E-Pack Bianca septiembre 2021 - Kate Hewitt - E-Book

E-Pack Bianca septiembre 2021 E-Book

Kate Hewitt

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Beschreibung

Orgullo italiano Kate Hewitt ¡La reclamó con una sorprendente petición de matrimonio! Inocencia en palacio Dani Collins ¡Su bebé era un príncipe heredero! Un apasionado acuerdo Miranda Lee ¿Trabajo nuevo? Sí. ¿Guapísimo jefe? ¡Sí! Entrevista con el millonario Andie Brock La historia más sorprendente de todas: "Voy a tener un bebé".

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

E-pack Bianca, n.º 271 - septiembre 2021

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-104-0

Índice

 

Portada

Créditos

 

Orgullo italiano

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Inocencia en palacio

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Un apasionado acuerdo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Si te ha gustado este libro…

 

Entrevista con el millonario

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

A QUE NO adivinas quién acaba de llegar?

Liza Benton miró el ruborizado rostro de su hermana y se echó a reír.

–Seguro que no –respondió con una sonrisa–, teniendo en cuenta que no conozco a nadie aquí –contempló el elegante y atestado bar del Soho en el que se encontraban. En aquel momento estaba lleno de gente glamorosa con mucho más dinero y gusto por la moda que ella.

Hacía solo mes y medio que Liza se había trasladado de la rural Herefordshire y se sentía totalmente fuera de lugar. Pero su hermana pequeña Lindsay, de visita aquel fin de semana con su madre Yvonne, parecía decidida a convertirse en la reina de la fiesta. Había sido Lindsay quien le aseguró a Liza y a su hermana mayor Jenna que el Rico’s bar era el lugar más de moda de todo Londres.

–Todo el mundo va allí –le había asegurado con la ingenua seguridad de sus diecisiete años.

Teniendo en cuenta que apenas había abandonado su pequeño pueblo de Herefordshire salvo para las excursiones del instituto, Liza no sabía muy bien cómo podía estar enterada de tales cosas. A ella aquel bar no le parecía tan especial, aunque tenía que reconocer que sabía muy poco de aquellas cosas. A sus veintitrés años, había dedicado la mayor parte de su tiempo a ayudar a su numerosa familia y a sacarse luego la licenciatura. Ni la socialización ni el romance habían jugado un gran papel en todo ello, a excepción de un desafortunado episodio en el que prefería no profundizar.

–Bueno, entonces… ¿quién acaba de entrar? –quiso saber Jenna, la hermana mayor, mientras Lindsay hacía amago de caerse de la silla en la que estaba sentada, en plan melodramático. Su madre bebió un sorbo de su cóctel y abrió mucho los ojos a la espera de que su hija pequeña respondiera de una vez. Le encantaban los cotilleos tanto como a Lindsay.

–Chaz Bingham –anunció por fin Lindsay, triunfante.

Liz y Jenna se la quedaron mirando sin comprender, pero Yvonne chasqueó la lengua con un gesto de inteligencia.

–Lo vi en una revista justo la semana pasada. Hace poco que heredó un negocio importante de inversiones, ¿verdad? –la madre hablaba con el mismo aire mundano que la hija, pese a que había salido de Herefordshire todavía menos que ella. Todos sus conocimientos procedían de las revistas del corazón y de los cotilleos televisivos, cosas ambas que para ella eran como el Evangelio.

–Algo así –dijo Lindsay–. Está forrado. ¿No es guapísimo?

Había alzado tanto la voz que los elegantes ocupantes de la mesa más próxima cruzaron una mirada con un gesto burlón. Liza, volviéndose hacia Jenna, puso los ojos en blanco. Nunca había soportado a los esnobs, a la gente que pensaba que su familia era… excesiva, poco discreta. Su adorada familia, con su excéntrico padre, su exuberante madre y las cuatro chicas Benton: la preciosa Jenna, la ingeniosa Marie, la divertida Lindsay y… Liza. Liza desconocía cuál era su calificativo más característico. ¿Normal? ¿Aburrida? Sabía que no poseía ni la belleza de Jenna ni la inteligencia de Marie, y definitivamente tampoco la vivacidad de Lindsay. Eso había resultado evidente en más de una ocasión, pero una vez…

–¿Dónde está? –quiso saber su madre al tiempo que se descoyuntaba el cuello en su ansia por localizar al misterioso a la vez que supuestamente impresionante Chaz Bingham.

–Allí –Lindsay señaló con el dedo la entrada del bar y Liza sofocó una carcajada.

–¿Es necesario anunciarlo por megafonía? –inquirió, irónica, antes de mirar hacia la entrada del bar… para quedarse sin respiración a la vista del recién llegado. Ahora que lo veía, se daba cuenta de que habría resultado imposible no fijarse en él. Era como si consumiera todo el espacio posible. Y todo el aire.

Sacaba al menos una cabeza a cualquier otro hombre del local. El pelo muy negro peinado hacia atrás subrayaba una frente alta y recta de aristócrata. Sus ojos gris acero recorrían la sala con un gesto desdeñoso, fruncidos sus bien perfilados labios en una mueca cínica. Todo ello, junto con sus pómulos y su maciza mandíbula, le recordó a Liza las tórridas novelas que tanto le gustaba leer.

Lucía una camisa blanca como la nieve, cuyos últimos botones desabrochados revelaban un cuello musculoso y bronceado, con un ajustado pantalón negro. Todo en él hombre exudaba poder, riqueza y, por encima de todo, arrogancia.

–¿Lo has visto? –inquirió Lindsay.

Liza asintió con la cabeza. ¿Cómo habría podido no verlo? Pero… ¿cómo era posible que hubiera reaccionado de una manera tan visceral a un extraño?

–Jenna, creo que se ha fijado en ti –susurró Yvonne con voz excitada.

Jenna se sonrió, ruborizada. Liza pudo ver que el Adonis moreno no estaba mirando en absoluto a su hermana: quien lo estaba haciendo era el tipo de pelo rubio despeinado y rubicundas mejillas que lo acompañaba. ¿Era aquel Chaz Bingham? Entonces… ¿quién era el otro?

Sin pensar, se dedicó a buscarlo… solo para encontrarse súbitamente asaeteada por su sardónica mirada durante un terrible segundo. Aquel hombre, por un instante, pareció atravesarla con sus ojos gris acero antes de desviar la vista con un gesto de indiferencia.

–¡Viene hacia aquí! –chilló Lindsay.

Efectivamente, el tal Chaz se estaba acercando a su mesa. Liza se preparó para lo peor, preguntándose si no iría a pedirles que bajaran la voz, o quizá requiriera la silla en la que habían amontonado sus abrigos. El rubio lanzó a Jenna una sonrisa inmensamente atractiva antes de proyectarla sobre todas ellas, a la vez.

–¿Puedo invitarlas a una copa?

–Oh –Jenna se estaba ruborizando hasta la raíz. Con su larga melena rubia y sus ojos azul claro, para no hablar de su curvilínea figura, a su hermana nunca le habían faltado admiradores.

–¡Sí, por favor! –intervino Lindsay al tiempo que soltaba un elocuente codazo a Jenna.

Chaz sonrió y fue a la barra a pedir las copas.

–De todas las mujeres que hay ahora mismo en el local… –susurró su madre con gesto triunfante–, ¡te ha elegido precisamente a ti!

–Mamá, solo me ha invitado a una copa –protestó Jenna, pero Liza podía ver que no le quitaba a Chaz la mirada de encima. En cuanto a su propia mirada, voló instintivamente hacia el otro hombre, aquel que le había despertado un cosquilleo por todo el cuerpo. Evidentemente estaba con Chaz, porque se había reunido con él en la barra.

–Cuando vuelva –instruyó de pronto su madre a Jenna–, por el amor de Dios, invítale a sentarse con nosotras.

