Dios envió a un hombre - Carlyle B. Haynes - E-Book

Dios envió a un hombre E-Book

Carlyle B. Haynes

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El autor de este libro se propone producir en tu mente una convicción profunda que cambiará completamente tu perspectiva de la vida, para que la veas, no como un conglomerado sin sentido de cambios fortuitos, sino como un plan significativo y divinamente dirigido.

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Dios envió a un hombre

Cómo cumplir con el propósito de Dios en medio de las dificultades

Carlyle B. Haynes

Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires, Rep. Argentina.

Índice de contenido
Tapa
Portadilla
Prefacio
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29

Dios envió a un hombre

Carlyle B. Haynes

Título del original: God Sent a Man.

Dirección: Pablo Ale

Traducción: Silvia S. de Gonzalez

Diseño: Nelson Espinoza

Ilustración: Shutterstock, Nelson Espinoza

IMPRESO EN LA ARGENTINA

Printed in Argentina

Primera edición; e - Book

MMXXII

Es propiedad. © Review and Herald, 1962. © Asociación Casa Editora Sudamericana, 2022.

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.

ISBN 978-987-798-726-3

Haynes, Carlyle B.

Dios envió a un hombre / Carlyle B. Haynes / Dirigido por Pablo Ale. - 1ª ed. - Florida: Asociación Casa Editora Sudamericana, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

Traducción de: Silvia S. de Gonzalez.

ISBN 978-987-798-726-3

1. Vida Cristiana. I. Ale, Pablo, dir. II. Gonzalez, Silvia S. de, trad. III. Título.

CDD 248.4

Se terminó de imprimir el 25 de octubre de 2022 en talleres propios (Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires).

Prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación (texto,

imágenes y diseño), su manipulación informática y transmisión ya sea

electrónica, mecánica, por fotocopia u otros medios, sin permiso previo

del editor.

Todas las citas bíblicas sin otra indicación han sido extraídas de La Biblia, Nueva Reina-Valera 2000 Actualizada (RVA-2000), © 2020, Sociedad Bíblica Emanuel. Biblia.EditorialACES.com

Prefacio

El que abre un libro tiene derecho a saber, por el título y el índice, algo de lo que va a leer. El lector merece tener una idea clara y definida del propósito y el objetivo del autor.

No es fácil, sin embargo, condensar el propósito y el tema de un libro en su título y en los títulos de los capítulos. Por consiguiente, utilizaré este prólogo para hacerte saber, desde el principio, lo que anhelo conseguir con esta obra.

Me propongo producir en tu mente una convicción profunda e inconmovible, que alterará completamente tu perspectiva de la vida y te proveerá de una filosofía que transformará tu existencia de modo que la veas, no como un conglomerado sin sentido de cambios fortuitos, sino como un plan significativo y divinamente dirigido.

Quisiera que creyeras que el universo y todo lo que en él hay –incluyendo a todas las personas, el medio en el que vives y todos los eventos, sucesos y acontecimientos, tanto buenos como malos–, junto con toda la historia de la humanidad –sus guerras, sus victorias y derrotas, sus desarrollos y cambios, sus dinastías y reinados–, están en las manos y bajo el control de un Dios benevolente; y “sabemos que todas las cosas obran para el bien de los que aman a Dios, los que han sido llamados según su propósito” (Rom. 8:28).

Esto es lo que quisiera que creyeras. Y desearía que incluyeras dentro de esta creencia la convicción de que esta supervisión providencial de cada vida, así como de toda la historia, incluye tu vida personal, con sus inquietudes, sus asuntos, sus intereses y su bienestar. Tus tiempos están en las manos de Dios. Más aún, es posible que estés tan en armonía con la Voluntad que controla y dirige el universo, y al más insignificante átomo en él, que tu vida pueda seguir su curso prescripto y predeterminado, cumpliendo en cada detalle el propósito y el plan que Dios tiene y está desarrollando para ti.

Ningún hombre puede vivir una vida tan plena, tan feliz, tan segura, tan tranquila, tan satisfactoria, como la de aquel que acepta y lleva a la práctica una convicción tal. Si tú, de una vez por todas, creyeras que un Dios bueno y todopoderoso ha diseñado un plan para tu vida, y que es capaz de llevarlo a cabo si te colocas en armonía con su voluntad, y creyeras en esto lo suficiente como para apoyarte en ello en toda circunstancia, sin dejar que nada mueva tu convicción en la providencia supervisora de Dios para ti, entonces, toda tu perspectiva de la vida, de la historia, de los sucesos cotidianos y de tu medio ambiente, cambiará de tal modo, que te brindará la vida más satisfactoria y abundante que una persona pueda alguna vez vivir.

Para generar esta convicción en tu mente e incorporarla a tus creencias, me propongo desplegar delante de ti la narración de una vida; una vida cuyo relato, registrado en una antigua colección de manuscritos, constituye la historia más fascinante e impresionante de la literatura de la humanidad. Me refiero a la historia de José, el hijo de Jacob.

