Difícil olvido - Maisey Yates - E-Book
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Maisey Yates

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Beschreibung

¿Iba a perder él algo más que su memoria? El millonario griego Leon Carides lo tenía todo: salud, poder, fama, incluso una esposa adecuada y conveniente… aunque jamás la había tocado. Pero un grave accidente privó al libertino playboy de sus recuerdos. El único recuerdo que conservaba era el de los brillantes ojos azules de su esposa Rose. El deseo que experimentó por ella durante su convalecencia anuló la brecha que había entre ellos en el pasado y, a pesar de sí misma, Rose fue incapaz de resistirse al encanto de su marido. ¿Pero sería capaz de perdonar los pecados del hombre que había sido su esposo cuando este tuviera que enfrentarse a ellos?

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Maisey Yates

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Difícil olvido, n.º 5483 - enero 2017

Título original: Carides’s Forgotten Wife

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9291-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

Otra fiesta aburrida en medio de una larga sucesión de fiestas aburridas», pensaba Leon mientras se alejaba en su coche del ostentoso hotel del que acababa de salir y se sumergía en el tráfico de las estrechas calles italianas.

El momento álgido de la tarde había sido también el más decepcionante, cuando había sido rechazado por la prometida de Rocco Amari, una mujer preciosa, exótica, morena y con una larga y ondulada melena negra. Habría sido una magnífica compañía en su cama aquella noche. Desafortunadamente, parecía totalmente entregada a Rocco, como este a ella.

«A cada uno lo suyo», pensó con ironía. Él no veía ningún atractivo en la monogamia.

La vida era un glorioso buffet de libertinaje. ¿Por qué habría de ponerse límites?

Aunque se había ido con las manos vacías, había disfrutado irritando a su rival en los negocios. Eso no podía negarlo. Y no le encontraba sentido a la vena posesiva de Rocco, aunque también era cierto que él nunca había experimentado sentimientos especialmente intensos por ninguna mujer, y tal vez por eso no podía entenderlo.

Tras girar en una rotonda enfiló la carretera de circunvalación que llevaba fuera de la ciudad para dirigirse a la villa que ocupaba mientras estaba en Italia. Era un lugar muy agradable, rústico y bien situado. Prefería sitios como aquel a un ático de lujo en medio del ajetreado distrito financiero de la ciudad, algo que probablemente entraba en contradicción con otros aspectos de su personalidad. Pero tampoco le había preocupado nunca ser un hombre contradictorio.

Poseía varias propiedades por todo el mundo, aunque ninguna le importaba tanto como la de Connecticut.

Recordar aquella casa, aquel lugar, le hizo pensar en su esposa.

Pero prefería no pensar en Rose en aquellos momentos.

Por algún motivo que se le escapaba, pensar en ella nada más acabar de tratar de llevarse a otra mujer a la cama le hacía sentirse culpable.

Pero aquello tampoco tenía lógica. Era cierto que estaban casados, pero solo en los papeles. Él permitía que Rose hiciera lo que quisiera con su vida y ella le permitía hacer exactamente lo mismo.

A pesar de todo, resultaba fácil distraerse recordando sus grandes y luminosos ojos azules y sentir…

Cuando volvió a centrar su atención en la carretera vio de frente las luces de otro coche.

No hubo tiempo para corregir la trayectoria. No hubo tiempo para reaccionar. Tan solo lo hubo para que se produjera el fuerte impacto.

Y para que la imagen de los ojos azules de Rose se desvaneciera de su mente.

Capítulo 1

 

De momento se encuentra estable –dijo el doctor Castellano.

Rose miró a su marido, tumbado en la cama del hospital, con el pecho y un brazo vendados, los labios hinchados, un feo corte en medio de estos y un pómulo totalmente amoratado.

Parecía… No se parecía nada a Leon Carides. Leon Carides era un hombre intenso, lleno de vida, poderoso, de un carisma innegable, un hombre que despertaba respeto con cada uno de sus movimientos, con cada aliento, que dejaba boquiabiertas a las mujeres, exigiendo con su mera presencia toda su atención y toda su admiración.

Y también era el hombre del que estaba a punto de divorciarse. Pero no podía entregar los papeles del divorcio a un hombre que estaba inconsciente y gravemente herido en la cama de un hospital.

–Es un milagro que haya sobrevivido –añadió el médico.

–Sí –contestó Rose, sintiéndose totalmente vacía–. Un milagro.

Una parte de ella, a la que reprimió de inmediato, pensó que habría sido mucho mejor para él haber muerto en el accidente. Así ella no habría tenido que enfrentarse a nada de todo aquello, a la situación en que se encontraba su unión. O, más bien, su falta de unión.

