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Adéntrate en un mundo de secretos donde lo prohibido se convierte en el motor de una historia apasionante. ¿Será posible encontrar la luz en un sitio que jamás hubiesen imaginado? s. XVIII. Léa regenta junto con su hermano una encomiable librería que alimenta las mentes voraces y curiosas de Nantes. Su misión es ofrecer, de tapadillo, materiales prohibidos por la corona: largos pasajes eróticos, láminas ilustradas con escenas voyeristas e incendiarios panfletos políticos que entretienen a las clases altas y medias de la ciudad. El desenfado y el libertinaje que pregonan esos libros filosóficos nunca fue un problema para ella, hasta que recibe a un nuevo cliente que parece dispuesto a juzgar su forma de vida. Alex es un aristócrata reservado que no busca ser, en absoluto, foco de habladurías o atenciones. En la librería de Léa descubre un mundo que considera deshonroso, pero también atractivo, lleno de libelos subidos de tono, sentencias políticas y jugadas sensuales que se esconden en esas páginas prohibidas. Su vida dará un vuelco al verse enredado con Léa en un escándalo que los obliga a pasar tiempo juntos para limpiar su imagen. ¿Podrán dos mundos tan distintos colisionar hasta fundirse en uno solo? ¿Y serán capaces de arriesgarse lo suficiente como para averiguarlo? Protagonistas complejos y de contrastes: Léa, una audaz y valiente regente de una librería clandestina, y Alex, un aristócrata reservado, se ven obligados a enfrentarse a sus prejuicios y a cuestionar sus propias creencias. Su evolución y la colisión de sus mundos ofrecen una trama rica en conflictos y sorpresas. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!
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Seitenzahl: 391
Veröffentlichungsjahr: 2022
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2022 Cecilia Edith Agüero
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Tu luz en mis manos, n.º 334 - agosto 2022
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S. A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.
I.S.B.N.: 978-84-1141-133-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Dedicatoria
Cita
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Nota de autora
Agradecimientos
Si te ha gustado este libro…
Para Jori,
y para todas las mujeres con esos sentimientos desbordantes que iluminan nuestra existencia.
“Je ne me pique ni de fermeté, ni de philosophie; mon cœur me mène et me conduit”.
No me enorgullezco ni de firmeza ni de filosofía; mi corazón me guía y me conduce.
Madame de Sévigné, 1672
Lo único que no pudieron lograr que tuviese cierta ambientación fue la campanilla de la entrada. Por mucho que la abuela Louise se empeñase en creer que podría ser un gorrión, la estridencia que acompañaba la puerta de ingreso de la librería seguía siendo un sonido agudo, desacompasado, y contrastaba de mala manera con el decorado interior. La madre de Léa se había esforzado muchísimo por hacer del sitio un lugar agradable y hogareño que invitase a los futuros clientes, y a los recurrentes, a regresar por un poco más que solo un libro.
La Chouette prosperaba despacio. Tal y como indicaba su nombre, era como una pequeña lechuza que extendía sus alas desde el campanario para emprender vuelo. A Léa le agradaba pensar de esa forma, porque la impulsaba a querer colgarse de la pequeña pata del ave y así surcar los cielos en su compañía. La librería era para ella el tesoro más preciado de su vida, el que le trazaba las alas a la espalda.
A la abuela Louise no terminaba de cuajarle que tanto ella como Gabriel trabajasen allí, pero no existía fuerza en el mundo —ni siquiera la de Louise, que bien podía ser una de las más grandes— que la hicieran apartarse de allí. Por eso estuvo en el momento en que la campanilla estridente sonó, y por ella se asomaron dos caballeros, primero uno y después el otro. Léa estaba acostumbrada a recibir a todos los clientes con una perfecta presencia. En Nantes, no se sorprendían demasiado de ver a una mujer detrás del mostrador; después de todo, se limitaban a imaginar que su padre o su hermano estarían fuera haciendo algunos recados.
—¡Matti!
Léa por poco se cayó de su banquito discreto al ver quién ingresaba primero. El porte de Matthieu se mantenía incluso con esa sonrisa de patán, lo que lo hacía doblemente peligroso.
—Bonjour, mi hermosa mademoiselle. —El recién llegado no dudó en hacer una ligera reverencia que hizo que Léa sacudiera la cabeza, divertida.
—Gabriel no está —se vio obligada a admitir de mala gana.
—Esta vez, vengo con un acompañante.
Matthieu y Léa se giraron hacia la puerta. El otro caballero llevaba la duda pintada entre los dedos apenas entrelazados por delante. Se veía genuinamente contrariado. Léa no lo había visto jamás en la vida, pero era tan buena como Gabriel para sopesar los ricos brocados de la ropa de sus clientes y podía asegurar, sin asomo de dudas, que ese hombre era importante, incluso aunque, como Matthieu, no llevase peluca blanca.
Cambió de actitud de inmediato. Inclinó la cabeza, formal, para ofrecer su servicio.
—Monsieur.
En la mente de Léa, la lista de los mejores títulos estaba ya a disposición; era una brillante oportunidad, y Matti no solía ofrecerles con tanto desparpajo sus contactos con la nobleza. Gabriel iba a quedarse de una pieza si conseguían vender el ejemplar más caro que tenían en exposición en ese momento. La emoción por el desafío la recorrió entera. No se dio cuenta de que el caballero no parecía querer abandonar el dintel de la puerta.
—No tengo nada en contra de su negocio, mademoiselle, pero creo que esperaré a mi amigo afuera —sentenció el hombre, sin mirar a ninguno de los implicados.
Léa iba a hablar —tenía la boca abierta, de hecho—, pero Matti se le adelantó y, sin ningún miramiento, cazó al desconocido por el brazo y lo obligó a entrar. La campanilla volvió a sonar y Léa esperó que no alertase a su madre todavía; necesitaba saber qué era lo que se traía bajo la manga ese diablo.
—Matthieu, si esto es una broma…
No sería tan osado de hacerle una broma de mal gusto a ella, ¿o sí?