–Mamá…

–Por supuesto que lo hará –rio Lindsay–. Porque si no se atreve ella, lo haré yo. Ya os he dicho que está forrado.

Liza alzó su copa, ya casi vacía: ella había sido la única en rechazar la invitación de Chaz Bingham. ¿Se sentaría con ellas si se lo pedían? Y si lo hacía, ¿lo acompañaría también su moreno y orgulloso amigo? El corazón le dio un vuelco y decidió de repente que necesitaba otra copa.

–Liza, ¿a dónde vas? –le preguntó su madre–. Chaz volverá en cualquier momento.

Se había referido a él como si lo conociera de toda la vida, y eso que el hombre aún no se había presentado.

–Creo que al final me tomaré otra copa –y se dirigió hacia la barra… donde continuaba apoyado el misterioso amigo moreno de Chaz.

 

 

–¿Por qué diablos has elegido este lugar? –Fausto Danti contempló el atestado bar con una mueca de disgusto. Recién aterrizado en Londres procedente de Milán, había esperado una tranquila cena en un selecto y discreto club en compañía de su viejo amigo de la universidad, y no unas copas en un bar que parecía lleno de turistas y estudiantes.

–¿Qué pasa? ¿No te gusta? –lo miró divertido–. Siempre has sido un esnob, Danti.

–Yo lo llamaría «selectivo».

–Necesitas soltarte un poco. Te lo llevo diciendo desde que estábamos en la universidad –señaló con la cabeza la mesa llena de parlanchinas mujeres–. ¿No es esa la criatura más adorable que has visto nunca?

–Está bastante bien –repuso Fausto–. Es la única guapa de todas.

–Pues yo creo que sus hermanas tampoco están nada mal.

–¿Hermanas? –Fausto arqueó una ceja– ¿Cómo sabes que no son simplemente amigas?

–Todas se parecen y la mayor es obviamente su madre. En cualquier caso, pretendo conocerlas a todas. Y tú podrías hacer lo mismo.

Fausto resopló ante semejante sugerencia.

–No tengo ningún deseo de hacer tal cosa.

–¿Qué me dices de la del pelo rizado?

–Parece tan sosa y aburrida como la otra, si no más –apenas había echado un vistazo a las mujeres. No tenía intención alguna de ligar con nadie. Si estaba allí, en Inglaterra, era para resolver los problemas de la oficina de Londres. En cuanto terminara, se marcharía corriendo a Italia, donde su madre estaría esperando que anunciara pronto su decisión a la hora de elegir novia. El simple pensamiento le revolvía el estómago, –Oh, vamos, Danti –insistió Chaz–. Relájate, si es que te acuerdas aún de cómo se hace. Sé que has estado trabajando duro estos últimos años, pero… ¡divirtámonos un poco!

–No es así como yo suelo divertirme –replicó Fausto mientras agradecía al camarero el chupito de whisky que acababa de servirle–. Y ciertamente no con un puñado de cazafortunas aparentemente dispuestas a hacerte la corte.

–¿Hacerme la corte? Ese es más bien tu estilo, amigo. Venga –lo animó Chaz mientras recogía las copas que había pedido, incluido un cóctel de desagradable aspecto con una sombrilla rosa.

Reacio, Fausto siguió a su amigo a la mesa de las mujeres. La rubia en la que se había fijado Chaz era indudablemente muy bella, aunque insulsa, sin misterio alguno. La segunda hermana, la más joven, era todo aspavientos, excesivamente maquillada, con el cabello castaño claro recogido en una cola de caballo y un ajustado top que resaltaba sus curvas. Si algo reflejaba su mirada era avaricia. La mirada de una cazafortunas.

La madre parecía cortada por el mismo patrón, vestida de manera igualmente provocativa, pero… ¿no había visto a otra sentada a esa misma mesa? Fausto evocó fugazmente una melena castaña y rizada y un par de chispeantes ojos dorados. ¿Dónde se habría metido?

Chaz dejó las copas sobre la mesa con una caballerosa reverencia y, de manera previsible, la hermosa rubia los invitó con un balbuceo a reunirse con ellas. Su amigo no lo dudó y se sentó de inmediato a su lado. Dado que ello no le dejaba otra opción que sentarse al lado de la adolescente de mirada avariciosa, fríamente informó a todas que prefería quedarse de pie.

–Ya. No me extraña nada –pronunció una voz cerca de su oído: la de la mujer a la que había estado mirando antes, que apareció de pronto para sentarse a la mesa junto a la rubia–. Porque la verdad es que parece como si se muriera de ganas de salir corriendo de aquí.

Fausto clavó la mirada en sus ojos dorados: eran tan brillantes como recordaba. O incluso más, porque en aquel momento parecían escupir fuego.

–Admito que esta no habría sido mi primera elección –replicó, deteniéndose a mirar largamente a la mujer que se había atrevido a desafiarlo.

Su melena castaña se derramaba sobre sus hombros en una cascada de rizos. Largas pestañas de color chocolate enmarcaban sus grandes ojos castaños. Lucía un sencillo suéter verde y vaqueros, En conjunto, pensó Fausto, no tenía nada de remarcable.

La mujer arqueó las cejas mientras le sostenía la mirada, con una expresión que parecía haber cambiado de la furia a la burla. Y a la indiferencia. Chaz ya estaba ocupado con las presentaciones.

–Jenna… Lindsay… Yvonne… Liza –repetía su amigo con deleite, y Fausto hundió las manos en los bolsillos del pantalón.

Ahora sabía que se llamaba Liza. Aunque tampoco le importaba, claro.

–¿Y usted? ¿Cuál es su nombre? –inquirió Yvonne, la madre, entusiasmada. Obviamente sabía de sobra quién era: Chaz solía aparecer en las crónicas de sociedad y en las revistas del corazón.

–Chaz Bingham. Este es un buen amigo de la universidad, Fausto Danti. Ha venido de Milán para ocuparse por unos meses de la oficina que su familia tiene en Londres.

Fausto le lanzó una fría mirada: no necesitaba que aquella gente supiera de su negocio. Chaz le sonrió, tan contumaz como siempre.

–¿Qué piensa de nuestro país, señor Danti? –le preguntó de pronto la madre.

–Lo sigo encontrando tan bien como cuando estudiaba en la universidad, hace ya quince años –respondió, indiferente. La mujer soltó una temblorosa carcajada y se ruborizó antes de beber un trago de su ridículo cóctel.

Instintiva e involuntariamente, Fausto volvió la mirada hacia la tal Liza… y descubrió que lo estaba mirando con indisimulada furia. Esa vez fue ella la que apartó la vista, en un deliberado desaire que él no pudo menos que encontrar irritante.

Chaz se había puesto a charlar animadamente con Jenna, lo cual dejó a los cuatro, a Fausto y a las tres mujeres, sumidos en un tenso e insufrible silencio. Al principio Lindsay se animó con algunos intentos de conversación que Fausto rechazó sin reservas. Estaba cansado y no tenía ningún interés en conocer a aquella gente. Al cabo de unos minutos, miró de forma elocuente su reloj. Chaz se dio cuenta, pero lo ignoró. Fausto rechinó los dientes.

–Lamento que le estemos entreteniendo –comentó de pronto Liza con tono ácido.

–Es Chaz quien me está entreteniendo –replicó imperturbable y ella soltó un resoplido de indignación.

–Parece que se lo está pasando muy bien –señaló con la cabeza a Chaz y a Jenna, que seguían hablando animados, con las cabezas muy juntas–. Seguro que no le importará que usted se marche –arqueó las cejas, expectante.

Fausto descubrió un brillo de desafío en sus ojos que no pudo menos que provocarle una punzada de reacia admiración. Estaba delante de una mujer con mucho más fuego que su bella hermana. Muchísimo más misteriosa.

