E-Pack Bianca diciembre 2020 - Carol Marinelli - E-Book

E-Pack Bianca diciembre 2020 E-Book

Carol Marinelli

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Beschreibung

Seducida por el príncipe Carol Marinelli Tendría que escoger: la corona o ella... Secreto oculto Clare Connelly De pasar la noche en la cama del huésped vip…. ¡a estar embarazada del heredero al trono! La esposa fugada Annie West Su esposa se había fugado… pero decidió reclamarla para tener su noche de bodas. La proposición del italiano Cathy Williams Llevaba el anillo de compromiso solo para la galería, pero su relación comenzaba a parecerle peligrosamente real…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

E-pack Bianca, n.º 223 - diciembre 2020

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-243-3

 

Conversión ebook: Safekat, S.L.

Índice

Seducida por el príncipe

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Secreto oculto

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

La esposa fugada

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

La proposición del italiano

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

GRACIAS, pero confío en poder pasar las Navidades con mi familia –dijo Antonietta. Al darse cuenta de que podría estar pareciendo una ingrata, se apresuró a añadir una disculpa–. Es muy amable por tu parte que me invites, pero…

–Lo entiendo –la interrumpió su amiga Aurora, encogiéndose de hombros, antes de seguir ayudándola a deshacer la maleta–. No has venido a Silibri a pasar el Día de Navidad con los Messina.

–Con los Messina no; ¡ahora eres una Caruso! –le recordó Antonietta con una sonrisa.

En las lápidas del antiguo y bello cementerio del pueblo de Silibri, por donde siempre le había encantado pasear, había muchos apellidos, pero los más prominentes eran Caruso, Messina y Ricci. Sobre todo Ricci.

El apellido de su familia, Ricci, se extendía por la región suroeste de Sicilia y más allá, pero tenía su epicentro en Silibri. Su padre, que era el jefe del cuerpo de bomberos y un importante terrateniente, gozaba de buenos contactos y todo el mundo le tenía un gran respeto.

–¿Sabes en qué acabo de caer? –murmuró, deteniéndose un momento mientras colgaba la ropa en el armario–. En que si me hubiera casado con Silvestro ni siquiera habría cambiado mi apellido; seguiría siendo Antonietta Ricci.

Aurora hizo una mueca.

–Sí, y también serías tremendamente desgraciada.

–Cierto –murmuró Antonietta.

Silvestro y ella eran primos segundos y había estado a punto de casarse con él cinco años atrás, pero había huido el día de la boda, saliendo por la ventana de su dormitorio mientras su padre la esperaba en el piso de abajo para llevarla a la iglesia. Aquello había supuesto un escándalo tremendo y su familia se había sentido tan humillada que no habían querido volver a tener trato con ella.

No habían respondido a sus cartas, ni a sus e-mails y cada vez que los llamaba para intentar explicarse su madre le colgaba. Había pasado los últimos cuatro años viviendo y trabajando en Francia, y aunque se había esforzado por aprender el idioma y había hecho amigos, sentía que no acababa de encajar allí.

Había vuelto a Silibri para la boda de Aurora y Nico, pero su familia le había hecho el vacío. Luego había empezado a trabajar en el hotel de Nico en Roma como camarera, pero allí también se había sentido como una extraña y muchas veces le había confesado a Aurora que añoraba Silibri.

Le había comentado que quería una última oportunidad para arreglar las cosas, y Aurora le había ofrecido una solución: podía trabajar de camarera en El Monasterio, el nuevo hotel de lujo de Nico en Silibri. El edificio había sido un antiguo monasterio en ruinas que había sido reconstruido con esmero y reconvertido en hotel. Además, Aurora le había dicho que podría hacer prácticas a media jornada como masoterapeuta en el hotel. Había estudiado masoterapia en París, una terapia para sanar dolencias mediante masajes, y hacer prácticas en el hotel de Nico sería un empujón fantástico para poder establecerse en un futuro como masoterapeuta profesional con su propia consulta.

Era una oportunidad estupenda, pero con la animosidad que su familia abrigaba hacia ella estaba claro que volver a vivir en el pueblo sería un suplicio. Sin embargo, Aurora también le había dado una solución a eso: había una pequeña cabaña de piedra en los terrenos del hotel, cerca del acantilado, y le había dicho que si quería podía alojarse en ella.

–La conexión a Internet es horrible, y está demasiado cerca del helipuerto y el hangar –le había explicado–; por eso no podemos ofrecérsela a los huéspedes y está desocupada.

–Bueno, confío en que no tendré que alojarme en ella mucho tiempo –le había contestado ella–. Cuando mi familia sepa que he vuelto y que estoy trabajando aquí…

–Antonietta… –la había interrumpido Aurora, vacilante.

Estaba claro que su amiga, que siempre era muy directa, se había estado conteniendo hasta ese momento para no expresar en voz alta lo que era más que evidente.

–Tu familia lleva cinco años sin hablarte…

–Lo sé –murmuró Antonietta–, pero como he estado fuera todo este tiempo…

–Volviste para mi boda, y te ignoraron –apuntó Aurora.

–Creo que los pilló desprevenidos, porque no esperaban verme, pero cuando sepan que estoy aquí y que he venido para quedarme…

Aurora se sentó en la cama.

–Han pasado años –repitió–. Solo tenías veintiún años cuando pasó… ¡y vas para los veintiséis! ¿No crees que ya va siendo hora de que dejes de flagelarte?

–No me flagelo –protestó ella–. Estos cinco años han sido increíbles: he viajado, he aprendido un nuevo idioma… Solo me siento mal en las épocas en las que… Bueno, en las que se deberían pasar en familia, como en Navidad –reconoció–. Es cuando más los echo de menos. Y me cuesta creer que no piensan en mí y también me echan de menos. Sobre todo mi madre. Quiero darles una última oportunidad.

–Me parece bien, pero… ¿cuándo vas a divertirte un poco? –insistió Aurora–. Durante el tiempo que estuviste fuera nunca me hablabas de salidas con amigos, o de que hubieras tenido alguna cita…

–Tú no saliste con nadie antes de Nico –apuntó Antonietta, poniéndose un poco a la defensiva.

–Eso es porque llevo enamorada de él desde que era una cría –replicó su amiga–. Ningún otro estaba a su altura. Pero al menos en una ocasión sí que puse a prueba mis dotes de seducción…

Las dos se rieron al recordar el intento de Aurora de olvidarse de Nico flirteando con un bombero, pero al cabo de un rato la risa de Antonietta se disipó. Había una muy buena razón por la que ella no había salido con nadie, una razón que no le había contado ni siquiera a Aurora.

No había huido el día de su boda porque la repeliera casarse con Silvestro por ser primos segundos. Había sido por el temor a la noche de bodas. Los besos de Silvestro la habían repugnado, sus manos largas, su insistencia y su brusquedad la habían aterrado, y a él lo había enfurecido que se resistiera cada vez.

Semanas antes de la boda había sentido que ya no podía más. Había empezado a entrarle pánico ante la idea de tener que quedarse a solas con él. En un par de ocasiones había estado a punto de forzarla, y se había visto obligada a suplicarle con una mentira: que quería mantenerse virgen hasta la noche de bodas.

«¡Eres una frígida!», la había increpado él, enfadado. Y probablemente lo fuera, había concluido ella, porque el solo imaginarse teniendo relaciones con un hombre seguía sin excitarla en absoluto.

Después de aquello había intentado hablar a su madre de sus temores, pero el consejo que le había dado no la había reconfortado en lo más mínimo. Le había dicho que, una vez estuvieran casados, tenía que asumir que era su deber como esposa satisfacer los deseos de su marido «al menos una vez por semana para mantenerlo contento».