El aludido volvió a pronunciar su sonrisa de pillo y se apresuró a negar con la cabeza.
—En absoluto. Es solo que pensé que nuestro caballero aquí presente iba a saber apreciar las buenas artes de una mujer como tú, Léa. —Era tan desfachatado que la joven se enrojeció hasta el escote—. Vengo rogándole hace siglos que se dejase caer por La Chouette, pero no hubo caso. Tuve que arrastrarlo yo mismo.
Los ojos de Léa se pasearon de Matti hacia el abochornado caballero. Ya dentro de la librería, y a pesar de su rigidez absoluta, pudo apreciar mejor que se trataba de alguien muy joven, tal vez incluso más que Matthieu. Léa imaginó que sería como su hermano Gabriel, aunque intentase ocultar su edad con los hombros bien cuadrados y la decisión de no mostrarse a gusto en su refugio.
Su actitud no tardó en irritarla.
—Pues parece que nuestro humilde negocio no es suficiente para tu amigo, Matti —siseó de una manera que haría escandalizar a su abuela Louise y prorrumpir en aplausos a Gabriel—. ¿Por qué has traído aquí a una persona que claramente no quiere estar aquí?
—Cuidado con su lengua, mademoiselle —le advirtió rápidamente el hombre. Enarcó las cejas y su rostro se volvió severo, como si quisiera reprender a una jovencita imprudente. Eso solo espoleó aún más la rabia de Léa, que ya había adivinado que su interlocutor no era mucho más mayor que ella y que, para más inri, no tenía reparo en hacer referencia a la lengua de una señorita para hacerla callar, aunque se abochornara de solo entrar en su preciada tienda.
No llegó a dar con ninguna respuesta elocuente y cizañera porque, en vez de eso, la campanilla volvió a sonar sin decoro alguno, interrumpiendo la violenta escena.
—Léa, anota un… Ah, tenemos clientes. —Gabriel recogió su máscara para el público y volvió a colocársela, con la sonrisa impecable que compartían ambos cuando había alguien en la librería. Léa, sin embargo, estaba ya demasiado irritada: su maravillosa idea de vender algo muy caro se había ido al traste de la peor manera.
—Es solo Matti.
—Ya lo veo. —Gabriel pasó por el lado de los dos caballeros para plantarse detrás del mostrador con ella. Sonreía, y no dejó de mirar a Matthieu cuando volvió a hablar—: ¿Y qué se les ofrece? Tu pedido aún no está listo; emplearemos el canal habitual para…
—No, no, no, nada de eso. Es que aquí… —Matti cogió al hombretón desconocido por los hombros y lo dejó casi delante de él—. Es mi amigo. Necesita urgentemente su ayuda.
—Yo no necesito…
—Y la necesita con tal desesperación que yo pagaré lo que sea por él. —Con la mención del dinero, los dos hermanos se inclinaron un poco hacia adelante—. Ya saben, del trato… especial.
Gabriel fue más rápido que ella. Además, Léa todavía estaba analizando al amigo de Matti, que estaba rígido y con el rostro ligeramente vuelto hacia el costado. Le hubiese parecido guapo de no haber demostrado tanta petulancia y desprecio.
—Quieres decir… ¿filosófico?
La sonrisa perversa de Matti resplandeció en el acto, pero no provocó ningún azoro en Léa; ya estaba acostumbrada.
—Exactamente.
—Vaya, ¿de qué tipo? —inquirió ella, concentrada en el desconocido. Al apoyar los codos sobre el mostrador, el aludido dio un salto hacia atrás, contrariado—. Monsieur, ¿es que tiene usted miedo de una mademoiselle librera? —Le estaba tomando el pelo, y lo hacía con gusto. El tipo volvió a poner ese gesto de desdén mal disimulado.
—No. Es solo que… Este no es lugar para un caballero como yo.
—Por La Chouette pasan todo tipo de caballeros —comentó Gabriel, sin sentirse ofendido. Al contrario, él sí que parecía estar pasándosela en grande. Los hombres rígidos como el amigo de Matthieu eran la especialidad de su hermano y ese potencial cliente podría ser una enorme fuente de dinero si se lo sabía maniobrar de la forma correcta—. Y todos tienen una cosa en común, ¿verdad, Matthieu?
—¿Que son mucho más puercos de lo que en realidad pretenden admitir?
Léa soltó una carcajada desfachatada que fue coreada de inmediato por la de su amigo.
—La única excepción, naturalmente, soy yo —siguió Matti, arrebatado por el recibimiento—. Nadie que me conozca puede decir que oculto mi verdadero ser.
Gabriel parecía a punto de rebatirlo, pero prefirió callar. En vez de eso, dirigió sus afiladas maneras hacia el otro caballero, que seguía muy tieso y sin ningún asomo de sonrisa. Léa enarcó ambas cejas.
—Entonces, ¿tiene algún encargo en particular?
—Veníamos a que nos recomendaran algo —intervino de nuevo Matti, palmeándole el hombro al hombre a su lado—. Ustedes entienden mejor de este tipo de obras. Algo avezado para un principiante con ganas de aprender.
—Yo no…
—Estamos por hacer un encargo a Neuchâtel —comentó Léa, cómplice. Bajó la voz, aunque no hubiese nadie más allí que pudiese oírlos—. Siempre podemos pedir un ejemplar más de La fille de joie, ¿verdad? —Se giró hacia el supuesto interesado—. Es uno de los ejemplares más vendidos.
—No quiero meterme en problemas.
—Oh, no lo hará, monsieur —le aseguró Gabriel con una sonrisa burlona—. No si realiza su pedido de artículos filosóficos a La Chouette. Aquí Matti puede dar fe de ello.
A pesar del asentimiento del aludido, Léa pudo ver que el caballero no estaba prestándole atención. En cambio, se veía muy concentrado en evitar algo; hasta estaba cerrando ligeramente las manos en puños. Se preguntó qué podría generarle tanto estrés; pero no tuvo espacio a conjeturas porque, al final, él alzó la vista, la clavó en ella y murmuró:
—¿Y de qué se trata ese libro, mademoiselle?
