E-Pack Bianca diciembre 2018 - Lucy Monroe - E-Book

E-Pack Bianca diciembre 2018 E-Book

Lucy Monroe

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Beschreibung

Un amor sin palabras Lucy Monroe Su jefe necesitaba una esposa… La mujer temporal del jeque Rachael Thomas Simplemente la había contratado para que fuera su esposa… hasta que ella le hizo desear algo más. Esposos para siempre Andie Brock Un trato los llevó hasta el altar… ¡Pero el deseo los condujo al dormitorio! Rehén de sus besos Abby Green Estaba en deuda con el millonario… y él estaba dispuesto a cobrar.

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Seitenzahl: 756

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Lucy Monroe

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un amor sin palabras, n.º 2666 - diciembre 2018

Título original: Kostas’s Convenient Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-014-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portada

Créditos

Un amor sin palabras

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Esposos para siempre

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Si te ha gustado este libro…

Rehén de sus besos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

La mujer temporal del jeque

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

 

KAYLA Jones salió de la sala de informática y corrió hacia el despacho de Andreas. Llegaba tarde para una reunión prioritaria con el presidente de KJ Software. Aunque fuera su socio. Técnicamente.

Últimamente, Andreas se portaba de una forma muy rara, malhumorado, más exigente de lo habitual.

Bradley, su competente ayudante, la detuvo con un gesto y, con un complicado lenguaje de signos, por fin le indicó que su cárdigan de color coral estaba del revés.

A toda prisa, con una sonrisa de agradecimiento, Kayla le dio la vuelta y entró en el despacho del jefazo.

–Siento llegar tarde, estaba supervisando las pruebas del programa Delfín –se disculpó. Le gustaba ponerles nombres de especies marinas a los proyectos y Andreas le permitía ese capricho.

Kayla se detuvo abruptamente al ver que no estaba solo. A su lado, frente a la mesa de juntas, había una mujer rubia de pelo liso sujeto en un estirado moño y elegante traje blanco que la miró de arriba abajo.

–¿Esta es tu socia? –le preguntó a Andreas, con tono de incredulidad.

–Sí –respondió él, frunciendo el ceño–. Te dije que esta reunión era prioritaria, Kayla.

–Técnicamente, mi smartphone me lo dijo. No lo hiciste tú personalmente.

¿Quién era aquella mujer y qué clase de reunión estaban manteniendo?

–Bueno, pero ya estás aquí y me imagino que podemos empezar –intervino la rubia.

Su tono era autoritario, pero su expresión cuando miró a Andreas era de deferencia.

–¿Empezar qué? –preguntó Kayla mientras se dejaba caer sobre una de las sillas, a la izquierda de Andreas, frente a la desconocida.

–Estamos aquí para discutir cómo afectará la búsqueda de una esposa para Andreas a KJ Software.

Todos los sentidos de Kayla se pusieron alerta. Escuchaba el sonido de las respiraciones en el silencioso despacho, respiraba el perfume floral de la rubia, que parecía estar fuera de lugar allí, veía las huellas de sus dedos en la mesa de cristal. Querría limpiar esas huellas y borrar la prueba de su presencia, aunque la tenía delante.

Aquello no podía ser y Andreas no la ayudaba nada. Seguía ahí sentado, inmóvil, mirándola con un brillo de desaprobación en los ojos verdes.

–¿Búsqueda de esposa? –repitió, incrédula.

Andreas por fin se dignó a asentir con la cabeza.

–Ha llegado el momento.

–¿Ah, sí?

Kayla no había notado que estuviese más abierto a una relación sentimental. Y debería haberlo notado porque llevaba seis años buscando ese cambio. De hecho, últimamente trabajaban más horas de lo habitual para lanzar Delfín a tiempo y sin el menor problema.

–He superado el patrimonio neto de mi padre, así que una esposa y una familia son lo siguiente en mi lista –dijo Andreas tranquilamente.

Como si esa decisión no fuese algo monumental, la que ella había esperado desde que rompieron para convertirse en socios.

Miró entonces a la mujer. ¿Quién era? ¿Y por qué conocía los planes de Andreas cuando ella, una amiga, no sabía nada?

Entonces se le ocurrió una idea aterradora. ¿Sería una casamentera? Sería propio de Andreas contratar a alguien para que le buscase una esposa. Aunque no la necesitase para nada.

Mientras ella había sido prácticamente casta durante los últimos años, Andreas había ido saltando de cama en cama y cada una de sus novias había sido un riesgo para sus esperanzas de futuro.

–Para eso estoy aquí –dijo la rubia, claramente encantada de tener un cliente como Andreas.

–¿Es usted una… intermediaria? –le preguntó Kayla.

–Soy la propietaria del grupo Patterson.

Parecía el nombre de un bufete de abogados, no una empresa dedicada a buscar la felicidad conyugal.

–Está especializada en millonarios –intervino Andreas, como si eso fuera importante.

–Tú eres multimillonario.

Al menos, sobre el papel. KJ Software había sido un éxito, como Andreas había augurado. La empresa, de la que él poseía un noventa y cinco por ciento, estaba valorada en más de mil millones de dólares. No estaba mal después de seis años de sangre, sudor, lágrimas y noches en vela.

La rubia asintió con expresión satisfecha, mostrando cuánto apreciaba esa distinción. Kayla sabía que ser multimillonario y no un simple millonario también era importante para Andreas. Mucho. Después de todo, por eso había tomado la decisión de sentar la cabeza. Por fin, valía más que su padre, pero aún tenía algo que demostrar.

–No seas tan literal –dijo él–. La cuestión es que la señorita Patterson…

–Genevieve, por favor –la sonrisa de la rubia era pura fachada, nada de sustancia.

–Genevieve está especializada en emparejar a hombres ricos con la esposa ideal.

Kayla estaba horrorizada y no se molestó en disimular.

–No creo que funcione así.

–Mi historial habla por sí mismo –dijo Genevieve, con tono de superioridad.

–Si no fuera así, no le habría pagado un anticipo de veinticinco mil dólares –terció Andreas.

Kayla dejó escapar un gemido.

–Por ese dinero podrías comprar una supermodelo.

O podría casarse con la mujer que lo había amado durante los últimos ocho años y que llevaba seis esperando en vano. Y gratis.

–Su jefe no está buscando una esposa trofeo. Quiere encontrar a alguien con quien compartir su vida –dijo la casamentera. Claro que esa retórica sería más convincente si hubiera protestado con la misma vehemencia cuando Andreas se refirió a encontrar una esposa como el siguiente asunto en su lista de cosas que hacer.

Además, si de verdad estuviera buscando a su alma gemela no buscaría más allá de la mujer a la que había llamado su amiga durante casi una década, ¿no?

No habían roto porque no se llevasen bien. Habían terminado su relación sexual porque Andreas tenía opiniones muy estrictas sobre las relaciones personales y profesionales. Nunca habían tenido una relación romántica, sino una relación de amigos con derecho a roce.

Kayla había pensado que eso estaba cambiando, que su relación estaba transformándose en algo más importante.

Se había equivocado.

Andreas había querido transformar su relación, pero no para convertirla en algo más profundo. Quería una diseñadora de software como piedra angular para su nueva empresa de seguridad digital y había dejado bien claro que valoraba su capacidad profesional por encima de su disposición a compartir cama.

Creía haber superado ese rechazo, pero seguía teniendo el poder de dejar su corazón reducido a cenizas.

Tenía que irse de allí.

Haciendo un esfuerzo por disimular la emoción tras la fachada de indiferencia que había perfeccionado durante toda su infancia, mientras iba de una casa de acogida a otra, le preguntó:

–¿Y qué hago yo aquí? ¿Para qué me necesitas?

