E-Pack Bianca 2 mayo 2023 - Julia James - E-Book

E-Pack Bianca 2 mayo 2023 E-Book

Julia James

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Beschreibung

Pack 350 Reunidos para una mentira Sharon Kendrick Reclamando a su fugada esposa… por primera vez. Theo Aeton, un hombre hecho a sí mismo, no pudo hacer nada cuando Mia lo abandonó minutos después de haberse casado con él. Pero el mentor de Theo estaba a punto de morir y, como era el abuelo de Mia, decidió ir a buscar a la camarera de hotel y llevarla de vuelta Grecia. Fingirse reconciliada con su marido era un precio pequeño a cambio de la salud de su abuelo, así que Mia se prestó a la farsa. Pero estar tan cerca de Theo era una verdadera tortura sensual. Ya le había roto el corazón una vez, y se lo podía romper de nuevo. No se podía arriesgar ni a darle un beso más, porque estaba segura de que ese beso la llevaría inevitablemente a la cama del millonario. El precio de una confesión Julia James Su escandalosa afirmación ¡Y la venganza del italiano! Ariana Killane necesitó todo su valor para presentarse en la boda de su prima y confesar que después de pasar una noche con Luca Farnese, el prometido, llevaba a su hijo en el vientre. Ella sabía que aquella mentira desataría la ira del multimillonario. Aun así, era la única manera de ayudar a su prima a escapar de ese matrimonio no deseado… ¡Luca estaba furioso! Ariana tendría que enfrentarse a las consecuencias por haberle arruinado su plan. No obstante, ir a su lado fue un camino salvaje e incontrolable, porque por mucho que Luca racionalmente buscara vengarse, su cuerpo le pedía que se encontrara con Ariana en el único lugar en el que parecían ponerse de acuerdo… En su cama.

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Seitenzahl: 346

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

E-pack Bianca 2, n.º 350 - mayo 2023

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-920-8

Índice

 

Créditos

 

Reunidos para una mentira

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Precio de una confesión

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

MIA se acababa de duchar, pero ya le estaba cayendo otra gota de sudor entre los senos. Estaba harta de aquel calor insoportable.

Se abanicó la cara con la mano y echó un vistazo por la ventana. Se oían truenos a lo lejos, y el cielo estaba cubierto de grandes nubes grises, teñidas de un enfermizo color azufre. No era lo que cabía esperar de un día primaveral inglés.

A veces, se acordaba de Grecia. El olor a pino y azahar, el sol dorado, el azul del cielo y el mar. Pero el recuerdo duraba poco tiempo, porque ¿quién quería pensar en algo que provocaba dolores de cabeza?

Justo entonces, alguien llamó a la puerta, sobresaltándola. No esperaba a nadie. Su minúscula casa de un solo dormitorio era un refugio y un remanso de paz, el sitio al que se fugaba para estar tranquila. Su trabajo implicaba bastante exposición social, pero al margen del trabajo y de su voluntariado en la causa animal, hacía lo posible por alejarse de todo.

La gente la tenía por una solitaria, incluso por un bicho raro. Pero a ella le daba igual. Era su forma de afrontar las cosas: su vida, el pasado y los recuerdos que se negaban obstinadamente a desaparecer.

Mia estuvo tentada de no abrir cuando volvieron a llamar, pero su conciencia no se lo habría permitido. Podía ser una urgencia de carácter laboral, el típico problema que la sensata, fiable y recientemente ascendida mujer que era podía solucionar al instante.

Sin embargo, la sonrisa se le heló en la cara cuando entreabrió la puerta y se encontró ante el hombre que estaba allí, dominando el espacio con su imponente y musculoso cuerpo, apenas disimulado por el caro traje de color gris que llevaba. Su rostro era una fiesta de líneas rectas y pómulos marcados; su piel, una delicia morena y sus ojos, dos maravillas de azabache brillante. No le extrañaba que la gente le tomara por una especie de dios griego.

Era su marido.

Al pensarlo, Mia se dio cuenta de que la definición de marido no podía ser más inexacta. En primer lugar, porque no quería saber nada de él y, en segundo, porque solo era su esposo nominalmente hablando; o ni siquiera eso, porque nunca había dejado de usar su apellido de soltera.

Theodoros Aeton.

El hombre del que había estado profundamente enamorada hasta que la traicionó y le rompió el corazón en mil pedazos.

Aferrada al pomo de la puerta, sintió un súbito mareo y una mezcla de emociones a cual más inquietante, como ingredientes aleatorios que alguien hubiera echado al caldero de una bruja: dolor, enfado, resentimiento y, por supuesto, deseo, siempre deseo, porque no podía negar que lo deseaba.

Llevaban seis años sin verse, los transcurridos desde la noche de su boda, cuando su mundo saltó por los aires. Se había casado con un ajustado vestido blanco que, en su opinión, resaltaba excesivamente sus exuberantes curvas; pero lo había elegido su madre y, como creía que su sentido de la estética era mejor que el suyo, se doblegó a sus gustos.

Mia se acordó de las medias blancas y de las frívolas ligas azules que llevaba bajo la falda, clavándose en sus muslos. Sin embargo, la incomodidad no le importaba en absoluto. Ardía en deseos de que Theo se las quitara lentamente con los dientes, como le había prometido el día anterior.

Theo le había hecho todo tipo de promesas. Y, aunque ahora sabía que la estaba engañando, ella se las había tragado en su momento como una hambrienta, inocente y crédula gatita.

