E-Pack Bianca y Deseo marzo 2023 - Jessica Lemmon - E-Book

E-Pack Bianca y Deseo marzo 2023 E-Book

Jessica Lemmon

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Beschreibung

Pack 341 Intercambio de gemelos Jessica Lemmon El intercambio de gemelos salvaría su negocio, siempre y cuando no se volviera algo personal. El secuestro de la princesa Michelle Smart La secuestraron de la torre del castillo… ¡Y fue directa a los brazos del príncipe!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

E-pack Bianca y Deseo, n.º 341 - marzo 2023

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-675-7

Índice

 

Créditos

El secuestro de la princesa

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Intercambio de gemelos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Capítulo Dieciocho

Capítulo Diecinueve

Capítulo Veinte

Capítulo Veintiuno

Capítulo Veintidós

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

CLARA Sinclair paseó de un lado a otro de la celda. Siendo caritativa, podría admitir que la celda, que medía unos diez metros por diez metros y tenía una cama con dosel, un baño privado y tres grandes ventanas con vistas al puerto privado del palacio, era el tipo de celda por la que matarían la mayor parte de los delincuentes presos. El uniforme carcelario que llevaba también era más llamativo de lo que llevaría un interno, ya que era de seda blanca y encaje. Si no la hubieran forzado a ponérselo, quizá le habría parecido bonito.

Clara deseaba que las guardas todavía estuvieran en la celda con ella. Así podría tener la satisfacción de llamarlas cosas desagradables y ver cómo enrojecían sus rostros. Sin embargo, se habían marchado para prepararse para el evento de la década de Monte Cleure, el matrimonio de Clara con el rey Dominic. Sus otros guardas, dos hombres musculosos, estaban apostados a cada lado de la puerta, en el mismo sitio que se colocaron después de que ella tratara de escapar. Ella no les había gritado desde hacía veinte minutos, así que, golpeó la puerta y vociferó:

–¡Ojalá las sábanas se os llenen de chinches gigantescos! ¡Cerdos!

Igual que todas las otras veces que los había insultado durante esas dos semanas, lo único que recibió como respuesta fue el silencio.

El reloj de pared marcó el cuarto de hora. Bien. Solo quedaban quince minutos para que la casaran con el mayor cerdo de todos, el propio rey. Y ni siquiera aparecería en la capilla real, no después de la amenaza sobre la vida de Bob. Dominic también lo haría. Y, probablemente, disfrutaría con ello.

¿Qué clase de bastardo le daría un cachorro a una mujer y lo utilizaría como arma para amenazarla? El hombre con el que iba a casarse quince minutos más tarde. De momento, Bob estaba a salvo y dormido en su cesta. Permanecería a salvo solo si ella pronunciaba el sí quiero, sin pegar al novio. O al cura. O a alguno de los invitados.

Hasta que ella llegó a Monte Cleure y la retuvieron contra su voluntad, Clara nunca había pegado a nadie en su vida. Ni siquiera a su hermanastro, quien la había tratado mal desde que su padre murió y que era igual de responsable de su situación como el propio rey.

¿Qué clase de bastardo vendería a su propia hermana? Su hermano, el Honorable Andrew Sinclair.

Clara golpeó la puerta de nuevo.

–Os quemaréis en el infierno por todo esto, ¿lo sabéis? –gritó antes de tirarse al suelo con dramatismo.

Bob despertó y se acercó a ella para acurrucarse sobre su regazo.

Acariciándole la cabeza, Clara no sintió ganas de llorar. Estaba demasiado enfadada y llorar no solucionaría nada. Clara lo había aprendido de pequeña, cuando las lágrimas no le sirvieron para devolverle la vida a su madre. También aprendió que lamentarse acerca de la mala fortuna tampoco solucionaba nada.

Si iba a escapar, necesitaba ponerse en marcha.

¿Qué estaba haciendo? Le quedaban diez minutos antes de que la llevaran a la capilla.

«¡Piensa!».

Habían tapiado la chimenea en cuanto descubrieron que Clara estaba intentando trepar por ella. Las salidas de ventilación estaban selladas por si acaso. Abrir la ventana y gritar para pedir ayuda solo le había servido para que colgaran a Bob por la ventana y la amenazaran con tirarlo al puerto privado.

Ella haría que la vida de Dominic fuera un infierno. Podría ser la esposa de Hades. Si él pensaba que podría intimidarla para que lo obedeciera, entonces tenía otra…

El ruido de unos golpecitos la sacó de su pensamiento y provocó que levantara la cabeza. Había un rostro junto a la ventana.

Sin duda, lo estaría imaginando. Pestañeó, pero el rostro seguía allí.

