E-Pack Bianca mayo 2020 - Varias Autoras - E-Book

E-Pack Bianca mayo 2020 E-Book

Varias Autoras

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Beschreibung

Una pasión sin igual Kate Hewitt Su dinero podía comprarlo todo… ¡excepto a su heredera! La cenicienta del jeque Maya Blake De hacer camas en el palacio real… a llevar en su seno al heredero de la corona. Inocencia y sensualidad Bella Frances Un despiadado multimillonario conoció a una mujer de virginal belleza… Un plan inaudito Rachael Thomas Un inaudito plan para casarse…

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Índice

Créditos

Una pasión sin igual

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

La cenicienta del jeque

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Inocencia y sensualidad

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Un plan inaudito

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

E-pack Bianca, n.º 197 - mayo 2020

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-448-8

 

Conversión ebook: Safekat, S.L.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

YA VIENE!

A Mia James se le puso el estómago del revés mientras corría para colocarse detrás de su escritorio con los hombros hacia atrás y la barbilla alta.

–Está en el ascensor…

Los números que había encima de las plateadas puertas brillaron uno detrás de otro. Dos… tres…

Mia observó por el rabillo del ojo cómo sus colegas de Inversiones Dillard hacían lo mismo que ella, corriendo a sus escritorios y sentándose muy rectos. Eran como colegiales esperando la inspección del director. Un director particularmente estricto e incluso despiadado… Alessandro Costa, conocido por su crueldad, era un multimillonario hecho a sí mismo y desde el día anterior, el nuevo director general de Inversiones Dillard.

Alessandro Costa se había hecho con la empresa a través de una calculada e inteligente maniobra que dejó a todos los miembros de la compañía impactados, incluido el jefe de Mia y hasta entonces director general, Henry Dillard. El pobre Henry estaba completamente devastado y había envejecido diez años en cuestión de minutos al darse cuenta de que no podía evitar que Costa International se hiciera con el control de las acciones. Todo había sucedido antes de que él tuviera tiempo de darse cuenta de lo que ocurría.

Cuatro… cinco… las puertas del ascensor se abrieron y Mia contuvo el aliento cuando el nuevo director general de Inversiones Dillard las cruzó. Había visto fotos suyas en Internet cuando hizo una exhaustiva búsqueda la noche anterior al confirmarse la noticia. Lo que había visto no la había tranquilizado, precisamente.

Alessandro Costa era especialista en opas hostiles tras las que despojaba a las empresas de sus activos y sus empleados y las absorbía en su gigantesca corporación, Costa International.

Mia trató de no establecer contacto visual con Alessandro Costa, pero se dio cuenta de que no podía dejar de mirarlo. Las fotos de Internet no le hacían justicia. No comunicaban la intensa energía que tenía, como si un campo de fuerza lo rodeara.

Tenía el cabello corto y tan negro como la noche, y le enmarcaba un rostro que era todo líneas duras, desde la mandíbula hasta la nariz y las cejas oscuras que enmarcaban los ojos grises y fríos como el acero. Su cuerpo, alto y poderosamente atlético, estaba encajado en un traje de seda gris oscuro hecho a medida. La corbata plateada le hacía juego con el color de los ojos. A Mia le recordó a un láser, o a una espada… algo poderoso y letal. Un arma.

Alessandro entró en la planta llena de escritorios con paso firme y decidido, mirándolo todo con sus ojos de halcón. Daba la sensación de que hasta el aire temblaba. Alessandro Costa era increíblemente intimidante.

Mia sabía que su puesto de trabajo estaba prácticamente condenado al despido, pero estaba decidida a hacer algo para conservarlo. Llevaba trabajando en Inversiones Dillard desde los diecinueve años, recién salida de un curso de empresa y tecnología, emocionada y feliz de poder ser finalmente independiente.

Había estado durante toda su infancia bajo el control de su autoritario padre, haciendo lo que él mandaba y bailando a su son. Su madre se había mostrado siempre servil y obediente ante él, y Mia había jurado que conseguiría su libertad en cuanto pudiera y que nunca cometería el mismo error que su madre casándose con un hombre encantador y al mismo tiempo controlador… ni con nadie.

Alessandro Costa se detuvo en el centro de la planta con los pies abiertos y las manos en las caderas. Parecía un emperador supervisando sus dominios.

–¿Quién es Mia James? –preguntó con ligero acento italiano.

Mia sintió cómo todas las miradas de la sala se giraban de pronto hacia ella. Como si fuera una niña en el colegio, levantó la mano y confió en que la voz le saliera fuerte.

–Yo –le pareció que había sonado estridente, agresiva incluso.

Alessandro Costa entornó todavía más los ojos mientras la miraba y apretó los labios.

–Ven conmigo –dijo entrando en el despacho de Henry Dillard, el único espacio privado de la planta. Se trataba de una elegante estancia con paneles de madera y sillones de cuero, bonitos cuadros al óleo y pesadas cortinas. Parecía un club de caballeros, o el estudio de una mansión elegante.

Costa se dirigió hacia el enorme escritorio de caoba tras que el que siempre se sentaba Henry mientras Mia tomaba notas al dictado. Era un hombre chapado a la antigua al que le costó incluso informatizar la empresa. Sintió una punzada al pensar que todo aquello había terminado. Henry se había retirado a su hacienda de Surrey y no sabía si volvería a verle jamás. Y todo por culpa de este hombre.

Alessandro Costa estaba detrás del viejo escritorio de Henry con las manos colocadas sobre la lisa superficie mirándola con ojos magnéticos. Todo su cuerpo irradiaba energía apenas contenida, era un hombre dispuesto a la acción y Mia se puso tensa.

–Te necesito –afirmó Costa.

Y absurdamente, aquellas palabras hicieron que el corazón le diera un vuelco. No lo decía de aquel modo, por supuesto que no, pero tal vez significaba que podría conservar su empleo.

–¿Ah… sí?

–Sí, al menos por el momento –Costa estiró la espalda y la miró con frialdad–. ¿Cuánto tiempo llevabas como secretaria de Dillard?

–Siete años.

–Entiendo. Y por lo que parece, Dillard estaba un poco anticuado. Y muchos de sus clientes también, por supuesto.

–Lo que hace surgir la pregunta de por qué ha adquirido usted la empresa –le espetó ella.

Costa alzó las cejas sin apartar la mirada de ella, y algo cobró vida en Mia. Algo que desde luego no iba a reconocer.

–Sí, ¿verdad? –comentó él–. Por suerte no es algo de lo que tú tengas que preocuparte.

Y aquello la puso firmemente en su sitio.

–Muy bien –no apartó los ojos de su mirada de acero, aunque le costó. Cada vez que lo miraba sentía que algo en ella se encendía de un modo que no le gustaba.

Aquel hombre era muy intenso y daba miedo, pero también había algo que la atraía, algo en su fiera energía, en su increíble concentración.

–Entonces, ¿para qué me necesita? –preguntó decidiendo que mantener la conversación encauzada era lo mejor que podía hacer.

–Necesito tus conocimientos sobre los clientes de Henry para poder lidiar con ellos adecuadamente. Así que mientras seas útil…

Aquello sonó como una amenaza velada, o tal vez fue solo una declaración de hechos.

–¿Y cuando no sea útil? –preguntó, aunque no estaba muy segura de querer conocer la respuesta.

–Entonces te irás –respondió Costas con brusquedad–. No me quedo con empleados inútiles. Es una mala práctica para el negocio.

–¿Y qué pasa con el resto del equipo?

–Esto tampoco es asunto tuyo.

