E-PACK Bianca agosto 2017 - Varias Autoras - E-Book

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Varias Autoras

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Beschreibung

Fruto de la venganza Jennie Lucas Su objetivo: atraer, seducir, rechazar. Diez años antes, cuando su padre fue detenido por fraude, Letty Spencer se convirtió en la mujer más odiada de Manhattan y se vio obligada a alejarse del único hombre al que había querido. Pero Darius Kyrillos ya no era el chico pobre al que conoció, el hijo de un chófer, y había vuelto para reclamarla como suya. En lugar de saciar su sed de venganza, Darius estaba consumido de deseo desde que volvió a probar los labios de Letty, pero nunca hubiera podido imaginar las consecuencias de sus actos. Iba a ser padre y Letty volvía a rechazarlo. Pero él no estaba dispuesto a permitírselo. Una tentadora oportunidad Melanie Milburne ¿Sería posible romper las reglas del compromiso? Cuando Cristiano Marchetti se declaró a su antigua amante, Alice Piper, el compromiso tenía fecha de caducidad. Bastaba que permanecieran seis meses casados para satisfacer las condiciones impuestas en el testamento de su abuela. Pero el próspero hotelero tenía una agenda oculta: vengarse de Alice por haberlo abandonado siete años atrás Alice necesitaba la seguridad económica que le podía proporcionar su enemigo, pero cada uno de sus enfrentamientos se convertía en una tentadora oportunidad. Y a medida que iba descubriendo al hombre que se ocultaba bajo una coraza de aparente frialdad, empezó a preguntarse si no sería posible recorrer el camino al altar como mucho más que la esposa temporal de Cristiano. Solo por su hija Tara Pammi "Tengo una hija… y es tuya". Después de haber estado a punto de perder la vida, Alexis Sharpe había decidido contarle a Leandro Conti que tenían una hija en común. Habían pasado siete años, pero estaba dispuesta a enfrentarse a él solo por su hija. Leandro solo tenía un secreto: su apasionado encuentro con Alexis.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pack Bianca, n.º 127 - agosto 2017

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-139-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Fruto de la venganza

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Una tentadora oportunidad

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Solo por su hija

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Novia por real decreto

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 1

 

 

LETTY Spencer salió del restaurante de Brooklyn en el que trabajaba y bajó la cabeza para protegerse de la helada noche de febrero. Le dolía todo el cuerpo después de trabajar un turno doble, pero no tanto como el corazón.

No había sido un buen día.

Temblando bajo el raído abrigo, inclinó la cabeza para protegerse del helado viento que golpeaba su cara.

–Letitia –escuchó una voz ronca tras ella.

Letty irguió la espalda de golpe.

Ya nadie la llamaba Letitia, ni siquiera su padre. Letitia Spencer había sido la mimada heredera de Fairholme. Letty era solo una camarera de Nueva York que luchaba cada día para salir adelante.

Y esa voz sonaba como la de…

Apretando la correa del bolso, Letty se dio la vuelta lentamente.

Y se quedó sin aliento.

Darius Kyrillos estaba apoyado en un brillante deportivo negro. Los suaves copos de nieve caían sobre su pelo oscuro y sobre el elegante traje de chaqueta negro mientras la miraba, en silencio.

Letty intentó entender lo que veían sus ojos. ¿Darius? ¿Allí?

–¿Has visto esto? –había exclamado su padre por la mañana, colocando el periódico sobre la vieja mesa de la cocina–. ¡Darius Kyrillos ha vendido su empresa por veinte mil millones de dólares! –estaba emocionado, con los ojos un poco vidriosos por los analgésicos y el brazo que se había roto recientemente sujeto en un cabestrillo–. Deberías llamarlo, Letty. Deberías hacer que te quiera otra vez.

Después de diez años, su padre había vuelto a pronunciar el nombre de Darius. Había quebrantado una regla no escrita. Y ella había salido de casa a toda prisa, murmurando que llegaba tarde a trabajar.

Pero le había afectado durante todo el día, haciendo que tirase bandejas y olvidase pedidos. Incluso había dejado caer un plato de huevos con beicon sobre un cliente. Era un milagro que siguiera teniendo un empleo.

No, pensó, incapaz de respirar. Aquel era el milagro. Ese momento.

«Darius».

Letty dio un paso adelante, con los ojos abiertos de par en par.

–¿Darius? –susurró–. ¿Eres tú de verdad?

Él se incorporó como un ángel oscuro. Podía ver su aliento bajo la luz de la farola, como humo blanco en la noche helada. Luego se detuvo, imponente, con el rostro en sombras. Casi esperaba que desapareciese si intentaba tocarlo, de modo que no lo hizo.

Entonces él la tocó.

Alargó una mano para rozar el oscuro mechón que había escapado de su coleta.

–¿Te sorprende?

Al escuchar esa voz ronca, con un ligero acento griego, Letty sintió un escalofrío. Y supo entonces que no era un sueño.

Su corazón se volvió loco. Darius, el hombre al que había intentado olvidar durante la última década. El hombre con el que había soñado contra su voluntad noche tras noche. Allí, a su lado.

–¿Qué haces aquí? –le preguntó, intentando contener un sollozo.

Él la miró de arriba abajo con sus ojos oscuros.

–No he podido resistirme.

No había cambiado en absoluto, pensó Letty. Los años que habían estado a punto de destruirla, a él no le habían dejado marca. Era el mismo hombre al que una vez había amado con todo su corazón cuando era una testaruda chica de dieciocho años atrapada en una historia de amor prohibido. Antes de tener que sacrificar su felicidad para salvar la de él.

Darius deslizó la mano por su hombro y Letty sintió su calor a través de la fina lana del abrigo. Estaba a punto de ponerse a llorar y preguntarle por qué había tardado tanto. Casi había perdido la esperanza.

Entonces vio que él miraba su viejo abrigo, con la cremallera rota, y el uniforme blanco de camarera que había sido lavado con lejía demasiadas veces y empezaba a deshilacharse. Normalmente solía llevar medias para evitar el frío, pero el último par tenía demasiadas carreras y aquel día iba con las piernas desnudas.

–No voy vestida para ir a ningún sitio…

–Eso no importa –la interrumpió Darius–. Venga, vamos.

–¿Dónde?

Él tomó su mano y, de repente, Letty dejó de sentir frío. Dejó de notar los copos de nieve cayendo sobre su cabeza porque había experimentado una descarga eléctrica desde el cuero cabelludo a las puntas de los pies.

–A mi ático, en el centro –Darius la miró a los ojos–. ¿Quieres venir?

–Sí –susurró ella.

Darius sonreía de una forma extraña mientras la llevaba hacia el brillante deportivo y abría la puerta del pasajero.

Letty subió al coche, inhalando el rico aroma de los asientos de piel. Aquel coche debía de costar más de lo que ella había ganado en la última década sirviendo mesas. Casi sin darse cuenta, pasó la mano sobre la fina piel de color crema. Había olvidado que la piel pudiera ser tan suave.

Darius se sentó a su lado y arrancó. El motor rugió mientras salían del humilde barrio para dirigirse a los más nobles de Park Slope y Brooklyn Heights, antes de cruzar el puente que llevaba a la zona más buscada por los turistas y los ricos: Manhattan.

Tragando saliva, Letty miró su fuerte muñeca cubierta de suave vello oscuro mientras cambiaba de marcha.

–De modo que tu padre ha salido de la cárcel –dijo él con tono irónico.

–Sí, hace unos días.

Darius se volvió para mirar su viejo abrigo y el deshilachado uniforme.

–Y ahora estás dispuesta a cambiar de vida.

¿Era una pregunta o una sugerencia? ¿Estaba diciendo que él quería cambiar su vida? ¿Sabría la razón por la que lo traicionó diez años atrás?

–He aprendido de la forma más dura que la vida cambia esté uno preparado o no.

