Difícil elección - Carol Marinelli - E-Book

Difícil elección E-Book

Carol Marinelli

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Beschreibung

Bianca 2988 Una promesa de placer a la que nadie podría resistirse… La descripción del trabajo de la relaciones pública Beatrice Taylor era clara: limpiar la imagen pública del príncipe Julius antes de que heredara el trono. Una tarea que se complicó cuando descubrió lo atractivo y seductor que era su inaccesible cliente. Por primera vez en su vida, la inocente Beatrice quería entregarse a aquella enfebrecida tentación…. Las obligaciones de Julius como heredero al trono no dejaban cabida a sus deseos privados. Descubrir lo que se escondía tras la impenetrable barrera emocional que rodeaba a Beatrice no debía ser una de sus prioridades, pero la encontraba fascinante. Un instante robado lo llevó a una decisión imposible: su reino o la mujer sin la que no podía vivir.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022 Carol Marinelli

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Difícil elección, n.º 2988 - febrero 2023

Título original: Innocent Until His Forbidden Touch

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411413855

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

Diez años antes

 

La llegada de Beatrice al convento no fue ninguna sorpresa.

Le había costado reunir el dinero para el billete y, aún más, concertar una cita con la madre superiora, que insistía en que no valía la pena que hiciera el viaje porque no podía proporcionarle ninguna información sobre sus orígenes.

Mientras caminaba colina arriba para llegar a la cita, Beatrice se dijo que, aunque no averiguara nada sobre su madre, al menos podría preguntar sobre su querida amiga de la infancia.

Ambas habían sido abandonadas con tres semanas de diferencia y no podían haber sido más diferentes. Alicia era morena, llena de vida; Beatrice, pálida y tímida. Sin embargo, se habían hecho amigas íntimas, como hermanas.

A los once años, Beatrice había ganado una beca para ir a un exclusivo internado en Milán. La idea de separarse de su amiga la había aterrado, pero Alicia la había animado; incluso le había dicho que estudiara mucho para conseguir un buen trabajo y que pudieran vivir juntas.

Beatrice se había aferrado a esa promesa y aunque Alicia apenas sabía leer o escribir, le había escrito regularmente. Pero cuando ya se había adaptado a vivir en Milán, la habían enviado a una pequeña abadía en Suiza para un curso de inmersión lingüística. Allí no había ningún otro niño ni adolescente con el que relacionarse. Se trataba de una orden estricta. Solo le habían dado permiso ocasionalmente para llamar al convento de Trebordi, donde, con la excusa de que estaba en misa, o con amigas, o castigada, nunca pusieron a Alicia al teléfono.

Como Alicia había tendido a ser muy melodramática, Beatrice se dijo que tal vez las monjas preferían evitarle la pena que pudieran causarle las llamadas. Por eso mismo, dudaba que le hubieran hecho llegar sus cartas, y había jurado que volvería al convento en persona en cuanto pudiera.

Sus dos últimos años de colegio habían transcurrido en Inglaterra, donde se la había considerado arrogante más que tímida; distante, fría… Igual que en el primer año de facultad.

Aunque su inglés era excelente, no se le daban bien los típicos intercambios sociales, y no llegaba a entender los dobles sentidos o el sarcasmo, así que la conversación con sus compañeros nunca fluía.

Continuó caminando hasta llegar a la puerta donde había sido abandonada recién nacida, diecinueve años atrás, y pensó en el miedo y la soledad que debía de haber sentido su madre. En cierta medida ella había crecido con esos mismos sentimientos: asustada, sola. Pero al menos había contado con Alicia.

Tras llamar a la puerta, sonrió al ver que la madre superiora en persona acudía a abrir.

–Estoy tan contenta de haber venido… –por una vez las palabras fluyeron de su boca mientras seguía a la madre por el pasillo.

–¿A qué hora es tu tren? –preguntó la madre, caminando con paso decidido–. Supongo que volverás esta mis noche a Inglaterra, ¿no?

–No, voy a pasar en Trebordi una o dos semanas –dijo Beatrice, confiando en que la madre la invitara a quedarse.

Pero la invitación no llegó.