Durante unos instantes, estuvo tentada de cerrarle la puerta en las narices; pero pensó que habría sido una actitud cobarde e inmadura, y ya no era ninguna de las dos cosas. Había madurado. Se estaba abriendo camino por sus propios medios, sin ayuda de nadie y, mucho menos, de Theo Aeton.

A pesar de ello, deseó no haberse puesto unos vaqueros viejos y una camiseta que necesitaba un planchado urgente. Deseó pesar cinco kilos menos. Deseó todo tipo de cosas; pero, como le pareció improbable que alguna de ellas se hiciera real en los siguientes minutos, sería mejor que las olvidara. Además, ¿qué sentido tenían? Theo no se había puesto en contacto con ella ni una sola vez. Ni siquiera se había molestado en pedirle el divorcio.

–¡Theo! –dijo Mia, sin más.

–Mia… –dijo él en respuesta.

El ronco acento griego de su todavía esposo le hizo pensar en las cosas que podía hacer con su lengua. Fue un recuerdo tan intenso que se quedó momentáneamente anonadada, pero hizo un esfuerzo y recuperó el aplomo.

–Vaya, vaya, vaya. Qué sorpresa. Reconozco que eres la última persona que esperaba ver cuando salí esta tarde del trabajo.

–Pero aquí estoy.

–Sí, aquí estás –dijo ella, con el corazón desbocado.

Mia lo miró con más atención, y se dio cuenta de que había cambiado. Tenía un aire distinto, casi peligroso. Era como si sus cautivadores y atractivos rasgos se hubieran cubierto de hielo, dándole un aspecto formidable, incluso cruel.

–¿No me invitas a entrar? –preguntó él con humor–. ¿O es que te has quedado tan encantada de verme que no puedes pensar?

Irritada por su más que correcto análisis de lo que había pasado, Mia abrió la puerta un poco más, a regañadientes.

–Yo no diría que esté precisamente encantada –replicó ella–. Pero, ya que te has molestado en venir, supongo que puedes pasar.

Mia se apartó a toda prisa, intentando convencerse de que no quería estar cerca de él.

Pero quería. Quería que la apretara contra su duro cuerpo y la besara hasta dejarla sin aliento. Quería estar otra vez entre sus brazos. Quería volver a experimentar la sensación de que eso era lo único que importaba, de que su vida no tenía sentido sin Theo.

–¿Por qué no me has avisado de que venías? –continuó Mia–. ¿Por qué has aparecido de repente?

Theodoros Aeton cerró la puerta y dejó pasar unos segundos de silencio. Y no solo porque fuera un hombre que elegía sus palabras con cuidado, sino porque estaba extraña e irritantemente confundido con sus propias emociones.

No esperaba sentir nada al verla. No quería sentir nada. Si se arriesgaba a sentir, se volvería a poner en una situación vulnerable, y ya había cometido ese error con ella.

Pero sentía algo: una especie de ira residual, combinada con una amargura que, por otra parte, era lógica. A fin de cuentas, aquella mujer le había partido el corazón. Sus palabras habían confirmado lo que siempre había pensado sobre sí mismo, y le habían hecho comprender que solo podía confiar en una cosa: su innata desconfianza. La misma desconfianza que había en sus ojos cuando la escudriñó, deseoso de ver si había cambiado.

Físicamente, estaba casi igual. Sus formas eran tan voluptuosas como siempre, y las curvas de su cadera y sus senos le gustaban tanto como antes. No se parecía mucho a su madre, la modelo británica. No era alta, sino baja y, aunque compartía con ella el tono castaño de su cabello, el de Mia era un caos de rizos que caían alrededor de sus ruborizadas mejillas.

Tras admirar su piel morena, de tan obvia ascendencia griega como las negras pestañas de sus oblicuos ojos azules, Theo echó un vistazo a su atuendo. No se podía decir que aprobara los vaqueros viejos y la arrugada camiseta que se había puesto, pero eso solo significaba que no esperaba visita.

El único factor que había cambiado radicalmente eran sus circunstancias.

¿Quién habría imaginado que Mia terminaría viviendo en un lugar minúsculo, con una cama estrecha, un sencillo armario de madera contrachapada y una ventana que daba a una escalera de incendios?

–No te he avisado porque me gusta tener la ventaja de la sorpresa –respondió él, sonriendo con dureza.

Theo fue sincero. ¿Acaso no se había preguntado cómo reaccionaría Mia cuando lo viera? ¿No había imaginado sus rasgos, suavizándose quizá con un fondo de deseo o arrepentimiento? Pero no había nada parecido en su expresión, dividida entre la incomodidad y una velada hostilidad que le satisfizo, porque reforzaba su convencimiento de haberse equivocado con ella y su decisión de pasar página.

–Pues has conseguido tu objetivo. Estoy verdaderamente sorprendida –admitió ella–. Pero ¿cómo me has localizado?

Theo no pudo evitar la tentación de admirar sus generosos senos, comprimidos por la camiseta. Unos senos que le volvieron a recordar su error, porque había puesto a Mia en tal pedestal que hasta se empeñó en no hacer el amor con ella hasta que se casaran. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido? ¿Por qué no había aprovechado la oportunidad? ¿Por qué había insistido en rechazarla cuando se abrazaba a él y gemía de deseo?

–Comprar información es bastante fácil para una persona como yo. Contraté a alguien para que te encontrara.

–¡Vaya! ¡Nada más y nada menos que un investigador privado! –ironizó ella–. ¿Debo sentirme impresionada?