Darius apretó el volante.

–Cierto.

Letty siguió mirando su perfil, como hipnotizada. Desde las largas pestañas a la nariz aquilina o los labios gruesos y sensuales. Seguía creyendo que aquello era un sueño. Después de tantos años, Darius Kyrillos la había encontrado y la llevaba a su ático. El único hombre al que había amado en toda su vida…

–¿Por qué has venido a buscarme? ¿Por qué hoy, después de tantos años?

–Por tu mensaje.

Letty frunció el ceño.

–¿Qué mensaje?

–Muy bien –murmuró él, esbozando una sonrisa–. Como tú quieras.

¿Mensaje? Letty empezó a sospechar. Su padre había querido que se pusiera en contacto con Darius y durante los últimos días, desde que se rompió el brazo en misteriosas circunstancias que no quería explicarle, estaba en casa sentado frente a su viejo ordenador y tomando analgésicos.

¿Podría su padre haber enviado un mensaje a Darius, haciéndose pasar por ella?

Letty decidió que daba igual. Si su padre había intervenido solo podía agradecérselo.

Su padre debía de haberle revelado la razón por la que lo traicionó diez años atrás. De no ser así, Darius no le dirigiría la palabra.

Pero ¿cómo podía estar segura?

–He leído en el periódico que has vendido tu empresa.

–Ah, claro –murmuró él con tono helado.

–Enhorabuena.

–Gracias. Me ha costado diez años.

«Diez años». Esas simples palabras quedaron suspendidas entre ellos como una pequeña balsa en un océano de remordimientos.

Poco después llegaron a Manhattan, con toda su riqueza y su ferocidad. Un sitio que había evitado durante casi una década, desde el juicio de su padre, pensó Letty, con un nudo en la garganta.

–He pensado mucho en ti. Me preguntaba cómo estarías… esperaba que estuvieras bien, que fueras feliz.

Darius detuvo el coche en un semáforo y se volvió para mirarla.

–Me alegro de que hayas pensado en mí –dijo en voz baja, de nuevo con ese extraño tono. En la fría noche, los faros de los coches creaban sombras sobre las duras líneas de su rostro.

Eran las diez y el tráfico empezaba a aminorar. Se dirigían hacia el norte por la Primera Avenida, pasando frente a la plaza de las Naciones Unidas. Los edificios se volvían más altos a medida que se acercaban al centro. Darius giró en la calle Cuarenta y Nueve hacia la amplia Park Avenue, y unos minutos después llegaron a un rascacielos de cristal y acero de nueva construcción situado frente a Central Park.

Letty miraba de un lado a otro, asombrada.

–¿Vives aquí?

–He comprado las dos últimas plantas –respondió él con la despreocupación con la que cualquier otra persona diría: «He comprado dos entradas para el ballet».

La puerta del coche se abrió y Darius le entregó las llaves a un sonriente empleado que lo saludó respetuosamente. Luego dio la vuelta para abrirle la puerta y le ofreció su mano.

Tenía que saberlo, pensó, intentando disimular el estremecimiento que le provocó el roce de la mano masculina. De no ser así, ¿por qué habría ido a buscarla? ¿Por qué no seguía odiándola?

Darius la llevó a través de un asombroso vestíbulo con decoración minimalista y techos de siete metros.

–Buenas noches, señor Kyrillos –lo saludó el conserje–. Hace frío esta noche. Espero que vaya bien abrigado.

–Así es. Gracias, Perry.

Darius apretó su mano y Letty sentía como si estuviera a punto de explotar mientras abría la puerta del ascensor con una tarjeta magnética y pulsaba el botón de la planta número setenta.

Apretó su mano de nuevo mientras el ascensor los llevaba a su destino. Letty sentía el calor del cuerpo masculino al lado del suyo, a unos centímetros, y se mordió los labios, incapaz de mirarlo. Se limitaba a mirar los números en el panel mientras el ascensor subía y subía. Sesenta y ocho, sesenta y nueve, setenta…

Escuchó una campanita cuando se abrió la puerta.

–Después de ti –dijo Darius.

Mirándolo con gesto nervioso, Letty salió directamente a un ático de techos altísimos y él la siguió mientras la puerta del ascensor se cerraba silenciosamente tras ellos.

Las suelas de goma de sus zapatos rechinaban sobre el suelo de mármol mientras atravesaban el amplio recibidor, con una moderna lámpara de cristal en el techo. Letty torció el gesto, abochornada, pero en el hermoso rostro de Darius no había expresión alguna mientras se quitaba el largo abrigo. No encendió las luces y no dejó de mirarla.

El apartamento tenía dos plantas y pocos muebles, todos en color negro o gris, pero lo que más llamó su atención fue un ventanal de cristal que hacía las veces de pared en el enorme salón.

Mirando de derecha a izquierda podía ver el oscuro Central Park, los edificios situados frente al río Hudson y las luces de Nueva Jersey al otro lado. Al sur, los rascacielos del centro de la ciudad, incluyendo el Empire State, hasta el distrito financiero y el brillante One World Trade Center.

Aparte de las llamas azules que bailaban en la elegante chimenea, las luces de la ciudad eran la única iluminación.

–Increíble –murmuró, acercándose al ventanal. Sin pensar, se echó hacia delante para apoyar la frente en el cristal y mirar Park Avenue. Los coches y taxis parecían diminutos, como hormigas. Era un poco aterrador estar en un piso tan alto, cerca de las nubes–. Es precioso.

–Tú eres preciosa, Letitia –respondió él, con voz ronca.

Ella se volvió para mirarlo con más atención… y se llevó una sorpresa.

¿Por qué había creído que Darius no había cambiado?

Había cambiado por completo.

Con treinta y cuatro años, ya no era el joven delgado y alegre que había conocido, sino un hombre adulto, poderoso. Sus hombros eran más anchos, a juego con su elevada estatura, su torso impresionante. Su pelo oscuro, una vez desaliñado como el de un poeta, bien cortado y tan severo como su cuadrada mandíbula.

Todo en él parecía estrictamente controlado, desde el corte de su caro traje de chaqueta a la camisa negra con el primer botón desabrochado, los zapatos de brillante cuero negro o su imponente postura. Su boca había sido una vez expresiva, tierna y dulce, pero el rictus de arrogancia, incluso de crueldad, de sus labios era algo nuevo.

Era como un majestuoso rey en su ático, con la ciudad de Nueva York a sus pies.

Al ver su expresión, Darius apretó los labios.

–Letitia…

–Letty –dijo ella, intentando sonreír–. Ya nadie me llama Letitia.

–Nunca he podido olvidarte –siguió él en voz baja–. O ese verano en Fairholme…

Letty dejó escapar un gemido. «Ese verano». Bailando en la pradera, besándose, escapando de la curiosa mirada de los empleados para esconderse en el enorme garaje de Fairholme y llenar de vaho las ventanillas de los coches de colección de su padre durante semanas…

Había estado dispuesta a entregárselo todo.

Era Darius quien quería esperar al matrimonio para consumar su amor.

–No hasta que seas mi mujer –le había susurrado mientras se abrazaban, medio desnudos, jadeando de deseo en el asiento trasero de una limusina–. No hasta que seas mía para siempre.

Para siempre no había llegado nunca. El suyo era un romance ilícito, prohibido. Ella apenas tenía dieciocho años y era la hija del jefe. Darius, que tenía seis años más, era hijo del chófer de su padre, que se enojó como nunca al descubrir el romance. Furioso, había ordenado que Darius se fuera de la finca y durante una horrible semana habían estado separados. Y entonces Darius la llamó por teléfono.

–Vamos a escaparnos –le había propuesto–. Conseguiré un trabajo para salir adelante. Alquilaremos un estudio en la ciudad… cualquier cosa mientras estemos juntos.

