Don Quijote de La Mancha - Miguel de Cervantes - E-Book

Don Quijote de La Mancha E-Book

Miguel de Cervantes

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Beschreibung

¿Es una locura dejarse llevar por el sentimiento? Esto es lo que hizo don Quijote: guiado por el amor, se puso el disfraz de salvador de los débiles y, armado con su lanza y sus ideales, entró en batalla contra el mal. Si esto es estar loco, que se llene el mundo de Quijotes. La presente adaptación del Quijote, dirigida al público infantil, recoge los episodios más representativos de la obra, que han sido reescritos de una forma clara y sencilla, pero respetando en todo momento el estilo del texto universal de Cervantes.

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Seitenzahl: 148

Veröffentlichungsjahr: 2014

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Miguel de Cervantes

Don Quijote de La Mancha

Adaptación de Paula López Hortas

Ilustraciones de José Luis Zazo

Índice

Introducción

Don Quijote de La Mancha

Capítulo I. Don Quijote sale en busca de aventuras y es armado caballero

Capítulo II. El caballero vuelve a casa y queman sus libros

Capítulo III. Primeras aventuras de don Quijote y su escudero

Capítulo IV. Amo y criado buscan donde descansar

Capítulo V. Otras andanzas del Caballero de la Triste Figura

Capítulo VI. El caballero hace justicia y, luego, penitencia

Capítulo VII. Don Quijote regresa «encantado» a su aldea

Capítulo VIII. Vuelta a las andadas

Capítulo IX. Don Quijote demuestra su amor y su valor

Capítulo X. Tras un buen banquete, aventuras de engaños y encantamientos

Capítulo XI. Los duques se divierten

Capítulo XII. Sancho gobierna la ínsula Barataria

Capítulo XIII. De camino a Barcelona

Capítulo XIV. Don Quijote recupera el juicio y pierde la vida

Apéndice

Créditos

Argumento y significado de Don Quijote de La Mancha

Don Alonso Quijano, el Bueno, enloquece leyendo libros de caballerías y se le ocurre lanzarse al mundo, con el nombre de don Quijote de La Mancha, con el fin de proteger a los débiles, destruir el mal y merecer el amor de Dulcinea. Con armas ridículas y un caballo enclenque, Rocinante, sale en busca de aventuras, acompañado por un labrador de su aldea, Sancho Panza, al que nombra su escudero. Preocupados por la salud —física y mental— de don Alonso, sus amigos, su criada y su sobrina intentan traerlo de vuelta a casa por medio de engaños y, finalmente, lo consiguen. Don Quijote regresa a su pueblo, recupera el juicio y muere.

El Quijote es una burla de los libros de caballerías —que, a lo largo de todo el siglo XVI, se leyeron mucho—, porque, según afirma el propio Cervantes, enseñaban falsedades y absurdos y, además, estaban muy mal escritos. Pero no se queda ahí, no... El Quijote es también un símbolo de los más altos sentimientos del ser humano, como la fidelidad (que Sancho demuestra a su amo), o el amor, la justicia y la libertad, por los que lucha el caballero, sin importarle las dificultades y los peligros que eso suponga.

Los libros de caballerías

Se trata de un género narrativo que surgió en el siglo XIV y que alcanzó un gran éxito en el siglo XVI, durante el que se publicaron muchísimos. Son novelas que cuentan las fantásticas aventuras de un caballero imaginario que lucha por su cuenta a favor de la justicia y para alcanzar el amor de una dama. Las obras maestras de este género, que no faltan en la biblioteca de don Quijote, son Tirante el Blanco, de Joanot Martorell, y Amadís de Gaula, de Garci Rodríguez de Montalvo.

Personajes a caballo

Don Alonso Quijano/don Quijote de La Mancha y Sancho Panza

Don Alonso Quijano era un noble, es decir, pertenecía a una clase social que disfrutaba de ciertos beneficios, como poseer tierras y no pagar impuestos por ellas. Esos beneficios o privilegios se concedían a los hombres que habían participado en la Reconquista y que habían logrado expulsar a los musulmanes de la Península; luego, los heredaban sus hijos, nietos y demás descendientes. Dentro de la nobleza, los hidalgos representaban el escalón más bajo, y vivían bastante humildemente de lo que producían sus tierras. Este era el caso de don Alonso: no solo había heredado la armadura de sus bisabuelos, sino también el título y las posesiones, por eso vivía de rentas... Pero de unas rentas más bien escasas, pues no se permitía grandes lujos, ni siquiera un caballo en condiciones. Y es que don Alonso Quijano no era más que un hidalgo, por mucho que soñase con convertirse en don Quijote, un noble de los de antes.