Él se encogió de hombros.

–¿Por qué no? A fin de cuentas, solo eres un ser humano –replicó él en tono de burla.

Justo entonces, Theo se acordó del motivo de su visita y adoptó un tono bastante más serio. Al fin y al cabo, estaba allí para hacer un favor a un hombre que ni siquiera se lo había pedido, a un hombre con el que siempre estaría en deuda.

–Mia, tienes que volver a Grecia. Tu abuelo está enfermo.

Los ojos de Mia se oscurecieron al instante.

–¿Muy enfermo?

–¿Qué quieres que te diga? ¿Que un hombre de casi ochenta años está saltando por ahí? Si te hubieras molestado en mantener el contacto con él, conocerías su estado de salud.

–No es tan fácil como eso –protestó ella–. Tú deberías saberlo mejor que nadie. Me expulsó de su vida, y dijo que no quería verme nunca más. De hecho, me rechazó todas las veces que intenté hablar con él.

–Es un hombre orgulloso. Te fugaste en tu noche de bodas, para escándalo de la gente. Y ya sabes que detesta los escándalos.

Mia se mordió el labio.

–No quiero hablar de esa noche.

–Me alegro, porque yo tampoco –dijo él, súbitamente tenso–. Tienes que verlo. Y pronto.

Mia frunció el ceño.

–¿Es que se está muriendo?

–Me temo que sí. Ya no es el hombre que era… ya no tiene el corazón de un león y la fuerza de un buey. La edad le ha pasado factura, como nos la pasará a todos. Creo que te quedarás bastante impresionada cuando lo vuelvas a ver.

Ella asintió.

–¿Te ha pedido que vinieras a buscarme?

Theo sabía que Mia no reaccionaría bien si le decía la verdad, así que mintió. Además, estaba seguro de que al final se lo agradecería. Había intervenido para darle la oportunidad que ella no le había dado a él.

–Necesita verte –respondió, echando un vistazo a la estancia–. ¿Cuánto tardarás en hacer las maletas?

La perentoria pregunta de Theo le recordó lo distintos que eran sus mundos. Siempre lo habían sido, aunque no lo hubiera visto o no lo hubiera querido ver en su momento. Creía ciegamente en su amor y, por supuesto, esa creencia había distorsionado su visión de la realidad.

Desde su separación, Mia había dejado de buscar información sobre él en Internet, porque la estaba volviendo loca; pero un día, mientras limpiaba una habitación del hotel donde trabajaba, vio a Theo en la portada y leyó el artículo. Era un canto a sus muchos éxitos profesionales en el campo de los fondos de inversión. Pero, aunque no hubiera sabido lo rico que era, lo habría deducido por su aspecto. Irradiaba tanto poder que casi se podía tocar.

–No me puedo ir a Grecia de repente. Tengo un empleo. Trabajo en el hotel Granchester. De hecho, vivo en uno de los alojamientos para empleados –dijo, señalando la estancia.

–Lo sé. Mi investigador no tardó mucho en descubrirlo.

Mia se preguntó qué otras cosas habría descubierto su detective. ¿Que llevaba una vida sencilla, casi monacal? ¿Que sus expectativas y ambiciones eran mucho más modestas que las suyas? Le habría gustado saber si se había llevado una sorpresa al descubrir la humilde vida que llevaba o solo se había sentido aliviado por no haber tenido que seguir adelante con la farsa de su matrimonio.

–Entonces, también sabrás que hay gente que depende de mí y que…

–Estoy seguro de ello, pero nadie es indispensable, ni siquiera tú –la interrumpió–. Habla con tus jefes y diles que necesitas unos días libres. Si crees que merece la pena, claro.

Sus palabras llevaban un desafío implícito, y Mia supo que en otro tiempo se habría sometido inmediatamente a su voluntad. Theo parecía tener todas las respuestas, y ella dudaba de sí misma todo el tiempo.

Pero había dejado de ser esa persona. Ya no era tan crédula como antes, ni estaba dispuesta a dar más valor al juicio de otra persona que al suyo.

Pensó en su abuelo, cuya casa había sido un oasis para ella cuando estaba de vacaciones en el colegio y le permitían ir de visita. Siempre le había adorado, aunque hablara mal de su madre. Pero la había expulsado de su vida como si fuera un tumor que debía extirpar. Y, por mucho daño que le hubiera hecho, Mia casi se alegró: al menos, ya no tenía que volver a Grecia, donde se habría arriesgado a cruzarse con Theo.

Sin embargo, no tardó mucho tiempo en darse cuenta de que echaba de menos a su abuelo. Se había portado muy mal con ella, pero le seguía queriendo. El amor era así; se aferraba al corazón de la gente como un bebé a los pechos de su madre. Y, si era cierto que estaba enfermo y necesitaba verla, no tenía más remedio que ir.

–Por supuesto que iré. Haré lo que sea necesario –afirmó–. Pediré una baja temporal y volaré a Atenas en cuanto consiga un billete.

–No te preocupes por el transporte, Mia. Mi avión está a tu disposición.

–¿Tu avión? –preguntó, sorprendida.

–¿Te extraña que tenga tanto dinero? ¿O sigues creyendo que me dedico a robar a la gente que se cruza en mi camino?

–Yo no creo nada. No pienso en ti en absoluto –mintió–. Y, francamente, preferiría viajar por mi cuenta.

Él sonrió con dureza, casi de forma lobuna. Y ella se estremeció.