–Me siento inclinado a darle la razón. Y, siendo como es el caso, me marcharé ahora mismo –dijo antes de despedirse con un simple movimiento de cabeza tanto de las mujeres como de su amigo, que se limitó a sonreír tristemente para continuar luego hablando con Jenna.

No pudo, sin embargo, evitar mirar por última vez a Liza antes de marcharse y, cuando se encontraron sus miradas, algo se estremeció en su interior. Solo que duró muy poco porque, con el mismo desdén que antes había demostrado él, la mujer apartó la vista.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

LIZA MIRABA fijamente el techo del dormitorio mientras la luz otoñal se filtraba por las cortinas, tiñendo de oro su diminuta habitación. No se daba cuenta de ello porque en su mente estaba viendo a Fausto Danti, con sus ojos color gris acero y su boca bellamente esculpida, su cabello negro como la noche y su desdeñosa actitud.

Imbécil. Grosero, arrogante, irritante patán… Cerró los puños cuando recordó su aristocrático comentario: «Parece tan sosa y aburrida como la otra, si no más». Se lo había oído cuando se acercó a la barra para pedir otra copa y las palabras la habían abrasado por dentro, como recordándole que no era nada especial. Era una sensación que siempre había tenido, pero que se lo hubiera recordado un desconocido y de forma tan implacable…

Se sentía como si Fausto Danti le hubiera arrancado la mal curada costra de la herida que se había esforzado por esconder a todo el mundo, ella misma incluida. Siempre había sabido que no era tan hermosa como Jenna ni tan inteligente como Marie, ni tan vivaz como Lindsay. Después de escuchar su cáustico comentario, había vuelto corriendo a su mesa, furiosa y dolida, antes de que él la descubriera. Y luego estaba la altivez con que las había mirado a todas, sin molestarse en mostrar una mínima cortesía.

El estómago le dio un vuelco al recordar la manera en que la había mirado a ella… Porque algo en aquellos ojos del color del acero la había hecho estremecerse y arder por dentro. Por mucho que quisiera odiarlo, aquella mirada le había despertado un dulce y sorprendente anhelo imposible de negar.

Pero si tenía que fiarse de las palabras que él le había dirigido, por fuerza debía haber malinterpretado aquella mirada, lo que suponía una nueva humillación. En cuanto a su propia reacción, de lo más humillante, no podía ser más lógica: el hombre era verdaderamente atractivo. Cualquier mujer con sangre en las venas habría reaccionado a su físico, aunque después de la marcha de Chaz, tras el intercambio de números de móvil con Jenna, la excitada charla entre su madre y hermanas había girado más sobre él que sobre Fausto Danti.

¿Llamaría a Jenna? ¿Le pediría que saliera con él? ¿Cuándo? ¿Dónde? Las especulaciones les habían ocupado media velada, hasta que finalmente Liza se retiró para dormir. No tenía la menor duda de que la conversación del nuevo día retomaría el tema de Chaz. El guapo, educado, encantador Chaz Bingham, claramente a punto de perder la cabeza por Jenna. Y mientras tanto ella no podía dejar de pensar en Fausto Danti…

Con un suspiro, se levantó de la cama. Tenía la sensación de que aquel iba a ser un día muy largo.

 

 

Para el domingo por la noche, cuando se despidió de su madre y hermanas antes de su partida para Herefordshire, Liza tenía la sensación de que el fin de semana se le había hecho eterno. Continuamente habían estado hablando de Chaz, Chaz, Chaz…

Liza se había cansado mortalmente de pensar tanto en Chaz Bingham… y también en Fausto Danti. ¿Por qué se había mostrado tan grosero? ¿Quién se creería que era? ¿Se había imaginado ella algún tipo de… de chispa en la manera en que la había mirado? Por supuesto que sí. Era ridículo pensar lo contrario.

Todos aquellos pensamientos volvieron a asaltarla mientras se dirigía a trabajar el lunes. Como ayudante de un pequeño editor de poesía, todo en su trabajo la encantaba: la elegante oficina de Holborn, con sus numerosas estanterías y sus altos ventanales que daban a Russell Square. Adoraba a su jefe, el anciano Henry Burgh, cuyo abuelo había fundado la empresa cien años antes.

La editorial sobrevivía por los pelos… así como por la generosa pero menguante herencia del dueño. Liza ignoraba quién podía comprar aquellos finos tomos de poesía de papel biblia e ilustraciones a plumilla: en cualquier caso, eran los libros más bellos que había visto en su vida y ella disfrutaba con aquella combinación de poesía antigua clásica y los más modernos poetas. El problema era que mientras trabajaba sentada ante su escritorio en aquella magnífica sala… seguía pensando en Fausto Danti.

–Pareces un poco distraída –observó Henry cuando abandonaba su despacho para entregarle unos manuscritos, siempre tan elegante con su traje de tweed de tres piezas y leontina de oro.

–Lo siento –bajó la cabeza, culpable–. He tenido un fin de semana muy ocupado. Visita familiar.

–Ah, ¿y qué les pareció la ciudad? –enarcó sus pobladas cejas grises, sonriente.

–Les encantó, claro.

–Me alegro. La próxima vez que vengan, ¿por qué no las traes aquí para que las conozca?

Liza asintió agradecida, aunque, para sus adentros, dudaba que su madre y hermanas quisieran visitar su lugar de trabajo. A ninguna de ellas, ni siquiera a Marie, les interesaba la poesía. A su padre, sí, pero siempre se resistía a abandonar la antigua vicaría de Little Mayton que treinta años atrás había comprado a precio de ganga y reformado poco a poco.

¿Qué pensaría Fausto Danti de su lugar de trabajo?, se preguntó después de que Henry se retirara a su despacho. ¿Le gustarían los libros? ¿La poesía? Quizá sí. Había percibido una latente, contenida intensidad en él que sugería una cierta vida interior. ¿Pero por qué pensaba que aquel hombre debía de tener alguna profundidad, más allá de su apariencia sexy?

 

 

–¡Liza!

Jenna abrió la puerta de su minúsculo apartamento tan pronto como Liza llegó a lo alto de la escalera, asustándola.

–¿Qué pasa?

–Nada malo –respondió Jenna con una carcajada–. Todo es maravillosamente perfecto. O al menos… ¡puede que lo sea! –acercó su móvil al rostro de su hermana–. ¡Mira! Un mensaje suyo.

–«Si estás libre este fin de semana» –leyó Liza–, «me encantaría que vinieras a la pequeña fiesta campestre que voy a dar en mi casa de Surrey» –alzó la mirada hacia su hermana–. ¿Una fiesta? ¿En serio?

Jenna se mordió el labio, con la duda brillando en sus azules ojos.

–¿Por qué no?

–Solo lo has visto una vez, Jen. ¿Y ahora quiere que vayas a su casa? No sé… ¿no te parece que es un poquito… pronto?

–Habrá mucha gente allí. Y solo será un fin de semana.

–Ya, pero…

–A la gente le gusta hacer esas cosas. Que nosotras no vayamos a fiestas así no significa que no sea lo normal.

–Supongo –Liza le devolvió el teléfono mientras entraba en su apartamento. Estaba cansada y le dolían los pies después de una larga caminata desde la parada de metro. Para colmo, resultaba obvio que su hermana deseaba hablar de Chaz. Otra vez.

–¿Piensas que no debería ir? –le preguntó Jenna mientras Liza abría la nevera y examinaba su escaso contenido–. No lo haré si lo piensas de verdad.

–No soy yo quien tiene que…

–Pero necesito tu aprobación. Yo confío en ti, Liza. ¿Te parece una idea muy loca? Apenas lo conozco, pero es que parece tan majo…

–Seguro que lo es –admitió Liza, sincera.