Era un rostro atractivo, de amplia sonrisa, y le indicaba que se apresurara y abriera la ventana.

Clara se puso en pie y se dirigió hacia el extraño.

Mientras se disponía a abrir la ventana de guillotina, pensó en que el extraño le resultaba familiar. Y al ver que tenía dificultad para abrirla, se preguntó si Dominic no la habría sellado. No se le ocurría cuándo podía haberlo hecho, y menos cuando llevaba dos semanas encerrada en la habitación, asomando la cabeza por la ventana y preguntándose si no podría hacerse una cuerda con sábanas para bajar. Lo habría hecho si sus guardianas la hubieran dejado a solas más de veinte minutos.

Justo cuando pensaba que tendría que romper el cristal, lo intentó de nuevo y lo consiguió.

¡Sí!

–Hola –dijo ella, con una amplia sonrisa. De pronto, localizó de dónde conocía a aquel hombre–. ¿Eres de la caballería?

–Ciao, bella. ¿Te gustaría que te llevara en mi helicóptero?

Marcelo Berruti entró en la habitación y experimentó una excitación que no había sentido desde sus días en el ejército. De niño había escalado a menudo las paredes del castillo en el que vivía, imaginando que era un príncipe azul rescatando a una damisela en apuros. ¿Quién iba a decir que cumpliría los treinta y lo haría de verdad?

Aquella particular damisela no parecía nada angustiada. Si acaso, parecía que estaba a punto de reírse a carcajadas, así que, él le cubrió los labios con un dedo.

–Shh… –susurró él, señalando hacia la puerta.

Ella lo miró con sus ojos marrón oscuro, como si fuera una adolescente a la que un profesor hubiera pillado fumando. Él recordó cómo Alessia le había descrito a Clara Sinclair como la niña desobediente del colegio interno. Alessia se había olvidado de mencionar la belleza de Clara, y él se tomó un instante para contemplar aquel rostro ovalado de pómulos prominentes, nariz perfecta y labios carnosos. Su cuerpo era sinuoso y sus pechos estaban cubiertos por un vestido de novia.

La imagen perfecta se completaba con su cabello de color rubio oscuro recogido en un elegante moño.

Ella le sujetó la mano y le retiró el dedo de sus labios.

–¿Has venido a mirarme o a rescatarme? –preguntó ella, susurrando.

–¿Un hombre no puede hacer ambas cosas?

–No cuando estoy a punto de que me saquen de esta habitación para llevarme al altar en cinco minutos.

–En eso tienes razón –separándose de ella, Marcelo llevó la silla que estaba en el tocador hasta la puerta y la colocó bajo el picaporte para asegurarla. Miró el reloj y se volvió hacia ella–. Tenemos dos minutos. ¿Tienes algo de ropa para cambiarte?

–¿En dos minutos?

–Un minuto y cincuenta segundos.

Ella se encogió de hombros.

–Han tardado una hora en ponerme este estúpido traje.

–¿Tijeras?

–No están permitidas, por si se las clavo a alguien –explicó ella.

Él se arrodilló frente a ella y agarró el encaje del dobladillo del vestido.

–Quédate quieta.

–¿Qué haces?

–Esto… –mirándola, arrancó el encaje.

Ella lo miró sorprendida.

–Señor, si acabábamos de conocernos.

Él sonrió, colocó la mano sobre la cadera de ella y la giró para que el encaje se descosiera hasta la altura de sus caderas.

En la distancia se oyó el ruido del helicóptero acercándose. Tenía que desgarrar la seda del vestido. Y eso era más difícil que el encaje.

–¿Y si usas los dientes? –sugirió ella.

–Señorita, acabamos de conocernos –bromeó él, antes de empezar a hacer lo que ella proponía.

A falta de treinta segundos para marcharse, lo único que quedaba de la falda del vestido de novia era unos jirones de seda que caían hasta la mitad del muslo de las piernas bronceadas más fabulosas que Marcelo había visto nunca. Marcelo tuvo que contenerse para no sujetar a Clara por las caderas y presionar el rostro contra su escote.

Nunca, ni en sus sueños más salvajes, había imaginado que su damisela en apuros sería tan sexy.

–La mirada hacia la cara, Berruti –lo regañó ella.

Él miró su bonito rostro.

–¿Sabes quién soy?

–No permitiría que me rescatara cualquiera.

Él deseaba besarla, pero no tenía tiempo, así que la agarró de la mano.

–¿Qué tal llevas las alturas? –preguntó él. El helicóptero sobrevolaba el lugar y hacía tanto ruido que no bastaba con susurrar.

–Supongo que estamos a punto de descubrirlo.

Apareció una cuerda frente a la ventana justo cuando el picaporte de la puerta comenzó a moverse.