Pero aunque no pudiera soportar la idea de seguir casada con él, tampoco deseaba que estuviera muerto.

Tragó saliva con esfuerzo y asintió lentamente.

–Gracias al cielo por los milagros. Grandes y pequeños.

–Sí.

–¿Ha despertado en algún momento?

–No. Ya llegó inconsciente. El choque fue muy fuerte y tiene seriamente dañada la cabeza. Muestra actividad cerebral, de manera que aún hay alguna esperanza, pero cuanto más tiempo siga inconsciente menos posibilidades habrá de que se recupere.

–Comprendo.

Rose había tardado veinticuatro horas en llegar de Connecticut a Italia y Leon llevaba inconsciente todo aquel tiempo. Pero había toda clase de historias sobre personas que habían despertado milagrosamente tras haber pasado años inconscientes. Sin duda, aún había esperanza para Leon.

–Si tiene cualquier pregunta, no dude en ponerse en contacto conmigo. No tardará en venir una enfermera, pero, si necesita cualquier cosa, este es mi número –dijo el médico a la vez que le entregaba una tarjeta.

Rose supuso que así eran las cosas cuando se recibía tratamiento especial en un hospital y, por supuesto, Leon iba a recibir un tratamiento especial. Era multimillonario y uno de los hombres de negocios con más éxito del mundo. Aquella clase de cosas siempre resultaban más fáciles para los ricos y poderosos.

–Gracias –dijo mientras se guardaba la tarjeta en el bolso.

El doctor salió y cerró la puerta a sus espaldas. Rose permaneció de pie en medio de la habitación, rodeada por el tenue sonido de las maquinas que monitorizaban el estado de Leon. Comenzó a sentir un creciente pánico mientras observaba la inerme figura de Leon en la cama. Se suponía que un hombre como él no podía tener ese aspecto. Se suponía que no poseía la fragilidad del resto de los seres humanos.

Leon Carides siempre había sido más un dios que un hombre para ella. La clase de hombre con el que había fantaseado en su juventud. Era diez años mayor que ella y había sido el protegido más apreciado y en el que más había confiado su padre desde que ella tenía ocho años. Apenas podía recordar un periodo de su vida en el que Leon no hubiera estado involucrado.

Desenfadado. Con una sonrisa fácil. Siempre amable. Había sabido verla de verdad. Y le había hecho sentir que importaba.

Todo aquello cambió cuando se casaron, por supuesto.

Pero no iba a pensar en su boda en aquellos momentos.

No quería pensar en nada. Quería cerrar los ojos y volver a la rosaleda que había en la propiedad de su familia. Quería sentirse rodeada por la delicada fragancia de la brisa veraniega, sentirse rodeada por ella como si fuera un amistoso brazo que la protegiera de todo aquello. En el hospital todo era demasiado severo, demasiado blanco, demasiado aséptico como para ser un sueño.

Era aplastantemente real, un asalto a sus sentidos.

Se preguntó si habría habido alguien más con Leon en el coche cuando sufrió el accidente. Si había sido así, nadie lo había mencionado. También se preguntó si habría bebido. Tampoco había mencionado nadie nada al respecto.

Aquella era otra de las ventajas de ser rico. La gente trataba de protegerte con la intención de beneficiarse posteriormente.

Al oír que Leon gemía, volvió rápidamente la mirada hacia la cama. Estaba moviendo la mano, tirando de los diversos cables y tubos a los que estaba conectado.

–Ten cuidado –dijo Rose con suavidad–. Estás conectado a un montón de… aparatos.

No sabía si podía escucharla, si comprendía lo que decía. Leon volvió a moverse y dejó escapar un gruñido.

–¿Te duele algo? –preguntó Rose.

–Soy puro dolor –contestó él con voz ronca, torturada.

Rose experimentó tal alivio al escucharlo que se sintió ligeramente mareada. Hasta aquel momento no se había dado cuenta de lo afectada que se sentía, de lo asustada que estaba.

De lo mucho que le preocupaba Leon.

Aquel sentimiento resultaba totalmente contradictorio con el breve instante en el que había deseado que todo hubiera acabado.

O tal vez no. Tal vez ambos sentimientos estaban más íntimamente conectados de lo que podía parecer.

Porque mientras Leon siguiera allí ella siempre seguiría sintiendo demasiado. Y, si se hubiera ido, al menos su pérdida no habría sido algo que hubiera tenido que elegir ella.