–Eres mi socia –dijo Andreas, como si eso lo explicase todo.

–Un cinco por ciento no me convierte en una socia con voz y voto.

Era una vieja discusión sobre la que Andreas nunca había cedido, pero la expresión de la rubia decía que estaba de acuerdo.

Andreas frunció el ceño. No le gustaba que lo corrigiesen, pero Kayla nunca había dejado que eso la detuviera. Al menos cuando se trataba del negocio.

–Tú eres mi socia y este cambio afectará al negocio. Y, por lo tanto, a ti –dijo Andreas, en un tono que no admitía réplica.

–¿Por qué?

Evidentemente, ella no estaba incluida en el paquete de posibles candidatas y eso le dolía, pero confiaba en que él no se diera cuenta. Entonces, ¿por qué estaba tan convencido de que tendría algún impacto en su vida?

Andreas la miraba con el ceño fruncido, como diciendo que se le había pasado algo por alto. Como a él se le había pasado por alto que estaba enamorada de él desde el primer día, aunque no iba a decírselo.

–El matrimonio provoca muchos cambios en la vida de una persona y, como Andreas es el corazón y la sangre de esta compañía, es evidente que su matrimonio tendrá un impacto importante en la empresa y en empleados como usted.

Andreas torció el gesto. Tal vez porque se refería a ella como «empleada» en lugar de socia. En cualquier caso, no corrigió a Genevieve.

–Entonces, ¿vamos a salir a bolsa? –preguntó Kayla.

Andreas había pensado en ello durante el último año. Hacer eso lo convertiría en un multimillonario de verdad, no solo en patrimonio neto. Y a ella tampoco le iría nada mal. Podría fundar toda una cadena de albergues para niños abandonados en lugar de conformarse con el refugio local que había fundado años atrás.

–No –Andreas frunció el ceño–. Yo no respondo ante nadie.

Eso tampoco la sorprendía. Andreas no querría dar explicaciones a un grupo de accionistas o a un consejo de administración. Su padre, el armador griego Barnabas Georgas, había dictado las órdenes hasta que cumplió los dieciocho años y de ningún modo toleraría que nadie opinase de nuevo sobre lo que podía o no podía hacer.

–Tal vez podrías vender la empresa, como hablamos en nuestra primera reunión. Eso te liberaría para poder buscar a tu pareja –sugirió Genevieve–. Tener liquidez no dañaría tus posibilidades con las mujeres. Estoy segura de que podríamos conseguirte una aristócrata europea.

Una aristócrata europea. Pero ¿no decía que no quería una esposa trofeo?

Kayla no podía respirar.

–¿Quieres que Andreas venda la empresa?

«¿Para comprar una princesa?».

–Es una solución.

–¿Una solución para qué?

Kayla no entendía el problema. Andreas tenía suficiente dinero para hacer lo que quisiera sin arrebatarle todo lo que llevaba seis años construyendo.

–No puede seguir trabajando dieciséis horas al día –dijo Genevieve–. Es parte del acuerdo que ha firmado conmigo.

–¿Has firmado un acuerdo que limita tus horas de trabajo? –le preguntó Kayla, atónita.

–Sí.

–Eso no significa que tengas que vender la empresa.

Andreas no cedería sobre ese aspecto en particular, ¿no? Podía no amarla y tal vez nunca le había importado más que como diseñadora de software, pero le importaba la empresa. No era solo ella quien encontraba seguridad económica y un propósito en KJ Software. La idea de que pudiese venderla era absurda, pero el brillo calculador de los ojos verdes hizo que Kayla se clavase las uñas en las sudorosas palmas de las manos.

Durante el último año había mencionado alguna vez la idea de vender KJ Software, pero Kayla no se lo había tomado en serio. Andreas era la savia de la compañía, sí, pero ella era el corazón de KJ Software y no podría seguir siéndolo si su propio corazón dejaba de latir. ¿No se daba cuenta de eso?

–¿Te encuentras bien? –le preguntó Andreas, mirándola con preocupación. Kayla no sabía qué responder. Su mundo había explotado–. Hemos hecho lo que nos propusimos hacer –agregó él con tono satisfecho, como si sus palabras no estuvieran lacerando su corazón–. Sebastian Hawk me ha ofrecido una fusión con su empresa de seguridad.

–¿Una fusión o una adquisición? –le preguntó ella.

Andreas hizo una mueca al percatarse de que la noticia no era tan bienvenida como había esperado.

–Una adquisición sería lo más probable.

–¿Por qué? –le preguntó Kayla. Sebastian Hawk, propietario de una de las empresas de seguridad más importantes del mundo, era uno de sus mejores clientes desde el principio–. Él ya tiene nuestra licencia de software para su propia compañía y, de modo accesorio, para sus clientes.

–Quiere ser el propietario –dijo Andreas.

–Es un controlador compulsivo, como tú.

Él se encogió de hombros.

–Tiene tres hijos y un legado que dejarles.

–¿Y tus hijos? –le preguntó Kayla.

Presumiblemente, Andreas estaba dispuesto a casarse y tener hijos. ¿No quería dejarles un legado?

–Estoy pensando en dedicarme a inversiones de capital riesgo.

–Has estado viendo ese programa otra vez, ¿no? –le preguntó Kayla, refiriéndose a su programa favorito de televisión sobre inversores de capital riesgo que invertían en empresas emergentes. Solían verlo cuando estaban juntos y Andreas se enorgullecía de adivinar qué inversores iban a conseguir múltiples ofertas y cuáles se hundirían sin conseguir ninguna.

–Por fascinante que sea todo eso, tenemos que dar por terminada la reunión –anunció Genevieve mientras miraba su reloj de diseño–. Tengo una reunión con otro cliente.

¿De verdad? ¿Cuántos millonarios necesitaban los servicios de una casamentera?

–¿Cuántos clientes tienes? –le preguntó Kayla.

–Eso es información privilegiada –respondió ella con tono altivo.

–El anticipo que te ha pagado Andreas le da derecho a saberlo.

Genevieve se volvió hacia él.

–Tenía la impresión de que habías hecho una transferencia de tu cuenta personal.

–Por supuesto que sí –respondió él.

La celestina se volvió hacia Kayla.

–Entonces, esto no es asunto tuyo –le dijo, con tono condescendiente.

Ese tonito podría haberla irritado, pero Kayla tenía preocupaciones más importantes.

–Tienes razón, no es asunto mío –asintió, levantándose–. De hecho, sigo sin entender qué demonios hago aquí. Si vas a vender la empresa, mi minúsculo cinco por ciento no va a detenerte. Y, si quieres pagarle a esta mujer una fortuna para que te busque citas cuando yo sé que no tienes el menor problema para encontrar compañía femenina, tampoco es asunto mío –agregó, decidida–. No me hace ninguna gracia que me apartes del trabajo cuando podrías habérmelo dicho con un mensaje de texto: Voy a contratar a una casamentera.

–¿Esperabas que te dijera que iba a vender la empresa a través de un mensaje de texto? –le espetó Andreas, sorprendido.

–No esperaba que vendieses la empresa en absoluto y menos que me lo dijeras en una reunión con una tercera persona –respondió ella, mirándolo a los ojos–. Pero ahora me doy cuenta de que he estado equivocada sobre muchas cosas.

Aquella reunión era sobre su decisión de casarse. Lo de vender la compañía había salido solo como parte de la conversación, pero, al parecer, había estado en su agenda desde el principio.

Kayla se dio media vuelta y salió del despacho, con el corazón encogido. Se había sentido así un par de veces en su vida.

El día que entendió que su madre no iba a volver. Se había negado a hablar durante dos años después de que la abandonase.

El día que su madre de acogida murió, obligándola a ir de casa en casa desde entonces.

