El sustituto del novio - Pippa Roscoe - E-Book

El sustituto del novio E-Book

Pippa Roscoe

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Beschreibung

Su unión… ¡no estaba destinada a durar!   Para la directora ejecutiva Helena Hadden, decir «sí, quiero» a Leonidas Liassidis es la única manera de salvar la organización benéfica que tanto significa para ella. Y aunque su atracción por el griego es innegable, su matrimonio está condenado a ser únicamente de conveniencia... Leo ha aprendido por las malas a no confiar en nadie. Por ello, sustituir a su hermano en la boda con Helena es simplemente una decisión que asegurará el éxito de su negocio. Sin embargo, el beso que los une como marido y mujer desencadena una explosión de deseo peligrosa…

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Seitenzahl: 208

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Portadilla

Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harlequiniberica.com

 

© 2024 Pippa Roscoe

© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El sustituto del novio, n.º 223 - mayo 2025

Título original: Greek’s Temporary “I Do”

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788410745537

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

 

Índice

 

Portadilla

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

Once años antes…

 

Helena se secó el sudor de las manos en el vestido negro que su mejor amiga había elegido especialmente para la ocasión. Quería que todo saliera perfecto, por eso ella y Kate no habían parado de hablar del tema desde que Helena había regresado al internado en septiembre, después de las vacaciones de verano.

Pasar la Navidad en la isla privada de los Liassidis, cerca de la costa de Grecia, era el mejor regalo que sus padres podían haberle hecho. ¿Volver a ver a Leo y a Leander sin tener que esperar hasta el verano? ¡Era un milagro navideño!

Helena se miró en el reflejo del espejo del pasillo, fuera del dormitorio de Leo. Se había recogido el pelo en un elegante moño e incluso se había esmerado con el maquillaje. Su madre había considerado su atuendo inapropiado, y su mirada de desdén le había dolido más que si le hubiera clavado un cuchillo. Su padre, por el contrario, le había dado una palmadita en el hombro y le había dicho que estaba preciosa y que parecía mayor, aliviando el dolor que su madre le había causado.

Pero eso era lo que quería, ¿no? Parecer mayor. Tenía quince años, ya no era la niña pequeña de la que Leander y Leo siempre se burlaban. Apretó los labios. Sabía por qué no quería que ellos –especialmente Leo– la vieran como una «niña pequeña». Y tampoco era tonta. Sabía que él tenía novia y que nunca se interesaría por ella de esa manera. Sin embargo, la esperanza seguía viva, sin importar lo que se dijera a sí misma.

Inconscientemente, sus dedos se cerraron con fuerza, arrugando sin querer el regalo que había elegido y decorado con tanto esmero. Se llevó una mano al pecho para calmar el nerviosismo que sintió al pensar en entregárselo a Leo, recordándose que debía respirar.

Levantó la vista y vio las bonitas ramas verdes con las que Cora había decorado la casa. Helena sabía que en Grecia no tenían la tradición de colocar acebo y muérdago como se hacía en Reino Unido, pero que la señora Liassidis lo hubiera hecho –por ella– la conmovía profundamente. Helena adoraba aquel lugar, nunca se cansaba de admirar las increíbles vistas al mar Egeo.

En cualquier caso, lo mejor de todo eran Leonidas y Leander. Aunque los hermanos gemelos fueran seis años mayores que ella, la hacían sentir como de la familia. Leander la hacía reír y reír sin parar. Y Leo…

«Helena, por favor. ¿No va siendo hora de que dejes de ser tan ingenua? Leo es seis años mayor que tú».

A pesar de las palabras de su madre, no era tan ingenua como para pensar que se casaría con él como bromeaban el tío Giorgos y su padre. Giorgos Liassidis no era realmente su tío, sino el socio comercial de su padre. Pero tanto él como su esposa Cora eran como de la familia y le encantaba el cariño que se demostraban el uno al otro. También le gustaba cómo se transformaban sus padres cuando estaban en la isla. Porque cuando volvían a Inglaterra apenas los veía.

Helena apartó ese pensamiento y se centró en el regalo de Navidad que había comprado para Leo. Era completamente diferente al que le había comprado a Leander, que sabía que le gustaría, pero… el de Leo era diferente. Significaba algo.

