Duda - Jorge Marqués Núñez - E-Book

Beschreibung

Duda es un thriller histórico que transcurre en las ciudades de Sevilla, Roma y Madrid con el Imperio romano de fondo y en la que el protagonista se verá envuelto en un juego extraño que le llevará a un desenlace inesperado. Está abocado a tener que despedirse de su vida tal y como la conoce, pero intentará zafarse de su destino.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 617

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


Primera edición digital: octubre 2023 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Imagen de la cubierta y maquetación: Irene E. Jara Corrección: Míriam Villares Revisión: María Luisa Toribio

Versión digital realizada por Libros.com

© 2023 Jorge Marqués Núñez © 2023 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-19435-39-2

Jorge Marqués Núñez

Duda

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Prólogo

Duda

Epílogo

Mecenas

Contraportada

Prólogo

 

No sé por qué se me ocurrió empezar a escribir aquella historia. Tras los acontecimientos que asolaron mi apacible vida y pusieron mi mundo patas arriba, lo único que me mantenía ocupado era el poder arrinconar en el más recóndito lugar de mi mente todos aquellos pasajes que aún en esos momentos hacían zozobrar mi espíritu. Puede ser que el aburrimiento me bloqueara tanto que me provocara las ganas de hacer algo diferente, ya que todos los días, uno detrás de otro, se componían de los mismos rasgos, los mismos momentos, los mismos trances en cada una de las horas del día, así que no se me ocurría nada mejor para rellenar esa rutina anodina y aburrida en la que se había convertido mi vida, en ese instante en que me encontré obligado a mantenerme encerrado debido a ese estúpido accidente que me sostuvo inmovilizado durante varios meses.

El ser humano es así. Cuando se encuentra bajo el dominio de las tareas, tanto físicas como intelectuales, que lo mantiene ocupado durante la mayor parte del tiempo, abrasado por esa epidemia que los médicos de la mente se empeñan en diferenciar en conceptos como el estrés, la ansiedad o la angustia y que alguien tan poco versado sobre esos temas calificaría exclusivamente como hiperactividad, buscamos ese momento de quietud espiritual que cualquier persona necesita en algún instante de su vida. Sin embargo, cuando ese momento llega de una manera tan inesperada como me sucedió a mí, uno no sabe qué es mejor, si vivir completamente anegado de preocupaciones y ocupaciones que te aportan el trabajo, la familia, los amigos, tus aficiones y todas aquellas necesidades que cualquier ser humano pueda tener y desear o, simplemente, dejar desvariar libremente a la cabeza en aquello que pudo haber sido y no fue, en lo que pudiste haber hecho y no hiciste y en todo lo que has estado envuelto durante todo el tiempo de tu vida, hasta ese momento, sin pensar si de verdad ha merecido la pena o, simplemente, son los pasos habituales que hay que dar porque tu entorno así lo establece, sin intuir si has podido dejar la más mínima huella, alguna señal o, como en la gran mayoría de las situaciones, no has dejado ni rastro.

Mi nombre es Sergio Muriedas, y no tengo más remedio que decir que mi vida transcurría de una manera impecable si nos atenemos a los dos aspectos que la tradición nos invita a diferenciar como una dualidad permanente dentro de nuestras vidas. A saber: nuestra experiencia personal y nuestra actividad profesional.

Dentro del terreno de lo personal, no puedo decir más que mi vida transcurría de una manera prácticamente perfecta, y lo digo de esta manera porque siempre debemos dejarnos un hueco para la sorpresa y la incertidumbre. De ver que, aunque tu vida está repleta de lo que tú perseguías cuando eras más joven, siempre puedes lograr algo más, puesto que la perfección, en la mayoría de las ocasiones, conduce al hastío y al desinterés.

Mi mujer, mi compañera, mi esposa, mi media naranja, mi lo que sea que cada uno quiera pensar, decir o expresar de la forma que le plazca sin tener la intención de herir la sensibilidad de nadie, algo que en la sociedad actual cada vez se hace más difícil, es el soporte de mi existencia. Lo que no sé, es si esto es debido a que con la edad cada vez resulta más complicado exteriorizar los pensamientos o a que en el mundo actual la estupidez le está ganando la batalla con creces al sentido común. Bueno, mi mujer, como decía, es sin duda la mujer más hermosa del mundo. Morena, con unos ojos verdes cegadores y unos rasgos que la definen como una mujer madura, en el ecuador de su vida, donde empieza a notarse que esta no es más que un juego que poco a poco se va complicando desde las más suaves etapas hasta ese momento de turbada madurez, y con una seguridad en sí misma que es capaz de aniquilar cualquier duda que se pueda permitir. Sin embargo, como diría el cuento, su belleza reside sobre todo en su interior. Rezuma tal sinceridad en cada movimiento que realiza que no puedes sentirte engañado en ningún momento; si ella da signos de que se alegra de verte, no debes tener ninguna duda de que lo hace, aunque, por otra parte, no puede disimular su disgusto cuando ocurre lo contrario. Sin duda, es un verso suelto en esta sociedad hipócrita en la que nos encontramos y tenemos el gusto o la desgracia de compartir con nuestros semejantes. En fin, ella se llama Silvia.

Silvia ha sido la razón elemental que hace que todo cobre sentido y que sin ella uno no se sienta perdido en esa inmensidad que es la nada. Podemos decir que ella es mi bosón de Higgs, mi partícula fundamental que hace que todos los demás elementos que me rodean se ordenen en el más estricto de los sentidos y que todos los sentimientos y pensamientos que poseen mi alma tengan un peso específico en mi vida. Gracias a ella tengo dos hijos maravillosos que han provocado que ese estado de relativa tranquilidad que te aporta el haber llegado a algo parecido a lo que tú esperabas de la vida se te ponga patas arriba y acarree un añadido a las preocupaciones que ya de por sí vas acumulando a tu alrededor.

Es en esos momentos cuando te acuerdas de tus padres y del excesivo proteccionismo al que te enfrentabas cuando pensabas que eras un ser inmortal y que todo lo que sucedía a tu alrededor pasaba de largo gracias a ese escudo protector que te acompañaba como un furúnculo allá por donde ibas. Ahora que te sitúas en ese episodio donde ya se conoce el argumento de tu historia y te vas acercando cada vez más peligrosamente al desenlace es cuando ves que las emociones, como la historia universal, se repiten a lo largo de cada una de las generaciones que han ido padeciendo el devenir de la vida.

Bien, pues mis dos hijos se llaman Sonia y Miguel. Sonia es una princesita de quince años que ya empieza a vislumbrar la mujer que lleva dentro, que ha llegado a esa edad en la que cada vez nos sentimos más incómodos con la presencia familiar. Creemos que hemos llegado a un estado de madurez en el que pensamos que todo el mundo a nuestro alrededor es prescindible y que aquello que nos rodea tiene un halo de insignificancia frente a nuestra presencia, lo que nos convierte en unos personajes absolutamente irritables e indómitos. A pesar de estar en esa edad en la que todos nos estropeamos sin remedio, esa edad que se encuentra a medio camino entre ese estado lindo de la niñez y la belleza creciente de la juventud, podemos decir que es bonita. Tiene unos ojos tristes color avellana y una melena castaña que le envuelve la cara, que forman un conjunto suave y proporcionado, a la vez que le acompaña un cuerpo que poco a poco se va transformando y que llegará a ese momento en que sea deseable para tantos indeseables que un padre encuentra alrededor de una hija.