El día que entendió que a Andreas le interesaban más sus habilidades como diseñadora de software que tener un sitio en su cama, o incluso una amistad.

El ayudante personal de Andreas se levantó cuando Kayla salió del despacho.

–¿Estás bien?

Ella negó con la cabeza.

–¿Qué ocurre?

–Andreas va a casarse.

Kayla no mencionó la posibilidad de que vendiese la empresa. Después de todo, no era por eso por lo que había convocado la reunión.

–¿Con ella? –Bradley abrió los ojos como platos.

–No, con ella no. Es una intermediaria.

El joven puso una mano en su brazo.

–Lo siento.

No dijo nada más, pero no hacía falta. Aparte de Andreas, Bradley la conocía mejor que nadie. Tal vez mejor que Andreas porque desde el primer año se había dado cuenta de que estaba enamorada del distraído griego.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

 

UN PAR de horas después, Kayla estaba perdida diseñando el código de un programa que habían desechado el año anterior como inviable cuando notó una mano en el hombro. Y supo inmediatamente a quién pertenecía.

–Estoy ocupada, Andreas.

–No estás con un programa de desarrollo ahora mismo.

–Soy la directora de Desarrollo e Investigación. Eso significa que yo elijo los programas en los que trabajo.

–¿Y en qué estás trabajando?

–En un programa con el que Sebastian Hawk ganará otros cien millones de dólares, si puedo hacer que funcione.

–Aún no hemos vendido la empresa.

Ella se volvió para mirarlo.

–No juegues conmigo, Andreas. Sé que quieres vender.

–Sí, quiero vender –asintió él, con gesto atribulado.

–¿Y cuándo pensabas decírmelo?

Kayla estaba a punto de ponerse a gritar, de preguntarle cómo era capaz de arrebatarle su trabajo y su seguridad de un solo golpe, pero no lo hizo. Para empezar, porque Andreas no lo entendería. Que estuvieran manteniendo esa conversación lo dejaba bien claro.

–Después de nuestra reunión con la señorita Patterson.

–¿Por qué me has hecho entrar en tu despacho?

–Porque ella quería hacerte algunas preguntas.

–¿Por qué?

Andreas hizo una mueca.

–Eres mi mejor amiga.

–¿Y va a entrevistar a todas tus amigas?

–No, a todas no.

–¿No sueles separar la vida personal de los negocios?

–Tú y yo trabajamos juntos, pero hemos seguido siendo amigos.

Hasta aquel día.

¿Sabría Andreas lo arrogante que sonaba o lo dolorosas que eran sus palabras? No, claro que no.

–Tan buenos amigos que no te has molestado en decirme que tenías intención de casarte y que habías contratado a una carísima celestina para que te ayudase a hacerlo. No me hablaste de ese plan y tampoco del plan de vender la empresa. Sí, somos muy amigos –le espetó, sarcástica.

–Te hablé de Genevieve –Andreas frunció el ceño, ignorando la venta de KJ Software–. Hoy.

Kayla sentía que iba a explotarle la cabeza.

–Los amigos hablan de esas cosas antes de hacerlas.

–¿Cómo lo sabes?

–Porque lo sé –respondió Kayla–. Sé cómo ser una buena amiga.

–¿Estás diciendo que yo no lo soy?

–Empiezo a pensar que no.

–Voy a hacer como que no he oído eso. Sé que estás disgustada por la venta de la empresa.

Qué magnánimo por su parte.

Kayla se pasó una mano por la sien, pero eso no sirvió para quitarle el dolor de cabeza.

–Bradley me lo hubiera dicho.

–Le pago bien, pero no lo suficiente como para contratar los servicios de Genevieve Patterson. No habría salido el tema –se burló Andreas.

–Él no la necesita –afirmó ella. Cuando Bradley decidiese sentar la cabeza lo haría a la antigua usanza: encontraría a alguien y se enamoraría.

–¿Eso es relevante?

Kayla apretó el lápiz táctil que usaba para tomar notas.

–¿Para ti? Probablemente no.

–Bradley no es mi amigo, es mi empleado –dijo Andreas.

–Lo sabrá enseguida, en cuanto se encuentre en el paro.

–Pienso llevarme a Bradley conmigo.

–Estupendo. Me alegro por él.

Andreas esbozó una sonrisa de ganador, la que esbozaba cuando estaba seguro de que todo iba a salir como él quería.

–Con el dinero de la venta de KJ Software podrás invertir en la nueva empresa.

–No –dijo Kayla.

–Somos un buen equipo.

–No.

Por primera vez, Andreas pareció desconcertado.

–Aún no has escuchado mi propuesta.

–No hay nada que escuchar. No estoy interesada en cambiar de carrera. Me encanta lo que hago y quiero seguir haciéndolo.

–¿Abrirías una empresa para competir con Hawk? ¿Necesito recordarte que la gestión comercial no es lo tuyo?

Ay, si fuese una mujer violenta… Andreas tendría la marca de sus cinco dedos en la cara solo para borrar esa sonrisita de satisfacción.

–Si quisiera abrir mi propia empresa de desarrollo de software buscaría otro socio, pero no veo ninguna razón para dejar esta. Sebastian Hawk respeta mi talento y sabe que, sin mí, el departamento de desarrollo de software estaría cojo.

Especialmente si se llevaba a su equipo con ella.

–Veo que tienes una gran opinión sobre ti misma.

–Tú solías tenerla también.

–Sigo teniéndola.

Ella no replicó nada. De hecho, estaba cansada de hablar, de modo que se puso los auriculares y empezó a insertar una nueva serie de códigos.

–Kayla…

–Vete, Andreas.

–Genevieve quiere hablar contigo.

–No sé para qué. Si quiere algo, puede enviarme un email. Vete.

Si lo repetía, acabaría marchándose. Todo el mundo lo hacía, incluso él.

Se quedó mucho más tiempo del que había esperado, pero unos minutos después por fin desapareció y Kayla dejó caer los hombros. En la pantalla del ordenador, diseñadas para ser visibles solo para la persona que estaba trabajando, había varias líneas de códigos. Todas decían lo mismo: Necesito que te vayas.

Por mucho que lo intentase, no podía concentrarse en el trabajo. Necesitaba saber qué iba a depararle el futuro cuando Andreas Kostas vendiese la empresa. Suspirando, levantó el teléfono para reservar un vuelo a Nueva York, donde la empresa Seguridad Hawk tenía su sede central.

 

 

Andreas masculló una palabrota mientras leía el efusivo, pero inflexible, correo de Genevieve, diciéndole que debía rellenar el cuestionario de personalidad e intereses antes de su próximo encuentro.

Si Kayla no estuviera enfadada con él podría haberle pedido ayuda. Ella entendía ese tipo de cosas mucho mejor que él.

La reunión con Genevieve no podría haber ido peor y sabía que cuando se ponía obstinada no tenía sentido intentar comunicarse con ella. Kayla era incluso más testaruda que él cuando el asunto le importaba de verdad. Estaba enfadada porque había decidido vender la empresa y por haberlo sabido aquel día, delante de una desconocida.

Contarle a Genevieve sus planes de vender antes de hablarlo con Kayla había sido un error, ahora se daba cuenta. Kayla era su socia y le debía más respeto y consideración.

Además, como amiga, debería haberle contado que pensaba casarse. Pero Kayla debería haberse imaginado que ese era el siguiente paso. Ella era la única persona con la que compartía sus planes. Y los había compartido. Mucho tiempo atrás, cuando su amistad incluía sexo y no era una sociedad.

Pero no le gustaba que estuviese enfadada con él. Kayla Jones era la única persona cuya opinión le importaba de verdad.

Sí, iba a necesitar unos éclairs de disculpa para el desayuno. ¿O por qué no solucionarlo esa misma noche, invitándola a cenar en el restaurante vietnamita que tanto le gustaba?