Ella estiró las comisuras, un eco de la sonrisa de su hermano. Su versión era un poco más recatada, pero seguía siendo demasiado escandalosa como para hacerla frente a la abuela Louise.
—Pues tendrá que averiguarlo usted mismo —insinuó, a sabiendas de que estaba excediendo su límite. Tenían un estricto protocolo privado que le impedía ser osada por demás frente a los clientes, porque tenía que trazarse una línea que mantuviese el decoro de su negocio. Era la única regla que había puesto Gabriel y ella la había aceptado sin reparos, pues no le interesaba estar haciendo el tonto con hombres de la nobleza. Sin embargo, eso le había salido naturalmente al ver la actitud tensa de aquel hombre. Sin duda, lo había ofendido—. Le recomiendo leerlo en sus dependencias privadas, ¿sabe? No tardará en encontrar cierta alegría.
Gabriel y Matthieu se rieron del chiste, pero su interlocutor permaneció impasible. Le sostuvo la mirada con desparpajo hasta que, para su consternación, Léa tuvo que retirarse primero, apenas hacia atrás. El calor se le juntó por encima del petillo, desarmándola por un momento en el que Gabriel les daba las indicaciones que se seguían para los pedidos especiales.
Matti estaba contento, parecía haber cumplido su cometido. Léa iba a tener que interrogarlo a fondo para entender qué era lo que había pasado allí. De momento se dio cuenta, justo antes de que ambos caballeros dejasen la tienda, de que le faltaba algo.
—No nos ha dicho su nombre.
Sus propias palabras reverberaron sobre el espacio libre de la librería. El hombre se giró y volvió a observarla de esa manera tan seria, pero Léa no se echó hacia atrás.
—Puede llamarme Alexandre —murmuró seco.
—Futuro barón de Lorient —apostilló Matti, con retintín divertido. Palmeó una última vez a su amigo, les dirigió un guiño a ambos hermanos y se marchó tan intempestivamente como había llegado, dejando a Léa muy muy confusa. No podía entender si debía decantarse por el enojo, la vergüenza o el orgullo herido luego de ese encuentro.
Pronto, ninguna de las tres opciones sería suficiente.
En realidad, Matthieu no era amigo suyo, sino de su hermano. Eso tendría que haberle dado la certeza de que nada bueno podría salir de ese hombre, pero, aun así, Alexandre conservaba cierta fe en la humanidad que era difícil de lavar.
Por eso había accedido y se había negado en redondo a plantarle cara a esa jovencita que se veía tan orgullosa por su trabajo.
La Chouette le había parecido una librería seria y bien cuidada. Cientos de motivos aviares decoraban el espacio; Alexandre se había sentido atraído por los bordados de lechuzas que decoraban el escaparate. Además, se notaba que se trataba de un local burgués de buena reputación; todo lucía en su sitio… incluso la chica.
Era esa la razón por la que le había dado tanto repelús que tratase con esa familiaridad a Matthieu y hasta que fuese así de desfachatada con las actividades ilícitas que realizaban ella y su familia.
Alexandre sacudió la cabeza y se perdió entre las calles de Nantes, a solas. No tenía claro cómo había conseguido deshacerse de Matthieu, pero agradecía al fin estar solo y poder disfrutar de lo que le quedaba de tarde. Se encaminó aprisa a su casa de soltero, una residencia discreta muy cerca de la place de Bretagne. Era su refugio desde que era mayor. La residencia de la familia seguía siendo el château de Lorient, a medio día de viaje de Nantes.
Su padre había accedido a comprarle la residencia como muestra de confianza y él pensaba honrarlo.
—Por todos los santos.
No había demasiado movimiento en la calle, lo que agradeció cuando vio la estampa que se dibujaba en su portal. Se olvidó enseguida de la muchacha de la librería, de su hermano y de todo lo que no fuese su propia vergüenza en llamas. Apuró el paso y agradeció no estar vestido con tanta formalidad; al menos de algo había servido Matthieu.
Tenía suerte de que Emmanuel tuviese cierta conciencia en la mirada.
—Levántate —intentó ordenarle con sequedad. Su tonto y ridículo hermano mayor se limitó a parpadear, con la vista desenfocada—. ¡Vamos!
Aunque quiso atraparlo por el chaleco de mala manera, al final terminó por cogerlo de los hombros para ayudarlo a levantarse. Emmanuel opuso poca resistencia; tenía el cuerpo flácido y el hedor que salía de su piel era tan asqueroso que Alexandre tuvo que alejarse para que sus fosas nasales no se quemaran.
Se mordió la lengua para no explotar en recriminaciones cuando todavía estaban fuera. Rezó porque ningún vecino chismoso tuviese ganas de salir a curiosear en ese momento y, aupándolo con fuerza, arrastró a su hermano dentro.
El interior estaba fresco y oscuro. Enseguida tuvo a su lado al mayordomo, monsieur Bonnet, a disposición. No le sorprendía la intempestiva llegada de sus patrones. Eso hizo que Alexandre tuviese que volver a contenerse para no despotricar.
—Manda a preparar el baño, por favor —se limitó a indicar, en cambio, con los dientes apretados. Bonnet asintió dos veces y se esfumó. Alexandre agradeció su discreción, porque así pudo echar contra el primer sillón que encontró a Emmanuel para gritarle a gusto.
—¿Se puede saber qué demonios haces borracho a plena luz del día? —A pesar de la indignación, no pudo evitar manchar sus palabras de decepción.
Otra vez.
El aludido lo observó con los ojos entrecerrados, antes de descolgar la cabeza a un lado y cerrarlos del todo.
—¡Emmanuel!
—¿Qué quieres? —masculló él, al fin, sin tener la decencia de mirarlo—. Déjame…
—Fuiste tú el que apareciste en mi puerta.
El silencio se estiró para oprimir el espacio que los separaba.
—No sabía que ya eras el dueño de todas las propiedades de padre —murmuró Emmanuel con intención.
