Dulces mentiras - Jill Shalvis - E-Book
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Dulces mentiras E-Book

Jill Shalvis

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Beschreibung

Elige al único tipo al que no puedes tener… Como capitana de un barco de excursiones por la bahía de San Francisco, Pru era capaz de capear los peores temporales. Lo difícil era hacerlo en tierra firme. Estaba encantada con su nuevo apartamento y sus vecinos; el problema era que corría el riesgo de enamorarse de Don Perfecto Para Cualquiera Menos Para Ella. Enamórate de él perdidamente… El dueño del pub O'Riley's era un tipo sexy, trabajador, de más de metro ochenta, que siempre tenía tiempo para sus amigos. Al convertirse en uno de esos amigos, Pru descubrió la increíble sensación de ser la beneficiaria de las atenciones de aquellos ojos de color verde oscuro. Pero cuando un inverosímil accidente condujo a una cura de emergencia, las cosas fueron más allá de la zona de amistad. Y muy deprisa. Y luego cuéntale la verdad… Pru solo deseaba la felicidad de Finn, y eso mismo le había pedido a la histórica fuente que, se suponía, concedería el deseo de su corazón. Pero desear a Finn para ella misma era otra historia. Porque Pru guardaba un secreto que podría cambiarlo todo. "Enternecedora y sexy… mucha química, pasión ardiente y divertidas travesuras". Publishers Weekly Es una historia tierna, sexy y divertida. Tiene unos personajes que nos enseñan que el amor puede con todo y que cuando el destino actúa no podemos resistirnos, sólo queda disfrutar del viaje que nos tiene preparados. Estoy deseando leer más libros de esta autora porque tiene una pluma muy cuidada, que me ha conquistado. Sus personajes son fuertes, carismáticos y con un gran corazón. Aprovecha la vida cada día

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Jill Shalvis

© 2017, Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Dulces mentiras, n.º 225 - abril 2017

Título original: Sweet Little Lies

Publicado originalmente por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Traductor: Amparo Sánchez Hoyos

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con persona, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta: Dreamstime.com y Shutterstock

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9744-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Agradecimientos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Dedicado a HelenKay Dimon, por ser una verdadera amiga (¡la mejor!).

También por presentarme a May Chen, el nuevo amor de mi vida. Gracias por compartirla.

 

Y gracias a May Chen, por devolverme el amor por la escritura.

Capítulo 1

 

#ManténLaCalmaYCabalgaSobreElUnicornio

 

La mamá de Pru Harris le había enseñado a pedir un deseo cada vez que viera un coche rosa, una hoja caer, o una lámpara de latón. Porque pedir un deseo ante algo tan ordinario como una estrella, o un pozo de los deseos, era indicativo de falta de imaginación.

Sin duda alguna, la mujer que estaba bajo la llovizna, a escasos noventa centímetros de distancia, y que buscaba en el bolso una moneda para arrojar a la fuente del patio, no había sido criada por una madre hippy como la de Pru.

Tampoco es que tuviera importancia, dado que su madre se había equivocado. Los deseos, junto con cosas como ganar a la lotería o encontrar un unicornio, no sucedían en la vida real.

—Sé que es una tontería —la mujer se protegía los ojos de la llovizna con una mano, la moneda sujeta en la otra, y sonreía a Pru con timidez—. Pero es algo que llevo muy arraigado en mi interior.

Pru la entendía perfectamente. Soltó a Thor, que se retorcía en sus brazos, y agitó las manos en un intento de restaurar la circulación sanguínea. Once kilos de chucho callejero empapado, rechoncho y temeroso hasta de su propia sombra le parecían treinta y cuatro tras la caminata de treinta minutos del trabajo a su casa.

Thor protestó con un fuerte ladrido por ser depositado en el suelo mojado. A Thor no le gustaba la lluvia.

Ni caminar.

Pero amaba a Pru más que a su propia vida, de modo que se quedó pegado a ella, meneando la cola lentamente mientras le escrutaba el rostro para decidir de qué humor estaban.

—¡Oh! —la mujer parpadeó sorprendida y se quedó mirando al perro—. Yo creía que era un gato gordísimo.

Thor dejó de menear el rabo y volvió a ladrar, como si pretendiera demostrar que no solo era un perro, sino un perro grande y malote.

Porque Thor, un cruce de varias razas, estaba convencido de ser un bullmastiff.

La mujer reculó un paso y Pru suspiró antes de volver a tomar al perro en sus brazos. Su hombretón fruncía el ceño de un modo muy posesivo, las patas delanteras colgando, el rabo de nuevo en movimiento tras encontrarse de repente muy alto.

—Lo siento —se disculpó Pru—. No ve bien y por eso es tan gruñón, pero no es un gato —le dio al animal un pellizco de advertencia para que se comportara—, aunque se comporta como si lo fuera.

Thor le dirigió a su dueña una mirada que decía claramente que más le valía vigilar sus zapatos esa noche.

La mujer devolvió su atención a la fuente.

—Dicen que nunca es demasiado tarde para desear el amor, ¿verdad?

—Así es —Pru asintió.

Porque eso decían. Y solo porque su experiencia personal le hubiera demostrado que el amor escaseaba más que los unicornios, no iba a pisotear los sueños y esperanzas de los demás.

Un inesperado relámpago iluminó el cielo de San Francisco como si fuera el cuatro de julio. Salvo que estaban en junio y hacía más frío que en el ártico. Thor soltó un gemido y hundió la cabeza en el cuello de Pru que empezó a contar. No pasó de uno antes de que el trueno estallara con tal fuerza que todos pegaron un salto.

—¡Caray! —la mujer devolvió la moneda al bolso—. Ni siquiera el amor merece el riesgo de ser electrocutada—. Sin pronunciar una palabra más, se marchó corriendo.

Pru y Thor la imitaron, cruzando a la carrera el patio empedrado. Normalmente se tomaba su tiempo para disfrutar de la preciosa arquitectura del edificio con sus ménsulas, su entramado de hierro y grandes ventanales. Pero había empezado a llover en serio, golpeando con tanta fuerza los adoquines que el agua rebotaba del suelo y le salpicaba las rodillas. En menos de diez segundos estuvo empapada y con las ropas pegadas al cuerpo. Los botines se le habían encharcado y hacían un ruido de chapoteo con cada paso.

—¡No tan deprisa, encanto! —llamó alguien.

Era el viejo sintecho que solía merodear en el callejón. Con la piel bronceada y aspecto de cuero viejo, los largos cabellos grises que le llegaban por debajo del cuello de la camisa hawaiana con brillantes estampados de piñas y loros, se parecía al viejo chiflado de Regreso al futuro, pero con unos cuantos años más. Unas cuantas décadas, en realidad.