–No podemos alojar a todas las niñas que hemos cuidado… –dijo la monja con voz tensa, aunque suavizada con una sonrisa–. Tengo que ser como las gatas, que cuidan de sus crías pero que, cuando llega el momento, les obliga a ser independientes.

–Yo soy independiente, madre superiora.

–Pero tienes una beca completa para tus estudios universitarios, ¿no?

–Sí –Beatrice se sintió ofendida y no pudo disimularlo. Aunque la beca era una gran ayuda, había tenido que esforzarse mucho para conseguirla y debía suplementarla trabajando en una farmacia, además de…–. Trabajo en un hospital como traductora por las tardes y los fines de semana.

Ya en el despacho de la madre superiora y sin dejar de sonreír Beatrice sacó un cuaderno y un bolígrafo.

–Niña, puedes guardar eso –dijo severamente la monja–. No tengo nada que contarte.

–Es posible… –Beatrice no iba a darse por vencida–. Pero recuerdo que Alicia tenía unos pendientes clavados en su faldón, como una señal de identificación. He leído que era lo que hacían las madres, por si querían reclamar a su bebé al cabo de los años.

–Beatrice, ya te he dicho que en tu caso no había nada.

–Tuvo que haber algo. Una página de la Biblia –le habían dicho que su madre debía de ser una turista que había acudido a la fiesta religiosa que se celebraba anualmente en Trebordi, especialmente por lo rubia que era–. Tal vez una baratija de la tómbola.

–Beatrice, si hubieras llegado con algo, te lo habría dicho.

–¿Ni un pañal? –insistió Beatrice con los ojos humedecidos–. ¿Nada?

–Esto no es bueno para nadie –la reprendió la madre superiora–. Has recibido una educación con la que muchos sueñan. Olvídate del pasado.

–No pienso hacerlo. Me preocupa mi madre. Quiero que sepa que la entiendo y la perdono, que puedo entender que sintiera miedo y estuviera angustiada. Yo conozco bien esos sentimientos.

–Beatrice, esto no es saludable. He conocido a muchas niñas tan obsesionadas con recuperar su pasado que han destrozado su futuro.

–Pues yo quiero conocer mi historia. Vendré cada año, coincidiendo con el cumpleaños de Alicia –vio que la madre superiora se irritaba y en aquel instante Beatrice aprendió a ser directa y superar su timidez–. ¿Recibió mis cartas?

–Por supuesto.

Se suponía que una madre superiora no mentía, sin embargo… Entornando sus pálidos ojos azules con suspicacia, Beatrice dijo:

–No me lo creo.

–Muestra el respeto que me debes.

–Madre superiora, le pregunto respetuosamente: ¿dónde está mi amiga?

La madre superiora guardó silencio. Beatrice continuó:

–Si no me lo dice, preguntaré en el pueblo; puede que vaya a visitar a la señora Schinina –era la mujer que regentaba el burdel–. Ella sabe todo lo que pasa en este pueblo, y su hijo era amigo de Alicia…

–Murió.

–Pues preguntaré a otros. No pienso dejarlo hasta…

–Niña, no remuevas las brasas

¿Qué brasas?

¿Por qué su mera presencia allí parecía causar tanta inquietud? ¿No volvían las demás expósitas para intentar rastrear sus orígenes?

–No me iré de Trebordi sin obtener respuestas –cerró el cuaderno y lo guardó en el bolso junto con el bolígrafo. Levantándose, miró a la madre superiora con gesto desafiante–. Iré a todas las tiendas, llamaré a todas las puertas…

La madre superiora se puso en pie alterada.

–Por favor, espera.

Beatrice esperó más de una hora a que la madre volviera. En cierto momento, miró por la ventana y contempló el mar y el patio donde jugaban de pequeñas. Alicia trepaba al muro para saludar a su amigo Dante cuando tomaba el autobús para ir al colegio. Luego se bajaba de un salto y corría a jugar con otras niñas. Ella, en cambio, prefería quedarse sola. No le gustaba el recreo. Seria y formal por naturaleza, ya a los cinco años se sentía mayor para jugar y elegía sentarse junto a la fuente.