–No lo dudo. Pero, salvo que tengas todo el tiempo del mundo, te sugiero que aceptes mi oferta. Incluye el alojamiento.

–¿El alojamiento? ¿Pretendes que me quede contigo? No, prefiero quedarme con mi abuelo –dijo, espantada.

Él sacudió la cabeza.

–Su casa no es buen sitio para invitados. Además, no vivo lejos de él.

Mia tragó saliva.

No, claro que no vivía lejos. Siempre se habían llevado bien, y más de una vez había pensado que su abuelo quería más a su protegido que a ella misma, aunque fuera de su familia. Y quizá fuera cierto. Theo era un huérfano al que podía cambiar a su antojo y, en cambio, ella era la hija de un hijo que le había decepcionado y de una mujer narcisista con la que había cometido el error de casarse.

–Si crees que voy a sopesar siquiera la posibilidad de quedarme contigo, es que te has vuelto loco.

–¿Por qué te incomoda tanto? No creerás que tengo intención de consumar nuestro matrimonio, ¿verdad? –preguntó con sorna–. Creía haberte demostrado que soy más que capaz de refrenar mis impulsos sexuales.

–¿Cómo puedes ser tan odioso?

–¿Afrontar la realidad es sinónimo de ser odioso? Yo diría que no –declaró él–. Además, tu preocupación está fuera de lugar. La propiedad donde vivo es tan grande que solo nos cruzaremos cuando queramos cruzarnos.

–¡No voy a vivir contigo!

Los ojos de Theo brillaron.

–Solo tienes otra opción, que es alojarte en un tórrido hotel de Atenas y depender de los taxis para ir a ver a tu abuelo… una pérdida de tiempo y de dinero, que por cierto no pareces tener –observó, echando un vistazo a su alrededor–. Pero bueno, tú sabrás lo que haces. Tengo una reunión dentro de cuarenta minutos, y no puedo quedarme más. Ya conoces mi oferta. O la aceptas o la rechazas.

Mia apretó los puños, intentando convencerse de que lo odiaba con toda su alma. Pero su estúpido y hambriento cuerpo opinaba lo contrario. Quizá, porque Theo había alimentado su deseo con la promesa de un placer inmenso y no la había cumplido.

Había llegado virgen a su matrimonio, y se había convencido a sí misma de que carecía de importancia.

Pero se había equivocado.

Porque ahora, sin hacer nada en absoluto, Theo había vuelto a alimentar su deseo y había logrado que añorara todo lo que se había perdido.

¿Sabría hasta qué punto la excitaba? ¿Se habría dado cuenta de que los pezones se le habían endurecido? No tenía forma de saberlo; pero, por si acaso, cruzó los brazos por encima de sus senos, apretándolos contra la fina tela de algodón de la camiseta.

Además, el hecho de que fuera virgen no significaba que no fuera consciente de la importancia del sexo. Pero había crecido en un lugar muy conservador, donde las relaciones amorosas se seguían utilizando como moneda de cambio. Aunque las mujeres llevaran minifalda y condujeran coches, el contexto social podía ser verdaderamente medieval.

Mia lo sabía de sobra, porque su abuelo la había vendido al hombre que estaba ante ella. Había cambiado su inocente cuerpo por un pedazo de tierra. Y ella no se dio cuenta hasta que fue demasiado tarde.

Sin embargo, las cosas habían cambiado. Ya no era la ingenua que había permitido que sus juveniles emociones le nublaran la razón. Ya no estaba agradecida ni necesitada. Ya no buscaba el amor donde no debía. Y haría lo que tenía que hacer: aceptar la oferta de Theo, sin montar una escena ni empeñarse obcecadamente en reservar una habitación de mala muerte a muchos kilómetros de la lujosa residencia de su abuelo.

Pero mantendría las distancias con el hombre cuyo anillo de bodas había tirado al mar Jónico. Eso era lo más importante de todo. Alejarse emocionalmente del millonario griego y de la tentación que representaba.

–En ese caso, gracias. Hablaré con mi supervisor en cuanto te vayas –dijo ella, desviando la mirada hacia la puerta.

Él sacó una tarjeta de la chaqueta y escribió algo en la parte de atrás. Al verlo, Mia se acordó de que Theo no había aprendido a escribir ni su propio nombre hasta los catorce años. ¿Cómo era posible que aquel adolescente analfabeto se hubiera convertido en el impresionante hombre de bolígrafo de oro que escribía ahora con tanta fluidez?

–Avísame cuando puedas viajar. Mis empleados se encargarán de los detalles –dijo él, y le ofreció la tarjeta–. Este es mi número privado. Te veré en el avión.

A Mia le sorprendió que le diera su número privado de teléfono.

–Supongo que hay mujeres que pagarían una fortuna por esto –comentó.

–Desde luego. Algunas mujeres pueden llegar a ser extremadamente persistentes.

Ella sintió celos, y se maldijo a sí misma por haber hecho ese comentario. ¿Qué esperaba que dijera? ¿Que nadie podía estar a la altura de la novia con quien ni siquiera se había molestado en hacer el amor?

Mia alcanzó la tarjeta, y rozó sus dedos sin querer. Fue un contacto apenas perceptible, pero encendió su fuego interior y despertó toda una serie de recuerdos tan sensuales como cruelmente nítidos.

Theo cortando leña, desnudo de la cintura para arriba, con gotas de sudor que brillaban como diamantes.

Theo metiendo los dedos por debajo de su sostén y acariciándole los pechos hasta hacerle gemir de deseo.