Su inquietud no había hecho sino acrecentarse a medida que se aproximaba el día de la boda. De hecho, incluso en ese momento, años después, no era capaz siquiera de imaginarse besando a un hombre sin que aquel pavor volviera a apoderarse de ella.

–El caso es que ya es hora de que vivas un poco –le insistió Aurora.

–Estoy de acuerdo –asintió Antonietta–, pero siento que tengo que darles a mis padres la oportunidad de perdonarme.

–¿Para qué? –le espetó Aurora–. Silvestro y tú sois primos; está claro que lo único que les importaba era que no se dispersaran las propiedades de la familia.

–Aun así… –la interrumpió Antonietta–. Avergoncé a mis padres delante de todos nuestros parientes. ¡Dejé plantado a Silvestro ante el altar! Yo no estaba allí, pero tú fuiste testigo de la que se lio…

Según parecía se había montado una bronca tremenda dentro de la iglesia. Pero para entonces ella ya estaba subida en el tren, alejándose de allí.

–Echo de menos a mi familia –añadió–. No son perfectos, lo sé, pero me duele que ya no formen parte de mi vida. Y, aunque no pudiéramos hacer las paces, siento que no puedo dejar las cosas así. Aunque solo sea para decirnos adiós, necesito que sea cara a cara.

–Bueno, si cambias de idea, la oferta sigue en pie –le dijo Aurora–: Nico y yo queremos que Gabriele celebre sus primeras Navidades aquí, en Silibri, y… –de repente se quedó callada y sacó de la maleta una tela doblada de color escarlata–. ¡Qué preciosidad! –exclamó–. ¿Dónde la has comprado?

–En París –respondió Antonietta con una sonrisa, y acarició la tela con cariño–. La compré al poco de llegar allí. Iba caminando por la plaza Saint-Pierre y pasé por delante de una tienda de telas. Entré solo por curiosear, pero cuando la vi me quedé prendada de ella y me dejé llevar por un impulso y compré varios metros.

–¿La has tenido todo este tiempo y no has hecho nada con ella? –exclamó Aurora con incredulidad, mientras Antonietta volvía a envolverla en su papel tisú y la guardaba en el último cajón de la cómoda–. ¡No puedes arrumbarla en un cajón!

–No sé, a lo mejor hago unas fundas de cojines.

–¿Cojines? –repitió Aurora espantada–. ¡Esa tela se merece que hagas un vestido con ella y que la luzcas!

–¿Y cuándo me lo iba a poner?

–Bueno, como último recurso siempre puedes dejar escrito en tu testamento que te lo pongan antes de meterte en el ataúd –respondió Aurora, con el típico humor negro siciliano–. En el funeral la gente pasará junto al féretro y dirán: «¡Fíjate lo guapa que está con ese vestido que nunca se puso en vida!». Anda, dame esa tela y deja que te haga algo con ella.

Aurora era una costurera increíble, y estaba segura de que haría un vestido precioso, pero Antonietta le entregó la tela con reticencia.

–Venga, deja que te tome las medidas –le dijo su amiga, sacando de su bolso una cinta métrica que siempre llevaba encima.

Así que, en vez de seguir deshaciendo su equipaje, Antonietta se encontró plantada en ropa interior en medio de la habitación, sujetándose la larga y oscura melena para que Aurora le tomase todas las medidas que necesitaría.

–¡Tienes tan buen tipo! –exclamó Aurora con envidia–. Uno solo de mis muslos es del tamaño de tu cintura.

–¡Qué exagerada eres!

Eran amigas íntimas de toda la vida, pero también completamente opuestas. Aurora era toda rizos y curvas y exhibía una desbordante confianza en sí misma, mientras que Antonietta era reservada y esbelta.

No hacía frío, pero sí un poco de fresco porque ya se aproximaba el invierno, y Antonietta se estremeció mientras Aurora se tomaba su tiempo para anotar las medidas en una libreta.

–Tu marido llegará en cualquier momento –le dijo Antonietta para meterle prisa.

Nico estaba en el hotel, comprobando cómo iba todo, mientras Aurora la ayudaba a instalarse, pero pronto llegaría el helicóptero que iba a llevarlos de vuelta a su residencia en Roma.

–¿No vais a pasar por casa de tus padres antes de iros? –le preguntó.

–Estoy evitándolos –le explicó Aurora–. ¿Puedes creerte que quieren que Nico le dé trabajo al haragán de mi hermano? –añadió, poniendo los ojos en blanco.

Antonietta se rio. Era verdad que el hermano de Aurora era un vago de tomo y lomo.

–¡Creen que, como ahora Nico es mi marido, tiene la obligación de darle un puesto! –exclamó Aurora indignada.

–Espero que no se sintiera obligado a contratarme a mí… –murmuró Antonietta.

–No seas boba –replicó su amiga–, tú te dejas la piel en el trabajo, y el hotel tiene muchísima suerte de contar contigo.

El ruido de unas hélices hizo a Aurora girarse hacia la ventana.

–Ya está ahí nuestro helicóptero… –murmuró. Le dio un par de besos en las mejillas y un abrazo–. Buena suerte con el trabajo; nos veremos en Nochebuena… o antes. Y lo digo en serio, Antonietta: si la situación con tu familia no se arregla, sigue en pie la oferta de que te unas a nosotros.

–Gracias –dijo Antonietta–, pero aún faltan un par de meses para la Navidad. Hay tiempo para que se solucionen las cosas.

Nico no fue a la cabaña, sino que se dirigió directamente al helicóptero, y Antonietta, desde la ventana, siguió con la mirada a su amiga hasta que se unió a él. Cuando el helicóptero se hubo elevado en el aire y se perdió en el horizonte, abrió la ventana para que el ruido de las olas que chocaban contra el acantilado rompiera el silencio que se había hecho de repente con la marcha de su amiga. Estaba de nuevo en casa, se dijo, aunque no lo sintiera así. De hecho, nunca había sentido que su sitio estuviera allí. Toda su vida se había sentido fuera de lugar.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Seis semanas después

 

Antonietta se despertó mucho antes de que saliera el sol, y se quedó un rato tumbada en la cama, escuchando el ruido de las olas. Faltaban dos semanas para Navidad, y desde su regreso a Silibri no había hecho ningún progreso con su familia. Si acaso, la situación había empeorado. Cuando bajaba al pueblo, algunas personas se quedaban mirándola de un modo muy grosero y murmuraban insultos a su paso. Y cuando había intentado ir a hablar con su familia, su padre le había cerrado la puerta en las narices.

Sin embargo, había vislumbrado una mirada angustiada en los ojos de su madre, como si hubiera algo que quisiera decirle. Solo por esa razón estaba dispuesta a insistir. Además, Silvestro se había casado y se había marchado del pueblo, así que había pocas probabilidades de que se tropezara con él.

En cuanto al trabajo, estaba contenta; había mucho compañerismo y el resto de la plantilla era muy agradable. Además, era estupendo poder hacer prácticas de masoterapia. Después de darse una ducha fue al armario a por su uniforme. Tenía uno blanco para cuando trabajaba en el antiguo oratorio, dando masajes, pero ese día tenía que limpiar las suites, así que tocaba ponerse el uniforme habitual.

