Nuestros días enteros - Cecilia Agüero - E-Book

Nuestros días enteros E-Book

Cecilia Agüero

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Marlena viaja a Roma desde Bruselas, junto a un grupo de colegas, para cubrir la noticia que ha conmovido al mundo: la muerte del papa Juan Pablo II. La expectativa por el funeral se siente en el aire y la ciudad se prepara para recibir a funcionarios, fieles y curiosos que quieren ser testigos del acontecimiento histórico. Pero la joven periodista belga también tiene agenda propia: confrontar al cardenal Lemmens hasta que admita el daño que causó. Para Beni, la muerte del papa es un problema. Tiene que entrevistar a un cardenal interesado en vender un cuadro y quiere cerrar el negocio antes de que se desate el caos de las pompas fúnebres. Marlena y Beni coinciden en muchas cosas: están en Roma, en esos días de abril que parecen más largos por la sensación de víspera, de espera constante, y los dos buscan a la misma persona. Y aunque no están con la mejor disposición para conocer a alguien, las calles intrincadas de la ciudad parecen conspirar para que se crucen una y otra vez, hasta que elijan el camino que los conduce al amor. En Nuestros días eternos, Cecilia Agüero despliega una historia donde conviven heridas del pasado, los manejos del poder y una acción vertiginosa con el romance más apasionado y un futuro esperanzador.

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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Marlena viaja a Roma desde Bruselas, junto a un grupo de colegas, para cubrir la noticia que ha conmovido al mundo: la muerte del papa Juan Pablo II. La expectativa por el funeral se siente en el aire y la ciudad se prepara para recibir a funcionarios, fieles y curiosos que quieren ser testigos del acontecimiento histórico. Pero la joven periodista belga también tiene agenda propia: confrontar al cardenal Lemmens hasta que admita el daño que causó.

Para Beni, la muerte del papa es un problema. Tiene que entrevistar a un cardenal interesado en vender un cuadro y quiere cerrar el negocio antes de que se desate el caos de las pompas fúnebres.

Marlena y Beni coinciden en muchas cosas: están en Roma, en esos días de abril que parecen más largos por la sensación de víspera, de espera constante, y los dos buscan a la misma persona. Y aunque no están con la mejor disposición para conocer a alguien, las calles intrincadas de la ciudad parecen conspirar para que se crucen una y otra vez, hasta que elijan el camino que los conduce al amor.

En Nuestros días eternos, Cecilia Agüero despliega una historia donde conviven heridas del pasado, los manejos del poder y una acción vertiginosa con el romance más apasionado y un futuro esperanzador.

Cecilia Agüero es escritora e historiadora. Nació en Buenos Aires, en 1994, y se interesó muy pronto por la literatura, primero como ávida lectora y luego como escritora. Dio sus primeros pasos en el mundo de la publicación con novelas para el público juvenil. También publicó novelas para adultos: la novela romántica-histórica Tu luz en mis manos (2022) y Donde habita la tormenta (2023). Además, publicó La canción de las hermanas (2022), una novela de ficción histórica sobre la peste negra en Inglaterra.

En la actualidad, reside en Madrid para proseguir sus estudios de posgrado. Nuestros días eternos, que fue finalista del certamen Lidia María Riba, es su primera novela bajo el sello VeRa.

Para mamá.

Todo lo que soy, todo lo que logré, todo lo que voy a conseguir en mi vida empieza y termina con su infinito amor incondicional. Gracias.

Che l’errore tuo è stato amarmi come se domani Il mondo fosse uguale a com’era ieri.

[Que tu error fue amarme como si mañana El mundo fuese igual a como era ayer.]

 

8 de abril de 2005

 

Santo subito.

No debería sorprenderle. No tendría que estar atónita por nada de lo que estaba observando, pero, cuando Marlena fue consciente de los millares de personas que se arremolinaban asfixiando por fuera de la plaza del Vaticano, supo que había subestimado el evento.

–¿Avanzamos? –le preguntó Jules, rozándole apenas el codo para llamarle la atención.

Santo subito.

–¿Por dónde? –ironizó la mujer, haciéndole un gesto.

Estaban todavía a una distancia considerable del punto nodal, pero ya adivinaban lo difícil que sería acercarse a las arterias principales. Marlena sabía que los sitios de honor habían sido reservados para personalidades políticas, la vieja nobleza europea y unos cuantos famosos, pero, al menos, esperaba alcanzar a vislumbrar la procesión.

–Entre los cuatro, podremos hacernos sitio.

Ella no era tan optimista como Jules, pero lo dejó hacer. Observó por el rabillo del ojo su pequeño equipo y no pudo evitar que el desaliento se apoderara de su carne. A pesar de lo mucho que había planificado, de todos los sacrificios que había hecho por conseguir estar allí, los reveses que habían tenido que aguantar desde que llegaran a Italia le habían ido socavando tan rápido la moral que ya no le quedaba espacio para mantenerse erguida mucho más.

La gente a su alrededor no dejaba de expresar dolor de todas las formas posibles. Se oían sollozos, murmullos, incluso algún grito desgarrado sobre un cielo encapotado que no atinaba a descargarse sobre los dolientes.

Santo subito.