Si significa algo para ti el llegar a la firme convicción, que sostendrá toda tu vida, de que los hombres y las naciones están en las manos de Dios; que él hace de acuerdo con su voluntad entre las gentes de la Tierra; que guía al bien a quienes ama; y que aquellos que lo siguen no son ni ahora ni nunca las víctimas impotentes del medio ambiente o de las circunstancias; que las circunstancias se pueden siempre convertir en providencias porque Dios usa las circunstancias para llevar adelante su propio propósito, propósito que está por encima de todo; y que puedes tener y vivir una vida en la que nada marche mal, y en la que se permitan todas las disciplinas para formarte y moldearte en la persona que Dios tiene en mente producir, hecha a su imagen y en completa armonía con su voluntad soberana. Entonces, si crees esto, continúa leyendo.

El Autor

Capítulo 1

En Hebrón

Había algo en aquella escena de tiendas de cuero de cabras negras que se extendían por las amplias llanuras, que impresionaba. Había dos campamentos, a considerable distancia uno del otro, y decenas de velludas tiendas se alineaban alrededor de las tiendas más grandes y mejor construidas de los jefes de los respectivos clanes. A gran distancia de cada campamento pastaban manadas y rebaños.

Delante de la tienda central, amplia y con muchos aposentos de uno de los jefes, encontramos a dos personajes: un anciano y un joven. El anciano está sentado; el muchacho, parado a su lado. El joven observa con seriedad el rostro del anciano, escuchando atentamente el relato que su abuelo le está narrando.

El muchacho había venido del otro campamento, que pertenecía a su padre y que era donde vivía. Durante las últimas semanas había atravesado muchas veces la distancia que separaba los dos campamentos, ansioso siempre por escuchar otro relato acerca de su pueblo, que su abuelo se deleitaba en contarle. Estas historias, de las que el anciano parecía tener un depósito inagotable, conmovían profundamente al muchacho. Le revelaban la existencia de un Dios, el único Dios verdadero, el Hacedor de todas las cosas, que había elegido a su bisabuelo Abraham y a su clan, a su familia, para cumplir un elevado propósito en la historia del mundo. El conocimiento de la existencia de un Dios omnisapiente, el hecho más grandioso del universo, le llegó a este muchacho en su adolescencia y produjo un impacto enorme en la maduración de su mente.

Isaac y José

El anciano, antiguo morador de aquellas tierras, se llamaba Isaac, hijo de Abraham. El muchacho, nuevo en el vecindario, se llamaba José, hijo de Jacob, quien a su vez era hijo de Isaac.

Por el tiempo cuando recordamos estos hechos, Isaac tenía 163 años, Jacob tenía 103 y José tenía 12.

José había nacido en una tierra lejana llamada Padán–aram. Su madre, nativa de Padán–aram, había muerto cuando viajaban desde su tierra hasta la tierra natal de Jacob. Jacob había estado ausente de su hogar natal durante más de veinte años, y había acumulado en ese tiempo una gran riqueza en manadas y rebaños, además de una familia grande y bulliciosa. José era el que seguía al hijo menor de la familia.

Hacía poco que José conocía a su abuelo, pero en ese breve período había llegado a amarlo con un afecto profundo y tierno.

Nada le gustaba más que visitar al abuelo Isaac y beber de los relatos absorbentes que este, con gran satisfacción, le contaba. Isaac tenía pocas cosas en qué ocupar su tiempo, y estaba feliz de que este muchacho vigoroso y simpático lo visitara.

Isaac no solo estaba viejo, sino también ciego. Sin embargo, su mente se mantenía alerta y gozaba haciéndola viajar por los largos corredores del pasado, deteniéndose en las grandes experiencias de su vida y en la forma en que el Dios de su padre Abraham había obrado con él.

Construyendo el carácter

Jacob, el padre de José, cuyo nombre había sido cambiado poco tiempo atrás por el de Israel, retornó a Canaán luego de un largo exilio en Padán–aram y logró reconciliarse con su hermano Esaú, con quien había existido una fractura familiar durante más de 20 años. Desde Peniel, donde había ocurrido la reconciliación, y en posesión de un nuevo nombre y una nueva naturaleza, Israel fue primero a Sucot y luego a Siquem. Aparentemente, tenía intenciones de establecerse en Siquem, ya que allí compró una parcela de tierra.

Sin embargo, su propósito se vio frustrado por la traición de sus hijos Simeón y Leví en el asunto de su hija Dina. Esto trajo como resultado que fuera expulsado de ese hermoso y fructífero valle. Se dirigió entonces, primero, y bajo la dirección de Dios, a Betel, donde la amada Raquel, madre de José, murió al dar a luz a Benjamín. Luego viajó hacia el sur, a Hebrón, donde aún vivía su padre Isaac. Allí estableció su campamento permanente, con todos sus rebaños y manadas, a corta distancia del de Isaac.

Así fue como José llegó a conocer a su abuelo Isaac.

Pronto, el camino entre los dos campamentos de padre e hijo, Isaac e Israel, fue muy transitado por José. Había algo en los relatos de su abuelo que siempre lo conmovían profundamente con un sentimiento de destino, primero con el sentimiento del glorioso futuro prometido a su familia y, luego, con la convicción de que algo de mayor importancia que la ordinaria, forjaría y moldearía su propia vida.

Isaac también intuía que había algo fuera de lo común en el futuro de este muchacho a quien amaba. Eso fue lo que lo llevó a elegir con cuidado las historias que le relataba al ansioso muchacho y a esforzarse en transmitirle las lecciones, siempre grandes e importantes, que ellas contenían.