Es en estos momentos cuando me acuerdo de mis mejores amigos, Luis y Mario, con los que siempre acabo riéndome cuando nos recordamos unos a otros ese momento en el que un chaval de una edad indeterminada con la cara llena de granos, una vestimenta de payaso y un pendiente colgando de una de sus orejas venga montado en su moto para llevarse a ese tesoro que hasta ese momento habías estado guardando con éxito.

El segundo de mis hijos, Miguel, todavía tiene una edad que podemos definir como manejable, si un niño como él puede llegar a serlo. Tiene diez años, es rubio y delgado, con unos ojos en los que se aprecian soslayadamente esos ojos verdes de la madre, aunque ocultos por ese tono parduzco del padre. Es un niño que en la medicina moderna lo definen como TDAH, aunque en los tiempos antiguos tenía otras acepciones mucho más abruptas, directas y francas, pero no por ello mucho más claras y fáciles de entender. A pesar de las dificultades que un niño de estas características provoca en la vida de una pareja, Miguel lo compensa con creces gracias a ese cariño y amor sin límites que demuestra en cada instante, cuando necesita sacarlo de ese cuerpecito aún tan frágil y que hace que nos olvidemos de todos esos momentos que a lo largo del día nos ha sacado a relucir nuestro nerviosismo más latente, algo que en ese preciso instante te hace sentir un ser despreciable por esos sentimientos tan antagónicos que genera.

En definitiva, mi vida personal no podemos decir otra cosa que progresaba adecuadamente, tal y como los gurús de la educación tienen la tendencia en calificar a todos los retoños de esta sociedad empeñada en crear seres cada vez más débiles, protegidos e incapaces de enfrentarse a aquellos insuficientes o incluso muy deficientes que coleccionábamos los de nuestra generación, en la que nos desarrollamos absolutamente sanos y sin ningún síndrome depresivo debido a esa feroz persecución del sistema educativo con el que crecimos.

Cuando hablamos de mi vida profesional no tengo más remedio que decir, sin caer en la falsa modestia, que soy una persona a la que el éxito ha acompañado a lo largo de su carrera desde sus más tempranos comienzos. Accedí al mercado laboral tras alcanzar una doble titulación en Derecho y Relaciones Laborales a la temprana edad de veintidós años. Empecé como pasante en un despacho de abogados al que no se le veía mucho futuro, puesto que eran tiempos de avidez para el bufete de uno de los hombres con mayor predicamento y notoriedad de este mundo de las leyes y que, dentro de esa ansia que tiene el pez grande a no compartir espacio con otros peces de menor tamaño, ya le había echado el ojo al lugar donde yo me había establecido.

A pesar de mi corta estancia en mi primer trabajo —una vez que el despacho fue adquirido me indicaron muy amablemente que yo no entraba en los planes de expansión preestablecidos—, este me sirvió para empezar a saber diferenciar lo que puede ser útil en el mundo laboral de lo meramente superfluo, algo que solo se puede aprender cuando has salido de esa institución donde se empeñan en rellenarte la cabeza de conceptos, ideas y materias; únicamente cuando has llegado a la meta y te sientes henchido de orgullo por haberlo conseguido te das cuenta de que no sabes hacer nada.

Tras esa corta experiencia, comencé mi bagaje por el ámbito de los recursos humanos (RR. HH. a partir de ahora) ampliando mis funciones y responsabilidades, hasta llegar a ser el director de RR. HH. de una gran empresa multinacional con más de tres mil quinientas personas asignadas a mi territorio. Esto que a primera vista puede impresionar un poco a los no iniciados es, sin embargo, algo que no me supuso apenas ningún periodo de adaptación pese a la responsabilidad que conllevaba mi nuevo cargo.

Para los que no conozcan una empresa como esa en la que yo me hice un hueco, podemos definir los RR. HH. como ese departamento donde debes gestionar el material humano de la corporación. Y todo se hace más sencillo cuando empiezas a interiorizar que lo que debes hacer es desligar lo que es el material de lo humano, y, al igual que los productos que comercializas van definidos por una referencia, los elementos humanos en este caso no dejan de ser otras referencias dentro de ella. Visto desde este prisma, no hay nada más fácil de tratar que los números. Estos son obedientes, inflexibles, ordenados y puedes manejarlos a tu antojo, ya que, aunque siempre los relacionemos con problemas, estos se hacen más sencillos cuando eres tú el que inventa los enunciados, y todavía más cuando ya te los dan escritos conjuntamente con su solución.

Mi trabajo constaba de tres patas: contratar a gente para llenar el hueco que podían dejar otros, hacer lo posible para que esa gente estuviera cada vez más formada y despedir a esa gente una vez formada para poder empezar el círculo. Por medio de todo esto debía preocuparme por buscar a esos agraciados que tendrían la capacidad de escalar posiciones dentro del organigrama de la empresa, lo cual era la parte más complicada de mi trabajo. Pero no por lo que se pueda pensar del intento de buscar a las personas más preparadas, con más potencial y con ideas más renovadoras además de tangibles, sino por la sensación que te trasladan el resto de directivos y cargos de la empresa de que lo que de verdad desean son personajes que no molesten, sean fáciles de manejar y que se adecuen a las necesidades ya establecidas aunque los elegidos rayen en la mediocridad.

Todo esto que he empezado a relatar, y que hace que más de una de las personas que puedan empezar a leerlo sientan envidia y añoren una vida como la mía, casi se va al traste en el transcurso de esas dos semanas que la cambiaron completamente y que provocaron que en estos momentos me encuentre postrado con esa sensación de inutilidad que te aporta la falta de actividad. El fin de ese periodo de tiempo que deseaba olvidar con todas mis fuerzas, y aun así me empeño en recordar para que se pueda mantener en el tiempo gracias a estas líneas, terminó con lo que los expertos llaman ahora como accidente cardiovascular y que los que solemos hablar un idioma más claro seguimos llamando infarto, ataque al corazón, paro cardiaco. O, como lo diríamos coloquialmente en una reunión de amigos, me dio un chungo.

Día 1

I. Sergio

Ese lunes, cuando llevaba ya dos horas despierto, escuché aquel sonido tan agradable que transmiten los cantos de los pájaros en el amanecer de un día de primavera. Inmediatamente lo apagué, ya que por desgracia, y como ocurre en la mayoría de las grandes ciudades, sonido estaba desapareciendo y provenía del despertador de última generación que me compré por la necesidad de tener algo diferente a la mayoría de los mortales, incluso en ese momento en el que todos nos asemejamos.