Theo besándola apasionadamente bajo la luz de la luna.

Theo abrazándola y diciéndole que siempre la respetaría.

Desgraciadamente, el viento se había llevado sus palabras como si solo fueran un puñado de polvo. Y no era para menos, porque poco después se enteró de que Theo no había negado el amor a sus amantes anteriores; de que, a diferencia de ella, las había tentado, acariciado, seducido.

Al saberlo, Mia llegó a la conclusión de que se había empeñado en que siguiera siendo virgen porque era la mejor forma de controlarla, de hacerle saber quién mandaba en su relación. Y el truco había funcionado. No lo podía negar.

Definitivamente, se tendría que andar con cuidado.

Con mucho cuidado.

–En fin, te agradezco que hayas venido a informarme y, por supuesto, también agradezco tu oferta –dijo, dedicándole la sonrisa que habría dedicado a una empleada nueva en el hotel Granchester–. Sin embargo, me tengo que cambiar.

–¿Es que vas a salir?

–Sí.

–¿Con un hombre?

Mia se preguntó cómo habría reaccionado Theo si hubiera sabido que el único ser que la estaba esperando era Rusty, el feo y pequeño chucho de rabo largo que estaba en el refugio de animales.

–Eso no es asunto tuyo, ¿no crees?

–Llévate un paraguas cuando salgas –dijo él, ladeando la cabeza hacia la ventana–. No quiero que te mojes.

Mia se ruborizó ante la evidente implicación sexual de su última palabra, que había pronunciado con sorna. Pero, afortunadamente, Theo salió de la casa y cerró la puerta antes de poder ver su rubor.

Mia se quedó mirando la ventana, con gotas de sudor cayendo entre sus senos.

Y justo entonces, la anunciada tormenta se desató.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

THEO daba golpecitos en su brillante mesa mientras contemplaba las aguas del mar Egeo, de color zafiro.

Por una vez en su vida, no le interesaban ni las impresionantes vistas del despacho de su casa ni la magnífica playa que se extendía ante ella. Hasta se sentía incapaz de concentrarse en las complejas negociaciones financieras que le habían convertido en uno de los gestores de fondos de inversión con más éxito del mundo.

Solo le interesaban dos cosas: Mia, y el hecho de que estaba a punto de llegar.

Ni siquiera prestó atención al mensaje que le había dejado en el contestador la sensual política sueca que había conocido el mes anterior. La mujer no había tenido remilgos en confesarle que era su tipo de hombre, y Theo estaba decidido a quedar con ella y disfrutar de un largo fin de semana en Estocolmo o París; aunque el lugar carecía de importancia, porque sabía que no iban a salir del dormitorio.

Sin embargo, lo último que le importaba ese día era la posibilidad de mantener otra aventura amorosa.

Ese día, su corazón latía más deprisa que de costumbre, y notaba una tensión extraña, que asaltaba la periferia de sus sentidos con el recuerdo de algo dulce y prácticamente olvidado. Desde su encuentro con Mia, no podía pensar en otra cosa que no fuera ella.

Theo apretó los puños con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Creía que se sentiría mejor cuando la volviera a ver, que ya no la desearía, que se cerraría el círculo iniciado en su noche de bodas, cuando se dirigió a él con unas palabras duras y crueles, intentando hacer tanto daño como pudiera. Pero, al verla en aquel lugar, viviendo en condiciones tan precarias, se sintió culpable.

Sin embargo, eso no fue tan terrible como el descubrimiento de que aún la deseaba, a pesar de su poco atractivo aspecto. Aunque, por otra parte, casi lo esperaba. Nunca había conocido a ninguna mujer que lo excitara tanto como ella. Y se sintió como si estuviera a punto de estallar, como si hubiera perdido el control de sus sentidos.

Se había ido de su minúsculo alojamiento en un estado de confusión total, atrapado entre el deseo y los celos, porque Mia había insinuado que estaba saliendo con alguien. Era un sentimiento indudablemente hipócrita, típico de los hombres como él, que condenaban a las mujeres cuando hacían lo mismo que ellos. Pero eso no impidió que se preguntara con cuántos hombres se habría acostado desde su separación.

Theo siempre había desaprobado ese tipo de actitud, chapada a la antigua. Pero le habían criado así o, más bien, le habían dado esa educación tras sacarle de la alcantarilla en la que había nacido.

Abandonado en la calle, le habían descubierto en una caja de cartón del puerto principal de Atenas, el Pireo. Solo era un bebé empapado y hambriento. No tendría que haber sobrevivido, pero sobrevivió. Un pescador que pasaba por ahí se apiadó de él y lo dejó en manos de una mujer de mediana edad y desesperadamente pobre que no tenía hijos. Fue ella quien le puso el nombre de Theo Aeton.

Desde ese momento, tuvo un techo sobre su cabeza y, en cuanto tuvo la edad suficiente, se puso a trabajar para ayudar en la casa. Aprendió en qué restaurantes daban las mejores propinas. Aprendió a pescar, y a llevar a las turistas a las zonas de la ciudad que no aparecían en sus guías. Y, aunque a veces fueran tan despistadas como para dejar abiertos sus bolsos, nunca les robó nada. Esa era una línea que no estaba dispuesto a cruzar.

Theo sabía que quizá habría seguido con esa forma de vida si su madre adoptiva no hubiera fallecido de repente, poco antes de Navidad. Su muerte le afectó más de lo que esperaba y, tras sentirse en la urgente necesidad de salir de Atenas, se dirigió al golfo Sarónico, lleno de lujosas mansiones.