Kayla no estaba en la sala de informática y no respondía al teléfono, pero él no estaba de humor para ser ignorado.

Iría a su apartamento, decidió. No era un viaje muy largo, solo unos cuantos pisos por debajo de su ático. Después de mucho discutir, había logrado convencerla para que se mudase a su edificio, lejos del peligroso barrio en el que vivía antes.

Cuarenta y cinco minutos después, le envió un mensaje de texto:

¿Dónde demonios estás?

Cuando no respondió en cinco minutos, le envió otro mensaje.

Puedo seguir así toda la noche, hasta que te quedes sin batería de tantas alertas.

Tampoco hubo respuesta, pero Andreas no amenazaba en vano, de modo que procedió a enviarle mensajes cada cinco minutos. Empezaba a preocuparse de verdad cuando su teléfono sonó cuarenta y cinco minutos y ocho mensajes después.

–¡Para ya! –le gritó Kayla, exasperada.

–¿Dónde estás?

–No tengo por qué darte explicaciones.

–Ya lo sé, pero tenemos que hablar.

–Tal vez deberías haberlo pensado antes, ¿no crees?

–Podríamos haber hablado esta tarde si no hubieras salido en tromba de mi despacho con un berrinche.

–Yo no salgo de ningún sitio en tromba y nunca tengo berrinches de ningún tipo.

Su tono era frío, sin emoción, como cuando estaba protegiéndose a sí misma. Y Andreas no quería pensar que necesitaba protegerse de él.

–Sé razonable, Kayla. Estás haciendo una montaña de un grano de arena.

–¿Un grano de arena? ¡Vas a arrebatarme mi casa porque esa alcahueta dice que tienes que hacerlo!

–No voy a quitarte tu apartamento…

–¡No te hagas el tonto! No me refiero a mi apartamento y tú lo sabes.

El grito de Kayla lo sorprendió porque ella no solía perder los nervios. Solo la había oído gritar cuando se acostaban juntos… y no siempre porque, por muy buen amante que fuera, Kayla era comedida en sus demostraciones de gozo.

Pero recordar eso no era productivo, como había aprendido después de hacerla su socia. No podía distraerse de sus objetivos y en aquel momento su objetivo era entender qué le pasaba a su mejor amiga.

–¿Kayla?

–Mañana no iré a trabajar. Voy a tomarme el día libre.

–¿Por qué?

–Tengo cosas que hacer.

–¿Qué cosas?

–¿Qué dijo tu alcahueta? Ah, sí, ya. No es asunto tuyo, Andreas.

–Déjalo ya. No sé qué te pasa…

Un pitido indicó que Kayla había cortado la comunicación. Maldita fuera. Ella debería saber que no vendería la empresa sin tener un plan para los dos.

No había esperado que estuviese interesada en una empresa de capital riesgo, pero era una diseñadora de software brillante y no solo en lo relativo a la seguridad. Kayla sería una extraordinaria consejera para cualquier compañía en la que estuviese interesado en invertir y cuando se hubiera calmado se daría cuenta. Hasta entonces, seguramente debería enviarle unos éclairs de su bistró favorito por la mañana. Los compraría de camino a la oficina, decidió. O tal vez debería reorganizar su agenda para pasar un par de horas con ella.

Pero pasar tiempo con ella fuera de la oficina era una tentación contra la que tenía que luchar. La incontrolable pasión que habían compartido una vez tenía que ser contenida porque esa clase de atracción no llevaba a nada bueno. Había sido la perdición de su madre después de una ilícita aventura con su padre, un hombre casado.

Contener esa atracción debería haber sido más fácil a medida que pasaba el tiempo, pero no era así. Andreas se encontraba mirando a Kayla de un modo muy personal, muy sexual, en los momentos más inconvenientes.

Pero no podía permitir que esa debilidad dañase su amistad. Se había esforzado mucho para que el sitio de Kayla en su vida fuese más permanente que el de una simple compañera de cama.

 

 

Kayla encendió el móvil mientras salía del aeropuerto en Nueva York. Un largo pitido le indicó que tenía varios mensajes, como había esperado.

Estuvo a punto de estrellarse con una mujer que empujaba un cochecito de bebé a la velocidad del rayo y un hombre en chándal chocó con ella, empujándola contra la pared, pero Kayla no protestó, más ofuscada por la idea de tener que hablar con un desconocido que por el dolor del hombro.

Odiaba viajar sola y echaba de menos la presencia de Andreas, que siempre parecía abrirles paso. El traidor.

Cuando estaba a punto de subir a un taxi sonó el móvil. Era una llamada de Seguridad Hawk. Le había enviado un email a Sebastian la noche anterior, pero aún no había recibido respuesta.

–¿Dígame?

–¿Señorita Jones? –escuchó una voz femenina.

–Sí, soy Kayla Jones.

–Llamo de parte de Sebastian Hawk.

A Kayla se le encogió el estómago de esperanza e inquietud.

–¿Sí?

Sebastian estaba de viaje, pero tenía mucho interés en verla y estaba dispuesto a comer con ella dos días después. La secretaria le dio el nombre del restaurante y Kayla no hizo ningún esfuerzo por disimular su entusiasmo. Lo agradecía y se lo hizo saber. Al fin y al cabo, su hogar estaba en juego.

Después de cortar la comunicación miró a su alrededor, preguntándose qué iba a hacer en Nueva York durante dos días. Por el momento, decidió comprobar los mensajes. Andreas, por supuesto, la había llamado varias veces y Bradley le había dejado varios mensajes desesperados, rogándole que le salvase el cuello llamando a su jefe. Después de escucharlo no sabía si reír o llorar. Aunque ella ya no lloraba nunca. Llorar nunca cambiaba nada y le producía dolor de cabeza.

Suspirando, Kayla llamó al número privado de Andreas.

–¿Dónde demonios estás? –le espetó él con voz atronadora.

–Te dije que iba a tomarme el día libre.

–No estabas en casa esta mañana.

–¿Y qué? A lo mejor he dormido con alguien –respondió ella. No sabía por qué había dicho eso, pero no lo lamentaba. Hubo un silencio al otro lado y Kayla incluso comprobó el teléfono para ver si la llamada se había interrumpido–. ¿Andreas?

–Tú no te acuestas con desconocidos. Ni siquiera hablas con desconocidos.

–El sexo ocasional no exige largas conversaciones.

–¿Y tú cómo lo sabes?

–Hablas como un amante celoso.

Y, aunque habían sido amantes años antes, Andreas nunca había sido celoso. Desde el principio habían acordado que no verían a otras personas, pero no porque la suya fuese una relación romántica, sino por una cuestión de salud.

–Hablo como un amigo preocupado.

–Soy una adulta.

–¿Y qué diantres haces en Nueva York?

–¿Cómo sabes dónde estoy?

–He usado el localizador de tu teléfono.

–No te he dado la contraseña para que puedas seguirme como si fuera una niña pequeña.

–Soy un amigo y un socio preocupado.

–Bueno, pues ahora ya sabes dónde estoy.

–Pero no por qué. ¿Vas a ver a Hawk?

–Sí.

–Pero está fuera del país.

–He quedado con él pasado mañana. Voy a tomarme el resto de la semana libre.

–¿Qué? ¡No puedes hacer eso!

–Claro que puedo.

–Nunca lo habías hecho.

–Hay una primera vez para todo.

–¿Qué vas a hacer si Hawk está fuera de la ciudad?

–Lo que quiera, igual que tú.

–Yo no me tomo días libres sin avisar.

–Vas a vender la empresa, eso es mucho peor. Vas a abandonar a tus empleados.