Él había cambiado mucho desde que discutió con su hermano y empezó a trabajar en Liassidis Shipping hacía unos años. Ella deseaba hacerlo feliz y pensó que su regalo al menos podría hacerlo sonreír de nuevo.

Llegó al rellano de la puerta de su habitación, con el corazón latiendo con fuerza y las manos un poco húmedas otra vez. Estaba muy nerviosa. ¿Por qué lo estaba? Sonrió para darse ánimos y levantó la mano para llamar a la puerta, pero…

–Todo está bien, no sé de qué te preocupas –escuchó decir a Leo en un tono que Helena no reconoció. Era burlón… ¿o condescendiente?

–Solo quiero causar una buena impresión.

Helena frunció el ceño al reconocer el tono quejumbroso de la otra voz.

–Mina, los has visto montones de veces.

–Pero esto es diferente. Es Navidad.

Helena se acercó más a la puerta y se dio cuenta de que estaba entreabierta. Se estremeció al ver a Leo abrazando a su novia y tuvo que contener el dolor. Estaba comportándose de un modo inmaduro. Por supuesto que Leo estaría con su novia.

–Supongo que también estará Helena.

Por primera vez, Helena casi lamentó haber aprendido griego. Una parte de ella deseaba no poder entender la conversación, pero tampoco podía darse la vuelta e irse. La antipatía con la que Mina había dicho su nombre la había herido. Aunque no tanto como el hecho de que Leo no saliera en su defensa.

–Por supuesto que estará. Mi padre invitó a sus padres.

–Es una mocosa insoportable.

–Mina, es inofensiva.

Helena tenía un nudo en la garganta y las mejillas ardiendo.

«Inofensiva».

–He visto cómo te mira. Eso no es inofensivo. Sé de lo que hablo, yo también tuve esa edad.

El regalo se arrugó en las manos de Helena mientras lo apretaba con más fuerza, la vergüenza quemándole la piel.

–Siempre nos ha seguido a Leander y a mí como un perrito faldero –le quitó importancia Leo.

–Entonces, tendrás que adiestrarla mejor –espetó Mina.

–Solo es una niña.

–Créeme, es algo que hay que cortar de raíz. Y es muy injusto por tu parte que le des esperanzas.

–¿Darle esperanzas? –preguntó Leo, con evidente confusión en su tono–. Mina, creo que lo has malinterpretado. Solo es una niña. No significa nada para mí. Es la hija del socio de mi padre. Eso es todo.

Con los ojos empañados por las lágrimas, Helena se apartó de la puerta y se alejó por el pasillo.

«Solo es una niña. No significa nada para mí».

Apretó la mandíbula con tanta fuerza que le dolieron los dientes, y se secó las lágrimas con el dorso de la mano. ¿Cómo podía su corazón doler y latir tanto al mismo tiempo? Tomó una bocanada de aire profundamente, pero no sirvió para aliviar la presión en su pecho. Otra lágrima rodó por su mejilla y se preguntó por qué se sentía como si hubieran cortado la cuerda que la amarraba a la vida. Como si fuera un barco a la deriva en un mar tormentoso sin ancla.

Miró el regalo en sus manos, la caja estaba arrugada y no podía dárselo a Leo. Ya no. La humillación se extendió por su piel y se asentó en su estómago.

Pensó en el escondite que Leander, Leo y ella usaban a veces para dejarse notas tontas o golosinas. Estaba oculto detrás de un pequeño cuadro al final del pasillo. Fue hasta el cuadro y metió el regalo en el escondite, esperando que nadie lo encontrara en mucho tiempo.

A pesar del profundo dolor que sentía, se convenció de que las cosas cambiarían a partir de ese momento. Mina no tenía nada de qué preocuparse. Helena no volvería a mirar, ni a pensar, en Leonidas Liassidis nunca más.

Pero, mientras se secaba los ojos y bajaba las escaleras, no notó la presencia de Leander saliendo de las sombras. Él alternaba la mirada entre la puerta de la habitación de su hermano y ella con una expresión de preocupación y tristeza. Negó con la cabeza antes de seguir a Helena hacia donde el resto de sus familias estaban reunidas.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Dime otra vez que estoy haciendo lo correcto.

