Doce agujas en un reloj - Nicole Hourton Balsells - E-Book

Doce agujas en un reloj E-Book

Nicole Hourton Balsells

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Beschreibung

Doce departamentos. Doce meses. Doce vidas. Mientras el tiempo pasa, Edna ve pasar a los residentes del edificio, construyendo cada uno su propia historia: Ian batallando fantasmas, Julia y Damián encontrando viejos y nuevos amores, Adelina persiguiendo sueños. Porque al fin y al cabo, en un mismo espacio y tiempo, cada quien construye su mundo, muchas veces tocando otras vidas, pero sin llegar verdaderamente a alcanzarlas.

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Doce agujas en un relojAutor: Nicole Hourton B. Editorial Forja General Bari N° 234, Providencia, Santiago-Chile. Fonos: 56-2-24153230, [email protected] Diseño y diagramación: Sergio Cruz Edición electrónica: Sergio Cruz Primera edición: septiembre de 2020. Prohibida su reproducción total o parcial. Derechos reservados.

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor. Registro de Propiedad Intelectual: N° 2020-A-525 ISBN: Nº 978-956-338-483-3 eISBN: Nº978-956-338-486-4

Para mi familia, que como escuché por ahí, es lo único que siempre permanece.

Para mis padres, Carlos y Patricia, por todo el cariño y todas las “estroyas” antes de dormir.

A mis amigos de siempre, por las risas y los consuelos, y por ser creadores de mi historia.

Y, especialmente, al legado poderoso de mujeres que ha dejado esta familia, siempre con coraje y alma de brujas. Josefina, Kelly, Nany, Mile y mamá.

Por último –pero no menos importante–, quiero dedicar a este libro a todos los lectores que puedan encontrar en sus palabras un consuelo, una risa o un poquito de tibieza para el alma.

Junio Ian, departamento 602

Amar al otro es renunciar a poseerlo, incluso muerto; renunciar a que vuelva, descubrir que sigue estando ahí, en un silencio que ya no nos causa pavor, en un desierto que se hace acogedor de lo más valioso que tenemos, lo esencial de lo que permanece cuando ya no se puede nada.

Jean–Yves Leloup

Las hojas secas golpean la acera frente a mi ventana. El otoño es deprimente. Quizás sea la tristeza la que le otorga dicha característica, o quizás, su soledad: lo insalvable de aquello que se pierde. El cambio obligado. Tal vez sea el silencio. Debe ser el silencio: el sonido casi mudo del viento recordándonos que las horas pasan lentas, que los pasos ya no resuenan en esta casa y que la vida es una ironía que siempre nace sobre sí misma. Se consume mi último cigarrillo y la tercera cerveza vacía descansa junto a mí, en el alféizar de la ventana. Te extraño. La vida pasa inherente a nuestro dolor, mientras este permanece abrazado en los rincones más profundos. Han pasado tres años y aún me siento perdido. La gente pareciera no ser más que un océano oscuro de rostros desfigurados y el sentido de la vida se difumina en cada decisión que tomo. Te extraño.

¿Sabes que me gustaba de ti, mamá? Que cuando me mirabas a los ojos, realmente me veías. Podía hablarte con la certeza de que cada palabra sería un mundo en tus oídos. Al mirarme, al sentir el peso de tus ojos en los míos, me sentía vivo.

−¡Ian!

–Mierda –susurro dando un salto cuando la voz de Gabriel a mis espaldas me distrae de mis cavilaciones. Empiezo a pensar que haberle dado una copia de las llaves ha sido de mis peores ideas.

–Llevo diez minutos esperándote en el auto. ¿No has considerado que es una pésima idea sentarte a escribir en la ventana de un sexto piso? –alega Gabriel.

Río por lo bajo.

–Ya, deja el rollo de romántico empedernido y vámonos a clases –continúa Gabriel.

¿Y ese interés repentino en el estudio y la puntualidad? –le digo.

Gabriel rompe en carcajadas.

–Cálmate, hermano. Te dejo el papel de intelectual: la nueva ayudante de Antropología tiene un culo digno de una africana, así que cada minuto de apreciación cuenta. ¿Qué? No me mires así. Como si no lo hubieras notado.

–No hay dudas de por qué yo apruebo los ramos y tú no –digo.

Me cuelgo el bolso de un hombro, mirando entre las sábanas revueltas de mi cama y los libros esparcidos sobre ella.

–¡Me eximí de dos ramos de seis! Y aprobé cuatro.

–Sí, justo aquellos que tomamos juntos y solo por el repentino estrabismo que te entra en los exámenes.

–Ser un estudiante universitario es aprender a sobrevivir. Como en la guerra y el amor: todo vale. ¿Estás buscando esto? –pregunta Gabriel mostrándome las llaves en alto.

Se las quité de la mano y salí del departamento rumbo a las escaleras.

–Es increíble que en año y medio no hayan podido arreglar los ascensores. Dos mañanas más en que me hagas subir tus malditos seis pisos y consigo las piernas de Bolt.

