E-Pack Bianca febrero 2019 - Varias Autoras - E-Book

E-Pack Bianca febrero 2019 E-Book

Varias Autoras

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Beschreibung

Desatinos del corazón Julia James Estaba decidido a protegerla… La novia robada del jeque Kate Hewitt El príncipe haría lo que fuera necesario para casarse con su princesa… aunque para ello tuviese que secuestrarla. Seducción abrasadora Melanie Milburne Lo tenía todo… ¡excepto a su esposa! Dama de una noche Chantelle Shaw ¡De amante de una noche… a novia embarazada!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Pack Bianca, n.º 157 - febrero 2019

I.S.B.N.: 978-84-1307-719-2

Índice

 

Portada

Créditos

Desatinos del corazón

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

La novia robada del jeque

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Si te ha gustado este libro…

Seducción abrasadora

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Dama de una noche

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

AMENAZABA una fina llovizna. Las nubes bajas se cernían sobre el cementerio de la iglesia del pueblo y Christine sintió el frío y húmedo aire invernal mientras permanecía al lado de la tumba recién cavada. El dolor la atravesó por el hombre amable que había acudido a su rescate cuando el hombre que más anhelaba en la Tierra desapareció. Pero ahora Vasilis Kyrgiakis se había ido, finalmente le falló el corazón, como era de esperar. Convirtiéndola a ella en viuda.

La palabra le cruzó por la mente mientras permanecía allí de pie sola y con la cabeza gacha. Todo el mundo había sido muy amable con ella porque Vasilis era muy querido, aunque era muy consciente de los comentarios que circulaban porque era mucho más joven que su marido de mediana edad. Pero desde que la familia más importante del vecindario, los Barcourt, aceptaron a su vecino nacido en Grecia y a su joven esposa, los demás también lo hicieron.

Por su parte, Christine había sido completamente leal a su esposo por agradecimiento incluso en los últimos momentos, y sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas cuando el vicario habló de compromiso y bajaron despacio el ataúd a la tumba.

Christine se mareó un poco y alzó la cabeza para recuperar el equilibrio. Tenía la mirada borrosa, pero se quedó paralizada al ver a lo lejos un coche parado junto al vehículo fúnebre en el que habían llevado a su marido. Y al lado había una figura alta e inmóvil, un hombre al que conocía muy bien. Un hombre al que hacía cinco largos años que no veía.

El último hombre que querría volver a ver.

 

 

Anatole observaba muy quieto la escena que tenía lugar en el cementerio de la iglesia. Un sinfín de emociones le recorrían por dentro, pero tenía la mirada fija en la figura esbelta y delicada vestida de negro situada al lado del sacerdote en la tumba abierta de su tío. Un tío al que se había negado a ver desde la absurda locura de su boda.

Sintió una punzada de rabia. Hacia sí mismo y hacia la mujer que había engañado a su tío para que se casara con ella. Todavía no sabía cómo lo había logrado, pero fue culpa suya que sucediera. No se dio cuenta de la ambición que estaba generando en ella. Una ambición que había desencadenado que intentara atraparle primero a él, y al ver que no lo conseguía se giró hacia su desventurado tío, un blanco fácil.

La mujer fue entonces consciente de su presencia y le miró. Su expresión denotaba un impacto absoluto. Y entonces, con un movimiento abrupto, Anatole se dio la vuelta, se metió en el coche y se marchó de allí acelerando por el tranquilo camino rural.

La emoción volvió a apoderarse de él, devolviéndole al pasado.

Cinco largos años atrás…

 

 

Anatole tamborileó con los dedos en el salpicadero con gesto frustrado. Estaba atrapado en un atasco de tráfico en la hora punta de Londres, pero eso no era lo único que le tenía de mal humor. Era la perspectiva de la noche que le esperaba. Con Romola. Los ojos negros como la obsidiana de Anatole echaron chispas. Ella le veía como posible marido, y eso era justo lo que no quería. El matrimonio era lo último que buscaba.

Se le nubló un poco la vista al pensar en el lío de vida que llevaban sus padres. Los dos se habían casado muchas veces, y él nació solo siete meses después de su boda, lo que probaba que ambos habían sido infieles a sus anteriores parejas. También se habían sido infieles entre ellos, y su madre se marchó cuando Anatole tenía once años.

Los dos estaban actualmente casados de nuevo. Había dejado de importarle y de contar las veces. Sabía desde el principio que darle a su único hijo una familia estable no era importante para ellos. Ahora que ya estaba en la veintena, parecía que su único propósito era mantener llenas las arcas de los Kyrgiakis para financiar su lujoso estilo de vida y sus caros divorcios.

Anatole había estudiado Económicas en una buena universidad, tenía un máster en una de las escuelas de negocios más importantes del mundo y contaba con un cerebro privilegiado para los negocios, por lo tanto podía llevar a cabo aquella tarea con bastante facilidad y sabía que él también se beneficiaría de ello. Trabajar duro, vivir duro, ese era su lema… y mantenerse alejado de los tóxicos lazos del matrimonio.

Frunció el ceño al pensar en Romola de nuevo. Pensaba que al ser una profesional de la bolsa no tendría la ambición de casarse con él, pero al final resultó ser como todas las demás: quería convertirse en la señora de Anatole Kyrgiakis.

Qué desesperación. Una docena de vehículos más adelante vio cómo el semáforo se ponía en verde. Un instante después los coches se pusieron en movimiento y Anatole pisó el acelerador.

Y justo en aquel instante, una mujer apareció delante del coche.

Tia tenía los ojos llenos de lágrimas. Había estado con el anciano señor Rodgers hasta el final de su larga enfermedad, y había fallecido aquella mañana. Su muerte le había recordado el fallecimiento de su propia madre menos de dos años atrás. Ahora, mientras arrastraba su vieja maleta, supo que tenía que llegar a la agencia antes de que cerrara. Necesitaba que la asignaran un nuevo paciente, porque al ser cuidadora interna no tenía casa propia. Tenía que cruzar la calle para llegar a la agencia, y como el paso de peatones estaba lejos, decidió hacerlo entre el tráfico, que se movía muy despacio.

Levantó la pesada maleta siguiendo un impulso repentino y se bajó de la acera…

Con una velocidad de reacción que no sabía que tenía, Anatole pisó el freno e hizo sonar el claxon. Pero a pesar de su rapidez, escuchó el impacto de algo sólido golpeando contra el coche. Vio a la mujer caer delante de él. Soltó una palabrota, puso las luces de emergencia del coche y salió con un nudo en el estómago. En la calle había una mujer de rodillas sujetando con la mano una maleta que había quedado bajo el parachoques. La maleta se había abierto y había ropa por todas partes.

La mujer levantó la cabeza y miró fijamente a Anatole. Al parecer, no era consciente del peligro que había corrido.

–¿En qué demonios estabas pensando? –le espetó él con furia–. ¿Cómo se te ocurre cruzar así?

La mujer dejó de mirarle fijamente y se echó a llorar. La rabia de Anatole desapareció al instante y se agachó a su lado.

–¿Estás bien? –parecía claro que no, porque la mujer siguió sollozando.

Anatole la ayudó a ponerse de pie y agarró la ropa tirada, metiéndola a voleo en la maleta. Luego la tomó del brazo.

–Vamos a la acera –le dijo.