–Y me gusta –Jenna se mordió el labio–. Más de lo que debería, probablemente, teniendo en cuenta lo poco que le conozco.

–En realidad no hay razón alguna por la que no debas ir –dijo Liza mientras cerraba la nevera para empezar a registrar el contenido de los armarios–. Al fin y al cabo, vinimos a Londres en busca de aventuras. Y ahora tú estás teniendo una.

–Sí… –dijo con tono vacilante, Liza sabía que, en realidad, su hermana mayor nunca había sido particularmente aventurera. La idea de bajar a Londres había sido más suya que de Jenna, desesperada como había estado por empezar de nuevo, después de que le hubieran ofrecido el trabajo de ayudante en la editorial. Jenna había encontrado un empleo como recepcionista en una empresa de contabilidad, pero seguía dependiendo de Liza para todo. Su hermana mayor no tenía mucha iniciativa. Nunca la había tenido.

–Lo sé… ¿Y si me acompañas tú? –le preguntó Jenna de repente.

–¿Qué? Jenna, yo no puedo presentarme sin invitación…

–Estoy segura de que podría conseguirte una.

–Y yo de que Chaz no cuenta con que vayas a presentarte acompañada –repuso Liza, irónica.

–Por favor, Liza… Ya sabes lo nerviosa que me pongo. No soy buena con estas cosas… Nunca sé qué decir y me quedo en un rincón, tímida y callada. Necesito tu apoyo.

–Jenna, siempre puedes ir y luego marcharte si el ambiente no te gusta. Pero yo no puedo presentarme allí sin invitación –se estremecía solo de pensarlo. Si Chaz Bingham iba a dar una fiesta en su casa, existía la posibilidad de que Fausto Danti estuviera también allí y no quería ni imaginar el desdén con que la miraría. Podría pensar que estaba intentando atraer su atención… ¡No, gracias!

 

 

El jueves por la mañana Jenna decidió finalmente aceptar la invitación. Liza la ayudó a redactar un digno y reservado mensaje de texto a Chaz.

El viernes a primera hora de la tarde Liza fue a despedirla a la estación de tren, de donde partió rumbo a la propiedad que la familia de Chaz tenía en Surrey. No pudo evitar una traicionera punzada de envidia de que su hermana fuera a hacer algo excitante y ella no. Por supuesto, Chaz nunca la habría invitado a ella y Fausto Danti menos.

Además, se recordó mientras volvía a su apartamento para pasar un tranquilo fin de semana en soledad, ella tampoco habría aceptado. Lo último que necesitaba en su vida era un hombre que la hiciera sentirse inferior, no deseada. Aunque, para ser justa, Fausto Danti no había llegado tan lejos. No, estaba proyectando en él los sentimientos que seguía albergando por culpa del rechazo de Andrew Felton. Cerró los ojos, decidida a no pensar en el hombre del que había creído estar enamorada, solo para exponerse a sus burlas y a algo peor.

Se dijo que había transcurrido mucho tiempo desde entonces, un año y medio, y en realidad tampoco había sufrido tanto. Ni siquiera se había enamorado verdaderamente de él, por muy convencida que hubiera estado de lo contrario. Era estúpido pensar en Andrew solo porque Fausto Danti le hubiera mostrado una similar actitud de desdén. Fausto Danti, además, era un millón de veces más atractivo… y la posibilidad de que estuviera interesado en ella era infinitamente menor.

El fin de semana se le hizo interminable. No recibió mensaje alguno de Jenna, pese a que le había prometido que la mantendría al tanto, y, dado el mal tiempo que hacía, decidió quedarse en casa. El sábado a primera hora de la tarde se concentró en limpiar a fondo el apartamento. Fue a las dos horas cuando finalmente recibió un mensaje de su hermana:

 

Liza, SOCORRO. He pillado un tremendo resfriado y todo el mundo aquí es tan esnob… Me siento fatal. Por favor, por favor, ven a rescatarme.

 

–Jaque mate.

Chaz soltó un gruñido con la mirada fija en el tablero de ajedrez.

–¿Cómo es que no lo he visto venir?

–Te pasa siempre –comentó Fausto, irónico–. En todos los años que llevo jugando contigo.

–Cierto –reconoció Chaz, echándose a reír. Desvió la mirada hacia la ventana–. Hace un tiempo horrible.

Se levantó para ponerse a pasear por el elegante despacho. La lluvia resbalaba de manera incesante por las altas vidrieras y el parque de Netherhall apenas se distinguía.

–Si decides dar una fiesta en octubre, por fuerza tienes que esperar lluvia –comentó Fausto.

–No es eso.

–Déjame adivinar –se recostó en su sillón, observando a su viejo amigo–. Es el hecho de que tu supuesta invitada de honor sigue en la cama.

–¿Supuesta, dices?

–Bueno, ¿conociste a su madre, no?

Chaz no se molestó en defender a la mujer, algo que no sorprendió a Fausto. La madre con su aspecto chabacano, su voz demasiado ansiosa y su mirada de avidez: lo mismo regía para la hermana más joven. Dos cazafortunas, sin duda. Tenía que reconocer que no tenía nada en contra de Liza ni de Jenna, aunque albergaba sus sospechas. Una mujer podía parecer de lo más dulce y pensar únicamente en el dinero… Como Amy. Pero no, se negaba a pensar en Amy.

–¿Y qué? –replicó en aquel momento Chaz, sacando a Fausto de sus reflexiones–. A ella no la he invitado.

–Bueno, no son exactamente gente de… clase.

Chaz soltó una carcajada de incredulidad.

–Hablas como si tuvieras cien años. No estamos en el siglo xviii, Danti.

Era una acusación que ya le habían hecho antes. Se suponía que la gente ya no hablaba de clases ni de las responsabilidades que ello entrañaba. Pero eso era algo que le habían inculcado desde que era niño: las ideas acerca del respeto, la dignidad, el honor. La familia era lo primero y estaba antes que la felicidad, el placer o el interés individual. Él se había rebelado contra todo aquello una vez y lo había pagado con creces. No tenía deseo alguno de volver a hacerlo.

Volvió a ver por un instante la expresión orgullosa y autoritaria de Bernardo en su lecho de muerte, consumido por la enfermedad. «La familia, Fausto, siempre es lo primero. Durante tres siglos, la familia Danti ha sido la más importante de Lombardía, Nunca olvides eso. Nunca la deshonres».

Era esa una responsabilidad que había eludido una vez y que en aquel momento asumía con la mayor gravedad: una carga que se alegraba además de soportar, por la memoria de su padre, y que definía tanto su identidad como su comportamiento. Un deber de actuar siempre de manera honorable, de proteger el interés de su familia, de vivir y de casarse… bueno, de legar su apellido a sus hijos.

–En cualquier caso, no irás en serio con esa mujer, ¿verdad?

–No lo sé –reconoció Chaz, pensativo–. Podría ser que sí.

–Bueno, espero que se tome entonces un paracetamol. Para que al menos puedas verla antes de que tenga que marcharse a su casa.

Jenna Benton se había presentado en casa de Chaz el viernes por la tarde, toda empapada por la lluvia y estornudando sin parar. Apenas había pronunciado una palabra durante la cena, acribillando a Chaz a miradas lastimeras y, desde entonces, se había refugiado en su habitación. Los otros invitados de Chaz, la habitual y aburrida selección de niños y niñas bien había resultado tan insípida como Fausto había esperado.

–Quizá debería subir a ver cómo está –dijo Chaz, animándose de pronto–. Para asegurarme de que le han servido el desayuno y tiene todo lo que necesita.

–Eso, ve a hacer de enfermera –le señaló la puerta.

–¿Tú piensas pasarte todo el fin de semana encerrado aquí? Habrías podido irte a Guilford con los demás.