¿Qué habría sido de él si el abuelo de Mia, Georgios Minotis, no le hubiera pillado robando unos huevos? Evidentemente, no conocía la respuesta a esa pregunta, pero se enfrentó al enfadado millonario con toda la energía derivada de su hambre.

De repente, se encontró viviendo y trabajando en la enorme propiedad de Georgios, haciendo encargos de criado. Hasta que, al cabo de unos meses, su benefactor dijo haber visto algo especial en él, algo que nunca había tenido su propio hijo: un ludópata que se emborrachó hasta morir cuando Mia no era más que una niña.

Georgios lo mandó fuera del país y le pagó los mejores colegios de Europa, establecimientos exclusivos que le enseñaron a leer y a escribir. La sed de conocimientos de Theo se volvió voraz. En verano, viajaba al extranjero y estudiaba idiomas; en invierno, practicaba el esquí. Aprendió a montar, a usar los cuchillos y tenedores adecuados, a distinguir los vinos y, por supuesto, a disfrutar con las hordas de mujeres dispuestas a acostarse con él.

Después, empezó a trabajar en un banco de París y, a los veintitrés años de edad, su mentor le invitó a pasar las vacaciones de verano en Sarónico, donde conoció a Mia, que entonces tenía diecisiete.

En cuanto la vio, se quedó prendado de su voluptuosa belleza y del brillo de sus ojos azules. Estaba sosteniendo un cachorrito herido y, cuando alzó la vista y Theo la miró, su mundo cambió de repente. Tenía algo en lo que se sintió profundamente reconocido, un aire de soledad interior, de saberse distinta a los demás. O, al menos, eso fue lo que creyó.

Al recordarlo, pensó que había sido un ingenuo. Lo suyo era simple y pura atracción sexual, exacerbada quizá por sus diferencias de clase. Si hubieran sido inteligentes, se habrían limitado a consumar su relación y marcharse por caminos separados.

Sin embargo, algo le impidió satisfacer la urgente necesidad de su cuerpo y del cuerpo de Mia: una especie de idealismo que no había sentido antes y que no volvió a sentir después, aunque se resistía a llamarlo amor. Luego, le pidió que se casara con él y, cuando ella aceptó, su abuelo se empezó a comportar como si le hubiera tocado la lotería.

Theo estaba tan perdido en sus incómodos recuerdos que tardó unos segundos en darse cuenta de que alguien había llamado a la puerta. Era Sofia, su ama de llaves, que entró en el despacho y dijo:

–El helicóptero está a punto de aterrizar. Su invitada llegará dentro de poco.

Theo notó un brillo de curiosidad en sus ojos. Y no era de extrañar, porque nunca había pedido a Sofia que le avisara ni se había empeñado en salir a recibir a los invitados personalmente. De hecho, su actitud solía ser la contraria. Ir a su residencia privada era todo un honor, y la gente le esperaba tomando una copa o disfrutando de las extraordinarias vistas mientras él terminaba lo que estuviera haciendo.

A pesar de ello, y de que Sofía llevaba cinco años trabajando para él, Theo no se molestó en darle explicaciones sobre aquella invitada. Se levantó, le dio las gracias de forma seca, avanzó por los corredores de mármol y salió al exterior de la mansión.

Hacía un día precioso, pero no prestó atención ni al olor del azahar ni al canto de los pájaros mientras se acercaba al helipuerto. Estaba completamente concentrado en el negro aparato que descendió sobre la pista como un insecto gigante y tomó tierra.

La portezuela del helicóptero se abrió, y Mia se asomó al exterior. El sol bañaba su cuerpo con su luz dorada, y la brisa mecía su castaña melena. Era un espectáculo digno de verse. Una pequeña diosa, toda curvas y rizos.

Theo corrió a ayudarla, pero ella sacudió la cabeza y bajó del aparato por su cuenta, agarrándose la falda para que el viento no se la levantara.

–Por aquí –gritó él, para hacerse oír frente al estruendo del rotor.

Ella asintió, y los dos se alejaron hacia la casa.

Sofia había dejado la puerta abierta, pero Mia se detuvo en el umbral como si tuviera miedo de entrar en el edificio. Theo la miró a los ojos, y no reconoció su extraña expresión, feroz y temerosa al mismo tiempo. Ya no llevaba unos vaqueros viejos y una camiseta arrugada, sino un vestido que enfatizaba su voluptuosa figura, y que avivó su deseo al instante.

–Mia… –dijo él, en un tono más ronco de lo normal.

A Mia se le secó la boca. Habría preferido que no pronunciara su nombre de esa forma, que no la mirara de ese modo. Su deseo no significaba nada para ella, porque le había demostrado que solo era un arma de seducción. Y la utilizaba muy bien. Siempre se las arreglaba para que sintiera lo que él quería. La manipulaba descaradamente.

–No sé por qué me miras con sorpresa –dijo ella, dedicándole una sonrisa helada–. Has sido tú quien me has prestado tu avión y has enviado un helicóptero para que fuera a recogerme al aeropuerto. Supongo que no habrás olvidado que venía, ¿verdad? Aunque…

–¿Aunque? –preguntó él, extasiado con sus labios.

Mia dudó, pero su determinación de mostrarse inmune a sus encantos empezaba a flaquear. ¿Cómo no, si Theo se había dejado sin abrochar los tres botones superiores de la camisa? Hasta se preguntó si lo habría hecho a propósito, para tentarla con el tono moreno de su piel y despertar en ella la necesidad de acariciarlo.

