Discurso de todos los diablos - Francisco de Quevedo - E-Book

Discurso de todos los diablos E-Book

Francisco de Quevedo

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Beschreibung

Discurso de todos los diablos es un texto satírico de Francisco de Quevedo. Encaja en lo que algunos expertos denominan "fantasía moral"; es decir, una sátira lucianesca con un tono de tragicomedia o jocoserio, muy en la línea de los Sueños y discursos del mismo autor, aunque sin duda de una factura y nivel literario superior.-

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Francisco de Quevedo

Discurso de todos los diablos

 

Saga

Discurso de todos los diablosOriginal titleDiscurso de todos los diablosCover image: Shutterstock Copyright © 1628, 2020 Francisco de Quevedo and SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726485578

 

1. e-book edition, 2020

Format: EPUB 2.0

 

All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com

DELANTAL DEL LIBRO Y SÉASE PRÓLOGO O PROEMIO QUIEN QUISIERE

Estos primeros renglones, que suelen, como alabarderos de los discursos, ir delante haciendo lugar con sus letores al hombro, píos, cándidos, benévolos o benignos, aquí descansan deste trabajo, y dejan de ser lacayos de molde y remudan el apellido, que por lo menos es limpieza.

Y a Dios y a ventura, sea vuesa merced quien fuere, que soy el primer prólogo sin tú y bien criado que se ha visto u lea, u oiga leer. Este tratado es de todos los diablos; su título: El Infierno emendado. No se canse vuesa merced en averiguar lo uno ni en disputar lo otro; que ya oigo a los pelmazos graduados el «no puede ser»; que enmendarse sumitur in bonam partem, y el infierno.. .; ergo remito la solución a Lucifer, que él dará cuenta de sí, pues en cosa tan menuda se atollan tan reverendas hopalandas y un grado tan iluminado y una barba tan rasa. Esta es de mis obras la quintademonia, como la quitaesencia. No se escandalice del título; créame y hártese de infierno vuesa merced, que podría ser diligencia para excusarle. Si le espantare, conjúrele y no le lea, ni le dé a los diablos, que suyo es. Si le fuere de entretenimiento, buen provecho le haga; que aquél sabe medicina que los venenos hace remedios; y agradézcame vuesa merced que por mí le enseñan los demonios que a todos tientan. Si vuesa merced juese murmurador, sería otro tanto oro, que a puras contradicciones y advertencias me daría a conocer, y no ha de haber Zoilo, ni invidias ni mordaz, ni maldiciente, que son el Sodoma y Gomorra, Datán y Avirón de la paulina de los autores. Y si fuere título quien leyere estos renglones, tráguese la merced y haga cuenta que topó con un señor de lugares por madurar, o con un hermano segundo que no se pide prestado; que suelen rapar a navaja tas señorías.

CHISTE A LOS BELLACOS PÍCAROS CON QUIEN HABLO

Tacaños, bergantes, embusteros, perversos y abominables: todo lo escrito en este discurso habla con vuestras vidas, muertes, costumbres y memorias: no hay que rempujar nada hacia tos buenos.

Lo que han de hacer es no tomarlo ninguno por sí, sino unos por otros; y con esto ellos quedarán por quien son, y mi libro será bienquisto de los propios que abrasa y persigue; y porque no me antuvie alguno, tomo por mí lo que me toca, que no es poco ni bueno.

Dios los confunda, si perseveran.

DISCURSO DE TODOS LOS DIABLOS, O INFIERNO EMENDADO

Soltáronse en el infierno un Soplón, una Dueña y un Entremetido, chilindrón legítimo del embuste; y con ser la casa de suyo confusa, revuelta y desesperada y donde nullus est ordo, los demonios no se conocían ni se podían averiguar consigo mismos; los condenados se daban otra vez a los diablos; no había cosa con cosa, todo ardía de chismes, los unos se metían en las penas de los otros.

Mirad quién son entremetidos, dueñas y soplones, que pudieron añadir tormento a los condenados, malicia a los diablos y confusión al infierno. Lucifer daba gritos, y andaba por todas partes pidiendo minutas y juntando cartapeles. Todo estaba mezclado, unos andaban tros otros, nadie atendía a su oficio, todos atónitos.