–Ha llegado el momento. Vamos –dijo él.

–Espera un segundo –se soltó de la mano y se agachó para recoger una cosa peluda de color chocolate.

–No puedes llevarte eso –dijo él, mientras golpeaban la puerta y gritaban desde el otro lado.

–No puedo dejarlo aquí. Dominic lo matará.

Marcelo señaló la cuerda.

–No podemos escapar por una cuerda con un perro.

Clara miró hacia su escote y dijo:

–Rompe esto. ¡Rápido!

–¿Qué?

Se oyó un fuerte golpe contra la puerta.

–Rápido –dijo ella–. Rómpelo. Solo un poco.

Al darse cuenta de lo que ella pretendía, Marcelo agarró la parte de arriba del vestido y lo rasgó, dejando al descubierto unos grandes pechos ocultos tras un feo sujetador blanco.

Al ver que se había dado cuenta, Clara sonrió.

–Deberías ver mis bragas –y colocó al cachorro dentro del vestido.

–Es un cachorro afortunado –soltó él–. ¿Podemos irnos ya?

–Adelante.

Se oyó otro golpe fuerte y Marcelo se subió al alféizar. Agarró la cuerda y Clara se subió a su lado y se agarró a su cuello.

–Encantada de conocerte –le dijo, mirándolo con una sonrisa.

Él no pudo evitar sonreír mientras aseguraba la cuerda alrededor de ambos.

–Agárrate fuerte.

–No, tú agárrate fuerte.

Riéndose, él la rodeó por la cintura con un brazo. Levantó el dedo pulgar hacia el helicóptero y sujetó a Clara con fuerza mientras los levantaban en el aire.

 

 

Clara sintió un nudo en el estómago al ver que volaban. Se esforzó por mantener el miedo bajo control y continuar agarrada al hombre que era un viejo amigo de su hermano. Mirándolo a los ojos, trató de confiar en que los elevarían hasta un lugar seguro.

Al sentir las garras de Bob clavándose ligeramente sobre su piel, se percató de que el pobre animal debía de estar atemorizado.

Un tirón en la cuerda provocó que sintiera un fuerte revoloteo en el estómago y que cerrara los ojos, apoyando la frente contra el torso de Marcelo. Rezó para que sus cuerpos fueran una barrera que impidiera que Bob pudiera zafarse, y que al mismo tiempo no llegara a ahogarse.

Antes de que el sentimiento de culpa por haberse llevado al cachorro se apoderara de ella, alguien la agarró y la subió al helicóptero con brusquedad.

Un fuerte sentimiento de alivio se apoderó de ella.

¡Lo habían conseguido! Era libre.

Intentó recuperar la respiración antes de abrir los ojos, y tuvo que pestañear varias veces para ver con claridad. El helicóptero era enorme y parecía militar. Dos hombres de uniforme se habían arrodillado junto a ellos y trataban de deshacer el nudo de la cuerda.

Al pensar que estaba en el suelo de un helicóptero junto al príncipe de Ceres y un cachorro que trataba de liberarse, soltó una carcajada. Seguía riéndose cuando aflojaron la cuerda y pudo sentarse en el suelo para sacar a Bob. Entonces, el cachorro le lamió la mejilla y Clara no pudo controlar las lágrimas. De pronto, se dio cuenta de que tres hombres la miraban, sorprendidos por aquel instante de intensidad emocional, y solo sirvió para que llorara y riera con más fuerza.

Sus dieciocho días en Monte Cleure, dieciséis como prisionera, le habían afectado mucho.

Tardó tanto tiempo en recuperar el control que probablemente se alejaron de Monte Cleure antes de que hubiera derramado la última lágrima. Clara miró los jirones del vestido de novia y arrancó un pedazo de tela para utilizarlo a modo de pañuelo.

Después, miró a Marcelo. Él estaba sentado junto a ella y la miraba con cierta preocupación. Bob se había sentado en su regazo y él le acariciaba la cabeza.

Tras arrugar el pedazo de tela que había utilizado para sonarse la nariz, Clara lo guardó en su sujetador.

–Debe ser el pañuelo más caro del mundo –dijo ella.

Él la miró frunciendo las cejas.

–Este vestido le ha costado a Dominic cien mil euros –explicó antes de soltar otra carcajada–. A lo mejor se lo mando como recuerdo del tiempo que hemos estado juntos.

Marcelo había visto lágrimas de mujer muchas veces en su vida. Su hermana, Alessia, era capaz de ponerse a llorar como si solo tuviera que abrir un grifo. Y Gianna, se había tirado al suelo llorando cuando él terminó la relación con ella, algo que le había sorprendido mucho puesto que solo llevaban juntos un par de meses. Sin embargo, las lágrimas de Clara Sinclair habían sido distintas.