Ella empezó a incorporarse. Alzó la cabeza. Las lágrimas le caían a borbotones por las mejillas, y no dejaba de sollozar. Pero Anatole no prestaba atención a eso. Cuando se puso de pie, su cerebro registró dos cosas: la mujer era mucho más joven de lo que creyó al principio, y aunque estuviera llorando, era impresionantemente guapa. Era rubia, con el rostro en forma de corazón, ojos azules, boquita de rosa…

Sintió como si un ascensor bajara en su interior y luego subiera tomando forma y reacomodándolo todo. Su expresión cambió.

–Estás bien –se escuchó decir a sí mismo con voz amable–. Casi te atropello, pero no ha pasado nada.

–¡Lo siento mucho! –sollozó ella.

–No pasa nada –Anatole sacudió la cabeza–. No hay daños. Excepto tu maleta.

Cuando la mujer se dio cuenta del estado del equipaje, se le distorsionó el rostro. Tomando una repentina decisión, Anatole metió la maleta en el maletero de su coche y abrió la puerta del copiloto.

–Vamos, sube. Te llevo –le ordenó, consciente de que los coches de atrás no paraban de tocar el claxon con impaciencia.

La metió en el coche a pesar de sus protestas. Luego se colocó tras el volante y se puso en marcha, preguntándose distraídamente si se habría tomado tantas molestias en el caso de que la persona que se cruzó delante del coche no fuera una rubia impresionante….

–Dime, ¿dónde vamos?

–Eh… –la joven miró a través del parabrisas con gesto ausente–. A ese lado de la calle.

 

 

Tia seguía sin parar de llorar, pero ahora había algo más que la ocupaba. Era incapaz de apartar la mirada del hombre que tenía al lado. Tragó saliva.

Tenía el cabello negro como el azabache y el rostro parecía esculpido. Los ojos parecido al chocolate oscuro, pómulos altos… Tia sentía un nudo en el estómago y no sabía dónde mirar, pero quería seguir mirándole a él porque parecía sacado de un sueño. Era el hombre más increíble que había visto en su vida.

Algo que tampoco tenía mucho mérito, ya que se había pasado sus años adolescentes cuidando de su madre y ahora cuidaba de personas mayores y enfermas. Nunca tuvo oportunidad ni tiempo para aventuras románticas, novios ni diversión. Sus únicos romances eran los que sucedían en su cabeza, tejidos con el tiempo pasado mirando por las ventanas, sentada a la cabecera de camas y atendiendo a todas las tareas de una cuidadora interna.

Pero ahora, en aquel preciso instante, estaba con un hombre que parecía salido de sus fantasías románticas. Era todo lo que había soñado. Tia tragó saliva.

–¿Estás mejor? –le preguntó él esbozando una media sonrisa.

Tia asintió y de pronto fue consciente de que aunque el hombre parecía salido de uno de sus tórridos sueños, aquello no era lo que estaba buscando, sino de hecho todo lo contrario.

Fue dolorosamente consciente del aspecto que debía de tener para él con los ojos rojos, la nariz congestionada, las lágrimas cayéndole por las mejillas, el pelo revuelto y nada de maquillaje. Además llevaba unos vaqueros viejos y una sudadera que le quedaba grande. Menudo desastre.

Cuando el semáforo se puso en verde, Anatole giró por la calle lateral que ella le había indicado.

–¿Ahora por dónde? –se le pasó por la mente que deseaba que estuviera algo lejos. Pero desechó aquel pensamiento. Recoger mujeres de la calle, en ese caso literalmente, no era una buena idea. Pero mientras la llevaba a su destino bien podía hablar con ella–. Siento que estés tan compungida, pero espero que hayas aprendido que no se puede cruzar una calle así.

–Lo siento mucho –repitió ella con voz ronca–. Y también siento estar llorando así. No es culpa tuya. Bueno, un poco… cuando me gritaste así…

–Fue el shock –se explicó Anatole mirándola de reojo–. Me daba terror haberte matado. No era mi intención hacerte llorar.

Ella sacudió la cabeza.

–No lloraba por eso, sino por el pobre señor Rodgers –dijo ella precipitadamente–. Ha muerto esta mañana. Yo estaba allí, era su cuidadora. Era muy mayor, pero de todas formas… ha sido muy triste. Me ha recordado a cuando murió mi madre…

La joven se interrumpió bruscamente y Anatole escuchó su sollozo contenido.

–Lo siento –dijo, pensando que era lo único que podía decir–. ¿Ha muerto hace poco?

–No, hace casi dos años. Tenía esclerosis múltiple desde que yo recuerdo, y cuando mi padre murió yo cuidé de ella. Por eso me convertí en cuidadora. Tenía experiencia y tampoco podía hacer mucho más, además necesitaba un trabajo de interna porque todavía no tengo casa propia…

Se detuvo de nuevo, dolorosamente consciente de que le estaba contando todas aquellas cosas personales a un perfecto desconocido. Tragó saliva.

–Ahora voy a la agencia para conseguir un nuevo trabajo, algo que empiece hoy mismo. ¡Ahí está! –dijo casi gritando.

Señaló un edificio sin ningún encanto y Anatole se detuvo delante. La joven salió del coche y trató de abrir la puerta. No lo consiguió. Él salió y vio el cartel de Cerrado.

–¿Y ahora qué? –se escuchó decir en tono seco.

Tia se giró para mirarlo y trató de disimular su angustia.

–Ah, encontraré un hostal barato para pasar la noche. Seguramente haya alguno cerca al que pueda ir andando.

Anatole lo dudaba bastante… sobre todo con la maleta rota.

Posó la mirada sobre ella. Parecía perdida e indefensa. Y muy, muy bonita. Igual que antes, tomó una decisión repentina. Su voz interior le decía que estaba loco, que se comportaba como un idiota, pero la ignoró. Y sonrió.

–Tengo una idea mucho mejor –afirmó–. Mira, no puedes mover esa maleta rota ni un metro, y mucho menos arrastrarla hasta llegar a un imaginario hostal barato en Londres. Así que esta es mi propuesta: ¿por qué no pasas la noche en mi apartamento? Yo no voy a estar –añadió al instante al ver el pánico reflejado en sus ojos azules–. Estarás a tus anchas y por la mañana puedes comprarte una maleta nueva e ir a la agencia. ¿Qué te parece? –sonrió.

La joven le miraba como si no creyera lo que estaba oyendo.

–¿Estás seguro? –había cierto recelo en su tono, pero el pánico había desaparecido.

–En caso contrario no te lo ofrecería –respondió él.

–Esto es increíblemente amable por tu parte –dijo ella apartando la mirada–. Te estoy causando muchas molestias.

–En absoluto. Entonces, ¿aceptas?

Anatole volvió a sonreír, esa vez con la sonrisa que utilizaba para que la gente hiciera lo que él quería. En esa ocasión también funcionó. Ella asintió trémulamente.

Negándose a prestar atención a la voz que le decía que estaba loco por hacerle semejante proposición a una perfecta desconocida, Anatole la ayudó a subirse otra vez al coche y puso rumbo a Mayfair, donde estaba su apartamento.

La miró. Estaba sentada muy recta con las manos en el regazo y miraba hacia delante, no a él. Parecía no creerse que aquello estuviera sucediendo de verdad. Así que dio el siguiente paso para hacerlo real para ella y también para sí mismo.

–Tal vez deberíamos presentarnos. Soy Anatole Kyrgiakis.

Le resultaba extraño decir su propio nombre porque normalmente no tenía que hacerlo, y cuando lo hacía esperaba que reconocieran su apellido al instante. Pero esa vez no se produjo ninguna reacción.