Me levanté intentando no hacer ruido para dejar a Silvia disfrutar de esos últimos diez minutos en la cama, porque cuando cometes ese error de interrumpir, puedes ser testigo de la transformación de una persona apacible y tranquila que se transmuta en un ser teratológico, con esos ojos enrojecidos, esa boca que comienza a entreabrirse, y adivinas todas esas maldiciones y exabruptos que pueden empezar a surgir, ese pelo enmarañado y peinado de la forma que da el azar y que le aporta un cierto aspecto a la mitológica Medusa. Algunas veces me pregunto si soy tan cuidadoso por si lo que temo en realidad es empezar a escucharla en ese tono a esa hora de la mañana o si pienso de verdad que con esa mirada me va a convertir en piedra.

Tras alcanzar el cuarto de baño con éxito, empecé con mi rutina matutina antes de, por fin, ir a despertarla. No sé por qué en esta casa todo el mundo tiene un despertador a mano, puesto que, al final, yo soy la persona que se encarga de despertarlos a cada uno de ellos de una manera escalonada y que es directamente proporcional a la edad de la persona que se dispone a empezar el día. Algunas veces murmullo para mí si tienen el despertador ante la duda que les puede plantear que yo un día desaparezca sin dejar rastro o si simplemente no saben con qué otro elemento rellenar ese espacio que dejaría en la mesilla de noche su ausencia.

—Buenos días —me susurró con los ojos aún medio cerrados.

—Hola, mi vida, ¿qué tal has dormido?

—Me he pasado parte de la noche despierta pensando todo el rato en la presentación que tengo hoy en el consejo de dirección. No me lo puedo quitar de la cabeza y el desastre que resultó el año pasado no puedo permitirme que se repita.

—Tranquila, ya verás cómo los dejas impresionados, como siempre. Voy a levantar a Sonia.

La dejé inmersa en sus pensamientos mientras me dirigía a la habitación de Sonia y echaba la vista atrás, a cuando Silvia empezó en el departamento de ventas de ese laboratorio farmacéutico con la ilusión escrita en su cara por comenzar a moverse como pez en el agua en el mundo de la salud tras no cosechar éxito ninguno en su búsqueda de un trabajo que se adecuara mejor a su licenciatura en Biología. Tras todos estos años, Silvia es ahora directora de uno de los negocios con mayor peso específico dentro de la empresa y, tras años exitosos desde sus comienzos, se ha encontrado por primera vez con uno de esos inconvenientes que te da el mundo de las ventas: no llegar al objetivo marcado.

Me acerqué a Sonia con cuidado y le susurré al oído:

—Sonia, son las siete, venga, que hoy tienes examen a primera hora.

—Grrrrrrrr… —me respondió.

Una vez que escuché su grácil voz dándome los buenos días y agradeciéndome efusivamente que la despertara para poder empezar un nuevo y maravilloso lunes, me dirigí a la cocina para comenzar con los siguientes pasos de mi rutina, a saber: exprimir dos naranjas para que Silvia se fuera al trabajo con algo en el cuerpo y prepararme un café en uno de esos nuevos aparatos milagrosos donde metes una cápsula de aluminio y en un minuto tienes un café maravilloso, aromático y espumoso que te hace preguntarte cómo podías vivir sin ello no hace demasiados años.

Seguidamente fui a despertar a Miguel, quien, ante el mínimo murmullo que dejo brotar a su lado, se incorpora como si hubiese estado aguardando toda la noche ese momento. Como si esperase que los Reyes Magos todos los días se pasen por casa debido al olvido de alguno de los juguetes que dejó escritos en su última carta, que, a no ser que cambiaran sus camellos por un camión de doble remolque, no habría forma de abarcarlos.

—¡Hola, papi!, ¿sabes qué?

—Qué, Miguel —le dije mientras empezaba a irme a la puerta para seguir con mis quehaceres de esa primera hora de la mañana.

—Pero ¿sabes qué?

—Qué, Miguel —le repetí, sabiendo que era posible que esas preguntas repetitivas se hicieran interminables si no desaparecía rápidamente por la puerta entreabierta del cuarto.

—Pero ¿sabes qué, papi?

—¡Qué, Miguel, qué! —le dije, subiendo ya el tono de mi voz.

—Cógeme y llévame al salón y déjame coger los legos y ponme la tele y…

—Miguel, ya está —le corté—, te pongo la tele un rato, pero tienes que desayunar y vestirte rápido, que hoy te tengo que dejar en el colegio antes.

Mientras lo cogía y sentía esos bracitos abrazarme intentando abarcarme completamente con la intención de retenerme a su lado todo el tiempo que pudiera, tuve el primer momento de arrepentimiento profundo por haber subido el tono de voz y procuré convencerme a mí mismo de que era la única forma de librarme de ese interrogatorio al que no le veía final.

Una vez terminada la fase correspondiente al abandono de esa parte apacible del sueño y a comenzar a prepararse para un nuevo día, venía el segundo acto con el mismo orden y los mismos protagonistas. Silvia era la primera que se iba en su flamante nuevo BMW Serie 5 de empresa, preparada para empezar la jornada con esa reunión que la había mantenido en vilo gran parte del fin de semana. Me despedí de ella con un beso y le deseé la mayor de las suertes del mundo. La siguiente en marcharse fue Sonia, que lo hizo con un nuevo gruñido, aunque en esta ocasión lo escondió con un beso suave en mi mejilla antes de salir sin aliento por la puerta. Por último, y tras repetir incontables veces que se terminara el desayuno, que se vistiera, que se lavara los dientes, que preparase la mochila, que dejara el pijama en su sitio, que se pusiera los zapatos y algunas tareas más que todos los días tenía que recordarle, por fin salimos Miguel y yo con el tiempo justo para dejarlo antes de que se cerraran las puertas del colegio.

Una vez que se terminó la atareada primera parte del día, me preparé para salir en mi imponente Audi A6 de empresa y enfrentarme con una apacible semana de trabajo donde sentirme dueño por fin de mi propio tiempo, de mis propias urgencias y de mi propia vida. Es sin duda uno de los mejores momentos del día, en el que me encierro en mi mundo y dejo que las ondas de radio se expandan a su gusto a lo largo de ese espacio hermético en el que me siento protegido del mundo exterior; entonces, me lanzo sin remedio hacia esa marabunta sin control en la que nos sumergimos a las mismas horas del día con el incomprensible ánimo de evitar que nadie tenga la osadía de ocupar en ningún momento el espacio que tenemos por delante.

En treinta minutos me encontré a las puertas de un edificio mastodóntico recubierto de cristales de espejo que impiden enseñar lo que hay dentro pero permiten ver todo lo que ocurre alrededor, lo que simula esas salas de interrogatorios que aparecen en las películas. Es sin duda una forma de atemorizar y de hacer entender a todo aquel ser ajeno a la empresa que está siendo vigilado en todo momento y que los que estamos detrás de esos cristales tenemos la capacidad de mirarlos con descaro y con cierta superioridad.

Cuando llegué a la garita de entrada, se abrió la puerta automáticamente debido a la detección de la matrícula, ya que yo era de los pocos afortunados que poseían una plaza a mi nombre en el aparcamiento interior. Arturo, un chaval de poco más de veinte años que trabajaba como guardia de seguridad en la entrada del edificio, me saludó por inercia en el momento que percibió mi vehículo.

—Hola, don Sergio.

—Hola, Arturo —le respondí con una sonrisa en mi semblante—, te he dicho ya muchas veces que me tutees. ¿Qué tal ese fin de semana?