Alicia era osada, segura de sí misma y vibrante. Era capaz de quitarse el vestido para nadar en el río y de pasear de la mano con un chico por el pueblo. Beatrice, en cambio, solo se vestía y desvestía en el cuarto de baño; era pudorosa y tímida.

Se volvió al oír la puerta, pero no era la madre superiora.

–Hermana Catherine –Beatrice la saludó en tensión.

–Tengo entendido que tienes algunas preguntas –la hermana Catherine le indicó que se sentara.

–Muchas –dijo Beatrice–. ¿Usted ya estaba en el convento cuando me abandonaron?

La hermana Catherine pasaba desapercibida y Beatrice apenas tenía recuerdos de ella. Por debajo del hábito asomaba su cabello negro; sus cejas enmarcaban unos ojos marrones. No era ni simpática ni antipática. Más bien… insulsa. Era la profesora de Latín, asignatura en la que Beatrice despuntaba, pero la hermana nunca la había ensalzado ni animado en exceso. Aunque…

Y entonces Beatrice se enteró de que era su madre.

–Yo era una chica del montón y poco interesante, como tú –dijo.

Beatrice permaneció callada. Se limitó a constatar que, efectivamente, tenía delante una versión morena de sí misma. ¿Cómo no lo había visto antes? ¿Cómo era posible que su madre hubiera estado siempre ante ella, a simple vista, y no se hubiera dado cuenta?

–No podía evitar sentir cierta curiosidad…

No le había pasado nada espantoso. Solo había sentido una curiosidad que había querido satisfacer antes de comprometerse con la iglesia.

–Solía ayudar a mi madre a limpiar nuestra casa, en las que se alojaban turistas. Él era viudo, había estado casado treinta años y echaba mucho de menos a su mujer. Vino desde Alemania para pasar unas vacaciones tranquilas.

–¿No por la fiesta?

–No –dijo la hermana Catherine con desdén–. Era un historiador; de hecho, vivía en el pasado. Me decía que le recordaba mucho a su mujer cuando era joven.

–¿Se aprovechó de ti?

–No. Yo tenía veinticinco años y él era muy guapo.

Beatrice sentía que le estaban contando el pasado como si fuera una lección de Historia, sin la menor emoción. Dos semanas de pecado, seguidas del arrepentimiento.

–Cuando me di cuenta de que estaba embarazada ya era novicia, y…

–¿Te asustaste?

–Beatrice, sabía lo que quería hacer con mi vida. Y tenía la seguridad de que cuidarían de ti.

–¿La madre superiora lo sabía?

–Claro que no –respondió la hermana con aspereza. Y Beatrice sintió que se le encogía el corazón.

A la madre superiora no se le escapaba absolutamente nada y, sin embargo, la hermana Catherine había conseguido que no se enterara de su embarazo. Esta continuó:

–Pero cuando cumpliste diez, me llamó a su despacho y me dijo que nos parecíamos tanto que ya no podía pasarlo por alto. Yo no lo veía, la verdad. Aparte de ser las dos de constitución delgada, tú eres tan rubia…

A Beatrice le asombró su ceguera, porque en aquel momento tenía la sensación de estar mirándose en un espejo que le devolviera su imagen envejecida. Intentó recuperar algún recuerdo concreto de la hermana. Pero cuando por fin lo consiguió, no fue particularmente agradable.

Un día, al sonar el timbre del recreo, ella le había suplicado que le dejara quedarse en el aula a leer. «Ve a jugar fuera», había contestado la hermana sin tan siquiera mirarla.

Cuando pudo articular palabra, Beatrice dijo con la voz quebrada:

–Solía escaparme a la fiesta para buscarte.

–La fiesta ha dejado de celebrarse –dijo la hermana Catherine–. Y tu amiga ya no vive aquí.

–¿Dónde está?

–No sé –la hermana se encogió de hombros–. Ahora que sabes la verdad, no tiene sentido que sigas aquí. Piensa que recibiste un cuidado y una educación que yo no podría haberte dado.

Pero ni ápice de amor. Nunca.

Solo había sido una molestia de la que se había librado cuando resultó demasiado inconveniente

–Ni siquiera me tapaste…

–Sabía que te encontrarían.