–Tia Saunders –respondió ella con timidez.

–Hola, Tia –dijo Anatole en voz baja con una sonrisa.

Vio un sonrojo en sus mejillas, pero volvió a concentrarse en el tráfico. La dejaría un poco tranquila para que se relajara un poco, pero sin duda seguía estando tensa cuando detuvo el coche frente a la elegante mansión de estilo georgiano y luego la guio hacia el interior cargando con la maleta rota. Cuando entraron en su apartamento, que ocupaba todo el ático, Tia contuvo el aliento.

–¡No puedo quedarme aquí! –exclamó con tono de desmayo–. ¡Seguro que destrozo algo!

Tia recorrió con la mirada el largo sofá blanco cubierto de cojines de seda y la gruesa alfombra gris paloma que iba a juego con las cortinas de los amplios ventanales. Parecía algo salido de una película.

–Simplemente no tires el café encima de nada –Anatole se rio–. Y por cierto, hablando de café… mataría por una taza. ¿Y tú?

Tia asintió.

–Sí… gracias –balbuceó.

–Bien. Voy a poner la máquina en marcha. Pero primero deja que te enseñe tu habitación. ¿Y por qué no te das una ducha para refrescarte? Por lo que me has contado, has debido de pasar una mala noche.

Anatole agarró de nuevo la maleta rota y decidió que le diría al conserje del edificio que llevaran una nueva enseguida. La arrastró a una de las habitaciones de invitados.

Ella le siguió mirando a su alrededor maravillada, como si nunca hubiera visto nada parecido en su vida. Y seguramente era así, pensó Anatole. Sintió una punzada de inusual satisfacción. Era un sentimiento agradable poder darle a aquella chica que sin duda no lo había pasado bien con la muerte de sus padres y con aquel trabajo mal pagado de cuidadora una breve experiencia del lujo. Quería que lo disfrutara.

Anatole dejó en el suelo la maleta, que volvió a abrirse y a derramar todo su contenido por el suelo, y señaló hacia el baño incorporado en la habitación. Después la dejó con otra sonrisa y se dirigió a la cocina.

Cinco minutos más tarde, el café se estaba haciendo y él estaba arrellanado en el sofá revisando los correos electrónicos, intentando por todos los medios que su mente no divagara hacia la inesperada invitada que se estaba dando una ducha…

Se preguntó si sus encantos se extenderían más allá de su hermoso rostro. Sospechaba que sí. Era esbelta, eso se veía claramente, pero no plana. No. Aunque llevaba ropa barata y poco favorecedora, había visto los suaves montículos de su pecho debajo. Y era bajita, bastante más que las mujeres en la que solía fijarse.

Tal vez se debiera a que él medía un metro ochenta y seis, o a que solía fijarse en mujeres seguras de sí mismas que estaban a su altura en muchos sentidos y avanzaban por el mundo conscientes de su valía, seguras de sí mismas y de sus atractivos.

Mujeres como Romola.

Le cambió la expresión. Antes de que Tia se le lanzara delante del coche había tomado la decisión de apartar a Romola de su vida. Entonces, ¿por qué no hacerlo en aquel mismo instante? Podía enviarle un mensaje y decirle que al final no podía quedar con ella aquella noche, que le había surgido un imprevisto y que no sabía cuándo volvería a pasar por Londres. Y que tal vez deberían aceptar que su tiempo juntos había llegado a su fin… con una crueldad que le resultaba fácil ejercitar cuando se veía como objetivo de una mujer que quería más de lo que él estaba dispuesto a dar, le mandó un mensaje y amortiguó el golpe con el envío de una pulsera de diamantes como regalo de despedida. Y luego, con una sensación de alivio, volvió a centrarse en aquella noche.

Una sonrisa empezó a asomarle a los labios y sus ojos se suavizaron un poco. Ya había jugado al príncipe y la mendiga al ofrecerle a Tia que se quedara en su apartamento. Entonces, ¿por qué no darle el paquete completo y regalarle una noche que siempre recordaría? Champán, una buena cena… ¡la experiencia total!

Estaba seguro de que era algo que no había vivido antes en su desfavorecida vida.

Por supuesto, no le ofrecería nada más. Él ni siquiera se quedaría allí, pasaría la noche en el hotel Mayfair, donde su padre siempre tenía una suite reservada. Por supuesto que lo haría.

Cualquier otra cosa estaba completamente fuera de lugar… por muy hermosa que fuera.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

TIA ESTABA en un estado de completa felicidad mientras el agua caliente le caía por el cuerpo, formando espuma con el champú y el gel que había encontrado en la cesta de productos de baño de aspecto carísimo en la cómoda del baño. Nunca en su vida había disfrutado de una ducha tan deliciosa.

Cuando salió con el pelo recogido en una toalla y otra toalla alrededor del cuerpo se sintió renacida. Todavía no había tenido tiempo de ubicarse en lo que estaba sucediendo porque todo le parecía como un cuento de hadas. Se la había llevado un príncipe que la dejaba sin aliento.

Era increíblemente guapo. Y además muy amable. Podría haberla dejado perfectamente en la acera con la maleta rota y haberse marchado de allí sin que le importara.

Pero no lo hizo: la llevó a su casa. ¿Y cómo iba a decirle que no? En toda su confinada y aburrida vida, dedicada al cuidado de su pobre madre y de otros, ¿cuándo le había pasado algo así excepto en sus fantasías?

Tia alzó la barbilla y se miró al espejo con decisión. No sabía lo que estaba pasando, pero iba a aprovechar el momento.

Se dio la vuelta y se quitó la toalla en forma de turbante, dejando que el pelo húmedo le cayera libre, y luego buscó desesperadamente entre la ropa para encontrar algo, cualquier cosa que fuera mejor que unos vaqueros viejos y una sudadera suelta. Por supuesto que no tenía nada ni remotamente adecuado, pero al menos mejoraría algo. Tal vez no lograra parecer una princesa de cuento de hadas, pero se esforzaría al máximo.

Cuando regresó a aquella prístina y palaciega sala dirigió directamente la mirada hacia la figura oscura que parecía relajada en el sofá. Dios santo, no se podía ser más guapo.

Se había cambiado la chaqueta del traje formal y aflojado la corbata, desabrochado el botón superior de la camisa y los gemelos.

Se puso de pie.

–Ya estás aquí –sonrió–. Siéntate y disfruta de tu café.

Anatole señaló con la cabeza el lugar donde había puesto un plato de pastas que había sacado del congelador y colocado después en el microondas. Ahora olían deliciosamente.

–¿Estás a dieta o puedo tentarte? –le preguntó con tono amable.

Anatole observó cómo se le sonrojaban de nuevo las mejillas. Tal vez no tendría que haber usado la palabra «tentar». Y, si Tia se sonrojaba porque se sentía tentada, sin duda él también. Y por una buena razón…

Se había cambiado de ropa, y aunque seguía siendo ropa barata, había mejorado mucho. Se había puesto una falda vaporosa de algodón con dibujos indios y una camiseta azul turquesa que ayudaba mucho más a que luciera la figura que la sudadera ancha que tenía antes. Y además se había lavado el pelo, que le caía suelto en una melena rizada sobre los hombros. Ya no tenía los ojos rojos y había dejado de parecer una niña abandonada.

Tomó asiento en el sofá, y las manos le temblaron ligeramente cuando agarró la taza de café que Anatole le había servido murmurándole las gracias.