—Nada interesante que contar —me respondió—. Mi novia ha permanecido encerrada porque se acercan las fechas de las oposiciones que se está preparando y solo pude dar una vuelta con los amigos.

—Vaya, no esperes que me des pena —le respondí con un guiño, y nos despedimos con una sonrisa.

Me dirigí a los ascensores que me llevaban a la octava planta, donde se encontraban los despachos de dirección, y durante el trayecto me crucé con un gran número de personas que me saludaban y sonreían a mi paso. Lo bueno de ser director de RR. HH. era que todo el mundo me trataba como si fuera el dueño de su vida, y lo que no sabían era que yo lo único que hacía era ejecutar las decisiones que ya habían tomado otros.

En pocos instantes, un tintineo en el mismo momento que se abrían las puertas del ascensor me indicó que ya había llegado al destino. Crucé el pasillo y me encontré a la directora general, una mujer que roza los sesenta años y que, a pesar de su edad, aún tiene un brillo en su mirada y unos rasgos en los que se adivina que es todavía una persona muy atractiva, aunque la falta de ejercicio y su pasión por todo aquello que tiene grandes dosis de azúcar la hacen parecer más estropeada.

—Buenos días, Sergio, a las diez y media tenemos reunión en la sala Saturno. Por favor, sé puntual que hoy tenemos mucho que discutir —me dijo, a la vez que mantenía su camino rumbo a su despacho.

—Buenos días, Ana, no te preocupes, allí nos vemos —le respondí.

Sin más, me encaminé hacia el departamento de RR. HH. Cuando entré, me encontré alrededor de una de las mesas a Alicia, una joven poco agraciada que se encargaba de las nóminas; a Clara, que tenía la capacidad de ser absolutamente lo contrario a Alicia y que se encargaba de la formación de las nuevas incorporaciones, y a Sara, que era mi segundo de a bordo y en cuyos ojos se leía esa ambición dormida a la espera de que su oportunidad le llegara para ocupar ese despacho al que me dirigía.

—Buenos días a todas —me dirigí a ellas con una sonrisa.

—Buenos días —me respondieron prácticamente al unísono como esas coreografías ensayadas en las que nadie quiere que su tono de voz sobresalga del resto.

Y mientras las tres volvían al debate que tenían entre manos sin tener la intención de prestarme un segundo más de atención, abrí la puerta de mi despacho y me senté en mi sillón con la misma sensación que la realeza cuando se sienta en su trono.

Lo primero que hice fue encender mi ordenador y me encontré un listado enorme con nuevos correos que debía leer antes de la reunión que me acababa de anunciar Ana; sin embargo, lo que empecé a hacer fue guardar para después de la reunión los que consideraba importantes y borrar todos los demás, aunque uno que me había llegado a primera hora de la mañana de ese día me hizo dudar. Tras pensarlo un momento, lo guardé junto con el resto para leerlo después y me preparé para las múltiples reuniones y tareas que me aguardaban a lo largo de la jornada.

Aún no termino de arrepentirme lo suficiente por no haber dejado en ese olvido que es la bandeja de elementos eliminados aquel correo que me trastocó ese maravilloso mundo ideal en el que había vivido hasta ese momento.

II. Sergio

La reunión terminó una hora y media después de que nos hubiéramos encerrado en ese cubículo rodeado de paredes de cristal que, al contrario de las que dan al exterior, dejan ver absolutamente todo lo que ocurre dentro. No sé si la intención es que la gente que se encuentra fuera de ese círculo tan exquisito vea que los que estamos en el interior trabajamos duro y que de lo que hagamos depende su futuro laboral, o bien si se trata de que los que estamos dentro podamos ver el exterior y sentir cómo el resto trabaja para asegurárselo.

La reunión no fue muy cómoda para mí, ya que Ana nos anunció que debido a un imprevisto personal ineludible tenía que buscar un sustituto para asistir a la reunión que, durante los próximos siete días, iba a mantener en Roma con todas las direcciones de cada una de las zonas en las que nuestra empresa tenía dividido el mundo con el fin de planificar la estrategia global para los próximos cinco años. Y el elegido era yo. Me sentía honrado de que Ana pensara en mí y, de hecho, miré henchido de orgullo al resto de mis compañeros sentados alrededor de la mesa y vi que ellos no podían disimular en sus caras el disgusto de ver que yo era el mejor situado en esa carrera de obstáculos que es el llegar al pico más alto de la empresa, pero a la vez sentí zozobrarse mi interior ante la reacción que Silvia pudiera exteriorizar cuando le contase que al día siguiente tenía que irme a Roma durante siete días y dejarle a su cargo todas las tareas que compartíamos haciéndonos la vida diaria un poco más sencilla.

Salí de la reunión despidiéndome y agradeciendo las falsas felicitaciones de todos los que me rodeaban para asegurarse, todos y cada uno de ellos, de que, ya que no podían llegar a la cúspide, al menos se mantendrían en esa poltrona cómoda que les ayudaba a defender ese tren de vida y cuya desaparición es tan penosa. Me fui directamente a mi despacho para hablar con Silvia, ya que no quería retrasar mucho la noticia, pues la retahíla de quejas y reproches que me esperaba se podría amortiguar si ella notaba que era la primera persona en conocerla.

Cogí mi teléfono móvil y busqué en la agenda el contacto que tenía como «AASilvia», ya que, aunque me sabía el número de memoria, la tecnología ha provocado que cada vez busquemos más esa ley del mínimo esfuerzo en la que evitamos pulsar nueve teclas diferentes cuando puedes pulsar solo una. Apreté la tecla y esperé que Silvia hubiera acabado su reunión.

—Hola, cariño —me dijo nada más coger el teléfono—, ¿cómo es que me llamas a esta hora?

—Hola, mi vida —le respondí—, quería saber qué tal te había ido la reunión, pero escuchando el tono de tu voz no hace falta que me contestes.

—He salido moderadamente satisfecha, la verdad es que he podido imponer mi criterio tras la presentación y no les ha quedado más remedio que aceptar el fin de ciclo al que nos estamos enfrentando, así que el crecimiento para el año que viene no va a ser mayor de un tres por ciento. Supongo que esto me deja un año de relativa tranquilidad respecto a la continuidad de todos los que pertenecen al negocio. ¿Y tú, cómo te va la mañana? —me preguntó una vez que por fin se despachó con toda la información que tenía retenida y no veía el momento de lanzar.

—Bien, bien, acabo de salir de una reunión de dirección que nos habían programado sorpresivamente esta misma mañana.

—Pero…

Silvia tenía la capacidad de oler las malas noticias como si su teléfono móvil tuviera un radar de temperatura para la persona que está al otro lado y pudiera diferenciar las emociones como si fuera un mapa de colores.

—Bueno, tengo una buena y una mala noticia que darte. ¿Por cuál quieres que empiece?

—Lo sabía, Sergio —me respondió, y mientras lo hacía noté a través del altavoz del teléfono que tenía pegado a la oreja derecha cómo su respiración se volvía más fuerte, más pesada, como si toda la tensión que había estado acumulando estos días atrás por culpa de la reunión que acababa de terminar fuera a entrar en erupción, como los volcanes de nombre impronunciable que han estado de moda no hace muchos meses—. Por favor, empieza por la mala para ir aclimatando el cuerpo a lo que me espera.