Las historias que particularmente le agradaban a José eran las que se referían a su bisabuelo Abraham, el noble patriarca y progenitor de su familia. Y eran estas, precisamente, las historias que a Isaac más le gustaba contar.

Capítulo 2

Hacia la tierra de Moriah

Imaginemos que estamos sentados con José mientras Isaac narra el relato más interesante y conmovedor que jamás le hubiese contado al muchacho: la historia de su propia liberación de la muerte a manos del padre a quien amaba. Nada, hasta ese momento, había conmovido tanto los sentimientos más profundos del alma de José. Sintió que lo vivía en carne propia a medida que Isaac le contaba aquella historia, y su amor y admiración por el anciano se acrecentó inmensurablemente.

“Dios, el único Dios verdadero, el grande y temible Jehová”, decía Isaac, “eligió a Abraham y lo sacó de su propio país, Ur de los Caldeos, y lo llevó a Canaán, la tierra que él prometió que sería suya y de su descendencia para siempre”. Abraham creyó en Dios y vivió tan cerca de él que se lo conoce como el “amigo de Dios” (Sant. 2:23). Dios se le manifestó, habló con él, y le hizo sorprendentes y gloriosas promesas de un grandioso futuro para él y sus hijos. Curiosamente, en esas manifestaciones puso énfasis, vez tras vez, en “la descendencia de Abraham”. Abraham tendría una “descendencia”, y a través de esta “descendencia” se cumplirían todas las gloriosas promesas del futuro. Vez tras vez Jehová renovaba esas promesas.

Aun antes de que Isaac naciera, se hizo la promesa de que la descendencia de Abraham sería tan numerosa como las estrellas del cielo y traerían bendición a todas las naciones de la Tierra. Luego del nacimiento de Isaac, Jehová declaró: “Porque por medio de Isaac vendrá tu descendencia.” (Gén. 21:12). Aún más, Dios declaró vez tras vez: “Estableceré mi acto con Isaac”(Gén. 17:21).

En el nacimiento de su hijo Isaac, y en las promesas referentes a él, Abraham experimentó un gran consuelo y gozo. Abraham le fue contando todo esto a Isaac a medida que este iba creciendo. Le contó de las promesas que Dios había hecho con respecto a él, y le contó también de la fe de su madre, Sara, y del maravilloso milagro que había sido su nacimiento. Abraham dejó bien en claro que todas sus esperanzas futuras se centraban en Isaac. Su afecto, su interés, su confianza, sus expectativas más anheladas, todo se centraba en este querido muchacho suyo.

Abraham es probado

Cuando Isaac era aún un joven, Dios habló a Abraham, llamándolo por su nombre. Abraham estaba familiarizado con la voz de Jehová. Por consiguiente, cuando Dios le dijo: “Abraham”, no cruzó ninguna duda por su mente. Sabía que era Dios quien le hablaba. Y respondió: “Aquí estoy” (Gén. 22:1).

Sin duda alguna, era Jehová quien hablaba con Abraham. ¡Pero qué orden más frustrante, confusa, totalmente inexplicable, salió de los labios divinos! ¡Y qué agitación habrá producido en la mente, el corazón y los sentimientos del anciano!

“Toma a tu hijo, tu único hijo –sí, a Isaac, a quien tanto amas– y vete a la tierra de Moriah. Allí lo sacrificarás como ofrenda quemada sobre uno de los montes, uno que yo te mostraré” (Gén. 22:2).

No había forma de confundir el significado de la orden. Se nombraba a quien se debía llevar; era Isaac. Se especificaba la tierra a donde debía ir; era Moriah. Se dejaba en claro lo que debía hacerse con Isaac: ofrecerlo como sacrificio. Eso significaba una sola cosa para Isaac: ¡la muerte! Y esto, antes de que ninguna de las grandiosas promesas pudiera verse posiblemente cumplida, ya que Isaac no tenía hijos.

Abraham se encontraba perplejo. ¿No había dicho Dios: “Isaac es el hijo mediante el cual procederán tus descendientes”? ¿Qué podría Dios querer ahora al ordenarle que tomara a este hijo, en quien se podían cumplir las promesas de Dios, y lo ofreciera como sacrificio? ¡Con Isaac muerto, no habría descendencia!

Al relatar la historia, Isaac le aclaró bien a José que él no sabía nada de todo esto en ese momento. Solo Abraham lo sabía. Y debió haberse sentido aterrado. Pero no se detuvo en buscar la explicación a las preguntas que inundaban su mente: Dios había hablado, el Dios que le había hecho todas las promesas, el Dios que lo había guiado toda su vida, el Dios que había obrado el milagro de darle a Isaac. Había una sola cosa que se podía hacer cuando Dios hablaba. La palabra de Dios era suficiente y final. Más aún, no debía haber demora, ni demora en espera de mayores explicaciones o claridad. La orden era: “Toma atu hijo”.

Abraham obedeció inmediatamente, sin decir todavía nada a su hijo. El atribulado padre “se levantó muy de mañana, ensilló su asno, llevó consigo a dos de sus siervos y a Isaac su hijo. Cortó leña para el holocausto y fue al lugar que Dios le había dicho” (Gén. 22: 3).

Importancia de la obediencia inmediata

José no podría haber aprendido en forma más vívida e impresionante la importancia de la obediencia inmediata a la voz de Dios. Contuvo su aliento mientras Isaac relataba los detalles. “Dios le dijo a mi padre: ‘Vete a la tierra de...’ Mi padre ‘se levantó temprano... y salió’ ”.

