Dos detectives ante un barril - Mark Twain - E-Book

Dos detectives ante un barril E-Book

Mark Twain

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Beschreibung

Dos detectives ante un barril es una narración satírica de Mark Twain publicada en 1902, en la que el autor parodia con ingenio el género detectivesco y al propio Sherlock Holmes. La historia se divide en dos partes: en la primera, una mujer humillada por su esposo, Jacob Fuller, educa a su hijo, Archy Stillman, para que vengue sus agravios valiéndose de un don extraordinario: un olfato casi sobrenatural. En la segunda parte, ambientada en un campamento minero de California, Archy se cruza con Sherlock Holmes, que investiga el asesinato de un minero en circunstancias misteriosas. Sin embargo, el infalible detective londinense comete un error de juicio, superado por la intuición instintiva de Archy. Con humor y crítica mordaz, Twain desmonta el mito de la infalibilidad racional, contraponiendo la lógica del detective con la imprevisibilidad humana y el sentido común americano.

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Seitenzahl: 227

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Índice

Dos detectives ante un barril

Una tarde con Sherlock Holmes

Los dos colaboradores

El difunto Sherlock Holmes

El hombre que «superó» a Sherlock Holmes

Una luna de miel interrumpida

La recrudescencia de Sherlock Holmes

El Sr. Holmes resuelve una cuestión de autoría

El desenmascaramiento de Sherlock Holmes

Del diario de Sherlock Holmes

La Mona Lisa

El bebé perdido

La cuerda de tender

Notas

Dos detectives ante un barril

Títulos originales: A Double Barreled Detective Story; My Evening with Sherlock Holmes; The Adventure of the Two Collaborators; The Late Sherlock Holmes; The Man Who Bested Sherlock Holmes; An Interrupted Honeymoon; The Recrudescence of Sherlock Holmes; Mr. Holmes Solves a Question of Authorship; The Unmasking of Sherlock Holmes; From the Diary of Sherlock Holmes; The Adventure of the Mona Lisa; The Adventure of the Lost Baby; The Adventure of the Clothes-line.

Traducción: Rita Zaragoza Jové

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición en libro electrónico: julio de 2025

REF.: OBDO523

ISBN: 978-84-1098-385-4

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

“¡ÉL HA HEREDADO EL OLFATO DE LOS SABUESOS!”.

PRIMERA PARTE

DOS DETECTIVES ANTE UN BARRIL

THE SHERLOCK HOLMES COLLECTION

1902

Dos detectives ante un barril.

DE MARK TWAIN

I

NUNCA DEBEMOS OBRAR MAL CUANDO LA GENTE NOS MIRA

A PRIMERA escena de este relato se desarrolla en el campo, en Virginia; la época, 1880. Acaba de celebrarse una boda entre un guapo muchacho de escasos medios de vida y una joven rica: salta a la vista que se trata de un caso de amor y de una boda precipitada; de una boda a la que se opone tenazmente el padre de la novia, que es viudo.

Jacob Fuller, el novio, tiene veintiséis años de edad, y pertenece a una antigua pero desprestigiada familia que se vio obligada a emigrar de Sedgemoor, en beneficio de la hacienda del rey Jacobo según se dice —unos lo dicen maliciosamente y otros simplemente porque lo creen así.

La novia es una bonita muchacha que solo tiene diecinueve años. Es apasionada, sensible, romántica, inmensamente envanecida de su sangre azul y está loca de amor por su joven marido. Por él hizo frente al malhumor de su padre, sufrió los reproches de este, aguantó con inquebrantable lealtad sus admonitorias predicciones, y salió de su casa sin la bendición paterna, orgullosa y feliz de poder dar estas pruebas de la calidad del afecto que había hecho nido en su corazón.