Vaya. El hombre no tenía reparos en ser brusco, pero Mia no percibió ninguna crueldad en sus palabras, solo una declaración de los hechos desnudos. Y eso podría agradecerlo aunque no le gustara lo que oía.

En cualquier caso, enfrentarse sin necesidad a Alessandro Costa era el camino más rápido para el despido, y ella quería conservar su empleo. Lo necesitaba. Era lo único que tenía.

–Muy bien –Mia estiró la espalda y alzó la barbilla, decidida a mostrarse tan profesional como él–. ¿Qué quiere que haga?

Algo brilló en los grises ojos de Alessandro, algo que casi parecía aprobación y le provocó una oleada de placer traicionera que le recorrió todo el cuerpo, de la cabeza a los pies.

–Quiero los informes de los clientes principales de Dillard con notas sobre sus peculiaridades, hábitos, tendencias y cualquier otra información pertinente para dentro de una hora.

–De acuerdo –Mia pensó que sería capaz de hacerlo, aunque llegaría muy justa.

–Bien –sin decir una palabra más, Alessandro Costa salió del despacho y cerró la puerta tras él.

Mia dejó escapar un suspiro y se sentó en la silla frente al escritorio. Le temblaban las piernas. Ahora que se había ido fue consciente de cuánta energía le había arrebatado Costa. Estaba físicamente agotada.

Y también… afectada. La personalidad fuerte de aquel hombre era solo una parte de su intenso carisma. Mia se levantó. Tenía que demostrarle a Alessandro Costa que era absolutamente útil. Esencial, incluso. Porque no estaba preparada para enfrentarse a la alternativa.

Salió a toda prisa del antiguo despacho de Henry y se sentó en su mesa, que estaba justo fuera. La gente que había estado esperando la llegada de Costa se había dispersado y estaban todos en sus escritorios, fingiendo que trabajaban.

Pero ella tenía que concentrarse. Tenía un trabajo que hacer.

 

 

Inversiones Dillard era todavía más caótico de lo que había imaginado. Tras una mañana de reuniones con los empleados y tras supervisar el estado de la empresa, Alessandro Costa solo podía sentir desprecio por Henry Dillard, un hombre cuyo afable exterior escondía una terrible debilidad… una debilidad que había provocado la inevitable pérdida de su compañía, los activos de sus clientes y el bienestar de sus empleados. Alessandro se alegraba de haber puesto fin a su ineptitud disfrazada de benevolencia.

Al negarse a estar a la altura de los tiempos que corrían y buscar nuevas oportunidades e inversiones, Henry Dillard había llevado a su empresa y a su cartera de clientes a la bancarrota. Si Alessandro no se hubiera apoderado de la firma lo habría hecho otro. Pero mejor que fuera él. Aquel era su ámbito de competencia y la misión de su vida: hacerse con empresas fracasadas o corruptas y convertirlas en algo útil o desmantelarlas por completo.

Tendría que despedir al menos a un tercio de los empleados que había conocido ese día. Siempre procuraba transferir a la gente a otros puestos dentro de su cartera de empresas, pero la mayoría de los empleados que había conocido ese día no se merecían esa oportunidad. La secretaria de Dillard, Mia James, era sin embargo una excepción…

A su pesar, Alessandro se había sentido intrigado por ella. Era guapa a su manera, inglesa y aburrida: pelo rubio y liso, ojos azules, alta y de complexión atlética, sin curvas que llamaran la atención. Competente en todos los sentidos, y desde luego no se trataba de la clase de mujer que normalmente despertaría su interés sexual.

Y, sin embargo, lo intrigaba. Y no le gustaba que eso le pasara, y menos con una secretaria a quien seguramente trasladaría lo antes posible porque a él le gustaba trabajar solo. Solo sabía conducir su vida en soledad, lo había aprendido en la infancia y lo había pulido en la edad adulta, y no creía que lo fuera a cambiar. Nunca.

Mia James lo estaba esperando en el despacho de Dillard cuando entró una hora más tarde puntual. Alessandro siempre llegaba puntual y mantenía su palabra.

–¿Y bien? –le preguntó–. ¿Tienes los informes?

Ella se había levantado en cuando Alessandro entró, y se fijó aunque no quiso en sus largas y esbeltas piernas encajadas en medias negras, los pies calzados en zapatos negros de tacón bajo. Llevaba una falda negra de tubo, chaqueta y una blusa blanca. Tenía el cabello rubio y largo recogido con una pinza. No podía ponerle ni una pega y, sin embargo, se sentía incómodo. Irritado incluso por su interés en ella y por su presencia.

No le gustaba que la gente lo afectara. Él no trabajaba las emociones, y desde luego no actuaba acorde a ellas. Su perturbadora infancia era la prueba del poder de las emociones y de su peligro y por eso Alessandro necesitaba tener el control. Siempre.

–Lo tengo todo aquí –dijo Mia con voz firme y calmada–. Informes personales e información relevante de los diez clientes más importantes de Dillard.

–¿Y cómo has determinado que son los más importantes? –preguntó Alessandro con tono seco.

Ella lo miró con sus ojos azules. No parecía afectada por su tono.

–Son los mayores inversores, y los que más tiempo llevan con Dillard.

No mordió el anzuelo de su irritabilidad, un punto más a su favor que sin embargo lo enfadó todavía más.

Alessandro se sentó tras el escritorio y le hizo un gesto con la mano para que se acercara.

–Enséñamelo.

Mia vaciló durante un instante apenas perceptible. Luego agarró la pila de carpetas y se acercó al escritorio, colocándolas delante de él y abriendo la primera.

–James Davis, un millonario que creó su propia empresa para manejar sus intereses financieros. Dinero heredado. Generoso hasta el extremo. Amable y de trato fácil, pero con poco sentido común. Hablando claro: no tiene problemas en seguir el camino que le marquen.

Alessandro guardó silencio, impresionado a su pesar por lo rápido y claro que Mia había resumido al cliente. Le había dado la información relevante, sin nada innecesario, tal y como quería. Poca gente lo impresionaba, pero Mia James sí lo había hecho. En más de un sentido.

Miró hacia la hoja de arriba que detallaba las inversiones del hombre, pero los números se difuminaron delante de él cuando aspiró el aroma de Mia James, algo suave y cítrico. Estaba muy cerca de él, con los senos a la altura de su mirada. No es que estuviera mirando, pero sí se fijó en cómo la camisa de algodón bien planchada destacaba su esbelta figura.

Pero, ¿en qué estaba pensando?

Molesto consigo mismo y sus errantes pensamientos, Alessandro pasó las páginas fijándose en todos los detalles con más concentración de lo habitual.

–Está operando con pérdidas –observó tras un instante.

–Sí –otro leve instante de vacilación–. Muchos de los clientes de Dillard lo están haciendo, dada la actual situación financiera. Pero el señor Dillard confiaba en que las cosas mejorarían en los próximos dieciocho meses.

Cuando él ya estuviera retirado y no tuviera que preocuparse de los mercados ni de cómo afectaban a sus clientes. Alessandro había hablado por teléfono con Henry Dillard el día anterior, cuando se completó la opa. Siempre intentaba tratar a sus adversarios con dignidad, sobre todo cuando ganaba. Y siempre ganaba.

Dillard estaba furioso porque le hubiera vencido alguien a quien consideraba socialmente inferior… y lo había dejado muy claro. Alessandro no se lo tuvo en cuenta, era frecuente cuando escogía como objetivo empresas dirigidas por hombres como Henry Dillard, hombres ricos y débiles. Casi sentía lástima por el hombre, no era corrupto como otros ejecutivos que Alessandro había conocido, solo era un inepto. Había echado a perder la empresa familiar, sin importarle las necesidades de sus clientes, y ahora se enfadaba porque alguien que él consideraba que no se la merecía la había ganado de forma justa. Alessandro no sentía respeto alguno por gente así. Había lidiado con muchos en su vida, primero de niño, cuando no tenía poder, y luego siendo hombre.