–¿Te encuentras mejor? –preguntó él, sabiendo la respuesta.

–Mucho mejor, gracias. Y gracias por haberme rescatado –sonrió–. Te debo una.

–Ha sido un placer –y la idea de que aquella sexy criatura estuviera en deuda con él aumentaba su placer. Era una mujer fascinante.

Clara estiró las piernas y cruzó los tobillos. Él se fijó en que tenía unos pies bonitos. El cachorro saltó a su regazo.

Ella acarició al cachorro y después centró su atención en Marcelo.

–Acabo de darme cuenta de que llevas un esmoquin.

–Así es –convino él.

–Pensaba que los superhéroes iban vestidos con licra y con la ropa interior por encima.

Riéndose, él negó con la cabeza.

–Llevo puesto un esmoquin porque iba vestido para una boda.

Ella lo miró y se rio.

–¿Estabas invitado?

–Acepté asistir en representación de la familia real Berruti.

–Asombroso. ¡Y muy astuto!

Él se encogió de hombros como si rescatarla no hubiese supuesto ningún esfuerzo.

–La invitación llegó tres días después de que mi hermana me enseñara tu mensaje –el mensaje era tan directo como la mujer que lo había escrito:

 

El rey de Monte Cleure me ha encarcelado y va a obligarme a casarme con él. ¡BUSCA AYUDA!

 

Marcelo había supuesto que era una broma. Incluso Alessia no estaba convencida de que fuera cierto. Se sabía que Dominic estaba buscando esposa y Clara Sinclair tenía cierta reputación, pero cuando Alessia no recibió respuesta, comenzó a dudar y no paró de insistirle para que fuera a rescatar a su amiga. Justo después, un mensajero le entregó la invitación de boda y Marcelo encontró la manera de aprovecharse de un hombre al que odiaba y que trataba a las mujeres como basura, además de crear mala fama a las familias de la realeza. Y también de tranquilizar a su hermana. Además, estaba aburrido y no pudo resistirse a un poco de emoción.

El plan original era que sus viejos amigos del ejército se ocuparan de la misión de rescate mientras él estaba sentado en la capilla como invitado. No obstante, tampoco pudo resistirse a la imagen de sí mismo entrando como un príncipe azul y a la ola de adrenalina que la idea provocó en él.

Marcelo no había sentido algo así en los últimos tres años.

–No estaba segura de si el mensaje había salido –dijo Clara, entusiasmada con el éxito que había tenido. Los otros intentos de escapar habían sido fallidos–. Dominic me pilló escribiendo el mensaje y me arrebató el teléfono justo cuando presionaba el botón de enviar.

–¿A quién se lo enviaste?

–A todos mis contactos –a los diez que tenía. Alessia, su única amiga del colegio, era su mayor esperanza. Los otros contactos eran su tía en Australia, algunos compañeros de trabajo y una señora mayor que adoptó uno de los perros del refugio en el que Clara trabajaba.

–Muy lista.

–¿Ha tenido repercusión internacional? –preguntó ella.

–Me temo que no.

Ella puso una mueca de decepción y Marcelo se rio.

–¿Puedes contarme cómo te metiste en este aprieto?

¿Que cómo me metí en este aprieto? Solo soy una víctima.

–Vamos, cuéntame. Tengo curiosidad.

–Hmm… –se incorporó una pizca y se apoyó en un banco que había en el lateral del helicóptero–. Bueno, mi hermano me pidió que fuera a Monte Cleure en su nombre para vender las propiedades donde produce el vino espumoso, en la finca familiar del rey de Monte Cleure. ¿Me sigues?

–Por supuesto.

–Estupendo –sonrió ella–. Yo acepté su propuesta y me fui a Monte Cleure, donde me recibieron como a una princesa, con una gran hospitalidad. Impresionante. Me alojé en el palacio y comí la mejor comida, tenía acceso a las piscinas y al spa, a todo. ¿Todavía te interesa?

–Sí –convino él, aunque le resultaba difícil concentrarse en sus palabras cuando los labios de Clara eran tan atractivos.

–Bien, porque ahora es cuando se pone interesante. La segunda noche, el rey me propuso matrimonio.

Él arqueó una ceja.

Ella asintió.

–Yo también reaccioné así. Me contuve para no reírme en su cara, pero le dije la verdad: que no quiero casarme. Me quedé satisfecha con no ofenderlo con mi negativa.

–¿No te tentó la propuesta?

–¿Lo has visto? Ese hombre es un cerdo.

–También es rey.

–¿Y qué? Eso no evita que sea un cerdo. Incluso come como un cerdo. Es asqueroso.

–¿Y cómo reaccionó ante tu negativa?