—Mañana me voy a Roma. Durante los próximos siete días tenemos una reunión, a la que por motivos que no nos ha podido explicar no puede asistir Ana, para definir la estrategia global de la empresa durante los próximos cinco años, y me ha elegido a mí como sustituto. —Le espeté casi sin respirar toda la información que tenía preparada para evitar que la explosión que estaba esperando me interrumpiera la explicación a medio camino y que pudiera empezar el intercambio de reproches antes de que le hubiera comunicado todo lo que quería. En vez de eso, parecía que el más profundo de los silencios se había establecido en la línea y llegué a preguntarme si se había cortado la comunicación, si me había colgado ella o si la ansiedad por escucharla decirme algo había hecho que el tiempo me pareciera eterno.

—¿Silvia? —le pregunté, no muy convencido de encontrármela en el otro lado.

—¿Tú sabes que tienes niños? —me espetó con toda la rabia contenida.

Me golpeó en plena línea de flotación y, aunque podría esperarme cualquier cosa, lo que me acababa de decir hizo que me empezara a hervir la sangre.

—¿Y qué quieres que haga? ¿Le digo a Ana que no puedo asistir a la reunión porque tengo que quedarme en casa para cuidar de los niños? ¿Le digo que se busque a otro porque yo tengo que estar en casa a las siete de la tarde todos los días para que tú estés contenta? ¿Le digo que si no estoy yo en casa nadie se levanta? ¿Le digo que tengo yo que dejar a Miguel en el colegio porque si no es así no admiten su entrada?

Iba a seguir haciéndole preguntas cuando me di cuenta de que le estaba hablando a la nada. Colgué con la sensación de que había metido la pata de nuevo y, a pesar de que en ese instante me habían desaparecido las ganas de continuar el día cuando solo eran las doce y cuarto de la mañana, proseguí con lo que aparté en mis tareas pendientes antes de meterme en la reunión.

Además de los e-mails que dejé pendiente de leer, me habían llegado quince más entre los que se encontraban las reservas de avión y de hotel en Roma. Salía a la mañana siguiente, martes, en el vuelo de las siete y media de la mañana, y la vuelta era el martes de la otra semana a las ocho y cuarto de la tarde. El hotel que me iba a servir de lugar de descanso durante esa semana era el Hotel Adriano, y, por lo que estuve hurgando en la información que acompañaba a la reserva, estaba muy cerca del Panteón, de la plaza Navona, de la plaza de España y de la Fontana di Trevi; es decir, estaba en el núcleo de la zona más turística de Roma, perfecta para poder salir a pasear tras los días que me esperaban encerrado en las oficinas centrales de Italia. Me parecía anecdótico que el hotel le dedicara tributo al emperador Adriano, ya que era de los pocos que habían nacido fuera de las fronteras que marcaba la península transalpina, pero, tras no darle muchas vueltas debido a que todavía tenía en mi cabeza la discusión que había comenzado con Silvia, también era cierto que había demasiados emperadores de los que no sentirse orgullosos.

Seguía revisando los correos cuando volvió a sonarme el teléfono. Me dispuse a cogerlo y vi en la pantalla que se trataba de nuevo de Silvia. En ese momento no supe si era una buena o una mala noticia, pero a pesar de ello me sentí aliviado.

—Hola, mi vida —le contesté, intentando camuflar cómo me encontraba después del conato de incendio que habíamos tenido pocos minutos antes.

—Hola, Sergio. Sé que es una oportunidad y que no la puedes desaprovechar, además de que deja entrever en quién confía Ana dentro de la empresa, pero el tener que quedarme sola con Sonia y Miguel, con la obligación de organizarme todo de nuevo y volviendo a contar con mis padres toda una semana cuando sabes que intento evitarlo por todos los medios, hace que tu viaje provoque que me esté subiendo por las paredes en este momento. Además, este fin de semana habíamos quedado para ir a hacer senderismo por la sierra, y tú sabes que los niños estaban muy ilusionados con lo que teníamos preparado.

La escuché pacientemente ante la necesidad que le noté en ese momento que tenía de sacar todo lo que le estaba quemando por dentro.

—Disculpa, Silvia. Todo esto me lo he encontrado sin esperármelo y, como comprenderás, no puedo decir que no. Hoy me escaparé antes de aquí con la excusa de lo inesperado del viaje para preparar todo lo que me tengo que llevar y aprovechamos para ir a comprar, dejarlo todo lo más organizado posible y para hablar todo lo que tengamos que hablar. ¿Te parece?

—De acuerdo, Sergio, llámame en cuanto puedas escaparte. Te quiero.

—Y yo a ti. Un beso.

Una vez que hubimos apagado el fuego iniciado solo unos minutos antes, me sentí bastante aliviado y me dispuse a continuar con el correo. Al fin llegué al que estuve dudando un buen rato si borrarlo o guardarlo y volví a mantenerlo en la bandeja de entrada, ya que, aunque venía de una dirección que indudablemente era de la empresa, también era cierto que el porcentaje de correos que no servían para nada dentro de esta era superior al de los correos que nos eran de utilidad. Finalmente lo abrí, pues aunque no conocía al remitente, me extrañó que me lo mandara a mí y que no estuviera en copia hasta el último mono con la intención de parecer más interesante de lo que realmente era. Lo que me encontré me resultó desconcertante, aun cuando en ese momento no le di más importancia de la que aparentaba tener. En medio de la pantalla apareció un cronómetro avanzando cuenta atrás en el que se indicaban los días, las horas, los minutos, los segundos y hasta las décimas de segundo en un gran recuadro rojo y que había empezado a las doce y veintiuno de la fecha de ese mismo lunes y que me indicaba que la cuenta atrás finalizaría a las doce y veintiuno del viernes de la semana siguiente.

Ante mi sorpresa, actué un poco atolondradamente y cerré el correo como si me encontrara ante una bomba de relojería, lo que provocó que dicha cuenta atrás desapareciera de forma automática de mi vista, de la pantalla y de mi pensamiento como si no hubiera existido. Casi sin tiempo de reacción me apareció un correo nuevo en la bandeja de entrada con la misma dirección de envío, lo que ocasionó que instintivamente se encendieran las alarmas dentro de mi cabeza. Sin saber por qué dudé si volver a abrir el correo, como si la tecla del ratón estuviera recubierta de esos insectos que provocan nuestros más profundos miedos y nuestra repulsa más exagerada sin un motivo aparente, ya que son del todo inofensivos.

Finalmente, lo abrí y lo que me encontré generó en mí una extraña sensación que no supe cómo interpretar y que hizo que se me llenara la cabeza de preguntas y dudas.

Hola, Sergio. No hay nada mejor que pasar unos días contigo en la Ciudad Eterna. Permanece alerta, estaré observándote.

