Dulce engaño - Catherine George - E-Book

Dulce engaño E-Book

CATHERINE GEORGE

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Beschreibung

Era mujer de un solo hombre... Fen Dysart acababa de quedarse sin trabajo, sin familia y sin identidad. Pero la apasionada relación que la unió inmediatamente a Joe Tregenna estuvo a punto de hacerla olvidar todos sus problemas. Su mundo volvió a venirse abajo cuando Joe descubrió la verdad sobre su pasado... y ella se enteró de que tampoco él había sido completamente sincero... Se suponía que aquello sería el final, pero Joe no podía quitársela de la cabeza…

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Catherine George

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Dulce engaño, n.º 1462 - abril 2018

Título original: Tangled Emotions

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-199-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

ALGUIEN la iba siguiendo. El callejón estaba desierto y la farola del fondo seguía fundida, lo que significaba que el último tramo antes de conseguir llegar hasta su puerta lo tendría que recorrer en la más absoluta oscuridad. Con la determinación de no mirar atrás, aceleró el paso. Aquella noche sin estrellas era calurosa y húmeda, pero por primera vez en su vida sintió un escalofrío de miedo. Intentó no pensar en ello, una vez que llegase hasta su casa, quien quiera que la estuviese siguiendo pasaría de largo. Entonces, se dio cuenta de que estaba equivocada: dos figuras muy delgadas con los rostros tapados con máscaras de dibujos animados se pusieron a ambos lados empujándola hasta una esquina.

–¡Danos el dinero y no te pasará nada! –exclamó uno de ellos agarrándola del brazo con fuerza.

–¡Ni hablar! –siseó ella y, entre el miedo, la rabia y la incredulidad, le dio un codazo en las costillas a su asaltante y se preparó para defenderse.

 

 

Después de conducir dos horas por la autopista, distintas señales iban dirigiendo a Joe Tregenna por toda la ciudad. Las luces de su coche iluminaron una pelea entre unos jóvenes. No estaba de humor para involucrarse en ello, pero, de pronto, se dio cuenta que se trataba de una chica acosada por dos hombres enmascarados. Se detuvo inmediatamente y salió del coche justo en el momento en que uno de los dos chicos salía corriendo desapareciendo en la oscuridad.

–¿Se encuentra bien? –preguntó Joe a la chica con urgencia–. ¿Está herida?

Ella dijo que no con la cabeza, poniéndose el pelo detrás de las orejas.

–No –jadeó ella–, pero no diría lo mismo de él –añadió mirando al chico que estaba tumbado en el suelo–. Será mejor que llame a la policía.

Al escuchar aquella palabra, el chico se puso de pie de un salto, pero Joe lo agarró por el cuello de la camiseta.

–De eso nada, muchacho.

–No le estábamos haciendo daño –dijo el chico–, solamente le estábamos pidiendo cambio.

–¿Con la cara tapada con máscaras? –preguntó Joe con sarcasmo–. No lo creo –se giró hacia la chica–. Está tiritando. ¿Está segura de que se encuentra bien?

Ella asintió bruscamente.

–Más bien estoy enfadada.

Joe sacó con una mano su teléfono móvil y se lo ofreció.

–Llame a la policía con esto.

–¡No! –gritó el chico rompiendo a llorar–. Por favor, no me entregue, señorita –añadió temblando como una hoja–. Conseguimos las máscaras cuando compramos unos caramelos. Luego, la vimos salir del pub y unos amigos nos retaron a hacerlo –dijo medio llorando–. Mi madre me matará.

Ello lo miró detenidamente durante un rato con los brazos cruzados.

–Déjelo marchar –exclamó finalmente.

Joe se la quedó mirando incrédulo.

–No puede permitir que se marche, después de lo que ha hecho.

Ella se movió alrededor del chico.

–Escúchame bien –dijo ella militarmente–, te propongo un trato. No llamaré a la policía si me prometes que nunca más volverás a hacer algo parecido.