–Fue muy comprensivo. Al día siguiente, durante el desayuno, se dirigió a mí como su prometida. De nuevo, le dije que no quería casarme y se rio. Cuando fui a recoger mis cosas para marcharme, habían revuelto mi maleta y me habían robado el bolso y el pasaporte. Después, el rey vino a mi habitación y me dijo que iba a casarme con él, me gustara o no, y que era mejor que me hiciera a la idea o que habría consecuencias. Al día siguiente, llevó a Bob a mi habitación y me dijo que era el primero de los muchos regalos que recibiría si era buena chica.

–¿Bob?

Ella señaló al cachorro.

–Él sabía que me encantan los animales y pensó que un perro haría que cambiara de opinión. En serio, el hombre es de otro planeta.

–¿Y por qué tú? ¿Te lo ha dicho alguna vez?

–Ah, sí. Quiere casarse conmigo porque llevo sangre real en las venas. Al parecer, no importa que esté muy diluida. También porque soy virgen.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

POR primera vez desde que él apareció en su ventana, Marcelo parecía desconcertado.

–¿Disculpa? ¿Eres virgen?

–Sí –contestó ella, animada. Clara no se avergonzaba de serlo–. Al parecer, una virgen le da más garantías de que el hijo sería suyo. Evidentemente, cuando una mujer ha tenido relaciones sexuales se convierte en una ninfómana y ha de acostarse con cualquier hombre de los alrededores y, como está poseída por el deseo, se olvida de usar anticonceptivos, sobre todo cuando está por ahí con todos esos hombres que no son su marido.

Marcelo la miró sin más. Ella se percató de que los hombres que los habían subido hasta el helicóptero estaban mirándola desde sus asientos. Todos parecían perplejos.

–¿Qué pasa? –preguntó ella, mirándolos–. ¿No estaréis casados y os estáis preocupando por si vuestras esposas están acostándose con el vecino, verdad? En serio, eso solo era la mente paranoide de Dominic entrando en escena. Quiero decir, no sé, quizá vuestras esposas tienen aventuras con otros hombres, pero si las tienen, no es porque sean ninfómanas, sino porque son infelices en su matrimonio. Así que, mi consejo es que solucionéis esa infelicidad. A las mujeres nos gusta sentirnos queridas y apreciadas. Y deseadas. Las flores también se agradecen, pero no recomiendo utilizarlas a modo de disculpa… Si tenéis que disculparos y demostrar lo arrepentidos que estáis, una buena disculpa de rodillas funciona muy bien.

–Ah, ¿sí? –preguntó Marcelo.

–Bueno, eso es lo que yo preferiría si mi marido me hubiese disgustado. Aunque supongo que no puedo hablar por otras mujeres, y todo es irrelevante porque no pienso casarme. Aunque me gustaría que un hombre se arrodillara ante mí y me pidiera disculpas.

–¿Por qué?

Clara se planteó la pregunta.

–¿Mi padre por no protegerme? ¿Mi hermano por venderme a un cerdo? Sí. Esas cosas merecen disculpas humillantes. Aunque no es lo mismo, ¿no? No, pensándolo bien, humillarse arrodillándote ante tu hija o hermana no es bonito. Esas cosas hay que reservarlas para los amantes. Y mi padre está muerto, así que tendré que esperar a reunirme con él en el infierno antes de recibir su respuesta, y Andrew, no reconocería una disculpa, aunque se le sacudiera en la cara.

Lo ridículo era que hasta que recibió la carta de su hermano para invitarla a cenar, a Clara no le había importado estar distanciada de él. O mejor, que él se hubiera distanciado de ella. Andrew era veinte años mayor que ella y siempre la había tratado con desdén, como si fuera una molestia a la que hubiera que tolerar, incluso a pesar de que él había sido su tutor legal. Él la detestaba por haber sido el catalizador del divorcio de sus padres, ya que su padre dejó a la madre de Andrew por la madre de Clara. Antes de que llegara la invitación para la cena, ella no lo había visto desde que, cuatro años atrás, él apareciera en su casa por su dieciocho cumpleaños. No le llevó un regalo, sino los detalles de la cuenta bancaria que su madre había abierto para ella al nacer. El último depósito se había hecho cuando Clara tenía cuatro años. Había suficiente dinero para remplazar su sofá de cuarta mano, por uno un poquito menos hundido de segunda mano. Clara comprendió que su padre había controlado mucho el gasto que hacía su segunda esposa.

–¿Crees que tu hermano te vendió a Dominic? –Marcelo interrumpió su pensamiento.