Sancho no tenía caballo, sino un asno. Tampoco empleaba su tiempo libre en leer; primero, porque, a diferencia de don Alonso, él sí trabajaba: era campesino y debía sacar adelante a su familia; segundo, porque era analfabeto. A pesar de todo, a Sancho no le faltaba nobleza, la llevaba en el carácter: aunque le movía el interés, era honrado; sabía que su amo estaba loco, pero le fue fiel y nunca lo abandonó; cuando a don Quijote se le iba la vida, Sancho lloraba...

Cide Hamete Benengeli y Avellaneda: a caballo entre la realidad y la literatura

En el capítulo VIII («Vuelta a las andadas»), Sansón Carrasco visita a don Quijote y le dice que sus aventuras son tan famosas que aparecen en un libro: Historia de don Quijote de La Mancha, escrita por el historiador árabe Cide Hamete Benengeli y traducida a la lengua castellana por Miguel de Cervantes Saavedra. Y ahora nos preguntamos: pero ¿no era Cervantes el autor del Quijote?, ¿quién es ese Cide Hamete Benengeli? Pues sí, la obra la escribió Miguel de Cervantes; lo que ocurre es que se esconde detrás del tal Cide Hamete para que las posibles críticas de los lectores recaigan sobre este —que no es más que un personaje inventado—, y no sobre el verdadero autor; por otro lado, al presentarlo como historiador, Cervantes pretende que los hechos parezcan verdaderos y, por tanto, creíbles.

A diferencia de Cide Hamete Benengeli, Alonso Fernández de Avellaneda sí existió. En 1614 publicó un Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha, continuación del primero, que era obra de Cervantes y que había salido en 1605. Tan mal le pareció a Cervantes, que hizo que el auténtico don Quijote se enfadase ante semejante atrevimiento y que, en el capítulo XIII, cambiase sus planes solo para contradecirlo: pensaba ir a Zaragoza, pero como el falso Quijote (el de Avellaneda) había estado allí, decidió entonces encaminarse a Barcelona.

Capítulo I

Don Quijote sale en busca de aventuras y es armado caballero

En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no hace mucho tiempo que vivía un hidalgo de escudo antiguo, rocín1 flaco y galgo corredor. Llevaba una vida acomodada, aunque sin grandes lujos, y en su casa nunca faltó comida, ni ropa con la que vestirse en los días de fiesta.

Vivían con él un ama, que tenía más de cuarenta años, y una sobrina, que no llegaba a los veinte. Había también un criado, que lo mismo ensillaba el rocín que podaba las viñas.

Don Alonso Quijano, que así se llamaba el hidalgo, tenía casi cincuenta años. Era fuerte pero flaco, de pocas carnes y cara delgada, gran madrugador y amigo de la caza. Como vivía de rentas, es decir, sin trabajar, tenía mucho tiempo libre, y lo empleaba en leer libros de caballerías, con tanta afición que olvidó la caza y hasta la administración de su casa, e incluso llegó a vender muchas de sus tierras para comprar todos los libros que pudo. Su obsesión llegó al punto de hacerle perder el juicio a don Alonso, en su afán por comprender el sentido de semejantes lecturas, que —por cierto— le gustaba compartir con el cura de su aldea, un hombre culto con quien discutía sobre cuál había sido el mejor caballero: Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula.

Leía tanto y dormía tan poco, que se le secó el cerebro y se volvió loco. Cuando perdió la razón por completo, discurrió el mayor disparate que jamás se le haya ocurrido a nadie: convertirse en caballero andante e irse por todo el mundo para hacer frente a los más difíciles peligros y así lograr fama eterna.

Para llevar a cabo su plan, necesitaba, en primer lugar, unas armas, de manera que limpió y reparó las que habían sido de sus bisabuelos. Fue luego a ver a su caballo —que, aunque estaba muy flaco, le parecía que ni el Babieca del Cid2 se podía comparar con él—, y, después de mucho pensarlo, decidió llamarlo Rocinante, nombre sonoro y significativo de lo que había sido antes, cuando fue rocín, porque ahora era el primero de todos los rocines del mundo.

Cuando puso nombre a su caballo, quiso ponérselo a sí mismo. En ello estuvo cavilando ocho días, hasta que decidió llamarse don Quijote. Pero recordó que Amadís había añadido a su nombre el de su tierra, y se lo conocía por Amadís de Gaula. Como buen caballero, él hizo lo mismo, y se llamó don Quijote de La Mancha.