–Dieciocho meses es toda una vida en el mercado de valores –le dijo a Mia–. Henry Dillard tendría que haberlo sabido –se giró para mirarla y alzó la cabeza para encontrarse con sus ojos azules. Cuando sus miradas se cruzaron algo resonó en su interior, como una gigantesca campana. Sintió cómo reverberaba por todo su cuerpo y le pareció que a Mia le sucedía lo mismo, a juzgar por el modo en que se le dilataron las pupilas y por cómo se humedeció los labios con la lengua.

–Siéntate –le ordenó.

La sorpresa se asomó brevemente a los ojos de Mia antes de que obedeciera en silencio y tomara asiento frente a él con el escritorio en medio. Así estaba mejor. Ahora no se distraería.

No se lo permitiría.

–El siguiente, por favor –le pidió.

Y Mia fue mostrándole el resto de los clientes, todos ellos con dinero de familia y con una visión anticuada de la inversión, la riqueza, del riesgo, y de todo. Inversiones Dillard era una institución que se había relajado en los laureles durante demasiado tiempo… y esa era exactamente la razón por la que Alessandro la había comprado.

Cuando terminó con los informes miró a Mia, que seguía sentada con las espalda muy recta, los tobillos cruzados y una expresión serena. Parecía una duquesa. Aquello le molestó, como todo lo demás relacionado con ella, y era una reacción que sabía que era absurda y, sin embargo, allí estaba. Además, prefería sentirse molesto que afectado. Lo que también sucedía. Desafortunadamente.

–Gracias por esto –le dijo finalmente con tono crispado.

–¿Necesita algo más?

–¿Conoces bien a los clientes de Dillard?

Una nube de sorpresa cruzó por la plácida expresión de su rostro como el viento en el agua, y luego Mia se encogió suavemente de hombros.

–Bastante bien, supongo.

–¿Interactúas con frecuencia con ellos?

–Cuando visitan la oficina, sí. Charlo con ellos, les ofrezco café, ese tipo de cosas –Mia hizo una pausa y le escudriñó el rostro, como si buscara alguna clave de qué quería de ella–. También organizaba todos los años la fiesta de verano para los clientes y sus familias, que se celebraba en la hacienda del señor Dillard en Surrey. Después de siete años me atrevería a decir que conozco a muchos de ellos bastante bien.

Alessandro no lo dudaba, lo que convertía a Mia James en insustituible… por el momento. Podría ayudarlo a llegar a conocer a los clientes de Dillard y así él podría tomar una decisión más informada sobre qué hacer.

–¿Necesita usted algo más? –preguntó Mia mientras él seguía mirándola fijamente.

–Sí –afirmó Alessandro al tiempo que una idea cristalizaba en su interior–. Que vengas conmigo a una gala benéfica esta noche.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

MIA SE quedó mirando la expresión decidida de Alessandro, se fijó en sus ojos de acero y en su mirada láser y trató de entender lo que acababa de oír.

–¿Disculpe? –preguntó finalmente deseando que no se le notaran los nervios.

Había hecho todo lo posible por mostrarse como la secretaria impávida y perfecta, pero en aquel momento le parecía que todo no era más que una fachada endeble.

–Una gala benéfica en el Ritz –aclaró Alessandro con tono algo impaciente–. Muchos de los clientes de Dillard estarán allí. Voy a ir para asegurarles de que sus inversiones están a salvo. Y tú vendrás conmigo.

Así que se trataba de una orden, y una que no podía permitirse desobedecer. Sin embargo, la mente de Mia no paraba de dar vueltas. Nunca había asistido a un evento de tan alto copete, y además, ¿en calidad de qué iba a hacerlo? ¿Cómo su secretaria? ¿Cómo su acompañante?

No, por supuesto que no. Debía estar loca para haberlo pensado siquiera por un segundo y, sin embargo, el modo en que él había dicho «conmigo» le había sonado…

Posesivo. Como si estuviera marcándola a fuego con sus palabras.

Pero por supuesto, no era eso lo que había querido decir. La perspectiva la horrorizaba y, sin duda a él todavía más.

Pero, ¿por qué la necesitaba en un evento así?

–No sé si… –empezó a decir. Y se detuvo porque no estaba muy segura de lo que quería decir. ¿Que no tenía costumbre de asistir a ese tipo de actos? ¿Que se iba a sentir fuera de lugar? Sin duda, pero lo último que quería era admitir su debilidad. Parecía como si Alessandro Costa estuviera esperando a que le diera una buena razón para despedirla, y estaba decidida a no facilitarle las cosas.

–¿No sabes si…? –repitió él con cierto tono, como si la estuviera retando.

Mia levantó la barbilla.

–¿Cuándo es la gala?

Un esbozo de sonrisa asomó a los labios de Alessandro y ella se quedó paralizada. El hombre ya era arrebatador, pero que el cielo la ayudara cuando sonreía. Los ojos se le convirtieron en plata y Mia se derritió por dentro. Tragó saliva y volvió a levantar la barbilla.

–A las siete.

La mente de Mia empezó a discurrir a toda máquina. Sin duda se trataba de un evento en el que el atuendo de gala era necesario, y su único conjunto adecuado era un vestido de cóctel básico negro bastante soso. Estaba en su apartamento de Wimbledon, tardaría casi una hora en llegar hasta allí y luego tendría que volver…

–¿Qué ocurre? –preguntó Alessandro, que ahora ya sonaba sin duda irritado–. ¿Por qué parece que esto te resulta imposible, cuando puedo asegurarte que sí lo es?

–Por nada –se apresuró a decir Mia–. Estaré lista a las siete.

–Siete menos cuarto –matizó él–. En punto. Me gusta ser puntual.

Mia regresó a su escritorio y no fue capaz de concentrarse en nada. Aunque tampoco era que tuviera mucho que hacer. Estaba en el limbo, igual que todos los demás, esperando a que Alessandro Costa decidiera cómo manejar su última adquisición y si al día siguiente seguirían conservando su puesto de trabajo.

Unos minutos después de que hubiera salido del despacho, Alessandro hizo lo mismo sin dedicarle ni una mirada. Cuando entró en el ascensor, Mia trató de no fijarse en cómo la cara tela del traje se le ajustaba a los hombros, o cómo le brillaba el pelo negro como el azabache bajo la luz. De hecho, pensó, aquel era un buen momento como cualquiera para volver a su apartamento y recoger el vestido.

El corazón le latía con fuerza dentro del pecho cuando agarró el bolso y salió, medio temerosa de tropezarse con Alessandro y tener que lidiar con su ira. Era la hora de comer y tenía un motivo para dejar la oficina, pero su puesto de trabajo estaba en la cuerda floja.

Una hora y media más tarde, Mia estaba corriendo sin aliento hacia el ascensor con el vestido y los zapatos apretados contra el pecho en una bolsa. Y cuando las puertas se abrieron, entró… y se topó de bruces con Alessandro Costa.

Se quedó sin aliento, y se hubiera estampado contra él si Alessandro no le hubiera puesto las manos sobre los hombros para estabilizarla. Durante un segundo su cercanía la embriagó, el poder y el calor de Alessandro surgían de su cuerpo en oleadas embriagadoras. La mente se le nubló y luego se le quedó en blanco. Puso las palmas de las manos en su musculoso pecho y abrió los dedos instintivamente, como si quisiera sentir más de él. No se le ocurría ni una sola cosa que decir. No podía ni siquiera moverse, solo era consciente de su cuerpo poderoso y duro cerca del suyo. Si balanceaba ligeramente las caderas, lo rozaría.