Letty temía que eso arruinara su sueño de hacer fortuna, pero no fue capaz de resistirse. Los dos sabían que no podrían casarse porque su padre lo evitaría, de modo que planearon escapar a las cataratas del Niágara.

Esa noche Darius la esperó frente a la verja de Fairholme, pero Letty no apareció.

No había devuelto ninguna de sus frenéticas llamadas y al día siguiente convenció a su padre para que despidiese a Eugenios Kyrillos, que había sido su chófer durante veinte años.

Incluso entonces, negándose a aceptar la ruptura, siguió llamando hasta que Letty le envió un frío mensaje.

 

Solo estaba utilizándote para conseguir la atención de otro hombre. Es rico y puede darme la vida de lujo que merezco. Estamos comprometidos. ¿De verdad pensabas que alguien como yo podría vivir en un estudio diminuto con alguien como tú?

 

Con ese mensaje había conseguido su objetivo.

Pero era mentira. No había ningún otro hombre. A los veintiocho años, Letty seguía siendo virgen.

Durante todos esos años se había prometido a sí misma que Darius nunca sabría la verdad. No sabría que se había sacrificado para que él pudiera cumplir sus sueños sin sentirse culpable ni tener miedo. Aunque de ese modo se granjease su odio.

Pero Darius debía de haber descubierto la verdad. Era la única explicación posible.

–Entonces, ¿sabes por qué te traicioné hace diez años? –le preguntó, incapaz de mirarlo a los ojos–. ¿Me has perdonado?

–Eso ya da igual –respondió él con voz ronca–. Ahora estás aquí.

A Letty se le aceleró el corazón al ver el brillo de ansia de sus ojos.

–No puedes seguir… deseándome.

–Te equivocas –Darius, en un gesto increíblemente erótico, le quitó el bolso y el abrigo y los tiró al suelo de mármol–. Te deseaba entonces –afirmó, tomando su cara entre las manos– y sigo deseándote.

Letty, involuntariamente, se pasó la lengua por los labios y la mirada de Darius se clavó en su boca.

Enredando los dedos en su pelo, deshizo la coleta, dejando caer la larga melena sobre sus hombros.

Era mucho más alto que ella, más fuerte en todos los sentidos, y Letty sintió mariposas en el estómago, como si tuviera dieciocho años otra vez. Estando con él, la angustia y el dolor de los últimos diez años desaparecían como si hubiera sido un mal sueño.

–Te he echado tanto de menos… –murmuró Darius–. Solo sueño contigo…

Cuando puso un dedo sobre sus labios, el contacto provocó una descarga que viajó desde su boca hasta sus pechos. Saltaban chispas entre ellos en el oscuro ático.

Apretándola contra él, Darius inclinó la cabeza.

El beso era dominante y el roce de la barba masculina arañaba su delicada piel, pero Letty le devolvió el beso con impaciente deseo.

Un gemido ronco escapó de la garganta masculina mientras la empujaba contra la pared y, con una mano, desabrochaba los botones del uniforme. Letty cerró los ojos cuando descubrió el humilde conjunto de sujetador y bragas blancas.

–Eres preciosa –susurró mientras desabrochaba el sujetador, que cayó al suelo. Agachándose delante de ella, le quitó los zapatos blancos. Estaba casi desnuda, de pie frente al ventanal.

Darius se incorporó luego para besarla. Se apoderó de su boca como si quisiera marcarla y, casi sin darse cuenta, Letty empezó a desabrochar la camisa para tocar su piel. Acarició su torso cubierto de vello oscuro, temblando. Era como acero envuelto en satén, duro y suave a la vez.

Necesitaba desesperadamente apretarse contra él, sentirlo. Quería perderse en él…

Mientras la besaba, Darius pasaba las manos por sus hombros, sus caderas, sus pechos. Letty se sintió mareada y anhelante cuando la apretó contra la pared, besándola con salvaje deseo, mordiendo sus labios hasta hacerle daño.

Solo llevaba las bragas mientras que él estaba vestido, pero no le importó. Cuando inclinó la cabeza para acariciar sus pechos con los labios, Letty se agarró a sus fuertes hombros, gimiendo de gozo.

Darius envolvió un pezón con la boca y lo chupó con tanta fuerza que se le doblaron las piernas.

Pero entonces se apartó y Letty abrió los ojos, mareada. Abrió la boca para preguntar, pero antes de que pudiese hacerlo él la tomó en brazos para llevarla a un enorme dormitorio. También allí había un ventanal desde el que podía ver un bosque de rascacielos entre dos oscuros ríos, con sus iluminadas barcazas.

Manhattan brillaba en la oscura noche mientras Darius la tumbaba sobre la cama, con el rostro en sombras. Sin decir nada, se quitó la camisa y la dejó caer al suelo. Y Letty pudo ver por primera vez el ancho y poderoso torso, los fuertes bíceps, los abdominales marcados.

Después de quitarse el cinturón y los zapatos se tumbó a su lado para apoderarse de su boca. Letty sentía su deseo por ella, sentía su peso sobre ella. Darius la deseaba… le importaba…

Algo se rompió dentro de su corazón.

Estaba convencida de que su amor había muerto para siempre, pero nada había cambiado, pensó mientras enredaba los dedos en su oscuro pelo. Nada. Eran las mismas personas, aún jóvenes y enamoradas…

Darius la besaba lentamente sin dejar de acariciarla y Letty se estremeció, impotente. La besaba aquí y allá mientras rozaba con la punta de los dedos las bragas blancas de algodón.

–Eres mía, Letty –susurró–. Al fin.

Luego la aplastó con su cuerpo de una forma deliciosa, sensual. Letty deslizó los dedos por la cálida piel de su espalda, tocando sus músculos, su espina dorsal mientras él empujaba las caderas hacia delante para hacerle sentir lo enorme y duro que estaba por ella, provocando un torrente de deseo entre sus piernas.

Un segundo después tiró hacia abajo de las bragas, que desaparecieron en un suspiro. Darius se puso de rodillas sobre la cama y Letty contuvo el aliento, cerrando los ojos en la oscura habitación mientras él besaba tiernamente sus pies, sus pantorrillas, sus muslos.

Cuando metió las manos bajo su cuerpo para levantar su trasero, ella sintió que se derretía. Por fin, con agónica lentitud, inclinó la cabeza para colocarla entre sus piernas y besó el interior de sus muslos, primero uno, luego el otro. Letty sintió el aliento masculino rozando su parte más íntima e intentó apartarse, pero él la sujetó con firmeza.

Cuando la abrió con los dedos el placer era tan intenso que Letty dejó escapar un grito. Apretando sus caderas, Darius la obligó a aceptar el placer, acariciándola con la lengua, rozando el ardiente capullo escondido entre los rizos para lamerlo después, haciéndola suspirar.

Letty se olvidó de respirar, atrapada por el placer como una mariposa pinchada en un corcho. Sus caderas se movían involuntariamente y se agarró al edredón blanco porque temía salir volando.

Nunca había dejado de amarlo y Darius la había perdonado. La deseaba. También él la amaba…

Retorciéndose y jadeando de gozo, Letty explotó con un grito de pura felicidad que pareció durar para siempre.

De inmediato, él sujetó sus muñecas contra la almohada y se colocó entre sus piernas. Y, mientras ella seguía volando entre el éxtasis y la felicidad, la empaló despiadadamente.

Pero, cuando el enorme miembro masculino se hundió hasta el fondo, Letty abrió los ojos, dejando escapar un gemido de dolor.

Él se quedó parado cuando encontró una barrera que, claramente, no había esperado.

–¿Eras… virgen? –le preguntó, casi sin voz.

Ella asintió con la cabeza, cerrando los ojos para que no pudiese ver las traidoras lágrimas. No quería estropear la belleza de esa noche, pero el dolor la había pillado por sorpresa.

Darius se quedó inmóvil dentro de ella.