–No voy a abandonar a nadie. Parte del acuerdo de adquisición con Hawk es una garantía de trabajo para todos los empleados de KJ Software.

–Qué bien.

–No tenías que ir a verlo a Nueva York para confirmar eso –dijo Andreas, aparentemente dolido.

–No voy a ver a Hawk para que los demás empleados no pierdan su empleo.

–Entonces, ¿para qué vas a verlo?

–Tengo que hacer planes para mi futuro.

–¡Yo ya tengo planes para tu futuro!

–Qué interesante que no me hayas contado nada.

–Sí lo he hecho. Quiero que seamos socios en otra empresa.

–No.

–No lo dices en serio.

–Desde luego que sí –afirmó Kayla. Y lo decía completamente en serio–. Tú has hecho planes para tu futuro y tu celestina tiene razón, no es asunto mío, pero mi futuro sí lo es.

–Genevieve estaba equivocada.

–Tal vez deberías haberlo dicho delante de ella y entonces te hubiera creído.

–Yo no miento.

–Solo me ocultas cosas. Cosas importantes.

–Te he dicho que pensaba hablar contigo.

–Si mi opinión o mis sentimientos te importasen habrías hablado conmigo antes de hacerlo con Sebastian Hawk.

Y antes de contratar a Genevieve.

–¿Por eso vas a ver a Sebastian, para devolvérmela?

–No soy tan mezquina. Se trata de mi supervivencia.

Andreas no lo entendería, claro. Por duro que hubiera sido perder a su madre, por mucho que despreciase al hipócrita de su padre, él siempre había tenido una casa, una seguridad. No había sido una niña de tres años abandonada en un bar de carretera. Él no sabía lo que era que el mundo se hundiese bajo tus pies, no una vez, sino dos veces antes de cumplir los dieciocho años.

Si lo supiera, no estaría dispuesto a vender lo único que le había dado una sensación de seguridad desde la muerte de su madre de acogida.

–Yo no te dejaría sin recursos. ¿No te lo he demostrado?

–No, más bien me has demostrado lo contrario –replicó ella, con un nudo en la garganta. Pero no iba a llorar.

–No, Kayla… no se trata de eso.

–Tengo que irme, Andreas.

–¿Para hacer qué?

–A ver si te enteras, poderoso Andreas Kostas: mi vida ya no es asunto tuyo.

–¿Por qué? ¿Qué está pasando?

–Estoy rompiendo una relación que es tóxica para mí.

–Yo no soy tóxico, soy tu amigo.

Kayla no quería escuchar ni una palabra más porque sabía que perdería la paciencia.

–Adiós, Andreas.

Cortó la comunicación antes de que él pudiese replicar. No había nada más que decir. Llevaba seis años esperando que Andreas Kostas se diera cuenta de que estaban hechos el uno para el otro, pero eso había terminado. Ni siquiera eran amigos. Si lo fueran, le habría contado que estaba planeando comprar una esposa.

–¡Bradley! –gritó Andreas, al escuchar el funesto pitido. Kayla había vuelto a dejarlo con la palabra en la boca.

Su ayudante entró corriendo en el despacho.

–¿Sí?

–Consígueme un billete para Nueva York ahora mismo. Alquila un avión privado, lo que haga falta.

–Ahora mismo –asintió Bradley.

–Y sigue intentando localizar a Kayla. Descubre en qué hotel se aloja y resérvame una habitación a su lado. Me da igual que ya esté reservada, que echen al cliente.

Andreas oyó la voz de su padre saliendo de su boca y, por primera vez en su vida, el parecido con Barnabas Georgas no lo molestó.

Si tenía que portarse como un canalla arrogante para solucionar la situación, sería un canalla arrogante.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

 

 

KAYLA entró en el hotel de Times Square y dejó su carné de identidad sobre el mostrador de recepción. Había reservado una habitación sencilla, sin florituras. Al contrario que a Andreas, a ella no le importaban los lujos. Solo quería una habitación en la que relajarse y alejarse de todo. Incluso pensaba apagar el móvil y echarse una siesta. Había una primera vez para todo.

La empleada de recepción tecleó su nombre en el ordenador y esbozó una sonrisa.

–Su habitación ya está disponible, señorita Jones.

–Genial.

La joven hizo una seña con la mano y enseguida apareció un botones para tomar su maleta.

–No hace falta, puedo llevarla yo.

–Deje que yo la lleve, es mi trabajo.

Kayla se encogió de hombros. Su atuendo, una falda de color coral y una camiseta gris bajo una chaqueta de color naranja, no era precisamente ostentoso y sus cómodas sandalias ni siquiera eran de marca, pero no pensaba discutir. Solo esperaba llevar suficiente dinero en efectivo en la mochila para darle una propina.

Cuando el botones la llevó a la última planta del hotel tuvo la impresión de que no la llevaba a la habitación que había reservado. Y, cuando entraron en la lujosa suite de dos habitaciones, con un enorme ramo de rosas sobre la mesa del salón, maldijo a Andreas para sus adentros.

El muy canalla había hecho que Bradley cambiase la reserva, por supuesto. El magnate griego era un maníaco del control y, sin duda, iba de camino a Nueva York para alojarse en la preciosa suite, con ella. Y le parecería absolutamente normal porque él no había estado enamorado de ella durante seis interminables años.

No debería sorprenderla porque era típico de Andreas, pero estaba sorprendida. ¿Qué creía que estaba haciendo?

Él tenía que encontrar una esposa y tenía una casamentera a la que hacer feliz. ¡Y tenía que dejar de meterse en sus asuntos!

Eso era lo más importante. Estaba allí para solucionar el resto de su vida sin Andreas Kostas. ¿Es que no se daba cuenta? Tal vez sí, pensó entonces, sintiendo un escalofrío. Tal vez Andreas no estaba tan dispuesto como ella a despedirse de su amistad.

Bueno, pues era su problema. Había tenido ocho años, incluyendo dos años de un sexo asombroso, para darse cuenta de que podían ser algo más que amigos. ¿Y qué había hecho el muy idiota? ¡Contratar a una casamentera!

Había decidido vender su hogar, el único sitio en el que se sentía segura. Bueno, pues no pensaba aguantarlo. Su relación había terminado. Ya no eran amigos.

Cuando el botones le preguntó en qué habitación debía dejar la maleta, Kayla señaló la puerta de la izquierda. Le daba igual. Aquella habitación, por ostentosa que fuese, no era más santuario que su apartamento de Pórtland. Su único santuario era su despacho en KJ Software y no pensaba perderlo.

Kayla sacó el móvil del bolso y lo tiró sobre la mesa. A la porra quedarse allí esperando a Andreas. Iba a dar una vuelta.

La primera parada sería el distrito de la moda. Ir de compras aliviaba la frustración y, por suerte, desde que empezó a trabajar en KJ Software su cuenta bancaria nunca había estado en números rojos.

Unos minutos después estaba en una pequeña boutique, probándose un vestido precioso. Era de su color favorito, el perfecto tono anaranjado, entre el naranja intenso y el coral. La tela, una seda arrugada, hacía que sus pechos pareciesen una talla más grandes.

Estaba intentando decidirse cuando oyó una voz masculina:

–Muy bonito.

Kayla se dio media vuelta y vio a un joven rubio cuyo rostro le resultaba vagamente familiar.

–Gracias, pero es muy ajustado. Creo que le falta un chaleco largo.

–¿Para esconder ese cuerpazo? No, no lo creo –dijo él, con aparente sinceridad.

Kayla puso los ojos en blanco.

–¿Estás intentando ligar conmigo?

El joven soltó una carcajada.

–He notado que nadie te prestaba la atención que te mereces.

–Me gusta ir sola de compras.

–¿Podrías decirle eso a mi hermana? Insiste en que eso no es posible.