–Probablemente necesitas más analgésicos.

–Entonces, consíguelos –replicó Leon con dureza.

Al parecer, ya estaba dando órdenes, algo muy propio de su carácter. Leon nunca se sentía perdido, siempre sabía qué hacer. Incluso cuando el padre de Rose murió y ella se sintió hundida en un pozo de dolor, él dio un paso adelante y se ocupó de todo.

No la consoló como un marido debería haber consolado a su mujer. Nunca había sido un auténtico marido para ella, al menos en el verdadero sentido de la palabra. Pero se aseguró de que se ocuparan de ella. Se aseguró de que el entierro y todos los aspectos legales del testamento se ejecutaran a la perfección.

Y aquel había sido el motivo por el que, a pesar de todo, a Rose le había parecido correcto permanecer casada con él durante aquellos dos últimos años. Y también era el motivo por el que, aunque significara perderlo todo, había decidido que tenía que dejarlo a toda costa.

Pero dejarlo en aquellas circunstancias no le parecía correcto. Leon no había sido un auténtico marido para ella, pero tampoco la había abandonado cuando lo había necesitado. Ella no podía hacer menos.

–Voy a llamar a una enfermera –dijo mientras tomaba su móvil para enviar un breve mensaje de texto.

Ha despertado.

El mero hecho de poder escribir aquellas palabras le produjo un intenso alivio que no quiso pararse a examinar.

Leon abrió los ojos y empezó a mirar a su alrededor.

–¿No eres una enfermera?

–No –contestó Rose, desconcertada–. Soy Rose.

–¿Rose?

–Sí –el desconcierto de Rose dio paso a una sensación de alarma–. He venido a Italia en cuanto me he enterado de tu accidente.

–¿Estamos en Italia? –preguntó Leon, claramente confundido.

–Sí. ¿Dónde creías que estabas?

Leon arrugó el entrecejo.

–No lo sé.

–Habías venido a Italia a ocuparte de unos negocios –y probablemente a disfrutar de otros placeres, pensó Rose, aunque no pensaba decírselo–. Acababas de salir de una fiesta y chocaste de frente con otro coche que invadió tu carril. Entre otras cosas, has sufrido un fuerte impacto en la cabeza.

–Por eso me siento así –dijo Leon con voz ronca–. Como si el coche hubiera chocado directamente contra mi cabeza.

–Siempre te ha gustado conducir demasiado deprisa, así que no me extraña.

Leon frunció el ceño.

–¿Nos conocemos?

Rose no ocultó su perplejidad al escuchar aquello.

–Por supuesto que nos conocemos. Soy tu esposa.

 

 

«Soy tu esposa».

Aquellas tres palabras resonaron en la cabeza de Leon sin que lograra encontrarles ningún sentido. No estaba seguro de recordar… nada. Ni su nombre. Ni quién era. Ni qué. No lograba recordar nada.

–Eres mi esposa –repitió, con la esperanza de que se le aclarara la mente. Pero no se produjo ningún cambio.

–Sí –dijo Rose–. Nos casamos hace dos años.

–¿Nos casamos? –Leon trató de evocar alguna imagen de la boda. Sabía lo que era una boda, pero no sabía cómo se llamaba. Sin embargo, no se podía imaginar a aquella mujer vestida de novia. Su pelo, de un rubio que algunos habrían calificado de desvaído, colgaba lacio en torno a sus hombros. Su figura era menuda y sus ojos demasiado azules y demasiado anchos para su rostro.

«Ojos azules».

Un fuerte destello golpeó la mente de Leon. Sus ojos. Había estado pensando en aquellos ojos justo antes… pero eso era todo lo que podía recordar.

–Sí. Eres mi esposa –dijo, más que nada para probar las palabras. Sabía que eran ciertas, aunque no pudiera recordarlo.

–Bien. Estabas empezando a asustarme –murmuró Rose con voz temblorosa.

–Estoy aquí destrozado, ¿y solo acabas de empezar a asustarte?

–No, pero el hecho de que no parecieras recordarme ha supuesto una dosis extra de miedo.

–Eres mi esposa –repitió Leon–. Y yo soy…

Un intenso silencio se adueñó por unos instantes de la blanca habitación.

–No me recuerdas –dijo Rose, conmocionada–. No me recuerdas y no sabes quién eres.

Leon cerró los ojos y experimentó una punzada de intenso dolor en la parte trasera de las piernas.

–Debo recordar. La alternativa supondría una locura –volvió a mirar a Rose–. Recuerdo tus ojos.