Entonces Alessandro la soltó y dio un paso atrás con los labios apretados mientras le dirigía una mirada despectiva.

–¿Dónde has estado?

–Lo siento, ¿me buscaba?

–Quería los informes de los clientes menos importantes de Dillard. ¿Creías que me conformaría solo con los diez primeros? –sonó cortante incluso para él, tenía el cuerpo tirante por la tensión apenas contenida.

–Lo siento, he salido a comer.

–¿Una hora y media?

Mia sacudió la cabeza y sintió cómo se le sonrojaban el cuello y el rostro. Se estaba temiendo exactamente este escenario, y ahora era una realidad que no sabía cómo manejar. Alessandro seguía estando muy cerca y, cada vez que Mia respiraba aspiraba el aroma de su loción para después del afeitado, sentía su calor.

–No, por supuesto que no –estiró la espalda y trató de agarrarse a los últimos jirones de compostura que le quedaban. Podría hacer esto. Tenía que hacerlo–. Ya que lo pregunta, he ido a mi apartamento para buscar un vestido que ponerme esta noche. Pero enseguida preparo los otros informes.

Alessandro se la quedó mirando durante un angustioso momento antes de asentir brevemente con la cabeza.

–Muy bien. Quiero los informes de los demás clientes para dentro de una hora.

A Mia no le cabía la menor duda de que estaría contando el tiempo al segundo. Una vez de regreso en su escritorio, colgó el vestido en la puerta y corrió a recopilar los informes. Iba a ser difícil tenerlo todo listo en una hora, pero le demostraría a Alessandro que era capaz de hacerlo.

Consiguió reunir todo con dedos ágiles y mente despierta y apuntar las notas relevantes. Entró en el despacho de Henry, ahora el de Alessandro, justo un minuto antes de la hora. Alessandro consultó su reloj cuando Mia cruzó las puertas y luego esbozó una de sus tenues sonrisas durante un segundo.

–Impresionante –dijo tras un momento. Parecía admirado, aunque a regañadientes–. No pensé que podrías hacerlo en una hora.

–Me subestima usted, señor Costa.

Alessandro se la quedó mirando y Mia sintió que todo su cuerpo empezaba a bullir.

–Tal vez –murmuró estirando el brazo para que le entregara los informes.

Mia se los pasó y luego los fue repasando con él sentada enfrente al otro lado del escritorio.

–¿Necesita algo más? –preguntó cuando hubieron repasado todos los informes.

–Sí –respondió Alessandro con sequedad–. Enséñame tu vestido.

Mia abrió la boca y luego la cerró de golpe.

–¿Mi… vestido?

–Sí, tu vestido. Quiero asegurarme de que es adecuado. Vas a ser mi acompañante, y tu aspecto es importante.

–Su acompañante… –la mente de Mia empezó a dar vueltas a toda prisa. Sin duda no estaría sugiriendo…

–Vamos a acudir juntos –le aclaró él como para destacar la absoluta imposibilidad de lo que ella pudiera estar pensando–. Debes ir adecuadamente vestida. Y ahora enséñame el vestido.

Mia se levantó del asiento sin decir nada. No tenía ni idea de qué consideraba Alessandro Costa «adecuado», pero le daba la impresión de que su vestido de cóctel comprado en las rebajas no iba a estar a la altura. A menos que quisiera que fuera discreta, incluso invisible, como había deseado Henry Dillard. Como Mia estaba acostumbrada desde niña, deslizándose entre las sombras sin atraer la atención sobre sí misma para no provocar la ira de su padre. Y la verdad era que no tenía muy claro si sería capaz de ser de otra manera.

Fue a buscar el vestido y se lo mostró al volver al despacho.

–¿Servirá? –preguntó, incapaz de evitar un ligero temblor de voz. Su jefe no le había supervisado nunca antes el vestuario y no le gustaba.

–¿Pretendes llevar «eso»? –Alessandro parecía escandalizado y completamente despectivo–. ¿Quieres que te confundan con una de las camareras?

Mia alzó la barbilla.

–Es absolutamente apropiado.

–Es absolutamente horrible. No puedes ir con eso –afirmó Alessandro con rotundidad.

–No tengo nada más –reconoció ella–. Así que si quiere que vaya…

–Entonces me aseguraré de que lleves otra cosa –murmuró Alessandro sacando el móvil del bolsillo–. No iré contigo del brazo como si fueras una Cenicienta vestida de harapos.

–Entonces, ¿vas a ser mi hada madrina? –preguntó Mia con acidez tuteándole sin darse cuenta.

Los ojos de Alessandro brillaron como plata líquida y esbozó una media sonrisa.

–Vaya, es la primera vez que alguien me llama así –dijo sonriendo un poco más.

Mia se forzó a apartar la vista.

 

 

Alessandro se alejó un poco de ella mientras hablaba por teléfono y pedía una estilista personal que se personara de inmediato en la oficina. Su mano derecha, Luca, se puso al instante a ello.

Alessandro colgó y se giró para mirar a Mia, tratando de no fijarse en cómo le subía y le bajaba el pecho con cada agitada respiración. Estaba claro que no le gustaba que él decidiera lo que tenía que ponerse, aunque debería agradecerle que hubiera vetado su elección. El vestido negro tenía un aspecto barato y aburrido.

–No veo por qué tengo que llevar un vestido elegante, voy como secretaria –dijo ella haciendo claramente un esfuerzo por moderar el tono–. Ni tampoco entiendo por qué tengo que ir a esa gala…

–Tienes que ir porque habrá muchos clientes de Dillard allí –respondió Alessandro–. Y tú los conoces mejor que yo. Necesito tus conocimientos en esta materia, y necesito que lleves un vestido adecuado para la ocasión. Así que te pido que elijas algo que te guste de la selección que te va a traer la estilista. Hasta que llegue, puedes volver al trabajo.

Mila asintió brevemente con la cabeza, se giró sobre los talones y salió del despacho cerrando la puerta con una firmeza que casi podía considerarse portazo. Aquello enfadó a Alessandro, pero al mismo tiempo le hizo gracia. Normalmente no le gustaba que la gente se opusiera a él, odiaba cualquier señal de falta de respeto o desobediencia. Y, sin embargo, aunque la rebeldía de Mia le molestaba, aquella chispa de desafío… también le encendía en cierto modo.

Aquella certeza le hizo sentirse incómodo. Se sentía atraído por ella, reconoció a regañadientes, y aquello era algo que sin duda podía y debía controlar. No había sitio para la atracción en el lugar de trabajo, y el autocontrol había sido siempre su credo personal, su modo de vivir. Lo que le había hecho mantenerse en la cima.

Nunca sería como su madre, cuya vida había sido arrojada a las olas de los deseos de otras personas. Su pobreza material y mental habían provocado que fuera constantemente vulnerable y buscara el amor en relaciones inestables y superficiales.

Alessandro nunca sería así… nunca estaría a merced de otra persona ni aunque sintiera deseo.

Y, sin embargo, era consciente del hecho de aquella atracción, y también de que sus ganas de ver a Mia vestida con un atuendo apropiado no eran tan profesionales como le había hecho creer.

Tal y como ella había señalado, como secretaria de Dillard podía acudir perfectamente con un vestido sencillo. Pero él no quería ver a Mia con una bolsa de basura.