F. R. A.

III. Sergio

Me quedé con la vista fija en la pantalla del ordenador durante unos instantes, preguntándome quién sería la persona que me había mandado los dos correos que me dejaron cierta sensación de inquietud cuando mi alma se estaba estabilizando tras la discusión con Silvia. ¿Quién sería? ¿Sería alguien que iba a asistir a la misma reunión que yo en Roma? ¿Cómo sabía que iba a estar en Roma si acababan de anunciármelo? ¿Por qué permanecer alerta?

Todas estas preguntas se me amontonaban en la cabeza, sin respuesta, y llegué a la conclusión de que tenía que dejar atrás las paranoias y olvidarme del asunto, puesto que, con seguridad, se trataba de alguien conocido de la empresa que acudiría a la reunión en Roma y que se había enterado antes que yo de que finalmente sería el encargado de representar la zona de España y Portugal en lugar de Ana. Tranquilizándome a mí mismo con todos esos pensamientos que afloraban en mi mente, pensé que lo mejor sería terminar lo que tenía previsto antes del anuncio de Ana para no dejar el trabajo esencial parado durante una semana y procurar irme a comer con Silvia. Eran las dos y media cuando finalicé lo imprescindible y volví a llamarla.

—Hola, mi vida, ¿te apetece que te invite a comer? Hace mucho tiempo que no nos escapamos y podríamos aprovechar la ocasión. Además, te quiero llevar a un buen sitio para ver si se te termina de pasar el enfado conmigo.

Percibí una leve sonrisa y me la imaginé con esa expresión que me derrite cuando tiene la intención de provocarme para que yo haga lo que ella quiera, lo que me dio a entender que ya había terminado de ganármela para la causa.

—¿Nos vemos a las tres y media? Dime sitio y soy tuya toda la tarde. Creo que podrán sobrevivir sin mí lo que queda del día.

Tras quedar con ella en un asador que estaba a medio camino entre su oficina y la mía, comencé a recoger y a ordenar mi despacho para continuar con mi tarea una vez que volviera del viaje. Todavía no había salido del espacio en el que me encerraba todos los días y que llevaba mi nombre en la puerta cuando escuché una pequeña vibración que indicaba que tenía un nuevo correo en la bandeja de entrada. Acto seguido, saqué el móvil de la chaqueta y me dispuse a ver de qué se trataba. Me quedé paralizado al ver que la dirección de envío era la misma que la de los dos correos anteriores, lo que me supuso un momento de nerviosismo añadido al que ya tenía. Me volví a sentar en mi sillón tras el escritorio y me dispuse a abrirlo y ver su contenido.

Hola, Sergio, haces bien en quedar con tu queridísima mujercita. ¿Quién sabe cuándo puede ser la última vez que hagamos esas pequeñas tareas que nos iluminan la existencia? Aprovecha, que la vida es corta.

F. R. A.

Me quedé petrificado ante este nuevo mensaje que me indicaba que había algo que no olía bien detrás de todo lo que me había ocurrido ese día que había comenzado como cualquier otro, sin señales que me alertaran de que pudiera haber algo equivocado para que pudiéramos terminarlo sin ningún contratiempo y así seguir un día tras otro hasta llegar al fin de semana.

Me quedé pensando en si debía pasarle la dirección de correo al departamento de informática para que me dijeran de dónde procedía, pero, conociéndolos, reprimí las ganas de hacerlo. He conocido a muchas personas que han pasado por ese departamento a lo largo de los años; de hecho, a la mayoría los he contratado yo e intento evitarlos lo máximo posible ante la apatía y desgana con la que actúan ante cualquier petición que se le haga desde cualquier rincón de la empresa. Da la impresión de que consideran a todo aquel externo a ese departamento como un ser inútil por no poseer los conocimientos necesarios para todo lo que esté enmarcado dentro de esa pantalla que a todos nos tiene, en cierta manera, esclavizados y que cualquier petición piensan que es una gilipollez. No sé por qué se figuran eso cuando el mayor mantra que tienen cuando se presenta un problema es decirte que apagues y vuelvas a encender el ordenador, como si durante ese breve espacio de tiempo ocurriera un milagro a través de todos los circuitos ocultos en esa carcasa que tenemos por delante.

Sería fácil buscar un nombre, pero en el caso que me ocupaba se trataba de una especie de dirección creada ex profeso para algún proyecto, alguna buena causa u otra razón por la que había mucha gente trabajando en la empresa sin ningún cometido real y productivo dentro de ella, por lo que no encontré nada que me ayudara a desentrañar todas las dudas que rodeaban mi cabeza en esos momentos.

Salí por fin del despacho con la intención de desaparecer de allí cuanto antes y evitar encontrarme con nadie; sin embargo, cuando iba camino del ascensor me crucé con Ana.

—Sergio, espero que sepas apreciar lo que acabo de hacer. Sé que no es fácil para ti y tu familia el tener que organizaros con tan poco tiempo, pero eres la persona de la que más me fío. Así que no me falles.

—No te preocupes, Ana, todo irá bien. Te mantendré informada de manera periódica —le respondí mecánicamente.

—¿Te pasa algo, Sergio? Te noto extraño.

—Nada, no te preocupes. He estado inmerso en todo lo que tenía pendiente para no dejar ningún contratiempo mientras estoy fuera estos días y necesito que me dé el aire. Si no te importa, me voy a comer con Silvia y a preparar todo lo que requiero para el viaje.

—Eso mismo te iba a decir, vete ya, que tienes mucha tarea por delante. Y dale besos a Silvia.

—De tu parte.

Una vez que me vi, por fin, liberado de Ana, volví a enfrascarme en mis pensamientos y me dirigí con rapidez a recoger el coche, ya que entre el tiempo que había perdido yo y el que me había hecho perder Ana me encontré con el reloj acechándome, y, conociendo a Silvia como la conocía, si llegaba tarde, era posible que perdiera todos los puntos que me había ido ganando. Una vez en el coche, cavilé si debía contarle todo este asunto de los correos o dejarlo pasar para evitar ninguna preocupación añadida.

Silvia es ese tipo de persona a la que cualquier situación anómala le provoca unos pensamientos desaforados hacia el lado oscuro. Cualquier insignificancia que pueda sucederle en su lindo cuerpo le suscita pensamientos que la hacen especular sobre algo dañino, aunque sea lo más absurdo del mundo, y siempre lo lleva al más absoluto extremo. Si le ha salido una pequeña mancha en su hombro ya piensa que tiene un melanoma, si le ha salido un pequeño grano en cualquier parte de su cuerpo piensa que tiene un tumor maligno, si tiene un pequeño resfriado piensa que va a derivar en una terrible neumonía; en definitiva, no creo que haya personas mucho más hipocondriacas que ella. Por lo mismo, si le contaba lo de los correos era posible que empezara a pensar que había una banda de mercenarios profesionales que me estaban persiguiendo y que no abandonarían su propósito hasta que no me quedara un hueso en su sitio para, una vez que terminaran conmigo, continuar con el resto de los componentes de la familia.

Llegué al asador en el mismo momento en que vi aparecer el coche de Silvia por la entrada del aparcamiento y esperé en la puerta a que terminara de aparcar. Nos fuimos juntos al interior a una mesa que acababa de reservar nada más salir de la oficina, al lado del ventanal que daba al jardín interior. La verdad era que ayudaba mucho el que fuera lunes, ya que cualquier otro día me habría resultado imposible reservar en tan buen sitio con tan poco tiempo de antelación.