—No seas…
—Solo déjame.
—No puedes seguir haciendo esto. —Alexandre dio dos zancadas para intentar serenarse, sin éxito—. No vas a arrastrarme a mí también. Hoy estuve con Matthieu y ya…
—¡Ah, el buen Matti! ¿Cómo…?
—Preferiría que estuviese borracho contigo que importunándome —espetó él antes de que su hermano pudiese terminar la frase. Le desagradaba la manera en la que arrastraba las palabras y la dejadez de su posición tendido sobre el sillón; pero lo que más detestaba era su actitud indolente y despreocupada—. No vuelvas a involucrarme en tus problemas, Emmanuel. Si quieres seguir manchando nuestro nombre, adelante, pero no quieras buscar refugio aquí, porque dejaré de cubrir tus tonterías.
Pensó que, esa vez, algo habría impregnado su mente. Su hermano mayor permaneció un momento en silencio, otra vez tendido con el rostro arrugado, como si fuese un pobre doliente. Al final, sonrió apenas y regresó por un instante a ser el Emmanuel que él conocía, agradable y solo un poco pendenciero.
Lo arruinó en el instante en que habló.
—Ya veo que hablas igual que padre. —Paladeó su mutismo como una victoria y agregó—: Por mucho que lo intentes, Alex, no vas a parecerte nunca tanto a él. Es una lástima.
—No te atrevas…
—Iré a darme un baño. —Emmanuel se puso trabajosamente en pie. Tambaleaba, pero no pidió ayuda; solo alzó la cabeza para cruzar mirada con él, una cargada de suficiencia y lástima—. Después de todo, has ordenado prepararlo para mí, ¿verdad? Qué buen hermanito tengo.
Le palmeó una vez el hombro y se marchó a paso inseguro, zigzagueante. Dejó atrás a Alexandre, que esperó a dejar de oír sus pasos erráticos para poder maldecir en voz alta su debilidad.
No. Estaba decidido a mantener el nombre de la familia, aunque Emmanuel no fuese a poner de su parte. Para eso, tenía que condenar cada conducta indecorosa que fuese a perjudicar su imagen, porque, en la pequeña ciudad de Nantes, los chismes corrían tan rápido como el fuego, listos para arder.
No iba a permitir que Emmanuel quemase lo que él llevaba años intentando construir.
Uno de los primeros recuerdos de Léa era el del fuego. No sabía a ciencia cierta qué edad tendría —cuatro, tal vez seis años—, pero sí que podía recrear a la perfección el miedo que había sentido al ver cómo la llama se estiraba hasta el cielo, queriendo abrirle el estómago. Se hacía de noche y la estampa era tan imponente que Léa había apretado la mano de su padre, llena de miedo.
Le daba un poco de rabia que el recuerdo se concentrase tanto en ese fuego hipnótico y no en su padre. No era tampoco que Gabriel tuviese muchas más memorias de él, aunque había tenido la ventaja, porque el hombre llevaba ya tanto tiempo ausente que era imposible que nadie excepto su madre pudiese tener una imagen cabal de su rostro.
La abuela Louise lo detestaba, y no desaprovechaba ni un momento para recordarlo.
—¡Librero, deshonesto y soñador! Debí haberme opuesto con más fuerza cuando te casaste con él, Valéntine. —Era la única que llamaba por su nombre a la madre de Léa—. Y mucho cuidadito con volverte como él, pequeño bribón, ¿me has oído?
—Por supuesto que sí, abuela Louise. —Gabriel tenía una expresión de ángel que nadie se tragaba en absoluto, pero al menos dejaba a la anciana tranquila por un rato.
Su madre jamás se defendía o intentaba repeler los comentarios hacia su marido; era la primera abanderada de la armonía del hogar. A Léa le molestaba a veces, porque no entendía qué era lo que debía hacer: si creerle a la abuela Louise y empezar a odiar a su padre o confiar en el silencioso criterio de Valéntine. Era confuso y un poco estúpido mantener una dinámica familiar así, pero era como funcionaba su casa y no pensaba discutirlo.
Había crecido razonablemente feliz hasta el momento. No tenía intención de quebrar ese equilibrio.
Habitaban encima de La Chouette, en una edificación fuerte y discreta de dos habitaciones. Desde que Gabriel se había vuelto mayor y era el hombre de la casa, tenía todo un cuarto para él mismo, mientras que las mujeres se las arreglaban con el restante. En verdad, a Léa no le molestaba, se llevaba muy bien con su hermano, aunque a veces pecase de lo mismo que le recriminaba la abuela Louise. No podía sino respetarlo por ser el otro pilar sobre el que se plantaba la librería. Ambos conocían una parte del negocio y se complementaban para mantenerlo a flote y con cierta prosperidad para que su madre y su abuela pudiesen vivir a gusto. No les faltaba nada, y eso los hacía felices.
La Chouette comportaba un riesgo que ni Gabriel ni Léa pensaban poner sobre los hombros de las matriarcas de la familia.
—¿Crees que Matti solo estaba bromeando o…? —Dejó la pregunta al aire, sacudiendo la mano para dar a entender el resto.
Estaban solos en la librería. Se acercaba la hora de cierre y ya no creían tener ningún nuevo pedido. Léa estaba inclinada sobre el libro que contabilizaba los títulos y las ventas; luego tenían otro folio para mantener el control del dinero entrante y saliente. De la primera parte se encargaba sobre todo ella, pues era la que mejor sabía qué autores se solicitaban más en el mercado, mientras que del abastecimiento y las cuentas se hacía cargo su hermano.
Gabriel se encogió de hombros, sin darle mucha importancia.
—Da igual. Íbamos a pedir otro ejemplar de ese libro, así que no será un problema. —Léa lo vio fruncir apenas la nariz, pero no comentó nada.
—No deberíamos quedarnos con él si no hay nadie que vaya a comprarlo.
—El barón de Matthieu parece quererlo.
—Matti lo ha obligado.