Unos minutos más tarde, Luca le envió un mensaje diciéndole que la estilista había llegado, y Alessandro se puso de pie para ir en busca de Mia. Estaba en su escritorio, y cuando él se acercó por detrás y miró la pantalla de su portátil, una ola de descontento lo atravesó.

–¿Estás trabajando en tu currículum?

Ella se revolvió incómoda en la silla y abrió los ojos de par en par alarmada al verle mirar la pantalla, pero cuando habló lo hizo con voz serena.

–Para cuando ya no sea «útil».

–Ese momento todavía no ha llegado –Alessandro hizo clic en el ratón con un movimiento brusco para cerrar el documento sin guardar los cambios. Mia apretó los labios pero no protestó–. La estilista está aquí. Puedes usar mi despacho.

Los ojos de Mia echaron chispas, y Alessandro se preguntó qué le habría molestado: que rechazara su vestido, que ordenara otro o sus modos, que eran más autocráticos de lo habitual porque le parecía la mejor defensa contra aquella irritante e inconveniente atracción que bullía bajo la superficie.

No quería hacer las cosas de aquella manera. Nunca. Las relaciones no estaban en su campo de visión, y el sexo no era más que una urgencia física que necesitaba saciar como cualquier otra. Entonces, ¿por qué se sentía de aquel modo tan extraño con Mia James?

Pero lo controlaría. No se dejaría llevar. El trabajo era demasiado importante para ponerlo en peligro por un momento de satisfacción aunque fuera con alguien tan cautivador como la mujer que tenía delante.

–¿Vienes? –le preguntó tenso.

Ella asintió, se levantó de la silla con elegancia inconsciente y lo siguió con paso firme. La estilista llegó unos minutos más tarde con una colección de perchas tapadas por plásticos y con un ayudante detrás que cargaba con varias bolsas y cajas. Alessandro supervisó cómo lo colocaban todo y luego decidió dejar a Mia sola con ello.

–Avísame cuando hayas elegido –le dijo.

Ella arqueó una de sus doradas cejas.

–¿Para que lo apruebes?

–Por supuesto –aquel era el sentido de todo aquello, ¿no? Pero Alessandro decidió atemperar su respuesta en beneficio de Mia–. Gracias por ocuparte de este asunto.

Mia apretó los labios.

–Como si tuviera elección.

Alessandro frunció el ceño.

–Te estoy ofreciendo un vestido. ¿Qué tiene eso de cuestionable?

–No es el por el vestido y lo sabes –le espetó ella–. Es tu actitud.

Alessandro asintió.

–Sí, soy consciente de ello –admitió con sequedad–. Así que al menos estamos de acuerdo en algo.

Durante las siguientes horas no fue capaz de concentrarse en el trabajo que tenía, algo que le molestó tanto como todo lo relacionado con Mia James. ¿Qué tenía aquella mujer para que estuviera obsesionado con ella? ¿Se trataba solo de su innegable atractivo o había algo más?

En cualquier caso, era un engorro, era alarmante. Y tenía que parar.

–¿Señor Costa? –la voz aflautada de la estilista interrumpió sus pensamientos. ¿Cuánto tiempo llevaba mirando la pantalla del ordenador?–. La señorita James ha elegido un vestido.

–Gracias –Alessandro se levantó y entró rápidamente en el despacho, preparándose para lo que le tocara ver.

A pesar de su intención de permanecer impertérrito, se quedó paralizado ante la visión de Mia, su esbelto cuerpo esbelto en un vestido de seda azul hielo que abrazaba su figura antes de caer a los tobillos en un exuberante despliegue de tela brillante. En lugar de recogido con una pinza, llevaba el cabello arreglado en un elegante moño. En su cuello y orejas resplandecían diamantes. Parecía una diosa nórdica, una reina de hielo, todo en ella resultaba hermoso y embriagador.

El deseo se apoderó de él con una oleada abrumadora, inesperada incluso ahora por la intensidad y la fuerza. Quería quitarle las horquillas del pelo, quería bajarle la discreta cremallera de la espalda del vestido y contarle los botones de las vértebras, saborear la suavidad de su piel.

Sentía deseo. Y Alessandro nunca se permitía desear.

–¿Y bien? –preguntó Mia con voz tirante–. ¿Sirve?

–Sí –respondió él tras un segundo de tenso silencio. Le costó pronunciar la palabra–. Sirve.

Mia dejó escapar un resoplido, se dio la vuelta y a la estilista se le descompuso un poco la cara al escuchar aquel piropo tan descafeinado. A él no le importó. Ya se estaba arrepintiendo de haberle pedido a Mia que lo acompañara aquella noche. Le apetecía el plan más de lo que debería.

–Iré yo también a cambiarme –dijo cuando transcurrieron unos segundos sin que nadie dijera ni una palabra–. Salimos en diez minutos.

Mia asintió sin mirarlo, y Alessandro se quedó una vez más cautivado por la curva de su mandíbula, la pendiente de su cintura que rogaba ser explorada y saboreada. Se dio la vuelta rápidamente y salió del despacho sin decir una palabra más.

Cuanto antes terminara la velada, mejor. El deseo que sentía era inconveniente y abrumador. Pero lo controlaría, como todo lo demás en su vida. Solo le costaría un poco más de lo que había anticipado.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

MIA SINTIÓ como si hubiera caído por el agujero de la madriguera de un conejo y hubiera aparecido en una realidad alternativa… una realidad en la que viajaba en limusina, bebía champán y entraba en un resplandeciente salón de baile del brazo del hombre más guapo del lugar.

Para su asombro, aquella noche se sentía como la reina del baile. Todo había empezado cuando la estilista le llevó varios vestidos exquisitos para que escogiera uno, y luego le arregló el pelo y el maquillaje antes de terminar con el conjunto de collar y pendientes de diamantes más increíble que Mia había visto en su vida.

Se jactaba de ser siempre sensata y pragmática, y pensó que dejarse cuidar y arreglar de aquel modo le resultaría empalagoso. No esperaba disfrutarlo… pero lo había disfrutado. Se sometió a todas las instrucciones de la estilista y saboreó el momento. Una parte de ella estaba horrorizada por lo que aquello podía significar, pero era solo una noche. Una noche mágica tras una vida entera de cabeza gacha y trabajo duro. ¿Por qué no iba a disfrutarlo?

Y luego, cuando Alessandro entró en el despacho y la miró… en aquel momento fue como si el mundo se saliera de su órbita. Durante un segundo, Mia vio el destello de aprobación masculina en sus ojos como un fuego dorado que la encendió y le hizo bullir la sangre mientras su cabeza daba vueltas a posibilidades con las que nunca se había atrevido a soñar.

Entonces Alessandro le dijo que «servía», con el tono lacónico habitual y Mia se preguntó si lo habría imaginado todo. Debía ser así. Después de todo, se trataba de Alessandro Costa. El despiadado y arrogante director general al que tenía un poco de miedo. No era un hombre interesado en ella. No era su pareja de la noche.

Y, sin embargo, Mia sentía que sí lo era. Y lo más preocupante era que la sensación le gustaba. Ella, que se había mantenido alejada del amor y las relaciones románticas e incluso del coqueteo porque no quería que nadie ejerciera aquel tipo de poder sobre ella. Porque su madre se había enamorado de su padre muchos años atrás y las cosas habían salido fatal.

–«Él me quiere, Mia. De verdad. Pero le cuesta trabajo demostrarlo».

