Dos destinos - Wilkie Collins - E-Book

Dos destinos E-Book

Wilkie Collins

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Beschreibung

Los destinos a los que hace referencia el título de esta novela son los de Mary Dermody y George Germaine, dos almas gemelas que, a lo largo de su vida, tratarán de permanecer unidos.

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Veröffentlichungsjahr: 2017

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WILKIE COLLINS

Dos destinos

PRELUDIO

EL INVITADO ESCRIBE RELATANDO LA CENA

Han transcurrido muchos años desde que mi esposa y yo dejamos Estados Unidos para visitar Inglaterra por primera vez.

Viajábamos, por supuesto, con cartas de presentación. Una de ellas la había escrito el hermano de mi esposa y nos encomendaba a un caballero inglés que ocupaba un lugar destacado en su lista de viejos y apreciados amigos.

Al despedirnos, mi cuñado nos dijo:

—Conoceréis al señor George Germaine en una etapa muy interesante de su vida.

Según las últimas noticias, se acaba de casar.

No sé nada de su esposa ni tampoco de las circunstancias en que mi amigo la conoció.

Pero de algo tengo la certeza: por la amistad que nos une, casado o soltero, George Germaine os dispensará, a ti y a tu esposa, un agradable recibimiento en Inglaterra.

El día después de nuestra llegada a Londres dejamos la carta de presentación en casa del señor Germaine.

A la mañana siguiente fuimos a ver en la metrópoli inglesa un monumento de gran interés para los americanos: la torre de Londres. A los ciudadanos de Estados Unidos les resulta de suma utilidad esta reliquia de tiempos pasados, pues exalta su estima patriótica por las instituciones republicanas. De regreso al hotel, la tarjeta de los señores Germaine nos indicó que ya nos habían devuelto la visita. Esa misma tarde, recibimos una invitación para cenar con la pareja recién casada. Iba adjunta a una pequeña nota de la señora Germaine dirigida a mi esposa, en la que nos advertía que no esperáramos unirnos a un gran grupo. "Es la primera cena que ofrecemos tras regresar de nuestro viaje de bodas", escribía, "y sólo conocerán a unos pocos viejos amigos de mi marido."

En América y (según tengo entendido) en el continente europeo también, cuando uno es invitado a cenar a una determinada hora se le hace al anfitrión el honor de llegar a su casa puntualmente. Tan sólo en Inglaterra prevalece la incomprensible y descortés costumbre de dejar que éste y la cena aguarden durante media hora o más, sin ninguna razón ni otra excusa mejor que la disculpa puramente formal contenida en las palabras:

"Perdón por llegar tarde."

Aunque llegamos a casa de los señores Germaine a la hora señalada, tuvimos motivos para congratularnos por la ignorante pun-tualidad que nos había conducido hasta el salón media hora antes que el resto de invitados.

En primer lugar, fue tanta la cordialidad y tan poca la ceremonia con que nos dieron la bienvenida que casi nos imaginamos de vuelta en nuestro país. En segundo lugar, el marido y la esposa nos interesaron desde el momento en que los vimos. La dama, en particular, no era una mujer lo que se dice bella, pero nos fascinó. Había un encanto natural en su rostro y su porte, una gracia simple en todos sus movimientos, una ligera y deliciosa melodía en su voz, que a unos americanos como nosotros nos resultaron sencillamente irresistibles. Y además era evidente (y tan grato) que al menos allí había un matrimonio feliz. Eran dos personas que compartían sus más preciados anhelos, deseos e intereses; parecían, me arriesgaría a decir, haber nacido para ser marido y mujer. Cuando el elegante retraso de media hora hubo expirado, nosotros conversábamos con tanta familiaridad y confianza como si los cuatro fuéramos viejos amigos.

Dieron las ocho y apareció el primer invitado inglés.

He olvidado el nombre del caballero, por lo que, con su permiso, lo distinguiré utilizan-do una letra del alfabeto. Permítanme llamarlo señor A. Al entrar el señor A solo en la estancia, nuestros anfitriones se sobresaltaron y parecieron sorprendidos. Por lo visto esperaban que le acompañara otra persona. El señor Germaine preguntó a su amigo con curiosidad:

—¿Dónde está su esposa?