–Has tenido muchísima suerte, Marlena –cuchicheó Amira a su lado, con ese tonito que había utilizado desde el principio y se iba haciendo más evidente a medida que pasaban los días. Marlena había lamentado que la pusieran en su equipo, pero no podía negar que era de las mejores entrevistadoras que tenían. Forzó una sonrisa mientras su compañera volvía a hablar–: De no haber sido por pura casualidad, porque ya estábamos aquí, no estarías al mando de una cobertura tan importante.

Era cierto, aunque no dejase de incordiarle la frontalidad de Amira. Aprovechó el bullicio de las calles que llegaban hasta la plaza para no responderle y procuró mantener cierta distancia con su compañera. Jules era el que abría el paso a empellones nada corteses.

Habían viajado a Roma hacía casi siete días y, en el medio, el equipo se topó de lleno con la noticia que había sacudido el planeta entero: el papa Juan Pablo II había muerto. Descolocada, Marlena y su equipo habían virado de su objetivo inicial hacia la novedad que estaba en boca de todos.

Le Spectateur, el periódico semanal de lengua francesa en el que trabajaban, les había solicitado de inmediato un especial completo para el siguiente número; saldría un fascículo único para los lectores belgas que quisieran seguir el resumen del evento. Así que allí estaban, esforzándose por hacerse sitio en la marea de nombres y nacionalidades para dar cuenta del funeral más concurrido del nuevo siglo.

Santo subito. Santo ya.

Marlena no podía estar del todo de acuerdo con las proclamas que oía a su paso, pidiendo –casi implorando– con urgencia la canonización del papa muerto. Tampoco tenía suficientes razones en su contra, porque no había conocido, naturalmente, al hombre en persona, así que solo se refugiaba en su recelo perenne por la cúpula eclesiástica. Sin embargo, era difícil mantenerse firme cuando no dejaba de experimentar las pruebas más fervientes de la adoración religiosa. Le picó la nariz y tuvo que parpadear hacia otro lado al ver a una mujer vestida por completo de negro, con el rostro arrugado surcado por lágrimas. Esa gente estaba sufriendo de manera genuina y ella, aunque no pudiese compartirlo, lo respetaba.

–Esto será imposible –sentenció entonces Lou, el que cerraba la comitiva–. No vamos a llegar a ver nada, y alcanzar las vallas...

Se habían abierto paso un buen trecho, pero solo se podía dilucidar, con esfuerzo, el ingreso definitivo en la Ciudad del Vaticano. Los pases de prensa ordinarios, en la marejada de rostros y lágrimas, no servían de nada. Jules, que era el más alto, solo llegaba a ver la cúpula de la basílica.

–Es cuestión de seguir avanzando.

No esperaban ver el féretro, después de todo. Simplemente, escribirían un par de crónicas, hablarían con algunos de los presentes y, si tenían suerte, tal vez conseguirían el testimonio de algún famoso de poca monta. Sería suficiente; Le spectateur sabía qué alcance tenía y no intentaba rivalizar con medios extranjeros como The Times o el mismo Corriere della Sera. Lo que tenía nerviosa a Marlena era la posibilidad de que, pasada la oportunidad, los hicieran regresar sin haber cumplido su propio y secreto objetivo.

Alguien la empujó por detrás y, en un momento de pánico, creyó que sería Amira que dejaba atrás las formalidades para expresar su sentido rencor. Trastabilló hacia adelante y tuvo que agarrarse del abrigo de Jules para no romperse la nariz.

–¡Eh!

–I’m sorry –escuchó que le decían, sin mucho entusiasmo. Apenas se elevó por encima del gentío.

Marlena, roja de vergüenza y apabullada por la situación, miró desde su precario equilibrio –aferrada a la ropa de su amigo como si fuera una mocosa con miedo a perderse– al hombre que la había empujado y que, ciertamente, no lo sentía en absoluto.

–Va bene, va bene –respondió, en perfecto italiano, dejando traslucir su resentimiento. Se envaró y procuró hacer de cuenta que no había visto cómo Amira se giraba para ocultar la risa.

–Ah. ¿Eres de aquí? –respondió el hombre. Se acercaba con otro; los dos eran muy altos y no parecían estar a tono con el dolor que emanaba el ambiente. Como Marlena no contestó, él enarcó una ceja–. ¿El tropiezo te volvió tonta?

–¿Disculpa?

Era Jules. Enseguida hizo un gesto para ponerse al frente y terminar de enderezar a su amiga, cambiando su afable expresión por una cargada de disgusto. Ni siquiera le importó que su italiano tuviese un fuerte acento que desluciera un poco el efecto. Marlena se encogió; hubiese preferido que no diese ningún espectáculo.

Ya no lo necesitaba. Estaba segura.

Estaba bien.

–Mira un poco mejor por dónde caminas –le espetó Jules, sin amedrentarse. El tipo se había quedado callado, con las dos cejas tan altas que se perdían por la raíz del cabello–. Es un funeral, no un concierto de rock.

–Amigo, él ya se disculpó –intervino el otro hombre, poniéndole una mano en el pecho a su compañero para impedirle seguir avanzando. Marlena deseó que se marcharan de una buena vez–. Y ella lo escuchó.

–Sí, ella.

–Pues será mejor que no sigan atropellando mujeres, ¿no les parece?

–¿Tú vas a defenderlas a todas?

–¿De los imbéciles? Sí.

–Jules, ya está –gimió Marlena, apretándole algún punto en la espalda. No había soltado su abrigo.

El hombre que la había empujado, para su consternación, no le quitó de encima esa expresión ligeramente burlona.