Mia había escuchado demasiadas veces las excusas de su madre antes de que muriera de cáncer cuando ella tenía catorce año, demasiado rota y desesperada para seguir aguantando más. Mia tuvo que esperar cuatro años más antes de poder librarse finalmente del control de su padre. Y desde entonces se había tomado como una misión mantenerse fuerte, independiente y sola. A salvo.

Pero aquella noche relajaría las normas, las rompería incluso. Aquella noche olvidaría que existían. Después de todo, solo era una noche. Una única y maravillosa noche en la que podría fingir durante unas horas que era Cenicienta y que estaba en el baile con su príncipe azul antes de que el reloj marcara inevitablemente la medianoche.

Habían llegado en limusina al Ritz, y Alessandro, impresionante de esmoquin, apenas había pronunciado palabra, lo que a Mia le parecía bien porque apenas podía pensar. Toda la situación le resultaba abrumadora. Embriagadora. Maravillosa.

Cuando llegaron a la entrada y Mia salió del coche los flashes de las cámaras la cegaron, Alessandro la tomó del brazo y sonrió a los reporteros, sus cabezas casi se tocaban.

¿Qué estaba haciendo Alessandro y por qué? Se sentía fuera de lugar, y la sensación se acrecentó cuando él se acercó a un grupo de personas, algunas de las cuales la conocían, y la presentó como «su acompañante».

Mia se fijó en las cejas alzadas, las sonrisas curiosas, las miradas especulativas, y como todos los demás, se preguntó a qué estaba jugando Alessandro Costa.

–¿Por qué no le dices a la gente que soy tu secretaria? –le preguntó cuando estuvieron un momento a solas. Se había tomado dos copas de champán y sentía la lengua suelta.

–Porque esta noche eres una mujer preciosa que me acompaña a una gala.

–Pero… –Mia sacudió despacio la cabeza y trató de discernir qué emoción había tras aquel exterior frío, aquellos ojos opacos como cristales ahumados–. ¿Por qué?

Alessandro encogió sus poderosos hombros, los músculos se movieron bajo la cara tela del esmoquin.

–¿Y por qué no?

–No pareces un hombre que haga algo sin una buena razón –murmuró ella.

–Vaya, me sorprende tu percepción, Mia –su tono de voz, con aquel ligero acento, pareció acariciar las dos sílabas de su nombre.

–¿De dónde eres? –preguntó ella–. Cuando busqué en Internet no encontré ese dato.

Alessandro alzó las cejas.

–¿Me has buscado?

Mia se encogió de hombros.

–Cuando supe que te habías hecho con la empresa, sí, por supuesto. La información es poder.

–Cierto –Alessandro le mantuvo la mirada–. ¿Es eso lo que quieres? ¿Poder?

–Quiero conservar mi trabajo –dijo ella tras una pausa de un segundo–. Y conocer a mi jefe me ayuda a ello.

Alessandro la tomó del codo con mano cálida y la guio hacia un grupo de personas,

–¿Dónde vamos?

–A mezclarnos con la gente, por supuesto. Para eso hemos venido. Vas a presentarme a toda esta gente y luego me contarás sus secretos.

Antes de que ella pudiera protestar diciendo que ya le había contado todo lo que sabía en los informes, ya estaban en el grupo. Alessandro mantenía la mano en su cintura.

Mia escuchó de lejos la conversación intrascendente fijándose en el modo social y amable de comportarse de Alessandro. Podía ser encantador si quería, un hecho que la alarmó. Si Alessandro Costa la afectaba cuando era brusco y cortante, que Dios la ayudara cuando fuera amable.

Mia conocía a varias personas del grupo por Dillard, y presentó a Alessandro a otras más a lo largo de la velada sintiendo como si estuviera interpretando un papel. Su único objetivo ahora era llegar al final de la noche sin avergonzarse a sí misma ni perder completamente la cabeza por el hombre que tenía al lado.

Cuando volvieron a quedarse solos y ella estaba apurando su tercera copa de champán, decidió lanzarse a preguntarle.

–¿Qué quieres de toda esta gente? –le preguntó con la lengua definitivamente suelta ahora–. ¿Y por qué has comprado Inversiones Dillard si está perdiendo dinero?

–Eso no tiene que ser siempre así.

–Y, sin embargo, un hombre como tú… –Mia sacudió la cabeza.

–¿Un hombre como yo? –repitió él–. ¿Qué quieres decir con eso exactamente? –preguntó acercándose más–. ¿Qué sabes de mí tras buscarme en Internet, Mia?

 

 

Alessandro no había pretendido hacerle aquella pregunta, pero sentía curiosidad a su pesar.

–Bueno –Mia se humedeció los labios, lo que provocó en él una punzada involuntaria de deseo–. Te apoderas de empresas, las dejas sin recursos, despides al noventa por ciento del personal y luego incorporas las empresas a Costa International.

Aquella era la síntesis sin ser completamente cierto, pero Alessandro no estaba por la labor de defender sus acciones. Hablaban por sí mismas.

–¿Vas a hacer lo mismo con Dillard? –Mia alzó un poco la barbilla–. ¿Vas a despedir a todo el mundo? ¿Te diviertes arruinándole la vida a la gente?

Alessandro se la quedó mirando un instante luchando contra el deseo de explicarle la verdad de su misión. Pero no. No quería que su opinión le importara.

–¿A ti qué te parece? –preguntó tratando de sonar despreocupado.

Mia sacudió lentamente la cabeza.

–No me pareces cruel. La prensa te dibuja como una especie de vaquero, alguien que surgió de la nada y que experimentó un ascenso meteórico. Alguien que no es completamente honorable, pero tampoco cruel.

–Bueno, pues se equivocan –afirmó Alessandro despreocupadamente, aunque sintió aquellas palabras como cuchillas en la piel–. No soy respetable en absoluto.

–¿Y qué pasa con los empleados que despides? Personas inocentes… ¿no te importan?

Más de lo que ella sabría nunca.

Los ojos de Mia echaron chispas al ver que no respondía.

–Pues debería importarte. La prensa dice que te criaste en un entorno pobre. En una barriada de Nápoles. ¿Es cierto?

–Sí –Alessandro hizo lo posible por parecer aburrido. De hecho lo estaba.

Lo último que quería era hablar de su patético pasado… el interminable caos de mudarse de un apartamento mugriento a otro, las temporadas en hogares de acogida cuando su madre perdió su custodia, los trabajos interminables que había aceptado limpiando oficinas, los incontables novios que se buscó para intentar desesperadamente mitigar la tristeza de su vida.

–Entonces, si sabes lo que significa ser pobre, vivir al límite, ¿cómo puedes despedir a la gente así?

–Porque sé lo que es el trabajo duro –afirmó Alessandro con tono helado–. Y ganarse lo que yo tengo. Y todo el que trabaje duro tendrá una posición en Costa International. Eso lo garantizo.

Mia abrió los ojos de par en par.

–¿De verdad?

Sonaba tan esperanzada que Alessandro sintió un escalofrío.

–Inversiones Dillard estaba agonizando. Me hice con la empresa antes de que muriera. Lo que he hecho es salvar los empleos de la gente a largo plazo. No soy el monstruo que crees –afirmó.

Ella se lo quedó mirando un largo instante y Alessandro sintió que estaba mirando en su interior. Aquella mirada azul le atravesó el alma y llegó hasta profundidades que creía cerradas para siempre. Apartó la vista, se encogió de hombros y le dio otro sorbo a su copa de champán mientras intentaba controlar sus desbocadas emociones.

–Me pregunto quién eres en realidad –murmuró Mia–. Me pregunto qué escondes.

Alessandro se la quedó mirando, incapaz de apartar la vista. Sintió una punzada en el vientre.