—Tal vez. —Gabriel no lucía tan comprometido como Léa imaginó, pero no llegó a señalárselo porque su hermano se irguió e hizo un ademán de desestimación—. Lo importante es que vaya a quererlo y ya. No nos interesan sus razones, ¿verdad?
Ella estaba de acuerdo, sí. Sin embargo, había algo que se le hacía desagradable en el sorpresivo amigo de Matti. No deseaba volverse paranoica solo por su orgullo herido, pero el recuerdo del fuego seguía siendo impactante incluso muchos años después.
Esa vez, en la hoguera con su padre, fueron testigos de una de las pocas quemas públicas de libros de Nantes. Los encargados de la censura y de la aprobación de los títulos habían reunido una buena partida de lo que ardería con intensidad frente al público, para dar el claro mensaje de que nadie evitaba la ley del rey.
En la ciudad, había solo un inspecteur de la librairie, porque Nantes no tenía el tamaño de París. Además de La Chouette, había un puñado más de tiendas que se dedicaban a la venta de libros y todas estaban cuidadosamente vigiladas por las autoridades que separaban los libros aptos de los prohibidos. Con el tiempo en el ramo, Léa había entendido que esa línea no existía siempre, de tal modo que los ejemplares que habían ardido esa vez bien podían ser tolerados en otra ocasión o por otro ojo experto; pero si algo tenían en común los censores reales y los inspectores, era que consideraban como ilícitos todo lo que ellos y las demás librerías llamaban «libros filosóficos».
Al principio, Léa había sido demasiado cautelosa. Algunos escritos filosóficos se vendían bien y muchos vecinos los solicitaban incluso sabiendo la pena. Un ejemplar prohibido que atentara contra la ley o las buenas costumbres cargaba con una condena en galeras o incluso la muerte, pero, para ese momento, era muy difícil encontrar a una familia profesional o de buena posición que no contara con unos cuantos títulos apenas permitidos o directamente fuera de la ley. Gabriel había comenzado a pedirlos a la Sociedad de Neuchâtel un poco antes de que Léa tomase por completo el sitio a su lado. Se debían solicitar fuera de Francia porque era un material prácticamente imposible de imprimir en el reino; los pedidos a los distribuidores extranjeros demoraban y podían ser muy caros. Aun así, valía la pena por el rédito que lograba al posicionarlos en un mercado hambriento como el de Nantes.
El siguiente paso había sido natural y, a la vez, indecoroso. Había sido el mismo Matthieu el que entrara en La Chouette con uno de los libelos del momento en el que se veía a la perfección el dibujo de una rolliza mujer noble con las faldas hasta la cintura mostrando su orondo trasero a un hombre listo para embestir. Era el chisme del mes en Versalles, aunque no muy novedoso: desde hacía tiempo que existía un afluente poco disimulado de libelos y pasquines que contaban ridiculeces del rey, perversiones de la reina y todo un rosario de situaciones cómicas, eróticas y llenas de mofa que ocurrían en los pasillos del poder. Gabriel ya había sopesado la intención de solicitar a Neuchâtel algunos ejemplares de Thérèse philosophe, la historia de una joven dama que descubría su mente y su sexualidad a través de un viaje de placer filosófico. Era extremadamente popular y ya sabía que la competencia directa de su librería la estaba ofreciendo.
A Léa no le molestaba traficar con folios subidos de tono. Gabriel lo había aceptado con resignación, porque era la mejor para el trabajo de conteo y, además, apenas daba abasto él solo. Cuando su hermana se hizo partícipe del negocio familiar fue cuando había comenzado a prosperar de verdad, con los cuidadosos e ilícitos pedidos al extranjero y un gran surtido de ejemplares para todos los gustos de sus ávidos clientes. Léa sentía que, así como los lectores guardaban el secreto sobre la jovencita trabajadora y de buena estampa de La Chouette que había visto y leído contenido absolutamente desvergonzado para su estatus, ella también respetaba sus elecciones de lectura a la hora de recoger sus pedidos.
—Encargaremos uno más y, si no lo quiere, el amigo de Matthieu, lo hará alguien más enseguida —zanjó Gabriel, regresándola a la realidad—. No te preocupes por nada —cuando lo decía así, era fácil creerle, así que Léa confió en él y se desentendió del tema—. Y sube de una vez, que la abuela Louise andará castigando otra vez a mamá por haber sido una tonta enamorada.
Ella caviló un segundo.
—Es malo, ¿verdad? Enamorarse.
—Para saberlo, tendría que haberlo sentido alguna vez —se escaqueó su hermano, concentrado en el libro de cuentas.
Léa no siguió dándole vueltas a eso. Dejó que Gabriel cerrase la librería y obedeció subiendo por la empinada escalera hacia el segundo piso. Su mente regresó al fuego, a la borrosa imagen de su padre y a lo natural que se sentía ofrecer material escandaloso a los hombres y a las mujeres de su barrio.
Era gratificante cuando se mostraban agradecidos; todo lo contrario a como se había comportado el barón amigo de Matti. No le gustaba cuando la observaban de esa manera, como si fuese un bochorno. Ella no era nada de eso.
Se prometió que se lo dejaría en claro a ese caballero desagradable si volvía a verlo, aunque, como le había comentado a Gabriel, no creía que fuese lo suficientemente valiente como para recoger el libro encargado.
Conforme con su conclusión, abrió la puerta e ingresó en el cómodo ambiente hogareño.
Emmanuel durmió lo que quedaba de la tarde y toda la noche. La irritación de su hermano menor no hizo más que aumentar conforme pasaban las horas; y, para cuando volvió a amanecer, llevaba encima tanto mal humor que creyó estar a punto de reventar.
Y, en efecto, tuvo que juntar cada resabio de paciencia que le quedaba en el cuerpo cuando lo vio en el salón sentado a la cabecera de la mesa, muy erguido y orgulloso como si fuese el dueño de todo a su alrededor.
Suzette, la doncella, estaba sirviéndole el desayuno y él no dejaba de tontearle demasiado cerca. La pobre muchacha estaba apabullada por la atención, rígida en su uniforme, por lo que agradeció que monsieur Bonnet carraspeara para anunciar la presencia de Alexandre.