—Ya no puedes mojarte más de lo que estás.

En realidad Pru no intentaba esquivar la lluvia, le encantaba. Lo que intentaba era esquivar a sus demonios, algo que, sospechaba, iba a serle imposible.

—Tengo que irme a casa —contestó casi sin aliento tras la carrera.

Al cumplir los veintiséis, su instructor de spinning había bromeado con ella anunciándole que a partir de ese momento se iniciaba la cuesta abajo. Pero ella no lo había creído. Y de repente ya no le parecía ninguna broma.

—¿A qué viene tanta prisa?

Resignada a charlar un poco, Pru se detuvo. El viejo era dulce y amable, aunque seguía negándose a confesarle su nombre, asegurando haberlo olvidado en los años setenta. Cierto o no, Pru le había estado alimentando desde que se había mudado al edificio tres semanas atrás.

—Los del cable por fin vendrán hoy —le explicó—. Dijeron que a las cinco.

—Eso te dijeron ayer. Y la semana pasada —contestó él mientras intentaba acariciar a Thor, que no estaba por la labor.

Una cosa más en la lista de objetos odiados por Thor: los hombres.

—Pero esta vez va en serio —insistió ella mientras dejaba al perro en el suelo. Al menos era lo que le había prometido por teléfono el supervisor de la empresa. Necesitaba la televisión por cable. Muchísimo. Al día siguiente se celebraría la gala final del programa Mira quién baila.

—Disculpe —dijo alguien mientras salía de la cabina del ascensor y pasaba junto a ella.

Llevaba un sombrero calado sobre los ojos para evitar mojarse el rostro con la lluvia, y el logotipo de la compañía del cable en el pecho. Sujetaba una caja de herramientas en una mano y su aspecto, en general, era el de andar por la vida siempre fastidiado.

Un profundo gruñido surgió de la garganta de Thor, que se escondió entre las piernas de Pru. Aunque el sonido era feroz, su aspecto resultaba más bien ridículo, sobre todo estando tan empapado. Tenía el pelaje de un yorkshire terrier, uno muy gordo, a pesar de ser todo un mestizo. Y, demonios, quizás sí tuviera una parte de gato. Salvo que en su caso tenía una de las orejas caída, mientras que la otra se mantenía erguida y le proporcionaba una expresión de perpetua confusión.

Ningún gato que se preciara habría permitido algo así. El tipo del cable le echó una ojeada y, tras soltar un bufido, siguió su camino.

—¡Espere! —gritó Pru—. ¿Busca el 3C?

—En realidad, soy más bien un tipo de doble D —contestó él tras dedicarle una mirada de arriba abajo y haciendo referencia a una talla de copa de sujetador.

Pru bajó la mirada. La camisa empapada se había pegado a sus pechos. Entornó los ojos y se cruzó de brazos sobre un pecho que, desde luego, no era de la talla DD.

—Seré un poco más clara —ella agarró la correa de Thor con más fuerza. El animal seguía gruñendo, aunque sin mucho entusiasmo. Solo fingía ser un tipo duro—. ¿Busca a la persona que vive en el apartamento 3C?

—Buscaba. Pero no había nadie en casa —el hombre fijó la mirada en Thor—. ¿Eso es un perro?

—¡Sí! Y yo soy la del 3C —contestó Pru—. ¡Y estoy en casa!

—No abrió la puerta —él sacudió la cabeza.

—Ahora sí lo haré, se lo prometo —ella sacó las llaves del bolso—, subiremos ahora mismo y…

—No podrá ser. Son las cinco en punto —el hombre le mostró el reloj—. He acabado mi turno.

—Pero…

Pero nada. El hombre se había marchado bajo la lluvia, esfumándose en la niebla como si se tratara del decorado de una película de terror.

Thor dejó de gruñir.

—Genial —murmuró Pru—. Sencillamente genial.

—Yo podría engancharte el cable —anunció el viejo sintecho—. He visto cómo lo hacían en una o dos ocasiones.

El anciano, como todo el edificio de Pacific Heights, había conocido días mejores, pero ambos conservaban cierto encanto, lo cual no significaba que se fiara de ese tipo como para permitirle la entrada a su casa.

—Gracias, pero esperaré —ella declinó la oferta—. En realidad no necesito la televisión por cable tan urgentemente.

—Pero mañana es la final de Mira quién baila.

—Lo sé —ella suspiró.

Otro rayo cruzó el cielo, seguido de inmediato por el crujido del trueno que retumbó en todo el patio. El suelo se estremeció bajo sus pies.

—Esa es mi señal para irme —el viejo desapareció por el callejón.

Pru subió a Thor a su casa, lo secó con una toalla y lo metió en su cestito. En cierto modo, a ella le apetecía lo mismo, salvo que se moría de hambre y no tenía nada decente en el frigorífico. Por tanto, se puso ropa seca y volvió a bajar.

Seguía lloviendo.

Algún día iba a tener que comprarse un paraguas. Pero de momento se contentaría con correr a toda velocidad hacia la esquina noroeste del edificio, pasar por delante del Coffee Bar, el Waffle Shop y el South Bark Mutt Shop, todos cerrados. Siguió por delante del estudio de tatuajes Canvas, que sí estaba abierto, y se dirigió hacia el pub irlandés.

Sin el acicate del cable para hacerle compañía, necesitaba unas alitas de pollo.

Y en ningún sitio se preparaban las alitas de pollo como en O’Riley’s.

«Lo que buscas no son alitas de pollo», anunció una vocecita en su cabeza. Y era un hecho. No, lo que más la empujaba a entrar en O’Riley’s, como la abeja atraída hacia la miel, era el tipo de metro ochenta, de anchos hombros, ojos oscuros y sonrisa misteriosa. El mismísimo Finn O’Riley.

Después de tres semanas viviendo en ese edificio, era muy consciente de lo unida que estaba la gente que vivía o trabajaba allí. Y sabía que, en gran parte, se debía a Finn.

Y sabía más cosas. Más de las que debería saber.

—¡Eh! —el viejo asomó la cabeza por el callejón—. Si vas a pedir unas alitas, no olvides el extra de salsa.

Pru agitó una mano en el aire y, de nuevo empapada, entró en O’Riley’s. Durante unos segundos se quedó parada, intentando orientarse.

De acuerdo, eso era mentira. Lo que hizo fue fingir intentar orientarse mientras paseaba la mirada por la barra del bar y los que estaban detrás.