El Soplón dijo a Lucifer que había muchos diablos que no salían al mundo y se estaban mano sobre mano, y que otros no habían vuelto mucho tiempo había. La Dueña, por otra parte, andaba con un manto de hollín y unas tocas de ceniza, de oreja en oreja, metiendo cizaña. Decía que mirase por sí Satanás; que había conjura para quitarle el diablazgo, y que entraban en ella dos tiranos, tres aduladores, médicos y letrados, mitad y mitad, y un casi ermitaño.

No le quedó color al gran demonio cuando oyó decir el casi ermitaño.

Parecióme a mí que lo daba todo por perdido

Calló un rato, y luego dijo:

— ¿Ermitaño, letrados, médicos, tiranos? ¡Qué confección para reventar una resma de infiernos con una onza!

En esto que iba a visitar su reino, vio venir a sí el Entremetido.

— Esto me faltaba — dijo Lucifer— . ¿Qué quieres contra mí? Y empezó a mosquearse dél con toda su persona: mas él venía vaciándose de palabras y chorreando embustes. Díjole muy allá lo de que algunos trataban de huirse del infierno, y que otros querían dar puerta franca para que entrasen unos mohatreros y hipócritas, con que el mundo estaba rogando a los demonios, y otras cosas, que si no se huye por no le sufrir, lo anega en embelecos y en cláusulas.

Viendo Lucifer el alboroto forastero de su imperio, y advertido destos peligros, con su guarda y acompañamiento (que le sobran tudescos y alemanes para ella después que Lutero y Calvino ladraron las almas de los ultramontanos), empezó la visita de todas sus mazmorras, para reconocer prisiones, presos y ministros.

Iba delante el Soplón, haciendo aire, que atizaba y encendía sin alumbrar.

La Dueña, en zancos de fuego, se siguía, atisbando (como dicen los pícaros) todo lo que pasaba.

El Entremetido, mirando a todas partes, no dejaba anima sin gesto y reverencia.

A cuál decía:

— Bésoos las manos.

A cuál:

— ¿Es menester algo?

Voseábase con los precitos, llamábase de tú con los verdugos y los dañados; a cada cortesía de las suyas decían: «Oxte», más recio que a la llamarada. — Más quiero fuego — decía una.

Otra le llamaba añadidura a las penas; otra, sobregüeso del castigo.

Estaba un testigo falso entre infinita caterva delios, en lugar más preeminente que todos, hecho maestro de falsos testimonios como de capilla.

Llevábales el dicho como el compás, y todos juraban a un son. Tenían los ojos en las faldriqueras, mirando, lo que no vían, y en la cara por los ojos dos bolsas de fuego.

Y así como vio al Entremetido, dijo el maestro:

— Por no verte me vine al infierno; y si advirtiera en que éste había de venir acá, fuera bueno, no por salvarme, sino por ir donde no podía entrar.

En esto estábamos, cuando oímos gran tumulto de voces, armas, golpes y llantos mezclados con injurias y quejas. Tirábanse unos a otros, por falta de lanzas, los miembros ardiendo; arrojábanse a sí mismos, encendidos los cuerpos, y se fulminaban con las propias personas.

No se puede representar tan rigurosa batalla.

Uno andaba disparándose a todos; parecía emperador: la cabeza tenía coronada de laurel; el cuerpo, lleno de heridas; el cuello, lleno de sangre.

Estaba cercado de consejeros, que, con almaradas afiladas en leyes, mal se defendían de su rabiosa furia y cruel enojo.

Llego a él Lucifer, y dando un trueno que hizo temblar todo el infierno, le dijo:

— ¿Quién eres, alma, aún aquí presumida?