Se lo bebió de golpe con la esperanza de que le calmara los agitados nervios, y los ojos se le fueron otra vez hacia Anatole. Al mirarle se dio cuenta de que él la estaba mirando a su vez con una sonrisa dibujada en los labios. Era una sonrisa que le produjo un estremecimiento.

–Toma una pasta –dijo él acercándole el plato.

El aroma a canela la atrapó, recordándole que no había tenido oportunidad de comer en todo el día. Agarró una con mucho cuidado, aterrorizada ante la idea de que se le cayeran las migas en la alfombra.

Anatole deslizó la mirada por su hermoso rostro en forma de corazón, los ojos tan azules, la delicada curva de las cejas y la suave melena rizada.

Era preciosa. Mirarla le dejaba sin aliento. Consultó el reloj. Eran casi las siete. Podrían tomar una copa de champán en la terraza, pero sería mejor encargar primero la cena.

Agarró el ordenador y buscó la página que siempre utilizaba para encargar la cena. Luego giró la pantalla hacia Tia.

–Echa un vistazo y dime qué quieres cenar –le dijo–. Voy a pedirlo.

Ella sacudió la cabeza al instante.

–Ah, no, para mí no, gracias. Tengo de sobra con estas pastas.

–Bueno, pues yo no –afirmó Anatole con tono amable–. Vamos, echa un vistazo. ¿Qué tipo de comida te gusta? Y no me digas que pizza o china o india. Estoy hablando de comida gourmet.

Tia miró las opciones de la página con los ojos abiertos de par en par. No entendía la mayoría.

–¿Quieres que elija yo por ti? –preguntó Anatole al darse cuenta de su dilema.

Ella asintió agradecida. Ambos se habían inclinado hacia delante para ver la pantalla y Anatole captó el aroma fresco de su cuerpo. Lo único que tenía que hacer para tocarla era levantar la mano y deslizarla por aquellos rizos, extenderle los dedos por la nuca y atraer su suave boca hacia la suya…

Se incorporó bruscamente y se entretuvo haciendo el pedido. Luego cerró el ordenador. Había llegado el momento de ir a por el champán.

Volvió unos instantes más tarde con una botella y dos copas en la mano. Se acercó a una puerta de cristal y la abrió.

–Ven a ver las vistas –la invitó.

Tia se puso de pie y lo siguió hacia la terraza de la azotea a la que recorría una balaustrada de piedra. Todavía estaba confundida. ¿De verdad iba a cenar con ella? ¿A beber champán con ella? El corazón le latía con fuerza solo de pensarlo.

Cuando salió se sintió envuelta por el cálido aire de la noche. El sol no había terminado todavía de ocultarse tras las copas de los árboles del parque que había más allá. La terraza era un pequeño oasis de plantas frondosas en enormes macetas de piedra.

–Oh, esto es precioso –exclamó con naturalidad. Se le iluminó el rostro.

Anatole sonrió y sintió una punzada de placer al verla tan contenta. Dejó las copas de champán en una mesita de hierro flanqueada por dos sillas.

–Un refugio ajardinado –dijo–. Las ciudades no son mis lugares favoritos, así que cuando me veo obligado a estar en ellas me gusta estar en sitios lo más verdes posible. Esa es una de las razones por las que me gustan los áticos: tienen terrazas en la azotea.

Anatole descorchó la botella de champán y luego le pasó una de las copas vacías.

–Mantenla ligeramente inclinada –le dijo mientras se la llenaba hasta la mitad. Luego hizo lo mismo con la suya y miró a Tia. Era muy menuda, y por alguna razón aquello despertó en él un instinto de protección.

Algo bastante extraño en él. No solía sucederle con las mujeres.

–Yammas –dijo alzando la copa–. Significa «salud» en griego.

–¡Ah, así que eres griego! Sabía que debías de ser extranjero por el apellido, pero no sabía que… –se puso colorada. ¿Le habría parecido una maleducada? Londres era increíblemente multicultural. No había razón para decir que era extranjero– Lo siento. No quería decir…

–Sí, soy extranjero –dijo él con tono cordial–. Mi nacionalidad es griega. Pero trabajo mucho en Londres porque es un centro financiero muy importante. Vivo en Grecia. ¿La conoces? ¿Tal vez de algunas vacaciones? –sonrió, quería que Tia volviera a sentirse cómoda.

Tia sacudió la cabeza.

–Veraneábamos en España cuando yo era pequeña –dijo apartando la vista–. Cuando mi padre todavía vivía y mi madre no estaba enferma.

–Está bien tener buenos recuerdos infantiles, sobre todo de las vacaciones familiares –murmuró Anatole.

Excepto que él no los tenía. Las vacaciones escolares del exclusivo internado suizo en el que vivía desde los siete años las pasaba en casa de amigos o en la enorme mansión de los Kyrgiakis en Atenas con la única compañía del personal de servicio. Sus padres estaban demasiado ocupados con sus propias vidas.

Cuando llegó a la adolescencia pasaba algunas semanas con su tío, el hermano mayor de su padre. Vasilis nunca había mostrado ningún interés por los negocios o las finanzas. Era un erudito al que le encantaba perderse en bibliotecas y museos. Utilizaba el dinero de los Kyrgiakis para financiar investigaciones arqueológicas y proyectos artísticos. Desaprobaba la conducta inmoral de su hermano en el amor, pero nunca lo criticaba abiertamente. Era un soltero empedernido, y a Anatole le resultaba amable pero algo lejano. Con el tiempo empezó a valorar su sentido común.

–Bueno, pues por tu primer viaje a Grecia. Seguro que algún día irás –dijo volviendo al momento y entrechocando suavemente la copa con la de Tia.

Ella le dio un pequeño sorbo mientras miraba al hombre que tenía delante y que la había recogido de la calle para llevarla a su precioso apartamento a tomar champán… por primera vez en su vida.

Le costaba trabajo creer que aquello estuviera pasando de verdad. Tal vez aquel único sorbo de champán la había hecho osada, porque dijo precipitadamente:

–¡Es increíblemente amable por tu parte!

«¿Amable?». Aquella palabra no le cuadraba a Anatole. Lo que estaba haciendo era dejándose llevar por lo que le apetecía hacer. Volvió a levantar la copa. En aquel momento no le importaba. Tenía la atención puesta en aquella preciosa mujer tan joven, tan fresca, tan cautivadora en su naturalidad. No estaba poniendo en práctica ninguna artimaña para atraerle, no le hacía ojitos ni pedía nada de él.

Anatole sonrió y se le suavizó la expresión.

–Bebe un poco más –dijo–. Tenemos toda una botella –le dio un sorbo a la copa y la animó a hacer lo mismo.

Tia bebió mientras miraba hacia las maravillosas vistas.

–Y dime –le pidió Anatole rellenando las copas–, ¿a qué te quieres dedicar en la vida? Ya sé que ser cuidadora es importante, pero supongo que no querrás hacerlo para siempre, ¿no?

Al hacerle aquella pregunta cayó en la cuenta de que nunca en su vida había conocido a nadie de su estrato social. Todas las mujeres con las que trataba eran profesionales de alto perfil o hijas de papá con dinero. Especies completamente diferentes a aquella joven que tenía un trabajo triste y duro.

Tia se mordió el labio inferior, sintiéndose de pronto algo incómoda.

–Bueno, pasaba mucho tiempo fuera del colegio porque tenía que cuidar de mi madre y nunca aprobaba los exámenes, así que no pude ir a la universidad. Y, aunque estoy intentando ahorrar, todavía no puedo pagarme una casa propia.