“Yo estaba feliz de ir con mi padre. Me gustaba estar con él. Nada me dijo del propósito del viaje; ni se lo dijo a los dos siervos. Ellos debieron haberse dado cuenta, por la leña y el fuego que llevábamos, de que se iba a hacer un sacrificio. Pero no sabían lo que se iba a sacrificar. Ni yo tampoco lo sabía. Como verás, mi querido muchacho, no teníamos idea de lo que pasaba en el corazón de mi padre. La fe es algo personal. No puede ser transferida a otros ni dejada como herencia. Involucra una relación personal con el invisible y poderoso Jehová. Ninguna persona puede tener fe por un amigo o pariente. Dios estaba tratando con mi padre”.

Se requerían tres días para cubrir la distancia a Moriah. Esos días proveyeron la oportunidad para que Abraham resolviera la turbulencia de su mente y corazón, y reflexionara, con la calma que pudiera acopiar, sobre este acto suyo de tomar a su hijo y sacrificarlo. ¿Cómo podría ser posible que matara a este hermoso hijo, en quien se centraban todas sus esperanzas? ¿Qué clase de vida podría vivir después de eso?

José escuchaba extasiado las palabras de su abuelo. No solo estaba profundamente interesado en la historia de su antepasado, “el amigo de Dios”, sino también estaba aprendiendo lecciones de gran valor, lecciones que formaron el fundamento de su educación e hicieron de él el personaje encumbrado que llegó a ser más tarde. Sin darse cuenta en ese momento, su carácter estaba en proceso de formación mientras bebía de estos conmovedores relatos que le contaba Isaac.

Las lecciones que aprendió José

En la historia del sacrificio de Isaac, José aprendió la importancia de la fe implícita en Dios y una obediencia inmediata que no requiere de ninguna razón, de ninguna explicación de parte de Dios. Y estas lecciones las aprendió para toda la vida. No necesitó volver a aprenderlas otra vez.

Isaac prosiguió con su historia de la gran experiencia de su vida. El viaje a Moriah llevó tres días. Estaba consciente desde el primer día de que su padre lo observaba muy de cerca. Sintió que los ojos del anciano se fijaban en él muchas veces durante el día. Su padre estaba extrañamente poco comunicativo. Abraham amaba a su hijo. No solamente era el hijo de su vejez, larga y sinceramente anhelado, sino también era la esperanza de Abraham para el cumplimiento de todas las promesas futuras que Dios le había hecho en cuanto al gran destino de su familia. A medida que marchaban a paso lento hacia Moriah, Abraham observaba furtivamente a Isaac. Observaba su expresión, su inocente felicidad al acompañarlo en este viaje. ¡Oh, cuánto amaba a este querido muchacho que Dios le había dado!

El anciano sabía que necesitaría decirle a Isaac que Dios, el gran Jehová, había ordenado que se lo matara y que fuera su mismo padre, Abraham, quien lo hiciera. Esto le hizo recordar las muchas veces que había hablado al muchacho, con gran gozo y esperanza, de las grandes promesas de Dios. ¿Tendría que buscar ahora las razones por las que Dios estaba contradiciendo sus promesas? ¿Cuáles eran esas razones? Él no las sabía. Solo sabía lo que Dios le había dicho que hiciera, y sabía otra cosa: ¡conocía a Dios!

Desde el momento en que Dios le había indicado que llevara a Isaac a Moriah y lo ofreciera, Abraham estaba consciente de que su gran amor por Isaac se había acrecentado inmensurablemente. Casi lo ahogaba. Nunca antes se había dado cuenta de cuánto amaba a su muchacho. Sin embargo, mantuvo su rostro constantemente hacia la tierra de Moriah. El Dios a quien él servía debía ser obedecido.

Sin duda que, al segundo día del viaje, Abraham pensó en los siervos que los acompañaban. ¿Qué debía decirles con respecto a este sacrificio humano? ¿Qué actitud adoptarían si lo supieran? Era indudable que, si pudieran, impedirían por la fuerza ese acto. No debía decirles nada. El sacrificio se debía realizar: Dios había hablado.

¿Y con respecto a Isaac? Era un joven fuerte, vigoroso; Abraham era anciano. Isaac podía resistirse y, sin duda, impedir que su padre tomara su vida. Isaac no debía saber nada; por lo menos, hasta último momento. La voluntad de Dios debía ser hecha. Abraham no albergaba la menor duda. Mantuvo su rostro constantemente hacia Moriah.

Dejar lo irreconciliable con Dios

Y así llegó el tercer día, y ellos continuaron hacia su destino. Ahora, la contradicción entre lo que Dios había prometido y lo que Dios ahora le ordenaba hacer se agudizó marcadamente en la mente de Abraham. ¿Cómo podría Isaac ser la descendencia prometida, y a su vez estar muerto? No había forma de conciliar las dos ideas. Abraham dejó de tratar de resolver el enigma y simplemente lo entregó en las manos –las manos capaces, las manos infinitas, las manos poderosas– del Dios a quien amaba y en quien confiaba. Y prosiguió hacia Moriah.