Una chica cuyo rostro también le resultaba familiar salió de uno de los probadores.

–A ti también te gusta ir de compras.

–¿En tiendas de ropa femenina? –replicó él.

–Bueno, es verdad, no. En fin, Chantal está a punto de llegar, así que ya puedes irte. Por cierto, ese vestido te queda genial. Tienes que comprártelo.

Kayla volvió a mirarse al espejo.

–Sí, creo que sí.

El chico de los ojos azules asintió con la cabeza.

–Póntelo esta noche, cuando salgamos.

–¡Estás intentando ligar conmigo!

–Por supuesto.

Kayla soltó una carcajada. Era demasiado guapo como para decirle que no.

–Tienes que salir con él –la animó su hermana–. Todo el mundo quiere ser visto con Jacob.

–¿Por qué, es famoso?

Él se llevó una mano al corazón, dando un paso atrás como si le hubiera disparado.

–¿Es que no me reconoces?

–Me suena tu cara.

–Ah, esto es genial. La única mujer de Nueva York que no te conoce –dijo su hermana, sacando el móvil del bolso–. Ya verás cuando mis seguidores se enteren de esto.

Kayla frunció el ceño.

–Estoy empezando a pensar que me he perdido algo.

–Soy el protagonista de… –Jacob nombró una producción de Broadway–. Y la mocosa que está tuiteando es mi hermana melliza, una famosa modelo.

La joven, que era guapísima, le mostró la pantalla del móvil.

–Es verdad. ¿Lo ves? Tengo un millón de seguidores en Twitter.

–Yo soy diseñadora de software. Vivo en Pórtland y no salgo mucho –murmuró Kayla.

Jacob y su hermana soltaron una carcajada.

–Entonces, ¿dejarás que te enseñe la ciudad? –sugirió él.

Kayla no quería volver al hotel porque sabía que Andreas llegaría en cualquier momento.

–Tal vez, pero lamento decirte que aún no he terminado de comprar.

–Yo soy un buen compañero de compras –dijo Jacob, con una sonrisa encantadora–. Pregúntale a mi hermana.

–Es verdad –admitió la joven, que seguía mirando su smartphone.

Y así fue como Kayla se encontró pasando varias horas en la agradable compañía de una estrella de Broadway.

–¿Quieres que vayamos a tu hotel para que te cambies de ropa? –le preguntó él, solícito.

Kayla no quería encontrarse con Andreas, de modo que negó con la cabeza.

–Podríamos ir a tu casa, así nos cambiaríamos al mismo tiempo –sugirió.

–Me gusta tu forma de pensar –dijo Jacob, pasándole un brazo por los hombros.

–No te hagas ilusiones –le advirtió ella.

–Ni soñando.

Jacob vivía en un edificio antiguo, cerca del distrito de los teatros, y salió del dormitorio con una camiseta blanca y unos tejanos de diseño que marcaban estupendamente todo lo que tenían que marcar.

Kayla, por su parte, se había puesto el nuevo vestido y se había maquillado ligeramente antes de sujetar sus rizos en un moño suelto.

–Estás guapísima.

–Gracias.

Jacob puso las manos sobre sus hombros, con una intención innegable en sus ojos azules, pero un tremendo golpe en la puerta hizo que diera un salto hacia atrás.

–¡Abre la maldita puerta! –gritó Andreas desde el otro lado–. Sé que estás ahí, Kayla. Tarkent, abre ahora mismo.

¿El apellido de Jacob era Tarkent? ¿Y cómo lo sabía Andreas?

–¿Sabes quién es? –le preguntó Jacob.

–Mi jefe.

–¿Tu jefe? ¿No es tu novio?

–No, mi jefe.

–Pues parece muy enfadado.

–¡Kayla!

–¿Abro o llamo a la policía? –quiso saber Jacob.

–Yo no llamaría a la policía.

Nunca había visto a Andreas tan encolerizado y no sabía de qué sería capaz.

–¿Le tienes miedo?

–¿Miedo? –repitió Kayla, mientras se acercaba a la puerta con gesto decidido–. El día que yo tenga miedo a Andreas será el día que deje de llamarme Kayla Jones. Yo no le tengo miedo a este hombre ni a ningún otro, Jacob Tarkent.

Abrió la puerta y se plantó delante, con los brazos cruzados, fulminándolo con la mirada.

–Ah, ahí estás –dijo Andreas.

–Aquí estoy, pero la pregunta es qué demonios haces tú aquí. No recuerdo haberte invitado a esta cita.

–No puedes salir con él. ¡No lo conoces de nada!

Tenía un aspecto desaliñado, algo poco habitual en él. Se había aflojado el nudo de la corbata, iba sin afeitar y tenía el pelo enmarañado, como si se hubiera pasado los dedos por él en un gesto impaciente.

–Conozco a su hermana. He pasado el día con él y estoy sana y salva.

Andreas consiguió entrar en el apartamento.

–Vas a volver al hotel conmigo. Tenemos que hablar.

–Voy a salir con Jacob y luego, si quiero, pasaré la noche con él. Si vuelvo al hotel, a la hora que sea, podrás explicarme cómo me has encontrado.

–Seguramente te habrá encontrado por los tuits de mi hermana –intervino Jacob.

–¿Has hecho eso? –preguntó Kayla, más furiosa que nunca.

El rubor que cubrió los pómulos de Andreas era una admisión de culpabilidad.

–No pienso dejarte aquí –respondió, sin defenderse de la acusación.

Jacob se colocó al lado de Kayla y le pasó un brazo por los hombros.

–Nadie te ha invitado a venir.

Kayla querría sentir algo por el atractivo Jacob, una chispa de deseo, pero no era así. Ni siquiera se sentía cómoda del todo. Si no estuviese tan enfadada, y queriendo dejar claro que ella hacía lo que le daba la gana, se habría apartado.

Andreas apretó los dientes.

–Kayla, tenemos que hablar –insistió, con el tono y la expresión que usaba cuando intentaba ser razonable, pero estaba a punto de perder los nervios–. Lo he cancelado todo para venir a Nueva York.

–Yo he hecho lo mismo, pero en mis días de vacaciones. ¿Sabes lo que significa eso?

–No –respondió él, con los dientes apretados.

–Pues eso significa, señor empresario con traje de Armani, que Kayla no está obligada a pasar sus horas libres contigo –intervino Jacob.

–Kayla no es solo una empleada, es mi socia.

Ella soltó un bufido.

–¿Puedo evitar que vendas la empresa? –le espetó.

Andreas se puso serio.

–Es habitual que uno de los socios tenga una participación mayoritaria.

–Un noventa y cinco por ciento es más que una participación mayoritaria –replicó Kayla. Su cinco por ciento le daba cierta influencia, pero con Sebastian Hawk, no con Andreas.

–Levantamos la empresa juntos.

–Yo también creía eso. Hasta que decidiste venderla por tu cuenta.

Jacob la soltó para colocarse entre los dos.

–Por fascinante que sea esta conversación, yo solo tengo una noche libre a la semana y pienso pasarla enseñándole a Kayla la ciudad.

–Ni lo sueñes –dijo Andreas con tono helado.

–Tú no puedes decidir por ella –insistió el actor.

Por primera vez desde que entró en el apartamento, Andreas clavó en él una mirada glacial.

–Será mejor que no te metas en esto.

–¿Estás amenazándome? –le espetó Jacob, que a pesar de su menor envergadura no parecía asustado.

Andreas dio un paso adelante.

–Si me conocieras sabrías que puedo ser un enemigo muy desagradable.

Kayla puso una mano en el brazo de Jacob.

–Déjalo, habla en serio.

–No me asusta.