–¿No tienes familia que te ayude? –Anatole frunció el ceño.

Ella negó con la cabeza.

–Solo éramos mi padre, mi madre y yo.

Tia le miró. Se había bebido casi una copa entera de champán y se sentía de lo más atrevida. Tal vez aquello fuera un sueño, pero iba a disfrutarlo hasta el final.

–¿Y tú? –le preguntó–. Las familias griegas suelen ser numerosas, ¿no?

Anatole sonrió sin ganas.

–La mía no –afirmó–. Yo también soy hijo único –miró la copa de champán–. Mis padres se divorciaron y los dos están ahora casados con otras parejas. No los veo mucho.

Porque no quería. Ni ellos tampoco. La única reunión fija de la familia Kyrgiakis era la junta anual de accionistas, allí se encontraban él, sus padres, su tío y algún primo lejano.

–Vaya, es una lástima –murmuró ella con simpatía.

Sintió un escalofrío desagradable. No le gustaba pensar que los hombres de fantasía como aquel pudieran tener familias disfuncionales como la gente normal. Viviendo en lugares tan magníficos como aquel y bebiendo champán, no podrían tener los mismos problemas que las personas normales y corrientes.

–No es para tanto –Anatole volvió a sonreír–. Estoy acostumbrado.

Se preguntó distraídamente por qué estaban hablando de su familia. Nunca hablaba del tema con las mujeres. Consultó el reloj. Deberían entrar ya. La cena llegaría enseguida y Anatole no quería pensar en su familia ni en nada que le incomodara. Incluso Vasilis, por muy amable que fuera, vivía en su propio mundo, feliz con sus libros y sus actividades filantrópicas en el mundo de las artes.

Dejó pasar a su invitada primero al interior. Empezaba a oscurecer y encendió las luces de la terraza, iluminando con luz tenue las verdes plantas.

–¡Qué bonito! –exclamó Tia–. Parece un paisaje de cuento.

Se sintió al instante muy infantil por haber dicho aquello, aunque fuera verdad, pero Anatole se rio. Sonó el teléfono fijo para anunciar que la cena estaba en camino, y cinco minutos más tarde estaban ambos sentados tomando el primer plato, una delicada terrina de pescado blanco.

–Esto está delicioso –aseguró ella con el rostro iluminado mientras comía.

Dijo lo mismo sobre el pollo bañado en salsa con patatas doradas y judías verdes. Una receta sencilla pero maravillosamente bien cocinada.

–Come –la animó Anatole con una sonrisa indulgente mientras le servía más champán.

Se recordó que debía tener cuidado y no darle más de lo que podía manejar.

Ni de lo que podía manejar él. Todavía tenía que llegar al hotel para pasar allí la noche. Pero ese momento todavía no había llegado y seguiría disfrutando de cada instante de su velada en común.

Una sensación de bienestar se apoderó de él. Mantuvo deliberadamente el tono de la conversación informal, hablando sobre todo él, para intentar que Tia se sintiera lo más relajada y cómoda posible.

–Si alguna vez vas a Grecia de vacaciones, ¿qué te gustaría hacer? ¿Tostarte en la playa al sol? ¿O prefieres hacer turismo? Se pueden hacer las dos cosas tanto en tierra firme como en las islas. Y, si te gusta la historia antigua, no hay mejor sitio en el mundo que Grecia, en mi opinión.

–No sé nada sobre historia antigua –confesó ella sonrojándose ligeramente.

Se sintió incómoda cuando le recordó su falta de cultura. No quería que la realidad se mezclara con aquel maravilloso cuento de hadas real que estaba viviendo.

–Seguramente hayas oído hablar del Partenón –declaró él–. Es el templo más famoso del mundo y está en la Acrópolis de Atenas.

–Sí, he visto fotos –dijo Tia, contenta de al menos reconocer aquello.

Anatole sonrió y empezó a darle información sobre aquel lugar y otros sitios de interés turístico de su tierra natal.

Cuando estaban tomando el postre, Anatole abrió una botella de vino dulce. Le pareció que le resultaría más agradable que una copa de oporto. Y Tia lo disfrutó.

Anatole se puso de pie al terminar el postre. Había dejado el café preparándose cuando fue a buscar el vino dulce, y en ese momento lo llevó y lo puso en la mesita situada al lado del sofá.

–Ven a sentarte –la invitó tendiéndole la mano.

Tia se levantó y de pronto fue consciente de que estaba algo mareada. ¿Cuánto champán se había tomado?, se preguntó. Sentía como si le corriera por las venas, como si estuviera flotando en una brisa de felicidad. Pero no le importaba. Nunca volvería a vivir una noche así, como salida de un cuento de hadas.

Suspiró satisfecha y se dejó caer en el sofá con la copa de vino en la mano.

Anatole tomó asiento a su lado.

–Es hora de relajarse –dijo con tono cordial encendiendo la televisión con un mando a distancia.

Subió los pies a la mesa y dejó la corbata en el respaldo del sofá. Quería estar completamente cómodo. La mezcla del champán y el vino dulce le recorría suavemente las venas. Esperaba que hiciera el mismo efecto en Tia y le permitiera disfrutar del resto de la velada con él antes de que se fuera al hotel.

Se preguntó con indolencia si debería llamar para decirles que iba a ir, pero decidió no hacerlo. Lo que hizo fue ir cambiando de canal hasta que encontró por casualidad uno que llevó a su invitada a exclamar:

–¡Oh, me encanta esta película!

Era una comedia romántica que se dejaba ver, y Anatole estaba encantado de hacerlo. Encantado de ver cómo Tia se sentaba sobre los pies desnudos en el sofá y se reclinaba contra los cojines.

Mientras volvía a llenarle la copa, Anatole se preguntó en qué momento se había acercado a ella. ¿En qué momento estiró y flexionó las piernas y también los brazos de modo que ahora uno de ellos descansaba en el respaldo del sofá, y le rozaba el hombro con los dedos?

¿En qué momento empezó a juguetear distraídamente con sus suaves rizos alrededor de la nuca?

¿En qué momento decidió que no tenía ninguna gana de ir a ningún sitio aquella noche?

Toda la precaución y las señales de alarma de su cabeza caían completamente en oídos sordos.

La película llegó a su sentimental final con el protagonista levantando en brazos a la chica y besándola mientras sonaba la música y aparecían los títulos de crédito. Tia exhaló un profundo suspiro de satisfacción, dejó sobre la mesa la copa ya vacía y se giró para mirar a Anatole.

Se sentía atravesada por una emoción que se mezclaba con el champán, el delicioso vino dulce y la maravillosa comida, la mejor que había probado en su vida. Y todo aderezado con velas, música suave y un príncipe azul haciéndole compañía.

La película era una de sus favoritas, la había visto muchas veces pero verla en aquel momento allí, con aquel hombre tan guapo a su lado, resultaba tan real… no era una fantasía ni un cuento de hadas, era real. Nunca había estado tan cerca de un hombre antes, y mucho menos de un hombre así, un hombre capaz de convertir los cuentos de hadas en realidad.

Y Tia sabía cómo terminaban los cuentos: con el héroe besando a la protagonista.

Se sintió invadida por la emoción y la esperanza. Los ojos le brillaban como estrellas cuando alzó la vista hacia el hermoso rostro de aquel hombre que representaba todo lo que había anhelado en su vida. El hombre que ahora la miraba con sus ojos negros brillantes y aquella boca tan sensual…

Tia sintió que le faltaba el aliento.