–Estás haciendo lo que necesitas hacer.

–¿De verdad?

–Helena, si quieres que te disuada, puedo hacerlo… No me importan los invitados, la iglesia, el interés de la prensa por el escándalo generado, ni el maldito dinero.

–¿Escándalo?

–Sí, Helena. Tu boda es un escándalo inmenso –afirmó Kate con tal seriedad que Helena no supo si reír o llorar.

Gimiendo, Helena se apartó del espejo.

–Tienes razón. Es un escándalo. Imagina qué pasaría si todos supieran la verdad –respondió ella con el corazón encogido y sintiéndose culpable.

Que aquel matrimonio era una farsa, un engaño, totalmente falso. Pero también era la única manera de arreglar la terrible situación en la que se encontraba, la única forma de salvar su fundación benéfica, Incendia.

–Si al menos no les hubiera llamado tanto la atención Leander el Donjuán –bromeó Kate.

Helena sonrió. Leander Liassidis era el eterno mujeriego despreocupado, pero para ella había sido su roca y salvador. Lo quería como a un hermano y solo deseaba que encontrara el amor verdadero. Lo cual resultaba irónico, teniendo en cuenta que en cuestión de minutos caminaría hacia el altar para casarse con él ante ciento cincuenta invitados.

–Si mi herencia no tuviera unas condiciones tan estúpidas…

–¿En qué pensaba tu padre? –protestó Kate–. Como si tu herencia tuviera que depender de un hombre.

A Helena le dio un vuelco el corazón al pensar en su padre. Había fallecido tras su decimosexto cumpleaños y no pasaba ni un solo día sin que lo extrañara.

–Si pudiera esperar a los veintiocho, nada de esto sería necesario.

–¡Claro! Una mujer solo madura al casarse o al rondar los treinta –ironizó Kate.

Helena sonrió. Su inquebrantable amistad las fortalecía, las unía más que cualquier vínculo familiar al ser una relación elegida. Y ella elegiría a Kate siempre.

–Mi madre me habría ayudado a luchar, pero impugnar el testamento llevaría demasiado tiempo. Y eso es lo que no tenemos. La revisión de Incendia es en diciembre. La policía dice que no podrán atrapar a Gregory a tiempo y que, aunque lo consiguieran, recuperar el dinero llevará mucho tiempo –explicó Helena.

Nunca imaginó que acabaría trabajando en la fundación que la salvó. Tras perder a su padre, el miedo a no despertar amenazaba con volverse insomnio permanente. En Incendia recibió apoyo mientras se hacía pruebas del síndrome de Brugada.

Aunque dio negativo, allí descubrió el bien que hacían las organizaciones benéficas. Aquella experiencia fue tan inspiradora que estudió Empresariales y un máster en Gestión de Organizaciones No Lucrativas.

A su madre le había parecido una pérdida de tiempo, pero Helena había encontrado su pasión.

Empezó en una pequeña fundación y no tardó en destacar por su visión estratégica y enfoque innovador, especialmente a la hora de establecer alianzas relevantes y modernas para las generaciones más jóvenes. Allí encontró a personas sinceras, dispuestas a ayudar de verdad, sin preocuparse por recibir elogios, lo que la inspiró aún más. Su esfuerzo y dedicación acabaron dando frutos, y pronto se ganó una reputación única por su capacidad para conectar a quienes realmente querían marcar la diferencia. Su arduo trabajo la convirtió en alguien incomparable.

Hacía ya seis meses que Incendia le había ofrecido el puesto de directora general. Y había sido el momento más increíble de su vida. Lo celebró con Kate e incluso Leander viajó hasta Londres para llevarla a cenar y felicitarla en persona, una velada que terminó, como de costumbre, con él acompañándola hasta el taxi para que llegara segura a casa, antes de irse con la mujer que esa vez había despertado su interés.

Pero al mes de comenzar en Incendia, el director financiero renunció y desapareció con casi cien millones de libras en fondos de inversión. Conmocionada y horrorizada, acudió de inmediato a la policía y a la comisión de beneficencia. Pasó días encerrada en reuniones con los fideicomisarios de Incendia, donde descubrió que el anterior director general no había renovado el seguro comercial, convirtiendo aquella situación en un desastre absoluto.