Había dos personas trabajando. Sean, de veintidós años, hacía malabares con botellas para deleite de un grupo de mujeres que gritaban encantadas, pegadas a la barra atraídas por la deslumbrante sonrisa y ojos burlones. Pero no fue sobre él sobre quien se posó la mirada de Pru como si se tratara de una pila de galletas Oreo con doble relleno.

No. Ese honor le correspondió al tipo que dirigía el local, el hermano mayor de Sean. Todo músculo y seguridad, Finn O’Riley no se dedicaba a seducir a la clientela. Nunca lo hacía. Se movía rápida y eficazmente, sin exagerar, apresurándose a servir los pedidos sin dejar de mantener un ojo en la cocina, firme como una roca, haciendo todo el trabajo.

Pru podría quedarse allí mirándolo todo el día. Era por sus manos, en constante movimiento, movimientos de precisión. Por supuesto estaba demasiado ocupado para ella, uno de los muchos motivos por los que no se había permitido fantasear con él haciéndole cosas deliciosamente traviesas en la cama.

¡Uy! Otra mentira. Y de las gordas.

Porque había fantaseado con que ese hombre le hacía todas esas cosas traviesas en la cama. Y también fuera de la cama.

Era su unicornio.

Cuando él se agachó tras la barra del bar en busca de algo, toda una fila de mujeres se inclinó hacia delante para obtener una mejor visión. Parecían suricatos puestos en fila.

Segundos más tarde, Finn volvió a aparecer cargando con una enorme caja de algo, quizás vasos limpios, pero sin aspecto de estar haciendo un gran esfuerzo, sin duda gracias a todos esos músculos que se marcaban bajo la camiseta negra y los vaqueros desteñidos. Los bíceps ondularon al volverse, permitiéndole a Pru una buena visión de los Levi’s perfectamente ajustados. Por delante y por detrás.

Caso de advertir la avidez del público, Finn no dio ninguna muestra de ello. Se limitó a dejar la caja sobre el mostrador e, ignorando a las mujeres que lo devoraban con la mirada, saludó a Pru con una inclinación de cabeza.

Ella se quedó paralizada antes de estirar el cuello y mirar hacia atrás.

Pero no había nadie. Solo ella misma, goteando por todo el suelo.

Se volvió de nuevo y se encontró con la mirada divertida de Finn. Sus miradas se fundieron y se mantuvieron durante unos interminables segundos, como si él le estuviera tomando el pulso desde el otro extremo del local, registrando el hecho de que estaba empapada y sin aliento. Las comisuras de los labios se curvaron hacia arriba. Había vuelto a resultarle divertida.

Los clientes se interpusieron entre ellos. El bar estaba, como de costumbre, abarrotado, pero al despejarse el camino de nuevo, Pru descubrió que Finn seguía con la mirada fija en ella, firme y sin pestañear. Los ojos de color verde oscuro emitían un destello de algo que no era diversión, algo que empezó a caldearla de dentro hacia fuera.

«Tres semanas y se repite lo mismo cada vez…».

Pru se consideraba razonablemente valiente y quizás algo más que razonablemente aventurera, aunque no necesariamente atrevida. No le resultaba fácil conectar con la gente.

Y esa fue la única excusa que tuvo para desviar la mirada, fingiendo echar un vistazo a la sala.

El pub era pequeño y acogedor. La mitad destinada a bar y la otra mitad a pub para cenar. La decoración con madera en tono oscuro recordaba a las viejas tabernas. Las mesas eran antiguos barriles de whisky y la barra estaba hecha de viejas puertas recicladas. Las lámparas eran de latón y las fijaciones de cristal tintado. Junto con el zócalo, hecho a partir de listones de vallas de madera, el conjunto tenía un encantador aspecto antiguo, y muy cálido.

La música surgía de unos altavoces ocultos y animaban el ambiente sin impedir las conversaciones. Una de las paredes era de cristal y ambos lados del pub tenían acceso al exterior a través de unas puertas acristaladas. Una daba al patio y la otra a la calle, permitiendo una preciosa vista del Fort Mason Park y Marina Green, con el puente Golden Gate al fondo.

Todo ello resultaba fascinante, aunque no tanto como el propio Finn. Y por eso los traidores ojos volvieron a posarse en él.

Y él la señaló con un dedo.

—¿Yo? —preguntó Pru, aunque era imposible que la oyera desde el otro extremo del local.

Con una sutil sonrisa, él colocó el dedo en forma de gancho.

Pues sí. Ella.

Capítulo 2

 

#LlévameAnteTuLíder

 

El cerebro de Pru se preguntó qué habría opinado su madre sobre acercarse a un hombre que te llamaba con el dedo doblado en forma de gancho. Pero a los pies de Pru no les importó mientras se dirigían directos hacia él.

Finn le entregó una toalla limpia para que se secara. Sus dedos se rozaron fugazmente, provocándole a ella un estremecimiento. A Pru le gustó. De hecho era lo más excitante que le había sucedido en mucho tiempo. Él le proporcionó un asiento.

—¿Qué te apetece? —la voz era grave y rasposa.

Y a Pru se le llenó la mente de toda clase de respuestas inapropiadas.

—¿Lo de siempre? —insistió él—. ¿O el especial de la casa?

—¿Y eso qué es? —preguntó ella.

—Esta noche es un mojito de sandía. Puedo prepararte uno sin alcohol.

Ese hombre veía pasar por su local a saber cuántas personas en un solo día y, además, ellos no habían cruzado más que unas pocas palabras, pero recordaba qué le apetecía tomar tras un largo día de trabajo en el mar.

Y también lo que no. Pues ya se había dado cuenta de que no bebía alcohol. Costaba creer que fuera capaz de recordarlo todo cuando tenía un menú para el pub, un menú de bebidas alcohólicas, y un menú especial dedicado únicamente a cervezas.

—¿Llevas un registro de mis preferencias? —preguntó Pru sintiendo que el calor la invadía. El calor y algo de miedo, pues no debería hacer eso, no debería flirtear con él.

—Es mi trabajo —contestó Finn.

—¡Oh! —ella soltó una carcajada—. Claro. Por supuesto.

—Y también porque sueles tomar un chocolate caliente, que hace juego con el color de tus ojos —continuó él sin dejar de mirarla fijamente.

—El especial sin alcohol estará bien, gracias —Pru sintió el calor instalarse en su estómago. Y en otras partes de su cuerpo.

El tipo sentado en la banqueta junto a ella se volvió. Iba vestido de traje, la corbata aflojada.

—Hola —saludó con la jovialidad de alguien que ya había tomado un par de copas—. Soy Ted. ¿Qué te parece si te invito a un orgasmo? O quizás… ¿a unos cuantos? —entre pregunta y pregunta le guiñó un ojo.