Le faltaba buscar una dama de quien enamorarse, porque un caballero andante sin amores es como un árbol sin hojas y sin fruto. No tardó en encontrarla: Aldonza Lorenzo, una moza labradora de muy buen ver de la que había estado enamorado —aunque ella jamás se había enterado—, a la que su imaginación transformó en princesa y gran señora, merecedora de un nombre como Dulcinea, Dulcinea del Toboso (pues había nacido en este pueblo).

Acabados estos preparativos, no quiso esperar más tiempo para echarse a los caminos. Así, sin decir nada a nadie, una calurosa mañana del mes de julio cogió su escudo y sus armas, subió sobre Rocinante y salió al campo, muy contento de hacer realidad sus deseos. Sin embargo, en seguida cayó en la cuenta de que había olvidado un último detalle: según la ley de la caballería, debía ser armado caballero para poder utilizar las armas en combate. Estos pensamientos le hicieron dudar un poco, pero pudo más su locura que otra razón y decidió que al primero que encontrase le pediría que lo armase caballero, tal como había leído en sus libros.

Caminó todo el día y no sucedió nada, por lo que él se desilusionaba, pues deseaba demostrar su valor y la fuerza de su brazo. Al anochecer, su rocín y él se encontraban cansados y muertos de hambre. Iba mirando a todas partes, buscando algún castillo o alguna cabaña de pastores donde alojarse, cuando descubrió una venta o posada, a la que se dirigió rápidamente. Estaban en la puerta dos mujeres mozas, de esas que llaman de mala vida, que iban a Sevilla. Como don Quijote se imaginaba que todo lo que veía era igual que en los libros de caballerías, la venta le pareció un castillo, y las mujeres, dos hermosas doncellas. Las mozas, al ver venir a un hombre armado de esa forma, se asustaron y salieron corriendo. Don Quijote intentó tranquilizarlas con estas palabras:

—No huyan vuestras mercedes3, pues la ley de caballería me impide hacer mal, y menos aún a tan hermosas doncellas.

Cuando las mozas oyeron que las llamaba doncellas, no pudieron contener la risa. En esto, apareció el ventero, quien ayudó a don Quijote a bajar del caballo y le ofreció algo para cenar, un bacalao mal cocido y un pan negro como el alma del demonio, que don Quijote comió con prisa, preocupado por la idea de ser armado caballero cuanto antes. Ansioso, se encerró con el ventero en la cuadra, se puso de rodillas y le dijo:

—No me levantaré jamás del suelo, noble señor, hasta que me concedáis el don que quiero pediros: que me arméis caballero. Esta noche, en la capilla de vuestro castillo, me quedaré despierto velando las armas y mañana se cumplirá lo que tanto deseo, para poder ir como se debe por las cuatro partes del mundo y socorrer a los necesitados.

El ventero en seguida se dio cuenta de que estaba loco y, para divertirse, le siguió la broma. Le dijo que en su castillo no había capilla donde velar las armas, pero que podía hacerlo en el patio, y que ya por la mañana se celebrarían las debidas ceremonias.

Así que don Quijote salió a un patio grande que había en la venta, se quitó la armadura, la dejó en un abrevadero y, muy serio, empezó a pasearse alrededor. Uno de los arrieros4 que allí había quiso dar agua a sus animales, por lo que tuvo que quitar las armas que don Quijote había colocado en el pilón. Este, al verlo llegar, le advirtió:

—Pero ¿qué haces, canalla? No toques las armas del más valeroso caballero andante si no quieres perder la vida por tu atrevimiento.

El arriero no hizo caso de estas razones y las tiró tan lejos como pudo, pensando que eran trastos viejos. Entonces, don Quijote levantó la lanza y le dio un golpe tan grande en la cabeza que lo derribó al suelo y lo dejó malherido. Luego, recogió sus armas y volvió a pasearse como antes.

Los demás arrieros, cuando vieron lo sucedido, comenzaron a tirarle piedras a don Quijote —quien, escondido tras su escudo, amenazaba con castigar tal ofensa—, hasta que el ventero logró detenerlos diciéndoles que se trataba de un loco.

Finalmente, el ventero se acercó a él y le propuso armarlo caballero allí mismo, en mitad del campo. Sacó el libro donde anotaba los gastos de sus clientes y, acompañado por un muchacho y las dos conocidas doncellas, comenzó la disparatada ceremonia. Mandó ponerse de rodillas a don Quijote, fingió que leía una oración, levantó la mano, le dio un buen golpe en el cuello y después otro con su misma espada, siempre hablando entre dientes, como si rezara.

Al terminar, don Quijote preparó a Rocinante, le agradeció al ventero la merced5 que le había hecho, con tan extrañas razones que no es posible acertar a referirlas. Respondió el posadero con más breves palabras, las justas para preguntarle si traía dinero. ¿Dinero? Nunca había leído don Quijote en las historias de los caballeros andantes que ninguno lo necesitara.