Y de esa manera, cuando llegó allí, llegó con una mente clara y un corazón confiado. Ahora sabía la respuesta. Él reveló ese conocimiento cuando dijo a sus siervos: “Esperen aquí con el asno. Yo y el muchacho iremos hasta allí, adoraremos y volveremos a ustedes” (Gén. 22:5). Abraham no dijo esto para esconderles algo, para engañarlos. Lo dijo porque lo creía. Él y el muchacho volverían otra vez a ellos.

¿Cómo podría ser eso, cuando iba a matar al muchacho? ¿Cómo podrían ambos volver? No, Abraham no estaba mintiendo. Hablaba palabras de verdad y sensatez. Hablaba palabras de gran fe. Creyó que ambos volverían. Porque Abraham, por fin, resolvió la contradicción. El problema que tanto había torturado su mente no era, después de todo, su problema. Era el problema de Dios. Dios le había indicado que matara a su hijo. Pero Dios también había dado las promesas respecto a Isaac. Dios había hablado dos veces; la segunda vez contradiciendo a la primera: muy bien, Dios encontraría la solución. Y Abraham lo dejaría en sus manos. Pensó que ahora sabía cómo Dios obraría: levantaría a Isaac de la muerte. Pero Abraham lo dejaría en las manos de Dios. Esa era la parte de Dios. Su propia parte era hacer lo que Dios le había dicho que hiciera.

Es evidente, por Hebreos 11:17 al 19, que esa fue la solución a la que Abraham llegó en su mente: “Cuando Abraham fue probado, por la fe ofreció a Isaac. El que había recibido las promesas estuvo a punto de ofrecer a su hijo único, habiéndosele dicho: ‘En Isaac tendrás descendientes de tu nombre’. Abraham pensaba que Dios es poderoso para resucitar aun a los muertos. Por eso, en sentido figurado, volvió a recibir a Isaac”.

Capítulo 3

Librado de la muerte

José esperó con profunda ansiedad su siguiente visita a la casa de su abuelo. En la ocasión anterior se vio obligado a retirarse antes de que Isaac completara su relato, ya que las sombras del anochecer habían comenzado a caer y tenía deberes que atender en el campamento de su padre.

En las horas que pasó en su hogar, repasó las experiencias de la gran aventura de Isaac. “Escuchó” otra vez la orden terrible y totalmente inesperada de Dios a Abraham para que este tomara a su hijo, Isaac, y lo ofreciera como sacrificio en la cima del Moriah. Revivió la obediencia inmediata, sin vacilaciones, del patriarca. Y eso grabó profundamente en su corazón y en su mente el modo de obrar de la fe y la importancia de la obediencia implícita, sin cuestionamientos, así como la necesidad de estar siempre en armonía con la voluntad divina. Meditó profundamente sobre estas cosas, y las lecciones que estas le transmitieron se convirtieron en principios fijos y permanentes en su vida.

Cuando llegó la oportunidad de volver a casa de Isaac, José corrió ansiosamente por el sendero. Lo encontró en su lugar acostumbrado, mirando inmóvil un mundo que no veía pero viviendo, a su vez, en un mundo invisible para otros, aunque muy real para él. Isaac saludó a su nieto con sereno gozo, e inmediatamente José le insistió en que continuara con el relato de lo que había sido la más grande experiencia de su vida.

“Cuando dejaron a los siervos para continuar solos el resto del camino”, dijo Isaac, Abraham tomó la leña y la colocó sobre Isaac; esa leña sobre la que muy pronto sería puesto como sacrificio, pero de lo que por el momento Isaac nada sabía. Abraham “tomó en su mano el fuego y el cuchillo” (Gén. 22:6). Luego ambos, el anciano y el vigoroso muchacho, prosiguieron juntos hasta la cima del Moriah.

La tarea más difícil de Abraham

“Por supuesto”, explicó Isaac, “Abraham debió haberse dado cuenta de que había llegado el momento en que tendría que revelar a su hijo que Dios lo había señalado como la víctima del sacrificio”. Abraham temía la llegada de ese momento. Lo postergó todo lo que pudo, por cierto, hasta que le fue imposible dilatarlo por más tiempo. Es evidente que Abraham se enfrentó a la tarea más dura que alguna vez le tocara. A este hijo a quien quería, a quien amaba por encima de todo en la Tierra, en quien se centraban todas sus esperanzas de que en él se cumplirían las gloriosas promesas de Dios, debía ahora matarlo con su propia mano. Debía destruir con su propia mano todo lo que hacía que la vida le resultara valiosa.

Al hacer esto debía amar y adorar a Aquel que había ordenado el sacrificio. Debía explicarle a Isaac, a quien había enseñado a esperar la más próspera y feliz de las existencias, que ahora debía quitarle esa vida. Debía contradecir lo que alguna vez había enseñado a Isaac. Ahora tenía que decirle que había llegado a la juventud solo para que su padre cercenara su vida en la flor de su existencia, en el comienzo de su virilidad. ¡Oh, qué pensamientos agitados debieron haber corrido por la mente torturada de Abraham a medida que marchaba por las laderas del Moriah!

Posiblemente pensó que Dios estaba retirando el gran regalo que le había hecho. Y que quizá fuera por algún fracaso, alguna debilidad, alguna falta, algún pecado suyo. Debió de haber repasado toda su vida delante de su mente escrutadora. ¿Dónde había fallado? ¿Debía su hijo morir porque de alguna manera inconsciente había pecado contra Dios?