Beatrice descubrió en aquel instante cómo usar el sarcasmo.

–¡Qué tierna!

Tomó un taxi a la estación, jurándose que no volvería nunca. Ni siquiera para localizar a Alicia. Durante el viaje en tren, recortó a su madre de la única fotografía de infancia que tenía con las niñas y las monjas del convento, y tomó la decisión de cambiar su apellido de Festa a Taylor.

Cortó la cara de su madre en trocitos pequeños y se negó a derramar ni una sola lágrima.

Había descubierto por qué era tan fría emocionalmente: porque había heredado un corazón de piedra.

Y a partir de ese momento, Beatrice Taylor lo usaría en su propio beneficio.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

SEÑORA, abróchese el cinturón.

El capitán se disculpó por las turbulencias que habían experimentado durante el vuelo, que le habían obligado a sobrevolar Sicilia.

Según descendía, Beatrice se dijo que Bellanisiá estaba demasiado cerca de Trebordi. Y ni siquiera estaba segura de querer conseguir el empleo.

Coordinadora de prensa de Su Alteza Real, Julius de Bellanisiá

Se trataba de un nuevo puesto para un nuevo heredero. La misión era simple: mejorar la imagen pública del príncipe antes de comenzar la selección de su futura esposa.

Beatrice era relaciones públicas. Se dedicaba a mejorar la imagen de las celebridades, políticos, deportistas que habían caído en desgracia y que necesitaban que, gracias a su carácter impasible, los ayudara a salir de cualquier lío en el que se hubieran metido. Podía ocuparse de romances, dramas y mentiras sin parpadear. Nadie habría adivinado que la mujer decidida que podía enfrentarse a las cámaras y tratar temas sensibles sin dificultad, nunca había sido besada y no tenía ningún amigo.

Trabaja con contratos de entre tres y seis meses y tenía tanto éxito que los clientes acudían a ella sin necesidad de anunciarse. Su secreto residía en que le era indiferente lo que hicieran con sus vidas, y eso era lo que les decía; no era ni su agente, ni su esposa, ni su madre, ni su psicóloga.

Aunque la idea de una boda real le había resultado inicialmente lo bastante atractiva como para haber pasado el filtro de tres entrevistas, no estaba segura de que fuera el trabajo apropiado para ella.

Ser sumisa no era uno de sus atributos, y dada la lista de protocolo que le habían enviado previa a su encuentro con el príncipe, parecía ser uno de los requisitos esenciales para obtener el puesto.

Tendría que recordarle que era su vida, y no la de ella, la que estaba en la cuerda floja.

El desvío del vuelo le había permitido ver el reino de Bellanisiá en conjunto. Se trataba de un precioso archipiélago entre Sicilia y Grecia formado por islas muy distintas entre sí, pero que formaban un único estado.

Para preparar la entrevista, había estudiado la biografía del príncipe Julius. Había sido un niño indomable, un adolescente feliz y de adulto… había estudiado Arqueología, después había pasado un tiempo en el ejército y finalmente se había doctorado en voluptuosas mujeres morenas de extraordinaria belleza. Era guapo, encantador y disfrutaba de todos los privilegios de ser segundo en la línea de sucesión.

Desaparecía durante meses en excavaciones arqueológicas de las que volvía para cumplir con sus responsabilidades o para pasarlo bien. Pero su vida había dado un giro radical un año atrás, al morir inesperadamente su hermano, el príncipe Claude, durante una epidemia de gripe.

El príncipe Julius se había instalado en el palacio y había tenido que olvidar su pasión por la arqueología y por conquistar mujeres. Aparentemente, todas sus relaciones del presente se reducían a sus ex y el príncipe había asumido tanto las responsabilidades de su difunto hermano, como las de la reina, que se había retirado.

Lo único que Beatrice había averiguado en las tres entrevistas con su equipo era que en palacio querían pulir su imagen pública y planear su boda. Ella solo había podido hacer algunas preguntas.

–¿Se opone a que reinen las mujeres? –preguntó en la tercera entrevista, disimulando la indignación que le había provocado leer esa información.