Pero el que creía amo del castillo hubo de explicarle que se engañaba; si nada decían los libros de caballerías era porque parecía una cosa clara y evidente llevar algunas monedas y camisas limpias, además de una caja con ungüentos para curar las heridas recibidas en combate.

Sea como fuere, prisa tenía el buen hombre de ver marchar a semejante huésped, de manera que lo dejó ir sin reclamarle el importe de la posada.

Don Quijote prometió seguir los consejos del que creía amo del castillo, y, contento de verse armado caballero, salió de allí al amanecer.

1Rocín: caballo de mala raza.

2Babieca del Cid: el caballo del Cid Campeador.

3Vuestras mercedes: ustedes; fórmula de tratamiento anticuada.

4Arrieros: mozos que, antiguamente, trabajaban conduciendo animales de carga.

5Merced: beneficio que se le hace a alguien.

Capítulo II

El caballero vuelve a casa y queman sus libros

Tomó el caballero el camino de su casa, con el fin de recoger camisas limpias y dinero y de buscar un escudero que lo acompañara en sus aventuras, según le había aconsejado el dueño de la venta. Pensó en un labrador vecino suyo, que era pobre y con hijos, para que lo ayudase en el oficio de la caballería.

Con este pensamiento, guio a Rocinante hacia su aldea. Iba tranquilamente cuando oyó unas voces —como de persona que se quejaba— que salían de un bosque cercano. Dando gracias al cielo por ponerle delante la ocasión de socorrer a un necesitado, se encaminó al lugar de donde procedían los gritos. Allí se encontró a un muchacho, de unos quince años, desnudo de cintura para arriba y atado a un árbol. Un labrador lo azotaba mientras le decía:

—La lengua callada y los ojos listos.

Y el muchacho respondía:

—No lo haré otra vez, señor; prometo tener más cuidado del rebaño.

Viendo esto don Quijote, dijo muy enfadado:

—Bien podéis pegar a quien no se puede defender. Subid a vuestro caballo y tomad vuestra lanza; así os enseñaré que es de cobardes lo que hacéis.

El labrador, creyendo que lo quería matar, le explicó con buenas palabras:

—Señor caballero: este muchacho a quien estoy castigando es mi criado, y es tan descuidado que cada día me falta una oveja del rebaño que tiene a su cargo. Y miente cuando dice que no le pago su salario.

—Él no puede mentir delante de mí —contestó don Quijote—. ¿Cómo decís tal cosa? Desatadlo y pagadle ahora mismo si no queréis que os atraviese con mi lanza.

—Lo malo, señor caballero, es que no tengo aquí dinero —replicó el campesino—. Que se venga conmigo Andrés, que así se llama el chico, y le pagaré todo.

—¿Irme yo con él? —se asustó el muchacho—. No, señor, porque cuando esté solo me arrancará la piel.

—No lo hará —le aseguró don Quijote—. Basta con que yo se lo mande para que me tenga respeto y me lo jure por la ley de caballería.

—Mire vuestra merced —le advirtió el pobre Andrés— que mi amo no es caballero ni ha recibido ninguna orden de caballería. Que es Juan Haldudo el rico, vecino de Quintanar1.

—Eso importa poco —insistió don Quijote—, porque puede haber Haldudos caballeros. Cada uno es hijo de sus obras.

Y dicho esto, se alejó montado sobre Rocinante.

El labrador se volvió hacia su criado y le dijo:

—Ven acá, hijo mío, que te quiero pagar lo que te debo como me ha mandado aquel defensor de los débiles.

A continuación, cogió del brazo al muchacho y lo volvió a atar al árbol, donde le dio tantos azotes que lo dejó medio muerto. Así reparó esta injusticia el valeroso don Quijote.

Satisfecho por su buena acción, reemprendió la marcha y, en esto, descubrió un numeroso grupo de gente. Eran unos mercaderes toledanos que se dirigían a Murcia para comprar seda. En cuanto los vio, don Quijote se imaginó que aquello era una aventura y quiso imitar todo lo que había leído en sus libros.

Pensando que eran caballeros andantes, se puso bien derecho sobre el rocín, sujetó el escudo, y, con la lanza en la mano, se colocó en medio del camino. Cuando los mercaderes estuvieron cerca de él, don Quijote levantó la voz y con un tono autoritario ordenó:

—Deténganse todos, y nadie pase por aquí si no afirma que no hay en el mundo doncella más hermosa que la emperatriz de La Mancha, la sin igual Dulcinea del Toboso.