El chico asintió enérgicamente.

–Nunca más, se lo prometo, y tampoco Dean.

–¿Es Dean tu amigo?

Negó con la cabeza.

–Es mi hermano pequeño. Él no quería hacerlo, estaba muerto de miedo.

–¿Cómo te llamas?

–Robbie.

–Muy bien, Robbie –dijo ella bruscamente–. No quiero que vuelvas a hacer apuestas estúpidas como esta –añadió, agachándose para recoger la máscara que se había caído al suelo–. Me quedaré con esto, contiene tu ADN. ¿Está tu madre en casa?

El chico volvió a decir que no.

–Es una enfermera en el hospital, esta semana tiene guardia por las noches.

–¿Te deja solo por la noche? –preguntó Joe frunciendo el ceño.

–No, nunca –contestó él chico con los ojos llenos de lágrimas–. Nuestro padrastro está en casa, en la cama. Saltamos por la ventana cuando se quedó dormido.

–¿Hacéis esto habitualmente?

El muchacho tragó saliva.

–De verdad que no, es la primera vez.

–Y más vale que sea la última, como bien te ha dicho ella –le ordenó Joe–. Ahora, te acompañaremos hasta tu casa y te entregaremos a tu padrastro.

El chico se puso histérico.

–No, por favor. Mi padrastro es un buen tipo, pero se lo contará a mi madre.

Cuando el chico les rogó que lo dejaran entrar en su casa por la ventana en vez de hacerlo por la puerta, para que su padrastro no se enterara, Joe alzó una ceja mirando a la chica.

–¿Le parece bien? Luego, la acompañaré hasta su casa de nuevo.

La chica asintió.

–Me parece bien; venga, Robbie, vámonos.

Cuando llegaron a la casa del muchacho, Robbie suspiró aliviado al ver a su hermano asomado por la ventana del piso de arriba.

–¡Dean ya está de vuelta! Vino corriendo como yo le dije.

–Bueno, recuerda lo que te hemos dicho –le dijo Joe–. Sabemos dónde vives.

Robbie asintió con la cabeza fuertemente antes de salir corriendo y empezar a escalar hacia la ventana de su cuarto.

Joe esperó hasta cerciorarse de que el chico entraba en su casa sano y salvo, luego, se encogió de hombros mirando a la chica y se dispusieron a regresar.

–Mi nombre es Joe Tregenna.

Ella sonrió ligeramente.

–Yo soy Fen Dysart. Gracias por su ayuda.

–Cuando me di cuenta de que había una pelea estuve a punto de continuar conduciendo o, como mucho, llamar a la policía desde el coche –empezó a decir él con franqueza–, pero cuando vi a dos chicos y a una sola chica pensé que sería mejor echar un vistazo yo mismo. Aunque no necesitaba mi ayuda, usted sola se los quitó de encima antes de que yo bajara del coche.

–No ha sido muy difícil, eran un par de chiquillos. Además, yo era mucho más alta que ellos.

–Por suerte solamente se trataba de un par de niños, menos mal que no eran verdaderos criminales.

–¿Cuántos años cree que tendrá Robbie?

–Es difícil calcularlo, pero es lo suficientemente mayor como para saber que estaba haciendo algo malo. ¿Dónde vive? ¿Puedo llevarla en mi coche?

–No hace falta. Vivo al final de la calle, en Farthing Street. Una vez que lleguemos hasta su coche será suficiente –añadió–, no es necesario que continúe.

Pero Joe insistió en acompañarla hasta la misma puerta de su casa.

–¿Habrá alguien esperándola?

–No.

–En ese caso, no me quedaré tranquilo hasta que no vea cerrar la puerta a su espalda.