Pero cuando fue a descolgarlo de la percha, sus dedos se detuvieron en la nueva adición a su armario: el vestido escarlata que Aurora había confeccionado para ella con la tela que había comprado en París. Era un vestido increíble, pero aún no se había decidido a probárselo porque era todo lo que ella no era: atrevido, sensual…

No tenía tiempo para distraerse pensando en esas cosas, se reprendió, tomando su uniforme para vestirse. La verdad era que no podía ser más bonito. Era de lino, de un tono naranja persa que iba muy bien con su piel aceitunada, y el corte realzaba su figura. Como no tenía costumbre de maquillarse, no le llevaba demasiado tiempo prepararse. Se recogió el cabello en una coleta, y después de ponerse la chaqueta salió de la cabaña y se encaminó hacia el hotel.

Cerca de la entrada vio a dos tipos fornidos, con traje negro y gafas de sol, que tenían pinta de guardaespaldas. Frente a la puerta estaba Pino, el conserje, que la saludó alegremente.

–Buongiorno, Antonietta.

–Buongiorno, Pino.

–Tenemos un huésped nuevo –le anunció él en un susurro cuando llegó a su lado.

Eso explicaría lo de esos dos tipos; el nuevo huésped debía ser alguien importante. A Pino le encantaba cotillear, y parecía decidido a contarle todo lo que sabía sobre él, porque añadió:

–Se supone que debemos dirigirnos a él como «signor Louis Dupont», pero en realidad no se llama…

–Pino… –lo interrumpió Antonietta–, si es así como quiere que lo llamemos, no necesito saber más.

Pino había perdido hacía poco a su mujer, Rosa, con la que había estado casado durante cuarenta años, y Antonietta sabía que el trabajo era lo único que lo ayudaba a mantenerse cuerdo, pero, irritándola como la irritaba ser la comidilla del pueblo, se negaba a chismorrear sobre otros.

–Tienes razón –concedió Pino. Se quedó callado un momento y le dijo–. Hablemos de cosas importantes: ¿cómo estás?

–No estoy mal –respondió ella. La conmovió que, pese a lo mal que debía estar pasándolo con el duelo, se interesase por ella–. ¿Y tú?

–Bueno, no puedo decir que esté deseando que lleguen las Navidades –admitió él–. Rosa siempre hacía que la Navidad fuera especial; era su época favorita del año.

–¿Y qué vas a hacer?, ¿vas a ir a visitar a tu hija?

–No, este año le toca pasar la Navidad con la familia de su marido, así que le he dicho a Francesca que cuente conmigo para trabajar esos días. He decidido que sería mejor que quedarme solo en casa. ¿Y tú?, ¿no ha habido ningún avance con tu familia?

–Ninguno –reconoció Antonietta–. He ido varias veces a casa, pero se niegan a hablar conmigo, y cuando bajo al pueblo me siento muy incómoda con cómo me mira la gente. Quizá debería empezar a aceptar que nadie me quiere aquí.

–Eso no es verdad –replicó Pino–. Las cosas mejorarán, ya lo verás.

–Tal vez… ¡si es que llego a vivir cien años!

Los dos sonrieron con tristeza. Sabían demasiado bien que en Silibri las rencillas familiares podían durar años y años. Antonietta se despidió de él y entró en el edificio. No había más decoración navideña en el hotel que el impresionante abeto adornado con cítricos que se alzaba en el vestíbulo. Nico había apuntado que muchos huéspedes iban allí precisamente para huir de la Navidad, pero Aurora había insistido en que al menos pusieran un árbol.

Antonietta entró en la sala de personal, colgó su bolso y su chaqueta y se acercó a donde María, la encargada del servicio de limpieza, estaba dando las instrucciones de la jornada, como cada mañana, a las camareras. Francesca, la gerente, también estaba allí, escuchando. Justo en ese momento María estaba hablando del nuevo huésped, que se alojaría en la suite August, la más cara del hotel.

–Aún no tengo su foto –les dijo.

Siempre se mostraba una fotografía de los huéspedes a toda la plantilla para que los reconociesen cuando se cruzasen con ellos y se dirigieran a ellos por su nombre.

–Tenéis que dar prioridad máxima al signor Dupont –intervino Francesca–. Y si surge algún problema, me lo comunicáis directamente a mí.

¡Ah, de modo que por eso Francesca estaba allí tan temprano!, pensó Antonietta. Francesca le caía bien, pero como era amiga de su madre había una cierta tensión entre ellas.

–Antonietta, tú te encargarás a partir de hoy de su suite –continuó María–. Cuando hayas acabado de limpiarla, puedes ayudar a Chi-Chi con las otras, pero el signor Dupont siempre tendrá prioridad.

A Antonietta le había sorprendido lo rápido que había subido de categoría. Ahora le asignaban los huéspedes más importantes. Las suites August, Starlight y Temple eran las más suntuosas, y en ellas se alojaban desde miembros de la realeza hasta estrellas del rock que iban allí a recobrarse de sus excesos.

Francesca la consideraba perfecta para hacerse cargo de esas suites por su discreción, aunque Antonietta no lo veía como una virtud: simplemente tenía ya bastantes problemas como para entrometerse en la vida de los demás.

Al final de la sesión informativa, Francesca llevó a Antonietta aparte para darle el busca de la suite August.

–El signor Dupont ha declinado los servicios de un mayordomo –le dijo–. Nos ha comunicado que quiere intimidad y que no debe ser molestado sin necesidad. Quizá puedas acordar con él cuál es el mejor momento para arreglar su suite. Además, puede que necesite ayuda para levantarse de la cama. Si te…

–No soy enfermera –la interrumpió Antonietta. Tenía muy claros los límites de su trabajo.

–Lo sé –respondió Francesca, con una sonrisa tirante–. El signor Dupont ya dispone de una enfermera, aunque parece que nuestro huésped es bastante irritable e insiste en que no la necesita. En cualquier caso, si requiriera de su ayuda, no tienes más que avisar a recepción para que la llamen. También tengo que advertirte de que el estado físico del signor Dupont es… en fin, puedes llevarte una fuerte impresión al verlo.

–Comprendo.

–Y… bueno, probablemente no debería revelarte su verdadera identidad, pero…

–Pues entonces no lo hagas –la cortó Antonietta–. Con que me digas lo que necesite saber es suficiente.

–Como quieras. Bien, aparte de eso hay poco más que decir. Dispone de su propio servicio de seguridad, así que tendrás que mostrarles tu identificación si te la piden. Ha reservado la suite hasta Nochebuena, aunque por lo que tengo entendido no es muy probable que nos dure hasta entonces.

–¿Es que se está muriendo? –inquirió Antonietta con el ceño fruncido.

–¡Pues claro que no! –exclamó Francesca riéndose–. Me refería a que lo más probable es que se aburra y se marche antes. En fin, sigamos: anoche dejó indicado que quiere que se le lleve café a las siete en punto.

–Pues entonces tendré que darme prisa.

Francesca siguió hablando mientras se dirigían a la cocina.

–Acabó de terminar la lista de turnos para las fiestas –le dijo–, y a ti te he apuntado para el día de Navidad. Empezarás temprano.

Antonietta se paró en seco. Estaba a punto de abrir la boca para protestar, pero vio en el rostro de Francesca una expresión casi compasiva, y comprendió que no estaba diciéndole únicamente que iba a trabajar el día de Navidad. Su madre debía haberle dejado claro que no pensaban invitarla a pasarlo con ellos.

Siguieron caminando y, cuando entraron en la cocina, Francesca añadió:

–Es mejor que ese día lo pases ocupada en vez de sola en la cabaña. Además, yo también voy a trabajar ese día. Y Pino, y Chi-Chi…

–Y yo –intervino Tony, el chef.