–¿Con esta lluvia?

–Sé que mi hermana en particular espera que salgas… –le comentó su amigo con una mirada pícara–. Fue ella la que insistió en que vinieras.

–Lamento decepcionarla.

Chaz soltó una carcajada.

–No creo que lo lamentes en absoluto.

Fausto decidió que, en aquel caso, lo mejor era la discreción. Y por mucho que le gustara Chaz, tenía muy poca paciencia con su parlanchina hermana, Kerry. Chaz rio de nuevo y sacudió la cabeza.

–De acuerdo. Como quieras. Voy a ver a Jenna.

–Buena suerte.

Mientras su amigo subía las escaleras, Fausto se levantó de su silla junto al fuego y se puso a pasear por la habitación, tan inquieto como él unos momentos antes. Quizá debería disculparse con todo el mundo y regresar a Londres aquella noche.

Cuando llegó la semana anterior a Londres, se había encontrado con que la oficina de Danti Inversiones se hallaba en un estado lamentable, algo que seguía llenándolo de furia. Conseguir que remontara iba a llevarle mucho trabajo antes de que pudiera volver a Milán. No tenía, por tanto, tiempo alguno que perder soportando una compañía que le desagradaba completamente.

De pronto, por un instante, una imagen asaltó su mente: la de alguien que no lo desagradaba en absoluto y a quien tampoco conocía realmente. Rizos en bucle, ojos dorados, una sonrisa burlona, una deliciosa figura… La hermana de Jenna había estado ocupando buena parte de sus pensamientos desde la primera vez que la vio, el último fin de semana.

Era absurdo, porque aquella mujer no tenía importancia alguna para él y, sin embargo, no dejaba de pensar en ella. Cuando se casara, tendría que hacerlo con una mujer de su mismo estatus, que fuera consciente de su papel como compañera a la hora de gobernar el vasto imperio Danti. Esa había sido la promesa que le había hecho a su padre moribundo y que tenía toda la intención de cumplir.

De repente sonó la campanilla de la puerta. Fausto esperó, pero nadie acudió a abrir. Chaz se hallaba con Jenna y, sin duda, la plantilla de servicio estaría ocupada en alguna parte. La campanilla volvió a sonar.

Con un suspiro de disgusto, abandonó el despacho. El enorme vestíbulo estaba desierto y la lluvia repiqueteaba contra las ventanas: fuera debía de estar diluviando. Conteniendo apenas su impaciencia, abrió la puerta… y parpadeó asombrado a la vista de la empapada figura que descubrió en el umbral.

–Liza Benton, ¿qué está usted haciendo aquí?

Capítulo 3

 

 

 

 

 

PRECISAMENTE tenía que haberle abierto la puerta él… Liza parpadeó a través de la lluvia que le corría por la cara a la vista de Fausto Danti, que a su vez la estaba fulminando con la mirada.

Ignoraba qué estaba haciendo allí ante ella, pero lo que sí sabía era que se estaba congelando: la ropa empapada se le pegaba a la piel y temblaba visiblemente. Nada más llegar al pueblo de Hartington en tren, le habían dicho que Netherhall estaba a solo cinco minutos a pie desde la estación. En realidad fueron más de quince y, treinta segundos después, ya se había mojado. Así que allí estaba, toda empapada y encarándose con Fausto Danti. Perfecto.

–He venido a ver a Jenna –explicó con la mayor dignidad posible–. Me mandó un mensaje de texto pidiéndome que viniera porque no se sentía bien.

La explicación le sonó absurda. ¿Por qué había reaccionado tan impetuosamente cuando recibió el mensaje? Había agarrado bolso y abrigo y se había plantado en la estación menos de veinte minutos después. Solo en aquel momento, enfrentada a la helada altivez de Fausto Danti, se daba cuenta de lo muy ridícula que debía de parecerle. Jenna solo tenía un resfriado, no era que se estuviera muriendo. ¿Pensaría Danti que había ido allí por él? Se encogió por dentro ante aquella humillante posibilidad.

–Entre, por favor –dijo Fausto al tiempo que se hacía a un lado.

Liza entró chorreando agua en el brillante parquet del vestíbulo. Se sentía completamente en desventaja: mojada, fría, sucia y, sobre todo, nada bienvenida.

–Siento haberme presentado sin avisar. Pero es que Jenna parecía encontrarse fatal y no quería dejarla sola.

–No está sola.

Cualquier otro hombre mínimamente educado, reflexionó Liza, se habría apresurado a ofrecerle un té o algo caliente e invitado a quedarse allí el tiempo que quisiera. Pero él no, claro.

–Está empapada –observó Fausto.

–Está lloviendo.

–¿No ha tomado un taxi?

–No llovía cuando salí de la estación –replicó Liza–. También me dijeron que solo era una caminata de cinco minutos.

–¿Por qué no pasa al despacho? Allí podrá secarse frente al fuego.

Aquella inesperada amabilidad la aplacó un tanto, pero entrar en un despacho con él sería como meterse en la guarida del león sin arma alguna. Además, quería ver a su hermana.

–Estoy aquí para ver a Jenna.

Fausto arqueó las cejas. Una sonrisa levemente burlona se dibujó en sus labios.

–No podrá verla empapada como está. Además, Chaz está con ella en este momento. Seguro que no querrá interrumpir su tête-à-tête.

Liza frunció el ceño. No, no quería interrumpirles, pero el tono de Fausto Danti la hacía sentirse incómoda y a la defensiva. ¿Qué estaba insinuando? ¿Otra clasista referencia a su acusación de que todas ellas eran unas cazafortunas?

–Está bien –dijo antes de seguirlo hasta la cómoda habitación forrada de panales de madera en la que ardía un acogedor fuego de chimenea. Se disponía a acercarse al fuego cuando sintió sus manos sobre sus hombros, con lo que se quedó paralizada. Fue como si una descarga eléctrica la hubiera recorrido de pies a cabeza.

–Su abrigo –murmuró él al cabo de un interminable instante y ella cerró los ojos, mortificada. Fausto Danti solo quería su abrigo. ¿Qué se había esperado? ¿Que le hiciera una insinuación?

–Gracias –musitó mientras se deshacía de la prenda empapada. Cuando se volvió, la imagen de Fausto Danti con su abrigo chorreante en las manos y una expresión de perplejidad en la cara le arrancó una carcajada nerviosa.

–¿Qué es lo que le hace tanta gracia? –enarcó una ceja.

–La imagen que tiene en este momento. Es como… incongruente.

Vio que bajaba la mirada a su abrigo antes de colgarlo del respaldo de una silla. Volvió luego a recorrerla con la mirada y, una vez más, fue consciente Liza de su lamentable estado. Sin la protección de su abrigo, la ropa se le pegaba al cuerpo de manera demasiado reveladora.

–Debería cambiarse –sugirió bruscamente él–. ¿Ha traído alguna ropa?

–No –admitió–. Yo, nosotras… no pensábamos quedarnos esta noche.

Fausto volvió a arquear las cejas.

–Son más de las seis de la tarde. No podrán volverse a Londres esta noche. El último tren salió a las cuatro. Y, en cualquier caso, a Chaz no le gustará nada. Todavía no ha pasado casi tiempo con Jenna.

–Si ella tiene un resfriado…

–Nada que un paracetamol y unos pocos mimos no puedan curar –replicó con un tono tan cínico que le provocó un nuevo escalofrío–. Voy a buscarle alguna ropa –añadió antes de dirigirse hacia la puerta.

–Me valdrá la de Jenna… –protestó, pero él la acalló con la mirada.

–Absurdo. No tienen la misma talla.

Le disgustó que Fausto Danti presumiera de conocer sus tallas. Pero antes de que pudiera formular una nueva protesta, él ya se había marchado cerrando la puerta a su espalda y dejándola sola en la habitación.