Fen iba a negarse, pero cambió de idea. Todavía estaba un poco asustada después del incidente. Empezaron a andar por el callejón hasta llegar a la puerta de su casa. Introdujo la llave y la abrió. Pasó al interior de una cocina, encendió las luces y se dio la vuelta en dirección a su acompañante, el cual se la quedó mirando con la misma curiosidad con la que lo miraba ella. Entonces, él también entró y cerró la puerta tras él.

Joe Tregenna era unos centímetros más alto que ella. Era delgado y con los hombros cuadrados. Tenía el pelo castaño y lo suficientemente largo como para que las puntas se le rizasen. Sus ojos eran de un azul tan oscuro que parecían negros a primera vista. Llevaba puesta una camisa blanca, una corbata aflojada y unos pantalones de traje de lino.

–Necesito un café –dijo ella bruscamente sin dejar de mirarlo–. ¿Le apetece uno?

–Por favor –contestó él sonriendo–. No me vendrá mal algo de cafeína después de lo sucedido.

–Siéntese, no tardaré mucho –dejó su bolso en el suelo y se quitó la chaqueta. Llenó de agua la cafetera y la enchufó. Sacó un par de tazas de un armario y la leche de la nevera. Podía notar que un par de ojos seguían todos sus movimientos, pero no le importaba en absoluto.

Terminó de preparar el café, sirvió las tazas y las colocó encima de la mesa. Se sentó justo enfrente de su invitado, que sonrió divertido.

–¿De qué se ríe? –preguntó ella.

–«Sabemos dónde vives». No me puedo creer que yo haya dicho eso. Bueno, usted tampoco ha estado nada mal cuando le ha dicho que se quedaba con su careta porque contenía su ADN.

–La idea era asustarlo todo lo posible –dijo ella encogiéndose de hombros.

–¿Siempre vuelve tan tarde a casa andado sola?

–No, mi coche está en el taller. Cuando terminé de trabajar pensé en llamar a un taxi, pero todos mis clientes habían tenido la misma idea y ya no había ninguno disponible.

–¿Sus clientes?

–Trabajo detrás de la barra del Mitre.

Él sacudió la cabeza.

–Soy nuevo en la ciudad, no lo conozco.

–Es un bar bastante grande que hay un poco más allá, en el cruce. Cerca de la casa de Robbie.

–¿Cuánto tiempo lleva trabajando allí?

Ella sonrió con tristeza.

–Lo suficiente como para saber que debería volver a casa en coche o en taxi. Gracias otra vez, señor Tregenna.

–Por favor, llámame Joe –dijo él arqueando las cejas.

–Está bien. Gracias, Joe, por todo –apuntó sonriendo y extendiendo una mano.

Él le tomó la mano durante un segundo.

–Me alegro de haber podido ayudarte.

Se hizo un silencio durante unos segundos y, de pronto, su teléfono móvil empezó a sonar.

–Disculpa –añadió él.

Fen se puso de pie y se dispuso a recoger las tazas de café, intentando no escuchar lo que obviamente era una discusión doméstica.

–Por última vez, Melissa –escuchó decir a Joe–. Me he entretenido, ni siquiera estoy en casa. Te llamaré mañana. Buenas noches –él miró a Fen–. Lo siento mucho –dijo bruscamente mientras apagaba el teléfono–. Se me olvidó llamar a la mujer con la que he cenado.

–Dile que ha sido mi culpa.

Joe sacudió la cabeza, sus ojos volvían a brillar divertidos.

–Por alguna razón, señorita Fen Dysart, me parece que decir eso sería mucho peor.

–Si eso ha sido un cumplido, gracias –dijo ella, y dudó por unos instantes antes de preguntarle qué es lo que hacía en Pennington.

–Vendo seguros.

–¿De verdad? –exclamó ella.

–¿Vives aquí sola?

–Sí.

–Entonces, asegúrate de que cierras bien la puerta detrás de mí. Buenas noches.

Una vez que él se hubo ido. Fen se puso su pijama y se metió en la cama. Le costó mucho dormirse y, cuando por fin lo consiguió, se despertó por culpa de una pesadilla en la que el joven Robbie era el protagonista.