–No puede ser –dijo con voz ronca–. ¿Cómo es posible… después de tantos años?

Letty, con un nudo en la garganta, dijo lo único que podía decir; las palabras que había guardado durante diez años, pero que habían quemado en su corazón durante todo ese tiempo.

–Porque te quiero, Darius –susurró.

Capítulo 2

 

 

DARIUS la miró, perplejo. ¿Letitia Spencer era virgen?

Imposible. No se lo podía creer.

Pero sus palabras lo sorprendieron aún más.

–¿Cómo que me quieres? –repitió, con voz estrangulada.

Ella levantó sus grandes ojos, de un color pardo verdoso.

–Nunca he dejado de amarte –susurró.

Mirando su hermoso rostro ovalado, Darius sintió la fría quemazón de la rabia.

Una vez había amado tanto a Letitia Spencer que había pensado que se moriría sin ella. Había sido su ángel, su diosa. La había puesto en un pedestal e incluso había insistido en no hacer el amor porque quería casarse con ella.

El recuerdo hizo que apretase los dientes de ira.

Qué bajo había caído Letty. Aquel día le había enviado un correo, su primera comunicación directa desde que lo dejó plantado fríamente diez años antes, ofreciéndole su cuerpo a cambio de dinero.

Había intentado olvidar el mensaje durante toda la tarde, reírse de él. Había olvidado a Letty años antes y no estaba interesado en pagar cien mil dólares por tenerla en su cama esa noche. Él no pagaba por el sexo, eran las mujeres quienes lo buscaban. Modelos bellísimas compartían su cama por el precio de una simple llamada telefónica, pero la parte de él que aún no había superado del todo el pasado lo había empujado a verla por última vez.

Solo que en esa ocasión ella le suplicaría y sería él quien la rechazase.

Esa tarde, mientras firmaba los documentos de la venta de su empresa, una aplicación de mensajes a móviles con quinientos millones de usuarios en todo el mundo, a una multinacional de tecnología por veinte mil millones de dólares, apenas podía prestar atención a lo que decían sus abogados. En lugar de disfrutar del triunfo después de diez años de trabajo incansable, no podía dejar de pensar en Letitia, la mujer que una vez lo había traicionado.

Cuando todos los documentos estuvieron firmados, prácticamente salió corriendo de la oficina, alejándose de las palmaditas en la espalda y las felicitaciones. En lo único que podía pensar era en Letty y en su oferta.

Había intentado convencerse de que no debía hacerlo, pero, por fin, había ido al restaurante de Brooklyn a la hora en la que el mensaje decía que saldría de trabajar.

No tenía intención de acostarse con ella, se decía a sí mismo. Solo quería hacerla sentir tan pequeña y avergonzada como se había sentido él una vez. Verla humillada, verla suplicando que le diese placer.

Luego le diría que ya no la encontraba atractiva y le tiraría el dinero a la cara. Ella se marcharía avergonzada y durante el resto de su vida sabría que había ganado.

¿Qué le importaban a él cien mil dólares? No era nada y merecería la pena por ver su abyecta humillación. Después de su calculada traición, la venganza era mucho más atractiva que el sexo.

O eso había pensado.

Pero, por el momento, nada había ido según sus planes. Al verla en la puerta del restaurante su aspecto lo había dejado atónito. No parecía una buscavidas. Parecía como si quisiera ser invisible, sin maquillaje y con aquel ridículo uniforme de camarera.

Pero incluso así se sentía atraído por ella. Era tan sexy, tan femenina y cálida que cualquier hombre querría ayudarla, cuidar de ella. Poseerla.

Quería disfrutar de su venganza y se había permitido darle un beso.

Grave error.

Las suaves curvas de su cuerpo le habían hecho olvidar sus planes de venganza. Durante diez años había deseado a aquella mujer que estaba medio desnuda entre sus brazos, dispuesta a entregárselo todo.

De repente, solo había dos hechos importantes:

Se había vendido a sí misma.

Él la había comprado.

Entonces, ¿por qué no hacerla suya? ¿Por qué no disfrutar de ese cuerpo tan sensual y exorcizar su recuerdo de una vez por todas?

Letty le había mentido durante toda la noche, portándose como si fuera una cita romántica en lugar de una transacción comercial. Y eso lo había sorprendido.

Ella lo miró entonces con sus luminosos ojos pardos, con ese rostro encantador que no había sido capaz de olvidar.

–Di algo –murmuró, nerviosa.

Darius apretó la mandíbula. Después de su cruel traición, seguida de diez años de silencio, Letty decía que lo amaba. ¿Qué podía responder, «vete al infierno»?

Letitia Spencer, tan hermosa, tan traicionera. Tan venenosa.

Pero al menos entendía cuál era su objetivo. No solo estaba jugando por cien mil dólares. No. Esa noche solo era una muestra que, supuestamente, debía hacer que quisiera más.

Porque había visto su rostro cuando salía del restaurante. Estaba agotada de trabajar, agotada de ser pobre. Tal vez había sido su padre, recién salido de prisión, quien sugirió cómo podía cambiar sus circunstancias… convirtiéndose en la esposa de un millonario.

Debía de haber leído la noticia de la venta de su empresa en el periódico y había decidido que era hora de hacerse con una parte del botín. Casi podía disculparla. Llevaba manteniendo su virginidad todos esos años… ¿por qué no cambiarla por dinero?

Decía amarlo, pensó Darius, sarcástico.

Debía de pensar que no había aprendido nada en todo ese tiempo. De verdad creía que caería rendido a sus pies, que seguía siendo el tonto enamorado que había sido diez años atrás.

La había odiado antes, pero no era nada comparado con el odio que sentía por ella en ese momento.

Y, sin embargo, seguía deseándola. Se controlaba dentro de ella, inmóvil dentro de su estrecha funda, pero seguía tan duro que estaba a punto de explotar.

Y eso lo enfurecía aún más.

Quería hacerla pagar por todo lo que había sufrido y una noche de humillación no era suficiente.

Darius quería venganza.

Quería darle esperanzas, dejar que se hiciera ilusiones para luego hundirla como había hecho ella una vez. Y se le ocurrían unos planes fantásticos: casarse con ella, dejarla embarazada, hacer que lo amase para luego despreciarla fríamente. Quería tomarlo todo y dejarla sola y sin dinero.

Esa sería una justa venganza. Sería justicia.

–¿Darius? –había una sombra de preocupación en su rostro mientras lo miraba.

Inclinando la cabeza, él la besó casi con ternura y ella tembló entre sus brazos, con los pechos aplastados contra el torso masculino y sus asombrosas caderas abiertas para él. Verla así, tirada en su cama, con el juego de sombras y luces iluminando las sensuales curvas de sus pechos, casi lo hacía perder el control.

–Lo siento si te he hecho daño, agapi mu –dijo en voz baja. Aunque era mentira–. Pero el dolor no durará –añadió. Otra mentira. Él se encargaría de que le durase para el resto de su vida–. Solo tienes que esperar un poco.

Letty parecía la viva imagen de la inocencia y, tal vez por eso, Darius la besó de forma exigente, dura, fiera. Él tenía experiencia y ella no. Él sabía cómo seducirla, cómo dominarla.

A menos que… ¿podría estar fingiendo su deseo?

No, pensó fríamente. Él se aseguraría de que no fuera así. Eso sería un insulto que no le permitiría. Se aseguraría de que el placer fuese real.

La acarició suavemente, tomándose su tiempo hasta que, poco a poco, ella empezó a devolverle los besos, echándole los brazos al cuello, tirando de él. Darius empujó con cuidado, aún duro como una piedra dentro de ella, y Letty contuvo el aliento mientras levantaba las caderas.

Se apartó lentamente y empujó por segunda vez, observando su expresión. Solo cuando vio el brillo del éxtasis volver a su rostro, solo cuando sus músculos internos volvieron a apretarlo, supo que había tenido éxito y aumentó el ritmo de las embestidas.