Todos los solitarios, concluyó Antonietta para sus adentros. Tony vivía por y para su trabajo. Ponía todo su esmero en los platos que cocinaba, y esa mañana no era una excepción. No solo había preparado café para el nuevo huésped; en el carrito también había dulces, panecillos, fruta y una bandeja con embutidos y queso.

–Tony, solo había pedido café –apuntó Antonietta–; le has preparado un festín.

–Es un huésped –replicó el chef encogiéndose de hombros.

–¡Y es un hombretón! –añadió Francesca, extendiendo los brazos a lo alto y a lo ancho–, ¡un gigante! Seguro que tendrá buen apetito.

Antonietta sabía que de nada serviría discutir, así que agarró el manillar del carrito y lo empujó hacia el pasillo. Era la costumbre en Silibri: ni en el hogar más pobre se le servía a alguien solo un café.

Tomó el ascensor y aprovechó esos momentos a solas para apoyarse en la pared con un suspiro mientras reflexionaba sobre lo que había querido darle a entender Francesca. Ya iba siendo hora de que aceptara que su familia no iba a perdonarla. Debería olvidarse del tema y pasar página.

Cuando el ascensor se detuvo y las puertas se abrieron, cruzó el antiguo claustro, pasando las suites Starlight y Temple en dirección a la suite August. Frente a la puerta había un guardaespaldas, como los que había visto fuera. Se limitó a comprobar la identificación que llevaba colgada y se apartó para dejarla pasar.

Antonietta llamó a la puerta y, al ver que no había respuesta, hizo lo que le habían enseñado que debía hacer: pasó la tarjeta por la cerradura electrónica y entró. Encendió la luz del vestíbulo y empujó el carrito por el pasillo en penumbra hasta la puerta cerrada del dormitorio principal. Llamó suavemente con los nudillos. De nuevo no hubo respuesta. Volvió a llamar antes de abrir despacio.

–¿Signor Dupont? –llamó.

Seguía sin responder. Quizá estuviera dormido. La luz estaba apagada y las cortinas cerradas, pero entrevió la silueta de un hombre tumbado boca abajo en la cama, cubierto con la sábana, al que se oía respirar de un modo profundo y pausado.

–Signor Dupont, le traigo su café –dijo Antonietta. El hombre gruñó y se movió. Parecía que no estaba dormido después de todo–. ¿Quiere que abra las cortinas?

–Sí –contestó él con voz ronca, mientras se giraba.

Antonietta fue hasta el ventanal. La suite August era su favorita. Ocupaba un ala entera de la parte más antigua del monasterio, lo que permitía que tuviera vistas panorámicas. La vista desde el salón era del océano, los ventanales del comedor se asomaban al valle, y desde allí, desde el dormitorio principal, se veían las ruinas del templo romano.

Descorrió las cortinas, y dio un respingo cuando se volvió y sus ojos se posaron en el «signor Dupont», que ahora estaba boca arriba. No era en absoluto como lo había imaginado. Por la descripción de Francesca había pensado que sería un hombre mayor, alto y obeso, con dificultades de movilidad. Y aunque sí parecía muy alto, ni tenía sobrepeso ni era mayor. Era joven –tendría unos treinta años– y bastante musculoso. Estaba desnudo de cintura para arriba, y no sabía si también lo estaría de cintura para abajo, porque por suerte la sábana aún cubría esa parte de su cuerpo.

En lo que sí había tenido razón Francesca era en que podía causarle una fuerte impresión al ver el estado en el que estaba. Enormes moratones cubrían sus brazos y su pecho. También tenía un ojo morado y el labio superior hinchado. Apartó la vista de inmediato, pero no pudo evitar preguntarse qué le habría pasado.

–Ha sido una mala decisión –masculló el señor Dupont, o cómo se llamase en realidad.

Antonietta dedujo que se refería al sol que entraba por las ventanas, porque estaba haciéndose visera con la mano mientras intentaba incorporarse.

–Si quiere puedo volver a cerrar las cortinas –se ofreció Antonietta.

–No, déjalas como están.

 

 

En un par de minutos sus ojos se harían a la cegadora luz del sol, se dijo Rafe. Más le molestaban los recuerdos que lo asaltaban continuamente, el saber lo seria que había sido su caída. No tenía miedo a la muerte, pero por un momento había vislumbrado el caos que podría haber dejado tras de sí si hubiera muerto. No podía borrar de su mente la expresión de espanto de sus guardaespaldas, ni la sensación de pánico a su alrededor.

–¿Quiere que le sirva el café, signor Dupont? –le preguntó la camarera.

Por un instante Rafe se preguntó a quién se refería, pero luego recordó que era el nombre falso que se suponía que iba a usar durante su estancia allí. Asintió y observó a la camarera mientras le servía el café, pero cuando quitó el paño de lino que cubría una cesta y le llegó un olor dulzón a bollería le entraron náuseas.

–Había pedido solo café.

–Ah, pero es que en Silibri a nadie se le sirve «solo café» –le respondió ella.

–Me da igual. Cuando pido café, quiero café y punto.

–Se lo diré al chef.

–Márchate y llévate el carrito –le ordenó él con un gesto imperioso.

–Como quiera.

No tendría que repetírselo, pensó Antonietta. Decir que era «irritable» era decir poco…

–¿Cuándo quiere que vuelva para arreglar la suite, signor Du…?

–¡Por amor de Dios! –la cortó él molesto–. No vuelvas a llamarme así. Me siento como un viejo. No me hables de usted, y llámame por mi nombre de pila –le dijo, mirándola a los ojos.

–Está bien –Antonietta sintió un cosquilleo en el estómago, no por su tono agrio, sino por el profundo azul de sus ojos–. Entonces… Louis, ¿cuándo quieres que…?

–¡Rafe! –explotó él, pero de inmediato suavizó su tono. No era culpa suya que tuviera que ocultar su identidad–. Mi nombre es Rafe. Y no, no quiero que me arreglen la habitación. Con que hagas la cama mientras me tomo el café bastará.

Hizo ademán de bajarse de la cama, pero debió marearse, porque se quedó sentado en el borde con la cabeza entre las manos. «Debería estar en el hospital», pensó Antonietta.

–¿Quieres que…?

–Puedo arreglármelas solo –le espetó él, irritado.

Habían hablado a la vez y Antonietta, que no había acabado la frase, lo intentó de nuevo.

–Lo que iba a decir era que si quieres que venga la enfermera para que te ayude. Así podré cambiar la ropa de la cama.

Por alguna razón aquello hizo que levantara la cabeza y la mirara. Por un instante a Antonietta le pareció que una sonrisa divertida asomaba a sus labios, pero de inmediato volvió a enfurruñarse.

–No necesito una enfermera, y tampoco necesito que me cambien la ropa de la cama. Por favor, déjalo todo como está y márchate.

Su tono seguía siendo brusco, pero Antonietta no se ofendió. Estaba claro que detestaba que lo viesen así, tan debilitado.

–¿Prefieres que vuelva más tarde?

–No. No quiero que me moleste nadie hoy. ¿Puedes comunicárselo a quien haga falta para que me dejen tranquilo?

–Claro; lo haré.

–¿Y podrías tapar el sol antes de irte?

Era una forma extraña de pedirle que volviera a correr las cortinas, pensó Antonietta, pero entonces comprendió que el italiano no debía ser su lengua materna. De hecho, casi diría que tenía un ligero acento… francés.

–Cerraré las cortinas y me iré –le dijo–. Pero si necesitas cualquier cosa, no dudes en llamarme al busca.

Rafe se giró para asentir, y cuando la miró y sus ojos se encontraron con los ojos negros de la joven se quedó algo desconcertado. Nunca había visto tanta tristeza en una mirada.