–Vamos a bailar –dijo con voz áspera por la emoción.

Si bailaban no hablarían. Mia no diría nada ni vería cosas en su interior. Se aseguraría de ello.

Ella asintió con la cabeza, dejaron las copas vacías en la mesa más cercana y Alessandro la tomó de la mano y la guio a la pista de baile de parqué. Sonaba una música sensual y lenta de saxofón cuando Alessandro la tomó entre sus brazos.

Mia rozó suavemente las caderas contra las suyas y Alessandro sintió una llamarada de calor cuando empezó a moverse con ella en brazos. Mia siguió el ritmo de sus movimientos con elegancia, las caderas sinuosas, el cuerpo ligero. Ligero y ansioso. La sintió temblar y supo que, como él, sentía aquel deseo inconveniente y embriagador que se iba haciendo más fuerte a cada segundo que se movían al unísono. Darse cuenta de aquello hizo que la deseara más. Para Alessandro el sexo había sido siempre una cuestión de desahogo, pero esto era distinto. El deseo que crecía dentro de él como una hiedra peligrosa parecía capaz de abrumarlo. De acabar con su raciocinio, el sentido común y, peor todavía, el autocontrol que había sido la piedra angular de su existencia, el ancla de su alma. Y lo más alarmante de todo era que en aquel momento ni siquiera le importaba.

Terminó la pieza musical y empezó otra, y ellos siguieron bailando. Alessandro la acercó más a sí de modo que su cuerpo descansaba en el suyo. Ella le rodeó el cuello con los brazos y le rozó el pecho con los senos. Tenía la cabeza ligeramente inclinada de modo que Alessandro podía ver la delicada curva de su cuello. Sintió el deseo irreprimible de pegar los labios a su piel allí.

Podría hacerlo, y en aquella nebulosa de deseo, cansancio y champán, no podía recordar una sola razón para no hacerlo. Entonces Mia echó la cabeza hacia atrás y su mirada se clavó en la suya. Era como si estuvieran compartiendo una conversación en el silencio, un anhelo compartido y un deseo profundo, una pregunta y una respuesta, todo encapsulado en una única y ardiente mirada.

Ninguno de los dos dijo ni una palabra, pero Alessandro sintió cómo un escalofrío recorría el cuerpo de Mia mientras la sostenía entre sus brazos. Lo poco que le quedaba de cordura desapareció.

–Vámonos –dijo con voz áspera de deseo.

–¿Dónde? –murmuró ella entre sus brazos.

–Donde sea.

Mia abrió los ojos de par en par y entreabrió los labios. Tragó saliva y Alessandro esperó su respuesta, la que ya le había dado en el anhelo silencioso de su mirada. La canción terminó y sus cuerpos se pararon. Alessandro seguía esperando con la respiración contenida.

Entonces ella asintió con la cabeza.

Alessandro no esperó nada más. La tomó de la mano, cruzó la pista de baile y salió del salón de baile y del hotel a la cálida noche de primavera.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

EL AIRE fresco de la noche fue como una bofetada en la cara de Mia al salir del hotel con Alessandro sujetándole fuertemente la mano. Fue como una llamada a despertar.

¿Qué diablos estaba haciendo? ¿Qué clase de locura se había apoderado de ella? La limusina los esperaba en la entrada: Alessandro debió mandar un mensaje al conductor sin que ella se diera cuenta. Él le abrió la puerta sin decir nada y la ayudó a pasar al lujoso interior de cuero. Mia miró de reojo las duras líneas de su perfil y se preguntó en qué estaría pensando ahora que estaban fuera del baile, la música y el champán. ¿Se estaría arrepintiendo como le pasaba a ella?

–¿Dónde… dónde vamos? –preguntó Mia con tono asustado.

–A la oficina –respondió él con sequedad. Y cuando se giró hacia ella había algo duro y decidido en su rostro, y tenía la mirada oscura.

Al mirarlo y captar aquella expresión inflexible, Mia se quedó paralizada. Estaba claro que él también se arrepentía, un pensamiento que debería proporcionarle alivio. Y sin embargo se sintió decepcionada.

«Estúpida, estúpida».

Avanzaron en silencio hasta la sede de Dillard en Mayfair. La noche era una nebulosa de oscuridad y las luces de la ciudad los rodeaban. El aire de la limusina estaba cargado de tensión, y Mia dejó escapar un suspiro de alivio cuando el coche se detuvo por fin en la puerta de la oficina.

–Tengo que recoger mis cosas –murmuró.

Se había dejado la ropa de trabajo, el abrigo y el bolso en el despacho. Y parecía no quedar duda de que no iban a ir a ningún sitio juntos como Alessandro había dado a entender en el baile. Lo único que Mia quería ahora era irse a casa.

–Yo también tengo que recoger mis cosas –respondió él–. Sube y la limusina puede llevarte luego a casa.

–No es necesario… –comenzó a decir ella sin muchas ganas.

Y tras mirarla un instante con dureza, Alessandro se encogió de hombros con total indiferencia.

–Como quieras.

Alessandro metió la llave y entró en el edificio. Todo estaba ahora en silencio y oscuro. Mia había estado en la oficina trabajando hasta tarde de noche muchas veces, pero por alguna razón ahora parecía distinto con Alessandro entrando justo detrás de ella. Se le puso la piel de gallina al saber que estaba tan cerca.

El ascensor no le había parecido nunca tan pequeño ni asfixiante mientras subían en un silencio cargado no de expectación, sino de la repentina carencia de esta.

–Mis cosas están en tu despacho –dijo Mia cuando las puertas se abrieron.

Alessandro se limitó a encogerse de hombros mientras abría la puerta y encendía la lamparita del escritorio. Ella recogió rápidamente el bolso y la ropa. Vaciló un instante. Sabía que no debía ir en el metro a las diez de la noche con un vestido de noche que llegaba hasta el suelo.

–¿Te importa si me cambio?

Otro encogimiento de hombros. Alessandro salió del despacho y Mia dejó escapar otro suspiro de alivio al verle salir. Se quitó el collar de diamantes y lo dejó con cuidado en la cajita de terciopelo negro que la estilista había dejado allí hacía unas horas. Aunque parecía toda una vida. ¿De verdad había bailado con Alessandro, coqueteado con él? Ahora apenas podía creerlo.

Apartó de sí aquellos pensamientos mientras se quitaba los pendientes, luego los zapatos de tacón. Ahora le tocaba el turno al vestido.

Echó los brazos atrás intentando alcanzar la cremallera y sus dedos rozaron la parte superior, pero no llegaba. Mia gruñó. No podía hacerlo sola. Y no podía entrar en el metro así. Iba a tener que pedirle a Alessandro que la ayudara, una perspectiva que la llenaba de miedo y al mismo tiempo de una emoción que prefirió ignorar.

Alessandro llamó con los nudillos a la puerta.

–¿Estás lista?

–Sí –le tembló la voz al ir a abrir la puerta. Alessandro estaba frente a ella con el ceño fruncido.

–No te has cambiado –dijo con tono desaprobatorio.

–Ya lo sé. No llego a la cremallera del vestido –lo miró a los ojos aunque le costó trabajo–. ¿Te importa ayudarme?

–¿Con la cremallera?

¿Por qué sonaba tan sorprendido, tan escandalizado?

–Sí –contestó ella–. Lo siento –añadió.

Alessandro asintió y entró en el despacho. Mia aspiró con fuerza el aire mientras se daba la vuelta en silencio, mostrándole la cremallera que iba desde la nuca hasta el final de la espalda.