La mañana siguiente al día de la boda le reservaba una sorpresa. Su esposo se le puso al lado, le hizo cuatro carantoñas, y le dijo:

—Siéntate. Tengo que contarte algo. Te aseguro que te amé. Eso fue antes de pedirle a tu padre que te dejara casarte conmigo. No estoy agraviado por su negativa: eso lo habría podido aguantar. Pero las cosas que él te dijo de mí son algo muy diferente. No necesitas explicarme nada, lo sé todo muy bien de fuentes auténticas. Entre otras cosas, dijo que mi carácter estaba escrito en mi cara; que yo era un pérfido, un hipócrita, un cobarde y un bruto sin ningún sentimiento de piedad o compasión. A todo eso él lo denominaba la «marca de Sedgemoor».

Cualquier otro hombre hubiera ido a su casa y lo hubiera matado de un tiro, como si fuese un perro. Tuve la intención de hacerlo, y llegué a considerar la idea en serio; pero luego tuve una inspiración mejor: hacerle caer la cara de vergüenza, destrozar su corazón; matarlo lentamente. ¿Cómo hacerlo? ¡Pues tratándote mal a ti, a quien idolatra! Yo me casaría contigo y después... Ten paciencia. Ya lo irás viendo.

A partir de aquel momento, y por espacio de tres meses, la joven desposada sufrió todas las humillaciones, todos los insultos y todas las miserias que el activo y fecundo cerebro de su esposo pudo imaginar, con la sola excepción de los castigos corporales. Su amor propio la contuvo y sufrió en secreto aquellas calamidades. De vez en cuando, su esposo le decía: «¿Por qué no vas a ver a tu padre y se lo explicas?». Entonces inventaba nuevas torturas, las llevaba a cabo y volvía a hacerle la misma, pregunta. Ella siempre contestaba lo mismo: «Mi padre jamás sabrá nada si tengo que decírselo yo»; y se burlaba de los orígenes de él, le decía que ella era la esclava legal de un descendiente de esclavos, y que le obedecería, pero que no daría ni un paso más. El podía matarla, si así lo quería, pero no podía vencerla: la casta de Sedgemoor no era de vencedores.

Al cabo de los tres meses él le dijo con intriga:

—Lo he probado todo menos una cosa —y esperó la respuesta de ella.

—Pues pruébala —le dijo, mientras sonreía burlescamente.

A media noche, él se levantó, se vistió, y le gritó:

—¡Levántate y vístete!

Ella obedeció, como siempre sin decir una palabra. El marido la llevó a media milla de la casa y procedió a atarla a un árbol, a un lado de la carretera; lo logró a pesar de que ella chillaba y luchaba con fiereza. Entonces la amordazó, le cruzó el rostro con su látigo y azuzó contra ella a sus sabuesos, que le destrozaron el vestido y la dejaron desnuda. Cuando estuvo satisfecho llamó a los perros y, dirigiéndose a ella, le dijo:

“EL MARIDO PROCEDIÓ A ATARLA A UN ÁRBOL, A UN LADO DE LA CARRETERA”.

—Así te encontrarán los viandantes. Solo faltan tres horas para que empiece a pasar alguien por aquí; y entonces harán correr la noticia, ¿me oyes? Bueno, adiós, a mí ya no me verás el pelo nunca más.

Y seguidamente se marchó.

Ella gimoteaba, lamentándose:

—¡Y espero un hijo... de él! ¡Dios haga que sea un chico!

Los campesinos la desataron e hicieron correr la noticia, lo que hasta cierto punto era natural. Hubo un levantamiento en la región con la intención de linchar al marido, pero el pájaro ya había volado. La joven desposada se encerró en casa de su padre; y a la vez este se encerró con ella, con la decisión irrefutable de no ver a ningún otro ser humano nunca más. Su amor propio y su corazón estaban destrozados, lo cual hizo que día en día se encontrara en peor estado de salud; de hecho, su hija se sintió aliviada cuando la muerte lo libró de tanto sufrimiento.

Entonces ella vendió la hacienda y desapareció.