Letty era la mujer a la que había deseado durante un tercio de su vida y casi se sentía mareado mientras la hacía suya. Su cuerpo empezó a sacudirse con un placer tan intenso que era casi doloroso. Estaban tan unidos que no era fácil saber dónde terminaba uno y empezaba el otro.

Placer y dolor.

Odio y deseo.

Tenía que hacer tal esfuerzo para mantener el control que su cuerpo estaba cubierto de sudor. Sus pechos se movían arriba y abajo mientras la penetraba, hasta el fondo. Jadeando, Letty puso las manos sobre el cabecero, sujetándose para contrarrestar sus embestidas. Su respiración se volvió fragmentada mientras se retorcía de deseo.

Con los ojos cerrados, abría la boca para buscar oxígeno mientras movía las manos sobre sus hombros. Darius, perdido en las sensaciones de poseerla, de llenarla, de hacerla suya, apenas se dio cuenta de que clavaba las uñas en su carne.

Se sentía simultáneamente perdido y en casa. Su alma, que había estado vacía, se llenaba milagrosamente. Su cuerpo era pura luz.

Como a lo lejos oyó un grito y se dio cuenta de que salía de su garganta, liberando la emoción que había mantenido guardada durante una década. El grito de Letty se unió al suyo mientras sus cuerpos se sacudían con una última y violenta embestida. Darius se derramó en su interior, cayendo sobre ella, sus cuerpos se hallaban cubiertos de sudor.

Mucho más tarde abrió los ojos y descubrió que Letty estaba dormida entre sus brazos. La miró, perplejo, preguntándose si alguna de las pálidas y flacas modelos con las que solía acostarse lo había hecho sentir tan… satisfecho.

Eran aventuras insípidas, huecas y aburridas comparadas con aquella pasión. Saborearla, sentirla temblar, escuchar sus gritos de placer lo había llevado al límite.

Era odio, pensó.

El odio había hecho que perdiese el control como no había imaginado posible. Mientras tomaba posesión de su cuerpo, después de diez años de frustrado deseo, había trastocado su anhelo, convirtiéndolo en una oscura y retorcida fantasía de venganza.

Había sido la mejor experiencia sexual de toda su vida, pero mientras se apartaba de ella contuvo el aliento.

El preservativo se había roto.

Por mucho que fantasease con vengarse de ella, por mucho que la odiase, lo último que deseaba era dejarla embarazada e involucrar a un niño inocente en esa historia.

Darius sacudió la cabeza, incapaz de creer lo que había pasado. ¿Cómo podía haberse roto?

¿Había sido demasiado violento en su deseo de poseerla, de aliviar el salvaje deseo que había contenido durante diez años?

Había querido marcarla para siempre… ¿tal vez, inconscientemente, había querido dejarla embarazada?

Darius masculló una palabrota mientras se levantaba de la cama para mirar los brillantes rascacielos en medio de la oscura ciudad. El cristal le devolvía su reflejo y se quedó sorprendido al ver el brillo de ira de sus ojos.

Qué desastre. No había hecho nada de lo que había planeado. Se había acostado con Letty y… podía ser aún peor.

Pero la culpa era de ella, pensó.

–¿Estás levantado? –murmuró Letty–. Vuelve a la cama.

Medio adormilada, tenía un aspecto encantador con el pelo oscuro extendido sobre las almohadas. Se había tapado hasta el cuello con el edredón, como si él no lo hubiera visto todo, como si no lo hubiera tocado todo, saboreado todo.

Darius se excitó contra su voluntad. Acababa de tenerla y ya quería más. Quería hacerle el amor en la cama, contra la pared, contra la ventana. Una y otra vez. Y eso lo enfurecía. Letitia Spencer era venenosa.

Pero ¿de verdad se había imaginado que aquella buscavidas no conseguiría su objetivo, el control no solo de su fortuna, sino de su cuerpo y su alma?

Darius se pasó una mano por el pelo.

–¿Qué te pasa?

–¿Me quieres? –repitió él, con tono helado.

–Es cierto –susurró Letty.

Darius dio un paso hacia la cama.

–Una noche no es suficiente, ¿verdad? No quieres ser de alquiler, sino una adquisición permanente, ¿es eso?

Ella frunció el ceño.

–¿De qué estás hablando?

Darius apretó los dientes mientras se ponía un pantalón de chándal gris, intentando relajarse.

–Tú no me quieres. Ni siquiera sabes lo que significa querer a alguien. Cuando pienso en cómo te adoré una vez me pongo enfermo. Especialmente ahora… ahora que los dos sabemos lo que eres.

–¿De qué estás hablando? –repitió ella, atónita.

–No finjas que no lo sabes.

–¡No lo sé!

–No te hagas la inocente. Has vendido tu virginidad por cien mil dólares.

Esas duras palabras parecían hacer eco en la oscura habitación mientras los dos se miraban en silencio.

–¿Qué estás diciendo? –preguntó Letty por fin.

–El correo que me enviaste –respondió él con tono impaciente–. El matón que le ha roto el brazo a tu padre ha amenazado con matarlo si no recibe cien mil dólares esta misma semana –Darius inclinó a un lado la cabeza–. ¿Es cierto o solo era una conveniente excusa?

Ella lo miraba con los ojos como platos.

–El brazo roto de mi padre… –Letty empezó a temblar mientras se cubría con el edredón hasta el cuello–. Yo no te he enviado ningún correo, Darius.

Él esbozó una irónica sonrisa.

–Entonces, ¿quién ha sido?

–Yo… ¿Por eso fuiste a buscarme? ¿Estabas comprando una noche en la cama conmigo?

–¿Qué habías pensado?

–Pensé… pensé que me habías perdonado por lo que hice…

–¿Hace diez años? En realidad, me hiciste un favor. Me ha ido mejor sin ti. Y tu prometido debió de pensar lo mismo porque desapareció enseguida. Lo que nunca te perdonaré es lo que tu padre y tú le hicisteis a mi padre. Perdió su trabajo, los ahorros de toda su vida… lo perdió todo y murió de un infarto. Por tu culpa.

–No es lo que tú crees. Yo no…

–¿Ahora vas a inventar una explicación que te haga parecer una santa? Vamos, Letty. Dime que tu traición era en realidad un favor. Dime que destruiste a mi familia haciendo un gran sacrificio porque me querías demasiado –el tono de Darius destilaba desprecio–. Háblame de tu amor.

Ella parpadeó furiosamente, mirándolo con expresión angustiada.

–Por favor…

Pero la compasión había desaparecido de su alma y Darius se encogió de hombros.

–Pensé que sería divertido volver a verte. No tenía intención de acostarme contigo, pero tú parecías tan dispuesta que al final pensé: ¿por qué no? –Darius suspiró, como si estuviera aburrido–. Pero aunque he pagado por toda la noche, la verdad es que he perdido el interés. Te has vendido muy barata, Letty. Podrías haber vendido tu virginidad por un precio más alto. Es una sugerencia por si sigues adelante con tu nueva carrera. ¿Cómo se llama ahora, amante pagada, novia profesional?

–¿Cómo puedes ser tan cruel? –Letty sacudió la cabeza, incrédula–. Cuando te vi frente al restaurante esta noche vi al chico al que había amado…

–¿No me digas? –Darius enarcó una ceja–. Ah, bueno, claro. Como has conservado tu virginidad durante todos estos años, pensaste que, si ponías un poco de romance, yo perdería la cabeza por ti, como entonces. «Te quiero, Darius, nunca he dejado de quererte» –la imitó, burlón.

–¡Basta! –gritó ella, cubriéndose la cara con las manos mientras se sentaba en la cama–. Por favor, para.