Inquieta y nerviosa, se puso a pasear por el despacho, mirando los libros forrados de piel que llenaban las estanterías y luego el tablero de ajedrez que estaba frente al fuego, con una partida a medias. Las negras se encontraban en evidente desventaja.

Seguía estudiando el tablero cuando Fausto volvió con su ropa bajo el brazo.

–¿Juega usted? –le preguntó con un cierto tono escéptico que estimuló en Liza un súbito instinto de contradicción.

–A veces. ¿Y usted? –inquirió a su vez con la mayor inocencia posible.

Vio que asentía, tenso. Un malévolo instinto la impulsó a proponerle:

–Quizá le apetezca jugar una partida conmigo.

–¿No debería cambiarse primero?

–Claro –por supuesto que no se iba a dignar a juzgar al ajedrez con ella. Solo se lo había pedido en plan de broma, lo cual había sido una estupidez.

Toda aquella situación era demasiado extraña, reflexionó triste mientras aceptaba la ropa y Fausto le señalaba un baño al final del pasillo. Poco ambiente de fiesta parecía haber en aquella casa tan vacía.

Encontró sin problemas el baño y gruñó a la vista de la mujer que le devolvió la mirada en el espejo de marco dorado: el pelo hecho un desastre, la nariz y las mejillas rojas de frío y el suéter y los vaqueros pegados al cuerpo como una segunda piel. No la extrañaba que Fausto Danti la hubiera mirado de una forma tan desdeñosa.

Desanimada, se despojó de la ropa empapada y la colgó de un toallero. Dudosa, inspeccionó la ropa que le había proporcionado: un sencillo vestido ajustado, de casimir, color rojo arándano.

Después de ponérselo, se secó el pelo y la cara consciente de que era muy poco lo que podía hacer con su aspecto. Seguía pareciendo una rata medio ahogada, aunque algo menos que antes. Supuso que tampoco importaba demasiado.

Salió del baño y recorrió el pasillo de vuelta al despacho. Empujando la puerta, se asomó dentro. Para su sorpresa, Fausto estaba sentado ante el tablero de ajedrez, con las piezas dispuestas para una nueva partida.

–¿Y bien? –barrió con la mirada su figura, descalza y ataviada con el ajustado vestido rojo, pero no hizo comentario alguno.

Liza se apartó el pelo húmedo de la cara.

–¿Quiere jugar? –preguntó, incrédula.

–Creo recordar que me pidió una partida.

–Sí –se le encogió el estómago de expectación y entusiasmo. No había esperado que él la complaciera, ni sabía tampoco por qué. Pero mientras se sentaba frente al tablero, de repente fue consciente del motivo por el cual había hecho todo el camino hasta Netherwall bajo la lluvia. No había sido para rescatar a su hermana, por mucho que la quisiera. Había sido para verlo a él: al increíblemente atractivo, arrogante y fascinante Fausto Danti.

 

 

Fausto estudiaba discretamente a su oponente mientras preparaba su siguiente jugada. Los primeros movimientos los habían hecho en silencio y él había reparado en su previsible uso de la apertura española. Había atacado luego a su caballo en el tercer movimiento. Una táctica básica pero aceptable, lo esperable en un jugador principiante.

El vestido que había descolgado del armario de la hermana de Chaz le sentaba tan bien como había imaginado: subrayaba delicadamente sus curvas y le daba un aspecto tan dulce como apetecible. Su pelo, casi seco del todo por el calor del fuego, se rizaba en provocativos tirabuzones alrededor de su rostro en forma de corazón. Todo en ella era maravillosamente deseable.

–Nunca he estado en una fiesta campestre –le comentó Liza de manera inesperada mientras movía su alfil–, pero entiendo que tiene que haber invitados –alzó la mirada hacia él con ojos risueños–. ¿Dónde está todo el mundo?

–Se han ido todos a Guilford –replicó él mientras avanzaba su caballo–. Se aburrían demasiado aquí, con la lluvia.

–¿Excepto Jenna y Chaz?

–Jenna se quedó por su supuesto resfriado y Chaz por culpa de Jenna.

–¿Supuesto?

–No la he visto aún, así que no puedo juzgar por mí mismo.

–Y, sin embargo, se permite juzgarla –repuso bruscamente mientras movía su reina.

–Yo juzgo solo lo que veo –se apoderó de su reina. Ella no pareció sorprenderse, como si hubiera esperado la jugada–. Es lo que hace todo el mundo, ¿no?

–Alguna gente es más tolerante que otra.

–¿Eso es una crítica?

–Usted parece un cínico –le espetó ella–. Particularmente con Jenna.

–Yo me considero más bien realista.

Soltó una cantarina carcajada que Fausto sintió reverberar en su cuerpo como el repique de una campanilla.

–¿No es eso lo que siempre dicen los cínicos?

–¿Y qué es usted? ¿Una optimista? –le preguntó, escéptico.

–No, la optimista es Jenna. Yo soy la realista. He aprendido a serlo a la fuerza.

Por un instante pareció entristecerse. Fausto sintió curiosidad.

–¿Y dónde aprendió aquella lección?

–La aprendí de la gente como usted –movió su caballo–. Le toca a usted.

Fausto barrió el tablero con una sola mirada y avanzó un peón.

–No creo que me conozca lo suficientemente bien como para que la haya aprendido de mí.

–Ya la llevaba aprendida de antes. En cualquier caso, aprendo rápido.

Alzó la mirada hacia él con un brillo en los ojos y una coqueta sonrisa en los labios. Unos labios que Fausto quiso besar de pronto, urgentemente. El pensamiento no pudo sorprenderlo más. Por un instante, el aire entre ellos pareció cargarse de electricidad, vibrante de tensión sexual. Habría sido tan fácil salvar la distancia que separaba sus bocas…

Pero por supuesto que no iba a hacer tal cosa. Nunca podría considerar una relación seria con Liza Benton. No era el tipo mujer con la que supuestamente debería casarse y había escarmentado una vez antes, cuando se dejó arrastrar por algo tan devorador y volátil como el deseo.

Aunque una simple aventura… la idea resultaba tentadora, pero sabía que no tenía ni el tiempo ni la inclinación necesarios. Una aventura resultaría complicada y lo distraería de sus obligaciones.

Fausto se echó hacia atrás, rompiendo la tensión del momento, mientras ella esbozaba una sonrisa maliciosa que no pudo menos que sorprenderlo.

–Jaque mate –dijo con voz suave.

Fausto se la quedó mirando perplejo antes de bajar la vista al tablero.

–Es imposible… –pero no, no lo era. Ni siquiera se había dado cuenta de la amenaza contra su rey. La incredulidad dio paso a una reacia admiración.

–Me ha distraído usted aposta…

Lisa abrió mucho los ojos con expresión de divertida inocencia.

–En absoluto. Usted simplemente me subestimó como oponente –ladeó la cabeza y lo miró como flirteando… ¿o serían imaginaciones suyas?–. Pero, por supuesto, usted juzga solamente lo que ve.

La tensión regresó, aún más electrizada que antes. Lenta, deliberadamente, Fausto tumbó su rey para reconocer su derrota. El sonido de la pieza de mármol en el tablero de madera resonó alto y fuerte en el silencio de la habitación.

Tenía que besarla. Se inclinó hacia delante, clavando la mirada en su sensual boca. Liza soltó un audible suspiro y lentamente empezó a inclinarse también hacia él. Sus labios estaban tan solo a unos centímetros de distancia…

Fausto podía imaginarse ya la sensación de su boca contra la suya, la sensación de su dulce rendición cuando se entregara a su beso… Vio que entrecerraba los ojos. Se inclinó un centímetro más, y luego otro…

–¡Aquí estáis!