Porque, si no lograban cubrir el déficit financiero, Incendia no tendría los recursos para mantenerse en pie mientras esperaban a que la policía recuperara el dinero perdido.

La auditoría prevista para final de año los declararía en bancarrota, y todas las personas a las que ayudaban, todas las familias a las que Incendia apoyaba, la investigación sobre enfermedades médicas que afectaban a millones de personas en todo el mundo… se quedarían sin nada.

Helena no podía permitir que eso sucediera. Incendia la había apoyado cuando nadie más lo había hecho. Necesitaba reponer cuanto antes el dinero desaparecido y solo se le ocurría una forma de hacerlo.

Las acciones que su padre le había dejado en Liassidis Shipping.

Mirando su reflejo en el espejo, sintió una pena profunda. Aquellas acciones eran el último vestigio que le quedaba de su padre, y nunca había querido desprenderse de ellas. Pensaba conservarlas, ya que, actualmente, Leonidas Liassidis dirigía la empresa casi por completo, y le gustaba saber que aún conservaba una conexión con el negocio que su padre había fundado con Giorgos Liassidis. Eso era lo único que había querido. Saber que el legado de su padre continuaba. Saber que una parte aún le pertenecía. Pero ahora tendría que dejarlas ir. Y dejarlo ir a él también.

Helena sintió que unos brazos delgados le rodeaban los hombros con suavidad. Miró al espejo y vio los ojos de Kate en el reflejo.

–Es lo correcto –dijo Helena, sin saber a quién intentaba convencer, si a sí misma o a Kate. Era lo que su padre habría hecho, estaba segura–. Puedo vender las acciones tan pronto como el matrimonio esté registrado en el Reino Unido. Conseguiré el dinero suficiente para cubrir el déficit en las cuentas de Incendia.

–¿Crees que podrías volver a comprar las acciones cuando todo se solucione?

Helena se mordió el labio y bajó la mirada.

–No. –No se mentiría a sí misma. No podía permitírselo–. Solo un tonto vendería acciones de Liassidis Shipping –añadió. Solo un tonto o alguien muy desesperado. Y ella estaba totalmente desesperada.

–Bueno. Tenemos un plan, nos vamos a atener a él y ¡lo vamos a conseguir!

Helena sonrió a su mejor amiga.

–Me encanta tu optimismo –confesó Helena, contenta por haber elegido el dorado para el vestido de su única dama de honor; estaba radiante.

–Merci! –respondió Kate sonriendo frente al espejo.

Alguien llamó a la puerta y Helena se giró, pensó que sería su madre, pero resultó ser el oficiante, que había ido a avisar de que todo estaba preparado.

Helena se dio la vuelta para que Kate no pudiera notar el dolor en su rostro. Sí, era una tontería albergar esperanzas, y probablemente debería haberlo sabido después de tantos años, pero se sentía muy sola sin ninguno de sus padres en aquella pequeña sala de la iglesia que le habían cedido para prepararse el día de su boda.

Apartando ese pensamiento, se miró en el espejo de cuerpo entero.

Llevaba un precioso y sencillo vestido de novia que realzaba su esbelta figura.

Cuando era adolescente, se habían reído de ella por parecer un palo, y siempre se había sentido mal por no tener curvas, pero con aquel vestido se sentía realmente bella. Era una lástima desperdiciarlo casándose con Leander Liassidis, quien nunca la había visto como algo más que una hermana pequeña.

Mientras Kate le decía al oficiante que saldrían enseguida, Helena tocó la pulsera de plata que su padre le había regalado en su decimosexto cumpleaños. Fue el último regalo que le hizo, apenas unas semanas antes de fallecer. Sentía una mezcla de tristeza y alivio por su ausencia ese día. Estaba triste porque, aunque no se trataba de un matrimonio real, la niña pequeña que llevaba dentro aún quería a su padre presente el día de su boda. Al mismo tiempo se sentía aliviada porque no vería lo que estaba a punto de hacer. La vergüenza le escoció la piel mientras libraba una batalla interna. Quería ser una empresaria respetable de la que él pudiera estar orgulloso. Y aún podía lograrlo. Pero solo si Incendia sobrevivía.