–Eso no es de su incumbencia –había contestado Phillipe, el jefe de protocolo del palacio.

–Si mi trabajo es ayudarlo a proyectar una determinada imagen pública, sí lo es.

–En la próxima generación se introducirán cambios –dijo Jordan, la ayudante personal de príncipe–. Aquí todo va despacio.

Beatrice lo confirmó cuando, al pedir en el hotel que le plancharan unos vestidos, le dijeron que los tendría para la noche.

–Tengo una cita en palacio a las dos –dijo con firmeza–. Necesito que lo hagan ahora. Gracias.

Después de ducharse, se recogió el cabello en la nuca, se pintó los labios con un color discreto y se puso una chaqueta gris oscura sobre un vestido gris claro planchado a la perfección.

Buscaba una imagen neutra. Actuaba con sus clientes como lo había hecho cuando era traductora: intentando pasar lo más desapercibida posible.

La recogió un coche y cuando llegó a palacio le registraron el bolso y le retiraron el móvil. Luego recibió una clase de protocolo y le informaron de que en el futuro tendría que ir a palacio en el autobús del personal.

Para entonces, Beatrice había decidido que no quería conseguir el empleo.

La condujeron por una galería acristalada hasta un despacho lujoso y le anunciaron que, si le daban el trabajo, el suyo estaría dos pisos más abajo.

Beatrice esperó al príncipe cuya imagen pública requería de sus servicios. Sabía que era guapo, y asumía que sería… petulante; también que estaría agotado por el esfuerzo de compaginar sus responsabilidades con su vida disoluta.

Se retrasó media hora.

–¿Estáis locos? –le oyó decir en italiano antes de que entrara–. Yo no necesito una relaciones públicas.

–Una coordinadora de prensa, señor –musitó su acompañante.

Beatrice se puso en pie, tal y como le habían instruido que hiciera. Pero cuando el príncipe entró, tuvo que olvidar todas las conjeturas que había hecho. El príncipe Julius exudaba autoridad y energía. Era una fuerza de la naturaleza. Ella había tratado con todo tipo de macho alfa en la cima de su carrera, pero ninguno podía compararse con él.

Beatrice se quedó tan impactada que, a pesar de que la lengua del país era el italiano, habló en inglés.

–Es un placer conocerlo –recordando las instrucciones que le habían dado, añadió–: señor.

–Igualmente –contestó él, aunque su mirada indicaba lo contrario.

Estaba claro que la había descartado al instante. Como tantos otros, había mirado a la menuda mujer rubia con un vestido gris y había asumido que no tenía el carácter necesario para ocuparse de su complicada vida personal.

«¡Qué alto es!», pensó Beatrice. Y se alegró que le señalara una butaca.

Pero no era solo su estatura. Era el hombre más impecable que había visto en su vida. Tenía el cabello negro y brillante cortado a la perfección, igual que era perfecto el nudo de su corbata plateada. Con un perfume de matices cítricos, unas uñas inmaculadas, unos dientes de porcelana y unos ojos negros en forma de almendra, parecía salido de una revista de moda.

Beatrice tragó saliva. No podía dejarse llevar por esos pensamientos, aunque fuera la primera vez que se encontraba con alguien que en persona resultaba aún más atractivo que en fotografía. Aun así, atribuyó la aceleración de su pulso a los nervios. O tal vez a encontrarse ante un miembro de la realeza.

El príncipe frunció el ceño al leer su currículo.

–¿Es siciliana?

–Si, tuttavia –Beatrice contestó en italiano, pero él alzó la mano.

–Sigamos en inglés. Necesito practicarlo.

Continuó leyendo el currículo, que incluía numerosos nombres de personas famosas. Entonces miró a Jordan, a la que Beatrice conocía de las entrevistas, y dijo:

–No quiero mi nombre asociado a esa gente.

–Señor, la señorita Taylor está aquí para ayudar a mejorar su imagen en la prensa en vísperas del proceso de selección de su novia.

–Accedí a un cambio, no a que se controlaran mis movimientos –dijo el príncipe, dirigiendo una mirada encendida a un hombre que Beatrice reconoció como asistente del rey.