 

 

–Tienes mala cara –le dijo a Fen el dueño del Mitre a la mañana siguiente.

A la hora de comer, Fen se fue a recoger su coche al taller, volvió al bar y se encontró a todos sus compañeros sentados en la barra. Al entrar, Tim Mathias la señaló con el dedo y todos estallaron en carcajadas.

–¿Qué pasa? –preguntó ella.

–Fen es nuestra única salvación –dijo Jilly sonriendo–. Ella lo podrá hacer.

–¿Hacer qué? –preguntó Fen con curiosidad.

–Sabes que esta noche hay música en directo, ¿verdad?

Ella asintió.

–Pero Martin está enfermo y yo no puedo sustituirlo –añadió Jilly.

–Lo de Martin no es importante, el problema es Diane, nuestra cantante sexy –apuntó Tim–. Parece ser que se ha quedado afónica y ha perdido la voz. Cuando vengan sus fans y vean que no actuará, se irán sin consumir ni una copa. ¿Cómo diablos una mujer puede perder la voz en mitad de una ola de calor como la que estamos teniendo?

–Supongo que no lo habrá hecho a propósito –lo interrumpió Fen–. Espera un momento, ¿por qué me estáis mirando?

–Te he oído cantar cuando crees que nadie te está oyendo, no lo haces nada mal –dijo Tim sonriendo–. Por favor, Fen. Será solamente esta noche. Un par de canciones y nada más.

Ella dijo que no con la cabeza y todos los demás se echaron a reír.

–Ni hablar. No soy lo suficientemente buena.

–Por supuesto que lo eres. No estamos hablando de cantar ópera –dijo Tim intentando convencerla–. Te pagaré el doble.

Fen alzó las cejas.

–¿Lo dices en serio?

Tim se puso la mano sobre el corazón.

–¿Te he mentido alguna vez?

–Está bien, lo haré, pero solo por una noche –acordó ella. Entonces, se miró la ropa, una blusa blanca y una minifalda negra–. Por cierto, no tengo nada que ponerme, ¿no querrás que lo haga vestida con este uniforme?

–Estoy seguro de que podrás encontrar algo sexy que ponerte, usa la ropa de Diane.

–Prefiero ponerme algo mío.

–Está bien. Tómate un par de horas. No empezarás hasta las ocho y media.

Cuando Fen llegó a su apartamento, sacó de su armario un vestido negro muy corto de tirantes. Se hizo un bocadillo, se sirvió una taza de café y se dispuso a darse un baño, preparada para transformarse en una estrella de cabaret.

Se puso el doble de maquillaje que solía usar normalmente, se cepilló la melena negra y se la dejó suelta, cayendo sobre los hombros. Se miró al espejo y se encogió de hombros. No estaba mal, aunque no podía compararse con la voluptuosa Diane.

 

 

Cuando Fen volvió de nuevo al Mitra, Jilly silbó nada más verla.

–¡Dios! Fen, estás estupenda. No me había dado cuenta de que tenías los ojos verdes.

–Pero lo importante es la voz –contestó Fen.

–No te preocupes –le dijo Jilly dándole una palmadita en el hombro–. Nuestros queridos clientes estarán muy ocupados viendo esas increíbles piernas para fijase en la canción, cariño.

Tim Mathias demostró el mismo entusiasmo cuando la vio detrás del escenario.

–¡Estás fantástica! –dijo con júbilo–. Hoy hay mucha más gente de lo normal, muchísimas gracias otra vez.

–Todo saldrá bien –le aseguró Martin, que finalmente había ido a trabajar–. Yo salgo ya, te veo en unos minutos.

Fen suspiró profundamente cuando escuchó el piano de Martin sonar y el retumbar de los aplausos. Luego, se escuchó la voz de Martin disculpándose ante el público por la ausencia de Diane y les pidió un fuerte aplauso a todos para recibir a la artista que había venido a sustituirla.