II

N 1888 vivía en una modesta casita cerca de un arrinconado pueblo de Nueva Inglaterra una mujer joven sin más compañía que un niño de unos cinco años de edad. Ella misma atendía a los quehaceres domésticos, rehuía el contacto con la gente y no se le conocían amistades. El carnicero, el panadero y los demás tenderos y proveedores no habían podido decir de ella a los curiosos sino que se llamaba Stillman y que a su hijo le llamaba Archy. Nadie sabía de dónde procedía, pero decían que por su acento al hablar parecía del Sur. El muchacho no tenía compañeros con quienes jugar ni camaradas de ninguna clase, ni más maestro que su madre.

Ella le enseñó eficaz e inteligentemente y estaba satisfecha de los resultados, e incluso algo orgullosa de los mismos.

Un día Archy le dijo:

—Mamá: ¿acaso yo soy diferente de los demás chicos?

—Me parece que no. ¿Por qué?

—Una chica que pasaba por aquí me ha preguntado si había pasado el cartero, y yo le he dicho que sí; entonces ella me ha preguntado que cuánto rato hacía que lo había visto, y yo le he contestado que no lo había visto en ningún momento. Ella me ha vuelto a preguntar que cómo sabía, pues, que había pasado, y yo le he dicho que porque había olido su rastro en la acera. Entonces la chica se ha enfadado y me ha llamado loco, loco de remate, haciéndome muecas. ¿Por qué lo ha hecho?

La joven madre palideció y reflexionó—: «Eso le viene de cuando me ataron al árbol! ¡Él ha heredado el olfato de los sabuesos!». Estrechó al chico contra su pecho y lo abrazó apasionadamente, diciendo: «¡Dios me ha señalado el camino!». Sus ojos centelleaban y su respiración se hizo breve y rápida de tan excitada como estaba.

Para sus adentros agregó: «Ya está resuelto el problema; durante mucho tiempo me parecían un misterio las cosas imposibles que el chico sabía hacer a oscuras; pero ahora lo veo claro». Tras hacer sentar a su hijo en su pequeña silla le dijo:

—Espera un momento hasta que vuelva, hijo mío; luego hablaremos de lo que ha ocurrido.

Subió a su cuarto y tomó de su tocador varios pequeños objetos que procedió a esconder; una lima para las uñas en el suelo, bajo la cama; unas tijeritas debajo del escritorio, y un pequeño cortapapeles de marfil bajo el armario. Luego bajó y le dijo a Archy:

—Oye, he perdido algunas cositas que voy a necesitar —y le detalló cuáles eran, agregando—: Ve arriba y tráemelas, hijo mío.

El chiquillo subió corriendo y pronto regresó con los objetos que su madre le había pedido.

—¿Has tenido que buscar mucho, hijito?

—No, mamá; no he tenido que hacer más que ir adonde has estado tú.

Mientras el muchacho estaba arriba, ella había tomado algunos libros del estante inferior de la librería, los había abierto, había pasado una mano sobre una página, fijando el número de esta en su memoria, y había vuelto a poner los libros en su sitio. Entonces agregó:

—Mientras estabas arriba, he hecho algo Archy. ¿Crees que puedes saber qué es?

El chico fue a la librería, cogió los libros que habían sido tocados por su madre y los abrió por la página sobre la cual ella había pasado la mano. Entonces la madre lo sentó en su regazo y le dijo:

—Ahora, hijo mío, voy a contestar a tu pregunta. He descubierto que en ciertos aspectos eres totalmente diferente a los demás niños. Puedes ver en la oscuridad y puedes oler lo que otros no pueden: tienes las cualidades de un sabueso. Es bueno y valioso tenerlas, pero no debes decírselo a nadie. Si la gente se entera dirá de ti que eres un chico singular y extraño, y los muchachos te mortificarán y te harán burlas. En este mundo debemos ser como todos los demás si no queremos provocar desdén, envidia o celos. Esta cualidad que tienes tú es muy grande y útil y a mí me satisface mucho, pero debes mantenerla en secreto y solo usarla en provecho de mamá. ¿Lo harás?

El muchacho se lo prometió aun sin comprender nada.