Emmanuel no se inmutó. Estiró la servilleta para disponerse a atacar la mesa sin dirigirle ni una mirada.
—¿Buena noche?
—¿Le preguntas eso a un caballero? —Al parecer, no había rastro de su resaca. Alexandre apretó las mandíbulas y se acercó a su propia mesa—. Me han dicho que tenías mejor gusto, Alex.
—Bonnet, prepara un caballo —el aludido decidió que lo mejor sería fingir que no lo había oído. El mayordomo hizo un seco asentimiento con la cabeza; tampoco le caía bien Emmanuel—. Nuestro invitado ya se iba.
—Muy bien, señor.
Al marcharse, dejó tras sí una estela de silencio que no se terminó de llenar con el tintineo que hacían los hermanos al desayunar. Alex aprovechó el alto el fuego para analizar a su hermano, a pesar de la profunda irritación que le provocaba su actitud. Lo cierto era que se veía mal. Incluso con su ropa —no había podido evitar notar que había cogido uno de los mejores trajes que poseía en la ciudad—, no terminaba de parecer entero. Tenía la piel macilenta, enferma, y por mucho que sonriera con arrogancia, se lo notaba exhausto, avejentado.
Su rabia se esfumó de un plumazo y solo le quedó decepción. Por mucho que hubiese intentado, al final siempre terminaba claudicando al ver a Emmanuel, y este lo sabía.
Claro que lo sabía.
—¿Vas a volver a casa?
Esa vez, el silencio fue más corto. Él esgrimió una sonrisa burlona y condescendiente antes de responderle.
—Creí haber oído ayer que esta era tu casa. ¿A qué viene la pregunta?
—Sabes a lo que me refiero.
—No, no lo sé.
Se sostuvieron la mirada con igual tozudez. Alexandre era consciente de que, de seguir así, el primero en ceder sería él, pero se esforzó con denuedo por no darle el gusto. Sí, sentía lástima por Emmanuel, pero ya no iba a seguir dando el brazo a torcer.
—Monsieur…
Bonnet los interrumpió, igual de serio que siempre.
—Tiene… —Alguien lo apartó de un empujón y se hizo sitio en el comedor en un segundo—, visita —completó el mayordomo, sin disimular su desprecio por el recién llegado.
—Está Emmanuel aquí también, ¿cierto? —Ambos hermanos observaron a Matthieu con distintos grados de incredulidad—. Vaya, Jean, ¡buen trabajo! Ve a buscar algo dulce a la cocina, anda; que te alegre un poco el gesto.
Alexandre se puso violentamente de pie.
—No le des órdenes a mi servicio.
—Lo hago porque seguramente lo necesiten tanto como tú —replicó Matthieu, sin avergonzarse ni un ápice—. Menos mal que encontré a los hermanos que más necesitaba.
—¿Cómo no ibas a encontrarnos si has entrado en…? —No tenía sentido seguir despotricando, nadie estaba oyéndolo. Matthieu arrastró un asiento hasta la izquierda de Emmanuel, como si él fuese invisible, y se sentó con los codos en la mesa y las rodillas muy separadas—. Al menos tengan la decencia de fingir que saben que estoy aquí.
Su hermano se encogió de hombros, pero el recién llegado le rio el chiste.
—Claro que veo que estás ahí. He tomado tu caso en serio, ¿sabes? —Matthieu se inclinó sobre la mesa, manchándose la manga en el proceso—. Por eso vine a buscarlos a los dos.
—¿Qué quieres, Matti? —zanjó Emmanuel, con un gesto de impaciencia.
—¿Resaca de nuevo? —A Alexandre le repateó la floja manera con la que Matthieu dejó caer la verdad—. Vas a tener que estar sobrio hasta la noche, porque vas a acompañarme.
—¿Qué? ¿Adónde?
—Emmanuel se va a marchar, ya preparé su caballo —interrumpió Alexandre, enojado—. No quiero que…
—No, no, tú y tu hermano van a venir conmigo a la soirée de Madame Pineau. —Se dirigió directamente hacia Emmanuel—. Creo que has tenido el gusto. Exquisita mujer.
Alexandre se quedó pasmado por un segundo. Parpadeó y creyó perderse algo que flotaba entre los amigos, algo que lo excluía. No era de extrañar: no sabía quién de los dos podría ser peor influencia.
Su hermano era la deshonra de la familia, pero Matthieu era el único hijo bastardo de un conde. Si compitieran por reunir todos los escándalos que crecían lejos de la sombra de Versalles, la lucha sería feroz, aunque de distinto tipo. La actitud de Emmanuel era mucho más autodestructiva que la de Matthieu.
—¿Para qué quieres ver a Babette? —soltó su hermano, al fin, reclinándose hacia atrás. Volvía a su posición indolente, por encima del resto—. No sabía que requerías sus atenciones.
—Ella, ante todo, es una dama.
—A la que dudo que le plazca que estén hablando así de ella —murmuró Alexandre, sin que ninguno pidiese su opinión.
—No es a mí a quien dirige sus atenciones, sino al mismísimo Paul Thiry d’Holbach, que…
—¡No es posible!
Matthieu enarcó las cejas ante el exabrupto de Alexandre, que se había puesto de pie con las manos sobre la mesa. Seguramente no estaría acostumbrado a que se comportara de esa manera tan poco propia, pero, si tenía que ser sincero, lo había pillado desprevenido.
—¿Qué…?
—¿D’Holbach está en Nantes? —soltó Alexandre, impresionado.
—Solo por unas noches. Tendrá la deferencia de apersonarse esta noche en el salón de Madame Pineau. —Se giró de nuevo hacia el hermano que más le importaba, Emmanuel—: ¿Cómo no te has enterado de esto? —El aludido hizo un gesto desinteresado, sin respuesta—. Se lleva hablando un mes del acontecimiento en los buenos círculos.
—Yo no me he enterado —barbotó Alexandre, sintiéndose de nuevo a un lado.