La camarera sacó el carrito al pasillo y cuando volvió para cerrar las cortinas él ya se había vuelto a meter en la cama. Antes de cerrar las cortinas se detuvo un momento para llenarle el vaso de agua que tenía en la mesilla.

–Gracias –murmuró Rafe cuando la habitación volvió a quedar en penumbra.

Y no lo decía solo porque hubiera hecho lo que le había pedido, sino porque no había intentado, como habrían hecho otras personas, empujarle a hablar, ni se había lanzado a ayudarlo sin que se lo pidiera.

–¿Cómo te llamas? –le preguntó.

–Antonietta.

Y eso fue todo. Antonietta salió de la suite y volvió a entrar en el ascensor con el carrito. Cuando llegó a la cocina, tomó la tableta que había en un atril a la entrada para anotar incidencias, peticiones especiales de los huéspedes y demás. Marcó la casilla que indicaba que el huésped había declinado que arreglase la suite, y añadió una nota para notificar que no quería ser molestado. Iba a poner también su petición al chef, pero se encontró con que el espacio para peticiones y sugerencias estaba deshabilitado y había una indicación: Todas las peticiones y consultas deberán ser comunicadas a Francesca.

–¿Todo bien, Antonietta?

Se volvió al oír la voz de Francesca, y vio que se acercaba con Tony.

–Sí, todo bien. Es solo que iba a poner una nota sobre el huésped de la suite August, pero el sistema no me lo permite.

–Así es; todas las peticiones del signor Dupont deben comunicárseme a mí primero –le respondió Francesca.

–¿Ni siquiera ha probado mis dulces? –exclamó Tony espantado, al ver que el carrito había vuelto tal y como se lo había llevado.

–Ya te lo dije –le recordó Antonietta–: solo quería café. De hecho, me lo ha dejado muy claro –añadió algo incómoda, porque sabía que las palabras de Rafe no le sentarían nada bien a Tony–. Iba a anotar que a partir de ahora no quiere que… bueno, que preferiría que no añadieras nada que no haya pedido –le explicó, tratando de ser lo más delicada posible.

Sin embargo, a Tony le cayó mal de todos modos, y se alejó resoplando y farfullando entre dientes.

El resto del día lo pasó trabajando con Chi-Chi limpiando otras suites. O más bien ella trabajó mientras Chi-Chi hacía como que trabajaba, realizando cada tarea con parsimonia para hacer lo menos posible. En ese momento, mientras Antonietta limpiaba el polvo, estaba sentada comiéndose las chocolatinas que se ponían sobre la almohada y que los huéspedes de aquella suite no se habían tomado.

–Esta mañana vi a tu padre –comentó–. Me dijo que no podía pararse a hablar porque estaba muy ocupado preparándolo todo para la hoguera de Nochebuena. ¿Vas a ir? –le preguntó con aire inocente.

–Por supuesto –dijo Antonietta–. Es una tradición; ¿por qué no habría de ir?

Chi-Chi se encogió de hombros y se metió otra chocolatina en la boca.

–Oye, ¿cómo es el tipo de la suite August? Me pregunto cuál será su verdadero nombre. Debe ser alguien importante; nunca había visto tantos guardaespaldas por aquí.

–Todos nuestros huéspedes son importantes –dijo Antonietta, saliendo por la tangente.

Sin embargo, le echó una mirada furtiva a su busca. No tenía ningún aviso de Rafe, y más tarde descubrió que no solo no había pedido nada de cenar, sino que había despedido con cajas destempladas a la enfermera por haberse atrevido a subir a la suite para ver cómo se encontraba sin que él la hubiera llamado. Estaba claro que lo había dicho en serio cuando había pedido que no lo molestaran.

Al acabar su turno, mientras regresaba a la cabaña, se encontró alzando la vista hacia la suite August y preguntándose cómo estaría Rafe y cómo habría pasado el día. Era extraño; nunca le había pasado eso con ningún otro huésped.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

LA LISTA de turnos de trabajo de las Navidades se convirtió en el principal tema de conversación al día siguiente. Antonietta había pasado toda la mañana en el oratorio, haciendo sus prácticas, pero cuando fue a la sala de personal para almorzar, ¿cómo no?, empezaron a hablar de ello.

–No es justo –protestó Chi-Chi resoplando–. Hasta Greta libra, y eso que solo lleva aquí tres meses.

–Pero tiene niños pequeños –apuntó Antonietta–. Por cierto, ¿cómo es que tú libras también, Vincenzo? –le preguntó al encargado de relaciones públicas.

–Porque mi familia es de Florencia, y si quiero pasar algo de tiempo con ellos necesito varios días libres. Solo entre la ida y la vuelta se me van dos días.

–Pero son las primeras Navidades que se celebran aquí, en El Monasterio –comentó Chi-Chi–. Siendo como eres el encargado de relaciones públicas, deberías quedarte y publicar unos cuantos tuits en la cuenta de Twitter del hotel… o lo que sea que hagas.

–Hago mucho más que eso –respondió Vincenzo, molesto. Miró a Antonietta–. ¿Qué tal en el oratorio?

–Todo muy tranquilo –contestó Antonietta con un suspiro, arrancándole la tapa a un yogur–. Para la semana que viene no queda ni un hueco, pero ayer no vino ni un huésped y hoy he estado sola casi todo el tiempo. Supongo que la gente estará reservando sus tratamientos para las Navidades.

En ese momento entró Francesca.

–Ah, estás aquí, Antonietta. ¿Te importaría encargarte de la suite del signor Dupont? Sé que se supone que hoy estabas haciendo prácticas en el oratorio, pero…

–No importa –respondió ella.

Pero cuando iba a incorporarse, Francesca hizo un gesto para que no se levantara.

–Acaba de almorzar –le dijo–. Ha pedido que le arreglen la suite a la una.

Cuando Francesca se hubo marchado, Chi-Chi le dijo a Antonietta:

–Me alegra que te lo haya pedido a ti y no a mí. He estado limpiando esa suite los últimos dos días y, puede que sea un tipo importante, pero es bastante grosero.

–¿Grosero? –repitió Antonietta frunciendo el ceño.

–Me dijo que me abstuviera de hablar mientras hacía mi trabajo.

–Bueno, a lo mejor le dolía la cabeza –dijo Antonietta. A ella, desde luego, su cháchara le daba dolor de cabeza.

Vincenzo miró su reloj, se levantó y se atusó el cabello pelirrojo antes de volver al trabajo.

–Con lo vanidoso que es, debería haberse dado cuenta de que está poniendo peso –comentó Chi-Chi en cuanto se hubo ido–. Ya ni le abrocha la chaqueta.

Antonietta sacudió la cabeza con hartazgo y se levantó.

–Bueno, será mejor que yo también vuelva al trabajo.

–Pero si te acabas de sentar…

Antonietta la ignoró.

–Luego nos vemos.

Pasó por el ropero para recoger unas sábanas limpias y tomó el ascensor. Al llegar a la suite se encontró con el guardaespaldas de la otra vez, que comprobó su identificación y le dijo:

–Estará de vuelta sobre las dos, así que intente haber terminado para esa hora.

Normalmente se sentía aliviada cuando los huéspedes estaban fuera. En ese momento, en cambio, sintió una punzada de decepción, aunque prefirió no ahondar en ello. Entró en la suite y se quedó plantada un momento en el salón, mirando el caos a su alrededor. Estaba preguntándose por dónde empezar cuando oyó a alguien subiendo las escaleras del balcón. Era Rafe.