La postura relajada de Finn no varió, pero la expresión de su mirada sí lo hizo mientras la clavaba en Ted, que se había puesto serio y parecía bastante asustado.

—Compórtate —le advirtió—, o te echo de aquí.

—Eso no suena nada divertido —el hombre le dedicó unas sonrisa—. Solo intento invitar a la guapa dama a un trago.

Finn se limitó a mirarlo.

Ted alzó las manos en señal de rendición y Finn regresó a sus quehaceres. En cuanto lo hizo, Ted se acercó de nuevo a Pru.

—Muy bien, y ahora que ya se ha marchado papá, ¿qué tal un sexo en la playa?

—¡Fuera! —Finn alargó una mano y le quitó a Ted su copa.

—De acuerdo. De todos modos tenía que irme a casa —Ted suspiró ruidosamente y se bajó de la banqueta antes de dedicarle a Pru una sonrisa cargada de remordimiento—. Quizás la próxima vez podamos empezar por una copa seducción.

—Quizás la próxima vez —ella eligió una de las dulces y evasivas sonrisas de su amplio repertorio, el que utilizaba en su trabajo como capitana de crucero para recorridos de un día por la bahía. Hacía falta un montón de sonrisas diferentes para manejar a todas las personas con las que trataba diariamente.

—¿Quizás la próxima vez? —repitió Finn cuando Ted se hubo marchado, taladrándola con la mirada.

—O, ya sabes, nunca.

—Lo rechazaste con mucha delicadeza —él sonrió.

—Tuve que hacerlo —contestó ella—. Tú te reservaste el papel de poli malo.

—Forma parte del servicio que ofrezco —a Finn no pareció molestarle el comentario—. ¿Has tenido que cancelar el último recorrido de hoy?

—No —al parecer, también estaba al corriente de su oficio—. Acabo de llegar.

—¿Has navegado con este tiempo? —preguntó él incrédulo—. ¿Con este viento y las alertas por fuertes corrientes?

Las manos seguían en constante movimiento, preparando bebidas, cortando ingredientes, manteniéndolo todo en funcionamiento. Pru lo miraba, encandilada con el espectáculo. Cómo utilizaba esas fuertes manos, la sombra de barba en la barbilla…

—Pru.

—¿Eh? —ella apartó los ojos de la barbilla y de nuevo sus miradas se fundieron.

—¿Algún problema con el fuerte viento y las corrientes?

—No realmente. Es decir, un crío se mareó y vomitó sobre su abuela, pero más bien fue por el algodón de azúcar y los dos perritos calientes que había engullido en un segundo. En mi opinión fue por culpa de eso.

Finn se volvió hacia la puerta abierta al patio. El sol se había puesto y el alumbrado dibujaba bonitos lazos alrededor de la desgastada valla de hierro. La fuente resaltaba la lluvia que seguía cayendo del cielo.

—Ya estaba en tierra cuando empezó a llover —Pru se encogió de hombros—. Y, de todos modos, el mal tiempo forma parte de este trabajo.

—Yo diría que permanecer vivo debería ser el primer objetivo.

—Bueno, sí —ella soltó una carcajada—. Permanecer vivo es, desde luego, la meta —lo cierto era que casi nunca había tenido problemas en el agua. No, sus problemas solían surgir en tierra firme—. Esto es San Francisco. Si no saliésemos con mal tiempo, no saldríamos casi nunca.

Finn reflexionó sobre la respuesta mientras limpiaba el mostrador y servía una jarra de margaritas a un grupo sentado a varias banquetas de distancia, todo mientras conseguía hacerle sentir que estaba concentrado únicamente en ella.

«Es su trabajo», le recordó el cerebro al cuerpo. Aun así, parecía algo más.

Desde el otro extremo del pub llegó el estruendo de vajilla aterrizando en el suelo. Finn desvió hacia allí la mirada.

A una de las camareras se le había caído un plato y los comensales de la mesa la vitoreaban, avergonzándola aún más.

Finn saltó con facilidad la barra del bar y se encaminó hacia la mesa. Pru no podía oír la conversación, pero los tipos que habían estado vitoreando se quedaron muy quietos, abandonando su actitud pandillera.

Finn se volvió, se agachó junto a la camarera, la ayudó a limpiarlo todo y estuvo de regreso tras la barra del bar en menos de sesenta segundos.

—Tienes un trabajo muy interesante —observó, retomando la conversación como si nada hubiese ocurrido.

—Sí —asintió ella mientras observaba a la camarera regresar a la cocina, no sin antes dedicarle una mirada de agradecimiento a su jefe—. Interesante, y divertido —algo fundamental para ella porque… bueno, no hacía mucho que su vida no había sido ni remotamente divertida.

—Divertido —Finn repitió la palabra como si no encajara—. De eso no he tenido mucho últimamente.

Eso ya lo sabía Pru que, de inmediato, sintió una oleada de compasión.

Sean se acercó a Finn. Los dos hermanos eran muy parecidos. Mismo cabello oscuro, mismos ojos verde oscuro, mismas sonrisas. Finn era más alto, lo cual no impedía que Sean le rodeara el cuello con un brazo mientras le guiñaba un ojo a Pru.

—Tendrás que perdonar al abuelo. No le gusta lo divertido. Será mejor que trates conmigo.

Sean O’Riley, maestro seductor.

Pero Pru también era maestra, por necesidad. En su trabajo había tenido que aprender a lidiar con ligones. Tanto daba que fueran turistas, veraneantes, o chicos de instituto… a todos les excitaba que el capitán del barco fuera mujer y, dado que no estaba mal físicamente y era muy lista, se cebaban con ella. Siempre los rechazaba, incluso las proposiciones de matrimonio. Sobre todo las proposiciones de matrimonio.

—Me siento halagada —contestó con una sonrisa—. Pero no me siento capaz de romper los corazones de todas esas mujeres que esperan a que sus cócteles de fantasía se hagan realidad.

—Maldición —Sean fingió haber sido apuñalado en el corazón, pero soltó una carcajada—. Entonces, hazme un favor, ¿quieres? Si vas a darte una vuelta con este —le propinó un codazo a Finn—, enséñale a vivir un poco y, mientras estés en ello, quizás puedas llevártelo de paseo por el lado salvaje.

Pru desvió la mirada hacia Finn y captó un leve destello de irritación en su mirada mientras Sean se alejaba.

—¿Necesitas ayuda para vivir un poco? —preguntó ella en tono jovial.

No le resultaba fácil mantener ese tono distendido mientras el corazón martilleaba con fuerza y el pulso galopaba alocadamente porque, ¿qué demonios estaba haciendo? ¿En serio estaba flirteando con ese hombre? Era una idea muy mala, la peor de todas sus malas ideas juntas, y había tenido unas cuantas en los últimos años.