La luz de la luna se filtraba a través de las ventanas, bañando todo en plata. Ninguno de los dos se movió durante un instante. A Mia se le había salido un mechón de pelo del moño y Alessandro se lo apartó del cuello, lo que la hizo estremecerse.

No había sido su intención, lo juraba, pero la respuesta le recorrió el cuerpo de todas formas. Y lo peor fue que se notó.

¿Qué tenía aquel hombre que la hacía responder de aquel modo? No le había pasado nunca antes, ni por asomo. Su experiencia romántica y sexual era prácticamente nula, y por elección suya. Tal vez por eso reaccionaba así ahora, porque no tenía nada con qué compararlo.

Y, sin embargo, Mia sabía que no era eso. Era aquel hombre. El hombre que ahora le estaba bajando la cremallera por la espalda tan despacio, centímetro a centímetro. Mia contuvo el aliento mientras la respiración de Alessandro le acariciaba el cuello y luego la espalda desnuda cuando el vestido empezó a caer lentamente dejándole la piel al descubierto.

Mia se puso tensa y trató de evitar un nuevo escalofrío, pero no lo consiguió. Un nuevo estremecimiento le recorrió toda la piel. Sabía que Alessandro lo había visto.

Y ella sintió su respuesta en la repentina quietud de sus dedos en la espalda. La cremallera ya casi estaba bajada del todo. Pero Alessandro no se movió, y ella tampoco.

El mundo se quedó quieto, suspendido mientras los dos se quedaban allí donde estaban. Esperando. Mia sabía que debería apartarse, pero no pudo. De hecho hizo lo contrario. Su cuerpo la traicionó acercándose ligeramente hacia él.

Despacio, muy despacio, Alessandro se inclinó hacia delante. Su respiración abanicó la piel ya ardiente de Mia cuando sus labios le depositaron un suave beso en la nuca.

 

 

No había pretendido hacerlo. Por supuesto que no. Alessandro no sabía qué locura se había apoderado de él para inclinarse y besar a Mia en el cuello. El momento le resultó tan exquisitamente sensual que se le borró todo pensamiento racional de la mente.

Y no le importaba.

Sintió la abrumadora e instantánea respuesta de Mia, su cuerpo se estremeció bajo su contacto y Alessandro bajó más los labios, besando cada vértebra de su columna, permitiendo que sus labios se deslizaran por la sedosa piel.

La luz de la luna convirtió su piel de marfil en plateada. Era una diosa perfecta, como una estatua de mármol antigua, la personificación de la belleza clásica. Siguió besándola columna abajo, sintiendo cómo Mia temblaba bajo su roce tenue como una pluma. Entonces llegó a la base de la columna y se puso de rodillas, sosteniéndole las caderas con las manos mientras le besaba la parte inferior de la espalda, un punto que nunca había considerado sensual. Hasta ahora.

–Alessandro…

Su nombre surgió como una plegaria desesperada de labios de Mia mientras el vestido le resbalaba por las caderas y caía a sus pies, dejándola completamente desnuda. Empezó a girarse y Alessandro se incorporó, estrechándola entre sus brazos mientras su boca caía hambrienta en la suya. Mia respondió al beso con pasión mientras ambos se tambaleaban juntos con los labios enganchados, tocándose ávidamente con las manos hasta que dieron con el escritorio de Henry.

Alessandro la colocó encima y se colocó entre sus muslos mientras la besaba con más pasión todavía. No se saciaba de ella. No quería saciarse. Quería más y más.

Cuando dejaba de besarla era para besarla en otro sitio, quería reclamar todo su cuerpo como suyo, sus pechos pequeños y altos, la cintura estrecha, las piernas interminables. Mia echó la cabeza hacia atrás y empezó a jadear mientras Alessandro exploraba cada centímetro de su cuerpo con ansia.

Le subió una mano por los delicados huesos del tobillo hasta la pantorrilla, por el interior del muslo, antes de que sus dedos encontraran su centro. Mia se puso tensa al sentir su contacto y contuvo el aliento mientras él la acariciaba.

–Alessandro… –otra plegaria, una que él contestó con caricias seguras.

Pero ni siquiera aquello era suficiente; no lo fue cuando Mia se rindió completamente a sus caricias y su voz se convirtió en un gemido roto y estremecido. Necesitaba poseerla del todo, hacerla suya. Sin embargo, un último atisbo de cordura le hizo vacilar.

–Mia, ¿estás segura? –preguntó con voz baja y ronca. Tenía que saber que deseaba aquello tanto como él.

Mia abrió los ojos de par en par. Parecía mareada y saciada cuando asintió.

–Sí –susurró–. Sí.

Alessandro no necesitó más ánimos. Le abrió más los muslos mientras se quitaba la ropa. Unos segundos más tarde que le parecieron una eternidad, entró en ella gimiendo de placer.

Mia soltó un gemido asombrado y él se quedó muy quieto, paralizado por el asombro.

No podía creer lo que acababa de pasar.

–Mia, ¿eres…? –apenas se atrevía a pronunciar la palabra–. ¿Virgen?

Ella dejó escapar una risa ahogada y le clavó las uñas en los hombros para mantenerlo en el sitio.

–Lo era.

Alessandro soltó una palabrota. Tendría que habérselo dicho. Tendría que haberlo sabido. Después de todo, él le había preguntado si estaba segura. Y ahora, con el cuerpo todavía ardiendo de deseo, empezó a retirarse.

–No –Mia se le agarró a los hombros mientras se recolocaba debajo de él–. Estoy bien –se movió de nuevo, abriendo el cuerpo debajo del suyo, invitándole a seguir más allá, y cuando Alessandro sintió su acogedor calor supo que era un hombre perdido. Empezó a moverse, y Mia exhaló un suspiro de placer mientras empezó a seguirle el ritmo.

El arrepentimiento y la inseguridad que había sentido se desvanecieron como la niebla mientras se movían juntos, subiendo más y más cada vez hasta que ambos alcanzaron la cima y Alessandro se estremeció de placer mientras la estrechaba todavía más entre sus brazos. Podía sentir su corazón latiendo contra el suyo, y supo que nunca había estado tan cerca de otra persona como en aquel momento.

Transcurrieron unos segundos, y ninguno de los dos se movió o habló. Alessandro tenía la extraña sensación de que no quería moverse, no quería que aquello terminara. Nunca se había sentido así en el después con una mujer.

Pero por supuesto tenía que apartarse, y Mia también, y tras unos segundos más ella empezó a retirarse. Alessandro la dejó ir, recomponiéndose mientras Mia se levantaba del escritorio. Tenía la cabeza inclinada y el rostro ladeado cuando se acercó rápidamente a su ropa y se la puso. Alessandro vio cómo le temblaban los dedos al abrocharse la ahora arrugada camisa que llevaba puesta aquella mañana, en lo que parecía una eternidad atrás.

Alessandro sabía que debía decir algo, pero no sabía qué. Ahora que la nebulosa de aquel increíble placer ya no le nublaba la mente, se estaba dando cuenta del error tan enorme que acababa de cometer. Mia James era su secretaria, y hacer aquello en el escritorio de esa manera…

Apenas podía creer que aquello hubiera ocurrido. Nunca le pasaban cosas así porque nunca lo permitía. Era demasiado controlado, demasiado contenido, demasiado seguro de lo que quería para permitir que algo tan estúpido como el deseo le nublara la mente y guiara sus actos aunque fuera durante unos segundos.

Y sin embargo eso era exactamente lo que había pasado. No daba crédito.

Mia terminó de vestirse y se quedó allí de pie, con el bolso pegado al pecho, el pelo revuelto alrededor de su pálido rostro y los ojos abiertos de par en par.