–No sé de qué manera ha cobrado por ello. Él no necesita dinero, porque está forrado, así que, es probable que lo que quiera sea el estatus de ser el cuñado de un rey, pero sí, me ha vendido –Andrew la había engañado y la había vendido a un monstruo. Al sentir un gran nudo en el estómago, trató de aplacar el dolor que sentía y centró su atención en algo mucho más interesante: el pelo de Marcelo, por el que él estaba pasando sus dedos.

Tenía un pelo bonito. Y era mucho mejor fijarse en eso que pensar en su hermano. Resultaba menos doloroso. Marcelo tenía el flequillo largo y caía alborotado sobre su frente. Sus ojos de color azul intenso contrastaban con sus mechones, y la barba negra que cubría su mentón estaba perfectamente cuidada. Ella se preguntó si sería suave o áspera al acariciarla, y se percató de que era algo que nunca se había planteado antes con nadie. Interesante…

Marcelo Berruti era un hombre interesante. Físicamente. Y utilizaba la palabra interesante como sustituto de tremendamente atractivo, porque eso es lo que era. Tremendamente atractivo. Incluso su boca era sexy. Ella se preguntaba cómo sería sentir sus labios sobre su boca, algo que Clara no se había preguntado jamás. Y una vez que se había recuperado del susto de que la hubiera subido volando hasta un helicóptero, podía admitir que había sido muy agradable estar entre los brazos de Marcelo.

–¿Tienes novia? –le preguntó de repente.

Él pestañeó y negó con la cabeza.

–¿Lo dices de verdad?

–Por supuesto –estiró el brazo–. ¿Lo ves? Soy de verdad, como tú.

Él negó de nuevo con la cabeza.

–¿Y tú tienes un filtro en la boca?

–No, pero probablemente necesite uno. Dominic me amenazó varias veces con amordazarme.

–¿Y qué lo detuvo?

–Tenía miedo de que lo mordiera.

Él ya sabía que había sido una niña difícil. Alessia le había contado que los profesores del colegio se ponían muy nerviosos al tener que sancionarla continuamente y que la habían puesto en el mismo dormitorio que Alessia con la esperanza de que su hermana, un año mayor que Clara, fuera una buena influencia. Eso funcionó hasta que expulsaron a Clara –le había contado Alessia–. «Se rumoreaba que la habían expulsado por hacer saltar la alarma de incendio durante un examen, pero nunca se confirmó. En cualquier caso, era una niña difícil y volvía locos a los profesores, pero para mí, había algo en ella que resultaba adorable y que provocaba que quisieras protegerla de sí misma».

Él creía que nunca había conocido a una mujer que necesitara menos protección. Quizá tenía el aspecto de alguien que acababa de salir de un cuadro de Botticelli, pero su boca haría que un santo perdiera la paciencia. ¡Y solo la conocía desde hacía poco más de una hora!

–Él nunca te habría controlado –murmuró Marcelo.

Ella suspiró y acarició al cachorro.

–Habría utilizado a esta cosita para controlarme. Él sabía muchas cosas sobre mí, pero entre tú y yo… Y esos dos… –señaló a los hombres que habían ido a ayudarlo y que estaban escuchando–. Creo que se habría quedado sin opciones. Él ocupó el trono hace un par de años y necesitaba herederos, pero todas las princesas o duquesas de Europa lo rechazaron. Personalmente, creo que estaba un poco desesperado cuando decidió que yo era la mujer perfecta para ser su reina.

La hermana de Marcelo había sido una de las princesas que había rechazado al rey. La madre de ambos había recibido una petición oficial para conocer a la princesa Alessia. Consciente de cuál era el objetivo de esa reunión, la madre, rechazó la invitación con diplomacia. Igual que el resto de los Berruti, la reina aborrecía al rey de Monte Cleure. Además, nunca permitiría que su hija se casara con un hombre del que se rumoreaba que trataba a las mujeres como objetos y que solía pegar a su propia hermana antes de que ella se marchara a América.

Marcelo creía que Clara estaba diciendo la verdad y que su hermano la había vendido a aquel hombre. No estaba seguro de qué era lo que le molestaba más: la idea de que un hombre pudiera tratar a su propia hermana de forma cruel o la manera en que Clara se lo había contado para después cambiar de tema como si que su hermano la hubiera vendido no fuera tan importante.

–En cualquier caso, no has contestado a mi pregunta –dijo ella–. ¿Tienes novia?

Él se frotó la nuca.

–Bien.

–¿Bien?

Ella sonrió.

–Estoy en deuda contigo, ¿recuerdas?

Marcelo se quedó boquiabierto.

–¿Pensaba que eras virgen?

Ella puso cara de disgusto.

–¿Perdona? ¡Indecente! Pensaba invitarte a una cena para agradecerte que me hayas rescatado, no te estaba ofreciendo mi cuerpo.