«No seas estúpida. Apártate de ese guapo bombón. No podrá ser tuyo, y sabes muy bien por qué».

Pero el inquietante tren de sus pensamientos se detuvo en seco cuando Finn soltó una carcajada gutural y sexy, quizás la que guardaba para las ocasiones especiales.

—En realidad —contestó él—. He vivido bastante. Y en cuanto a dar un paseo por el lado salvaje, yo podría darte lecciones —se inclinó sobre la barra del bar, acercándose mucho a ella, mirándola fijamente a los ojos, retirándole un mechón de húmedos cabellos del rostro.

Pru permaneció inmóvil, como un cachorrito a la espera de que le rascaran la barriga. Lo miró fijamente con el corazón aún acelerado, pero por un motivo totalmente diferente.

—¿Qué pasó? —preguntó, en realidad susurró, ella, porque estaba bastante segura de conocer el catalizador y sabía que le iba a matar oírselo decir.

—La vida —él se encogió de hombros.

Cómo odiaba lo que le había sucedido. Lo odiaba y se sentía culpable. Y, no por primera vez, cuando se sentía desbordada y fuera de juego, abría la boca y metía la pata.

—He de advertirte que en algunos círculos soy conocida como el hada de la felicidad.

—¿En serio? —Finn enarcó una ceja.

—Sí —ella asintió, al parecer habiendo perdido todo el control sobre su boca—. La felicidad empieza aquí mismo, conmigo. Estoy especializada en personas que no dirigen sus vidas, las que dejan que sea la vida la que les dirija. Se trata de dejar pasar las cosas —en serio, ¿por qué no podía tener la boca cerrada»?

—¿Vas a enseñarme a ser feliz, Pru? —preguntó Finn con su voz grave. Luego sonrió y, con ello, le achicharró la mitad de las neuronas.

Por Dios santo, el sonido de su nombre en boca de ese hombre le hacía flaquear las rodillas. De cerca pudo comprobar que los ojos no eran totalmente verdes, sino que tenían un toque de marrón y algo de azul. Estaba jugando con fuego y todas sus alarmas internas se habían disparado.

«Para».

«No te metas en esto».

«Vete a casa».

Pero ¿acaso hizo algo de eso? No, no lo hizo. En su lugar, sonrió y continuó hablando.

—Creo que sí podría enseñarte a ser feliz y a divertirte.

—No me cabe la menor duda —murmuró él.

Y las pocas neuronas que aún conservaba desaparecieron.

Capítulo 3

 

#HazloALoGrandeONoLoHagas

 

Hasta que Finn no se apartó para servir a un cliente Pru no soltó un tembloroso suspiro. «¿Soy conocida como el hada de la felicidad?». Se dio una bofetada en la frente, pero no consiguió meterse ni un ápice de sentido común en la cabeza. Mientras ordenaba a sus hormonas que pararan motores, se dio la vuelta y echó una ojeada al resto del pub.

De inmediato su atención se dirigió al extremo más lejano del bar, una zona que le había pasado desapercibida al entrar porque había saltado sobre Finn como un pichón en celo.

Reservado informalmente a los habitantes y trabajadores del edificio, ese rincón del bar invitaba a la camaradería, dado que siempre encontrabas a algún conocido con quien comer o tomar una copa.

Aquella noche ese alguien era Willa, la propietaria de la tienda South Bark Mutt, una tienda de animales en la esquina suroeste del edificio.

Willa contempló a la todavía empapada Pru y, sin pronunciar palabra, le acercó una fuente de alitas de pollo.

—Me has leído la mente —Pru se sentó a su lado.

—Cuando vives en una ciudad en la que no hay más que colinas, lluvia y banderas arcoíris aprendes muy pronto a reconocer lo que tiene valor —Willa soltó una carcajada ante el ruido de chapoteo que produjo Pru al sentarse—. Un paraguas con todas sus varillas… y un hombre que crea en la felicidad eterna.

—¡Uf! —Pru rio—. No me digas que crees en cuentos de hadas.

La otra mujer sonrió y sus ojos verdes se iluminaron. Si uno se fijaba en sus cabellos rojos cortados en capas que enmarcaban el bonito rostro, y lo juntaba con el pequeño y moldeado cuerpo, ella misma parecía salida de un cuento de hadas, agitando la varita mágica.

—¿Tú no crees que ahí fuera esté el tipo perfecto para ti?

Pru probó una deliciosa alita de pollo y gruñó de placer mientras se chupaba la salsa del pulgar.

—Lo que creo es que tendría más suerte encontrando un unicornio.

—Podrías pedir un deseo a la fuente —insistió Willa.

La fuente del patio gozaba de cierta fama, como bien sabía la mujer que se había encontrado antes. El edificio de cuatro plantas databa de 1928 y había sido construido alrededor de esa fuente, que ya por aquel entonces llevaba cincuenta años en el distrito Cow Hollow de San Francisco, cuando toda aquella zona era el salvaje Oeste, llena de vaquerías y ganado suelto.

Era una época en la que solo sobrevivían los más fuertes. Y los desesperados. Surgida de esa desesperación, el mito de la fuente aseguraba que, si se deseaba algo con verdadero ahínco, con el corazón puro, se recibiría el regalo del amor verdadero, que le llegaría por caminos inesperados.

En los últimos cien años había sucedido en más de una ocasión y el mito se había convertido en leyenda.

Una robusta mano dejó un mojito de sandía de delicioso aspecto frente a ella. Los músculos del atlético brazo se marcaron con el movimiento y Pru se quedó mirándolo fijamente unos instantes antes de conseguir levantar la mirada hasta el rostro de Finn.

—Gracias.

—Pruébalo.

—¡Madre mía! —exclamó ella mientras una expresión de placer inundó su rostro—. ¿Qué lleva?

Finn le dedicó una sonrisa cargada de misterio y en el interior de Pru se encendió algo increíble y cálido.

—Es una receta secreta —contestó él antes de volverse a Willa—. Y tu café irlandés.

Willa soltó un gritito encantada con la montaña de nata que cubría el vaso y le dio un apretón a Finn.

Pru sabía que eran muy amigos y que mostraban abiertamente su familiaridad. No parecía nada sexual, por lo que no había motivo para sentir celos, pero Finn, desde luego, bajaba la guardia cuando estaba con Willa. Y eso fue lo que le provocó una punzada de envidia.

—Tu chica, Cara, intentó engañar a Sean anoche para que le sirviera alcohol —Finn esperó a que Willa se hubiera sentado para hablar de nuevo.