El edredón había resbalado, revelando sus voluptuosos pechos. Darius podía ver los rosados pezones y aún podía notar en la lengua su dulce sabor, aún recordaba lo que había sentido cuando estaba dentro de ella.

Acostarse con ella no había saciado su deseo; al contrario. Solo había hecho que la desease más.

Y que tuviese tanto poder sobre él era exasperante.

Bruscamente, abrió un cajón de la mesilla y sacó un cheque que tiró sobre la cama.

–Toma. Creo que esto da por terminado nuestro acuerdo.

Letty miró el cheque con expresión incrédula.

–Si tienes otro cliente esta noche, no deberías hacerle esperar –le espetó Darius.

Ella cerró los ojos un momento.

–Eres un monstruo.

–¿Yo soy un monstruo? –Darius soltó una carcajada–. ¿Yo?

Letty se levantó de la cama y él esperó que le tirase el cheque a la cara para demostrar que estaba equivocado. Si así fuera…

Pero no lo hizo. Se limitó a recoger las bragas del suelo antes de dirigirse a la puerta. Qué ingenuo había sido al imaginar que iba a rechazar el dinero por honestidad o por amor propio.

Letty salió de la habitación y él la siguió, observándola mientras se vestía a toda prisa. No lo miró en ningún momento.

Darius quería obligarla a mirarlo. Quería verla humillada, con el corazón roto. Su orgullo exigía algo a lo que no podía poner nombre.

Letty guardó el sujetador en el bolso, se puso los zapatos y se dirigió a la puerta.

–Es una pena que se haya roto el preservativo –dijo Darius por fin.

Ella se quedó inmóvil.

–¿Qué?

–El preservativo se ha roto. Si te quedas embarazada, házmelo saber… –Darius sonrió–. Y negociaremos el precio.

Por fin, ella se dio la vuelta para mirarlo, atónita.

–¿Me pagarías por un bebé?

–¿Por qué no si ya te he pagado por crearlo? –la expresión de Darius se endureció–. Nunca me casaré contigo, así que tu intento de extorsión termina con ese cheque. Si la mala suerte quiere que quedes embarazada, venderme a nuestro hijo sería tu única opción.

–¡Estás loco!

–Y tú me asqueas –Darius se acercó, con ojos helados–. Jamás permitiría que tú y el delincuente de tu padre educaseis a un hijo mío. Antes contrataría a cien abogados para echaros de aquí.

Angustiada, Letty dio un paso atrás, con los ojos llenos de lágrimas. Se había convertido en una buena actriz, pensó él.

–Por favor, llévame a casa –susurró.

–¿Llevarte a casa? –Darius soltó una risotada–. Eres una empleada, no una invitada. Una empleada temporal que ha terminado su turno –añadió, esbozando una irónica sonrisa–. Busca la forma de volver a tu casa.

Capítulo 3

 

 

LETTY temblaba de frío mientras se dirigía a la estación de metro de Lexington Avenue, con la nieve cayendo sobre su pelo. Era la una de la madrugada cuando por fin entró en un vagón vacío, sintiéndose más sola y desesperada que nunca.

Cuando llegó a su parada en Brooklyn, bajó las escaleras y se dirigió a su apartamento. Las calles estaban oscuras y solitarias, y el helado viento de febrero golpeaba sus mejillas empapadas por las lágrimas.

Había pensado que era un milagro cuando vio a Darius. Había pensado que sabía la verdad, que se había sacrificado por él, y había vuelto a buscarla.

Cuando le dijo que lo amaba le había salido del alma. Y de verdad había creído que él la correspondía.

¿Cómo podía haber estado tan equivocada?

«Me asqueas».

Aún podía oír el desprecio de su voz y, secándose las lágrimas con el canto de la mano, apresuró el paso para entrar en el portal.

Aunque algunos de los edificios de la zona eran bonitos y bien conservados, el suyo era horrible, con una oxidada escalera de incendios pegada a una ruinosa fachada de ladrillos. Pero era un sitio barato y el casero no había hecho preguntas.

–¡Letty, has vuelto! –exclamó su padre desde el sillón. La había esperado despierto, con una manta sobre el pijama de franela ya que la calefacción solo funcionaba a veces–. ¿Y bien? –le preguntó con gesto esperanzado.

Ella lo miró, incrédula, dejando caer el bolso al suelo.

–¿Cómo has podido? –le espetó, con voz estrangulada.

–¿Cómo he podido reunirte con Darius tan fácilmente? –su padre sonrió–. Solo necesitaba una buena excusa.

–Pero ¿qué dices?

–¿Es que no has vuelto con él?

–¡Pues claro que no! ¿Cómo has podido enviarle un mensaje haciéndote pasar por mí, papá? ¿Cómo has podido decirle que me acostaría con él por dinero?

–Solo estaba intentando ayudar –respondió su padre con la voz quebrada–. Lo has querido durante tanto tiempo… pero te negabas a ponerte en contacto con él. O él contigo. Así que pensé…

–¿Qué, que si nos reunías caeríamos inmediatamente el uno en brazos del otro?

–Bueno… la verdad es que sí.

Letty experimentó una oleada de rabia.

–¡No lo hiciste por mí! –exclamó, tomando el bolso del suelo para sacar el cheque y tirárselo a la cara–. ¡Lo hiciste por esto!

A su padre le temblaban las manos mientras tomaba el cheque, pero al ver la cantidad dejó escapar un suspiro de alivio.

–Gracias a Dios.

–¿Cómo has podido venderme? –insistió Letty.

–¿Venderte? –repitió Howard levantándose a duras penas del sillón para sentarse a su lado–. ¡Yo no te he vendido, hija! Pensé que hablaríais y os daríais cuenta de que os había tendido una trampa. Pensé que os reiríais de ello y que así sería más fácil para los dos olvidar el orgullo. Tal vez enviaría el dinero, tal vez no –a su padre se le quebró la voz–. Pero, en cualquier caso, estaríais juntos otra vez. Yo sé que os queréis, hija.

–Ya, claro, lo hiciste por cariño hacia mí –Letty lo miró con gesto desconfiado–. De modo que haber descubierto esta mañana que Darius ha vendido su empresa por miles de millones de dólares no tiene nada que ver, ¿no?

Su padre miró al suelo.

–Pensé que no había nada de malo en intentar resolver ese problema con… un cliente insatisfecho –respondió con voz temblorosa.

Letty abrió la boca para decir las crueles palabras que se merecía, palabras que no podría retirar. Palabras que ninguno de los dos podría olvidar. Palabras que serían como una granada de mano cargada de angustia y de rabia.

Era un pobre viejo triste, sentado a su lado en el viejo sofá. El hombre al que una vez había admirado y al que seguía queriendo a pesar de todo.

Su pelo, cada día más escaso, se había vuelto blanco. Su rostro, una vez tan apuesto, estaba demacrado, con profundas arrugas en las mejillas. Había encogido y estaba tan delgado que el batín le quedaba enorme. Después de casi una década en prisión parecía haber envejecido treinta años.

Howard Spencer, un chico de clase media de Oklahoma, había ido a Nueva York a hacer fortuna contando con su encanto y con su buena cabeza para los números. Se había enamorado de Constance Langford, hija única de una ilustre familia de Long Island. Los Langford no tenían mucho dinero y la finca de Fairholme estaba hipotecada, pero Howard Spencer, locamente enamorado, le había asegurado a su novia que nunca tendría que preocuparse por el dinero.

Y había cumplido su promesa. Mientras su mujer vivía había sido cauto con el fondo de inversiones, pero, cuando Constance murió repentinamente, se había vuelto temerario, asumiendo locos riesgos financieros hasta que su antiguamente respetado fondo de inversiones se convirtió en una venta piramidal y, de repente, los ocho mil millones de dólares se esfumaron.

La detención de Howard y el juicio habían sido terribles para Letty y preocuparse por su estado en prisión era peor. Pero ver al anciano en el que se había convertido era terrible.