–Yo no voy a controlar a nadie –dijo ella–. Señor.

Todo el mundo se tensó al oírla hablar sin ser invitada a hacerlo, excepto el príncipe, que la miró a los ojos por primera vez.

Beatrice atribuyó las mariposas en el estómago al nerviosismo.

–Estudió Lenguas Clásicas y Modernas –comentó él. Pasó la mirada por el currículo y mencionó una de las embajadas en las que había trabajado–. ¿Trabajó allí de traductora?

–Sí, señor.

Beatrice apretó los dientes, suponiendo que recordaba un escándalo que había tenido lugar por esas mismas fechas y que le había llevado a un cambio en su carrera profesional.

–¿Y con anterioridad fue traductora en un hospital?

–Tengo una carta de recomendación que hace referencia la precisión de mis traducciones –alguien carraspeó y Beatrice se dio cuenta de que había omitido el título–. Señor.

¿Cómo iban a poder hablar de asuntos personales si tenía que dirigirse a él con tanta formalidad?

Él se sujetó la barbilla mientras terminaba de leer el documento.

–Que la señorita Taylor trabajara con esta embajada puede ser un problema –dijo, mirando a su asesor.

–Lo sé, señor –dijo Phillipe–. Yo mismo he expresado mi objeción, dadas las… divergencias entre ambos países.

Beatrice intervino.

–Pueden pedirles referencias. Les dirán que no tengo nada de espía, señor.

El príncipe volvió los ojos hacia ella y Beatrice le sostuvo la mirada.

–¿Quiere hacerme alguna pregunta? –preguntó él.

–Varias. La primera es ¿hasta qué punto tengo permiso para ser franca, señor?

–¿Qué quiere decir con «permiso»? –el príncipe entornó los ojos ante la implicación de la pregunta.

–Por poner un ejemplo: ¿podré hablar con usted a solas? –preguntó Beatrice.

–Por supuesto. De hecho, empecemos ahora mismo –respondió el príncipe Julius.

Beatrice se puso en pie con el corazón acelerado. Un sirviente abrió unas puertas que daban al exterior y ella las traspasó con una extraña inquietud, impropia de su carácter.

Para explicársela, se dijo que estaba a punto de enfrentarse a un príncipe y que era natural que estuviera nerviosa, aunque esa no fuera la palabra que mejor definía lo que sentía.

–Lamento la tensión en la sala –dijo él–. Usted podría ser el primer miembro del personal que no es de Bellanisiá.

–Entiendo.

–Es un país de tradiciones y leyes antiguas, en el que se hablan muchas lenguas. Supongo que ya lo sabe.

–Me he informado lo mejor que he podido sobre la historia del país.

–Entonces también sabrá que he disfrutado de mi soltería, pero que ahora que soy el heredero al trono he de cambiar mis costumbres.

Con una actitud evasiva, rara en ella, Beatrice miró alrededor y comentó:

–¡Qué bonito lago! Parece que estuviéramos en invierno.

–Es el lago Lefko –dijo él.

«Lago blanco», pensó Beatrice. Una mezcla de italiano y griego. Era comprensible que le hubieran dado aquel nombre. Estaba rodeado de vegetación con flores blancas y rocas claras que centelleaban como si estuvieran cubiertas de escarcha.

Beatrice se estremeció y dijo:

–Casi puedo ver el vaho que forma mi aliento. Incluso los pájaros… –había tórtolas en los árboles y grullas en una isla central.

–Las tórtolas se introdujeron cuando mis padres se casaron –el príncipe señaló a las grullas–. Aquellas fueron un regalo de nacimiento al príncipe Claude. Los cisnes blancos, para la princesa Jasmine.

–¿Y para usted?

–¿Disculpe?

–¿Le regalaron algún pájaro cuando…? –Beatrice se dio cuenta de que la había entendido perfectamente–. Señor.

–Pavos. Blancos, por supuesto. No tardará en ver alguno.

Hablaba con cortesía, pero su actitud era distante y fría, como si hubiera un muro entre ellos que Beatrice dudaba que pudiera derribar.

–Decía que tenía algunas preguntas –dijo él.