La mujer, que acababa de meterse en la boca una enorme cucharada de nata, hizo una mueca. Siempre tenía a tres o cuatro empleados rotando en la tienda, en cierto modo rescatados, muchos de ellos menores de edad.

—¿Le mostró un carnet de identidad falso?

—Afirmativo —contestó él—. Le pedí a mi hermano que lo destruyera.

—Apuesto a que fue horrible —Willa suspiró.

—Conseguimos manejar la situación —Finn se encogió de hombros.

—Gracias —la mujer le dio un apretón de manos.

—¿Vas a pedir tu propia ración de alitas de pollo? —Finn asintió y devolvió su atención a Pru, que ya se había tomado un tercio de la copa.

—Sí, por favor —aunque lo que necesitaba realmente no tenía nada que ver con calorías sino con una lobotomía.

—¿Todavía no has entrado en calor?

Sí lo había hecho, pero más gracias a esa cálida mirada verde que a la temperatura en el local.

—Estoy en ello —consiguió contestar.

Una tímida sonrisa curvó los labios de Finn.

Charla informal. No era más que eso, se recordó. Eran dos conocidos casuales que se encontraban en el mismo lugar y en el mismo momento.

Salvo que su presencia allí era de todo menos casual. Pero Finn no lo sabía.

Aún.

Al final iba a tener que decírselo, porque aquello no era un cuento de hadas. Y desde luego que iba a contárselo. Pero, como norma solía ser fiel a la teoría de «cuanto más tarde mejor».

Comprendió que la estaba mirando fijamente y se removió en el asiento, de repente muy ocupada en mirar a cualquier lado salvo directamente a sus ojos. Porque esos ojos le hacían pensar en cosas. Cosas que hacían que sus pezones se pusieran tiesos.

Cosas que no podían suceder.

Como si Finn fuera consciente del efecto que producía en ella con una sola mirada, nada complicado dado que la camisa mojada no ocultaba gran cosa, las comisuras de los labios volvieron a curvarse.

Y entonces se dio cuenta de que Willa había dejado de comer y que miraba fijamente a la pareja que se miraba fijamente. Cuando abrió la boca para decir algo, Pru estuvo bastante segura de que no le iba a gustar oírlo delante de Finn y se apresuró a adelantarse a su amiga.

—Pensándolo mejor, ¿puedo pedirte una doble ración de alitas de pollo?

—Claro —contestó la boca de Finn.

«¡Deja de mirar su boca!». Pru se obligó a mirarlo a los ojos, esos ojos oscuros, profundos, de color verde musgo. El resultado, tal y como se había temido, fue como saltar de la sartén al fuego.

—Eh… creo que es mi teléfono —hundió la mano en el bolso. Agarrándolo con fuerza, lo sacó y contempló la pantalla.

Nada. Estaba apagada.

Mierda.

Finn sonrió y se marchó en dirección a la cocina.

—Zalamero —murmuró Willa mientras tomaba otro sorbo de su café irlandés.

Pru se tapó el rostro con las manos, aunque miró entre los dedos separados para seguir la marcha de Finn. Se dijo a sí misma que estaba completamente desconcertada por la loca reacción que había experimentado ante ese hombre, pero lo cierto era que le apetecía admirar el bonito trasero.

—¡Ajá! —exclamó Willa.

—No —Pru sacudió la cabeza—, no hay ningún ajá.

—Cielo, hay un enorme ajá —insistió la otra mujer—. Me paso el día entero entre gatos y perros. Domino perfectamente el lenguaje de las miradas, y aquí se estaba desarrollando toda una conversación a base de miradas. Quiero decir que si os apetece fo…

Pru la señaló con un dedo y tomó la última alita de pollo, metiéndosela en la boca.

—Hacía mucho tiempo que no veía a Finn mirar a una mujer como te estaba mirando a ti —Willa hizo una mueca—. Mucho, mucho tiempo.

«No preguntes, no preguntes».

—¿Y eso por qué? —Pru se tapó la boca con una mano, la destapó y la volvió a tapar.

—No te digo que no me divierta presenciar la discusión que estás manteniendo contigo misma, pero ¿has terminado ya? —la mirada de Willa se iluminó.

—Sí —ella suspiró.

—Finn tiene muchas preocupaciones. Mantener el pub a flote no es fácil según está la economía. Además está restaurando poco a poco la casa de sus abuelos para poder venderla y marcharse de la ciudad…

—¿Quiere irse de San Francisco? —el corazón de Pru se detuvo de golpe.

—Para vivir sí. Para trabajar no. Adora el pub, pero quiere vivir en un lugar más tranquilo donde pueda tener un perro grandote. Además está su principal ocupación: mantener a Sean por el buen camino. Si lo juntas todo, no le queda mucho tiempo para…

—¿El amor?

—Bueno, iba a decir para tener suerte —contestó Willa—, pero sí, incluso menos tiempo para el amor.

Pru se volvió para observar a Finn en acción, ocupándose de los empleados, clientes, hermano…

Y se preguntó quién se ocuparía de él mientras se mataba a trabajar dirigiendo ese negocio y haciendo que pareciera sencillo.

Sabía que su problema no era el tiempo, sino lo sucedido ocho años atrás, cuando Finn contaba apenas veintiún años. El estómago se le encogió al recordarlo, lo cual no le iba a impedir engullir toda la ración de alitas de pollo cuando se la sirviera.

Una hora más tarde abandonaba el bar calentita, seca y llena. Se había hecho de noche y la lluvia había cesado. El cielo estaba prácticamente despejado y la luz de la luna guio sus pasos. El patio estaba casi vacío y el aire le refrescaba la piel. De las paredes de ladrillo, y de los desgastados revestimientos de hierro, colgaban maceteros con flores. Durante el día el aire estaba cargado de la fragancia de las flores, pero en esos momentos solo olía a la brisa marina.

Unas cuantas personas iban de un lado a otro, ya fuera saliendo del pub o atajando por el patio hacia la calle y el ambiente nocturno que ofrecían Cow Hollow y la Marina. Pero allí dentro el sonido del tráfico quedaba amortiguado, en parte gracias a la cascada de agua de la fuente al caer sobre el ancho vaso circular de cobre que, con el tiempo, se había vuelto verde y negro. Un banco de piedra proporcionaba un rápido descanso para quien estuviera dispuesto a detenerse y disfrutar de la vista mientras oía el sonido musical del agua.

Pru se detuvo y contempló las monedas que brillaban en el fondo de la fuente. ¿Qué había dicho esa mujer? «Nunca es demasiado tarde para desear el amor…».

Siguiendo un repentino impulso, buscó en el bolso las monedas para la lavandería. Sacó una y contempló fijamente el agua. «Si pides un deseo con verdadero ahínco, y el corazón puro, el amor verdadero te llegará de manera inesperada».