Mientras nos acomodábamos y empezábamos a ver qué era lo que nos ofrecía la carta, ella se pidió un vino blanco y yo la acompañé con una cerveza bien fría que despaché prácticamente al ser servida. Me pedí otra cerveza y aprovechamos para ir encargando la comanda. Nos apetecía al centro una ensalada de tomate con mozzarella y albahaca junto con un plato de chacina para compartir; luego, ella deseaba una lubina al horno, como es su costumbre, y yo un buen entrecot de ternera. Silvia suele aprovechar para comer pescado cuando salimos de casa, ya que lo que menos le gusta del pescado es cocinarlo, mientras que yo, ante la perspectiva de una semana fuera de España con reunión de trabajo, intenté resarcirme con aquellos platos sabiendo que no iba a volver a disfrutar de un buen almuerzo hasta que estuviera de vuelta. A pesar de ello, me sentía un afortunado por que el viaje fuera a Italia y no a otro país de Europa de esos en los que la comida pasaba más por ser una obligación que uno de los placeres de la vida.

Cuando despachamos aquellos magníficos platos y tuvimos la tentación de endosarnos un postre para compartir por no sentirnos demasiado culpables después de lo que nos habíamos metido entre pecho y espalda, nos regalamos una copa para digerir adecuadamente lo que hacía tanto tiempo no disfrutábamos a solas. Mientras Silvia se levantaba para ir al cuarto de baño, yo me quedé ojeando el móvil para comprobar que no me había llegado ningún correo más; sin embargo, donde sonó el tintineo típico de la llegada de un correo fue en el teléfono de Silvia, que ella había dejado encima de la mesa, junto al mío. Más por instinto que por curiosidad, cogí el móvil para ver de qué se trataba y me quedé helado cuando vi que en la pantalla aparecía un correo con el mismo remitente que venía en los que anteriormente me habían dejado un poco turbado, lo que ahora me confirmaba que se trataba de algo extraño. Rápidamente lo abrí y lo que leí no hizo más que corroborar lo que acababa de apreciar.

Sergio, espero que estés pasando una sobremesa maravillosa con tu linda mujercita. Esto es un aviso para que no hagas la tontería de decirle nada a ella. Como ves, también está bajo control.

F. R. A.

De manera automática borré el correo del móvil de Silvia, lo coloqué en el mismo sitio en el que lo había dejado ella previamente e intenté que mi respiración se normalizara a medida que veía que se iba acercando, después de la típica intrusión que las mujeres suelen hacer al cuarto de baño durante cualquier reunión y con cualquier compañía. La miré y me sentí un hombre afortunado, ante lo que me desagradaba aún más el hecho de que hubiera alguien que quisiera torpedear ese instante y todos los instantes que rodeaban mi vida con ella. Una vez que se sentó, se me quedó mirando un buen rato y temí que se hubiera dado cuenta de mi intromisión en su intimidad. Esto es contrario a lo que hace ella, puesto que le importa bastante poco la mía y cada vez que me descuido se sumerge en mis mensajes, correos o lo que haga falta sin ningún ánimo de disimular lo que ella insiste en llamar curiosidad mientras yo lo clasifico simplemente como cotilleo.

Con la esperanza de que no me encontrara con mal ánimo, intenté mantener una conversación banal y que no nos encaminaría a nada más interesante que a planificar la tarde y realizar las tareas imprescindibles para dejar todo preparado durante mi ausencia. Aunque solíamos ir el fin de semana a hacer la compra y, siendo lunes, tenemos prácticamente llena la nevera, acordamos en ir a conseguir unas pequeñas adquisiciones debido a que, como el fin de semana iba a estar también fuera, Silvia prefería no tener que dedicarse a hacerlo con los niños.

Dejamos el asador y cogimos cada uno nuestro coche para dirigirnos por separado al centro comercial. Por el camino, me llamó mi amigo Luis, lo que en ese momento me supuso un alivio, puesto que entre él, Mario y yo tenemos la tendencia de intentar reírnos de cualquier situación que se nos ponga por delante y, aunque no tenía la intención de contarle nada de lo que había empezado a ocurrir durante el día, me consoló el poder hablar con alguien cercano.

—Hombreeee, qué es de tu vida, ya ni me llamas ni haces por tomarte una cerveza con los amigos, ¿no?, además, como eres un hombre muy ocupado y estás todo el día con las altas esferas de tu empresa, piensas que nosotros ya somos poca cosa para ti, ¿no?, es más, como no te llame yo ya nadie llama. Después querrás que los demás nos acordemos de ti.

Todo esto empezó a soltarlo como si no pudiera perder el tiempo en respirar ni un momento, con lo que no pude evitar acordarme de Miguel y sonreí abiertamente pensando en que cuando creciera podía ser algo parecido a Luis, ya que, aunque en nuestros tiempos no se diagnosticaba el TDAH, no tenía ninguna duda de que él también lo era o lo disimulaba muy bien. Luis era una persona alegre y ocurrente, de mente rápida y de lengua aún más, lo que hacía que la espontaneidad con la que expresaba las cosas provocara que tuvieras que reírte en muchas ocasiones por las ocurrencias que le iban surgiendo. Menos mal que se casó con Rosa, una mujer apacible y tranquila que hacía que toda la actividad que tenía Luis reposara y la mezcla diera un resultado de aparente normalidad.

—¿Qué pasa, Luis? ¿Cómo estás? Es cierto que hace tiempo que no nos vemos y deberíamos remediarlo pronto, pero tendremos que esperar al menos unos días más. Me acaban de anunciar que mañana me voy a Roma y tengo reunión allí hasta la semana que viene.

—Por eso te llamaba, Sergio, diles a los de tu empresa que no hace falta que me anuncien tus viajes y tus reuniones, a no ser que también se estén dando cuenta de que nos tienes abandonados. De todas formas, tampoco está mal ya que la mayoría de las veces no tengo ni idea de tu apretadísima agenda.

—¿Cómo? —le pregunté, y noté cómo poco a poco se me formaba un nudo en la garganta que me ocasionó un repentino tartamudeo al que Luis contestó con otra de sus salidas en las que me remeda mi sorpresa—. ¿Qué te ha llegado?

—Venga, Sergio, no te hagas el tonto, supongo que me lo habrás mandado tú para impresionarme, pero al menos veo que de vez en cuando te acuerdas de mí.

Me quedé helado una vez más en lo que llevábamos de día e intenté recuperarme y salir del paso lo más airoso posible.

—Disculpa, Luis, te lo habré mandado sin querer, de todas maneras tenía pensado llamarte a ti y a Mario hoy para que lo supierais, puesto que como voy a estar fuera el fin de semana estoy seguro de que con el tino que tenéis se os ocurría llamarme precisamente en el momento que no puedo —le comenté con todo el disimulo que en ese momento fui capaz de encontrar—. A propósito, ¿desde qué correo te lo he mandado?

—Pues no me acuerdo muy bien, sé que no era el tuyo, pero tenía el final igual, y, como no conozco a nadie más en tu empresa, he supuesto que habías sido tú, como comprenderás. No me considero tan importante como para que tu secretaria me vaya mandando tu agenda.