Durante el resto del día el cerebro de la joven madre estuvo ocupadísimo con exaltados pensamientos; hizo planes, proyectos y cálculos, cada uno de los cuales y todos juntos eran descabellados, formidables y oscuros. Este estado de ánimo se reflejaba en su rostro y en su mirada. Hervía en ella una fiebre de actividad, no podía quedarse sentada, ni de pie, ni leer, ni coser; no encontraba consuelo más que en el movimiento. Comprobó el don de su hijo de veinte maneras distintas, y se pasaba el tiempo, fijo su pensamiento en el pasado, diciéndose: «Jacob destrozó el corazón de mi padre, y durante todos estos años he buscado noche y día, pero siempre en vano, la manera de destrozar el suyo. Ahora la he encontrado; ahora sí que la he encontrado».

Cuando anocheció aún la dominaba el demonio de la tentación. De manera que volvió a hacer más y más pruebas. Con una vela recorrió toda la casa, desde el desván hasta el sótano, escondiendo alfileres, agujas, dedales y carretes debajo de almohadas y de alfombras, en rendijas de las paredes y entre el carbón, en la despensa; luego mandó al niño a oscuras a buscarlos; él lo encontró todo, y se sentía orgulloso y feliz cuando la madre lo elogiaba y lo premiaba con caricias.

Desde entonces en adelante, la vida tuvo un nuevo aspecto para ella, que se decía: «Estoy segura del futuro; ahora solo me toca esperar, sin impacientarme». Recuperó la mayor parte de sus aficiones perdidas. Volvió a dedicarse a la música, al estudio de idiomas, al dibujo, a la pintura y a todas las demás diversiones ya tan olvidadas de su juventud. Volvió a ser feliz y de nuevo sintió el gusto por la vida. A medida que pasaban los años, ella vigilaba el desarrollo de su hijo. Estaba satisfecha, no del todo, pero casi: el lado blando de su corazón era mayor que el otro lado, ese era su único defecto, a su manera de ver. Pero pensaba que el amor que el muchacho le profesaba y el fanatismo que sentía por ella harían lo que no hiciera el corazón. El muchacho sabía odiar, lo cual estaba bien, pero faltaba saber si los materiales de sus odios eran de tan consistente calidad como los de sus afectos, lo cual ya no estaba tan claro.

Pasaron los años. Archy se convirtió en un joven guapo, bien proporcionado, atlético, bien educado, agradable en sus maneras, y que parecía algo mayor de lo que era en realidad, pues tenía solo dieciséis años. Una tarde, su madre le dijo que tenía que contarle algo de importancia, añadiendo que ya tenía edad suficiente para saberlo, ya era lo bastante hombre y tenía carácter y discernimiento suficientes para poder poner en práctica un importante plan que ella había estado elaborando y madurando años enteros. Entonces le contó el amargo relato, con todas sus crudas atrocidades. Mientras duró la narración el muchacho estuvo callado; al terminar dijo:

—Comprendo la horrible humillación que sufriste. Nosotros somos del sur y, conforme a nuestra naturaleza y costumbres, solo puede haber una expiación. Lo buscaré y lo mataré.

—¿Matarlo? ¡No! La muerte es una liberación, una emancipación. La muerte es un favor. ¿Le debo favores? No debes tocarle ni un pelo de la cabeza.

El muchacho se abstrajo en sus pensamientos y al cabo de un rato dijo:

—Madre, tú eres todo mi mundo, y tus deseos son leyes para mí, y las cumplo con satisfacción. Dime qué debo hacer y lo haré.