Bueno, ahínco no le faltaba. ¿El corazón puro? Lo cubrió con una mano porque dolía, aunque podría ser por culpa de las alitas de pollo picantes.

Poco importaba, porque el deseo no era para ella. Iba a pedir el amor verdadero para otra persona, un tipo que no la conocía, no realmente, y aun así le debía mucho más de lo que se imaginaría jamás.

Finn.

Cerró los ojos y pidió el deseo a…, bueno a quien tomara nota de los deseos. ¿El hada de la fuente?

¿El hada del karma?

¿El hada de los dientes?

«Por favor», deseó. «Por favor, tráele a Finn el amor verdadero porque se merece ser mucho más feliz de lo que ha sido hasta ahora». A continuación arrojó la moneda.

—Espero que lo encuentres.

Pru dio un respingo y se volvió. Era el viejo sintecho.

—¿Cómo se llama? —preguntó el anciano.

—¡Oh! —ella soltó una carcajada—. No he pedido el deseo para mí.

—Una lástima —observó él—. Aunque supongo que sabes que no funciona, ¿verdad? No es más que un cebo que los comerciantes de la zona del puerto utilizan para atraer transeúntes.

—Lo sé —Pru asintió y cruzó los dedos. «Por favor, que esté equivocado».

—Yo lo intenté una vez —continuó el hombre—. Pedí que mi primer amor regresara. Pero Red sigue bien muerta.

—¡Oh! —exclamó ella—. Cuánto lo siento.

—Me dio doce estupendos años —el anciano se encogió de hombros—, durante los cuales compartió mi comida, mi cama, y mi corazón. Durmió conmigo todas las noches y me cuidó como nadie —sonrió—. Cuando teníamos hambre, me traía las piezas que cazaba. Me seguía a todas partes. Demonios, ni siquiera le importaba que trajera a otras mujeres a casa.

—Qué… ¿encantador? —Pru parpadeó.

—Sí. Fue la mejor perra del mundo.

Ella alargó una mano para propinarle un cachete y él sonrió.

—No te avergüences de pedir amor, cielo —continuó más serio—. Todo el mundo se lo merece. Quienquiera que sea él, espero que merezca la pena.

—No, de verdad que no…

—O ella —el anciano la interrumpió—. Sin prejuicios. Todos encajamos, no sé si me entiendes. Mira a Tim, el barman de la cafetería. Cuando hace unos años decidió transformarse en Tina, nadie pestañeó siquiera. Bueno, de acuerdo, al principio yo sí —admitió—. Pero solo porque ahora está buenísima. ¿Quién iba a decirlo?

Pru asintió. Hacía tres semanas que Tina le preparaba el café casi todas las mañanas y, aparte de preparar los mejores muffins de todo San Francisco, en efecto estaba buenísima.

—Sin embargo no he pedido un deseo para mí. Lo he pedido para otra persona. Alguien que lo merece más que yo.

—Está bien —el anciano hundió la mano en un bolsillo y sacó una moneda que arrojó a la fuente—. No puede hacer daño doblar la apuesta.

Capítulo 4

 

#CuidadoConLoQueDeseas

 

Dos días más tarde, Finn estaba sentado ante el escritorio, aporreando las teclas de su portátil, intentando descubrir el origen del desastre que Sean había provocado en los libros de contabilidad. Y todo mientras, al mismo tiempo, fantaseaba con una sexy y adorable «hada de la felicidad», y con lo mucho que le gustaría que le hiciera feliz a él. Desde luego era el perfecto hombre multitarea.

Le gustaba esa sonrisa descarada que tenía. Le gustaba ese trato relajado. Y, desde luego, le gustaban esas kilométricas piernas…

Y mientras se imaginaba esas piernas rodeándole la cintura, encontró el problema.

Sean había hecho algo con las nóminas que había provocado que todos ganaran un cincuenta por ciento más. Finn se frotó los cansados ojos y se apartó del escritorio.

—Hecho —anunció—. Encontré la pifia. De algún modo les apuntaste jornada y media a todos.

Sean no contestó y su hermano suspiró.

Era consciente de que, en ocasiones, se metía tanto en su papel de jefe que olvidaba ser hermano mayor.

—Escucha —rectificó—, podría haberle sucedido a cualquiera, no te lo tomes tan…

Al oír un suave ronquido, Finn alargó el cuello y soltó un juramento.

Sean estaba tumbado de espaldas sobre el sofá, una pierna apoyada en el suelo, los brazos en jarras, la boca abierta, profundamente dormido.

Finn se acercó al sofá y en un prodigio de autocontrol, le sacudió una patada al pie de su hermano en lugar de a su cabeza.

—Eso es, nena, así, así… —Sean se irguió. Al darse cuenta de la presencia de su hermano se encogió mientras se pasaba una mano por el rostro—. ¡Qué demonios, tío! Acabas de interrumpirme mientras me tiraba a Anna Kendrick.

Anna Kendrick estaba buena, pero nada que ver con Pru Harris.

—No tienes derecho a seguir durmiendo cuando te pateo el culo.

Sean ni siquiera intentó rebatir el hecho de que Finn podía, y por eso lo había hecho, patear su culo en numerosas ocasiones.

—Anna Kendrick —repitió con desesperación.

—Fuera de tu alcance. ¿Y por qué demonios no duermes en tu propio despacho? O, mejor aún, en casa.

Casa era el adosado victoriano que compartían en el barrio de Pacific Heights, a menos de un kilómetro de una de las famosas colinas de San Francisco.

—Tengo cosas mejores que hacer en la cama que dormir —murmuró Sean antes de bostezar—. ¿Qué querías? He recogido la habitación y me he lavado detrás de las orejas, mamá.

—Yo no soy tu maldita mamá.

La respuesta le hizo merecedor de un grosero bufido de parte de su hermano pequeño. Si era porque Finn sí había sido la «maldita mamá» para Sean desde que la verdadera les había abandonado cuando tenían tres y diez años, o simplemente porque era el único de los dos con un ápice de sentido común, poco importaba.

—Céntrate —le ordenó Finn a su hermano de veintidós años, que parecía a punto de cumplir los dieciséis—. He encontrado el error que cometiste en las nóminas. Les pusiste a todos una jornada y media.

—¡Mierda! —Sean se dejó caer de nuevo en el sofá y cerró los ojos—. Un error de novato.

—¿Y ya está? —preguntó él—. ¿Solo «mierda, un error de novato»? —sentía que iba a empezar a sufrir un tic en el ojo—. Este es un maldito negocio de dos socios, Sean, y necesito que empieces a estar a la altura. Yo no puedo hacerlo solo.