–Buongiorno –le dijo, y se sonrojó al ver que solo llevaba puestos unos pantalones cortos de deporte.

–Buongiorno –respondió él, casi sin mirarla–. Voy a salir a correr; enseguida te dejo tranquila para que puedas hacer tu trabajo.

De pronto se dio cuenta de que era la camarera del primer día, la de los ojos tristes, Antonietta, si mal no recordaba.

–¿Has tenido unos días libres? –le preguntó.

–No, he estado trabajando.

–¿Y entonces por qué ayer y anteayer me mandaron a esa tal Chi-Chi? –inquirió él, frunciendo el ceño.

Ella se encogió de hombros.

–Puede que porque a mí me tocaba trabajar en el oratorio –le contestó mientras se dirigía al dormitorio.

Le ardían las mejillas. Solo esperaba que no se diese cuenta de lo colorada que estaba. Se puso a quitar la ropa de la cama, y cuando él entró en busca de sus zapatillas de deporte tuvo que obligarse a apartar la mirada, o más bien a no quedarse mirándolo embobada.

–El oratorio es donde se hacen masajes para los dolores, ¿no? –le preguntó Rafe. El conserje le había comentado algo al respecto–. ¿Eres masoterapeuta?

Después de lo brusco que se había mostrado el primer día, lo último que se esperaba Antonietta era que fuese a entablar de repente una conversación con ella.

–Bueno, tengo el título, pero estoy haciendo prácticas –respondió alzando la vista–. Tienes mejor aspecto –observó.

Nunca se le habría ocurrido hacerle un comentario tan personal a un huésped, pero las palabras le habían salido solas.

–Me encuentro mucho mejor –contestó él–, aunque todavía parezca que me hubieran atacado con botes de pintura.

Antonietta no pudo evitar sonreír, porque era verdad. Sus moratones eran un arcoíris de tonalidades que iban del azul, pasando por el marrón, hasta un rosa fucsia. Se extendían por el lado izquierdo de su torso, y también por el brazo.

Ahora parecía que llevase sombra de ojos violeta en el ojo izquierdo, pero le quedaba bien. De hecho, a pesar de los moratones, tenía un físico impresionante, y mientras lo miraba con disimulo, descubrió que quería seguir mirando esos brazos musculosos, el ancho tórax… Pero sobre todo quería preguntarle qué le había pasado, si esos moratones eran por una pelea, o si había sufrido un accidente. Sin embargo, no era asunto suyo y no debía hacer preguntas.

Rafe se sentó en una silla junto a la cama y se inclinó para atarse los cordones de las zapatillas. Antonietta no pudo evitar mirarlo de reojo y fijarse en los tensos músculos de su espalda. Nunca había ansiado tanto tocar a alguien, y aunque se dijo que era deformación profesional, una querencia por aplicar sus conocimientos de terapeuta para relajar esos músculos, sabía que no era cierto. Confundida por esos sentimientos nuevos que despertaba en ella, se apresuró a apartar la vista y concentrarse en lo que estaba haciendo.

–Esas sábanas huelen a verano –comentó él.

Antonietta asintió mientras le ponía la funda a una almohada.

–Toda la ropa de cama del hotel se seca al sol. Nico, el propietario…

–Conozco a Nico –la interrumpió Rafe–. Fue él quien me sugirió que viniera a Silibri a recuperarme.

Aquella confesión la animó a ella también a abrirse un poco más.

–Vaya. Aurora, su mujer, es mi mejor amiga.

–¿En serio? Pues sois como la noche y el día.

–Ya, lo sé –murmuró Antonietta con una sonrisa tímida–. Sé que en comparación con ella resulto bastante anodina.

–¿Anodina? Por supuesto que no.

Rafe tenía un don innato para catalogar a la gente y raramente se equivocaba, pero con Antonietta no había podido hacerlo; era una persona compleja, con mucha profundidad.

Debería ponerse la camiseta y salir a correr, como se había propuesto, pero se quedó allí sentado, observándola mientras terminaba de hacer la cama. Cuando hubo acabado con eso, fue hasta una mesita alta donde había dejado una libreta y un bolígrafo y marcó algo con él.

–¿Y dices que estás haciendo prácticas en el oratorio?

–Sí, aunque todavía no me dejan dar masajes a los huéspedes sin supervisión; únicamente puedo hacerles la manicura.

–Yo odio que me hagan la manicura. Me aburro tanto que se me hace interminable.

Antonietta había descubierto que había dos clases de hombres que se hacían la manicura: aquellos que lo hacían por decisión propia, y aquellos que se veían obligados a hacerlo por su estatus. Estaba segura de que él era de los segundos, y al mirar sus manos a hurtadillas vio que, en efecto, las tenía muy cuidadas.

–¿Y por qué te la haces? –inquirió, para añadir de inmediato, azorada–: Perdona, eso ha sido una pregunta personal y no debería…

–En absoluto –replicó él–. Yo me pregunto lo mismo.

–Podrías escuchar un podcast mientras te la hacen –le sugirió Antonietta.

–Ah, pero eso me privaría de hablar contigo si fueras tú quien me la hiciera.

Sus palabras arrancaron una sonrisa a la joven de ojos tristes y Rafe se encontró pensando en lo preciosa que estaba cuando sonreía. Sus ojos negros brillaban y sus labios dejaban entrever unos dientes blanquísimos.

–¿Has vivido aquí toda tu vida? –le preguntó.

–Sí, aunque he estado fuera un tiempo.

–¿Ah, sí? ¿Cuánto?

–Cinco años –respondió Antonietta–. Y aunque fue una experiencia maravillosa me di cuenta de que uno no puede vagar sin rumbo eternamente. El hogar es el hogar, aunque ahora Silibri es muy distinto de como era. El hotel lo ha cambiado todo: ahora hay más gente, más trabajo…

–¿Por eso has vuelto?

–No –respondió ella incómoda.

–¿Tienes familia? –le preguntó Rafe, a pesar de que hubiera cortado el tema en seco.

–Sí –se limitó a contestar ella, y se dirigió al salón-comedor para continuar con su tarea.

Antonietta repasó la lista en su libreta. La chimenea no se había encendido la noche anterior. Tampoco parecía que Rafe hubiese cenado en la suite y la mesa del comedor relucía, pero la limpió de todos modos. Luego rellenó la licorera de coñac, repuso los vasos y marcó en su libreta las tareas que había completado y repasado.

Rafe estaba apoyado en el marco de la puerta, observándola. Normalmente le resultaría inquietante que un huésped la observara mientras trabajaba, pero no tenía esa sensación con Rafe. Y la agradó tanto que no hubiese insistido en sus preguntas, que decidió contarle algo más.

–La verdad es que mi familia no me habla.

–Eso debe ser duro.

–Lo es.

Las velas de los candelabros no se habían usado, así que no hizo falta que las reemplazara. Puso otra marca en su cuaderno. Comprobó que el encendedor funcionaba y añadió otra marca más en la lista.

–Esta suite es mi favorita –le confesó–. Deberías encender las velas por la noche; seguro que hacen que esta sala se vea aún más bonita.

–Lo tendré en cuenta –dijo Rafe–. ¿Cuál es tu vista favorita?

–La que hay desde ese ventanal –respondió ella señalando–. Se ve todo el valle.

Rafe fue hasta allí para mirar y ella se acercó también.

–Cuando me marché, toda esa franja del valle estaba ennegrecida y abrasada por los incendios que se desataron ese verano –le explicó Antonietta, señalando un gran claro en lo alto de una colina–. La propiedad de mi familia está allí arriba.

–¿La arrasó el fuego?