Los ojos de la madre brillaron de contento y le respondió:

—Debes ir a su encuentro y hablarle. He sabido dónde ha vivido escondido por espacio de once años; para localizarlo he necesitado más de cinco años de investigaciones y mucho dinero. Trabaja en unas minas de cuarzo de Colorado, y vive bien. Está en Denver. Se llama Jacob Fuller. Fíjate. Es la primera vez que pronuncio este nombre desde aquella inolvidable noche. ¡Y pensar que ese nombre podía haber sido el tuyo, si yo no te hubiera salvado de tal vergüenza al darte otro más limpio! Lo echarás de donde vive; lo seguirás adonde vaya y lo volverás a echar; y otra vez, y otra vez, y siempre igual, persistentemente, sin descanso, envenenando su vida, llenándosela de misteriosos terrores, hundiéndolo en el cansancio y en la miseria, haciendo que desee la muerte y que piense en el suicidio; harás de él un nuevo Judío Errante; dejará de conocer el descanso, la paz del pensamiento y el sueño tranquilo; tú serás su sombra, irás pegado a él, lo perseguirás hasta que le destroces el corazón, como él destrozó el de mi padre y el mío.

—Obedeceré, madre.

—Te creo, hijo mío. Todo está preparado, todo está listo. Aquí tienes una carta de crédito; gasta lo que quieras, no nos falta dinero. A veces necesitarás disfraces; me he provisto de ellos y también de otras cosas que te serán necesarias.

Y del cajón de la mesita de la máquina de escribir sacó varios papeles de formato cuadrado. Todos llevaban mecanografiadas estas palabras:

10.000 DÓLARES DE RECOMPENSA

Se estima que cierto individuo que está reclamado en un Estado del Este vive aquí. En 1880 ató una noche a su joven esposa a un árbol de una carretera pública, le cruzó la cara con un látigo e hizo que sus perros le destrozaran el vestido, dejándola desnuda. Entonces la abandonó y se marchó del país. Un pariente de ella ha estado buscándolo por espacio de diecisiete años. Dirigirse a _____. Lista de Correos de _____. La recompensa anunciada arriba se pagará en metálico a la persona que facilite al buscador, en una entrevista personal, la dirección del delincuente.

—Cuando lo hayas encontrado y tu olfato conozca su olor, irás de noche y fijarás uno de esos carteles en la casa donde viva, y otro en la oficina de correos o en cualquier otro lugar visible. Será la comidilla de la región. Al principio le concederás varios días de margen para que durante ellos pueda vender lo que posea a un precio por debajo de su valor. Lo arruinaremos sistemática pero gradualmente; no debemos arruinarlo de golpe y porrazo, porque podría ser perjudicial para su salud y conducirlo a la desesperación y quizá matarlo.

Tomó del cajón tres o cuatro papeles más, también mecanografiados, y leyó uno (los demás eran copias del mismo):

______,18 __

A Jacob Fuller:

Tiene usted ___ días de plazo para liquidar sus negocios. No se le molestará durante este plazo, que expirará a las ___ de la _____ del día ___ de _____. En aquel momento deberá usted MARCHARSE.

Si se queda aquí después de ese momento, fijaré pasquines en todas las vallas detallando su delito una vez más, y añadiendo la fecha y toda la escena, con todos sus detalles y todos los nombres, incluso el suyo propio. No tema ninguna agresión personal, que no se le hará en ningún momento ni circunstancia. Usted hizo desgraciado a un viejo, arruinó su vida y destrozó su corazón. Lo que él sufrió va a sufrirlo usted.

—No pongas ninguna firma. Él debe recibir esta carta antes de que se entere del cartel en el que se ofrece la recompensa, es decir, antes de que se levante por la mañana, para que no pierda la cabeza y no se marche sin ningún penique.

—No lo olvidaré.

—Estas cartas y carteles solo los necesitarás al principio; quizá con una vez baste. Después, cuando estés dispuesto a hacerle marchar de un lugar será suficiente con que él reciba una copia de este papelito, que dice meramente:

MÁRCHESE. Tiene ___ días.

—Y obedecerá. Seguro.