Mirando sus hombros caídos, sus ojos opacos y el brazo roto en cabestrillo, la furia que sentía dio paso a un dolor insoportable.

No podía dejar de recordar las palabras de Darius: «El matón que le ha roto el brazo a tu padre ha amenazado con matarlo si no recibe cien mil dólares esta misma semana».

–¿Por qué no me contaste que un matón te rompió el brazo? –le preguntó, levantando la mirada–. ¿Por qué me hiciste creer que había sido un accidente?

Howard bajó la mirada con gesto culpable.

–No quería preocuparte.

–¿Preocuparme? –repitió ella.

–Se supone que un padre debe cuidar de su hija, no al contrario.

–Entonces, ¿es verdad? ¿Un matón te rompió el brazo y amenazó con matarte si no le devolvías su dinero?

–Sabía que podía solucionarlo –su padre intentó sonreír–. Y lo he hecho. Cuando le entregue el cheque, se acabará el problema.

–¿Cómo sabes que no aparecerán más matones exigiendo dinero cuando se enteren de que has pagado a uno de ellos?

Howard la miró con cara de sorpresa.

–La mayoría de la gente que invirtió en mi empresa era gente civilizada y normal. No eran matones violentos.

Letty apretó los dientes. Para haber estado en una prisión federal durante nueve años, su padre podía ser increíblemente ingenuo.

–Deberías habérmelo contado.

–¿Para qué? ¿Qué podrías haber hecho tú, además de preocuparte? O peor aún, habrías intentado hablar con ese hombre y te habrías puesto en peligro. Mira, no sabía si Darius te daría el dinero, pero sabía que estarías a salvo con él –Howard sacudió la cabeza, intentando sonreír–. De verdad pensé que con solo miraros os enamoraríais de nuevo.

Letty se dejó caer sobre el sofá. Su padre de verdad pensaba estar haciéndole un favor, pensaba que iba a reunirla con el amor de su vida, que estaba protegiéndola, salvándola.

–Darius pensó que era una buscavidas.

Howard la miró, indignado.

–Pero cuando le dijiste que tú no habías enviado el correo…

–No me creyó.

–Entonces… entonces debió de pensar que eras una buena hija que intentaba ayudar a su padre. Darius ahora tiene mucho dinero y no echará de menos esa pequeña cantidad. ¡Después de todo lo que tú hiciste por él!

–Para, por favor –lo interrumpió ella con voz estrangulada. Recordar la mirada de Darius cuando le dio el cheque era suficiente para que quisiera morirse. Pero cuando le contó que un matón amenazaba la vida de su padre, ¿qué otra cosa podía hacer?

Howard parecía atónito.

–¿No le has contado lo que pasó hace diez años? ¿Por qué no te fuiste con él?

Ella dio un respingo al recordar las ácidas palabras de Darius:

«Vamos, Letty. Dime que tu traición era en realidad un favor. Dime que destruiste a mi familia haciendo un gran sacrificio porque me querías demasiado».

–No –susurró–. Y no lo haré nunca. Darius no me quiere, papá. Me odia más que nunca.

Howard sacudió la cabeza, las arrugas de su rostro parecían más pronunciadas que nunca.

–Lo siento, cariño…

–Pero ahora yo también le odio. Eso es lo único bueno de esta noche, que ahora yo también le odio.

–Yo no quería eso, hija.

–No importa. He desperdiciado demasiados años soñando con él, echándole de menos. Pero todo eso se acabó.

Era cierto.

El Darius al que había amado ya no existía. Había querido dárselo todo y él la había seducido sin piedad. Su amor por Darius había muerto para siempre y su única esperanza era intentar olvidarlo.

Pero cuatro semanas después descubrió que eso iba a ser imposible. Ya nunca podría olvidar a Darius Kyrillos.

Estaba embarazada de su hijo.

Se había hecho una prueba de embarazo, convencida de que el resultado sería negativo, y, cuando dio positivo, no se lo podía creer. Pero la perplejidad pronto dio paso a una enorme felicidad al imaginar a un bebé entre sus brazos.

–¿Voy a ser abuelo? –exclamó Howard, emocionado, cuando le dio la noticia–. ¡Eso es maravilloso! Y cuando se lo cuentes a Darius…

Eso le provocó el primer escalofrío de terror. Porque Letty recordó entonces que el bebé no era solo suyo, sino también de Darius.

Y él la odiaba.

Había amenazado con quitarle a su hijo.

–No voy a contárselo, papá.

–Pues claro que sí –Howard le dio una palmadita en el hombro–. Sé que estás enfadada con él. Me imagino que debió de dolerte mucho, pero un hombre tiene derecho a saber que va a ser padre.

–¿Para qué? ¿Para que intente quitarme a mi hijo?

–¿Quitarte a tu hijo? –su padre negó con la cabeza–. Cuando sepa que estás embarazada recordará cuánto te quiere. Ya lo verás. El bebé os unirá de nuevo.

Ella suspiró, entristecida.

–Vives en un mundo de sueños, papá. Darius me dijo…

–¿Qué?

Letty recordó las malévolas palabras: «Jamás permitiría que tú y el delincuente de tu padre educaseis a un hijo mío».

–Tenemos que empezar a ahorrar dinero –murmuró–. Ahora mismo.

–¿Por qué? Una vez que te cases con él, el dinero no volverá a ser un problema. Mi nieto y tú siempre estaréis bien atendidos.

Su padre no se podía creer que Darius quisiera hacerle daño, pero ella sabía que era así.

«Antes contrataría a cien abogados para echaros de aquí».

Tenían que irse de Nueva York lo antes posible.

Bajo los términos de la libertad condicional de su padre, Howard debía permanecer en el estado de Nueva York, de modo que se irían al norte, a algún pueblecito donde nadie los conociera y donde ella pudiese encontrar trabajo.

Solo había un problema: para mudarse necesitaban dinero. El primer y último mes de alquiler, un depósito y los billetes de autocar. Un dinero que no tenían. Apenas podían llegar a fin de mes con su sueldo.

Durante los meses siguientes el miedo atenazaba su corazón. Por mucho que trabajase no era capaz de ahorrar un céntimo. Howard siempre necesitaba algo urgentemente y el dinero se esfumaba. Además, tenían que pagar sus visitas al ginecólogo y la rehabilitación para el brazo de su padre.

Por suerte, después de que Howard pagase al matón, ningún otro acreedor furioso había vuelto a amenazarlo.

Pero ahí terminaba su buena fortuna. El embarazo la agotaba. Cada noche volvía a casa intentando no dormirse de pie, hacía la cena para los dos, fregaba los platos y se iba a la cama. Y al día siguiente volvía a hacer lo mismo.

Cada día contaba ansiosamente los ahorros que guardaba en una vieja lata de galletas y cada día miraba el calendario y se asustaba un poco más.

A finales de agosto, entre el cansancio, la angustia y el pegajoso calor, Letty estaba frenética. Ya no podía ocultar su embarazo, ni siquiera bajo las anchas camisas de su padre.

Por fin, cuando el alquiler de la casa estaba a punto de expirar, supo que no podía esperar más. Aún no había ahorrado suficiente dinero, pero ya no tenía tiempo.

El día uno de septiembre, se lavó la cara con agua fría y miró su demacrado rostro en el espejo.

Aquel era el día.

No podían alquilar un camión para llevarse sus pertenencias. No había dinero para eso, de modo que se llevarían lo que pudieran en dos maletas y tomarían el autocar. Tendrían que dejar atrás los últimos recuerdos de Fairholme. De su infancia. De su madre, pensó, con un nudo en la garganta.

–Papá, tienes que guardar tus cosas en las maletas. Lo que no quepa en ellas habrá que dejarlo aquí.