El señor A respondió por la dama ausente ofreciendo una correcta y escueta disculpa, que expresó con estas palabras:

—Tiene un fuerte resfriado. Lo siente de veras. Me ha pedido que presente sus excusas.

Acababa de transmitir el mensaje cuando apareció otro caballero sin acompañante. Retomando las letras del alfabeto, permítanme llamarlo señor B. Una vez más, observé el sobresalto de nuestros anfitriones al verlo entrar solo en la estancia. Y, para mi asombro, oí al señor Germaine formular la misma pregunta al nuevo invitado:

—¿Dónde está su esposa?

La respuesta del señor B fue, con escasas variaciones, una repetición de la correcta y escueta disculpa del señor A.

—Lo lamento mucho. La señora B tiene un fuerte dolor de cabeza. Es propensa a estos dolores. Me ha pedido que presente sus excusas.

Los señores Germaine cruzaron una mirada. El rostro del marido expresaba claramente la sospecha que había suscitado en él la segunda disculpa. La esposa permanecía firme y serena. Hubo un instante de silencio.

Los señores A y B se retiraron juntos, con expresión culpable, a un rincón. Mientras, mi esposa y yo contemplamos los cuadros.

La señora Germaine fue la primera en li-berarnos de aquel intolerable silencio. Al parecer, todavía faltaban dos invitados para completar el grupo.

—¿Empezamos ya a cenar, George? —le preguntó a su esposo—. ¿O aguardamos a los señores C?

—Esperemos cinco minutos —respondió él secamente, con la mirada puesta en los señores A y B, que mostrándose culpables seguían recluidos en su rincón.

Se abrió la puerta del salón. Todos sabíamos que se aguardaba a una tercera dama, y miramos hacia la puerta con tácita anticipa-ción. En silencio, abrigábamos la esperanza inconfesable de que pudiera aparecer la seño-ra C. ¿Nos deleitaría y tranquilizaría, a la vez, con su presencia aquella mujer admirable aunque desconocida? Me estremezco al escribirlo. El señor C entró en la estancia, pero solo.

Al recibir al nuevo invitado, el señor Germaine cambió repentinamente su pregunta.

—¿Está enferma su esposa? —dijo.

El señor C era un hombre de cierta edad y, a juzgar por las apariencias, había vivido en la época en que las viejas normas de cortesía todavía estaban en vigor. Descubrió a sus dos iguales en el rincón, sin la compañía de sus esposas, y excusó a su mujer con el aire de un hombre que se siente francamente avergonzado:

—La señora C lo lamenta mucho. Tiene un resfriado muy fuerte. Siente mucho no poder acompañarme.

Ante esta tercera disculpa, el señor Germaine no pudo contenerse y expresó su indignación.

—Dos fuertes resfriados y un fuerte dolor de cabeza —dijo en tono irónico aunque educado—. Caballeros, no sé si sus esposas es-tán de acuerdo cuando se encuentran bien, pero cuando están enfermas ¡su unanimidad es prodigiosa!

Tras aquel comentario incisivo fue anun-ciada la cena.

Tuve el honor de conducir a la señora Germaine al comedor. Su percepción del insulto implícito que le habían dedicado las esposas de los amigos de su marido se reflejó únicamente en un temblor, muy leve, de la mano con la que se apoyó en mi brazo. El interés que sentía por ella se multiplicó. Tan sólo una mujer acostumbrada a sufrir y que hubiera tenido que doblegarse y aprender a dominarse podría haber soportado, como ella, el martirio moral que se le había infligido, desde el principio hasta el final de la velada.

¿Exagero al escribir sobre mi anfitriona en estos términos? Véanse las circunstancias a las que nos enfrentábamos dos extraños co-mo mi esposa y yo.

Aquella era la primera cena que los señores Germaine ofrecían después de su boda.

Tres de los amigos del señor Germaine, todos hombres casados, habían sido invitados junto a sus esposas para conocer a la mujer del señor Germaine, y (evidentemente) habían aceptado la invitación sin reservas. Resultaba imposible decir qué detalles habrían surgido entre el momento de entregar la invitación y el de celebrar la cena. Lo único que podía discernirse claramente era que, en aquel intervalo, las tres esposas habían coincidido en dejar que sus maridos las representaran en la mesa de la señora Germaine; y lo que es más sorprendente, los esposos habían aprobado la conducta tremendamente descortés de sus esposas y habían consentido en dar las excusas más triviales e insultantes para justificar su ausencia. ¿Podría haberse ultrajado de forma más cruel a una mujer en el inicio de su vida de casada, ante su esposo y en presencia de dos extraños de otro país? ¿Es

"martirio" una palabra demasiado dura para describir lo que una persona sensible debió sufrir al verse sometida a un trato como aquél? No lo creo.