–¡La encantadora Fenella!

Fen se llenó de pánico, se estaba refiriendo a ella. Volvió a suspirar profundamente, sonrió y salió al escenario.

Martin le guiñó un ojo cuando empezó a tocar la primera canción. Ella se acercó hasta su piano, se apoyó ligeramente sobre él y comenzó a cantar.

Al final de la tercera canción, los aplausos eran ardientes y entusiasmados. Martín anunció un descanso y se apagaron las luces del escenario. De vuelta a los camerinos, Fen se sentó en una silla con las piernas temblorosas.

–¡Has estado simplemente estupenda, Fen! –exclamó Tim–. Lo has hecho muy bien, ¿quieres un trago?

–Solamente agua, por favor… me he acalorado ahí fuera.

Martin sonrió.

–No has sido la única. Había un par de tipos que no te han quitado ojo, sobre todo uno. No ha dejado de mirarte.

–Estaba muy concentrada como para darme cuenta –dijo Fen, que se bebió el vaso de agua de un solo trago.

Cuando Fen volvió al escenario, por segunda vez, estaba menos nerviosa. Sonrió a la audiencia, que había aumentado considerablemente después del descanso, y se quedó mirando una cara familiar que había en la sala. Martin empezó a tocar y comenzó de nuevo la actuación.

La gente aplaudió con verdadero entusiasmo cuando finalizó el espectáculo. Les pidieron otra canción, pero Fen sacudió la cabeza, sonriendo y tirando besos con las manos mientras Martin la escoltaba fuera del escenario.

Tim y Grace, su mujer, la volvieron a felicitar y, después de celebrar su exitosa actuación, recogió su dinero y se despidió de todos. Cuando salió por la puerta trasera del local se encontró con un hombre alto; su presencia no la sorprendió, sabía que estaría allí. Se lo quedó mirando con desafío y pudo ver que aquellos ojos oscuros estaban llenos de furia y desaprobación. Ella sintió una oleada de triunfo.

–¡Hola! –dijo ella casualmente–. No sabía que esta noche vendrías.

–Obviamente –contestó él entre dientes–. ¿A qué demonios te crees que estás jugando?

–No juego a nada. Trabajo para poder vivir –dijo Fen pasando por su lado.

Él la tomó de la mano fuertemente.

–No tan rápido, preciosa…

–¿Estás bien, Fen? –preguntó de repente una voz familiar. Ella se dio la vuelta y se encontró de frente con Joe Tregenna, que le estaba sonriendo–. ¿Te están molestando?

–No, estoy bien, Joe –contestó ella liberando su mano–. Es un pariente mío.

Adam Dysart se controló a sí mismo con un esfuerzo evidente.

–Mira –le dijo a Joe Tregenna–, esto es un asunto familiar, ¿te importaría perdonarnos un momento? Necesito hablar con Fenny.

–Pero yo no quiero hablar contigo –contestó ella sonriendo amablemente a Joe y tomándole de la mano–. Gracias por venir a buscarme.

–Un placer –apuntó Joe mientras se daban la vuelta y se alejaban.

–Siento lo ocurrido, Joe –susurró ella mirando hacia atrás de reojo–. ¿Has venido solo?

–Sí –contestó él divertido.

–¡Qué alivio! –dijo ella sonriéndole–. Es un poco atrevido por mi parte, pero ¿te importaría darme una vuelta en tu coche? No quiero que Adam sepa dónde vivo.

–Por supuesto, aún mejor, ¿por qué no vienes a mi casa a tomar una copa hasta que no haya moros en la costa? –sugirió él mientras se dirigían a su coche–. A menos que…

–A menos, ¿qué?

–A menos que ese tipo sea tu marido, entonces no quiero entrometerme.

Ella se lo quedó mirando.

–Adam Dysart no es mi marido, él es… –hizo una pausa–, él es mi primo.