–Tu novia te está queriendo sacar del medio, campeón –le señaló, con suficiencia. Hizo que su amigo se apartara también y, para colmo, le ofreció la mano, como si quisiera levantarla del suelo. El problema era que Marlena ya estaba bien plantada y eso solo le provocó una humillación peor.

Agradeció, muda y resentida, que al menos ni Amira ni Lou estuvieran prestando tanta atención. Ya tenía la autoridad suficientemente socavada.

–Lo siento mucho, signorina, iba distraído. –Imaginó que lo habría hecho a propósito: mezclar a la vez inglés e italiano, porque, imaginaba, él todavía no había descubierto si eran extranjeros–. Dígale a su galán que no estoy buscando pelea. –Sus ojos brillaron de burla–. Después de todo, estamos en un funeral.

–No es lo que parecía –terció ella, en un hilo de voz. Carraspeó y le dio una palmadita a Jules para que dejase esa pose de hombre protector–. Está disculpado.

–Gracias. –Una sonrisa radiante apareció en el rostro del hombre mientras su compañero ponía los ojos en blanco–. No podría haber dormido esta noche.

–Vámonos –dijo Jules, enojado. Hizo caso omiso al hecho de que no podrían ir demasiado lejos porque estaban en el medio de una procesión multitudinaria. Fue suficientemente listo como para girarse y obligar a Marlena a hacer lo propio, para darle la espalda al maleducado y a su amigo.

–Nos vemos, signorina.

Lou había conseguido hacerse sitio más adelante, así que lo siguieron en un silencio ofuscado. Marlena no miró atrás, a pesar de que la despedida era una clara incitación a una pelea o, al menos, una contestación agresiva.

Santo subito.

Se relajó después de un rato, porque era evidente que ese hombre se habría perdido en la marea de miles de fieles congregados en la Piazza San Pietro. Trató de concentrarse en su tarea y en el hecho de que estaba presenciado una despedida histórica; estaba claro que no volvería a cruzarse con un tonto como ese.

Qué equivocada estaba.

Uno

Beni estaba furioso. No era novedad para nadie en la oficina y, sin embargo, conseguía que la tensión se palpara con tal corporeidad que más de uno había resuelto tomar el descanso del almuerzo con premura para no tener que estar en el ojo de la tormenta.

–No voy a seguir haciendo el trabajo de Stefano. –Se podía escuchar la conversación que estaba teniendo por teléfono porque no se había molestado en moderar el tono. A decir verdad, no tenía ningún reparo en que se enterase media ciudad de su discusión, porque él ya estaba harto y no pensaba ceder–. Si hay algo que negociar en Roma, que se encargue él.

Le pitaban los oídos. No alcanzaba a escuchar del todo qué era lo que le respondía su padre, porque no podía dejar de imaginar la sangre bombeándole directamente hasta la cabeza. Tal vez, si le estallara, no estaría en esa posición.

Apretó las mandíbulas con fuerza para no volver a gritar.

–Creo que no estoy siendo lo suficientemente claro: no voy a moverme de aquí. –Hubo más ruido al otro lado de la línea. Beni espació tanto las palabras que se convirtieron en sílabas–: No-voy-a-ir-a-nin-gún-lu-gar. ¡Qué se haga cargo él, si tanto respeto tiene por nuestro negocio! –Respiró con fuerza por la nariz–. ¡No...! Papá, no voy... No. No puedo seguir... ¡Esto no es contigo! Maldita sea.

La satisfacción de colgar con fuerza se había anulado hacía tiempo con las ventajas de los teléfonos celulares, así que no le quedó más remedio que quedarse mirando como un imbécil la pantalla que le indicaba que se había cortado la llamada. Hizo un esfuerzo –hercúleo, sobrehumano– y, acto seguido, lo quebró para dejarse llevar por el impulso y lo lanzó contra la pared más cercana.

El aparato se partió en tres trozos; tampoco hubo signos de que alguien fuese a querer entrar en su oficina para saber qué diablos había pasado. Estaban acostumbrados y eso lo puso todavía de peor humor.

Por mucho que se desgañitara, nadie estaba oyéndolo.

Se dejó caer, repentinamente exhausto, sobre el sillón que tenía empotrado entre el fichero y algunos libros viejos que jamás había ojeado. En realidad, era un espacio más bien reducido, pero a Beni le encantaba su oficina.

Excepto en momentos como esos, en los que solo deseaba perderse en el centro mismo del infierno.

No supo cuánto tiempo pasó así, con los ojos cerrados y la vena de la mandíbula restallando con fiereza contra el hueso. Para cuando se enderezó y recuperó la cadencia normal de su respiración, una nueva llamada quiso romper con la repentina paz que había adquirido a pura fuerza de voluntad.

–¿Qué? –espetó, tomando el teléfono de línea al alargar el brazo todo lo posible. Ya se disculparía luego con la buena de Aurora, que siempre era la que pagaba sus platos rotos. Imaginaba que estaría ya en guardia, así que no le tomaría por sorpresa su brusquedad.

–Tiene una llamada, señor. –De haber estado menos enajenado, Beni debería haber entendido que la precaución de Aurora estaba fuera de lugar y que él, como jefe, debía hacerla sentir segura. Había quedado atrás el tiempo en el que se preocupaba por lo que pensaran los demás, mucho antes de que las capas de amargura e ironía lo sepultaran en su propia tierra.