–¿Estás lista? –preguntó Kate a su espalda.

Helena asintió.

 

 

El trayecto hasta la majestuosa iglesia católica de Atenas era corto. Helena habría preferido algo pequeño y discreto, pero Leander insistió:

–¡Va a ser mi única boda, así que… que sea una fiesta!

Lo que no previó fue el revuelo que generaría. La prensa los acechaba desde que la noticia se hizo pública. En Grecia, el apellido Liassidis estaba en otro nivel, y el cuento de hadas de los amigos que se convierten en amantes tenía a todos cautivados.

A Helena solo le importaban unas pocas personas: Kate, Leander, sus padres, Giorgos y Cora. No esperaba que su gemelo, Leo, apareciera. No habían hablado en años, desde una amarga confrontación con su madre, cuando Gwen intentó asumir el trabajo de su padre en Liassidis Shipping.

Frente a las grandes puertas de la iglesia, Helena sintió dudas.

–Estamos a tiempo de huir. Tengo las llaves del coche –susurró Kate.

Helena rio, encontrando consuelo en la sonrisa de su amiga.

–No. Estoy bien. Pero gracias.

–Te quiero –dijo Kate, y Helena respondió con una sonrisa.

La marcha nupcial comenzó, las puertas se abrieron, y Kate avanzó por el pasillo. Helena siguió, nerviosa, aunque sabía que aquello no era un matrimonio real. Con la mirada fija en su ramo, no notó que Kate casi perdió el paso.

Todo cambió cuando Helena alzó la vista a mitad del pasillo. Kate estaba tensa, mirando primero a ella y luego al altar con pánico. Entonces, Helena lo vio.

El hombre que la esperaba no era Leander.

Era Leonidas Liassidis.

 

 

Leo miraba fijamente las puertas cerradas de la iglesia, maldiciendo en silencio a su arrogante e imprudente hermano, sin importarle hacerlo en una iglesia.

Estaba furioso. ¿Cómo se atrevía Leander a hacer algo así?

Si no hubiera escuchado el mensaje que su hermano le había dejado hacía poco menos de tres horas, ni siquiera estaría allí.

Leo maldijo de nuevo en silencio.

No había hablado con Leander en cinco años y ¿eso era lo primero que su hermano le pedía?

«Hazte pasar por mí».

No se habían intercambiado los papeles desde que eran niños. Cuando aún consideraba a Leander su hermano, mucho antes de que sus mentiras traicionaran el futuro que Leo había pensado que tendrían juntos.

El tiempo no había difuminado el recuerdo del día en que cumplieron dieciocho años, cuando su padre les había ofrecido una elección: heredar Liassidis Shipping, comenzando un período de traspaso de tres años de él a ellos, o tomar una considerable suma de dinero y emprender su propio camino.

Habían pasado años de su adolescencia hablando sobre lo que harían con Liassidis Shipping. Años planeando cómo convertirla en la mejor empresa del sector, cómo la dirigirían juntos, codo con codo, compartiendo todas las decisiones y haciéndolo todo unidos.

Hasta ese momento, Leo habría jurado que conocía a su hermano mejor que a sí mismo. Pero cuando su padre les hizo la oferta de manera oficial, Leo miró a Leander y vio algo extraño en su mirada.

El simple recuerdo le tensó los músculos de la espalda. Leo apretó los dientes conteniendo la furia que sentía, consciente de que en ese momento era el foco de atención en aquella iglesia con ciento cincuenta invitados. Y entre toda aquella gente estaban sus padres, mirándolo, horrorizados.

Porque, aunque Leander y él eran gemelos idénticos, sus padres lo habían reconocido en cuanto había entrado en la iglesia.

Pero lo habían conducido de inmediato hasta el altar antes de que pudiera explicarles qué estaba pasando. E incluso si hubiera podido hablar con ellos, ¿qué les habría dicho? ¿Habría repetido lo que su hermano le había dicho en su mensaje?

¿Que Leander «necesitaba tiempo»?

¿Tiempo para qué? El muy cretino ni siquiera se había molestado en explicarlo.