—Oye, ya te avisé que mi lugar no está detrás de un escritorio. Mi fuerte son los clientes, y ambos lo sabemos.

—El negocio consiste en algo más que en hacer sonreír a los clientes —Finn lo miró fijamente.

—¡No jodas! —Sean abrió un ojo—. Sin mí ahí fuera, reventándome el culo para que todos se lo pasen bien cada noche, no habría ninguna nómina que joder.

—¿Para ti el pub no es más que para pasárselo bien? —preguntó Finn.

—Bueno, pues sí —Sean estiró el espigado y desgarbado cuerpo, y cruzó las manos por detrás de la nuca—. ¿Qué más puede haber?

Finn se apretó los ojos con los dedos para intentar evitar que el cerebro se le escapara, pero ¿qué esperaba? A los veintiún años, él mismo había sido un alocado. Y, de repente, se había visto a cargo de Sean, a la sazón de catorce años, cuando su padre había muerto en un accidente de coche. Había sido un infierno, pero al final había conseguido recomponerse por su propio bien y el de Sean. No le había quedado más remedio.

Tras cumplir Sean veintiún años, habían abierto el pub para poder construir un futuro para ambos. Y, si su otra meta había sido conseguir que su hermano pequeño se interesara por algo, lo que fuera, Finn no podía quejarse de que a Sean la vida le pareciera todo diversión y juego.

—¿Qué te parece ganarse la vida? —preguntó—. Ya sabes, esos pequeños detalles como pagar el alquiler, la comida y otras cosillas como tu matrícula para la universidad. ¿Qué eres ahora, estudiante de segundo año por tercera vez?

—Cuarta, creo —Sean sonrió aunque la sonrisa se debilitó al ver que su hermano no le correspondía—. Es que aún estoy buscando mi vocación. Este año, seguramente. Como mucho el que viene. Y entonces sí que empezará la buena vida.

—¿A diferencia de la que llevas ahora?

—¡Oye! Nos matamos a trabajar.

—Tú trabajas en el pub a media jornada, Sean. Eso significa que te diviertes a diario.

—En serio, tío —Sean soltó un bufido—, tenemos que redefinir tu idea de la diversión. Pasas aquí los siete días de la semana, las veinticuatro horas del día, y lo sabes. Deberías haber permitido que Problemas te enseñara lo que te estás perdiendo. Es mona y, mejor aún, estaba dispuesta.

—¿Problemas?

—Sí. La nueva tía. No me digas que no te diste cuenta. Le preparaste una versión sin alcohol de nuestro especial de la casa. Nunca has hecho algo así por nadie.

Cierto. Como también era cierto que se había sentido hechizado por los cálidos y chispeantes ojos marrones de Pru. Hacían juego con sus brillantes y cálidos cabellos castaños. Y luego estaba esa risa que no hacía más que demostrar la teoría de Pavlov. Salvo que, al oírla, la reacción de Finn no era babear.

—¿Sabías que es capitana de barco? —continuó su hermano—. Hay que ser bastante rudo.

Eso era verdad. Pru capitaneaba uno de los barcos de la flota de SF Bay Tours. Un trabajo duro, como poco. Lo que más le gustaba a Finn era el uniforme. Ajustado y blanco con una camisa de capitán llena de botones, pantalones azul marino que abrazaban el bonito trasero, y unas estupendas botas de trabajo. La imagen había alimentado no pocas fantasías desde hacía tres semanas.

Jamás olvidaría la primera vez que la vio. Estaba en plena mudanza, arrastrando una pesada caja por el patio. Las largas piernas engullendo la distancia y ese sinuoso y salvaje cuerpo con sus dulces curvas, que le hacían la boca agua. Llevaba los cabellos recogidos encima de la cabeza, pero no por ello se había calmado la fiera, porque algunos mechones estaban sueltos sobre el rostro.

Desde luego, había llamado su atención desde el primer día, y aunque a menudo se sentaba en el extremo de la barra reservada a sus amigos más cercanos, apenas habían hablado hasta hacía dos noches.

—Se ofreció a enseñarte a divertirte y tú la rechazaste —insistió Sean mientras sacudía la cabeza fingiendo un profundo pesar—. Y tú te consideras el hermano mayor. Pero supongo que hiciste bien en rechazarla. Habría sido una pérdida de tiempo por su parte, viendo que no tienes interés en nada que se parezca remotamente a la diversión.

—Yo no la rechacé.

—De plano, imbécil.

—Estaba trabajando —Finn deseó de todo corazón que Pru no hubiera interpretado su reacción del mismo modo que su hermano.

—Siempre lo estás —contestó Sean—. Bueno —se levantó del sofá y volvió a estirarse—, ha sido divertido, pero tengo que irme. La pandilla vamos a ir hasta Twin Peaks. El primero en llegar será el primer seleccionado en nuestra liga de Fantasy-fútbol. Deberías venir.

—Ya gané la liga el año pasado —le recordó él.

—Sí. Y eso significa que intentaríamos echarte del sendero y sabotear tu ascenso. Desde luego deberías venir.

—Vaya, suena muy divertido —observó Finn—. Pero, es que… —señaló el montón de papeles sobre el escritorio.

—¿Sabes qué te pasará por trabajar demasiado y no divertirte? —su hermano puso los ojos en blanco.

—¿Que no seré pobre?

—Ja, ja. Iba a decir que nada de follar.

Desgraciadamente era cierto, pero Finn se volvió hacia el escritorio.

—Lárgate de aquí.

—Claro.

Capítulo 5

 

#¿HeSidoYo?

 

Unas horas después, Finn seguía sentado al escritorio cuando Sean regresó acalorado, sudoroso y sonriente. Se sirvió una soda helada y vacío el vaso de tres tragos.

—Hemos pateado unos cuantos culos —anunció.

—No me creo que hayas batido a Archer —observó Finn. Nadie batía a Archer en algo físico. Ese hombre era una máquina.

—No, pero fui segundo.

Annie, una de las tres camareras asomó la cabeza, a punto de iniciar su turno de noche.

—En mi puesto —saludó a ambos.

—Te sigo de cerca, cariño —contestó Sean mientras dejaba el vaso vacío sobre la mesa de Finn—. Como siempre.

Annie sonrió soñadora. Sean le guiñó un ojo y salió del despacho antes de que su hermano pudiera recordarle la política de no acostarse con los empleados. Jurando para sus adentros, tomó el iPad y los siguió. Tenía intención de hacer inventario, pero de inmediato fue requerido en un extremo de la barra.

Allí estaban algunos de sus mejores amigos, la mayoría conocidos desde hacía años.