–Pásamela.

Mientras reaccionaba por reflejo, tiró del cable para poder repantigarse en el sillón, a pesar de saber muy bien que no iba a alcanzar. El fijo se movió sobre el escritorio mientras Beni escuchaba el pitido de la transferencia, preguntándose por qué demonios estaría llamándolo Nicola o alguno de sus otros socios si ya habían oído el escándalo montado hacía un cuarto de hora.

–Galletto.

Se quedó rígido en su sitio. Podría haber cortado, claro que sí, pero, para eso, tendría que haber sido capaz de realizar un movimiento. Cualquiera, incluso solo desentumecer los dedos hasta dejar caer el teléfono.

Era imposible. Sobre todo, cuando esa voz se le adentraba con la fuerza de un huracán para envenenarle las entrañas.

Beni alcanzó a recuperar la voz solo para advertirle:

–Voy a colgar.

–Por favor, no –le suplicó ella, usando ese tono que sabía que serviría para persuadirlo–: Quiero saber cómo estás.

El silencio obcecado de Beni no la desalentó.

–No pude comunicarme a tu teléfono personal –insistió la voz, melodiosa, aterciopelada. Como si deseara acariciarle el rostro para, al cerrar los ojos, permitirle hundir las uñas hasta degollarlo–. Me asusté.

–Lo rompí –respondió él, lacónico.

Ella avanzó con tiento.

–Oí que hablaste con Gennaro. –Otra pausa, que fue llenada solo con el silencio retumbante del corazón de Beni–. ¿Qué podría hacer yo?

Muchas, muchas cosas. Él consiguió paladear una sonrisa irónica, el primer atisbo para recuperar el dominio de sí mismo. Podría haberlo dicho, podría haberle escupido que solo precisaba no haberse revolcado con Stefano, pero no importaba.

Beni había jurado que ya no importaba.

–Voy a colgar –repitió, procurando que no se lo notara alterado.

–Beni, por favor.

–No vuelvas a llamarme.

Y cortó la comunicación, sin la satisfacción que podría haber recibido de la llamada anterior. El gesto hizo que el aparato trastabillara sobre el escritorio y, por la fuerza del impacto, terminó ladeándose tanto sobre el filo que, frente a los ojos impasibles de Beni, se desplomó. Crujió en el suelo y, destartalado, se quebró en dos.

Él se quedó mirando los pedazos de ambos teléfonos, sin ver nada realmente.

–Qué día de mierda.

Era suficiente. No miró la hora; recogió el abrigo y salió por la puerta con un ligero gesto de la cabeza. Aurora no se inmutó. Después de todo, ya todos allí estaban acostumbrados a los berrinches de Beni.

Dos

Un par de horas después, deseaba con vehemencia ser menos resistente al alcohol. ¿Cuánto debía pagar para olvidarse de su jodido nombre?

–Beni.

Sí, exactamente: ese malnacido que le había arruinado la vida.

Entornó los ojos para ver cómo, con un movimiento amplio, Nicola se sentaba a su lado. Por cómo iba vestido, imaginó que habría terminado de trabajar hacía muy poco, pero, si tenía que ser honesto, no tenía la menor idea de qué encargo tenía él por esos días.

–¿Me escuchas?

–Desearía no hacerlo.

Nicola se sonrió y pidió, con una seña, otra pinta. Luego se arrellanó y aguardó, con su paciencia habitual. Beni se sentía peor que si fuese su padre el que estuviera juzgándolo por su espectáculo deplorable.

–Deja de mirarme así o te pondré un ojo morado.

–No sería la primera vez.

–Ya rompí dos teléfonos hoy –repuso, hosco–. Preferiría que tu nariz no entrara en el conteo.

–Lo aprecio. –Nicola se dio un toquecito en la punta de la nariz y luego se encogió de hombros–. Aurora me dijo...

–Le subiré el sueldo.

–No es cuestión de compensar con dinero –masculló él, aunque luego se retractó–: Bueno, sí. Deberías subirle el sueldo a ella y a todos los que tenemos que aguantarte, pero, al margen de eso, ¿qué pasó?

Era la pregunta del millón, y la respuesta no iba a abandonar la boca de Beni, ni siquiera aunque ya la tuviese bastante floja. Un hombre tenía una dosis diaria de humillación y él ya la había cumplido con creces por al menos un siglo. En vez de eso, buscó a Nicola y le dijo sin adornos:

–Te vienes a Roma conmigo.

–¿Disculpa?

Beni alzó las manos en señal de inocencia.

–Cosa del jefe, no mía. –Sonrió de esa manera que, estaba seguro, le envenenaba la piel todavía más que las llamadas de Nina.

–El jefe es tu padre –apuntó Nicolo, sin humor.

–¿Y? Te vienes igual.

Pensó que le haría gracia, pero, al contrario, a su compañero se le endureció el semblante.

–No puedo marcharme contigo a Roma sin un aviso decente, Beni.

Él se exasperó.

–Estoy avisándote ahora. ¿Quieres que te escriba una nota? Se la mostraré a tu mujer si hace falta.

Nicola no le festejó el chiste. Los dos sabían que vivía solo y estaba soltero, pero poco importaba; Beni seguía sobrio para discutir, no para recordar detalles.

–Es serio.

–¿Me estás viendo reírme?

–Eres desesperante.