Así pues, ocupamos nuestros lugares en la mesa. No me pidan que describa aquella velada, ¡la reunión más deplorable de los mortales, la fiesta más aburrida y monótona del género humano! Ya es bastante lamentable recordarla.

Mi esposa y yo hicimos todo lo que pudi-mos para que la conversación fluyera con la mayor naturalidad y sencillez. Puede decirse que realmente nos esforzamos. Sin embargo, el éxito que obtuvimos no fue demasiado alentador. Por mucho que intentásemos igno-rarlos, los tres lugares vacíos de las tres mujeres ausentes hablaban tristemente por sí mismos. Por mucho que intentásemos resis-tirnos, todos llegábamos a la única y penosa conclusión que aquellos lugares vacíos insistí-

an en imponernos. Era evidente que algún terrible rumor acerca de aquella desdichada mujer, que presidía la mesa, había salido a la luz de forma inesperada y había acabado, de un solo golpe, con el lugar que ocupaba en la estima de los amigos de su marido. Ante las excusas dadas en el salón y los sitios vacíos en la mesa, ¿qué podían hacer los invitados más afables, con la mejor intención, para ayudar al marido y a la esposa en ese duro trance? Podían dar las buenas noches en cuanto hallaran la ocasión y demostrar su compasión dejando a solas al matrimonio.

Permítanme, al menos, hacer constar en honor a los tres caballeros, referidos en estas páginas como A, B y C, que se sentían tan avergonzados de sí mismos y de sus esposas que fueron los primeros del grupo que abandonaron la casa. Unos pocos minutos después nos levantamos para seguir su ejemplo. La señora Germaine nos rogó que postergásemos nuestra partida.

—Aguarden unos minutos —susurró diri-giendo una mirada a su esposo—. Tengo que decirles algo antes de que se marchen.

Se apartó y, tomando del brazo al señor Germaine, le llevó al otro lado de la sala. Los dos mantuvieron un breve diálogo en voz baja. El marido terminó la discusión acercándose la mano de su esposa a los labios.

—Como tú quieras, cariño —le dijo—. Lo dejo enteramente a tu juicio.

Se sentó apenado, absorto en sus pensamientos. La señora Germaine abrió un armario en el extremo más alejado de la habitación y regresó a nuestro lado con un pequeño cartapacio en la mano.

—No tengo palabras para expresar mi agradecimiento por su amabilidad —dijo con gran sencillez y dignidad a la vez—. Me han tratado, en circunstancias muy difíciles, con la ternura y comprensión que habrían demostrado a un viejo amigo. La única forma de devolverles todo lo que les debo es ofreciéndoles mi entera confianza y dejando que juz-guen por sí mismos si merezco el trato que he recibido esta noche.

Los ojos se le llenaron de lágrimas. Calló, tratando de dominarse. Los dos le pedimos que no continuase. Su marido unió su petición a la nuestra. Ella nos dio las gracias, pero insistió. Como la mayoría de personas que controlan sus emociones, podía mostrarse decidida cuando consideraba que la ocasión lo requería.

—Aún tengo que decir unas pocas palabras —prosiguió dirigiéndose a mi esposa—.

Es usted la única mujer casada que ha asisti-do a nuestra humilde cena. La ausencia ma-nifiesta de las otras esposas se explica por sí misma. No me corresponde juzgar si han hecho lo correcto o no rechazando sentarse a nuestra mesa. Mi querido esposo, que conoce toda mi vida tan bien como yo, expresó el deseo de que invitáramos a esas damas. Supuso equivocadamente que sus amigos adoptarían el afecto que siente por mí; pero ni él ni yo sospechábamos que las desgracias de mi vida pasada les serían reveladas por alguna persona de su entorno, cuya perfidia aún debemos descubrir. Lo mínimo que puedo hacer, en reconocimiento a su amabilidad, es ponerles en la misma situación que ahora ocupan las otras damas respecto a mí. Las circunstancias en las que me he convertido en la esposa del señor Germaine son, en algunos aspectos, muy singulares. Quedan relatadas, sin omisión ni reserva, en una breve narración que mi esposo escribió al casarnos para satisfacer a uno de sus familiares ausentes, cuya buena opinión no deseaba dañar. El manuscrito está en este cartapacio. Después de lo que ha sucedido, les pido a los dos que lo lean, como un favor personal hacia mí.