Anatole la miró, observó la belleza de su rostro, cómo se le apretaban los dulces montículos de los senos contra la camiseta de algodón, cómo entreabría los labios… y supo exactamente lo que quería.

Permaneció quieto durante un largo instante mientras un millón de pensamientos conflictivos se enfrentaban en su cabeza respecto a lo que debía hacer a continuación. Lo que tenía que hacer frente a lo que quería hacer.

Pero se contuvo, porque sabía que lo que tanto anhelaba hacer no debía hacerlo. Debería apartarse de Tia, ponerse de pie, aumentar la distancia entre ellos. Porque si no lo hacía en aquel momento…

Ella levantó la mano casi temblando y le deslizó con delicadeza los dedos por la mandíbula con un roce etéreo, como si no se pudiera creer lo que estaba haciendo. Pronunció su nombre. Sus ojos eran dos lagos de deseo. Tenía los labios entreabiertos y los ojos semicerrados. Esperando… por él.

Y Anatole no pudo más. Perdió los pocos jirones de conciencia que le quedaban y se inclinó hacia ella. La mano que tenía detrás de su cabeza le agarró suavemente la nuca, la otra se la deslizó por la mejilla antes de sostenerle la cara. Tia tenía los ojos abiertos ahora de par en par, y le brillaban como faros atrayéndole para que hiciera lo que ella estaba mostrando con tanta claridad que quería que hiciera.

Anatole cerró los ojos cuando su boca rozó la suya suave y aterciopelada, saboreando el vino dulce en sus labios, el calor de su boca cuando se la entregó. La escuchó emitir un suave gemido gutural y sintió cómo su propio pulso se le aceleraba.

Era tan suave que Anatole intensificó el beso automáticamente, de forma instintiva, deslizándole la mano por la curva del hombro y girándola hacia él, atrayéndola hacia sí de modo que ahora Tia tenía la mano apoyada en el duro muro de su pecho y una pierna contra la suya.

La escuchó gemir de nuevo y aquello acentuó su excitación. Anatole pronunció su nombre, le dijo lo dulce que era, lo deliciosa. Si se lo dijo en griego no se dio cuenta, no se dio cuenta de nada excepto de que tenía entre los brazos una mujer a la que deseaba.

Y que le deseaba a él.

Porque eso era lo que le decía su cuerpo tierno y esbelto, lo que le mostraba de pronto la erección de sus pezones, que estaban sin saber cómo debajo de la palma de la mano de Anatole.

Sin darse cuenta de lo que hacía, Tia le rodeó la cintura con el brazo. Él le colocó la espalda sobre el regazo y siguió besándola con una mano en su seno hasta que ella gimió con los ojos cerrados y una expresión de felicidad en el rostro que habría que estar ciego para no ver.

Deslizó con indolencia la mano desde el seno de Tia por el costado hasta llegar al muslo. Allí apartó la fina tela de algodón hasta que encontró la piel desnuda debajo. La acarició hasta que la escuchó gemir de nuevo, sintió su muslo contra el suyo y también notó la excitación de su propio cuerpo.

El deseo se apoderó de él. Un deseo fuerte, imposible de resistir.

Pero debía resistirse. Aquello estaba yendo demasiado rápido y era demasiado intenso. Estaba permitiendo que el abrumador deseo que sentía por ella lo arrastrara, y debía volver atrás.

La apartó de sí con el corazón latiéndole a toda prisa.

–Tia… –tenía la voz rota, y alzó la mano como si quisiera contenerla a ella también.

Vio cómo cruzaba una sombra de angustia por su rostro, y él lo recibió como un golpe.

–¿No… no me deseas? –había tristeza en su voz, que se expresó en un susurro acallado.

Anatole gruñó.

–Esto no está bien, Tia. No puedo aprovecharme de ti de esta manera.

–¡No te estás aprovechando! –exclamó ella al instante–. Por favor, no me digas que no me deseas. ¡No podría soportarlo!

Anatole le sostuvo el rostro entre las manos.

–Te deseo mucho, Tia. Pero…

«Pero en este apartamento hay más de una habitación y esta noche tenemos que estar en cuartos separados… así debe ser. Porque cualquier otra cosa sería… sería…».

El rostro de Tia volvió a encenderse como un faro.

–Por favor –suplicó–. Esta noche contigo ha sido increíble. Algo maravilloso. Y lo de ahora… es distinto a todo lo que he experimentado en mi vida. No te pareces a nadie que haya conocido. Y esto es… es…

Tia señaló hacia la estancia, suavemente iluminada, la botella de champán vacía, el brillo de las luces de la terraza.

–Todo esto no volverá a pasarme jamás –se mordió el labio inferior, que le temblaba–. Quiero que suceda esto. Por favor –volvió a suplicarle–. Por favor, no me rechaces.

Y una vez más, Anatole se sintió perdido.

Incapaz de resistirse a lo que no quería resistirse, la atrajo hacia sí y descendió la boca para volver a saborear la dulzura de miel de la suya, que se abrió al instante a él.

«Ella quiere esto. Lo quiere tanto como yo. Y aunque acabamos de conocernos, el deseo que siento hacia ella es abrumador. Igual que el suyo por mí. Y debido a eso…».

Debido a eso, Anatole se puso de pie, le deslizó una mano bajo las rodillas y la abrazó mientras se la llevaba. Y no a la habitación de invitados, sino a la principal, donde apartó la colcha para depositarla suavemente en las frescas sábanas. Ella le miraba con las pupilas dilatadas, los labios henchidos y los senos apretados contra la camiseta de algodón.

Quería quitársela. Quería dejarla sin ropa, que no hubiera barreras entre él y aquella preciosa mujer que deseaba tanto.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

TIA ALZÓ la vista para mirar a aquel hombre tan insoportablemente guapo. La mente le daba vueltas. Tenía el cuerpo en llamas y se sentía poseída por una sensualidad aterciopelada. Alzó los brazos hacia Anatole, como rogándole para que la volviera a tomar en sus brazos y la acariciara.

Se estaba quitando la ropa, y Tia sintió cómo se le abrían los ojos de par en par cuando la camisa reveló los contornos suaves y musculosos de su pecho. Y luego llevó los dedos al cinturón y se lo quitó…

Ella soltó un grito ahogado y giró la cabeza en la almohada. De pronto se sentía muy tímida. Nunca había soñado que un hombre así podría pasar por su vida, y de pronto todo resultaba demasiado real.

Entonces sintió que el colchón cedía bajo el peso de Anatole, que se puso a su lado. Le escuchó murmurarle al oído palabras dulces, seductoras, irresistibles… y entonces él le tomó el rostro con una mano para girarlo en su dirección. Estaba muy cerca de ella, y en sus ojos había una luz que no había visto nunca en ningún hombre antes.

No quería parar aquello. Quería que sucediera, lo deseaba con todo su ser. Aquel anhelo había surgido de la nada, igual que todo aquel encuentro con ese hombre maravilloso surgido de la nada.

Tia cerró los ojos y sintió su boca deslizarse por la suya como la pluma de un cisne. Sintió cómo le deslizaba las manos por la cintura y le subía la tela de la camiseta para sacársela por la cabeza deteniéndose apenas un instante para depositarle un suave beso. Sintió las manos de Anatole fuertes y cálidas en la espalda, desabrochándole el sujetador y tirándolo a algún lado. Y de pronto… de pronto le estaba bajando las braguitas por los temblorosos muslos.

Anatole se incorporó un instante y le acarició la melena de rizos dorados extendida sobre la almohada.