— Yo soy — le respondió— el gran Julio César; y después que se desbarató y mezcló tu reino, di con Bruto y Casio, los que me mataron a puñaladas con pretexto de la libertad, siendo persuasión de la invidia y cudicia propia destos perros, el uno hijo y el otro confidente. No aborrecieron estos infames el imperio, sino el emperador. Matáronme porque fundé la monarquía; no la derribaron, antes apresuradamente ellos instituyeron la sucesión della. Mayor delito fue quitarme a mí la vida que quitar yo el dominio a tos letrados, pues yo quedé emperador y ellos traidores; yo fui adorado del pueblo en muriendo, y ellos fueron justiciados en matándome.

— Perros — decía la grande alma de Julio César— , ¿estaba mejor el gobierno en muchos senadores que lo supieron perder, que en un capitán que lo mereció ganar? ¿Es más digno de corona quien preside en la calumnia y es docto en la acusación, que el soldado gloria de su patria y miedo de los enemigos? ¿Es más digno de imperio el que sabe leyes, que el que las defiende? Éste merece hacerlas, y los otros estudiarlas. ¿Libertad es obedecer la discordia de muchos, y servidumbre atender el dominio de uno? ¿A muchas cudicias y ambiciones juntas llamáis padres, y al valor de uno tiranía? ¡Cuánta más gloria será al pueblo romano haber tenido un hijo que la hizo señora del mundo, que unos padres que la hicieron con guerras civiles madrastra de sus hijos! Malditos, mirad cuál era el gobierno de los senadores, que habiendo gustado el pueblo de la invención de la monarquía, quisieron antes Nerones, Tiberios, Calígulas y Eliogábalos que leyes y senadores.

En esto Bruto, con voz turbada y rostro avergonzado, dijo a gritos:

— ¡Ah, senadores!, ¿no oís a César? ¿Esa maldad añadís a las otras contra el príncipe, siendo autores de la maldad: culpar a quien os creyó? Hablad responded, consejeros, con vosotros habla el divino Julio. Tales sois, que yo y Casio fuimos traidores porque os creíamos ignorando que vosotros siempre anheláis a que vuestro ceño y vuestras barbas y lo prolijo de vuestras togas tengan la obediencia y el mando, y el príncipe el peligro. Si en las repúblicas, multiplicando dominios, ejercéis la soberanía, la cudicia de repetir la primera dignidad os hace negociar y no regir, o la consideración de la suerte alternativa os amedrenta, para disgustar al que puede tener alguno capaz del mismo puesto por pariente o amigo. Si asistías a príncipe, de tal manera empináis vuestro oficio, y tanto autorizáis vuestra vanidad, que le viene a ser más peligroso al monarca no obedeceros, que al vasallo no obedecer al monarca. ¿Qué pretendistes con vuestro engaño o nuestra traición? Responded a César; que nosotros padecemos castigo en nuestras afrentas, Uno de los senadores, que sepultado en ascuas enfadaba a las penas, con sobrecejo severo, muy ponderado de facciones, con voz desmayada y trémula, dijo:

— ¿Qué habláis los príncipes, si Ptolomeo, rey, mató vilmente al gran Pompeyo por tu causa, a quien debía el reino que tenía? ¿Qué delitos fue en los consejeros matarte a ti para cobrar los reinos que nos arrebataste? ¿Desquitar a Pompeyo es maldad? Júzguenlo los diablos. Achillas mató al Magno por mandato de su rey, y era un bergante que comía de sus delitos. Más infame fuiste tú, que viendo la cabeza de Pompeyo lloraste; más traidor fue tu Ilanto que su espada; sentimiento mandado fue el tuyo; de la piedad hiciste venganza; más atroz fuiste mirándole muerto que venciéndole vivo: ojos hipócritas no han de estar en la primera cabeza del mundo; nosotros empezamos la restauración con tu muerte; no apresuramos la venida de Nerón; el pueblo no supo escoger. Tal fuiste, tirano, que tu sangre salieron, como de imperio hidra, de una cabeza cortada, doce.

Tornáranse a embestir si Lucifer no mandara con amenazas que César se fuera a padecer los castigos de su confianza, despreciadora de avisos y advertencias, y a Bruto y Casio invió a que fuesen escándalo de las almas políticas, y a los senadores repartió entre Minos y Radamanto, para que fuesen asesores de los demonios.