Indudablemente, tenía que ser la misma dirección que me había llegado a mí y que le había llegado a Silvia, pero lo que no entendía era cómo podían haber conseguido el correo de Luis, ya que a Silvia la tenía dada de alta como la persona de contacto ante cualquier eventualidad que pudiera ocurrir, y en mi empresa no bastaba con un número de teléfono, sino que parecía que era necesario rellenar una ficha, como cuando te abres una cuenta en un banco, pero sin embargo cualquier otro contacto era algo exclusivamente personal.

Nos llevamos un buen rato hablando de temas superficiales y colgamos no sin antes recordarnos el llamarnos tras mi viaje para poder disfrutar de una cerveza en cualquiera de los rincones a los que nos gustaba ir a los tres y a los que íbamos cada vez menos veces, cuando podíamos vernos sin las respectivas mujeres.

Me quedé pensativo tras la llamada de Luis y especulé con llamar a Mario para contarle también lo de mi viaje, no fuera a ser que se lo adelantara Luis en vez de ser yo y se sintiera despreciado. Algunas veces los amigos son así, necesitan tener la misma información que sus semejantes puesto que, si no, puede parecer que no quiero nada de uno o del otro. Muchas veces dicen que eso ocurre con las mujeres y que los hombres somos mucho más simples; sin embargo, ver la reacción de algunos de mis amigos me hace dudar. Por otro lado, seguí elucubrando acerca de los correos que había recibido yo, había recibido Silvia y finalmente había recibido Luis y me pregunté si habrían hecho lo mismo con Mario. Marqué su teléfono y me dispuse a hablar con el manos libres del coche, quedé a la espera de que me lo pudiera coger.

—Hola, Sergio, ¿cómo estás? —me respondió prácticamente al momento de dar tono—. Pensaba llamarte ahora mismo. Ya veo que te vas de viaje a Roma, pero no hacía falta que me lo anunciaras así, con llamarme por teléfono como estás haciendo ahora me habría bastado. Además, ¿desde dónde me lo has mandado?, ¿te han cambiado el correo o es que querías hacerte el interesante?

—Hola, Mario, para eso te he llamado. Me ha llamado Luis y me ha comentado que le había llegado un correo de mi empresa explicando lo de mi viaje y me preguntaba si te había llegado a ti. Me lo han anunciado de hoy para mañana y supongo que se me habrá ido la cabeza y he empezado a copiar correos y habéis caído también vosotros —improvisé sobre la marcha después de corroborar que lo que había estado pensando después de hablar con Luis se había hecho realidad—, además, aprovecho para hablar con los dos e intentamos vernos tras mi viaje, ¿te parece? Por otro lado, supongo que, como a Luis, no te ha llegado desde mi correo personal.

—Pues no, eso es lo que me ha extrañado más. Sabía que era de tu empresa porque termina igual que tu correo, pero antes de la @ no venía tu nombre, sino un conjunto de letras que no tenían sentido, al menos para mí.

—No te preocupes, en la empresa no paran de inventarse direcciones de correo para cada uno de los proyectos nuevos que van apareciendo, y no solo aquí, sino cualquier proyecto internacional, lo que hace que muchas veces no sepamos ni nosotros mismos de qué se trata.

Mario, al contrario que Luis, era una persona bastante más apacible y tranquila, lo que hacía que el tratamiento fuera a veces más formal. Sin embargo, tenía la tendencia de comerse la cabeza ante cualquier situación, ya fuera de su trabajo, de su familia o de nosotros mismos. Debido a ello, a Marta, su mujer, a veces se la notaba en tensión ante las ocurrencias que a menudo dejaba salir cuando nos encontrábamos las, cada vez menos, veces que nos reuníamos.

Intenté despachar a Mario tal y como hice con Luis previamente, y cuando lo logré medité el responder uno de los correos, que quién fuera me había mandado a mí, para ver si salía de todas las dudas que en esos momentos asolaban mi cabeza, pero, cuando llegué al centro comercial donde había quedado con Silvia, me la encontré junto a una plaza de aparcamiento que parecía que me estaba esperando, por lo que acepté que tendría que posponer el escribir ese correo a cuando estuviera a solas.

IV. Sergio

La tarde transcurrió apaciblemente, sin más sobresaltos que las necesidades en forma de gastos que van surgiendo y que con Silvia al lado se hacen cada vez más imprevisibles e impensables. Nunca había imaginado las de cosas que requería una persona sobre la marcha cuando vas buscando una lista que te cabría en medio pósit y que cuando ves el carro lleno te imaginas que dicha lista la ha elaborado uno de esos orientales que son capaces de escribirte desde el primero hasta el último de los Episodios nacionales en medio grano de arroz.

A pesar de ello, ese no era el día para quejarme de una de las que, yo creo, es una de las aficiones favoritas de Silvia, ya que gracias a ella habíamos olvidado los malos ratos que nos provocó esa mañana el anuncio imprevisto de mi viaje. Aunque yo sabía que la procesión iba por dentro, a ella se la veía aparentemente tranquila y sin preocupaciones ante la semana que se le avecinaba. Nos apresuramos en terminar las compras que yo no sabía que necesitáramos para ir a recoger ella a Sonia del entrenamiento de baloncesto que tenía lunes, miércoles y viernes y yo a Miguel del colegio, acordando que nos veríamos después directamente en casa.

Cuando Miguel me vio aparecer por la puerta, se le iluminó tanto la cara que provocó en mí una sensación inequívoca de que se alegraba infinitamente de verme, y era de esos instantes que uno quiere que permanezca lo máximo posible, puesto que sabía que esa sensación pasaría a la historia a medida que fuera creciendo, al igual que le ocurrió a Sonia en su momento. Una vez que me dio la mano para dirigirnos al coche, empezó con la retahíla de preguntas y respuestas que él mismo se formulaba y que no dejaba un hueco a ninguna contestación por mi parte.

—Hola, papi, ¿sabes qué?, hoy hemos empezado a ensayar la canción con la que actuaremos en fin de curso, ¿y sabes qué?, el profesor me ha dado la tarea de guardar hoy el material de la clase de inglés, ¿y sabes qué?, en el recreo hemos jugado un partido y he marcado dos goles, ¿y sabes qué?, he estado cambiando los cromos repetidos con Antonio y Rubén, ¿y sabes qué?…

Me sentía un afortunado por haber podido dejar el coche tan cerca de la puerta del colegio, lo que originó que Miguel se callara mientras se subía en el elevador que había en su asiento y yo colocaba su mochila en el maletero. Una vez que me acomodé en el mío, tuve la sensación de que empezaría de nuevo con otro listado de preguntas interminables. Todavía me acuerdo de cuando nos decían que Miguel estaba tardando mucho en empezar a hablar, y era cierto, puesto que con tres años aún no había abierto la boca más que para los berrinches que los niños puedan tener a esa edad. Sin embargo, parecía que ahora estaba intentado recuperar el tiempo perdido. Me adelanté a él y le pregunté si quería que le pusiera la música que le gustaba, a lo que me contestó automáticamente que sí, y logró calmarse el tiempo que duraba el viaje a casa.