Don Sandalio, jugador de ajedrez - Miguel de Unamuno - E-Book

Don Sandalio, jugador de ajedrez E-Book

Miguel de Unamuno

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Beschreibung

Un nuevo juego metaliterario de Miguel de Unamuno en el que, haciendo pasar su narración por el texto de un tercero encontrado y publicado, reflexiona con ironía y cierta amargura sobre la incomunicación humana y los artificios que inventamos para esconderla.-

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Miguel de Unamuno

Don Sandalio, jugador de ajedrez

 

Saga

Don Sandalio, jugador de ajedrez

 

Copyright © 1930, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726598438

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Alors une faculté pitoyable se développa dans leur esprit, celle de voir la bêtise et de ne plus la tolérer.

(G. Flaubert , Bouvard et Pécuchet)

PRÓLOGO

No hace mucho recibí carta de un lector para mí desconocido, y luego copia de parte de una correspondencia que tuvo con un amigo suyo y en que éste le contaba el conocimiento que hizo con un Don Sandalio, jugador de ajedrez, y le trazaba la característica del Don Sandalio.

“Sé —me decía mi lector— que anda usted a la busca de argumentos o asuntos para sus novelas o nivolas, y ahí va uno en estos fragmentos de cartas que le envío. Como verá, no he dejado el nombre lugar en que los sucesos narrados se desarrollaron, y en cuanto a la época, bástele saber que fue durante el otoño e invierno de 1910. Ya sé que no es usted de los que se preocupan de situar los hechos en lugar y tiempo, y acaso no le falte razón”.

Poco más me decía, y no quiero decir más a modo de prólogo o aperitivo.

I

31 de agosto de 1910

 

Ya me tienes aquí, querido Felipe, en este apacible rincón de la costa y al pie de las montañas que se miran en la mar; aquí, donde nadie me conoce ni conozco, gracias a Dios, a nadie. He venido, como sabes, huyendo de la sociedad de los llamados prójimos o semejantes, buscando la compañía de las olas de la mar y de las hojas de los árboles, que pronto rodarán como aquéllas. Me ha traído, ya lo sabes, un nuevo ataque de misantropía, o mejor de antropofobia, pues a los hombres, más que los odio, los temo. Y es que se me ha exacerbado aquella lamentable facultad que, según Gustavo Flaubert, se desarrolló en los espíritus de su Bouvard y su Pécuchet, y es la de ver la tontería y no poder tolerarla. Aunque para mí no es verla, sino oírla; no ver la tontería — bêtise—, sino oír las tonterías que día tras día, e irremisiblemente, sueltan jóvenes y viejos, tontos y listos. Pues son los que pasan por listos los que más tonterías hacen o dicen.

Aunque sé bien que me retrucarás con mis propias palabras, aquellas que tantas veces me has oído, de que el hombre más tonto es el que se muere sin haber hecho ni dicho tontería alguna.

Aquí me tienes haciendo, aunque entre sombras humanas que se me cruzan alguna vez en el camino, de Robinsón Crusoe, de solitario. ¿Y no te acuerdas cuando leímos aquel terrible pasaje del Robinsón de cuando éste, yendo una vez a su bote, se encontró sorprendido por la huella de un pie desnudo de hombre en la arena de la playa? Quedóse como fulminado, como herido por un rayo — thunderstruck—, como si hubiera visto una aparición. Escuchó, miró en torno de sí sin oír ni ver nada. Recorrió la playa, ¡y tampoco! No había más que la huella de un pie, dedos, talón, cada parte de él. Y volvióse Robinsón a su madriguera, a su fortificación, aterrado en el último grado, mirando tras de sí a cada dos o tres pasos, confundiendo árboles y matas, imaginándose a la distancia que cada tronco era un hombre, y lleno de antojos y agüeros.

¡Qué bien me represento a Robinsón! Huyo, no de ver huellas de pies desnudos de hombres, sino de oírles palabras de sus almas revestidas de necedad, y me aíslo para defenderme del roce de sus tonterías. Y voy a la costa a oír la rompiente de las olas, o al monte a oír el rumor del viento entre el follaje de los árboles. ¡Nada de hombres! ¡Ni de mujer, claro! A lo sumo algún niño que no sepa aún hablar, que no sepa repetir las gracias que les han enseñado, como a un lorito, en su casa, sus padres.

II

5 de setiembre

 

Ayer anduve por el monte conversando silenciosamente con los árboles. Pero es inútil que huya de los hombres: me los encuentro en todas partes; mis árboles son árboles humanos. Y no sólo porque hayan sido plantados y cuidados por hombres, sino por algo más. Todos estos árboles son árboles domesticados y domésticos.

Me he hecho amigo de un viejo roble. ¡Si le vieras, Felipe, si le vieras! ¡Qué héroe! Debe de ser muy viejo ya. Está en parte muerto. ¡Fíjate bien, muerto en parte!, no muerto del todo. Lleva una profunda herida que le deja ver las entrañas al descubierto. Y esas entrañas están vacías. Está enseñando el corazón. Pero sabemos, por muy someras nociones de botánica, que su verdadero corazón no es ése; que la savia circula entre la albura del leño y la corteza. ¡Pero cómo me impresiona esa ancha herida con redondeados rebordes! El aire entre por ella y orea el interior del roble, donde, si sobreviene una tormenta, puede refugiarse un peregrino, y donde podría albergarse un anacoreta o un Diógenes de la selva. Pero la savia corre entre la corteza y el leño y da jugo de vida a las hojas que verdecen al sol. Verdecen hasta que, amarillas y ahornagadas, se arremolinan en el suelo, y podridas, al pie del viejo héroe del bosque, entre los fuertes brazos de su raigambre, van a formar el mantillo de abono que alimentará a las nuevas hojas de la venidera primavera. ¡Y si vieras qué brazos los de su raigambre que hunde sus miles de dedos bajo tierra! Unos brazos que agarran a la tierra como sus ramas altas agarran al cielo.