas mangas abullonadas cubrían sus hombros. Su mirada recorrió un sencillo escote y un corpiño que se abría en amplias faldas, todo de una tela dorada que le recordó cuentos de hadas ya olvidados.
Permaneció demasiado tiempo mirando y, justo cuando le tendió la mano, ella retiró la suya. Él encajó la mandíbula, disgustado por la incomodidad del encuentro, y ella le tomó la mano con los dedos, lo que le dejó bastante seguro de que la chica Carson era decepcionantemente insípida.
–¿No es increíble? –preguntó ella con una exuberancia injustificada.
Él la miró sin comprender, sus palabras una prueba más en su contra.
–Es la primera vez que vengo –confesó ella, a pesar de que él parecía claramente reacio a continuar la conversación. Santo se preguntó distraídamente de qué otra observación inane sería capaz, y apartó la mirada cuando ella se ruborizó.
–Nadie lo diría –susurró él, mientras le pedía un vaso de whisky a un camarero que pasaba por allí.
Eleanor le hizo señas para que se acercara y le susurró algo al oído.
Seguramente había pedido algún cóctel espumoso que disimulara cualquier sabor a alcohol.
Santo abrió la boca para excusarse, pero Eleanor continuó con determinación.
–Nunca he estado en Múnich. Espero que haya tiempo para verla antes de irnos pasado mañana. ¿Y usted? ¿Alguna atracción que pueda sugerirme?
Él la miró, sorprendido porque le pidiera recomendaciones sobre lugares turísticos.
De nuevo, intentó excusarse.
–Porque, sinceramente –insistió ella–, me gusta conocer las ciudades cuando están tranquilas. Es como si vieras algo que nadie más ve. Y mañana, imagino que la mayoría de la gente seguirá en la cama o con resaca, así que…
Eleanor se interrumpió, mientras Santo intentaba comprender la imagen que tuvo de Eleanor deambulando por calles aisladas justo antes del amanecer.
–Gracias –le dijo ella al camarero, que le había pasado una bolsa antes de marcharse.
–Esto es para usted –Eleanor se volvió hacia Santo–. Debería quedarle bien. Obviamente no será tan bonita como la suya, pero al menos no estará manchada. Ni olerá –añadió con una sonrisa casi encantadora. Le deseó que pasara una buena velada y desapareció, dejándolo con una bolsa que contenía una camisa blanca, sin entender lo que acababa de ocurrir.
–Espere –llamó Santo antes de poder contenerse.
Ella se volvió, a pocos metros de él, con una pequeña sonrisa en la cara. Era una sonrisa de Mona Lisa, ni falsa ni forzada, como si supiera que lo había sorprendido. Porque él no la había creído capaz de la consciencia necesaria, no solo para recompensarle por destrozar su camisa, sino también para hacerlo de manera tan sutil. Cualquiera otro se habría encogido de hombros sin más.
–Santo Sabatini –se presentó.
–Encantada de conocerlo, señor Sabatini –saludó ella, con una sonrisa casi hermosa, antes de desaparecer entre la multitud, dejándole una sensación en el pecho que duró más de lo deseable.
Eleanor regresó junto a Dilly y el grupo, sin poder evitar sentir una efervescencia recorrer sus venas. Echó un rápido vistazo hacia atrás, a Santo Sabatini, sin duda italiano, que la seguía con la mirada. El corazón le dio un pequeño vuelco. Algo en sorprenderlo la había complacido.
Se arriesgó a echar otro vistazo, pero él ya no estaba, y el placer se atenuó un poco. Dilly la atrajo a su lado, junto a Tony Fairchild. Eleanor le sonrió tímidamente cuando él le hizo sitio.
Tony la puso al corriente de la conversación, sobre si uno de los chicos del grupo debía invertir con otro. Eleanor dejó que la conversación fluyera hasta que se produjo una pausa.
–Dilly, ¿qué sabes de Santo Sabatini?
–Mejor mantenerse alejada de él –su amiga arrugó la nariz–. Su padre murió hace unos seis años y se rumorea que Santo estaba allí.
La forma en que Dilly lo dijo parecía implicar que estaba involucrado, no solo presente, y Eleanor frunció el ceño. ¿Tanto se había equivocado? ¿Era realmente peligroso? No lo creía.
–Heredó el Grupo Sabatini, la mayor empresa privada de Italia, con solo dieciocho años y, aunque algunas familias intentaron agruparse para comprárselo, se negó.
–Es un imbécil pomposo –añadió Tony.