—Bueno, es evidente —terció Emmanuel, ácido—. Nadie quiere que le arruinen la fiesta.
Aceptó el insulto con entereza.
—Pero vendrás, ¿verdad? —siguió Matthieu, esta vez sí, mirándolo a él—. No puedes perderte esta oportunidad por una tontería, Alex. D’Holbach es…
—Ya sé quién es.
—No vas a negarte solo porque sea ligeramente controversial. Tienen que venir los dos. —Matthieu se puso de pie—. Nantes tendrá chismorreos por un siglo luego de esta noche. Pueden recogerme a las seis.
Era típico de ese patán vestido de seda dar por hecho que todos estarían a su disposición. Tal vez por eso se llevaba tan bien con Emmanuel, tenían más de una cosa en común. Como su hermano mayor no dijo nada —ni a favor ni en contra del plan— y Matthieu se marchó tan huracanado como había llegado, Alexandre volvió a sentarse un poco mareado frente a la mesa del desayuno.
Vaya, pues entonces tenía una cita esa noche: la soirée de Madame Pineau. Estaba tan patidifuso que no tuvo tiempo de ver cómo la mirada de Emmanuel se volvía oscura hasta cerrarse por completo.
Léa estaba en problemas. Y siempre que lo estaba, acudía corriendo a La Maison Dorée.
Sophie la recibía con los brazos abiertos. No siempre de manera literal, porque era imposible que esa muchacha los tuviese libres para poder estrujarla como de seguro deseaba hacerlo.
—¡Es Léa! —anunció la mujer junto a la entrada. La había visto incluso antes de ingresar en el pequeño y atiborrado local; tenía el olfato de un sabueso—. ¡Sophie, atiende…!
—¡Ya voy, ya voy!
Su amiga le regaló una mirada afectuosa a Marie-Laure, que siguió en su trabajo de remiendo mientras la despachaba al interior, el espacio vedado a clientes o a la familia. Sophie llevaba unos cuantos géneros sobre los antebrazos, pero se las arregló para darle una cálida bienvenida mientras se acomodaban alrededor del escabel dispuesto para tomar medidas.
—No has venido en una semana —le recriminó Sophie, con un puchero—. Creí que te habrías olvidado de nosotros.
—¿Cómo podría?
—Ah, ¡Léa! —Una chiquilla descalza corrió hasta intentar treparse por su falda. Ella la recibió, pero Sophie le hizo una seña para que se bajara de inmediato.
—Vamos, vamos, hay mucho que hacer. ¡Luego pueden conversar con ella!
La niña hizo un puchero idéntico al de Sophie, pero ella no se amedrentó hasta que despejó el reducido espacio disponible.
—Eres una tirana —sentenció Léa, divertida—. Quieres monopolizarme, ¿verdad?
—Qué cosas dices, mujer, si yo no entiendo de esas cosas.
Se echó a reír con complicidad. Léa aprovechó para inspeccionar el trabajo que estaba haciendo. Otra vez eran telas económicas. Sophie las fue desplegando para tener un buen panorama de la mejor manera de combinarlas.
La Maison Dorée, según le había contado la madre de Léa, había vivido realmente días dorados. Sin embargo, habían pasado demasiado rápido. Desde hacía tiempo, la familia Thénault se dedicaba a hacer cualquier clase de trabajo: remendar y zurcir para las doncellas; confeccionar vestidos menores para cocineras, panaderas, dependientas y muchachitas coquetas de recatada posición y escoger accesorios y guantes para alguna que otra burguesa corta de dinero. No eran costureras de alta nobleza, y eso los hacía trabajar el triple para poder mantenerse a flote, pero Sophie no se había quejado ni una sola vez. Aceptaban cualquier trabajo siempre que tuviese que ver con la costura y, cuando podían, intentaban costearse algún brocado que atrajese una clientela más pudiente a su local.
Sophie era la tercera de seis hermanos. La mayor ya se había casado y vivía a media jornada de la ciudad; Léa no la conocía. La segunda, Marie-Laure, era la que manejaba junto con Sophie La Maison Dorée, mientras que los otros tres estaban repartidos en edades y quehaceres de acuerdo a su carácter. La familia al entero compartía una dulzura preciosa y una genuina hospitalidad que Léa agradecía cada vez que buscaba refugio en su tienda.
Su favorita, sin embargo, siempre iba a ser Sophie. Además, sin duda era la que tenía mejor ojo.
—¿Qué es lo que me traes? —preguntó al fin, mirando a Léa con suspicacia. Ella se ruborizó; debería visitar a su amiga más seguido, no solo para pedir favores—. Espero que esté condimentado con un chisme jugoso.
—Tal vez lo consiga cuando podamos resolver esto —terció ella, pícara y sincera—. Necesito verme lujosa, aunque no tenga ningún vestido nuevo que estrenar. Para esta noche.
—¿Esta noche?
—No estaba en mis planes —aclaró Léa, demostrando en parte la desesperación que sentía—, pero es trabajo. Gabriel me ha lanzado una excusa patética para no avisarme con antelación, porque quería disfrutar la fiesta en paz, pero no voy a dejarlo salirse con la suya.
—No entiendo nada de lo que estás diciendo, chérie —la frenó Sophie, divertida. Nadaba entre telas, sin detenerse ni un momento—. Vas a tener que empezar por el principio.
Su amiga estuvo de acuerdo. Respiró profundo y se sentó en el escabel de muy mala manera.
—Madame Pineau hará una reunión esta noche.
—¿La salonnière?
Así se les llamaba a las mujeres que eran anfitrionas de un salón abierto para personalidades políticas y filosóficas. Era una exquisita moda parisina que también había llegado hasta allí, aunque no fuesen muchas las que se atrevieran a abrir sus hogares para albergar acalorados debates que podrían rozar la impertinencia real.
—La misma.
A Léa nunca la habían invitado, pero ella y Gabriel habían conseguido meterse de alguna forma: era un círculo perfecto para posicionar las mejores obras del catálogo de La Chouette, aunque no todas fuesen a ser toleradas por los inspectores.