Algo cambió en la expresión de Rose. Se suavizó. Entreabrió sus pálidos labios y sus mejillas recuperaron en parte el color. En aquellos momentos casi parecía bonita. Leon pensó que la primera impresión que había tenido de ella no había sido justa. A fin de cuentas, él yacía en la cama de un hospital y ella debía de haber experimentado una terrible conmoción al enterarse de que había sufrido un grave accidente.

Había dicho que acababa de volar a Italia, pero no sabía de dónde. Pero había viajado para verlo, para estar a su lado. No era de extrañar que estuviera pálida y demacrada.

–¿Recuerdas mis ojos? –repitió Rose.

–Es lo único. Tiene sentido, ¿no te parece? –dijo Leon, porque ella era su esposa. Pero ¿por qué no podía recordar a su esposa?

–Será mejor que haga venir al médico.

–Estoy bien.

–No recuerdas nada. ¿Cómo vas a estar bien?

–No me voy a morir.

–Hace diez minutos, el médico me estaba diciendo que existía la posibilidad de que no llegaras a despertar nunca, así que discúlpame si me siento un poco cautelosa al respecto.

–Estoy despierto. Puedo asumir que los recuerdos irán llegando.

Rose asintió lentamente.

–Sí. Supongo que sí.

Una fuerte llamada a la puerta puntuó el silencio que siguió a sus palabras.

 

 

Rose salió de la habitación para hablar con el doctor sintiendo que le daba vueltas la cabeza.

Leon no recordaba nada. «Nada».

El doctor Castellano la miró con expresión seria.

–¿Cómo está su marido, señora Carides?

–Tanner –le corrigió Rose, más por costumbre que por otra cosa–. No cambié mi apellido por el de mi marido al casarme.

El doctor asintió.

–Cuénteme lo que ha pasado, por favor.

–Leon no recuerda nada –dijo Rose, temblorosa a causa de la conmoción–. No se acuerda de mí, no sabe quién es…

–¿No recuerda nada?

–Nada. No sabía qué decirle, qué hacer…

–Hay que decirle quién es, por supuesto, pero tendremos que consultar a un psicólogo especializado en estos casos. No suelo tratar a menudo los casos de amnesia.

–¿Amnesia? –repitió Rose, aterrorizada.

–Es lógico que esté muy asustada y preocupada, pero debe tratar de ser optimista. Su marido está estable y ha despertado. Lo más probable es que no tarde en recuperar la memoria.

–¿Tiene alguna evidencia estadística para apoyar eso?

–Como ya le he dicho, no trato a menudo casos de amnesia, pero es bastante habitual que quienes han sufrido una lesión grave en la cabeza pierdan parte de sus recuerdos. No es habitual que pierdan por completo la memoria, pero es posible.

–Y esas personas que pierden parcialmente la memoria, ¿suelen recuperarla?

–A veces no –contestó el doctor casi a pesar de sí mismo.

–En ese caso, puede que Leon nunca vuelva a recordar nada –Rose sintió que su vida, su futuro, se le escapaban de entre las manos mientras murmuraba aquellas palabras–. Nada.

El doctor Castellano respiró profundamente.

–Yo trataría de concentrarme en la posibilidad de que recupere sus recuerdos, no en lo contrario. Lo mantendremos controlado aquí mientras sea posible, pero supongo que se recuperará mucho mejor en su casa, bajo la supervisión de sus médicos.

Rose asintió. Aquello era algo que Leon y ella tenían en común. El trabajo de su marido le obligaba a estar fuera muy a menudo, algo que a ella le venía bien para los nervios, pero ambos adoraban la Casa Tanner, en Connecticut. Para ella era el tesoro más importante que le había quedado de su familia, la antigua y casi palaciega mansión, con sus grandes extensiones de césped y la rosaleda que su madre había plantado en honor a su única hija. Aquel era su refugio.

Y siempre había tenido la sensación de que también lo era para Leon.

Aunque cada uno ocupaba un ala distinta de la mansión. Al menos, Leon nunca llevaba mujeres allí. Le había permitido mantenerla como propia. La había convertido en una especie de santuario para ambos.

También había sido una condición de su matrimonio. Su padre prácticamente forzó aquella unión cuando su enfermedad se agravó, y tanto su empresa como aquella casa fueron el eje central del acuerdo. Si Leon se divorciaba de ella antes de que transcurrieran cinco años perdería la empresa y la casa. Si ella se divorciaba de él antes de que transcurrieran cinco años, perdería la casa y todo lo que no fueran sus pertenencias personales.