Fue un viaje trágico por la ladera del Moriah. No nos sorprendería si el horror de la gran tiniebla que embargaba su mente la hubiera dejado desequilibrada. No nos parecería raro si se hubiera quitado su propia vida con el fin de que le fuera imposible quitarle la vida a Isaac. Podría haber razonado que nada de lo que pudiera sucederle por desobedecer a Dios excedería el dolor y la agonía de la obediencia.

José, a pesar de su juventud, captó la idea de la prueba suprema que esta experiencia debió de haber significado para Abraham, y su admiración y amor por su gran antepasado creció enormemente. Comenzó a ver, también, que aunque Abraham era el héroe de esta angustiosa escena, había otro actor que pasó por una prueba casi tan grande. Era evidente que para Isaac este fue el día más memorable y sobresaliente de su vida. De naturaleza serena y quieta, todos sus sentidos fueron conmovidos y forzados al extremo. Aunque Abraham no podía encontrar en su corazón la forma de revelar a su hijo el objetivo de su viaje, y continuó hasta lo último manteniendo a Isaac en la ignorancia de la parte que le tocaría desempeñar, el muchacho se volvía cada vez más consciente de que había algo misterioso y oculto. Se había percatado de que Abraham lo observaba de cerca. También se daba cuenta de que él mismo observaba intensamente a su padre. Y así, declara el registro bíblico, y lo declara dos veces, “caminaron juntos”.

Sí, fueron juntos, ¡pero con qué diferentes pensamientos! El corazón del padre estaba desgarrado por la angustia, inmerso en mil pensamientos. La mente del hijo, libre, ocupada hasta ese momento solo con los nuevos paisajes y los acontecimientos pasajeros, comenzó ahora a captar cuán extraño y tensionado estaba su padre.

No mucho tiempo después Isaac trató de hablar. Estaban llegando a la cima de la montaña. Isaac estaba perplejo por el silencio y la conducta seria de su padre. Pensaba que había sido por distracción mental que su padre se había olvidado de traer el cordero. Trató de atraer la atención de Abraham a este hecho.

–¿Padre?

–Sí, hijo mío.

–Tenemos el fuego y la leña, ¿pero dónde está el cordero para la ofrenda quemada?

Era el momento que tanto temía Abraham. Sin embargo, su fuerte corazón soportó calmadamente, y su fe humilde le ayudó a contestar:

–Dios proveerá un cordero para la ofrenda quemada, hijo mío.

El sacrificio: Isaac

Abraham se dio cuenta de que la terrible verdad no se podría esconder por más tiempo. Pero aun así, postergó ese momento mientras se ocupaba en juntar las piedras para hacer el altar. “Dios proveerá un cordero”. Eso era lo que le dijo a Isaac. Y eso era lo que creía. Pero Isaac no sabía que, en la mente de su padre, Dios ya había provisto un cordero, y que ese cordero era él.

¿Cómo podía Abraham ocuparse en tan angustiosa tarea? Colocaron las piedras del altar; no podían demorar más. ¿Cómo iba a decir lo que debía decir? ¿Se arrepentiría? ¿Se quebrantaría? Arregló la leña sobre el altar, y pensó: “Sí, el Señor proveerá, ya ha provisto, un cordero. Él se ha fijado en mi hijo. Él es el sacrificio de Dios”. Bueno, ciertamente Isaac pertenecía a Dios, Isaac no existiría si no fuera porque Dios le había dado vida. Así que, Dios podía hacer con justicia lo que le placiera con Isaac. Si él deseaba que Isaac fuera el cordero, él podía hacerlo. Dios era el dueño de Isaac. Abraham era el mayordomo, no el dueño de su hijo. Esto se aplica a todos los padres. Y en forma especial a Abraham.

No había ahora ninguna otra cosa que Abraham pudiera hacer para postergar la ocasión de hablarle a Isaac. El altar estaba terminado, la leña estaba en orden sobre él. Todo estaba listo para el sacrificio; todo, menos Isaac. Ahora le debía revelar el plan de Dios.

Con una ternura que ninguna palabra puede describir, Abraham le dijo a su hijo lo que Dios le había ordenado que hiciera: Isaac debía ser el sacrificio. Antes de que pudiera proferir una protesta o recuperarse de la sorpresa, el padre le recordó su milagroso nacimiento en contestación a la oración; le señaló que le debía su vida a Dios y que le pertenecía; le declaró el derecho de Dios de quitar, de la manera que le placiera, el regalo que había concedido. Le dijo también qué bendición y consuelo había sido Isaac para Sara y para él, cuán profundamente lo amaban, con cuánto cariño habían centrado sus esperanzas en él, y que cosa aplastante y destructora fue esa orden para él.

Luego habló de su fe positiva y su confianza en que Dios iba a hacerlo revivir levantándolo de los muertos, e instó a Isaac a que aceptara esa fe y esa confianza. Terminó señalando que él podía resistir, podía escapar, pero que al hacerlo estaría resistiendo no a su padre, sino al Dios quien le dio la vida. Lo exhortó a hacer lo que su padre había hecho: no esperar hasta que se aclarara todo el significado, sino ponerse a sí mismo en las manos de Dios y aceptar la voluntad divina como la suya propia. De alguna manera, Dios sacaría algo bueno de toda esta oscuridad y misterio. Isaac podía estar seguro, como Abraham lo estaba, de que de alguna u otra manera sería restaurado luego de haber sido reducido a cenizas, y que todas las promesas divinas se cumplirían en él.