—Monsieur D’Holbach va a estar presente —soltó Léa, presa de una impaciente emoción—, y necesito estar ahí. Ni siquiera sabía que andaría por Nantes; es una oportunidad magnífica. Su Système de la nature lleva muchísimos ejemplares vendidos. A esta altura dudo que exista un abogado o catedrático en toda Bretaña que no lo tenga y…
—Léa, estás haciéndolo de nuevo —la interrumpió Sophie con dulzura—. Me has perdido hace siglos. Sabes que no entiendo todo lo que dices.
Ella se sonrojó con mayor intensidad. No quería hacer eso; era solo su entusiasmo. Sophie no era tan letrada como ella y, naturalmente, no tenía conocimientos de la librería de la misma manera en la que Léa no tenía idea de qué tipo de tela era mejor para una falda o para una casaca.
—Perdona.
—No te disculpes. Luego repito lo que dices y hago que Marie-Laure crea que soy mucho más lista. —Se estaba riendo antes incluso de terminar la frase, pero sus ojos transmitían cierta incomodidad—. Entonces…
—Sí. —Léa se palmeó los muslos—. El punto es que tengo que verme lo suficientemente distinguida como para no desentonar. Estoy segura de que a Babette no le importará.
—¡Ay, chérie, pero es que yo no hago milagros! —Observó en derredor, como si quisiera asegurarse de que estuvieran solas—. Si los hiciera, estaría vistiendo a las damas de la corte, ¿no crees?
—Tienes suficiente talento —la animó Léa, completamente sincera. Le cogió las manos y se inclinó como si fuese un reclinatorio para orar—. Estoy segura de que nos las arreglaremos. No hace falta que sea nuevo, solo que se vea bien.
—Pues… —Léa supo que Sophie estaba por la labor cuando arrugó la nariz para pensar—. Podríamos bordar sobre un petillo que ya tengas, para darle algo diferente y…
—¡Sí!
Sophie ya tenía su ojo crítico puesto sobre las posibilidades. La observaba con tanta atención que Léa se preguntó si realmente seguía allí.
—Tendrás que conformarte à la anglaise… No tenemos ningún panier.
—De cualquier forma, es un engorro moverse con eso.
La moda inglesa había prescindido del panier —ese artefacto de varillas para dar mayor cuerpo a la falda— en favor de la comodidad. Léa estaba de acuerdo con la moda que había sido tan resistida por algunas, que seguían prefiriendo lucir sus vestidos bien armados.
—Si tan solo tuviese algo de terciopelo…
Léa se echó a reír al notar el entero compromiso de su amiga y suspiró de alivio. Lo último que deseaba era poner en ridículo a Babette; pero no quería por nada del mundo perderse esa reunión. Gabriel no iba a estar atento para hacer el trabajo y, de cualquier forma, no iba a desperdiciar la oportunidad de presentarse ante D’Holbach.
Se imaginó que su abuela Louise se horrorizaría con todo el empeño puesto en su atuendo sin que tuviese como objetivo la noble tarea de cazar a algún joven de buena posición, pero no tenía tiempo para pensar en ello. Temblaba de emoción de imaginar la velada que se desarrollaría frente a sus ojos.
No podía dejar de rebuscarse la nuca con los dedos. Alexandre estaba nervioso, y le costaba evitar los ademanes que lo delataran.
Se había atado el cabello en una cola. Sin embargo, allí había numerosas figuras de todo tipo de extracción política y, sobre todo, de diversa profesión, y muchos de ellos llevaban pelucas empolvadas. Se sentía frustrado consigo mismo por no haber previsto tal detalle; lo cierto era que ya no se estilaban tanto las pelucas, sino elaborados peinados con el cabello natural, como los que lucía la reina Marie Antoinette.
Alexandre estaba seguro de estar haciendo el ridículo, pero peor se vería regresando hasta su casa para apersonarse dignamente, así que no le quedó más opción que respirar y enfrentar la soirée con su mejor cara.
Toda la crema y nata de Nantes estaba allí. Incluso algunas personalidades políticas importantes de Versalles y, por supuesto, el barón D’Holbach. Había sido prácticamente imposible acercarse a él durante la primera hora; monsieur D’Holbach estaba rodeado de personas que gustosamente asentían a cada uno de sus comentarios. Alexandre no les quitaba el ojo de encima, esperando poder encontrar una abertura que le diese pie a presentarse.
Inclinó la cabeza en dirección a la anfitriona, Madame Pineau. La mujer se hacía notar, incluso sentada. Se encontraba sobre un cómodo sillón bajo, con su falda esparcida a ambos lados, lo que le daba un aspecto mucho más robusto del que en realidad tenía. Sobre sus rodillas reposaba un pequinés que abría un ojo al sentir cualquier movimiento cerca de su ama. Ella sonreía y daba charla a quien pasase a su lado, con la gracia envidiable de la buena cuna. Alexandre la tenía en gran estima, incluso sabiendo que ella y Emmanuel se conocían.
Había perdido de vista a su hermano hacía rato. Si no estaba ebrio, lo estaría muy pronto. Si tenía que ser sincero, estaba harto de no poder darse el lujo de cultivar una buena noche por culpa de Emmanuel. Lo tensaba el triple saber que, tarde o temprano, echaría todo a perder.
Hacía tiempo que no sabía cómo comportarse en sociedad. Le sorprendió que accediera a ir a tal reunión; entre sus magros intereses nunca había tenido espacio para el conocimiento de la física o la naturaleza, mucho menos para la filosofía. En cambio, Matthieu era tan extravagante e impredecible que no se le hacía complicado imaginarlo en un ambiente así, de la misma manera en la que tampoco le hubiese perturbado verlo en el mercado de los miércoles o en el circo royale.
—¡Ah…!
Alexandre se dio la vuelta, más sorprendido que adolorido por el impacto.
—Lo sien… —ella se quedó muda por un segundo al reconocerlo—. Ah, es usted.
—La chica de la librería.
—En persona.