Él estuvo a punto de reírse, aliviado. Clara podía ser la mujer más sexy que había conocido en su vida, pero tan pronto como había mencionado la palabra virgen, él lo había tomado como un impedimento.

–Me alegra oírlo.

–Bien. Bueno, eres un hombre sexy… ¿Nunca te lo ha dicho nadie?

Sorprendido, Marcelo solo pudo responder con sinceridad:

–Sí.

–Nada de falsa modestia. Puesto que eres un hombre sexy y atractivo, pensé que era mejor comprobar que no tenías novia antes de invitarte a cenar porque a mí me molestaría si fueras mi novio y salieras a cenar con otra mujer. Entonces, ¿qué te parece lo de la cena? Puede que tenga que esperar hasta que yo vuelva a Reino Unido y solucione mis cuentas bancarias. El rey Cerdo tiene mi bolso. Y mi pasaporte. Por cierto, ¿a dónde volamos?

–A Ceres.

–¿A tu isla?

–Sí.

–¿Allí hay embajada británica?

–Por supuesto.

–Bien. ¿Podrías dejarme allí, por favor? Tengo que solicitar un nuevo pasaporte. ¿Sabes cuánto tiempo puede tardar?

–Me temo que no.

–No importa. Tardará lo que tarde. ¿Crees que me dejarán entrar con Bob?

–No tengo ni idea.

–Está bien. Tendré que improvisar –resopló–. Entraré con él y a ver qué pasa –comentó–. Ya está. Solucionaré lo de mi pasaporte y, si no puedo solucionar lo de mi banco en Ceres, pediré ayuda para volar a casa. ¿En tu isla hay residencias para animales? ¿Me dejarán dejarlo allí mientras soluciono la manera de llevármelo a casa?

–Estoy seguro de que encontraremos una solución para Bob –le aseguró él, apenas capaz de seguir el ritmo de su pensamiento. Su mente funcionaba a toda velocidad.

–Genial. Una vez tenga acceso a mi cuenta bancaria, ¿podré llevarte a cenar como agradecimiento?

¿Dejar que Clara lo invitara a cenar? Esa no era una decisión fácil. Por un lado, era muy sexy y divertida. Por otro, era virgen. Eso hizo saltar una alarma en su interior. No obstante, era un hombre adulto capaz de aceptar la invitación de una mujer y, compartir la cena, no significaba compartir la cama.

–Con una condición –dijo él.

Ella lo miró expectante.

–Que de vez en cuando dejes de hablar para que mis oídos puedan descansar.

Clara sonrió:

–Trato hecho.

 

 

Clara se percató de que habían llegado a destino cuando el helicóptero descendió. Habían parado una vez para repostar y ella había aprovechado para darle un paseíto a Bob. También le había pedido a Marcelo que le dejara llamar a su amiga Liza, que estaba cuidando de Samson y Delilah, y decirle que estaba viva y que pronto iría a recogerlos.

Agarró a Bob con fuerza y saltó del helicóptero. Habían aterrizado en el campo y ella notó la hierba pinchosa sobre sus pies descalzos.

–Bueno, ¿dónde está la embajada? –le preguntó a Marcelo después de darles las gracias a los hombres y al piloto que la habían rescatado.

–¿Piensas ir andando? –preguntó él, divertido.

–Estoy en muy buena forma. En casa camino largas distancias con los perros.

–Ya me he ocupado de eso –comentó él, señalando dos coches que esperaban en el hangar–. El segundo te llevará a la embajada.

–Ay, gracias. Eres fabuloso.

–De nada.

Ella se puso de puntillas y lo besó en la mejilla. Lo miró por última vez y dudó acerca de besarlo en la boca para ver qué sentía. Decidió no hacerlo. No quería que él se hiciera una idea equivocada y pensara que ella había cambiado de opinión acerca de ofrecerle su cuerpo.

Le agarró la mano y le apretó los dedos.

–Sé que voy a llevarte a cenar en cuanto solucione este lío, pero también sé que eso no bastará para saldar la deuda que tengo contigo. Puedes pedirme lo que sea y lo haré. No exagero cuando digo que me has salvado la vida y, probablemente, a Bob también.

Marcelo le apretó los dedos a modo de respuesta.

–Ha sido… Una experiencia.

Ella soltó una carcajada, consciente de a qué se refería. Clara también sabía que había nacido sin discreción y que las situaciones de alta intensidad emocional siempre empeoraban su tendencia a hablar sin parar.

–Sin duda –convino ella–. Gracias otra vez.

Tras despedirse de él, se dirigió al coche forzándose para no mirar atrás. Nunca había deseado volverse para mirar a un hombre. Otra primera vez.