Leander había insistido en que estaría de vuelta antes del final de la luna de miel, pero Leo no le creyó ni por un segundo.

«Helena necesita ayuda. La necesita de verdad. Por favor, te lo ruego, no la dejes sola el día de la boda».

Leo apretó los dientes de nuevo. De todas las mujeres del mundo, ¿su hermano había elegido casarse con Helena Hadden? Habría sido feliz viviendo el resto de su vida sin volver a ver ni oír hablar de una Hadden.

Hubo un tiempo en que las cosas fueron diferentes. Cuando disfrutaba de la compañía de Helena, cuando la consideraba una amiga. Pero eso fue antes de que ella tomara partido por Leander tras su traición. Y, tres años después, la situación empeoró todavía más por lo que Gwen, la madre de Helena, le había hecho a Liassidis Shipping tras la muerte de su esposo.

Ya fuera por dolor o estupidez, las decisiones de Gwen casi acaban con Liassidis Shipping para siempre al hacer negocios con un competidor de uno de sus clientes por un precio irrisorio. Supuso un gran esfuerzo para Leo sacar a la empresa del borde del desastre.

«Christós, ¿qué hago aquí?».

Miró hacia las puertas de la iglesia. Por mucho que despreciara a los Hadden y odiara a su hermano, no podía dejar a Helena sola frente a un número casi obsceno de invitados a la boda, y menos aún con toda la prensa acampada fuera. No, solo un egoísta e insensible como su gemelo haría algo así. Pero él –se aseguró Leo a sí mismo con una intensidad casi violenta– no era como su hermano.

El ruido de las puertas al abrirse hizo que Leo se sobresaltara. Entonces la vio, enmarcada en el umbral, sonriendo a su dama de honor, con el rostro lleno de esperanza y emoción, y en ese momento la ira que lo embargaba se desvaneció por completo.

Esa no podía ser Helena Hadden.

El efecto que tuvo en él fue instantáneo, su estómago tensándose como si hubiera recibido un puñetazo, mientras el calor se propagaba por todo su cuerpo. La mujer que estaba allí de pie enfundada en un vestido de novia color marfil era alta como una estatua, increíblemente hermosa. No se parecía a la chica desgarbada que había visto por última vez diez años atrás. Se quedó impactado. No estaba preparado para encontrarse con tal belleza. Y cuando la dama de honor se colocó delante de la novia, ocultando su visión, lo agradeció.

«Contrólate. Ahora mismo».

Al recordar quién era ella y lo que había hecho su madre –en qué lo había metido su hermano– la ira volvió a reaparecer. Justo entonces, la dama de honor se apartó y Helena lo vio.

Leo captó el preciso instante en que ella se dio cuenta de que era él quien estaba en el altar y no su hermano. El shock y el horror en su rostro dieron paso rápidamente a la ira, y el fuego en los deslumbrantes ojos azules de Helena lo atravesó con la misma intensidad que la primera vez que la vio.

Pero ella no podía hacer ni decir nada hasta que llegara a su lado. ¿Y después? Estaban ante un montón de gente y, como alguien había decidido que el sacerdote se colocara dando la espalda a los invitados –seguramente el egocéntrico de Leander–, sus caras quedaban a la vista de todos.

«Helena necesita ayuda. Necesita ayuda de verdad».

Leo contuvo una risa despectiva. El pánico que vio en los ojos de Helena le bastó para conseguirlo.

No era un matrimonio por amor. Jamás lo hubiera creído, aunque intentaran engañarlo. Nunca hubo rastro de tal sentimiento entre Leander y ella en todos los años que los Hadden pasaron con su familia.

Cuando recibió la invitación, pensó que se trataba de una broma. Hasta que la prensa empezó a rumorear que Leander el Donjuán por fin iba a sentar la cabeza y se convirtió en un fenómeno de interés en toda Grecia. El apellido Liassidis y los méritos de Leander eran muy conocidos. Así que no le sorprendía que aquella farsa romántica captara la atención de todo el país.

Pero también había prensa internacional en las escaleras. ¿Era esa la razón de la huida de su hermano? ¿O había otro motivo?

«¿Acaso importa?», pensó Leo. Su hermano solo se movía por sus deseos, sin importar a quién lastimara.