Kayla sonrió. Le gustaba Jacob y desearía sentir una pizca de deseo, de atracción sexual, algo por lo que mereciese la pena dar a Andreas con la puerta en las narices, pero no iba a poner en juego la carrera de Jacob solo por hacer eso.

–Lo sé, eres un tipo especial. Divertido y cariñoso con tu hermana.

–Gracias.

Andreas emitió un resoplido de disgusto, pero Kayla no le hizo caso.

–Me habría encantado salir contigo, más de lo que te puedas imaginar.

–Soy actor, tengo una gran imaginación –dijo Jacob, haciéndole un sugerente guiño.

–Seguro que sí, pero, si nos fuéramos juntos, Andreas nos seguiría y encontraría la forma de estropearnos la noche.

Y de arruinar la carrera de Jacob.

–Este tipo es un acosador –lo acusó el actor.

–Antes era mi mejor amigo.

–¿Hasta cuándo?

–Hasta ayer por la mañana, cuando me dijo que iba a vender la empresa sin contar conmigo.

Andreas volvió a resoplar, pero Kayla se negaba a mirarlo.

–Vaya, lo siento –dijo Jacob.

–Yo también. De verdad me apetecía salir contigo.

–Pero me parece que la noche no iba a terminar como yo esperaba.

No había acusación en su tono, solo cierta decepción. Kayla se encogió de hombros, pero no podía mentir.

–No, seguramente no.

–Desde luego que no –intervino Andreas, con un detestable tono posesivo–. A ella no le van los revolcones de una noche.

–Mira que eres idiota –le espetó Kayla.

–¿Por qué? Decirle a Jacob que eres la mujer más estupenda que ha tenido el honor de conocer no es nada malo.

El actor soltó una carcajada.

–Eres un poco obtuso, ¿no?

–Soy un empresario de éxito –replicó Andreas, tan ofendido que a Kayla le dieron ganas de reírse.

Jacob llevó a Kayla aparte y le dio un beso en los labios digno de una pantalla de cine.

–De verdad ha sido un placer conocerte, Kayla Jones. Si puedes escapar del loco de tu jefe, llámame.

–Lo haré.

Andreas fulminó a Jacob con la mirada mientras tomaba las bolsas de Kayla y consiguió colocarse entre Jacob y ella para que no pudiera volver a besarla.

–Te crees muy listo, ¿verdad? –le espetó Kayla mientras bajaban en el ascensor.

–Porque lo soy.

–¿Quieres vender la empresa? Pues muy bien, yo no puedo impedírtelo. ¿Quieres que la alcahueta te busque una esposa? Estoy segura de que eso no va a pasar mientras estés aquí. Así que ¿para qué has venido a Nueva York?

–Estoy aquí por ti –respondió él, como si fuera obvio.

–¿Pero por qué?

Andreas no respondió. Ni en el ascensor, ni cuando salieron a la calle, ni cuando subieron a un taxi. De hecho, permaneció obstinadamente callado hasta que llegaron al hotel, donde le entregó las bolsas al portero, junto con una generosa propina.

–¿Dónde vamos? –le preguntó ella.

–Ibas a cenar, ¿no?

–Podríamos llamar al servicio de habitaciones.

–Tú pensabas cenar fuera.

–Pero no contigo.

–Seguimos siendo amigos, Kayla.

–Yo no estoy tan segura.

–No digas eso.

–No finjas que te importa.

–¡Pues claro que me importa!

Kayla dio un respingo, sobresaltada. Andreas no solía perder los nervios con ella, nunca.

–Hace seis años dejaste claro cuánto te importaba, pero yo estaba demasiado desesperada como para ver la realidad.

–¿Qué? ¿Por qué hablas ahora de hace seis años? –Andreas clavó en ella sus ojos verdes–. Pensé que estabas enfadada por la reunión de ayer.

Kayla podía sentir las lágrimas asomando a sus ojos.

–Es parte de lo mismo, ¿no? Para ti, yo nunca he sido más que un medio para conseguir un fin. Lo que no entiendo es por qué estás aquí, por qué has ido a buscarme al apartamento de Jacob, por qué has tenido que fastidiar mi cita con él. No sabía que fueras tan mezquino.

–¿Mezquino? –rugió Andreas–. La única razón por la que ese playboy sigue teniendo un papel en Broadway es porque intentó proteger a una mujer que me importa mucho.

–No te importo. Nunca te he importado.

De eso, Kayla estaba absolutamente segura. Solo había sido una pieza del puzle que Andreas necesitaba para levantar su negocio. El cerebro tras el software que haría realidad su sueño de darle en las narices a Barnabas Georgas y demostrar que Andreas Kostas no necesitaba ni el dinero de su padre ni su apellido, nada de la familia que tanto daño le había hecho.

–¡Dé la vuelta! –le ordenó Andreas al taxista, vibrando de rabia.

–¿Cómo que dé la vuelta? –protestó el hombre–. Esta es una calle de una sola dirección, amigo.

–Pues llévenos de vuelta al hotel –dijo Andreas entonces.

Kayla se cruzó de brazos.

–Pensé que íbamos a cenar.

–No vamos a mantener esta conversación delante de un montón de desconocidos –replicó Andreas. Estaba enfadado y su silencio durante el viaje de vuelta al hotel bullía de resentimiento.

Kayla temía que, después de ese día, la única persona a la que podía considerar su familia no fuera más que un recuerdo. Pero si tenía razón, si su sitio en la vida de Andreas era el que ella creía, el que había sido durante seis años, había estado engañándose a sí misma durante todo ese tiempo.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

 

 

ANDREAS no había perdido los nervios de ese modo desde que su padre apareció un día exigiendo que fuese a Grecia con él, obligándolo a usar el apellido Georgas y fingiendo que le importaba que llevasen la misma sangre.

Él odiaba ser un Georgas, odiaba vivir en una mansión que parecía un mausoleo. Reconocido formalmente como heredero del imperio del armador, Andreas había sido entrenado para ser como su padre, pero él no quería saber nada del hombre que tan cruelmente había abandonado a la mujer que lo amó con todo su corazón.

Melia Kostas había sido una madre asombrosa, a pesar de su corazón roto y del rechazo de su familia, pero había fallecido cuando él tenía diez años, dejando la puerta abierta para Barnabas, el canalla. Esa fue la única vez en su vida que Andreas se había sentido impotente, a merced de otra persona.

Y en ese momento sentía lo mismo. No había tenido tanto miedo desde que su padre lo metió a empujones en un avión privado para llevarlo a Grecia contra su voluntad. Que Kayla se hubiera ido de Pórtland sin decirle nada lo había dejado paralizado. Eran un equipo. ¿Por qué no se daba cuenta?

El beso que le había dado el actor había hecho que lo viese todo rojo. Ella se merecía algo mejor. Kayla Jones se merecía lo mejor de lo mejor y cuando hubiese encontrado una esposa contrataría de nuevo a Genevieve y le pediría que buscase un príncipe azul para Kayla. Un hombre que la cuidase como ella se merecía, alguien que apreciase la rara joya que era, no un actor neoyorquino que solo quería añadir otra muesca al cabecero de su cama.

Andreas se movió en el asiento, inquieto, intentando contener el deseo de exigirle que le explicase qué había querido decir con eso de que seis años antes le había dejado claro cuánto le importaba. No iba a hacerlo en un restaurante lleno de desconocidos.

Cuando llegaron al hotel, esperó en la acera a que Kayla saliera del taxi. Ella se paró un momento, tirando del bajo del vestido. Un vestido muy sexi que abrazaba sus curvas y le recordaba que ninguna mujer podía compararse con ella desde el día que la vio en el patio de la universidad.

–¿Entramos? –sugirió, intentando apartar de sí tales pensamientos.

–¿Puedo elegir? –repicó Kayla, insolente.