–¿Por qué tenemos que irnos? Yo conozco a Darius desde que era un niño –respondió Howard, con expresión seria–. Sé que está enfadado, pero tiene buen corazón…

–No voy a apostar por su «buen corazón» –lo interrumpió ella amargamente–. Después de cómo me trató, no puedo hacerlo.

–Yo podría llamarle…

–¡No! –gritó Letty–. Si vuelves a hacer algo a mis espaldas no volveré a hablarte durante el resto de mi vida. ¿Lo entiendes? Nunca.

–Muy bien, de acuerdo, pero es el padre de tu hijo. Deberías casarte con él y ser feliz.

Eso la dejó sin habla durante un minuto.

–Espero que tengas las maletas hechas cuando vuelva –dijo por fin, mientras salía del apartamento.

 

 

Después de cobrar el mísero cheque del restaurante y despedirse de su amiga Belle, Letty compró dos billetes de autocar con destino a Rochester.

Cuando volvió a casa, con la ropa y el pelo empapados por la lluvia, su padre había desaparecido y las maletas estaban sin hacer. Todas sus pertenencias seguían en su sitio, exactamente como las había dejado. Tendría que hacerlo todo ella, pensó, exasperada.

Tres mil de los ocho mil millones de dólares que la firma de inversiones de su padre había perdido habían sido recuperados desde entonces, pero las autoridades no les habían dejado nada de valor. Sus posesiones habían sido requisadas mucho tiempo atrás por el Juzgado.

«Lo superaré», se dijo a sí misma. Aún podían ser felices. Criaría a su hijo con amor, en una casita con un jardín lleno de flores. Su niño tendría una infancia tan feliz como lo había sido la suya.

No crecería en un apartamento de acero y cristal sin su madre, sin cariño…

Letty empezó a rebuscar entre la pila de cosas. Había pensado limpiar el apartamento por la noche, esperando que el casero le devolviera el depósito.

Cuando oyó un golpecito en la puerta se incorporó, aliviada. Su padre había vuelto para ayudarla y debía de haber olvidado su llave otra vez.

Pero cuando abrió la puerta dejó escapar una exclamación.

Darius estaba al otro lado, con una camisa negra y unos tejanos bien cortados que destacaban su poderoso cuerpo. Solo era mediodía, pero ya tenía sombra de barba.

Por un momento, incluso odiándolo y temiéndolo, esa potente belleza masculina la dejó mareada.

–Letty –la saludó él con frialdad.

Armándose de valor, Letty intentó darle con la puerta en las narices, pero él la bloqueó con su poderoso hombro y entró en el apartamento.

Capítulo 4

 

 

SEIS meses antes, Darius había querido vengarse.

Y lo había conseguido. Le había quitado la virginidad a Letitia Spencer sin piedad y luego la había echado de su casa en medio de la noche. La había seducido e insultado, le había tirado el dinero a la cara, haciendo que se sintiera como una fulana.

Había sido fabuloso.

Pero, en lugar de apagar la llama, esa noche solo había servido para convertir su deseo por Letty en un incendio.

La había deseado cada noche durante esos seis meses y había esperado que Letty se pusiera en contacto con él. Cuando olvidase la ofensa lo llamaría, estaba seguro… si no por su cuerpo, evidentemente por su dinero.

Pero no había sido así. Y, cuando recordaba su expresión acongojada la noche que Letty le dijo que lo amaba, la noche que le había quitado la virginidad para después echarla a la calle, a veces se preguntaba si había obrado mal.

Las pruebas hablaban por sí mismas, pero su incesante deseo por ella lo hacía sentirse incómodo, inquieto. Había pensado seguir en la empresa durante un año para guiar a su equipo durante la transición después de la venta, pero había discutido con el presidente de la multinacional. No soportaba trabajar para otra persona y había firmado una cláusula de no competencia, de modo que no podía abrir un negocio en el mismo sector.

Privado del trabajo que había sido su vida durante una década, no sabía cómo llenar las horas. Había intentado gastar su fortuna comprando un coche de carreras, luego diez coches, más tarde una pista de carreras. Había comprado cuatro aviones, todos con el interior de diseño. Nada. Luego había probado deportes extremos: paracaidismo, telesquí. Nada.

Se había rodeado de mujeres hermosas, pero no deseaba a ninguna de ellas.

Estaba aburrido. No, peor, estaba frustrado y furioso. Porque con tanto tiempo libre y tanto dinero no podía tener lo que quería.

«Letty».

Y al verla en persona, tan bella, tan embarazada, se odiaba a sí mismo por haberse vengado como lo hizo. Por mucho que ella se lo mereciese.

Estaba embarazada. De su hijo.

Incluso con los tejanos y la camiseta ancha seguía siendo más sensual, más hermosa que cualquier modelo con un ajustado vestido de cóctel. Sus curvas eran espléndidas, su piel brillaba, sus pechos eran opulentos. Haciendo un esfuerzo, Darius miró su abdomen.

–De modo que es cierto –dijo en voz baja–. Estás embarazada.

Ella irguió los hombros, echándose la coleta hacia atrás en un inútil gesto de valentía.

–¿Y bien?

–¿El niño es mío?

–¿Tuyo? ¿Por qué crees que el bebé es tuyo? Tal vez me acosté con otros hombres esa noche. Tal vez me he acostado con cien hombres…

La idea de que se hubiera acostado con otro hombre lo ponía enfermo.

–Estás mintiendo.

–¿Cómo lo sabes?

–Me lo ha dicho tu padre.

Letty dejó caer los hombros.

–¿Mi padre?

–Pretendía que le pagase por la información, pero cuando me negué me lo contó todo. Gratis.

–Tal vez estaba mintiendo –insistió Letty. Pero parecía haber perdido el coraje. Tenía ojeras y parecía a punto de desmayarse.

Darius miró a su alrededor arrugando la nariz. El salón era diminuto, la cocina tenía una ventana con rejas que daba a un estrecho patio sin luz… aquel sitio parecía una prisión.

«Es más de lo que se merecen», se dijo a sí mismo. Y era mejor que la casa de Heraklios donde él vivió de niño. Al menos tenían electricidad y agua corriente. Al menos en aquel sitio había un padre.

Sus padres lo habían abandonado dos días después de nacer. Su madre, Calla, una mimada heredera, había abandonado al hijo al que no quería y su padre lo había encontrado llorando en un moisés en la puerta de su casa.

Eugenios Kyrillos fue despedido del trabajo y no pudo encontrar otro en la isla. Ningún otro padre griego quería arriesgar la virtud de sus hijas con un chófer que no sabía mantener las distancias. Desesperado, se fue a Estados Unidos, dejando al niño con su abuela en una vieja casa sin luz ni agua corriente.

La primera vez que habló con su padre en persona fue en el entierro de su abuela, cuando tenía once años. Luego Eugenios se lo había llevado a Estados Unidos, lejos de todo lo que conocía.

Fairholme le había parecido un lugar exótico donde todo el mundo hablaba un idioma que no entendía. Y su padre le parecía igualmente extraño, distante; el chófer de un magnate estadounidense, Howard Spencer.

Desde entonces, Darius había tirado la casucha de su abuela en Heraklios para construir una villa palaciega. Tenía un ático en Manhattan, un chalé en Suiza y una pista privada de carreras a las afueras de Londres. Su fortuna personal era más grande de lo que hubiera soñado nunca.

Y los Spencer estaban viviendo en un diminuto, desastrado y horrible apartamento.

Pero en lugar de sentirse orgulloso, Darius se sentía extrañamente inquieto.

–¿Quién duerme en el sofá?

–Yo –respondió Letty.

–¿Tú pagas el alquiler, pero tu padre usa el dormitorio?

–No puede dormir bien. Solo quiero que esté lo más cómodo posible.

Darius la miró, incrédulo.

–Estando embarazada.

–¿Por qué te importa? –preguntó ella amargamente–. Solo has venido para quitarme a mi hijo.