III

EXTRACTOS DE CARTAS DIRIGIDAS A LA MADRE

Denver, 3 de abril de 1897

ACE unos días que vivo en la misma fonda que Jacob Fuller. Ya conozco su olor; podría seguir su rastro a través de diez divisiones de infantería, y daría con él. Varias veces he estado cerca de él y lo he oído hablar. Es propietario de una buena mina, que le produce un buen rendimiento; pero no es rico. Aprendió la minería de la mejor manera: trabajando como obrero asalariado. Es un individuo muy jovial y apenas se puede adivinar que tenga cuarenta años; podría hacerse pasar por más joven, como de treinta y seis o treinta y siete años. No se ha vuelto a casar nunca, y él dice que es viudo. Se porta bien, es agradable, popular, y tiene muchos amigos. Incluso he experimentado cierta simpatía por él, seguramente a causa de que su sangre de padre que corre por mis venas. ¡Qué ciegas, ilógicas y arbitrarias son algunas de las leyes naturales! En realidad lo son la mayor parte de ellas. Mi misión actual es ser implacable, ¿verdad? ¿Y puede comprenderse que me sienta inclinado a la indulgencia? Y el fuego de esta implacabilidad se ha enfriado más de lo que me atrevo a confesar a mí mismo. Pero no daré marcha atrás. Aunque el fervor se haya debilitado, subsiste el deber, y no dejaré de cumplirlo.

Viene a ayudarme el dolor que experimento cuando pienso que él, que cometió aquel odioso crimen, es el único que no ha sufrido las consecuencias del mismo. La lección sacada de aquel delito ha reformado manifiestamente su carácter, y en cambio, él es feliz. Él, el culpable, está libre de todo sufrimiento; tú, la inocente, estás postrada de dolor. Pero consuélate, que él ya tendrá su merecido.

Silver Gulch, 19 de mayo.

Fijé el cartel número 1 a medianoche del 3 de abril; una hora después deslicé el número 2 por debajo de la puerta de su dormitorio, conminándolo para que se marchara de Denver a las once y media, o antes, de la noche del 14.

Algún periodista sinvergüenza robó uno de mis pasquines, revolvió toda la población y encontró el otro, y lo robó también. Con lo cual hizo lo que en su profesión llaman «pisarle el notición a otro», es decir, una hazaña de importancia, pues ningún otro periódico lo supo.

Y de esta manera su diario —el principal de la cuidad— publicó los pasquines debajo de grandes titulares, en primera página, y seguidos de un inflamado comentario, de su propia cosecha, de una columna de extensión, cuyo punto culminante era ¡añadir mil dólares más a nuestra recompensa y a cuenta del propio periódico! Los diarios de por aquí saben hacer lo adecuado... cuando ello presupone negocio.

A la hora del desayuno ocupé mi sitio de costumbre, escogido cuidadosamente porque me permitía observar la cara de papá Fuller y estar lo suficientemente cerca de él para poder oír sus palabras, mientras estaba sentado a la mesa. En el comedor se encontraban entre sesenta y cinco y cien personas, y todas ellas discutían acaloradamente la noticia del día y expresaban su convicción de que el perseguidor llegaría a encontrar a aquel desalmado, y que aquel hombre que constituía un oprobio para la ciudad se marcharía en tren o desaparecería de un tiro, o algo parecido.

Cuando Fuller entró, llevaba la Orden de Marcha, desdoblada, en una mano y el periódico en la otra; a mí me dio mucha pena verlo. Su jovialidad había desaparecido y estaba como envejecido, deprimido y muy pálido. Y entonces, ¡figúrate las cosas que tuvo que oír! Mamá, fíjate: tuvo que escuchar cómo sus mismos amigos, que no sospechaban nada, le prodigaban epítetos e insultos sacados de las más autorizadas ediciones de los diccionarios y vocabularios del propio Satanás, o peores aún.

Y, para más inri, tuvo que aprobar aquellas opiniones y aplaudirlas. Pero estas aprobaciones sabían a hiel en su boca: no me pasó desapercibido este detalle; y también observé que había perdido el apetito; solo mordisqueaba los alimentos, pero no podía comérselos.

Por último, un hombre dijo:

—Es muy probable que este tío se encuentre en esta sala y que esté escuchando lo que piensa la población de este incalificable canalla. ¡Me gustaría que así fuera!