–Lo dices como si yo fuera un tirano.

–¿Tengo que recordarte lo que acabas de hacer? –le espetó ella, con ese tono sarcástico que lo sacaba de quicio y, a la vez, le hacía desear cosas que no debería desear.

–Nada de eso habría pasado si hubieras estado esperándome en la suite.

–¿Y por qué tenía que esperarte? Quería ir de compras.

Andreas torció el gesto. No le sorprendía porque Kayla solía ir de compras cuando estaba estresada.

–¿Y entonces qué hacías con ese actor?

Ella pasó a su lado moviendo provocativamente las caderas.

–Jacob ligó conmigo en una tienda.

–Ya me lo imagino –murmuró Andreas, intentando no dejarse afectar por el vestido. Tenía seis años de experiencia controlando su deseo. No debería ser tan difícil.

–¿Y qué? Soy soltera, puedo hacer lo que me dé la gana.

–Estás en una ciudad desconocida. Podría haber sido un asesino.

–Pero no lo es.

–No, no lo es –admitió él. En cuanto supo con quién estaba había hecho una verificación de antecedentes.

–Así que sabías que estaba a salvo.

Andreas la tomó del brazo, deteniéndola en la puerta del hotel.

–Pero tú no.

–Claro que lo sabía.

–Ya, porque tú sabes juzgar a la gente.

–Es algo que aprendes en las casas de acogida –replicó ella. Y su peleona expresión lo retaba a contradecirla.

–No funciona siempre.

–Nada funciona al cien por cien –dijo Kayla, fulminándolo con la mirada. Esa actitud desafiante no debería excitarlo, pero así era–. ¿Vamos a seguir discutiendo en la puerta del hotel?

–Al menos admites que tenemos que hablar.

Ella puso los ojos en blanco, con su precioso rostro de color café con leche acalorado de rabia.

–Estoy furiosa contigo, Andreas.

También él estaba enfadado consigo mismo, pero no quería examinar por qué. Solo quería arreglarlo porque eran amigos. Ella era su única familia, aunque no se diera cuenta.

–Vamos dentro.

–Lo que tú digas, comandante.

–Estás pisando hielo muy fino.

–¿No me digas? Me tiemblan las piernas –replicó ella.

Subieron en el ascensor en silencio. Las rosas de color coral que había enviado llenaban el salón con su embriagadora fragancia, pero Kayla no se había molestado en leer la tarjeta. Y tampoco había abierto la caja de bombones, sus favoritos. Mientras ellos estaban fuera, y siguiendo sus órdenes, la conserjería del hotel había subido una botella de champán en un cubo de hielo y una cesta de frutas.

Kayla miró todo eso y luego lo miró a él.

–¿Qué es todo esto?

–Quería que te sintieras cómoda.

–¿Con rosas, champán y bombones? –le preguntó ella, incrédula.

–También hay fruta.

–¿No es demasiado romántico para una simple empleada?

–Eres mi amiga y mi socia, no una simple empleada. Y no estoy intentando ser romántico.

–Qué propio de ti.

Había metido la pata y estaba intentando compensarla, era cierto. Y, normalmente, ella aceptaba ese gesto como la ramita de olivo que era.

–¿Quieres una copa de champán?

Kayla miró la botella con gesto desdeñoso.

–Prefiero tomar un té.

Andreas había pensado usar el champán para que Kayla se relajase, pero quizá también él necesitaba tener la cabeza despejada.

–¿Quieres pedir tú la cena o lo hago yo?

–No sé si puedo comer.

Kayla nunca comía cuando estaba estresada. Por otro lado, las emociones nunca afectaban al apetito de Andreas. Emociones que no tenían ningún sitio en su vida.

Y ella estaría mejor si pudiese controlar las suyas, pero entonces no sería Kayla Jones.

Ella asintió mientras llamaba al servicio de habitaciones para pedir el té. Una vez hecho eso, se dirigió al dormitorio.

–Voy a ponerme algo más cómodo para hablar.

–Estás muy guapa.

–Ya, bueno, me había vestido para una cita. Esto no es una cita, así que voy a cambiarme.

Andreas no sabía por qué esas palabras lo ofendían o por qué sintió el deseo de protestar, pero no lo hizo. Si quería cambiarse, que lo hiciera.

Mejor, pensó, porque ese vestido le recordaba su antigua relación sexual. Habían sido amantes durante dos años. Nunca había tenido una compañera sexual más satisfactoria, pero se había dado cuenta de que era algo mucho más importante: una amiga a la que no quería perder por nada del mundo. Por eso, porque las amantes no duraban, había buscado la forma de mantenerla en su vida y la había convertido en su socia. Tendrían que dejar de acostarse juntos, pero el sacrificio merecía la pena. Cambiando la naturaleza de su relación, garantizaba que Kayla siguiera a su lado para siempre.

Y había funcionado. Eran grandes amigos desde entonces. O lo habían sido hasta que decidió vender la empresa. ¿No se daba cuenta de que tenía planes para los dos? ¿No confiaba en él en absoluto?

Poco después llegó un camarero con la bandeja del té y Andreas le indicó que la dejase sobre una mesa antes de firmar la factura.

Kayla salió entonces de la habitación y Andreas esperó a que se sirviera el té como le gustaba, con leche y una cucharadita de azúcar, antes de decir:

–Explícame lo que has querido decir sobre lo que pasó hace seis años.

Cuando Kayla lo miró, en sus preciosos ojos grises vio un brillo de dolor y determinación que lo asustó. Y a él ya nada lo asustaba. Era su propia persona, nadie podría quitarle eso.

Ella se abrazó las rodillas, su típico gesto protector. Incluso el chándal era lo que él consideraba una armadura. La mayoría de las mujeres se arreglaban cuando querían sentirse seguras, pero ella no. Ella se ponía un chándal y calcetines gruesos.

–Hace seis años encontraste la forma de utilizarme para levantar tu empresa –empezó a decir, con un brillo sombrío en sus ojos grises.

–Esa es una forma de verlo.

–¿Hay otra?

–Encontré una forma de mantenerte en mi vida más tiempo del que hubieras durado como amante. Me gustabas más que ninguna otra mujer y… tenía sentimientos de ternura hacia ti, algo que solo me había permitido con mi madre. No quería perderte.

–Pero como amante tenía una fecha de caducidad.

Era cierto que ninguna otra de sus amantes había durado en su vida tanto como ella.

–No sabía cuánto tiempo estaríamos juntos como amantes, pero sabía que como socios duraríamos más.

–Y así fue –dijo ella, pensativa. Pero como si sus pensamientos no la hicieran feliz.

–Yo creo que fue una decisión acertada. Empezamos a trabajar juntos y nos hicimos amigos. Muy amigos. Estábamos en la vida del otro para siempre.

–Ya no. Vas a vender la empresa, vas a dejarme –dijo Kayla. Y había un mundo de tristeza en esa frase.

–Quiero que vengas conmigo. Abriremos una empresa nueva…

–No voy a dejar KJ Software –lo interrumpió ella.

–Puedes hacer muchas cosas, resolver muchos puzles –insistió Andreas–. Eres brillante, tienes abiertas las puertas del mundo de la programación. No tienes que dedicarte solo a la seguridad cibernética.

–Me gustan los puzles que resuelvo ahora. Esa empresa es mi hogar, me siento segura allí.

«¿Su hogar?». Solo era una empresa, pensó Andreas. Pero su dolida expresión le dijo que veían KJ Software de un modo totalmente diferente. Él era el propietario del noventa y cinco por ciento, pero Kayla había invertido mucho más que él.

Algo frío se abrió en su interior. Nunca se le había ocurrido pensar que no podría convencerla para cambiar de proyecto.

–Tu hogar es tu apartamento.