La puerta del despacho se abrió de golpe, haciendo que Fausto y Liza se separaran a la velocidad del rayo. Chaz le lanzó una radiante sonrisa al tiempo que rodeaba con un brazo los hombros de una apesadumbrada Jenna. Fausto forzó una sonrisa de cortesía mientras, por dentro, experimentaba una mezcla de decepción y alivio.

Porque había estado muy cerca. Demasiado.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

LOS SENTIDOS de Liza seguían alterados cuando logró enfocar la mirada en Chaz Bingham y en su hermana. ¿Había sido real? ¿Fausto Danti había estado a punto de besarla?

Se humedeció los labios con la lengua, como si todavía pudiera sentir la presión de los de él, pese a que no había llegado a tocarla. A sus veintitrés años Liza no había tenido más que un puñado de citas, una de las cuales había terminado en desastre total. Y ninguna había llegado muy lejos, pese a que todavía se resentía del desengaño que se había llevado con su supuesta aventura con Andrew Felton. En cualquier caso, ninguno de aquellos pocos besos había resultado tan abrasador, tan memorable, como el que había estado a punto de recibir de Fausto Danti. Estaba segura de ello.

De todas formas, era imposible que él estuviera interesado en ella. No podía ser. Debía de haberse tratado de una burla.

–¡Liza! –exclamó Jenna en aquel momento, adelantándose hacia ella.

Sintiéndose torpe y rígida, Liza abrazó a su hermana.

–¿Estás bien?

A su lado, Fausto murmuró:

–Solo ha sido un resfriado, ¿verdad?

Jenna soltó una débil carcajada.

–Me temo que he exagerado un poco. Me siento mucho mejor después del paracetamol y de la taza de té que me ha llevado Chaz.

Jenna sonrió y lanzó una mirada adoradora al aludido, que hinchó el pecho como si acabara de escalar el Everest. Liza no pudo evitar volver a mirar a Fausto, cuya inescrutable expresión todavía destilaba su arrogante sospecha sobre el «supuesto» resfriado de Jenna. Se indignó. ¿Cómo podía desagradarle tanto un hombre y, sin embargo, morirse de ganas de besarlo?

–Siento haberte hecho venir –dijo Jenna, mirándola con gesto culpable–, es que me sentía tan deprimida…

–No me extraña nada –murmuró Liza. Ella no podía sentirse más incómoda después de su última equivocación con Fausto, pese a que este no había pronunciado una sola palabra al respecto. Cuando se atrevió a mirarlo de nuevo, parecía tan severo e imperturbable que, de repente, supo que no podía continuar allí ni un momento más–. Bueno, dado que mi presencia aquí ya no parece necesaria –dijo con falso desenfado–, llamaré a un taxi para que me lleve a Guildford.

–Oh, no –protestó Chaz, tal como ella había temido que haría–. Quédate el fin de semana con Jenna.

–No puedo… –empezó Liza. Sabía que insistir en marcharse en aquel momento sería una grosería, pero estaba furiosa y tristemente consciente del elocuente silencio de Fausto, que seguramente pensaría que todo aquello no había sido más que una maniobra de Jenna y suya propia. Dos cazafortunas en acción…

–Claro que puedes quedarte –protestó Chaz antes de volverse hacia Fausto–. ¿O no es así, Danti?

–Liza debe hacer lo que le plazca –replicó con un encogimiento de hombros.

–Entonces está decidido. Te quedas.

–No he traído ropa ni cepillo de dientes –protestó Liza, decidida a hacer un nuevo intento por marcharse.

–Eso no es ningún problema –Chaz hizo un gesto de indiferencia–. En cuanto a la ropa, debes de tener la misma talla que mi hermana Kerry. De hecho, creo que tiene un vestido igualito que ese –sonrió jovial mientras Liza se ruborizaba. De modo que era así como Fausto había encontrado el vestido…

–Gracias, eres muy amable –no se le ocurría otra cosa que decir.

–Te enseñaré nuestra habitación –sugirió Jenna.

–Bueno, cenaremos a las ocho… no falta ya mucho. Os veré luego, entonces –sonrió a las dos y Liza asintió.

–Gracias –repitió antes de volverse, cuidando de no tropezarse con la mirada de Fausto Danti.

Tan pronto como subieron a la habitación, Jenna se lanzó a una entusiasta descripción de las atenciones que Chaz le había prodigado.

–Es tan cariñoso, Liza… No siempre se tiene la oportunidad de conocer a gente tan buena.

–Tú lo eres –repuso Liza con una sonrisa.

Jenna la hizo entrar en una habitación dos veces más grande que el apartamento que compartían en Londres, con enormes ventanales que daban a un gran jardín.

–Hablo en serio. De verdad que es muy buena gente.

–Te creo –Liza rebuscó en la bolsa de aseo de su hermana y empezó a cepillarse el pelo–. Pero entonces… ¿por qué me enviaste ese mensaje de texto?

Jenna esbozó una mueca culpable.

–Lo siento. Me temo que no debí haberlo hecho. Es que me sentía tan abatida… Me dolía mucho la cabeza y todo el mundo, aparte de Chaz, es tan… Bueno, no me gusta ser criticona, pero es que son…

–¿Esnobs?

–Supongo que sí, aunque por fuera todos son muy amables, sobre todo la hermana de Chaz, Kerry. Durante todo el rato se ha estado esforzando por quedar bien conmigo, pero yo tenía la sensación de que en cuanto le diera la espalda, se pondría a criticarme.

–Probablemente lo habrá hecho –observó Liza.

–Pero si ni siquiera la conoces…

–No lo necesito, pero creo que tienes razón. Debería mostrarme más comedida en mis juicios –cosa que tampoco Fausto Danti había hecho. Ganarle al ajedrez había sido uno de los placeres más grandes de su vida, Aunque, en verdad, habría preferido que la hubiese besado…

El pensamiento la dejó consternada. No, por supuesto que ella no habría querido eso. No podía. De hecho, aborrecía a aquel hombre, por muy atraída que se sintiera. De haberla besado, lo habría hecho por jugar con ella o por burlarse, que no movido por un genuino deseo. De eso estaba segura.

–Los conocerás a todos a la hora de la cena, en todo caso –le recordó Jenna.

–¿Tienes algo que pueda llevar? –le preguntó–. Este vestido es de la hermana de Chaz y no me gustaría aparecer con él.

–Yo solo he traído uno –dijo Jenna a manera de disculpa–. Y creo que palidecerá en comparación con la ropa que lucirán los demás. Son millonarios, Liza. Algunos tienen un acento tan pijo que no logro entenderlos…

–Oh, querida. ¿Cómo nos las vamos a arreglar? –se burló Liza, apoyando una mano en la cadera e imitando un aristocrático acento.

Jenna soltó una risita y Liza puso los ojos en blanco.

–Sinceramente, creo que toda esta gente es ridícula. Los raros son ellos –señaló el enorme dormitorio con los suntuosos cortinajes de seda y el ornamentado mobiliario–. ¿Quién vive así hoy día? –no estaba dispuesta a dejarse intimidar por el dinero. Y ciertamente no iba a dejar que Fausto Danti pensara que ella y su hermana eran dos cazafortunas.

–Ellos, evidentemente –Jenna entrecerró los ojos–. Pero… ¿por qué estás tan enfadada? ¿Es que estás pensando en alguien en particular?

Liza no pudo evitar ruborizarse.

–No me gusta Fausto Danti –reconoció mientras se volvía hacia el espejo, para intentar concentrarse en su pelo–. Es un arrogante esnob.

–Un arrogante esnob guapísimo. Cuando entramos Chaz y yo en el despacho, parecía como si fuera a besarte.

–¡No es verdad! –exclamó Liza, aún más acalorada–. Solo estábamos jugando al ajedrez. Le di jaque mate.