Eleanor se sobresaltó, sin darse cuenta de que él había oído la conversación. Tony puso los ojos en blanco, convirtiéndose en el apuesto y encantador muchacho que ella recordaba del colegio.
–Pero no le hagas caso. No suele molestarnos demasiado.
Eleanor asintió cuando él la tomó del brazo y la atrajo hacia sí. Y cuando le sonrió, se sintió la chica más afortunada de allí.
A medianoche, Eleanor había olvidado todo sobre el alto y melancólico italiano pensando que, tal vez, como en los cuentos de hadas, había encontrado a su príncipe azul en Antony Fairchild. Y por cómo a él le brillaban los ojos al mirarla, empezó a albergar la esperanza de que fuera algo más que una fantasía.
Nochevieja ocho años antes, Viena
«Cuánto cambio en un año», pensó Eleanor al salir al ambiente climatizado de las bodegas de los Pichler con un anillo de diamantes en el dedo y un prometido del brazo.
Antony sonrió, y el indisimulado calor de su mirada hizo que el corazón de Eleanor palpitara de emoción. Cualquier duda que pudiera haber tenido sobre la rápida progresión de su relación se había desintegrado bajo el entusiasmo de su padre tres meses atrás.
Tony la había llevado a pasar unos días a una lujosa cabaña en los Alpes de Lyngen, al norte del Círculo Polar Ártico, en Noruega. Frente a la aurora boreal, había asegurado que ella era más hermosa para él, más preciosa, y que nunca podría desear ni pensar en otra mujer.
Ella no era tan ingenua como algunos pensaban. Entendía que su relación con Tony beneficiaba tanto a las empresas como a las familias.
La vida había sido un torbellino desde la última fiesta de Nochevieja. Desde entonces, habían sido casi inseparables. Al día siguiente llegaron ramos de rosas rojas y lirios blancos y, al cabo de unas semanas, un romántico viaje a París. Cita a cita, Tony le había sonsacado el futuro que ella deseaba: una familia como la suya, la importancia del negocio familiar, los principios con los que se había criado y que quería continuar. Y ella había descubierto encantada que él quería lo mismo.
Las apasionadas declaraciones de amor le habían hecho sentirse especial, deseada y amada. Y, si bien su madre le había pedido cautela, la entusiasta aceptación de su padre había disipado cualquier preocupación y Eleanor se había enamorado locamente de Tony y su carácter tranquilo. La vida que tendrían, familiar, cómoda, sólida y exitosa, haría muy feliz a su padre.
–Voy a buscar algo de beber –susurró Tony, besándole el sensible punto debajo, de la oreja y provocándole un escalofrío de placer.
Le había inquietado pedirle que esperaran hasta casarse. Quería que su primera vez fuera especial, con la persona que más amaba y en quien más confiaba en el mundo. Pero él le había asegurado que solo quería que se sintiera cómoda y feliz. Aunque, últimamente, se estaba arrepintiendo de esa decisión. Tal vez no necesitara esperar hasta casarse, pensó mientras él desaparecía entre la multitud que llenaba el espacio bajo las paredes de ladrillo arqueadas y los techos de las bodegas subterráneas de los Pichler.
Se había equivocado al pensar que serían oscuras y mugrientas, pues estaban muy bien iluminadas y con temperaturas cuidadosamente controladas. Las botellas de vino se exhibían tras relucientes vitrinas y ella se sintió como en una galería. La distribución creaba pequeños rincones que ya se llenaban de gente vestida con joyas y sedas, relucientes en el ambiente festivo.
–Diecinueve años y prometida a uno de los mejores solteros de Inglaterra, ¿quién lo habría pensado? –reflexionó Dilly mientras estrechaba a Eleanor en un cálido abrazo.
–Sí, felicidades –añadió Ekaterina Kivi, alumna de Sandrilling un curso por encima de ella.
–Gracias –Eleanor sonrió a la pelirroja–. Sinceramente, nunca pensé que pudiera ser tan feliz –confesó al captar la mirada orgullosa de su padre desde el otro lado de la habitación.
–Apuesto a que papi está feliz –observó Dilly–. Apenas un año fuera de la escuela y ya tienes la vida resuelta.
Las palabras de Dilly sonaban a que su vida había terminado. Que ya no tenía nada más que hacer.
Sí, Tony la había convencido para que se tomara otro año sabático para ayudarlo a organizar varias cenas increíblemente importantes, mientras él intentaba consolidar su lugar en la empresa de inversiones de su padre. Pero había disfrutado haciéndolo, y haciéndolo bien. No le había resultado difícil seguir el ejemplo de su madre.