–Quizás con algo más de músculo en las piernas no te andarías arrastrando por la vida, y es un edificio antiguo. Que haya recepcionista ya cubre los gastos comunes.

–Sí, una vieja adicta a los puzles que te gruñe si le hablas y tiene más barba que mi tío Pablo.

Subimos al auto de Gabriel y partimos a la facultad, como cada mañana, para llegar a la hora. El día transcurre lento entre libros y charlas y luego, de vuelta, paso la tarde en la azotea de mi edificio hasta que la oscuridad del cielo parece cubrirme como una mano que ofrece consuelo. En la cama, releo Crimen y castigo por octava vez hasta altas horas de la noche. Finalmente, lanzo el libro al suelo –por lo atiborrado de la mesita de luz– y me levanto a rebuscar entre el desorden del escritorio. Bajo una pila de ropa sucia encuentro una pequeña caja, blanco de mi interés. Me saco la cadena del cuello, que sujeta la llave que logra abrirla y la introduzco en la cerradura. Miro la única fotografía que conservo de ti. Cada maldito recuerdo se quemó en el incendio. Beso el papel con ternura y vuelvo a guardarlo. Tomo dos píldoras para dormir y me meto en la cama.

El sonido del celular vibrando junto a mi cabeza logra sacarme del mundo de los sueños. Requiero de toda mi fuerza de voluntad para entreabrir el ojo izquierdo. La intensa luz que entra por la ventana –comprar unas cortinas es una de esas cosas que tengo escrita en mi lista mental de “obligaciones por cumplir” desde que comencé a arrendar el lugar, dos años atrás– me hace volver a cerrar los ojos con fuerza. El teléfono detiene su molesto ruido y quiero retomar el sueño, pero no puedo, entonces alargo la mano para coger un cigarrillo. Mientras lo enciendo, sujetándolo entre los dientes, el aparato vuelve a sonar.

–Gabriel –contesto con la voz ronca y casi sin volumen.

–¡Uf! Es evidente lo bien que te vendría un café cargado, así que ¿por qué no bajas y vamos a la cafetería de la esquina? Yo invito.

–¿Qué hora es? –pregunto todavía medio dormido.

–Exactamente… 7:18 de la mañana.

Suspiro.

–¿Por qué estás haciendo esto?

Sus intenciones no son difíciles de leer. No ese día. Sin embargo, no quiero ser una carga, no quiero la preocupación ni lástima de nadie.

–Porque realmente es bueno ese café, y te debo algo de dinero, así que podría ser una forma de compensarlo.

–Te dije que estábamos a mano, no me debes nada. Y estoy hablando en serio, Gabriel.

Oigo que suspira al otro lado de la línea.

–Bien, sé que entre todos este es el peor día del año, y no finjas que no es una mierda, porque lo es. Y deja el discurso de “no necesito de tu preocupación, estoy bien”. Soy tu amigo y sé que no lo estás. Y eso es lo que se supone que hacen los amigos: acompañarte a pasar los días más putos de tu vida sin que tengas que fingir que todo está bien. Así que ponte un par de pantalones y hazme el favor de arrastrar tu culo por esas escaleras.

Río por lo bajo.

–Dame dos minutos.

Solo hay dos mesas más ocupadas en el local. Escogemos una junto a la ventana y me entretengo viendo a las personas pasar.

–¿Sabes qué detesto de la gente citadina? –le pregunto sin despegar la vista del cristal.

–¿Que somos demasiados?

–Que nunca sonríen. Simplemente parecen… autómatas, caminando sin sentido, orgullosos. Indiferentes…

–Es un mal día. Seguro mañana la ciudad no te parecerá tan dramática.

Suelto una carcajada sarcástica.

–No lo entiendes –le digo sonriendo asqueado–. Eres como ellos. Conformista.

–¡Amigo! –exclama Gabriel elevando teatralmente ambos brazos–. Calma, estoy de tu lado.

–Un cortado, un expreso y dos aliados. ¿Necesitan algo más? –interrumpe una sonriente mesera, mirándome directamente a los ojos mientras deja nuestro pedido en la mesa.

–No, gracias. –Desvío la vista.

–¡Ufa! Rompecorazones –bromea Gabriel a medida de que la mujer se aleja.

–No sabes de qué hablas.

–Voltea tu café, alguien está desesperada porque la llames.

Efectivamente, en una servilleta plegada entre el plato y la taza hay escrito un número telefónico junto al nombre: “Mónica”.

Terminamos el desayuno con calma, y llegamos –tarde como siempre– a la clase de literatura inglesa. Las dos horas y media que dura el curso pasan más lento de lo normal, y no logro sacarme el rostro de mi madre de la cabeza. No soy capaz de enfocar mi mente en las palabras del profesor, solo logro captar de su perorata una alusión al éxito y al estudio. De cómo este abre puertas, y cómo la vida se resuelve cuando pones de tu parte. Lo único que pienso es que la idea es una mierda.