–Eres preciosa –murmuró mirándola fijamente–. Increíblemente preciosa.

Tia no pudo decir nada, solo pudo mirar hacia arriba y escuchar su mente repitiendo aquellas palabras… Él era precioso, con su pelo oscuro, los pómulos esculpidos y aquellos ojos en los que podía sumergirse. Su cuerpo duro y esbelto hacia el que las manos de Tia se elevaban ahora con voluntad propia.

Acarició con la yema de los dedos cada línea, cada contorno de sus trabajados músculos. Anatole pareció estremecerse bajo su contacto y sintió cómo tensaba los músculos, como si le estuviera haciendo algo insoportable. Y luego su boca volvió a descender hambrienta.

Tia también estaba hambrienta, con un hambre tan instintiva y abrumadora como su necesidad de ser abrazada y besada por aquel hombre tan seductor. Anatole estaba haciendo que la sangre le corriera como un torrente por las venas, embotándole los sentidos y convirtiéndola en una llama viva. Nunca se imaginó que el deseo pudiera ser así.

Y deseaba a Anatole. Se agarró a él sin saber lo que hacía, solo que era lo que tenía que hacer. Arqueó el cuerpo contra el suyo y abrió los muslos. Se escuchó decir algo, pero había perdido toda coherencia.

Anatole se detuvo un instante y se apartó de ella. Le resultó insoportable no sentir su cuerpo fuerte y cálido sobre el suyo. Y luego, con una oleada de alivio, volvió a sentirlo allí besándola de nuevo con manos urgentes y todos los músculos de su cuerpo en tensión. Sintió su cuerpo entrando en el suyo, sintió cómo movía las caderas, sintió…

¡Dolor! Un dolor repentino y punzante.

Soltó un grito y se quedó quieta. Anatole también. La miró con expresión de absoluto impacto.

Salió de ella y el dolor desapareció. Tia levantó la cabeza e intentó ciegamente volver a atrapar la boca con la suya. Pero Anatole seguía apartado.

–No sabía… no me he dado cuenta…

Ella solo podía mirarlo. Se sentía devastada.

–¿No me deseas? –aquello era lo único que tenía en la cabeza. El dolor de su rechazo.

–Tia, no sabía que esta iba a ser tu primera vez…

Ella le agarró los hombros desnudos.

–¡Quiero que lo sea! Quiero que sea contigo. Por favor…

Anatole estaba en conflicto. Ardía de deseo por ella, y sin embargo… Pero Tia estaba apretando su cuerpo contra el suyo, aplastándole los senos en el muro del pecho. Frotaba las caderas contra las suyas en una ancestral invitación de mujer a hombre, para poseer y ser poseída.

–Por favor –susurró ella con voz implorante–. Deseo esto… te deseo a ti.

Tia le deslizó la mano por la nuca y le bajó la cabeza. Le buscó la boca y experimentó una sensación de alivio al notar sus labios. Con un gemido de impotencia, Anatole abandonó su conflicto interno y se dejó llevar por lo que tanto deseaba… hacerla suya.

 

 

Era por la mañana. Las cortinas, que estaban sin correr, dejaban entrar la luz del alba. Tia yacía adormilada y feliz en brazos de Anatole. No había habido más dolor, y él había sido tan delicado como si Tia fuera de porcelana, aunque la suave sensibilidad de su cuerpo proclamaba ahora que estaba hecha de carne y hueso.

Tia tenía la cabeza apoyada sobre el brazo extendido de Anatole y sonreía. Él le recorrió el rostro con sus ojos oscuros mientras le acariciaba los suaves mechones de pelo con la mano libre. También sonreía. Era una sonrisa de intimidad, de cariño.

Tia se sentía envuelta en una bruma de felicidad tan grande que apenas se atrevía a creer que aquello hubiera pasado de verdad.

–¿Tienes que volver al trabajo? –le preguntó Anatole.

Ella frunció levemente el ceño, no entendía la pregunta.

–La agencia volverá a abrir a las nueve –dijo.

Anatole sacudió la cabeza.

–Me refiero a que si vas a empezar en un nuevo puesto. ¿Has firmado ya para cuidar a alguien más? –él volvió a acariciarle el pelo–. No quiero que te vayas. Tengo que ir a Atenas esta semana. Ven conmigo.

«Ven conmigo». Las palabras le resonaban en la cabeza. Estaba completamente seguro de lo que decía. Quería que Tia se quedara con él.

–¿Lo dices en serio? –le preguntó ella mirándole con los ojos abiertos de par en par.

–Claro.

La sombra de confusión, de miedo por haber entendido mal, desapareció del rostro de Tia.

–¡Sí, sí, sí! –exclamó emocionada.

Anatole se rio. No había temido que le dijera que no. ¿Por qué iba a hacerlo? La noche que habían pasado juntos había sido maravillosa para Tia y él lo sabía. Y sabía que había llevado su cuerpo inexperto a un éxtasis que la había sorprendido por su intensidad.

Y si quería una prueba de ello en el momento actual… bueno, ahí la tenía. Ella le miraba ahora de un modo que le hacía sentir calidez por todo el cuerpo. Volvió a rozar sus labios con los suyos y sintió cómo el deseo, que estaba adormilado pero todavía presente, volvía a cobrar vida. La besó más apasionadamente con toques sensuales y sutiles para despertar en ella una respuesta. Tendría que ser muy cuidadoso y tener en cuenta los drásticos cambios en su cuerpo tras su primer encuentro.

Sintió las yemas de los dedos de Tia sobre el cuerpo explorando… atreviéndose… alimentando su excitación con cada caricia…

Exhalando un suspiro de profunda satisfacción, empezó a hacerle el amor de nuevo.

 

 

Transcurrieron varios días antes de que fueran a Atenas. Días en los que Tia tuvo la absoluta certeza de que se había transportado a un país de fantasía.

¿Cómo iba a estar en otro sitio? Había sido transportada allí por el hombre más guapo, maravilloso y fantástico que podía imaginarse. Un hombre que había lanzado un hechizo sobre su vida.

Aquella primera mañana, después de que Anatole le hubiera hecho el amor otra vez, desayunaron fuera en la terraza con el sol de la mañana iluminándolos.

Luego se la llevó a unos de los grandes almacenes de lujo más famosos del mundo, de donde salió varias horas más tarde con numerosas bolsas de ropa de diseño y un nuevo corte de pelo, con la misma longitud pero con más estilo. La maquilló un experto, y cuando Anatole la vio sonrió triunfal.

Sabía que estaría fantástica con la ropa y el estilo adecuados.

La miró de arriba abajo con aprobación y vio cómo Tia se sonrojaba de placer, vio el brillo de sus ojos.

Estaba haciendo lo correcto.

Aquella certeza lo atravesó. Aquella preciosa criatura que había rescatado de la calle era perfecta para él. Y llevarla a Atenas sería solo el primer paso.

Le había conseguido un pasaporte y ahora volaban hacia Atenas en primera clase.

Tia estuvo todo el vuelo sentada a su lado en un estado de felicidad estupefacta, bebiendo de la copa de champán y mirando por la ventanilla con gesto de asombro, como si no se pudiera creer que aquello le estuviera pasando de verdad.

En Atenas les esperaba un coche con chófer para llevarlos a su apartamento. Anatole prefirió no utilizar la mansión Kyrgiakis, prefería de lejos su propio apartamento palaciego con impresionantes vistas a la Acrópolis.