Abrumada, se pasó la lengua por sus secos labios y dijo:

–Supuse que estarías en el avión. Es lo que me dijiste en Londres.

Él se encogió de hombros.

–Lo sé, pero surgió un problema.

–¿Un problema?

–Tuve que volar a París por un asunto de negocios, y preferí volver directamente –contestó él–. Además, pensé que preferirías viajar sola.

–Obviamente.

Mia no estaba dispuesta a admitir que se había sentido decepcionada al no encontrarlo en el avión. Al fin y al cabo, convencerse de que no le habría importado pasar tres horas con él en un espacio tan claustrofóbico era muy distinto a descubrir que la había dejado en la estacada una vez más, y que ni siquiera se había molestado en informarla.

Al subir al avión, se había acercado a la azafata para preguntarle dónde estaba su jefe. La mujer la había mirado con sorpresa, como si le extrañara que se atreviera a hacer una pregunta tan directa; pero ni ella ni el piloto lo sabían, y tampoco sabían que estaban hablando con la esposa de Theo.

Por lo visto, no les había hablado nunca de ella. La había borrado de su vida hasta el extremo de que ni siquiera la mencionaba en su biografía oficial.

¿Sería ese el motivo de que se hubiera vestido así para ir a su casa? ¿Lo habría hecho para forzarlo a mirarla? Desde luego, su vestido azul y blanco no se ajustaba lo necesario a sus caderas; pero se había maquillado, se había puesto carmín y se había lavado el pelo, que ahora bailaba sueltamente sobre sus hombros.

Al pensarlo, se sintió como si fuera una jovencita que se había puesto elegante para ir a una fiesta y había recibido un plantón. Sin embargo, intentó convencerse de que preocuparse por su aspecto no tenía nada de malo. Era lo que hacían casi todas las mujeres del mundo, y ella no era una excepción. Solía ser bastante informal fuera del trabajo, pero solo porque los perros del refugio le llenaban la ropa de pelo.

–¿Cómo está mi abuelo? –preguntó, recordando el motivo de su visita.

–Estable –contestó él–. He hablado con su enfermera esta mañana, y tengo intención de ir a verlo esta tarde.

–¿Puedo ir contigo?

–Eso es algo de lo que tenemos que hablar, pero no en la entrada de la casa. ¿Vas a pasar, Mia? –preguntó él, abriendo la puerta un poco más–. ¿O te vas a quedar ahí como una estatua decorativa?

Mia frunció el ceño al oír lo de decorativa. ¿Lo habría dicho con segundas?

–No he recogido mi equipaje.

–No te preocupes por eso. Me encargaré de que alguien lo lleve a tu dormitorio.

–Se ve que te sientes cómodo con tus criados –ironizó ella.

–Pues espero que ellos también se sientan cómodos conmigo. Intento no olvidar que yo también fui un criado –dijo, sonriendo con sorna–. Aunque las personas como tú me lo recordáis constantemente.

Mia cruzó el umbral y echó un vistazo al magnífico vestíbulo, cuya opulencia la desconcertó. Era evidente que la situación había cambiado por completo. Ahora, él vivía en una mansión y ella, en una minúscula habitación. Él era rico y ella, pobre.

Su asombro había sido absoluto cuando el helicóptero donde viajaba sobrevoló la playa, la enorme piscina azul con forma de T, los gigantescos jardines y la amplia y moderna casa de acero y cristal, que reflejaba los distintos tonos azules del mar y el cielo. Theo se había convertido en un potentado, que hasta parecía aprovechar los muchos olivos y limoneros de su propiedad con fines comerciales.

Y todo, gracias a ella.

A ella.

O más bien, a su herencia, a las tierras que había conseguido cuando firmaron el certificado matrimonial. Pero era absurdo que se amargara por eso. No tenía sentido. Había dado la espalda a su antigua vida y, por otra parte, ni necesitaba riquezas para ser feliz ni iba a cometer el error de compararse con el multimillonario que estaba ante ella.

Ni siquiera quería pensar en Theo, que la estaba volviendo loca con los oscuros pantalones que se ajustaban a sus musculosas piernas y la clara camisa de seda, que dejaba ver la parte superior de su duro pecho.

–Vaya, es impresionante –dijo, sonriendo con educación–. La arquitectura moderna encaja a la perfección con el paisaje.

Él entrecerró los ojos, como sorprendido con su actitud aparentemente relajada.

–Te enseñaré el resto.

Ella sacudió la cabeza.

–No, no es necesario que te molestes, Theo. Pídeselo a alguno de tus empleados. Estoy segura de que tienes cosas más importantes que hacer.

–Las tengo, pero prefiero no delegar tareas potencialmente problemáticas. Y, salvo que tu griego haya mejorado mucho, te costaría comunicarte con ellos, porque no hablan inglés tan bien como yo –declaró él.

–¿Tu piscina tiene esa forma por la inicial de tu nombre? –se interesó Mia, intentando molestarlo–. Me he quedado asombrada al ver esa T gigante. Menudo ego que tienes, ¿eh? ¿También está tu nombre en las toallas?

Theo se limitó a encogerse de hombros, sin morder el anzuelo.

–A mi arquitecto le pareció una buena idea. El palo de la T está pensado específicamente para hacer largos, y la parte horizontal, la que mira al mar, para el simple disfrute. No se hizo así por una cuestión de estatus, sino por razones prácticas –le explicó él–. Sígueme.