Desaparece la tristeza, y la rabia toma su lugar. El hombre que habla de pie frente a mí no tiene la más remota idea de lo que significa el éxito, y mucho menos de cómo la vida te permite alcanzarlo. El mundo no es un lugar en el que simplemente puedas trabajar por algo y obtenerlo. Debiese serlo. Pero la vida aparece ante uno con sus reglas y no puedes rechazarlas. No escoges el juego ni las cartas, no hay tratos ni negociaciones ¿Y qué se supone que debes hacer si es demasiado? ¿Qué haces cuando simplemente ya no puedes con todo sobre tu espalda? No hay renuncias, banderas blancas, pausas, ni caminos alternativos. Solo coincidencias. Posibilidades que por azar se concretan.

Cuando el reloj marca las once, recojo mis cuadernos –aún cerrados– y los arrojo en el bolso. Camino hacia los jardines con paso apresurado y me siento bajo un árbol. Algunos minutos después llegan Gabriel y Sebastián.

Tenía cuatro años cuando vi a mi padre borracho recoger sus cosas y amontonarlas como pudo en una maleta. Apenas aprendía a hablar y ya podía comprender que no había preguntas por hacer. La mayor parte de los recuerdos de esa época se borraron o se hallaban guardados de forma apenas comprensible. Sin embargo, aquella, la imagen del hombre que compartía mi sangre alejándose calle abajo, indiferente a mis gritos y llantos de niño asustado, jamás se apartó. Aún lo recuerdo con una dolorosa claridad. Recuerdo a mi madre intentando contener las lágrimas. Corrió hasta mí, me tomó en sus brazos y hamacándome ya sin poder refrenar los sollozos repetía una y otra vez que todo estaría bien. Toda la semana oí su lamento cuando ella creía que no me encontraba cerca. Irónicamente, nunca más la oí llorar. Siquiera lamentarse. Se volvió una mujer fría y dura; supongo que a su manera solo intentaba protegerme. Intentaba mantener la fuerza suficiente para enfrentarse a la vida.

Una semilla de roble me llega a la cabeza, lanzada por Gabriel, y me distrae de mis cavilaciones.

–Una rubia no te quita los ojos de encima, a tu derecha.

Giro la cabeza de golpe, y aunque la mujer, que se halla a unos cuantos metros sentada bajo un árbol, desvía la vista, alcanzo a notar que la apreciación de mi amigo es cierta.

–¿La conoces?

Gabriel niega con la cabeza y se encoge de hombros.

–Anda a hablarle.

–¿Sí? ¿Qué te parece?: “El idiota de mi amigo me dijo que estabas mirándome así que naturalmente vengo a conversarte sin un tema fijo, porque él tiene la esperanza de que me acueste contigo”.

–Perfecto, si no fuera porque gritas a kilómetros “no he cogido con nadie en siglos”. Mejor algo como “¡Ana!, no te veo hace tiempo. ¡Oh!, disculpa, te confundí con alguien más, realmente te parecías de lejos. Como sea, ¿qué estudias?”.

–Ya entiendo por qué no sales con nadie.

–¿Sí?, ¿cuándo fue tu última cita?

–Dos meses.

–Conocer a alguien semiborracho en la barra de una fiesta universitaria y terminar en la cama para luego no acordarte de su nombre definitivamente no cuenta como una cita para mí.

–Hubo conversación, comida y sexo. Es una cita.

–¿Comida? ¿El maní gratis y manoseado que viene con las cervezas?

No puedo evitar unirme a sus risas. Hoy es el aniversario de la muerte de mi madre, y después de todo algo logra causarme gracia: es un avance. No uno grande quizás, no aminora el dolor, pero recuperar la risa, por leve que esta sea, tiene que significar que de alguna manera vuelvo a moverme con las agujas del reloj.

No sé qué me motiva a actuar de una manera tan poco congruente con lo que suelo hacer, pero me pongo de pie y camino hacia la rubia. Toda mi seguridad se desvanece cuando, al verme, la chica se levanta y comienza a caminar en la dirección contraria. Me quedo congelado, sorprendido por su grosera respuesta, y prendiendo un cigarro vuelvo donde mis amigos.

–Por favor, la próxima vez eviten que vuelva a hacer tamaña estupidez –les digo mientras se retuercen sin poder contener la risa.

Aunque creí que esto solo sería una anécdota para contar, volví a ver a la rubia el mismo día en una de las clases de la tarde. Al notar que el asiento junto a ella estaba libre, me senté a su lado. Observando su cara con más cuidado descubrí que me resultaba inquietantemente familiar. Intenté conversar con ella para descubrir a qué se debía mi sensación, pero en cada tentativa inventaba una nueva excusa o simplemente señalaba el pizarrón evidenciando su desesperación para que me callara.

No sé por qué, pero en los siguientes días no pude dejar de pensar de dónde podría conocerla. Su rostro se repetía entre pensamientos perdidos y hasta me sorprendí escribiendo y soñando con ella.