–¿No te dije que algún día verías el Partenón? –le preguntó con una sonrisa señalándole las famosas ruinas, visibles por todas partes–. Ha perdido gran parte de su esplendor porque los otomanos lo utilizaron como almacén de pólvora, y explotó –torció el gesto–. Pero ahora se intenta conservarlo lo mejor posible.

–¿Otomanos? –preguntó Tia.

–Llegaron de la actual Turquía y conquistaron Grecia en el siglo XV. Tardamos cuatrocientos años en independizarnos –le explicó Anatole.

Tia le miró insegura.

–¿Fue Alejandro Magno? –preguntó con cautela. Conocía el nombre de aquel famoso personaje griego.

–No, eso fue dos mil años antes. Alejandro Magno es anterior a la época romana. Grecia solo consiguió la independencia en la Edad Moderna, en el siglo XIX –le dio una palmadita en la mano–. No te preocupes. La historia de Grecia es muy larga. Terminarás haciéndote una idea. Te llevaré a visitar el Partenón mientras estemos aquí.

Pero al final no lo hizo, porque una vez resueltos los asuntos de negocios, alquiló un yate y se la llevó de crucero por el mar Egeo.

–¡Tiene helicóptero! –exclamó Tia con la boca abierta cuando lo vio–. ¡Y piscina!

–Y otra cubierta por si llueve –Anatole sonrió–. Podremos bañarnos desnudos en las dos.

Tia se sonrojó, y a él le pareció adorable. Todo en ella le resultaba adorable. Aunque después de quince días juntos ya había dejado de ser la virgen ingenua de la primera noche, seguía siendo deliciosamente tímida.

Pero no tanto como para negarse a ir a bañarse desnuda bajo las estrellas con él, ni a que le hiciera el amor en el agua hasta que gritó de placer.

Estuvieron recorriendo el Egeo durante diez días, deteniéndose en pequeñas islas donde se bajaban a comer en los restaurantes del puerto o a hacer un picnic bajo los olivos con el ruido de las cigarras de fondo.

Placeres sencillos… y Anatole se preguntó cuándo fue la última vez que había estado tan a gusto con una mujer. Desde luego no con alguna que lo apreciara todo tanto como Tia.

Le encantaban todos los planes que hacían juntos. Todo le entusiasmaba, ya fuera navegar con el yate por las aguas azules hasta una pequeña cala de una isla, bañarse en las olas después de hacer el amor, o como aquel día, tomar un Kir royal mientras veían el atardecer en un bar del puerto y luego volver a bordo para disfrutar de una cena gourmet de cinco platos servida en la cubierta superior.

Tia miró a Anatole por encima de las velas que había en el mantel.

–Estas son las mejores vacaciones con las que alguien podría soñar –murmuró.

Sus ojos reflejaban adoración. ¿Cómo iba a ser de otra manera? ¿Cómo no se le iba a notar todo lo que sentía por aquel hombre tan maravilloso que la había llevado allí? La emoción se apoderó de ella.

Los ojos oscuros de Anatole se entretuvieron en su hermoso rostro. Un cálido tono bronceado había convertido su piel en oro, y tenía el cabello más claro por los rayos de sol. Sintió el deseo crecer en su interior. Le gustaba tenerla cerca. Tenerla en su vida.

–Dime, ¿has estado alguna vez en París? –le preguntó.

Tia negó con la cabeza.

Anatole sonrió.

–Bueno, tengo que ir por negocios. Te va a encantar.

Se sentía bien al saber que sería el primer hombre que le enseñaría la Ciudad de la Luz. Igual que había sido el primero en llevarla de crucero, en verla disfrutar del lujo de su estilo de vida. Ver cómo apreciaba todo.

Como en el cuento del príncipe y la mendiga.

Pero le gustaba la sensación. Mucho. Encontraba placer en darle todos los lujos de los que no había podido disfrutar en su vida. Pero era lo bastante sincero para reconocer que no era solo por Tia, sino también por él. Le gustaba sentir su ardiente mirada adorándole. Le hacía sentirse bien.

«Amado».

Apartó aquella palabra de su mente como si se hubiera dado con una roca en un arroyo. Le cambió la expresión y negó lo que acababa de escuchar en su cabeza.

No quería que Tia le amara. Por supuesto que no. El amor era una complicación innecesaria. Estaban teniendo una aventura, igual que con todas las mujeres que habían pasado por su vida… por su cama. Seguiría su curso y en algún momento se dirían adiós.

Hasta entonces… bueno, Tia, tan diferente a cualquier otra mujer que hubiera conocido, era justo lo que quería.

Su única fuente de inquietud era que seguía sintiéndose muy incómoda cuando estaban con gente allí donde viajaban. Anatole no quería que se sintiera fuera de lugar en los círculos cosmopolitas y sofisticados en los que él se movía inevitablemente. Hacía todo lo posible para facilitarle las cosas, pero ella estaba siempre muy callada.

Varios pensamientos incómodos le cruzaban por la mente. ¿Le había preguntado alguna vez alguien a la doncella mendiga cómo se sintió cuando el príncipe la metió en su vida de oropel?

Y, sin embargo, cuando estaban solos, Tia se encontraba visiblemente relajada, habladora y cómoda. Contenta de estar con él y siempre agradecida. Siempre con ganas de él.

Anatole se dio cuenta de que no sentía ningún deseo de dejarla marchar.

Se preguntó si lo sentiría alguna vez. Pero se quitó la pregunta de la cabeza. El momento llegaría, pero todavía no estaba en aquel punto, y hasta entonces disfrutaría de Tia y de su aventura al máximo.

 

 

Tia estaba sentada frente a la cómoda del baño palaciego observando su propio reflejo en el espejo. Llevaba uno de aquellos maravillosos vestidos que Anatole le había comprado durante los últimos meses de su relación. Su generosidad la perturbaba, pero la aceptaba porque sabía que no podía desenvolverse por aquel mundo de oropel con su ropa barata.

Y, además, ninguna de aquella ropa era realmente suya. Ni se le ocurriría llevársela cuando…

Su mente atajó aquel pensamiento. No quería pensar en cuando llegara aquel momento. No quería que estropeara su maravilloso tiempo con Anatole.

«Anatole». Ya solo su nombre le provocaba un sonrojo en las mejillas. Qué hombre tan maravilloso, tan amable, tan atento con ella. El corazón le latía más deprisa cada vez que pensaba en él. Cada vez que le miraba sentía la emoción recorriéndole las venas.

Sintió que le cambiaba la expresión y se le ensombrecía la mirada.

Debía tener mucho cuidado. Solo había una manera de que aquella aventura terminara… como el oro mágico convirtiéndose en polvo al caer la noche. Y el final no sería nada bueno para Tia.

Sintió un escalofrío helado. Pero sería mucho peor dejar que el corazón se le llenara con el único sentimiento que no debía tener por Anatole.

«Anhelo lo único que podría mantenerme en la vida de Anatole para siempre».

 

 

Anatole se sentía tenso. Habían regresado a Atenas, y se acercaba la junta anual de accionistas de la corporación Kyrgiakis. Aquello nunca le ponía de buen humor. Sus padres le pedirían más dinero, y únicamente la tranquilizadora presencia de su tío Vasilis sería un bálsamo.

Tener que pasar tantas horas en la sede de la empresa encerrado con su director financiero repasando todas las cifras antes de la reunión significaba que tenía poco tiempo para Tia últimamente, pero cuando estaba con ella le daba la sensación de que había algo que la preocupaba.