Isaac le dijo muy poco a José de la conmoción que agitaba su propia alma mientras su padre hacía su explicación y apelación. Había algo sagrado en la experiencia más grande de su vida para que él pudiera contarla. Solo dijo: “Le dije a mi padre: ‘Padre, hay un solo curso de acción para ti o para mí cuando Dios ordena. Es el curso de la obediencia. Ahora entiendo lo que debes hacer. No trataré de evitarlo. Estoy en tus manos y en las manos de Dios’ ”.

Habiendo obtenido de tal manera el consentimiento de su hijo, Abraham, con el corazón destrozado, pero adorando a Dios por el hijo que tenía, lo ató de pies y manos y lo colocó sobre la leña del altar. Luego, con confianza y fe inconmovible y con su obediencia intacta, levantó el cuchillo para matar a la víctima.

A medida que la conmovedora historia llegaba a su clímax, José no sabía si admirar más la resolución del padre o la sumisión del hijo. Pero en ese momento nació en él la resolución de nunca dejar de estar a la altura de los progenitores que Dios le había dado. Tomó la determinación de que, en todo lo que sucediera, la voluntad de Dios estaría primero; que si tan solo pudiera conocer esa voluntad, la seguiría sin importarle las consecuencias que por ello le sobrevinieran.

Yahveh–jireh

Isaac terminó su narración diciendo que solo la intervención de Dios evitó que se cumpliera ese sacrificio extraordinario. La fe de su siervo fue suficientemente probada. Del Cielo resonó una voz, impidiendo la caída del cuchillo ya levantado, deteniendo el golpe fatal. La voz celestial dijo:

–¡Abraham! ¡Abraham!

–Sí –respondió Abraham–, ¡aquí estoy!

–¡No pongas tu mano sobre el muchacho! –dijo el ángel–. No le hagas ningún daño, porque ahora sé que de verdad temes a Dios. No me has negado ni siquiera a tu hijo, tu único hijo.

Y al mirar Abraham a su alrededor, vio detrás de él un carnero con sus cuernos enredados en los matorrales. Lo tomó y lo ofreció como sacrificio en lugar de su hijo.

Isaac terminó esta conmovedora historia diciendo que “Abraham llamó a ese lugar: ‘El Señor proveerá’. Por eso se dice: ‘En el monte del Señor será provisto’” (Gén. 22:14).

Cuando al caer la tarde José regresó hacia el campamento paterno, estaba sumido en profundos pensamientos. “Yahveh–jireh, ¡el Señor proveerá!” ¡Qué lema para que un hombre lo lleve de por vida! ¡Qué lema para moldear una vida, para edificar una vida! Se apropiaría de él. Si tan solo pudiera conocer la voluntad de Dios para él, el propósito de Dios para su vida, entonces podría confiar todas las cosas a Dios mientras cumplía esa voluntad. Dejaría todas las cosas en las manos de Dios. Para José solo existiría la voluntad de Dios, no la suya. Entonces, “El Señor proveerá”.

Capítulo 4

Maestros y lecciones

Isaac, el abuelo de José, no fue su único maestro y relator de historias durante los años de su adolescencia. Su padre, Jacob, aumentó también el caudal de su conocimiento. Cuando José volvía del campamento de Isaac a su casa, y luego de concluida la cena, generalmente conseguía que su padre le relatara las historias de sus propias y variadas experiencias. Aprendió de labios de Jacob la historia de aquella apresurada escapada de la ira de su hermano después de que Jacob le quitara su primogenitura, y se enteró de la manera en que su padre engañó a su abuelo para obtener también la bendición que correspondía a Esaú. Jacob no trató de esconder a su hijo el lamentable carácter que tenía durante su juventud. Pero también le relató fielmente los puntos más sobresalientes de las experiencias que tuvo en su trato con Dios y le contó las promesas y las providencias que recibió.

Así, José se enteró de la conmovedora historia de Betel, y de la escalera que iba de la tierra al Cielo, con ángeles de Dios que subían y bajaban por ella, y de cómo Dios estaba de pie en lo alto y le hacía grandes promesas a su padre. También supo cómo su padre conoció a su madre, de su amor, de los engaños del abuelo Labán, de los largos años de servidumbre, de cómo su familia y su riqueza fueron creciendo, de su decisión de retornar con su familia y sus posesiones, a su antiguo hogar y a su padre, y de su reconciliación con su hermano Esaú.

Dios se transforma en algo real

José escuchó con el más profundo interés el relato del encuentro que había tenido su padre con el Dios de Abraham y de Isaac en Peniel, junto con el nuevo nombre y el nuevo carácter que el Señor le concedió en aquella ocasión. Esto fue lo que más le interesó y lo impresionó: Dios se encontró con su padre. Dios cambió la naturaleza de Jacob. Dios lo guio, lo libró, lo bendijo, lo atendió, y fue su guía y su consejero. Así como Dios había estado presente en la vida y en los asuntos de Abraham, y en los de Isaac, así también se había manifestado en la vida y los asuntos de su padre Jacob. ¿Se manifestaría Dios a sí mismo también en su vida?