–Vas a venir conmigo –sentenció él, haciendo caso omiso a la mueca de Nicola–. Creo que Aurora merece unas vacaciones de nuestra presencia.

–El único que la incomoda eres tú.

Pensaba aferrarse a esa excusa como fuera. Nicola y él no eran precisamente amigos, pero tampoco eran solo compañeros de trabajo. La prueba estaba allí: había sabido precisamente en dónde estaría después del lamentable espectáculo y estaba llevándolo como Beni esperaba que lo hicieran sus verdaderos amigos.

Esos que lo habían despreciado en su metamorfosis para convertirse en un auténtico imbécil.

Suspiró. Había un punto de no retorno cuando solo tenía posibilidad de ser sincero con un compañero de trabajo.

–Necesitamos resolver unos negocios allí.

Nicola fue rápido.

–¿Pero Roma no es territorio de Stefano?

–Exactamente.

Se hizo un silencio tenso. Beni le arrebató la cerveza que Nicola no había probado y se la terminó de dos tragos.

–La cosa es que tenemos que ir. Estate listo para marcharnos, a más tardar, pasado mañana.

En vez de ponerse agresivo, esa vez Nicola prefirió ser sincero.

–Tengo un problema familiar, Beni. No puedo irme ahora.

–Resuélvelo.

–Me encantaría –ironizó él, de mala gana.

Beni se sobó las sienes.

–No me importa lo que tengas que hacer, solo hazlo. Habla con Aurora y soluciónenlo; a mí me la suda. Después de todo, no seré yo el que pierda dinero por estar usando de manera incorrecta los recursos de la empresa.

Nicola lo escudriñó un rato largo, como si quisiera probar la veracidad de sus palabras. Al final, se rindió y se encogió de hombros.

–De acuerdo.

Apoyaron a la vez los codos contra la barra y se quedaron en silencio. Beni se sintió un poco menos miserable al saberse en compañía, aunque fuese de un tipo que solo le debía cierto respeto porque trabajaba para él.

A veces, cualquier consuelo era suficiente.

Alguien le subió el volumen a la televisión que estaba colgada a un costado y, de golpe, los dos levantaron la vista, con diferentes grados de sorpresa.

El titular era grande y claro.

El papa Juan Pablo II había muerto hacía instantes, en el Vaticano.

–Maravilloso. –Beni tenía la boca pastosa–. Roma va a ser un puto desastre.

Tres

Soñó con Nina. No era algo novedoso, tampoco romántico: la sensación perenne de su presencia tenía que perseguirlo incluso en la inconsciencia. Era la simple muestra de que ella había hecho a la perfección su trabajo, mientras que Beni se limitaba a intentar echarla por una puerta que no le dejaba ver que la ventana seguía abierta. Nina se colaba en cada rescoldo de cordura que trataba de proteger, y lo minaba hasta convertirlo en cenizas.

El malhumor se convirtió en un dolor de cabeza galopante que lo acompañó risueño durante toda la jornada. Tal vez, si hubiese estado más atento o, por una vez, se hubiese comportado como un ser humano decente, podría haberse dado cuenta de que había algo que no cuadraba, pero estuvo toda la mañana esperando la llamada de su padre. Todavía no le había dicho que había accedido a encargarse del asunto de Roma, así que esperaba otra ronda de tensión y discusión hasta que se dignara a admitir que ya estaba haciendo los arreglos. Agradeció que todavía no tuviese un celular nuevo; había mandado a Aurora a conseguirle otro y esa acción, convenientemente, había dejado sin nadie que atendiese el de la oficina.

Beni dejó que la mañana se escurriera mientras observaba la nada. Podría haber dormido una siesta; después de todo, no era mucho lo que podía hacer si iba a viajar y tampoco quería contactarse con nadie con un teléfono que aún no poseía.

Era una parte vital de la empresa que había montado su padre en los años setenta. Beni no había tenido ninguna vocación especial, a pesar de haber ido a la universidad y sacado el título para dar el ejemplo a su hermano menor. Terminó trabajando con Gennaro por simple devenir de los acontecimientos, porque le pareció lo evidente y, además, tenía carisma y sabía cómo dejar a un lado la parte más odiosa de su personalidad. Además, era joven y quería comerse el mundo. Entró como el hijo del jefe y consiguió muchos buenos tratos que enseguida le valieron la doble reputación, no solo de protegido, sino también por su ojo para las oportunidades arriesgadas.

Claro que todo eso había sido antes de Nina.

No tenía claro cómo habían terminado en ese negocio, pero su padre ya estaba en él cuando metió los pies dentro del plato. En realidad, si se ponía a pensarlo, era evidente. ¿En dónde más podría proliferar un tráfico tan cargado y costoso de obras de arte y material histórico ilegal que en la mismísima nación heredera de los romanos? Si Italia se vendía al turismo extranjero como la cuna de la civilización, pues eso mismo era lo que fluía en sus venas subterráneas: un corolario infinito de objetos de las más inverosímiles antigüedades y orígenes, intercambiados por fuera del circuito respetable del gobierno y los académicos.

Y a Beni se le daba terriblemente bien: no tenía la más mínima idea de historia, pero su olfato no fallaba cuando tenía que decidir qué comprar y a quién vender.