–No, se detuvo antes de llegar a Silibri, pero el pueblo vecino, donde también tengo parientes, sí sufrió muchos daños. Estaba todo calcinado, pero cuando volví la primavera pasada para la boda de Nico y Aurora el monte se había recuperado del fuego y todo el valle era una explosión de color.

–¿Y te quedaste después de la boda?

–No, me fui a Roma durante un año, pero quería volver para Navidad, así que… aquí estoy –le explicó ella con una sonrisa forzada. Lo que no iba a reconocer era que cada vez parecía menos probable que fuera a poder pasar esos días con su familia–. Bueno, tengo que volver al trabajo.

–Claro.

Antonietta prosiguió meticulosamente con sus tareas, pero Rafe seguía sin irse a correr. En vez de eso hizo un par de llamadas con el móvil, y Antonietta se derritió por dentro cuando lo oyó hablar en la lengua que adoraba.

–¿Eres francés? –le preguntó cuando colgó.

–No –respondió Rafe–, pero es el idioma de mi país.

–Ah.

–Soy de Tulano –añadió él–. Es un país pequeño entre Italia y Francia.

–Sé dónde está –dijo Antonietta–. Estuve allí en una ocasión, aunque solo unos días.

Rafe entornó los ojos. Le costaba creer que no supiera quién era.

–¿Hablas francés? –le preguntó.

–Un poco, aunque no tan bien como me gustaría. Estuve trabajando cuatro años en Francia –le explicó Antonietta, y cambió a su idioma para decirle que su italiano era mucho mejor que el francés que chapurreaba ella–: Votre Italien est meilleur que mon Français.

–Ta voix est délicieuse dans les deux langues –le respondió él.

Antonietta sintió que se le subían los colores a la cara. ¿Acababa de decirle que su voz sonaba encantadora en ambos idiomas? ¿Acaso estaba flirteando?

Rafe recibió una llamada en el móvil y salió al balcón a contestarla. Su voz le llegaba con suficiente nitidez como para oír parte de lo que estaba diciendo, y como estaba hablando en italiano pudo deducir que estaba hablando con Nico, y sintió una pequeña punzada de decepción cuando le oyó decir que no se quedaría mucho más tiempo.

Cuando colgó, Antonietta lanzó una mirada furtiva hacia el balcón. Rafe estaba sentado en una de las sillas de hierro forjado y tenía los pies apoyados en otra. Estaba recorriendo el paisaje con la mirada, como un prisionero buscando la manera de escapar. Casi podía palparse la frustración y la impaciencia que lo consumían.

Cuando salió al balcón para limpiar la mesa, Rafe giró la cabeza hacia ella.

–Era Nico –dijo, aunque no tenía por qué darle explicaciones a una empleada del hotel–. Quería asegurarse de que me estaban cuidando bien. Me ha sugerido que me dé un paseo por el pueblo.

–¿Has visitado las ruinas del templo romano?

–No, pero el conserje me lo ha aconsejado como un buen sitio para ir a correr –contestó Rafe–. ¿Vives en el pueblo?

–No. Nico y Aurora han sido muy buenos conmigo; sabían que volver a Silibri sería difícil para mí y… bueno, han dejado que me aloje en una cabaña que está dentro de los terrenos del hotel –le explicó, señalando en dirección al helipuerto.

–Vaya, parece un sitio un poco… –murmuró él, pero vaciló porque no quería decir «aislado».

A él ya estaba empezando a entrarle claustrofobia de estar allí, por muy espaciosa y lujosa que fuera su suite. Aquel hotel estaba en medio de ninguna parte y había estado pensando en marcharse ese mismo día.

Sin embargo, estaba empezando a cambiar de idea. Quería más sonrisas de Antonietta, más conversaciones con ella… Pero no era tan simple; si quisiera algo con ella, Antonietta tendría que firmar un acuerdo de confidencialidad. También tendría que ser investigada por su equipo de seguridad. Y tendría que sondearla a ella primero para saber si estaría dispuesta a pasar por todo eso.

–En fin, quiero decir que parece un sitio muy tranquilo –dijo finalmente–. Seguro que no se oye ni una mosca.

–No te creas –replicó Antonietta mientras regaba una maceta–. Entre el ruido de las olas y el de los helicópteros que van y vienen del helipuerto… Pero sí, la mayor parte del tiempo es un sitio muy agradable y tranquilo.

–Aun así… –añadió Rafe–, a veces demasiada tranquilidad puede no ser tan buena.

Antonietta alzó la vista y cuando sus ojos se encontraron con los de él fue como si la sacudiera una corriente eléctrica. Apartó la mirada de inmediato y vio que le temblaba ligeramente la mano con la que sostenía la regadera. Estaba segura de que no había imaginado la insinuación que parecían sugerir esas palabras, una invitación velada que al instante decidió declinar.

–Me gusta la tranquilidad –le respondió con cierta aspereza.

Sacó la libreta del bolsillo para hacer una última marca con el bolígrafo. Luego alzó la vista y esbozó una sonrisa que a Rafe se le antojó más reservada.

–Que disfrutes del día –le dijo Antonietta antes de abandonar la suite.

Cuando entró en el ascensor exhaló un suspiro. Se sentía algo mareada. No tenía mucha experiencia con los hombres, pero estaba segura de que Rafe había estado flirteando con ella. ¿O estaba montándose una película en la cabeza?

Capítulo 3

 

 

 

 

 

RAFE había sido como una bocanada de aire fresco para Antonietta. Su día había sido un poco mejor por el rato que había pasado con él, la noche no se le había hecho tan larga, y esa mañana al despertarse se había sentido ilusionada ante la perspectiva de volver a verlo.

Tan animada estaba, que decidió bajar al pueblo para hacer sus compras de Navidad antes de que empezase su turno. Ya había comprado algunos regalos para sus padres y su hermano, y también un pintalabios para Aurora que le compraba todos los años. Aunque su amiga ahora fuese rica y pudiese comprarse todo un cargamento de pintalabios, se había convertido en una especie de tradición.

Había decidido comprarle una tableta de chocolate a Nico en uno de los puestos de la plaza mayor. Y no un chocolate cualquiera, sino chocolate artesano de Módica. Era un chocolate tan exquisito que hasta un hombre que tenía de todo, como él, sabría apreciarlo. Por alguna extraña razón se encontró pensando en Rafe.

–¿Me pone también una tableta con sabor a café? –le pidió al dueño del puesto, dejándose llevar por un impulso.

Al oír a alguien pronunciar su nombre detrás de ella, dio un respingo. Se volvió y vio que era Pino.

–¿Te he pillado comprándome un regalo? –preguntó con una sonrisa divertida al verla sonrojarse.

–No, no… –replicó Antonietta, devolviéndole la sonrisa–. ¿Tienes el día libre?

–Sí. ¿Y tú? Creía que a ti hoy te tocaba trabajar.

–Entro a mediodía, aunque Francesca me pidió que llegara un poco antes. Sin duda por ese huésped tan importante de la suite August –le explicó ella, y sintió que se le subían los colores a la cara.

–Seguramente. He oído que ha pedido que Chi-Chi no vuelva a hacerse cargo de su suite.

–¿En serio? –inquirió Antonietta, abriendo mucho los ojos–. ¿Por qué?

–Creía que no te gustaba cotillear… –la picó Pino.

–Y no me gusta –respondió ella, apresurándose a cambiar de tema–. Escucha, tengo que buscar dos regalos para Gabriele: uno por su cumpleaños, que es la semana que viene, y otro por Navidad. ¿Me echas una mano?