Dios se estaba convirtiendo en algo muy real para José. Sus pensamientos giraban en torno de lo que Dios había hecho en la historia de su familia, en lo que había significado para ellos, en las grandes promesas que le había hecho a su parentela, y en el glorioso futuro que había desplegado delante de ellos. Dios se manifestó en la vida de la humanidad, hizo planes para individuos, los comisionó para realizar su voluntad, los utilizó para llevar adelante sus propósitos, y los hizo sus agentes para lograr grandes empresas y alcanzar importantes objetivos.

En el mundo interior de los pensamientos de José se estaba generando un ansioso e intenso deseo de conocer a este Dios por sí mismo. No podía pensar en otra vida más fascinante que la que transcurre en el servicio al Dios que sus padres conocieron.

Las historias de su padre y su abuelo fueron la única educación que José tuvo. Esta educación se basó en dos hechos, dos verdades o realidades, las más grandes al alcance del conocimiento humano. La primera y más importante de todas las verdades en la época de José continúa siendo la primera y más importante verdad de nuestro tiempo: la realidad de Dios. La fuerza detrás de cada pensamiento de tu cerebro, de cada latido de tu corazón, de cada respiración de tu cuerpo: Dios. El elemento en el que vives y te mueves y tienes tu ser: Dios. El denominador final, irreducible e ineludible de tu universo: Dios. Ninguna vida está correctamente centrada ni es guiada a su fin correcto, si falta esa verdad suprema en su conocimiento. No hay otra verdad que se compare en importancia, para una vida de éxito, con la verdad de que hay un Dios benevolente que lleva adelante sus planes y propósitos en los asuntos de los seres humanos.

No es suficiente saber meramente que Dios existe. El segundo hecho o verdad es que Dios reina. Que él está en el control, en el timón. Eso determina toda la diferencia entre la debilidad y la fortaleza, entre el fracaso y el éxito, entre la desesperación y la seguridad, para todo aquel que se aferre a ese hecho y haga de él la permanente convicción de su vida.

La convicción de este segundo hecho, fuerte como el hierro, firme como la roca, incitante como un grito de guerra, fue expresada en palabras por Juan en Patmos, palabras que tienen en sí mismas la durabilidad del granito de los siglos: “¡Alaben a Dios, porque reinó el Señor, nuestro Dios Todopoderoso reina!” (Apoc. 19:6).

José llegó a la virilidad a la luz de esta convicción, y eso le permitió enfrentar y conquistar todo lo que la vida futura le deparó.

La realidad de la voluntad de Dios

Además de la suprema afirmación de que Dios existe, y ve, y sabe, y le importa, y guía –sobre la que José basó su vida–, yo pondría otro hecho, o verdad básica, que influyó en toda su vida: la voluntad de Dios. Dios no solo existe, sino tiene también una voluntad; hay algo que quiere. Esa voluntad tiene que ver con todas las cosas que ocurren en el mundo: todas las personas, todos los sucesos, toda la historia. Esa voluntad tiene que ver contigo; está deseando algo relacionado contigo, ahora y en cada momento que respiras. Al consultar esa voluntad, aprendemos cómo vivir, cómo movernos, cuándo actuar, qué hacer, qué decir. Todo lo que hacemos y decimos, cada movimiento que realizamos, cada elección de nuestra experiencia diaria, cada decisión a la que arribamos, está o en armonía con la voluntad de Dios o en contra de ella.

Momento tras momento, día y noche, hora tras hora, cada persona está o no está en armonía con la voluntad de Dios. Esa voluntad invade todo el universo. Nunca puede haber un momento en que se pueda decir verdaderamente: “Dios no tiene ningún deseo en particular, ningún propósito determinado, para mí ahora. En este momento puedo hacer lo que quiera, sin referencia a él y a su plan para mí”. Eso nunca es verdad.

José comenzó lentamente a comprender y a creer que no había una vida más importante que pudiera vivir, ningún logro más importante que pudiera obtener, que el de alcanzar el conocimiento de la voluntad de Dios con el propósito de poner su propia vida en armonía con ella y cumplirla en todo lo que hiciera. Si Dios realmente quería algo de él, si tenía una intención acerca de él y de sus asuntos, y de su futuro y en cuanto a lo que él iba a hacer con su vida, entonces José deseaba conocer, sobre todas las cosas, cuál era esa voluntad; cuál era el plan de Dios para su vida; qué era lo que Dios quería que José hiciera por él, al cumplir sus grandes propósitos en la Tierra.

El secreto de una vida de éxito

El secreto de una vida de éxito es muy simple, muy sencillo; tan sencillo, por cierto, que está por completo al alcance del entendimiento de un niño. Es, simplemente, hacer la voluntad de Dios, vivir en armonía con el Infinito. Ese es el secreto que José aprendió en su niñez y adolescencia y que hizo de su vida posterior una fantástica historia de éxito. No sé de nada que sea de mayor consuelo, de mayor energía, de mayor inspiración, que la convicción de que Dios está pensando en mí y por mí; que él tiene un plan para mi vida y un propósito para alcanzar a través de mi vida.

Esta fue la convicción que llegó al corazón de José como resultado de los conmovedores relatos de su padre y de su abuelo. Fue esta, también, la convicción que llevó a Pablo a exclamar en el primer momento de su conversión: “Señor, ¿qué quieres que haga?” (Hech. 9:6). Debido a esta convicción, enraizada en el corazón de David, Dios lo describió como un “hombre según mi corazón, quien hará todo lo que yo quiero” (Hech. 13:22).