Lo que significaría perder su refugio. Y el trabajo que había realizado archivando la historia de la familia Tanner, que se remontaba hasta la época del Mayflower.

Y aquello supondría perderlo todo.

Pero había estado dispuesta a hacerlo porque ya no podía seguir esperando a que Leon decidiera si quería ser su esposo en toda la extensión de la palabra.

Pero en esos momentos estaban allí.

–Sí –dijo con toda la firmeza que pudo–. Leon querrá trasladarse a Connecticut en cuanto sea posible.

–Podrá hacerlo en cuanto sea seguro moverlo. Supongo que sus médicos privados se podrán hacer cargo de sus necesidades allí.

Rose pensó en los médicos y enfermeras que se ocuparon de su padre durante su enfermedad.

–Tengo muy buenos contactos en Connecticut –Rose volvió la mirada hacia la habitación y parpadeó, angustiada–. Volveremos en cuanto sea posible.

Pero volver a Connecticut con Leon no era precisamente pedirle el divorcio. No era dar el paso necesario para independizarse. No suponía librarse por fin del hombre que la había obsesionado durante casi toda su vida.

Pero Leon la necesitaba en aquellos momentos.

Como solía suceder a menudo, en su mente apareció la imagen de sí misma varios años atrás, sentada en la rosaleda del jardín familiar. Llevaba un vestido insulso, casi ridículo, y estaba llorando. Su cita para el baile de fin de curso la había dejado plantada. Muy probablemente, su invitación solo había sido una broma perversa.

De pronto alzó la mirada y Leon estaba allí, ante ella. Vestía un elegante traje, probablemente porque tenía planeado salir aquella noche tras reunirse con su padre. Rose tragó saliva mientras contemplaba su atractivo rostro, avergonzada por el hecho de que estuviera viéndola en uno de los momentos más bajos de su vida.

–¿Qué sucede, agape? –preguntó él.

–Nada. Solo que… mis planes para la fiesta de fin de curso no han salido como esperaba.

Leon se inclinó para tomarla de la mano y hacer que se levantara. Hasta entonces nunca la había tocado, y la sensación que le produjo el contacto de su cálida mano resultó realmente impactante.

–Si alguien te ha hecho daño, dime cómo se llama. Me aseguraré de que resulte irreconocible cuando acabe con él.

Rose negó firmemente con la cabeza.

–No. No necesito que ni mi padre ni tú acudáis en mi defensa. Creo que eso sería peor.

–¿Estás segura?

A Rose le estaba latiendo el corazón con tal fuerza que apenas podía escucharle.

–Sí.

–En ese caso, y ya que no me permites dar una paliza a quien te ha hecho daño, tal vez estés dispuesta a dejarme bailar contigo.

Rose fue incapaz de hacer otra cosa que asentir. Leon la tomó entre sus brazos y comenzó a bailar con un paso fácil al son de una música imaginaria. A Rose nunca se le había dado bien bailar, pero a él no pareció importarle. Y en brazos de Leon no se sentía torpe. En sus brazos se sentía como si pudiera volar.

–No eres tú, Rose.

–¿A qué te refieres? –preguntó ella con voz ahogada.

–Es esta edad. Para algunos no es fácil superarla. Pero las personas como tú, sensibles, delicadas, a las que les cuesta adaptarse a las exigencias de la vida en el instituto, siempre acaban por destacar más adelante. Llegarás mucho más lejos que la mayoría de los compañeros que aparentemente triunfan ahora. Esto es solo temporal. Pasarás el resto de tu vida viviendo con más esplendor y fuerza de la que ellos podrían imaginarse para sí mismos.

Aquellas palabras significaron mucho para Rose, y siempre las había mantenido muy cerca de su corazón. Se aferró a ellas el día que se casaron, mientras avanzaba hacia él por el pasillo de la iglesia, pensando que tal vez era aquello a lo que se había referido. Que aquella era la puerta que se abría a la vida que Leon le había prometido dos años antes.

Pero su matrimonio no se había parecido en nada a aquello. En lugar de florecer, se había pasado aquellos dos años sintiéndose como si le hubieran cortado las alas. Le costaba mucho conciliar al hombre que había sido Leon con el hombre con el que se había casado. Aun así, aquel recuerdo era aún tan intenso, tan hermoso, que, a pesar de todo lo que había pasado, no podía negar que Leon se merecía en aquellos momentos su ayuda.

Cuando estuviera mejor, cuando recuperara la salud, daría los pasos necesarios para seguir adelante con su vida. Sin él.

–Solo dígame lo que tengo que hacer para poder llevármelo cuanto antes.