¡Ah, querida mamá! ¡Qué lástima daba el pobre Fuller, anonadado, y mirando a su alrededor amedrentado! No pudo soportarlo más, se levantó y salió por la puerta.

Por espacio de algunos días estuvo diciendo que había comprado una mina en México y que quería vender lo que tenía y marcharse allá lo más pronto posible para dedicarse personalmente a explotar la nueva adquisición. Planteó bien la jugada: pidió por sus propiedades 40.000 dólares, una cuarta parte al contado y el resto en pagarés; pero añadió que, dado que necesitaba dinero urgentemente a causa de su nueva adquisición, haría un descuento si le pagaban todo al contado. Vendió sus pertenencias y propiedades por 30.000 dólares. Y luego, ¿qué imaginas que hizo? Cambió el dinero por papel moneda diciendo que quien le había vendido la mina en México era de Nueva Inglaterra, un personaje excéntrico con la cabeza llena de chifladuras, que prefería papel moneda al oro o a las letras de cambio.

La gente se lo creyó, pues el papel moneda podía ser cambiado por billetes, a voluntad. Se habló de esta extravagancia, pero solo un día; es todo lo que dura un tema de conversación en Denver.

Yo no dejé de observarlo durante todo el tiempo. Tan pronto como fue cerrado el trato y cobrado el importe de la venta —lo cual ocurrió el día 11—, empecé a seguir sin descanso el rastro de Fuller. Aquella noche —no, ya era el día 12, porque era poco después de medianoche— lo seguí hasta su cuarto, que estaba cuatro puertas más allá del mío; volví a mi habitación y me puse el sucio disfraz de obrero, me tizné la cara y me quedé sentado, a oscuras, con un maletín al alcance de mi mano, en el que llevaba una muda, y con la puerta entreabierta. Lo hice porque sospeché que el pájaro levantaría el vuelo aquella noche. Al cabo de media hora pasó una mujer, llevando un saco de mano; percibí el rastro familiar y la seguí, porque aquella «mujer» era Fuller. Salió de la fonda por una puerta trasera y, al llegar a la esquina, torció por un acalle desierta y anduvo tres manzanas de casas bajo la llovizna, en una espesa oscuridad, hasta que subió a un coche tirado por dos caballos, que, por supuesto, estaba alquilado para esperarla allí. Me senté (sin ser invitado) en la parte trasera del vehículo y emprendimos la marcha a paso rápido. Recorrimos diez millas, hasta que el coche se paró en una estación de ferrocarril y su ocupante se apeó. Fuller fue a sentarse en una carretilla, debajo de un toldo, tan lejos como pudo de la luz; yo me metí en la estación y vigilé la taquilla. Fuller no sacó ningún billete; yo tampoco. Luego vino el tren y él se subió a un vagón; yo subí al mismo vagón por el otro extremo, recorrí el pasillo y me senté detrás de él.

Cuando pasó el revisor y él hubo pagado su billete, después de nombrar el punto a donde se dirigía, cambié de sitio y fui a sentarme algo más lejos de él, mientras el revisor le devolvía el cambio; cuando llegó a mí, yo pagué para la misma población, situada a un centenar de millas al oeste.

A partir de aquel momento, y por espacio de una semana entera, me tuvo en danza. Fue de acá para allá, de un sitio a otro —siempre con tendencia al oeste—; pero, pasado el primer día, ya no se disfrazó de mujer. Iba vestido de obrero, como yo, y llevaba unas grandes patillas postizas. Su caracterización era completa y representaba el papel a las mil maravillas, porque al fin y a la postre había sido obrero asalariado. Ni siquiera su amigo más íntimo lo habría reconocido. Por fin hizo alto aquí, el más oscuro campamento de Montana; ha adquirido una cabaña y parece que está a la expectativa constantemente; todo el día está fuera y evita la convivencia con los demás. Yo vivo en una pensión de marineros, y créeme que es un lugar lamentable; las camas de madera, la comida, la suciedad... todo junto.

“PERCIBÍ EL RASTRO FAMILIAR Y LA SEGUÍ”.