–Eso no es ninguna sorpresa. No recuerdo la última vez que has perdido una partida.

–Es un hombre irritante. Sospecho que piensa que las dos estamos aquí en plan cazafortunas o algo parecido.

–¡Cazafortunas! –exclamó Jenna, horrorizada–. ¿Te lo ha dicho?

Liza decidió no mencionar el comentario que le había escuchado de pasada en el bar. Sabía que con ello solo conseguiría alterarla aún más.

–No tuvo necesidad.

–Oh, Liza –Jenna sacudió la cabeza–. A veces pienso que tú eres tan esnob como él, solo que al contrario.

–No lo soy. Simplemente veo a la gente tal como es –y no como alguien como Fausto Danti podía verla. No le gustaba juzgar a la gente y no era ni mucho menos una persona orgullosa. De hecho, no tenía una gran autoestima.

–En cualquier caso, tendremos que reunirnos con ellos en la cena –le recordó Jenna con un suspiro–. Y aunque ahora me siento mejor, me alegro mucho de tenerte conmigo. Va a ser como meterse en la guarida del león.

Lo mismo había sentido Liza con Fausto… Continuó atusándose el pelo hasta que tropezó con la mirada de su hermana en el espejo y sonrió con determinación.

–Yo también me alegro de estar aquí.

Esperaba, sin embargo, que no terminara arrepintiéndose de ello.

 

 

Fausto bebió un trago de jerez mientras observaba a los demás invitados reunidos en el salón antes de que los llamaran a cenar. Chaz estaba hablando con Oliver, uno de sus inútiles amigos del colegio, un jugador de cricket con mucho más dinero que cabeza. Kerry, la hermana de Chaz, cuchicheaba con Chelsea, una rica heredera ataviada con un vestido tubo de color dorado. Ambas no dejaban de lanzarle provocativas miradas que él prefería ignorar. ¿Dónde estarían Jenna y Liza? Pasaban tres minutos de las ocho. Se estaban retrasando.

No era que estuviera esperando ansioso su llegada, se recordó. Por supuesto que no. El rato que había pasado con Liza aquella tarde había sido sorprendentemente agradable: desde entonces había estado pensando demasiado en ella y en el beso que había estado a punto de darle. Era, tenía que admitirlo, una clase superior de mujer. Aunque, por desgracia, poco conveniente para un hombre de su posición, con sus responsabilidades y expectativas. Con su pasado.

–¡Jenna! –Chaz se alejó rápidamente de su amigo cuando las hermanas entraron en la habitación. Jenna lucía un vestido negro poco llamativo y Liza seguía llevando el rojo que Fausto le había dado, aunque había encontrado unos zapatos sin tacón y se había recogido el pelo en un moño suelto. Comparadas con las otras mujeres con sus conjuntos de alta costura y sus altos tacones de aguja, las hermanas Benton parecían hasta mal vestidas. Y, sin embargo, él seguía prefiriendo la sencilla elegancia de Liza.

Chaz le había pasado un brazo por los hombros a Jenna mientras la hacía entrar en la habitación. Liza los siguió con la cabeza muy alta y evitando la mirada de Fausto en lo que este sospechaba era un deliberado desplante… algo que lo divirtió e irritó a la vez.

–¡Dios mío! –exclamó Kerry, alzando la voz–. ¿No es ese mi vestido? –soltó una cantarina carcajada.

Liza se ruborizó y levantó aún más la barbilla.

–Me temo que sí –admitió, digna–. Llegué hace un rato sin ropa de recambio y me sorprendió la lluvia.

–Se lo di yo, Kerry –intervino Fausto–. Supuse que no te importaría.

Como no podía negarlo abiertamente, la joven se contentó con arquear las cejas y cruzar con Chelsea una mirada de incredulidad. Chelsea soltó una risita nerviosa y Liza se ruborizó aún más, pero no dijo nada.

–Quizá deberías pensar en regalárselo –sugirió él–. Creo que el color le sienta mejor que a ti.

–Lo dudo –se apresuró a intervenir Liza–. Pero gracias, Kerry, has sido muy amable al prestarle tu ropa a una desconocida.

–¿Desconocida? Aquí ya no hay desconocidos –observó Chaz con tono jovial–, dado que vamos a pasar juntos el resto del fin de semana. Y ahora que ya estamos todos y todas… ¡a comer!

A Fausto la cena se le hizo, tal como había supuesto, interminable e insufrible, a excepción del placer que le proporcionaba mirar a Liza de cuando en cuando. Deliberadamente se había sentado lo más lejos posible de él. ¿Se estaba apartando ella misma del peligro de la tentación o realmente su presencia lo disgustaba tanto?

La conversación durante la cena no pudo aburrirlo más y se mantuvo durante todo el tiempo callado, pese a los obvios intentos de Kerry por flirtear con él. Confiaba en desanimarla con su silencio. En cuanto a Liza… comía en silencio con la mirada baja y, sin embargo, alerta. Fausto tenía la sensación de que lo estaba escuchando todo y que, como él, se aburría soberanamente, un pensamiento que le proporcionó un inesperado placer.

Tras la cena, se retiraron al gran salón de la casa, donde Chaz puso música y Kerry se ocupó en preparar cócteles. Chelsea se estiró en un sofá de la manera más artística posible y Oliver se repantigó en otro mientras se concentraba en su móvil. Jenna estaba conversando con Chaz y Liza se hallaba sentada sola, aparentemente tranquila. Fausto se le acercó.

–¿Qué tal encuentras la compañía? –le preguntó.

Ella alzó la mirada hacia él con una sonrisa en los labios.

–La encuentro tal como es.

–¿Es una insinuación mordaz?

–No. De hecho, la encuentro bastante entretenida. Todos ustedes viven en un mundo propio tan recogido, tan acogedor…

–¿Qué se supone que quiere decir eso?

–Oh, solo que es una manera ciertamente rara de vivir. No parecen tener el tipo de preocupaciones de la mayoría de la gente.

–¿Es una crítica?

–Una simple observación.

–Supongo que tienes razón –reconoció Fausto al cabo de un momento. No sabía si alegrarse o irritarse de que hubiera subrayado de aquella forma sus diferencias.

–Usted, desde luego, no parece estar disfrutando mucho de la velada –observó ella, riendo. ¿Tanto le desagrada el resto del mundo, señor Danti?

–Deberías llamarme Fausto.

–Te he estado llamando Fausto en mi cabeza –reconoció con tono despreocupado–. Pero es que me pareces el tipo de persona que espera que todo el mundo le trate con rígida formalidad.

–No necesito que me hagan la pelota, si es eso a lo que te refieres –replicó–. Pero si quieres tratarme con formalidad, llámame «conde», en lugar de señor.

Lo miró sorprendida, pero en seguida sonrió.

–Claro, por supuesto. ¿Es conde Danti o conde de alguna de otra cosa?

–Conde de Palmerno. Pero, como te dije no hay necesidad. No me gustan las formalidades. Cambiando de tema: ¿Cómo es que eres tan buena al ajedrez?

–No te lo esperabas, ¿eh?

–No –reconoció–. Eres muy buena.

–Mejor que tú, al menos –replicó con los ojos brillantes.

Fausto no pudo evitar soltar una carcajada.

–Quizá deberías concederme una revancha –no había querido hacerle insinuación alguna, ¿o sí? Porque en aquel momento no estaba pensando tanto en la partida como en el beso que había estado a punto de darle.

–¿Seguro que la quieres? –le preguntó ella con tono suave.

No había error posible en el subtexto del temblor de su voz. Se moría de ganas de tocarla.

–Completamente seguro –respondió con voz ronca–. Del todo.

–¿De qué diablos estáis hablando los dos? –los interrumpió Kerry desde la barra de los cócteles–. Os habéis puesto terriblemente serios.