Pino se mostró encantado de poder ayudar. Le compraron un trenecito de madera y algo de ropita. De un café cercano llegaba el olor dulce y especiado a buccellato, un pastel siciliano típico de esas fechas. Pino le sugirió que entraran a tomarse un café y una porción, y aunque la invitación era tentadora, la ponía nerviosa la idea de tropezarse con su familia, así que se excusó diciéndole que no tenía tiempo y se separaron.

Sin embargo, se le había antojado el buccellato y decidió entrar en un colmado para comprar los ingredientes necesarios para preparar uno casero. Cuando llegó a la caja para pagar, la dependienta parecía incómoda y no hacía más que rehuir su mirada. Antonietta no tardaría mucho en descubrir el porqué.

–¡Stronza! –gritó una mujer a sus espaldas.

A Antonietta no le hacía falta volverse para saber que aquel insulto iba dirigido a ella. Le habían llamado cosas incluso peores en incursiones anteriores al pueblo.

Decidida a ignorar a aquella persona, no se volvió, y aunque estaba tentada de dejar allí lo que quería comprar y marcharse, se quedó donde estaba, esperando a que la dependienta le dijera qué le debía. Pero entonces se oyó otro insulto.

–¡Puttana!

Parecía que la gente daba por hecho que había plantado a Silvestro ante el altar porque había huido con otro hombre. Que pensaran lo que quisieran, se dijo mientras pagaba. Sin embargo, cuando estaba tomando su bolsa para irse, vio que quien la estaba insultando era la tía de Silvestro. Aun así, no dijo nada. Salió con la cabeza bien alta, decidida a no dejar que aquel incidente le arruinase el día.

Solo que su día estaba a punto de empeorar, porque en ese momento vio que sus padres se acercaban caminando del brazo en sentido contrario por la misma acera. Los dos dieron un respingo al verla.

–¡Mamma! –llamó Antonietta a su madre, pero su padre y ella cruzaron al otro lado de la calle.

Antonietta no podía creerse lo que estaba pasando. Que se cambiaran de acera para evitarla no solo era hiriente y humillante, sino que la enfureció, y le espetó dolida a su madre:

–¡Intenté decírtelo, mamma!

Había intentado contarle sus temores respecto a Silvestro, pero ella no la había escuchado. Vio tensarse los hombros de su madre, que se detuvo y se volvió lentamente. Su padre se giró también, con el ceño fruncido.

–Sabes que es cierto, mamma. Intenté decírtelo –insistió Antonietta.

–¡Ya está bien! –la increpó su padre–. ¿Se puede saber para qué has vuelto?

Al ver la frialdad con que estaba mirándola, Antonietta se preguntó lo mismo. Y entonces fue ella quien les dio la espalda y se alejó, negándose a llorar.

Aquella ira desacostumbrada en ella no había disminuido ni un ápice cuando llegó al hotel, pero su turno empezaría pronto y no podría centrarse en su trabajo si seguía dándole vueltas a la situación con su familia, así que se esforzó por apartar esos pensamientos de su mente.

Se puso el uniforme, y apenas estaba saliendo de los vestuarios cuando apareció Francesca.

–¡Ah, ahí estás! –exclamó–. El signor Dupont ha pedido que arreglemos su suite a mediodía, mientras está fuera.

Antonietta asintió y se encaminó hacia allí. Cuando entró en la suite, la alivió poder estar a solas. Se puso a trabajar, tachando tareas de la lista e intentando no pensar en lo que había ocurrido esa mañana, pero era imposible.

Cuando estaba ahuecando un almohadón, se dio cuenta de que estaba estrujándolo entre las manos y las lágrimas, de furia y frustración, empezaron a acudir en tropel a sus ojos.

Había vuelto a Silibri para arreglar las cosas con su familia, para disculparse con sus padres… ¿Y por qué? Por no haberse casado con un hombre que había intentado forzarla más de una vez. Llevaba tanto tiempo reprimiendo la ira que sentía… Pero ya no podía seguir haciéndolo; rezumaba por todos los poros de su cuerpo. Fuera de sí, hundió la cara en el almohadón y gritó.

Se sintió tan bien al hacerlo, que lo hizo otra vez y otra… y así fue como Rafe la encontró al entrar por el balcón.

Finalmente había salido a correr, en parte por evitarla a ella, porque había empezado a sentir demasiado interés por aquella camarera de ojos tristes. Sin embargo, no había hecho ejercicio desde el accidente, y había perdido mucha resistencia. Por eso había vuelto antes de lo previsto. Y ahora se encontraba con aquel cuadro, con aquella joven gritando con la cara hundida en un almohadón.

Nunca se inmiscuía en los dramas ajenos, pero cuando Antonietta dejó de ahogar sus gritos en el almohadón y comenzó a sollozar desconsoladamente, se le encogió el corazón. Era evidente que estaba pasando por un mal momento y que no quería que nadie la viera llorando.

 

 

Antonietta se sintió horriblemente avergonzada cuando levantó la cabeza del almohadón y vio a Rafe. Debía haber acabado de llegar de correr, porque estaba sudoroso y jadeante. Parecía bastante incómodo.

–Te pido disculpas –le dijo ella de inmediato. Se enjugó las mejillas con las manos y empezó a quitarle la funda al almohadón mientras balbucía–: Creía que… creía que seguías fuera.

–No pasa nada –contestó Rafe encogiéndose de hombros.

–Es que… me he encontrado con mis padres en el pueblo esta mañana –intentó explicarse ella–. Se cambiaron de acera para evitarme. Puedo… puedo pedir que manden a otra persona a limpiar, si quieres… –murmuró entre sollozos, esforzándose por recobrar la compostura. Sin embargo, las lágrimas no dejaban de rodar por sus mejillas.

–No hace falta –le aseguró él–. Continúa con tu trabajo.

–Pero es que… no puedo dejar de llorar…

–He dicho que continúes; no pasa nada –insistió él.

Y aunque continuó con su trabajo seguía sin poder dejar de llorar y su ira no amainaba. Golpeaba los almohadones con todas sus fuerzas y Rafe, que se había sentado en un sillón y estaba mirando algo en su teléfono móvil, hacía como que no la veía.

Bueno, no exactamente, porque en un momento dado puso los ojos en blanco y le tendió un pañuelo. Antonietta lo tomó, se secó las mejillas y retomó de nuevo sus tareas. Agradecía su silencio y que no hubiera intentado consolarla, porque la realidad era que nada de lo que pudiera decirle la haría sentir mejor. Jamás recuperaría a su familia, de eso estaba segura, se dijo dejando que las lágrimas rodaran en silencio por su rostro.

Rafe no se inmiscuyó. Le habría gustado darse una ducha, sudoroso como estaba, pero no quería meterse en el cuarto de baño con aquella joven camarera llorando al otro lado de la puerta. Podría decirle que se marchara, por supuesto, pero no lo hizo, sino que salió al balcón y se sentó a mirar el paisaje.

Una media hora después Antonietta había terminado de arreglar la habitación y había logrado dejar de llorar. Había repasado la lista de tareas para asegurarse de que no se dejaba nada y, sintiéndose ya más calmada, recogió sus cosas y salió al balcón.

–He terminado –le dijo a Rafe.

–Antes de bajar quizá deberías ir al baño y echarte un poco de agua en la cara, para que no se den cuenta de que has estado llorando.

Antonietta le hizo caso, y se sintió avergonzada al ver que tenía los ojos hinchados y la nariz enrojecida por el llanto. Cuando salió del baño, Rafe seguía en el balcón.

–Si necesitas cualquier cosa, no tienes más que llamarme al busca –le dijo Antonietta.