Cuando lo sepan todo, podrán decidir si soy o no una persona recta con la que puede tra-tarse una mujer honesta.

Alargó la mano y con una sonrisa dulce y triste nos dio las buenas noches. Mi esposa, con su carácter impulsivo, olvidó las formali-dades propias de la ocasión y la besó al salir.

Ante aquel sencillo acto de simpatía y her-mandad, la pobre perdió la entereza con la que se había mantenido durante toda la velada y rompió a llorar.

Sentí tanta ternura y compasión por ella como mi esposa. Pero (por desgracia) no pu-de gozar también del privilegio de besarla. Al bajar las escaleras hallé la oportunidad de decirle unas palabras alentadoras a su marido cuando nos acompañaba a la puerta.

—Antes de abrir esto —afirmé señalando el cartapacio, que sostenía bajo el brazo—, hay algo de lo que estoy seguro. Si no estuviera casado, créame, le envidiaría por la esposa que tiene.

El, a su vez, señaló el cartapacio.

—Lea lo que he escrito —dijo— y comprenderá lo mucho que me han hecho sufrir esta noche mis falsos amigos.

A la mañana siguiente, mi esposa y yo abrimos el cartapacio y leímos la extraña historia del matrimonio de George Germaine.

GEORGE GERMAINE CUENTA SU HIS-

TORIA DE AMOR

CAPÍTULO I

GREENWATER BROAD

Vuelve atrás, memoria, por el oscuro la-berinto del pasado, por alegrías y pesares entrelazados durante veinte años. Volved, días de mi niñez, junto a las sinuosas y verdes orillas del pequeño lago. Ven a mí una vez más, amor de infancia, con la inocente belleza de tus diez primeros años de vida.

Vivamos de nuevo, cariño mío, como en nuestro paraíso original, antes que el pecado y el dolor alzaran sus espadas de fuego y nos arrojaran al mundo.

Era el mes de marzo. Las últimas aves salvajes de la temporada nadaban en las aguas del lago que, en Suffolk, llamamos Greenwater Broad.

Serpenteando por doquier, las orillas cubiertas de hierba y los árboles encorvados teñían el lago con esos reflejos de un verde suave que le dan nombre1. En un fondeadero, en el extremo sur, se guardaban los botes. Mi precioso bote de pesca tenía un pequeño puerto natural para él solo. En otro fondeadero, en el extremo norte, se hallaba la gran trampa (o "señuelo"), que se utilizaba para atrapar a las aves salvajes que se reuní-

an cada invierno, a millares, en Greenwater Broad.

Mi pequeña Mary y yo salimos, cogidos de la mano, a ver caer en el señuelo a los últimos pájaros de la temporada.

La parte exterior de aquella extraña trampa para pájaros emergía de las aguas del lago en una serie de arcos circulares, com-puestos por ramas elásticas dobladas en la forma necesaria y cubiertas por pliegues de una fina malla, que constituía la techumbre.

Los arcos y la malla disminuían de tamaño poco a poco, siguiendo el secreto serpentear del fondeadero, tierra adentro, hasta su fin.

Detrás, construida alrededor de los arcos en el lado de tierra, se extendía una empalizada, que era lo bastante grande para que un hombre arrodillado se ocultara sin ser visto por los pájaros del lago. En distintos tramos de la empalizada se abría un agujero de un tamaño mínimo para que pasara un perro de aguas o un terrier. Y ahí empezaba y acababa el me-canismo, simple aunque suficiente, del se-

ñuelo.

En aquellos días, yo tenía trece años y Mary diez. Caminábamos hacia el lago con el padre de Mary como guía y compañero. Aquel buen hombre trabajaba como administrador en la finca de mi padre. Pero además era un hábil maestro en el arte de atraer patos con señuelo. El perro que le ayudaba (en Suffolk no empleamos patos domesticados como se-

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