Ligeramente irritada por su orden, y con su mente empeñada en imaginarlo nadando, Mia no tuvo más remedio que seguir a Theo por la enorme mansión y admirarlo todo: las grandes habitaciones, las paredes blancas, los cuadros que añadían brillantes notas de color, los sofás de cuero, las mesas de cristal y hasta las exquisitas piezas de porcelana china.

Y, mientras admiraba la casa, se sorprendió pensando que no era un lugar adecuado para un niño. ¿Lo habría hecho a propósito? ¿Qué pasaría si conocía a una mujer con quien quisiera tener hijos?

La pregunta la incomodó más de la cuenta. Ni siquiera sabía si estaba saliendo con alguien. Pero, en cualquier caso, la forma más diplomática de descubrirlo era pedirle lo que no le había pedido todavía: el divorcio. Salvo que quisiera estar eternamente en aquel extraño limbo conyugal.

En un intento por cambiar el rumbo de sus pensamientos, se concentró en los jardines de la propiedad, adonde acababan de llegar. Estaban preciosos a la luz del sol, y tuvo que reconocer que la impresionante piscina que había visto desde el helicóptero era aún más impresionante a ras de suelo. Sus azules aguas la tentaron al instante. Hacía años que no tenía una a su entera disposición.

–Es fabulosa –dijo.

Theo inclinó la cabeza.

–Úsala cuando quieras.

–Gracias.

Theo le presentó al cocinero, que estaba preparando algo en la cocina y, a continuación, a su ama de llaves, Sofia. Él dijo algo en griego, pero lo dijo tan deprisa que Mia solo pudo entender un par de palabras, relativas a una bebida de limón. Desgraciadamente, su conocimiento del idioma era extremadamente superficial. Y todo, porque su madre nunca había querido que lo hablara.

Pero, cuando afrontaron la ancha escalera de mármol de la enorme mansión y subieron a la primera planta, Mia miró a Theo con curiosidad, clavó la vista brevemente en sus sensuales labios y preguntó:

–¿Qué has dicho a Sofia?

Theo frunció el ceño.

–Le he pedido que nos sirva unos granizados de limón en la terraza cuando termine de enseñarte la propiedad.

–Sí, eso ya lo sé –dijo, sonando más irritada de lo que pretendía–. Me refiero a lo demás, porque es obvio que les has dicho algo sobre mí.

En lugar de contestar, Theo siguió caminando. Mia lo siguió, pero su marido no se detuvo hasta llegar a la suite más alejada de la suya. La había elegido a propósito, para que no pensara que quería aprovecharse de ella; y, muy especialmente, para no caer él mismo en la tentación.

–Tus habitaciones –anunció, abriendo la puerta.

–¿Lo sabe Sofia? –insistió ella, sin prestar atención a la estancia–. ¿Cuántas personas saben que soy tu esposa, Theo?

Él se giró. Mia lo estaba mirando con una expresión de obstinación que no reconoció. Desde luego, no se podía negar que había cambiado.

–Muy, muy pocas –respondió–. ¿Quién querría presumir de un matrimonio roto? Prefiero concentrarme en mis éxitos, no en mis fracasos.

–¿Y los empleados de mi abuelo?

–Ya no queda nadie que te conozca.

–¿Nadie? –dijo, con el ceño fruncido–. ¿Ni siquiera Elena? ¿O Christos?

–Todos se han ido. Mia. Su vida ha cambiado mucho –respondió con frialdad–. Cuando cayó enfermó, se apartó de todos y se empezó a comportar como un ermitaño. Desoyó mis consejos y despidió a todos sus empleados fijos. Ahora tiene unos cuantos trabajadores temporales que cuidan de él y de la casa.

–Comprendo –dijo Mia–. Pero eso no explica lo de los tuyos.

–Toda la gente que trabaja aquí lleva menos de cinco años a mi servicio, y todos creen que soy un hombre soltero.

–¿Y te comportas como un hombre soltero? –preguntó tranquilamente.

Theo se puso tenso, porque no esperaba esa pregunta.

–¿Qué me estás preguntando? ¿Si me he acostado con alguien desde que nos separamos? –dijo él, cambiando de posición con incomodidad–. Porque, si es eso, te responderé con tus mismas palabras: no es asunto tuyo.

–No, por supuesto que no –reconoció apresuradamente–. Solo quería saber si…

Mia dejó la frase sin terminar, y Theo pensó en todas las cosas que le podría haber preguntado. Cosas como si la había amado alguna vez o solo se había casado con ella por el dinero. Cosas como si se arrepentía de no haber consumado su relación.

Y se arrepentía, por supuesto. Se arrepentía constantemente.

Sin embargo, no le apetecía contestar a sus preguntas. En tales circunstancias, habrían sido tan irrelevantes como las hojas que caían en otoño y se iban secando en el suelo hasta convertirse en polvo.

Tan irrelevantes como ella.

Pero, de repente, ya no se lo parecía tanto. Ahora estaba allí, en su casa, haciendo real su vieja fantasía de tenerla sola en uno de los dormitorios.

La boca se le quedó seca al pensarlo.

Excitado, miró sus ojos azules, el cobrizo caos de sus rizos y su extraordinario cuerpo, devorándola con la imaginación. Su deseo era tan intenso y estaba tan cargado como el cielo durante su visita a Londres, antes de empezar a llover.

Podía oír los truenos de su corazón, y la simple idea de acostarse con ella hizo que su voz sonara suavemente sensual, aunque solo quería provocarla: