Donde habita la tormenta - Cecilia Agüero - E-Book

Donde habita la tormenta E-Book

Cecilia Agüero

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Beschreibung

¿Es posible concluir una historia abierta hace más de veinte años? ¿Es posible cambiar la naturaleza humana? Emmanuel Lorient despierta un día en la Bastille después de décadas caminando al borde del precipicio con un comportamiento deleznable, egoísta y caprichoso. Ahora, metido en un problema mucho más grande que su ego, reflexiona sobre qué le hizo caer tan bajo. Con ayuda de unos niños harapientos y rebeldes que se encuentran presos con él, comienza el largo y tortuoso sendero para recuperar parte de la humanidad que creía perdida. En Nantes, Babette ha construido una vida que no esperaba, pero que la llena de satisfacción. Pensada para ser una muñeca junto a un hombre, terminó por ser una personalidad destacada y bajo su nombre se arremolinan soirées intelectuales de gran prestigio. Sin embargo, todo lo que dejó atrás regresa para golpearla con fuerza cuando se entera de que Emmanuel está preso en París. De pronto, se abre frente a ella una encrucijada: mantener su existencia al margen de Emmanuel o regresar a por lo que le ha hecho tanto daño y, tal vez, sanar su corazón herido. ¿Existe una segunda oportunidad para el amor, después de que la primera terminase sangrando? No te pierdas Tu luz en mis manos, la historia donde empezó todo. - Ambientada en París y Nantes, en la convulsa Francia prerrevolucionaria del s. XVIII. - Una historia de amor madura y dramática. - Para disfrutar del amor destinado y de las segundas oportunidades. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, romance… ¡Elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Seitenzahl: 469

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2024 Cecilia Edith Agüero

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Donde habita la tormenta, n.º 381 - marzo 2024

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S. A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Shutterstock y Adaptación libre de La Bastille de Theodor Hoffbauer.

 

I.S.B.N.: 9788411806039

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Cita

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

Veintidós

Veintitrés

Veinticuatro

Veinticinco

Veintiséis

Veintisiete

Veintiocho

Veintinueve

Treinta

Treinta y uno

Treinta y dos

Treinta y tres

Treinta y cuatro

Treinta y cinco

Treinta y seis

Treinta y siete

Treinta y ocho

Treinta y nueve

Cuarenta

Cuarenta y uno

Cuarenta y dos

Cuarenta y tres

Cuarenta y cuatro

Cuarenta y cinco

Cuarenta y seis

Cuarenta y siete

Cuarenta y ocho

Cuarenta y nueve

Cincuenta

Cincuenta y uno

Cincuenta y dos

Cincuenta y tres

Cincuenta y cuatro

Cincuenta y cinco

Cincuenta y seis

Nota de autora

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

Esta es una historia de segundas oportunidades. Para Jori, que le dio la oportunidad a esta historia y la adoró antes que yo. Gracias.

 

 

 

 

 

 

«Aimer quelqu’un, c’est à la fois lui ôter le droit et lui donner la puissance de nous faire souffrir».

Amar a alguien es a la vez quitarle el derecho y ofrecerle el poder de hacernos sufrir.

 

DIANE DE BEAUSACQ, 1883

Uno

 

 

 

 

 

Cuando Emmanuel despertó, atontado, lo primero que sintió fue el sudor helado recorriéndole la columna, como unas dentelladas de hielo. Era absurdo, porque, en realidad, hacía tanto calor que apenas podía respirar.

Intentó ponerse de pie, pero el cuerpo no le respondió. Ni siquiera podía abrir los ojos; sentía la boca seca, pastosa y llena de tierra. Se buscó, a tientas. No encontró más que un montón de piel hirviendo, que contrastaba con el gélido abrazo que estaba sintiendo en la espalda.

Trató de serenarse, para no caer en la desesperación. Todavía estaba vivo, lo que era una pena. Si ese era el infierno, entonces nada de lo que había hecho durante su asquerosa existencia había valido la pena.

No. No era el infierno, así que tendría que arreglárselas.

De pronto, Emmanuel consiguió abrir los ojos. No pudo distinguir los contornos de inmediato, porque el sitio estaba tan oscuro como un papel chamuscado. En vez de asaltarlo el olor a quemado, lo hizo un fuerte hedor dulzón: era humedad podrida, transpiración y orines acumulados desde hacía siglos.

Oh.

Ya sabía en dónde se encontraba.

Estaba en la cárcel. En la prisión de la Bastilla.

Apretó el puño y se llenó el borde de las uñas de tierra, pero no pudo levantarse. El sudor congelado apretó más fuerte que él y lo dejó allí, estacado contra el suelo infértil, sin poder incorporarse.

Tuvo un temblor violento, producto de la sensación de ahogo que le estaba generando la presión helada contra la espalda. Se extendía, ponzoñosa, hacia el estómago vacío. La terrible sensación de vacuidad le llegó hasta la garganta y jadeó.

No podía recordar qué era lo que había hecho en esa ocasión para terminar así, pero, estaba seguro, iba a costarle un poco más de lo habitual salirse con la suya.

Emmanuel cesó de pelear contra lo evidente y se limitó a existir allí, en un agujero hediondo idéntico a aquel del que no tendría que haber salido jamás. Con los párpados entrecerrados, permitió que la terrible sensación floreciera sobre todo su cuerpo, aterido por la ausencia de alcohol y buenas vistas.

Estaba jodido. ¿Se lo merecía? Por supuesto, aunque no tuviese siquiera un gramo de sensatez como para recordar qué vileza lo había hecho merecedor de ese trato.

—Creo que está despierto.

La voz le llegó como un murmullo; el caminar frenético de algún insecto que se paseaba cerca de su mejilla. Podía sentir los labios resecos, pero no se daba cuenta de que estaba gimiendo como un animal herido.

—No lo toques.

—No iba a hacerlo.

Quiso girar para encontrar la razón de esas palabras, pero era difícil pensar cuando el hielo seguía escarchándole cada órgano. Ya se balanceaba sobre sus hombros, y no tardaría en alcanzarle la cabeza. Era absurdo, porque también podía percibir el calor agobiante del sitio sin ventilación en pleno julio, pero su cuerpo, que tenía estaciones propias, se sacudía furiosamente en espasmos invernales.

El choque de sensaciones lo estaba arrimando a la demencia.

—Oye. ¿Me escuchas?

Emmanuel trató de fruncir la nariz, sin éxito. Había un eco en algún lugar que le hacía llegar una risa disimulada, diabólica. Tal vez fuese la de su padre. Tal vez la de Babette.

Tal vez la de todos a la vez; no por nada había conseguido cosechar tantos odios para enfundarlos con gracia en sus bolsillos bien amplios. Siempre tenía espacio para uno más: para la mirada desdeñosa de una señorita luego de que no tuviese el tino de recordar su nombre, el de una madre horrorizada por el desenfadado accionar de su hija a su lado, el de los hombres a los que no tenía temor en chantajear, burlar o incluso robar. El de los messieurs amigos de su padre, cortesanos de todo tipo, listos para propinar un insulto frente al desheredado primogénito de los Lorient.

Ese era él. Un demonio.

Estaba satisfecho con su reputación. Había tenido varios años para afilarla, con mimo, para que no quedasen dudas de que la deshonra de la familia era su culpa.

Sin embargo, la risa seguía rompiendo en su orilla y estaba por enloquecerlo. Quería decirle a Alex que se detuviera de una vez y lo ayudase a levantarse, pero no conseguía dar con la fuerza necesaria para abrir la boca.

Además, también estaba ese gemido doliente. ¿De dónde demonios salía?

—Señor, cállese. Van a castigarnos.

—Déjalo, déjalo, aléjate. Si nos ven hablando con él…

—No puede hablar, ¿no ves?

—No está herido. ¿Por qué grita?

—Van a romperle las piernas.

La desorientación lo hizo agachar la cabeza, sin terminar de entender las palabras que entrechocaban sobre sus sienes, sin sentido. Ah, no era Alex. ¿Quién, si no?

Lo había amenazado incontables veces con que no lo ayudaría de nuevo. ¿Y qué había hecho él? Reírse, porque Emmanuel no sabía hacer otra cosa más que destilar ironía entre los tragos de la peor botella que tuviese en el puño. Sin embargo, no esperaba que su hermano cumpliese la promesa que venía jurando hacía siglos.

¿Por qué no estaba aquí? ¿Por qué dolía tanto, si se estaba congelando?

La tierra empezó a moverse. Lo sacudió, acogiéndolo en su seno. Emmanuel se dejó hacer, porque no tenía forma de evitarlo. Si eran las puertas al infierno, ¿cómo iba a negarse, si era lo que estaba buscando desde que tenía quince años?

—¡Va a venir el guardia! ¡Tenemos que hacer algo!

—Parece poseído, ¡déjalo! ¡Escondámonos!

—Pero…

Quizá era el castigo de Babette. Le parecía justo. Lo había esperado con la misma rabia que había recibido todo lo demás, queriéndolo y odiándolo a la vez. Si era Babette la que le tomaba la mano con dulzura y lo conducía a la muerte, iría sereno y tranquilo como el joven que nunca había podido ser.

Sin embargo, no obtuvo sosiego con su realización. Un pie helado le reventó el estómago y Emmanuel chilló, arrepentido de haberse dejado embaucar con su propia compasión.

Por supuesto que Babette no vendría a buscarlo. Tampoco lo haría Alex. Él iba a pudrirse allí, por una razón absurda que no tenía caso recordar, en una celda infecta de la Bastilla mientras se retorcía de abstinencia y dos ojos muy abiertos lo observaban con el pánico pintado en las pupilas.

Y se lo merecía. Claro que sí. Pero Emmanuel no estaba vivo por aceptar las cosas que merecía por ser un embustero y un malnacido, así que se siguió retorciendo, fuera de sí, arrebatado por la necesidad de vivir para consumirse en su propia ira; una mezcla perfecta de fuego, hielo y honor que no habían sido suficientes para empujarlo directo al infierno.

—Si se muere, va a apestarnos todavía más.

—Entonces, será mejor que no lo haga.

Emmanuel quiso escupir una risa y, en vez de eso, se desmayó.

Dos

 

 

 

 

 

Si había algo de lo que Babette se jactaba más que de ninguna otra cosa, eso tenía que ser su salón.

No era lo que había esperado para su vida, en absoluto. El cultivo de sus artes se había ceñido a la poesía, la recitación, la costura, la danza y el porte; en resumidas cuentas, había sido pulida para ser un primoroso recipiente en donde, un día, su esposo depositaría a su primogénito. Mientras llegaba a eso, podía pasear por los salones selectos de su mano o de la madame a la que acompañaría en calidad de doncella, siendo servicial y teniendo una preciosa sonrisa en el rostro.

Hacía tiempo que esa imagen de su futuro se había desvanecido, mucho antes del accidente. También hacía rato que había superado el duelo por la existencia que ya nunca sería y, por extraño que pareciese, se sentía hondamente satisfecha con todo lo que había creado para sí. Eso la llenaba de orgullo, pues le parecía una proeza nada desdeñable haber aceptado con temple lo que el futuro le tenía escrito, cuando ella había esperado algo diferente.

Lo que más le había costado digerir no era tanto la ausencia de esposo o de bellos bailes en la corte del rey, sino la agónica certeza de que nunca tendría hijos. A lo largo de su existencia, había conocido a todo tipo de mujeres y en ellas la presencia de retoños era una constante, una obviedad. Para ella también había sido así cuando joven, y entender que no iba a poder ser la llenó de una honda amargura durante mucho tiempo. Deshacerse de esa nostalgia, de esa melancolía profunda en la que se sumió después del accidente y cuando se vio viuda y sola fue la hazaña más grande que hubiese podido conquistar, y una vez que consiguió hacerse con la cima, logró un talante de paz poco común en alguien todavía tan joven.

Aquel estado de sosiego no la condujo de inmediato a la erudición. Fue un paso lento, progresivo y azaroso que la condujo, de pronto, frente a un salón que creyó que ya nunca más recibiría invitados. Después de la pena, se recluyó durante meses en su casa de Nantes; no deseaba regresar a París. Desde allí, conocía las habladurías y le llegaban los libelos agudos y sedientos de ridículos y erotismo sobre el rey, sobre la reina y sobre diversos miembros álgidos de la corte. También llegaban, aunque mucho menos, las murmuraciones sobre esas señoras. Las salonnières como la marquesa de Lambert, la dulce y bellísima Sophie Arnould o la atrevida madame D’Épinay, de quien se decía que era la amante de Rousseau, eran mujeres que, en muchos casos, superaban los prodigios de sus maridos o compañeros, eran inteligentes, conocían de política, de artes y de literatura y no tenían reparo en departir junto con los demás, de igual a igual. En Nantes, una ciudad pequeña y ciertamente alejada de la fastuosa París, ese tipo de reuniones se pensaban escandalosas y casi antinaturales.

Fue madame Leroux la que quebró ese prejuicio inicialmente, abriendo su hogar a tertulias exclusivas que convidaban a lo mejor de la sociedad nantaise. Babette, que había acudido a ellas durante un período muy turbulento de su vida, no sentía que fuese a retornar a esos salones, mucho menos a convertirse en anfitriona. No creía que su agudeza mental fuese apabullante, más bien al contrario; le costaba la lectura y no era buena para departir. Sin embargo, una serie de casualidades se encadenaron a su alrededor para que fuese la primera en recibir a monsieur Denis Diderot en un corto viaje que hizo a Bretaña y que lo acució a buscar alojamiento una noche de tormenta en la que la mejor posada se hallaba completa. Diderot era ya un hombre notable dentro del mundo académico y su fama le precedía; fue por eso por lo que Babette ordenó que le abriesen cuando apareció en su puerta con una esquela de recomendación y empapado hasta los huesos. Madame Leroux había caído enferma y no habían querido adentrarse en su morada por miedo al contagio.

Se alojó como invitado junto con su compañera durante tres días. Fue él quien incitó a Babette a la lectura y al arte de la filosofía, explicándole con pasión y mucha paciencia la importancia de cultivar su mente femenina. Ella ya había conocido el gusto de los libros porque frecuentaba La Chouette, una librería regentada por una jovencita la mar de simpática que era capaz de conseguir el ejemplar más solicitado del momento.

Según Diderot, Nantes precisaba un lugar donde las nuevas ideas cogieran vuelo, y ¿qué mejor sitio que el sobrio y recatado salón de madame Pineau, a quien la crema y nata de la sociedad nantaise parecía excluir con una mezcla de pena y recelo mal disimulado?

Si bien Babette nunca pudo jactarse de una erudición profunda, se hallaba conforme con lo obtenido. Consiguió dominar la elocuencia y la sensatez en su diálogo y se encontraba profundamente orgullosa cuando le aseguraban que, en su salón, nadie era capaz de aburrirse. Era la anfitriona perfecta, de la misma manera en la que, alguna vez, había sido entrenada para ser la esposa y madre ideal. Se fue corriendo el rumor de que una mujer distinguida, viuda, alentaba la discusión en su salón y muchas veces su conversación estaba teñida de asuntos prohibidos o sediciosos, algo que se encontraba muy en boga durante ese tiempo. La mezcla entre su viudez siendo tan joven y las ideas que caían por fuera de la rígida convención real pronto le granjearon todo tipo de apelativos y desdeños por parte de la pequeña realeza de Nantes. Eso no la amilanó; su salón, su condición de salonnière, la hacía feliz como no había pensado que podría volverlo a ser. Allí, los hombres y las pocas mujeres que se atrevían a unirse a alguna de sus tertulias, la consideraban no solo anfitriona, sino capaz de expresar con claridad sus puntos de vista. Nadie, ni una vez, la había hecho de menos por estar condenada en su sillón o por haberse refugiado en Nantes para escapar de la corte. Tampoco hacían referencia a su negativa a volverse a casar o al pasado que la precedía.

Así, pues, era feliz.

No se había conformado con una existencia vacía, y ese era su triunfo. Había tomado los restos que le quedaron después de que le destrozaran el corazón y las piernas y había buscado un nuevo propósito, un nuevo destino, algo que volviese a llenarla de gozo y de ganas de seguir viendo la luz del sol.

No. Babette no tenía planeado convertirse en salonnière y tampoco era la más apta para ello, pero lo había hecho funcionar. Era su orgullo y el lugar en el que había encontrado amistades nuevas y revitalizantes.

Solo por la noche, cuando se encontraba sola y el insomnio le jugaba malas pasadas, dedicaba todos sus pensamientos a Emmanuel.

Tres

 

 

 

 

 

Recordaba con claridad el día que se conocieron. Luego, le mentiría y le diría que había sido un flechazo en toda regla, una atracción descomunal que lo haría cometer las locuras que pronto echarían raíz en su mente.

Sin embargo, la primera vez que Emmanuel vio a Babette, no estaba pensando en ella, en absoluto.

Todavía llevaba la marca del dolor atávico en los ojos. Si los cerraba —y lo hacía cada noche, al tumbarse de lado y esperar un descanso que nunca llegaría—, podía ver con detalles macabros toda la escena, detalles en los que no había reparado cuando efectivamente él estaba ahí de pie y su madre todavía estaba viva.

Alex gimoteaba a su lado. Emmanuel no sabía qué hacer. Se había quedado rígido, a medio camino entre su hermano menor sollozando en el rincón y el enorme lecho de su madre, que se iba enfriando con cada brisa.

No era algo que su capacidad de razonamiento —que era agudísima, según sus tutores— pudiese haber considerado. ¿Qué estaba pasando?, ¿cómo era posible?

Hacía menos de una semana que su madre había estado bien, paseando y siendo dulce y estricta como siempre. Alex y él la habían hecho rabiar un poco por un jarrón roto en el salón y aceptaron la reprimenda con la cabeza baja y una sonrisa disimulada, a pesar de que los dos supieran que Emmanuel había sido el que empujara el adorno. Todo estaba en orden; su padre todavía continuaba en París, pero pronto llegaría a reunirse con la familia y pasarían un hermoso verano en el château Lorient, corriendo por los jardines y haciendo algunas trastadas.

La situación se había ido al demonio demasiado rápido y Emmanuel no lo entendía. Poco tiempo después su madre presentaba un aspecto cadavérico y su padre estaba regresando aprisa, sin éxito. No alcanzaría a despedirse, de la misma manera en la que su hijo mayor se negaría en redondo a hacerlo, porque nada de lo que estaba pasando tenía sentido y su madre no se podía morir de la noche a la mañana.

Pero allí estaba, perfectamente muerta en su lecho, sin despedidas ni besos que la fueran a acompañar en su camino al otro mundo. Alex gemía, con el puño contra la boca, lo que hacía que todo el cuerpo de Emmanuel temblara de ira. No podía pensar si seguía escuchando ese ruido por lo bajini, no era capaz de conciliar una reflexión coherente si…

—¡Cállate! —había terminado por espetarle a su hermano, fuera de sí. Alex lo había atravesado con los ojos enormes, devastados, pero él no se había conmovido.

Nada iba a hacerlo.

Al final, consiguió trepar hasta la cama de su madre para confirmar lo que ya todo el servicio había anunciado a los gritos. Emmanuel le tocó el pelo mustio antes de atreverse a hacerlo con la mejilla descarnada. Nadie había hecho nada por evitarlo, y tampoco había tenido una palabra agradable para tratar de contener la terrible noticia. Solo chillidos, el gimoteo quebrado de Alex y la sensación de arena en las manos al encontrar la expresión ida en el rostro de su madre.

No podía ser que no estuviese allí. Era absurdo. Parecía dormida, reposando después de un día agitado. De no haber estado tan fría, de no haber tenido esa absurda sensación, como si estuviese desenterrando un recuerdo, Emmanuel jamás lo hubiese creído.

Escuchó cómo Alex se sorbía los mocos junto al trajín de la casa, pero no le prestó atención. No quiso saber nada que no fuese a ayudarlo a intentar arrancar a su madre de las garras del infierno, abrazándola y sacudiéndola para que despertara.

Después de eso, de esa imagen tan nítida, Emmanuel no tenía más recuerdos así de vívidos. Al contrario, empezaban a mezclarse entre sí en un cúmulo de luces y sonidos distorsionados, en el que tenían que quitarlo a rastras de encima de su madre para permitirles a las mujeres de negro que la amortajaran. Él tenía la leve consciencia de haber pataleado mientras chillaba como un energúmeno, tan fuerte que tapaba por completo el llanto quedo del pequeño Alex.

Casi dos años después seguía percibiéndolo como si hubiese pasado el día anterior. Cerraba los ojos y veía el rostro muerto de su madre, sereno, compacto, casi indiferente. Lo había abandonado allí, lo había dejado solo. Él no sabía cómo lidiar con la pena de su hermano menor y mucho menos con la actitud pragmática de su padre. Solo quería seguir chillando y revolviéndose, para que dejasen de verlo con esa cara de pena que ponían las damas y los hombres compañeros de su padre al ver a los chicos Lorient, esos pobres niños que habían perdido de pronto a su madre.

Lo odiaba. Emmanuel no le había puesto nombre a su sentimiento, pero le llenaba todo el cuerpo vacío desde aquella tarde. Odiaba profundamente a su padre, y lo hacía ese día más que nunca porque estaba anunciando su compromiso con otra, con una mujer que estaba por ocupar el puesto vacante que había dejado su madre de la noche a la mañana.

Él no quería nada de eso. No deseaba una nueva madre y, ciertamente, tampoco la quería Alex, que pocas opiniones daba desde entonces. Nadie expresaba entusiasmo por tener una nueva madame a cargo del château y Emmanuel no podía entender el cinismo recalcitrante de su padre al reemplazar tan rápido a la mujer que había jurado amar y respetar toda su vida. ¿Eso era todo? ¿Era más importante mantener una imagen compacta de familia antes que atesorar el vacío que llenaba los días en ese hogar?

Lo destetaba con tanto ahínco que ya no sabía cómo controlar su cuerpo. Emmanuel tenía ya casi dieciséis años y no había tenido tiempo de acostumbrarse o tomar ventaja del crecimiento de sus extremidades y de la cabeza bullendo con rabia, siempre alerta. Le costaba dormir, ignoraba a Alex y se concentraba en intentar devolverle algo del daño que le estaba haciendo su padre, para que le demostrase, al menos esa vez, que tenía algo de criterio bajo esa máscara de impoluto honor.

De haber podido, se la hubiese rajado de un arañazo. Emmanuel empezaba a convertirse en un eximio agricultor de odio. Lo cuidaba con mimo, lo regaba, lo observaba florecer y luego lo esparcía por cada retazo de su cuerpo, decorando sus huesos, su carne y sus palabras.

Así que era pura ira cuando vio por primera vez a Babette, que, en ese entonces, era presentada como mademoiselle Élisabet, junto al corro de mujeres jóvenes que rodeaban a la prometida de su padre. Cruzaron la mirada, pero él enseguida la escondió, para concentrar todo su odio en la nueva figura: la que pronto sería madame Lorient.

Podría haber llenado un château entero con su rabia. Babette, curiosa, se había limitado a seguirlo con la mirada discreta.

Cuatro

 

 

 

 

 

Babette también recordaba con exactitud la primera vez que viese a Emmanuel, aunque por otras razones.

Lo cierto era que podía memorar con obscena exactitud toda su juventud. Le fascinaba y la enloquecía la contradicción de sus años núbiles, en los que sus largas piernas podían llevarla a cualquier lado por mucho que estuviese constreñida a las formalidades del honor y el dinero, contra el tiempo de su adultez, en el que era dueña de todo —del dinero, del poder, hasta de su reputación—, pero no de su movimiento.

La primera vez que vio el château Lorient, llevaba una carga difícil de sostener incluso para una jovencita de casi veinte años. Babette había sido criada para ser una perla reluciente en un precioso joyero revestido en terciopelo: manejaba con holgura las reglas de la etiqueta, podía recitar poesía, tocaba el clavicordio y era diestra con aguja, pinceles y hasta la pluma. Había sido enviada a un convento para ser formada y pulida como una mademoiselle de buena cuna y, aunque no había logrado completar su formación porque su padre se había hundido en la ruina primero, había obtenido suficiente de sus años como pupila para saberse una señorita de partido.

A eso era a lo que aspiraban sus familiares: a que fuese ella, con el abolengo algo deslucido por la ausencia de dinero, pero con muchas otras virtudes —belleza, mansedumbre, decoro—, quien conseguiría pescar un buen partido que sacase a todos de la miseria.

Era la misión a la que había sido encomendada desde hacía ya algunos años, pero Babette no había tenido todavía éxito en su empresa. Su madre, desesperada por el tiempo que pasaba y las arcas vacías, empeñó las joyas que le quedaban a la familia para comprarle dos vestidos nuevos, fastuosos, e hizo los movimientos necesarios para que su hija consiguiera ser la dama de compañía de alguna futura marquesa.

Eran oriundos de Reims, pero solían acudir a Nantes con asiduidad. Su padre se jactaba de tener algún lejanísimo parentesco con Ana de Bretaña y les atraía la ciudad. Por la frecuencia y los contactos, fue su madre la que consiguió echarle mano al futuro de mademoiselle Adélaïde du Fleury, quien, se decía, pronto anunciaría su compromiso con el barón de Lorient.

Era la oportunidad perfecta y, tal vez, la única que fuesen a conseguir. Si Babette no lograba obtener un marido al finalizar esa temporada, tendrían que marcharse a la capital, donde había muchas más posibilidades, sí, pero también muchas más tentaciones y falsas amistades. Lo último que sus padres deseaban era comprometerla con un charlatán.

En absoluto. Primero, debía mostrar la fortuna, luego el título. Ni la preferencia de Babette ni el carácter del futuro marido tenían lugar en esa transacción.

Ella lo había aceptado con decisión. No era una jovencita mansa; simplemente, era lo que tenía que hacer. Estaba dispuesta a ser la dama más elegante, la más decorosa, la más virtuosa o la más diestra si eso conseguía sacar de la ruina a su familia.

Al final, su madre había tenido razón: mademoiselle Adélaïde se presentaría durante esa velada como la prometida de monsieur Lorient. Babette, que llevaba en su servicio ya algunos meses, empezaba a comprender los movimientos de la futura baronesa. Lo hacía con discreción, sin importunar.

No había sido criada para ser dama de compañía, pero se adaptaba bastante bien. Su padre había puesto el grito en el cielo cuando la oportunidad se abrió frente a los ojos hambrientos de su madre. Después de todo, la hija de un hombre como él no podía rebajarse de esa manera. La misma Babette era la que debía tener compañía de aspirantes a la realeza, después de todo, ¡eran descendientes de Ana de Bretaña!

Sin embargo, su madre enseguida lo puso en cintura. No tenían ya tiempo ni dinero para mantener un honor que se iría al demonio si no actuaban con rapidez. Así que, de esa forma, con sus dos vestidos nuevos y el hogar completamente vacío, Babette se había marchado para plantarse al lado de mademoiselle Adélaïde, que resultó no tener mucha más edad que ella y ser una muchachita compuesta y algo nerviosa.

—Todos están mirándome —escuchó que ella le decía al oído. Estaban entrenadas para no mover siquiera los labios, así que Babette la oyó solo porque iba bien plantada a su lado. Adélaïde no se veía ansiosa, con la noble excepción del temblor del bajo de su increíble vestido. Babette estaba a su diestra y ligeramente por detrás, porque el panier ocupaba ambos lados de la cintura de la jovencita, sobre los que se derramaban generosas capas de género rosado.

Estaba arrebatadora, à la française. La seda de los moños era inmaculada y combinaba con los trazos del corsé. Babette la había acompañado para ajustarle el peinado con una diestra pluma de faisán empolvada hasta convertirla en un pálido blanco que hacía juego con las sutiles perlas que le decoraban la cabellera.

—Es porque está hermosa, mademoiselle —le aseguró Babette, con confianza. Lo sabía, y esperaba que el barón de Lorient fuese de su misma opinión. También sería una velada importante para ella, pues al enlace acudirían la crema y nata nantaise: era su oportunidad.

Adélaïde no le contestó. Enseguida, el barón de Lorient las alcanzó, hizo una rígida reverencia y tomó la mano de su prometida.

Se trataba de un señor ya entrado en años, bien conservado. Babette se preguntaba cómo sería cuando ella también estuviese pronta a casarse. Se concentraba tanto en la meta que solo podía pensar en el alivio de saber que sus padres dormirían tranquilos y ella habría honrado su voluntad.

Sabía que monsieur Lorient era viudo; su mujer había muerto hacía poco tiempo. Era corriente en hombres de su abolengo buscar sin dilación una nueva esposa, y por cómo estaban dadas las cartas en ese juego, pensaba llevarse un buen partido con Adélaïde. Además, el barón estaba especialmente apresurado, pues era de público conocimiento que tenía dos muchachos que todavía precisaban la mano de una dama para marcarles el final del camino.

Babette la siguió, junto con las otras dos jóvenes, a una distancia prudencial. Su papel era quedarse al margen, para no opacar la presencia de la agasajada, pero observando atenta por si caía alguna mirada de soslayo.

Captó enseguida unos ojos escrutadores, pero no eran los de un hombre respetable. Al contrario, eran ojos iracundos, llenos de un fuego al que Babette no supo ponerle nombre.

Se trataba de un muchacho. Estaba algo desaliñado, pero vestía de manera correcta, y mantenía su atención alrededor de ella, no siempre fijándose puntualmente en su figura. Babette, curiosa, lo observó con disimulo mientras fingía disfrutar de la velada y atender las necesidades de mademoiselle Adélaïde. El muchacho seguía con esa expresión clavada en el rostro, casi como si deseara hacerla ondear por todo el salón.

Era irreverente. Despiadado. Furibundo.

Babette bajó las pestañas cuando él demandó con esos ojos acuciantes algo que no supo entender. Imaginó que sería el retoño de algún burgués —un abogado, tal vez, o incluso un comerciante muy adinerado— tratando de encajar para buscar partido. En realidad, no se diferenciaba mucho de lo que estaba haciendo ella, pero Babette sentía una distancia infranqueable con ese jovencito. No solo porque pertenecían a mundos que, aunque a veces se rozaran, seguían sin fundirse, sino que además los diferenciaba su sexo. Por muy enojada que estuviese con el entorno, ella jamás podría poner una expresión semejante.

Sería de pésimo gusto.

Decidió dejar a un lado al muchacho insolente. Estaba perdiendo un tiempo precioso. Su familia la necesitaba.

Sin embargo, no dio con monsieur Pineau esa noche. En cambio, y por mucho que intentase negarlo los años siguientes, quedaría para siempre marcada con el borrón iracundo de Emmanuel.

Y esos ojos que persiguieron hasta el último escondite de su alma.

Cinco

 

 

 

 

 

—¿Y si llega el momento y él sigue así?

—Ignóralo.

Emmanuel había perdido por completo la noción del tiempo y el espacio. También de sí mismo, por lo que intentar recuperar, a manotazos, su propia conciencia le estaba consumiendo los resabios de energía que le quedaban debajo de la piel. Confundido, no intentó abrir los ojos de inmediato. Las voces volvían a arrullarlo, dándole una falsa sensación de serenidad.

Su corazón angustiado seguía latiendo irregular.

—¿Y si está muerto?

—No está muerto. —No, no lo estaba, aunque ya lo estaría deseando—. Ayer todavía deliraba.

—Pero hoy no.

Emmanuel quiso hacer un gesto, un movimiento que desmintiera lo que estaban diciendo, pero nada salió de sus labios. Ni siquiera un lamento. Tenía todo el cuerpo aterido, rígido. Casi como una cáscara vacía. No le pertenecía; al contrario, era un intruso en un montón de carne que apenas podía dar de sí.

—Está respirando.

No tenía claro si de verdad lo hacía, pero le tranquilizó que alguien más corroborara que siguiera en ese mundo.

—¿Y si grita en el peor momento?

—Entonces, tendremos que matarlo nosotros.

Emmanuel intentó absorber todo el aire que fue capaz.

En verdad, no le temía demasiado a la muerte. Nadie iba a extrañarlo. Le provocaba una ira desmedida hacerlo así, sin tener idea de qué estaba haciendo o qué estupidez habría hecho para terminar con sus huesos en ese agujero, pero sabía que la merecía. Debió haberla buscado, tal vez, mucho antes. Sin embargo, era caprichoso por naturaleza y se había aferrado a esa existencia inútil solo para llevarle la contraria a su padre, para hacerlo rabiar al menos la mitad de lo que él le había provocado.

Al final, todo había sido inútil.

—Ey, está parpadeando. —Hubo un golpe bajo y una risa—. ¿Qué hago? ¿Se lo lanzo?

—Haz lo que quieras.

Desorientado, lo próximo que entendió fue que un líquido tibio estallaba contra lo que, esperaba, fuese su rostro. Sin capacidad racional para controlarse, el agua le entró por la nariz y la boca, provocándole una tos furiosa que lo hizo doblarse en dos sobre el suelo.

La falta de aire le hizo recuperar de golpe el sentido de la vista.

No servía de mucho, porque estaba casi tan oscuro como su propio interior, pero, mientras resollaba escupiendo saliva, empezó a acostumbrarse a las tinieblas que lo rodeaban.

Para empezar, seguía allí, tendido en el piso roñoso. Le llegaban algunos haces tenues de luz, desde un ventanuco ubicado arriba, en un lugar al que no le alcanzaba la vista en esa posición, y también desde otros ángulos. Todo se encontraba parcialmente deformado por su mente incompetente, que seguía procesando de manera errada los estímulos.

—Si grita, te echaré la culpa.

—No va a gritar. Es medio tonto, ¿no? Míralo.

Emmanuel parpadeó. Consiguió enterrar la mano en la tierra para incorporarse apenas; el cuerpo todavía no le respondía de manera correcta. El otro brazo le estaba temblando, pero el que hacía de soporte aguantó, estoico, mientras él trataba de dar con los dueños de esas palabras.

—Creo que va a despertarse.

—Si empieza a gritar…

—No. —La voz de Emmanuel salió como si estuviera siendo expulsada de una caverna. No se la reconoció, por eso se quedó intentando volver a deglutir para hablar. En cambio, su compañía sí que la escuchó, porque enseguida se acercó alguien y lo tomó por los hombros.

—¿Está consciente? ¿No está loco?

—No debiste lanzarle el cubo lleno de meados. Si se levanta y te lo hace pagar, no voy a intervenir.

—Qué mentiroso.

Frente a un atontado Emmanuel había solo un crío. Tenía la cara sucia y rasgos afilados, posiblemente del este. Se le escondían los ojos rasgados bajo una mata de liso cabello negro, apelmazado en la frente. Llevaba el pelo tan largo que ni se adivinaba que le faltaba una oreja.

El niño le regaló una sonrisa mellada, aunque Emmanuel suponía que no era para él, sino para su compañero. Enseguida volvió a quedarse serio, como si hubiese recordado que no podía permitirse ser solo un mocoso.

—¿Puedes decirnos cómo te llamas?

Emmanuel intentó sonreír a su vez, con los labios cuarteados.

—No.

—Déjalo —espetó el otro, que no se había movido de su hueco en el costado. Desde allí, no llegaba a adivinar si estaba de pie o sentado, pero daba igual—. La próxima deberías llenarlo de mierda.

El niño se rio entre dientes. Lo soltó y se limpió las manos, de manera inútil, sobre la camisa raída que llevaba encima. Era obvio que no podía ser de él, los faldones le llegaban casi a la rodilla.

—Yo soy Moïse, y este es Adrien. Si no quieres seguir bebiendo pis, te recomiendo que no levantes tanto la voz, porque yo soy un poco más bondadoso, pero él no. —Pronunció su mueca, a medio camino entre una sonrisa y una expresión irónica—. Y los de arriba mucho menos.

Lo vio encogerse de hombros ante su silencio y regresar a la otra punta de la celda. Emmanuel hizo un esfuerzo hercúleo —empezaba a aclararse su mente, al menos, de la bruma y del dolor, como si emergiera de un profundo sueño narcótico— para terminar de sentarse. Le dolía cada parte del cuerpo; tenía los músculos agarrotados, los dedos incapaces de ser movidos. Se sentía congelado y a la vez muerto de calor.

No supo si había pasado solo un momento o un día entero hasta que consiguió dar de nuevo con su voz.

—¿Dónde demonios estoy?

Tenía una corazonada, e imaginaba que, en algún instante, había sabido dónde estaba o qué estaba haciendo. Sin embargo, después de la agonía, solo quedaba un lastre vacío, exento de cualquier pensamiento.

Fue el otro muchacho, Adrien, el que respondió.

No se acercó mucho. Dio apenas un paso, el suficiente para ser ligeramente iluminado por el ventanuco.

Era como si alguien lo hubiese dibujado a medias. Fue la única explicación que Emmanuel pudo dar, con su cabeza todavía medio embotada, a la imagen que presentaba ese crío.

—En la Bastilla. Bienvenido al infierno. —Hizo un gesto de desagrado—. Y, ahora, por favor, haznos el favor de guardar silencio. No podemos permitirnos llamar la atención.

Para su desgracia, en lo único en lo que Emmanuel era diestro era en eso mismo: ser un incordio y llamar la atención. Y, pronto, lo volvería a lamentar.

Seis

 

 

 

 

 

No tenía pensado viajar a París. Al contrario, no tenía pensado moverse en absoluto.

Babette le tenía pánico a las carrosses. A cualquier método de transporte, en realidad: berlinas, coches, carrosses, incluso a la simple carreta tirada por burros. Era absurdo, porque era una mujer adulta y sabía que debía vencer ese temor infundado, pero era más fuerte que toda su tenacidad. Cuando veía una de esas ruedas monstruosas, se ponía tan rígida que creía que hasta su propio corazón se habría convertido en piedra dentro de su pecho.

Babette solía jactarse de ser una mujer culta, instruida. Completamente dueña de sus actos, sin ninguna muestra de irracionalidad debajo de los pliegues de su vestido. No escondía nada, porque eran pocos los sentimientos que le quedaban despeinados: se había convertido, con el esfuerzo de años, en una madame casi perfecta. Era respetada y querida no solo por los nobles de Nantes sino por casi todos los que tenían el gusto de tratarla. Incluso había conseguido borrar, a fuerza de buena voluntad y recato, las habladurías típicas de las salonnières parisinas.

Sin embargo, al salir de la residencia del barón de Lorient, se preguntó de qué valdrían el tino y la sensatez si se echaba a temblar como una hoja solo al ver a su chofer subido al pescante, aguardándola.

Se llenó del aire de la campiña, tratando de serenarse. No era, ni de lejos, el menor de sus problemas en ese momento. Una estúpida carrosse no debía tener el poder de desarmarla de esa forma.

—Pierre, déjame aquí, por favor.

Su criado se guardó la sorpresa debajo del chaleco de su uniforme y, con una corta reverencia, maniobró junto con Jacob para depositarla en el suelo.

Babette tenía una servidumbre nutrida para ser solo una madame, pero la necesitaba si quería mantener cierta actividad en su vida, pues era incapaz de andar por sí misma.

Sin embargo, en ocasiones contadas —y desbordantes—, la asfixia provocada por la ausencia de intimidad le rodeaba el fino cuello, apretando como si unos dedos nudosos quisieran robarse su aliento.

Deseó poder encontrarse a solas en su habitación, para tomar una decisión. Había sido una tonta por no pensarlo antes. Sin embargo, Babette se había desestabilizado tanto con la noticia —y ella ciertamente no estaba acostumbrada a que las cosas se salieran de control— que casi no había sentido el pánico del viaje mientras abandonaban la ciudad de Nantes para enterrarse en los suaves campos del Loira. Su único objetivo entonces había sido dar con el barón de Lorient que, afortunadamente, y por ser la época estival, se encontraba en su château y no en París.

Babette tenía sus contactos. Viuda de un hombre de marcada reputación y fortuna y, además, salonnière reconocida, conocía a grandes rasgos los movimientos de la capital, así que no era de extrañar que llegase un mensajero dándole la novedad. Ella se guardaba muy para sí a los viejos conocidos que tenían ordenado expresamente acudir a su llamado si alguna vez veían algo que pudiesen considerar como un peligro.

Con la misiva todavía en el puño —en la que se indicaba, con desesperante claridad, que Emmanuel Lorient llevaba preso en la Bastilla unos cuantos días—, dio voces para que preparasen la carrosse y la trasladaran de manera inmediata.

Recién varias horas después, luego de haber llegado al hogar de monsieur Lorient para explicarle la situación y haber salido del château para ver cómo empezaba a extinguirse el día por los resquicios que iba dejando un horizonte en llamas, Babette se daba cuenta de que, por primera vez en mucho tiempo, no sabía qué debía hacer a continuación.

No tenía coraje. Tampoco necesidad.

Ya había cumplido lo que una mujer sensata, de bien, debía realizar: poner sobre aviso a los familiares de Emmanuel, para que tomaran cartas en el asunto. Era, entonces, momento de regresar a Nantes, a casa.

Babette recordó, como el retumbar vacío de un dolor añejo, todas las veces que él mismo había bromeado con la cárcel. Y, aun así, se le estrujaba el corazón al imaginarlo completamente desolado en algún confín del reino de Francia, perdido, hambriento y aterido.

Teniendo lo que se había buscado. Lo que merecía.

Pero no lo que ella le deseaba.

¿Qué era lo que Babette anhelaba, más que nada en el mundo? ¿Qué era aquello por lo que debía pelear, la razón por la que debía seguir allí, anclada a ese mullido sillón que no podía mover por sí misma?

¿Qué era lo que la estaba empujando a subirse a esa maldita carrose, a la creación de todos sus miedos, para echar una carrera directa hacia París en vez de volver a su hogar, al lugar que se había ganado después de tanto esfuerzo?

¿Qué era lo que estaba buscando, por Dios santo?

—¿Está esperando algo, madame?

Sintió que sus pensamientos se materializaban hasta atravesarla. Se sobresaltó al entender que no había sido su poder —o su miedo— el que estaba hablando en voz alta, sino que era uno de los lacayos de monsieur Lorient.

—¿Precisa asistencia? Si me dice qué necesita, puedo…

Ella hizo un gesto con la mano y el hombre guardó silencio.

—Muchas gracias. Solo necesitaba un poco de aire.

El hombre se inclinó apenas.

—Monsieur y su hijo están disponiendo para marcharse a la capital. Entiendo que esta misma noche. ¿Desea…?

Babette no oyó lo que el lacayo estaba proponiéndole. Su propia carrosse seguía ahí, al acecho, junto a su completa incapacidad de tomar una decisión.

¿Qué era lo que tenía que hacer? ¿Qué era lo que podía hacer?

¿Lo que ella misma merecía?

No viajaba a París desde antes de su accidente, una vida entera atrás. Ni siquiera podía imaginarse metida allí dentro por varios días sin que sus manos se descontrolaran hasta temblar violentamente. ¿Cómo podría…?

¿Cómo podría…?

¿Cómo podría dejar atrás a Emmanuel?

Jamás lo había conseguido. Nunca, en casi quince años.

—¿Madame…?

Esa vez, no era la servidumbre de los Lorient quien le llamaba la atención, sino el propio Jacob. Extrañado por su expresión vacía, estaba intentando interceder antes de que su señora quedase en ridículo. Babette parpadeó una vez.

También llevaba sin llorar una eternidad. Tal vez la carrosse fuese un buen sitio para estremecerse de pánico, por los viejos tiempos.

—Lo siento —expresó, en voz más alta de la necesaria—. Dígale, por favor, a monsieur Lorient, que mi transporte comenzará el viaje con él. —Giró apenas la barbilla para dirigirse con resolución a los suyos—. Pasaremos una pequeña temporada en la capital.

Apretó las manos, cubiertas de sudor frío a pesar de la canícula, y dejó que el sol se extinguiera sobre sus ojos antes de volver a ingresar al salón de los Lorient.

Adélaïde se acercó poco después, en silencio. Se había sentado a repasar un tosco bordado, que seguramente sería de su hija. Babette la conocía lo suficiente como para poder discernir que, bajo su mueca aparentemente serena e inmutable, se escondía una incomodidad palpable. Lo que no conseguía adivinar, en cambio, era si esa molestia se debía a la pobre labor de Lucienne, su retoño que tendría ya sus buenos trece años, o de la situación que corría por debajo de los pasillos.

Imaginaba que, así como ella había adivinado los sentimientos confusos de Adélaïde, la mujer también podía precisar los propios. Así que el silencio era el único amigo en esa estancia, mientras Babette seguía tratando de que la cabeza no fuera a caerle a un lado de puro agobio.

Era extraño tener esa idea de familiaridad con alguien a quien, con suerte, veía un puñado de veces al año. Babette y Adélaïde habían compartido algunos de los momentos más álgidos de sus vidas; se habían acompañado en el transcurso del matrimonio de la nueva baronesa de Lorient y también durante el breve de madame Pineau. Sin embargo, se habían distanciado demasiado pronto; una amistad que no había llegado a cuajar en el lugar y en el tiempo correctos. Se habían quedado con esos trozos ya deslucidos por los años, sin tener claro qué debían hacer. ¿Dónde colocarlos? ¿Cómo empezar a unirlos?

Babette no estaba por la labor. No al menos allí, al borde de un colapso nervioso. No se sentía así desde que era mucho más joven y Emmanuel todavía podía prometer paraísos.

Al final, fue Adélaïde la que se puso de pie. El trajín se seguía escuchando a pesar de la inmensidad del château; miembros del servicio pasaban volando, empaquetando, dando órdenes y saliendo con rapidez a la parte trasera del jardín.

—Bien. —Aunque nada estaba bien, pero Babette no tuvo el tino de señalárselo—. Iré a… —Sus manos revolotearon un segundo antes de rendirse—. Enseguida envío a una de las muchachas a que traigan un refrigerio.

Hacía un calor endemoniado, aunque Babette ni lo sintiera. Vio alejarse a madame Lorient con garbo, dejando detrás la estela de una vida de la que ella también debió haber sido protagonista.

Cuando era jovencita, esperaba eso: una casa, tal vez no tan grande como el château del barón, el servicio a disposición, tal vez dos o tres hijos. Adélaïde lo había hecho al pie de la letra; se la veía satisfecha aunque siempre algo nerviosa. Babette creía que era feliz.

—Ay, qué suerte que te encuentro aquí.

—¿Dónde más podría haber estado? —ironizó Babette, sin controlar sus palabras. Se arrepintió de inmediato, pero Léa, la recién llegada, no pareció ofendida por el comentario, al contrario.

Como siempre que aparecía esa muchacha en escena, se sucedió una explosión de luz y movimiento mientras ella buscaba sitio a su lado, en uno de los sillones orejeros primorosamente combinados con la atestada salita.

Léa y su hermano Gabriel regentaban una de las librerías más conocidas de Nantes,La Chouette. Era más joven que Babette, y se notaba. Además, se le podía ver con absoluta claridad su educación burguesa y esa chispa única que tenía al andar y al sonreír, como un sol particular que había bajado a la tierra para demostrar su valía.

Ella y Léa se conocían justo por eso, por los ejemplares que Babette había ido solicitando; primero con cierto temor, luego espoleada por su poder renovado, su fortuna y la posibilidad de ser la mujer que tuviese el derecho de codearse con los intelectuales más resonados del momento.

Sin embargo, ese encuentro respondía a otra cosa. Léa parecía demasiado cómoda como para tratarse del château de un miembro de la pequeña nobleza de Nantes, teniendo en cuenta que, hacía apenas unos cuantos meses, ella misma había asegurado que era la clase de personas que más despreciaba.

Las cosas podían cambiar con asombrosa facilidad. El ejemplo de Léa era palpable.

—¿Qué es lo que está pasando? —preguntó Babette, sin dilación. Algo tiraba de ella con tanta fuerza que, de no haber sabido que sería imposible, creía que tendría la fuerza para levantarse sola de esa chaise longue para acudir al llamado que solo ella podía oír.

—Alex está por salir. Irá él solo con su mayordomo en avanzadilla, para ahorrar tiempo. —Léa sonrió—. Monsieur Lorient lo consideró lo más prudente, teniendo en cuenta que es el más joven de los dos. Mientras tanto, están preparando la carrosse y enviando correos a algunos conocidos para tener un mejor panorama de lo que está ocurriendo con Emmanuel en París.

»Menos mal que te has podido enterar, al menos. Monsieur Lorient no tenía idea, y es muy llamativo porque tiene muchos contactos en la corte.

Terminó su parrafada solo para tomar aire. Así era Léa: frontal, sincera. Babette apreciaba sus cualidades porque, además de ser muy agradable, era pizpireta, desfachatada y refrescante. Ella no podría jamás haber sido como esa jovencita; prefería la puntillosidad de su propia vida, sin dudar. Aun así, era capaz de apreciar amistades diversas que le trajesen algo distinto a lo que estaba acostumbrada. Era su éxito como salonnière y, también, la manera que había encontrado para no morir de aburrimiento anclada para siempre en su hogar. Con conocidos tan eclécticos, era difícil caer en la monotonía, y con Léa no había excepción.

En ese caso, además, se conjugaba una exquisita coincidencia: el hecho de que Léa, que no tenía en verdad nada que hacer en el château de los Lorient, se encontrase como invitada especial por Alexandre, el hijo del medio de monsieur Lorient.

Era una pareja que Babette no había siquiera imaginado en sus escasas fantasías delirantes. Al ser una mujer obligada a mirar a la realidad de frente, no se le había ocurrido que la vivaracha librera fuese a encajar de una manera tan honesta con Alex, el apocado y correcto hijo de los Lorient.

El condenado a cargar con los fracasos de Emmanuel, su hermano mayor, para arreglarlos.

El silencio de Babette pareció ser tan elocuente que hasta Léa entendió hacia dónde se dirigían sus pensamientos. Enseguida, sacudió la cabeza y le señaló:

—Aunque él lo resienta, estoy segura de que nunca dejaría tirado a su hermano. —Ambas conocían la tirante relación de los dos vástagos Lorient. La expresión de Léa se endulzó hasta volverse miel líquida, dorada—. Creo que es una de las cosas que más me gustan de Alex, ¿sabes? Es noble incluso a pesar de sí mismo. —Se recuperó enseguida, con las mejillas rojas, digna. No tenía motivo para sentirse abochornada por un sentimiento tan sincero—. Sé que no apruebas el comportamiento de Emmanuel, y Dios sabe que yo simplemente lo detesto, pero Alex no podría darle la espalda ni aunque estuviese condenado por su Majestad.

Las manos de Babette se convirtieron en garras sobre el único reposabrazos de su sillón. La mera idea de que el problema en el que estuviese en ese momento Emmanuel fuese tan grave que ni la influencia de los Lorient, unos simples nobles de la campiña, fuese a resolverlo, la dejó tan lívida que creyó que podría desmayarse ahí mismo.

Otra vez.

Hacía tanto que no le daba a Emmanuel el poder para destruirla que parecía que se lo había arrebatado todo, sin preguntar. Sería algo muy digno de él, por otro lado. Siempre tomaba las cosas sin preguntar y sin tener la más mínima consideración.

Lo había hecho con su juventud, con su paciencia y con todo el amor que había podido drenar de su cuerpo.

Babette creía que, a esa altura, no podría arrebatarle ya más nada. No había sabido de él por varios meses, no después del último escándalo. Emmanuel se había ido marchitando, resignándose mientras ella aprendía que la frialdad era la única manera de tener algo de solaz.

Descubría, entonces, dos cosas: que había interpretado tan bien su papel que Léa —e, imaginaba, también Alex y hasta monsieur Lorient— creía que ella detestaba a Emmanuel. Que su aviso se debía a mera coincidencia o, tal vez, a una buena acción para una familia que conocía desde hacía años.

Léa le echó una larga mirada curiosa.

—No quisiera ser indiscreta, pero…

Babette la atajó justo a tiempo.

—Entonces no lo seas.

Sonrió, pero por dentro estaba gritando.

Lo otro que descubría era que, aunque llevase meses sin ver a ese condenado, Emmanuel seguía anidando en el interior más profundo de su alma, ese que tenía cerrado con llaves que se habían perdido en el umbral de las decepciones.

Ella, al igual que Alex, simplemente no podía dejarlo ir.

Deseaba, al menos, seguir escondiendo la verdadera naturaleza de su sentimiento. Después de todo, ya ambos habían arruinado suficientes futuros como para aumentar todavía aún más su número.

Siete

 

 

 

 

 

Trazó un plan que, sin saberlo, marcaría el resto de su vida. Emmanuel no era, en ese entonces, un galán empedernido. Al contrario, estaba todavía demasiado enfadado con el mundo en general y con su padre en particular como para sonreír dibujando promesas sucias que aún no sabía delinear. Tampoco tenía buenos ejemplos, porque su padre era un caballero y no un truhan que desesperaba por levantar faldas y su hermano, el único de género masculino además de ellos, era demasiado pequeño.

Así que horadó el camino solo, sin darse cuenta de que estaba yendo en una dirección que agudizaba sus dos filos. El que Emmanuel gustaría de usar muy pronto, con su erotismo, aventura y seguridad de una noche llena de placer, y el otro más sombrío, que no vería hasta que fuese a morderle el estómago.

—¿Por qué estás ahí parado? —le preguntó Alex, receloso.

Su hermano se había vuelto, en cuestión de meses, un muchacho taciturno. Siempre estaba alerta, nunca hacía nada por voluntad propia y, en resumidas cuentas, era aburridísimo.

Emmanuel lo resentía. No lo odiaba, pues ese sentimiento lo reservaba en exclusiva para monsieur Lorient, pero sí que le fastidiaba ver su cara de pena en cada esquina. Alex parecía todavía un niño cuando era evidente que ya no podía seguir escudándose en eso, no si querían evitar que la intrusa se colase en su hogar en ruinas.

—Porque me da la gana —contestó, de malos modos.

—No seas grosero.

—Y tú no seas un chiquillo. —Emmanuel lo empujó y le generó satisfacción que Alex no protestara. Se acomodó la ropa con un puchero—. ¿Qué están haciendo?

Los dos seguían espiando la sala amplia en la que se solían recibir visitas. Si Emmanuel se esforzaba, todavía podía imaginar a su madre sorbiendo el té y riéndose de sus juegos.

La rabia le crecía desmesurada, avivada con cada chispa.

—No lo sé. Mademoiselle Du Fleury no nos permite entrar. —Alex frunció el ceño—. Padre ha dicho que tenemos que obedecerle. Y yo no quiero meterme en líos.

—¿Alguna vez lo has hecho? —masculló Emmanuel, con ironía. Lo apartó de otro empujón, uno que hizo que su hermano cayera al suelo. Ahí sí se preparó para una queja, un insulto o incluso la devolución del escarmiento, pero Alex solo se puso de pie, con las mejillas manchadas de rojo, y permaneció en ese silencio absurdo que le daban ganas de tirarle de las orejas.

Se asomó por la puerta entreabierta, enojado con el universo entero.

La mujer seguía allí, como si ya fuese la dueña del salón y de todo el château. No solo se encontraba ella, sino todas esas muchachas insoportables, aniñadas e histéricas que había llevado Du Fleury como parte de su servicio. Emmanuel arrugó toda la cara al ver que, efectivamente, se encontraban de esa guisa: chillando y moviéndose con esos vestidos aparatosos, ridículos. Tardó en entender por qué había tanto desorden.