Por eso, y a pesar de lo mucho que se estaba odiando a sí mismo por haber cedido otra vez a las irrisorias peticiones de su padre y a la falta de seriedad de Stefano, pasó la tarde asegurándose de saber qué era lo que debían hacer en Roma. Su cliente era un cardenal. Le sonaba el nombre, precisaba revisar sus ficheros, pero creía que ya habían tratado con él en otras ocasiones. Si era el que él creía, siempre había habido en juego cuantiosas sumas, lo que lo hacía, a su pesar, emocionarse por las oportunidades de la reyerta. No le habían especificado muchos detalles, Beni no sabía si viajaban por una compra o una venta, lo que era engorroso y poco profesional, pero no tenía intención de comunicarse por iniciativa propia con Gennaro y mucho menos con su hermano.

Al parecer, por lo que había leído de reojo en la portada del primer periódico que Aurora dejaba pulcramente sobre la mesita de recepción, el funeral del papa sería recién en unos cuantos días. Su objetivo sería cerrar los negocios –o los problemas– que fuesen a tener en el menor tiempo posible para estar de vuelta en Milán antes de que el caos se desatara en los alrededores del Vaticano.

Concentrado en eso, podía desprenderse de la sensación de humillación y estupidez que le recorría la columna. No había olvidado los sueños con Nina, ni su llamada. Cuando Aurora le tendió el nuevo celular, estuvo a punto de rechazarlo como un niño pequeño, como si así fuese a desprenderse de una vez por todas de sus pesadillas.

Qué soberana estupidez.

Beni solía ser un hombre sensato, aunque hubiese tenido un resabio de acidez desde el principio. Su versión más hosca, irritante y hasta violenta había sido primorosamente pulida por los acontecimientos del último año.

Y las malditas llamadas.

Por suerte para él, nadie de su familia intentó comunicarse. Ni siquiera su padre, lo que lo dejó todavía más decepcionado. Al final del día, le remitió un correo electrónico con el billete de tren que ya tenía y una escueta línea que indicaba que hablarían a su regreso. Ni una palabra más.

Luego de eso, evitó el bar de siempre y se fue directo a casa.

Ya había arreglado con Aurora que no pasaría por la oficina al día siguiente, sino que se encontraría directamente con Nicola justo frente a la Stazione Milano Centrale. El plan de Beni era desayunar fuerte y luego tomar el tren, tratando de pensar lo menos posible en el hecho de que en Roma también se encontraría Nina.

–Buenos días.

Para ser abril, hacía ya bastante calor. Beni se había dejado los anteojos de sol, pero llevaba el abrigo en la mano junto con su maleta mientras revisaba distraído la agenda de las siguientes semanas. Levantó la vista y se encontró con la mueca inescrutable de Nicola.

–Buenas. ¿Quieres...? –se cortó en seco cuando vio que el muchachito que pasaba a su lado se detenía a la vez que su compañero en vez de seguir adelante como lo haría cualquier desconocido. Se hizo un silencio incómodo en el que Beni parpadeó, confuso, hasta que empezó a entender que el chico definitivamente iba con Nicola.

–Te avisé que tenía un problema familiar –masculló el aludido, cuando Beni abrió la boca, medio atontado.

–¿Es tu hijo?

El jovencito parecía querer estar en cualquier otro lugar antes que allí. Miraba para abajo y al costado, en una actitud infantil que no le pegaba con su cuerpo en proceso de desarrollo.

–No seas ridículo –Nicola chasqueó la lengua–. Es mi sobrino.

Beni se quedó en blanco. Volvió a mirar al chico, luego a su compañero, de nuevo al mocoso y, al final, a Nicola, que había pasado de una ligera tensión a la burla descarada.

–¿Quieres preguntar por qué, si es mi sobrino, no tiene rasgos asiáticos?

Él intentó componerse, con el orgullo herido.

–Tal vez.

–¿Y no se te ocurrió preguntarlo cuando pensaste que era mi hijo? –Ese maldito lo estaba disfrutando. Beni cambió el peso al otro pie y le hizo un ademán para que terminara la broma a su costa.

–Deberías ser más considerado, ¿no crees? O voy a terminar creyendo que eres más racista de lo que aparentas.

Estaba aguantando la carcajada.

–Ya cállate –espetó Beni, malhumorado. Nicola levantó las palmas en señal de paz.

–Hay posibilidades de que salga así si... Bueno, bueno –se cortó antes de que su jefe decidiera obligarlo a cerrar la boca por las malas–. Es el hijo de mi hermana. Lo adoptó cuando tenía tres años.

–Ya.

–Massimo, saluda al señor Gallo.

Beni podría haber tenido compasión por el chiquillo si no fuese porque estaba por colarse en su viaje.

En su viaje de “negocios”. Hacia la maldita Roma donde el maldito Stefano debía estar cubriendo el jodido trabajo.

–Hola –masculló Massimo, sin mirarlo. No pudo culparlo: él tampoco estaba mirándolo a él, sino a Nicola. Intentó, de la manera más disimulada que pudo, separarlo lo suficiente del chico preadolescente para poder decirle:

–¿Y se puede saber qué hace él aquí?

Su compañero lucía confundido.

–Viene conmigo.

–No. Tú vienes conmigo.

–Y él conmigo.

–No puede... –Beni tuvo que callarse, porque era evidente que Nicola no pensaba ceder. Había cuadrado los hombros y el sol le daba justo en la nuca. Suspiró–. Maldita sea.

–Lo lamento. –Estaba claro que el malnacido no lo hacía–: Hice que Aurora lo tuviese en cuenta, pero, si consideras que puede ser un obstáculo para el negocio, puedo quedarme aquí.

Ni muerto pensaba irse a Roma solo. Estaría muy cerca de cometer una locura. Beni tuvo que buscar fuerzas en lo más recóndito de su ser para hacer un gesto con la barbilla.

–Andando.

La estación resplandecía mientras entraban en su hall soberbio, para tomar el bendito tren. Beni se preguntó cuántas cosas más podrían salir mal en un simple viaje relámpago, sin saber que solo estaría atrayendo la peor de las suertes.

Cuatro

Desde que Nina había formalizado lo suyo con Stefano, Beni había ido a Roma solo en tres ocasiones, contando la actual. En todas, por orden de su padre, naturalmente. No iba a someterse a semejante escarnio por su propia voluntad y, para ese momento, esperaba que Gennaro empezara a entenderlo, porque tenía la intención de que ese viaje fuese el último.

Para su consuelo, el chico, Massimo, permaneció en silencio durante las casi tres horas que duró el trayecto. Nicola intentó entablar una conversación, pero su sobrino no se molestó en responder más que con monosílabos, lo que hizo que se rindiera bastante rápido.

Beni aprovechó el ligero zumbido del tren para reposar la sien contra la ventana y tratar de desprenderse de cualquier síntoma que denotara sentimientos. Era lo que había estado haciendo todo ese tiempo: despersonalizarse por completo, abrazando la apatía y el malhumor como nuevos rasgos de una personalidad que había sido pisoteada por quienes más amaba.

La idea de dejar que Stefano se encargara de Roma había sido suya, como casi todo. Se había vuelto evidente que precisaban que alguien en la empresa estuviese en el meollo de la cuestión y a Beni le había parecido ideal que fuese su hermano: después de todo, era él quien había estudiado arte. Era un poco irónico que el hijo de un virtual ladrón de objetos históricos se especializara en su composición y su dataje, pero así era el mundo. Beni estaba orgulloso de Stefano: se había formado en las mejores academias italianas y había pasado tres años en Alemania para estudiar archivo y arqueología. Si bien la empresa sacaba su mejor tajada de las obras de arte, lo cierto era que, en el día a día, se dedicaban a objetos menores: los conseguidos por un trabajador del campo en el Lazio, los rescatados de una obra en construcción justo antes de que llegase el equipo arqueológico o, incluso, algunos tráficos por debajo de la manga de coleccionistas privados. De la misma forma en la que Beni había contribuido con su buen olfato para los negocios, Stefano lo hacía con su conocimiento erudito y con la red de relaciones académicas y extraoficiales que había sembrado durante su carrera.

No había mejor elemento para Roma. Lo que Beni no había imaginado era que, con su mudanza, también se llevaría a su novia.

–Ya llegamos.

Se sobresaltó y fingió que no se había quedado dormido. Massimo lo miró por primera vez, con suspicacia, y él se juró que no iba a aguantar la impertinencia de un muchachito de trece años. Sin embargo, Massimo no comentó nada. Se levantaron, tomaron sus cosas y salieron al mediodía romano, que los recibió con una oleada de barullo sin sentido retumbando en las colosales paredes de Roma Termini. Siguieron la marea de personas que salían del mismo tren y Beni procuró pedir un taxi. El hotel Stella se encontraba a un buen trecho y estaba un poco aturdido y hambriento. Era el mejor estado para enfrentar la realidad de una ciudad a la que no tenía ganas de ver a la cara.

–Beni, espera por favor. ¡Beni!

No. Bajo ningún concepto...

–Beniamino.

Quiso, como cuando era apenas un mocoso y buscaba angustiado a su padre, aferrarse al brazo de Nicola. Tal vez eso lo estabilizaría lo suficiente como para poder girarse con la expresión que desearía tener: una cargada de odio y desprecio. Sin embargo, no era un niño y no podía rebajarse de esa manera, no cuando ya lo había hecho de otras formas una infinidad de veces. Así que torció el gesto lo mejor que pudo y, en una mezcla de locura y desesperación, se enfrentó a la voz de Nina en vivo, persiguiéndolo por toda la maldita terminal.

¿Cómo podía ser que lo hubiese encontrado entre tantas, tantísimas personas?

Estaba sencillamente harto.

Nina intentaba recobrar el aliento. Nicola enarcó una ceja y obligó a su sobrino a esperar.

–Gennaro... me dijo... que llegarías en este tren.

Estaba más hermosa que nunca. Lo obligó a fruncir el rostro de pura frustración, porque nunca había sentido tanto odio y tanto anhelo por una persona.

Se había cambiado el peinado. Ya no lo llevaba en trencitas como cuando estaban juntos, sino que se lo había soltado, rizado, libre, desbocado, bellísimo.

Cuánto deseaba poder detestarla hasta los huesos.

Nicola leyó correctamente la situación, porque enseguida habló por los dos.

–Íbamos a tomar un taxi.

–Yo podría llevarlos. –Nina, ya recuperada, solo tenía ojos para Beni–. Al Stella, ¿verdad?

Estaba claro que era una mujer que lo conocía bien, porque, con esa información, desarmó los recelos de Nicola y solo lo dejó desconcertado.

–Pues...

–No.

Beni no estuvo seguro de si la negativa se habría oído por encima del ruido de la estación, pero fue lo suficientemente tajante como para que los ojos de Nina –grandes, hermosos, suplicantes– regresaran en exclusiva hacia él.

–No –repitió, y se aclaró la garganta. No creía poder decirle nada más–. Nicola, vámonos.

–Beni, por Dios santo.

Cuando Nina quiso rozarlo, él reaccionó. Consiguió sacudirse el letargo morboso de verla casi en diferido, como una aparición, para permitir que el aguijón de la ira volcánica que sentía arremolinándose en la punta de los dientes diese todo de sí.

–Ni se te ocurra intentar tocarme. –La rabia lo hizo elevar la voz, potente.

–Estaba preocupada –se excusó Nina, sincera–. No había forma de comunicarse contigo por teléfono y...

–Reventé el celular luego de que llamaras –le espetó, con intención, para frenarla. Ella se quedó helada, con la mueca a medio hacer–. No sigas acosándome, maldita sea, porque no responderé de mí. Te juro.... te juro...

–Beni –advirtió Nicola, pero él no lo escuchó. La señaló con el dedo, deseando poder atravesarle exactamente el corazón.

–No vuelvas a hablar conmigo. No quiero saber nada de ti, ¿me oyes? ¿me entiendes?

–Pero...

–La próxima vez dejaré de pedírtelo con palabras, Nina. –Su nombre lo ahogó. El veneno le amargó la boca y se sintió, tal como era, el hombre más patético sobre la faz de la tierra–. Vete a la mierda y llévate a Stefano de una vez. Déjenme en paz.

No se detuvo a asegurarse de que Nicola y Massimo lo siguieran. Emprendió la marcha con fiereza.

Salió y se dio cuenta de que no iba a respirar con normalidad hasta que no pudiese abandonar Roma.

Tal y como había predicho, la ciudad era un caos. Aurora, siempre eficiente, había conseguido la suite de siempre después de presionar bastante con el nombre de Gennaro Gallo. No eran una celebridad, ni mucho menos, pero el hotel Stella llevaba trabajando con la empresa unos cuantos años y habían sido beneficiados con solicitadas piezas de arte barroco que en otras circunstancias podrían haber ido a parar a coleccionistas. Los favores prodigados en ambas direcciones hicieron que fuese razonable pedir la reserva cuando Roma estaba a punto de explotar por la afluencia de personalidades destacadas que llegaban para despedirse del papa viajero. De pronto, la idea de estar bajo techo y muy, muy lejos de Nina fue lo único que impulsó a Beni a avanzar.

Cinco

Marlena no conocía Roma; no la ciudad eterna de la que todos hablaban, al menos. Cuando era adolescente, su padre la había paseado por distintos puntos de Italia, incluyendo las afueras, pero nunca se habían detenido en el centro histórico, capital del país. Tampoco pudo hacerlo en cuanto llegó, porque había tanta gente que apenas podía distinguir los sitios más icónicos bajo la marabunta de personas.

En parte, suponía que debía estar agradecida. Llevaba un buen tiempo planificando ese viaje, pero no se había animado hasta último momento. Jules lo sabía y la había apoyado. Había preferido no comentárselo a su madre ni a nadie de la familia. Ni siquiera a Lorenzo, que desde algunos años atrás, vivía en Camporomano, un vecindario periférico a poco más de una hora desde el centro de Roma.

–¿Te encuentras bien? –pensó que sería Jules el que preguntaba, pero se encontró con la preocupación sincera de Lou, el camarógrafo. Se había vuelto a perder en sus pensamientos.

–Sí, sí. Me agobio un poco con tanta gente.

–Mejor entremos, entonces.

Tenían reserva en un hotel de la Via dei Genovesi, en el Trastévere. Les quedaba un poco lejos, pero era lo único que habían podido conseguir con el presupuesto del periódico y, de cualquier forma, cuando lo reservaron no habían pensado que tendrían que dirigirse al Vaticano. Marlena estaba conforme. Le bastaba con que la habitación estuviera limpia y pudiera darse una ducha hirviendo.

Tuvieron un ligero problema al realizar el check-in, algo que ella no había pensado, por supuesto.

–Pues ustedes se quedan con la de la derecha y nosotras con la de la izquierda. –Amira soltó su maleta e hizo una seña con el pulgar. Estaban los cuatro en un pasillo estrecho, sin mayor decoración que una ventana que daba al bullicio del exterior–. Anda, muévete.

–Pero...

Qué tonta, por supuesto. Amira no iba a dormir con Lou solo porque ella hubiese asumido que compartiría habitación con Jules. Le dirigió una mirada suplicante, aun sabiendo que él no podría hacer nada.

–Vamos, vamos.

Amira la empujó, y Marlena tuvo que resignarse a lo inevitable.

En realidad, ella no odiaba a su compañera. No eran amigas, ni siquiera cercanas. La tirantez entre las dos se debía a la actitud frontal y combativa de Amira contra la reservada de Marlena, que parecía encontrarse siempre a la defensiva.

–Si estás decepcionada, al menos disimula –le espetó la mujer al darse vuelta y verla bajo el dintel de la puerta, indecisa–. Te prometo que no muerdo de noche. –Sonrió, de mala gana–. No eres mi tipo.

Marlena hizo una mueca que no llegó a ser una sonrisa. Entró y tomó la cama que quedaba libre, suspirando. Iba a ser difícil conseguir su objetivo si tenía a Amira curioseando cada paso que daba. Tendría que arreglárselas.