Suponía que era porque Marcelo era tremendamente atractivo. Si fuese una chica que disfrutaba del sexo, no habría duda en entregarse a él, pero Clara prefería otros placeres. La ropa bonita, los muebles… cosas que no podían hacerle daño, mentirle o abusar de ella como los humanos. Las mentiras eran lo peor, porque minaban la confianza. Y sobre todo cuando venían de personas en las que se confiaba desde el nacimiento. La única persona que nunca había abusado de la confianza de Clara era su madre.

Marcelo la observó marchar. Hasta su manera de andar era sexy. Ella no intentaba serlo. Simplemente lo era.

Sus piernas llenas de mugre del helicóptero, cubiertas por los jirones de lo que ese mismo día había sido un caro vestido de novia. Llevaba los pies descalzos, y el cabello alborotado…

–Espera –la llamó.

Ella se detuvo y se volvió hacia él.

«Maldita sea». No podía dejarla entrar en la embajada así.

–Ven a mi casa –dijo él–. Date una ducha y come algo. Le pediré a Alessia que te traiga algo de ropa, y después te llevaré a la embajada.

Clara entornó los ojos pensativa. Después, sonrió:

–¿Prometes que no me encerrarás en una habitación y me amenazarás con matar a mi perro si no me caso contigo? Porque tengo muchas ganas de llegar a mi casa, ver a mis perros y volver a mi trabajo.

Marcelo se rio. No tenía nada en contra del matrimonio. Algún día se casaría, pero no hasta dentro de mucho tiempo.

Era una lástima que Clara fuera una mujer virgen, y estuviera orgullosa de ello. De no ser así, él no habría dudado en seducirla. Durante poco tiempo. Al margen de que él no quería sentar la cabeza, tenía la sensación de que donde Clara iba, el caos aparecía. Si había algo incompatible con la vida de la realeza, era eso, el caos.

Marcelo no recordaba haber conocido a ninguna mujer virgen desde su época de estudiante. Si acaso, su hermana, que él suponía que era virgen porque nunca salía con nadie. En su cabeza, las mujeres vírgenes eran tímidas y recatadas. Y dudaba de que Clara tuviera una pizca de timidez en su cuerpo.

Su cuerpo. No había nada en su cuerpo que no le resultara atractivo. Todavía sentía la suavidad de sus labios en su mejilla.

Era deliciosa y atractiva y no tenía ningún aspecto de virgen.

¿Sería virgen porque prefería a las mujeres y no a los hombres?

No. Había notado interés en su mirada. Estaba seguro de ello. Marcelo reconocía cuando una mujer se sentía atraído por él y Clara no se había molestado en ocultarlo.

Eso no significaba nada. Ella le había dicho claramente que él era atractivo y sexy. También que no tenía intención de compartir su cuerpo con él.

No obstante, todo eso era irrelevante. Le daría de comer y permitiría que se aseara. Después, la llevaría a la embajada y no volvería a pensar en ella.

Cruzándose de brazos, arqueó una ceja:

–Lo prometo.

Ella corrió a su lado.

–Entonces, acepto. ¡Estoy hambrienta!

Capítulo 3

 

 

 

 

 

ESTO es como un cuento de hadas –comentó Clara. Abrió la ventana y asomó la cabeza para ver el antiguo anfiteatro que había junto al castillo.

Cuando el coche tomó una curva, Clara pudo ver el castillo en todo su esplendor. Era una mezcla de arquitectura medieval y renacentista.

–¡Y yo que pensaba que la casa donde me crie era grande! ¿Tu familia siempre ha vivido aquí?

–Durante quinientos años –contestó Marcelo.

–Estoy segura de que lo pasabais genial jugando al escondite.

–Yo nunca jugué.

El coche se detuvo y ella se volvió para mirarlo.

–¿De veras? ¿No jugabas porque tu familia es de la realeza?

–No. Simplemente jugábamos a otras cosas cuando era niño.

Clara le dio un codazo.

–Alessia me invitó a venir aquí durante unas vacaciones de Pascua, pero me expulsaron poco antes y, como castigo, mi hermano no me dejó venir. Yo os habría puesto a todos a jugar al escondite.

Le abrieron la puerta y ella se bajó del coche enseguida, ansiosa por explorar el lugar.

–Eso no lo sabía.

–¿El qué?

–Que ibas a quedarte con nosotros.

–Con Alessia –puntualizó–. Aunque estoy segura de que te habríamos dejado jugar con nosotras. A tu hermano a lo mejor no. Alessia decía que era un mandón.

–Te sugeriría que no se lo menciones a él –le aconsejó.

–Dudo que esté aquí el tiempo suficiente como para conocerlo, pero si lo hago… –gesticuló como cerrando una cremallera sobre los labios.

–Vamos, Clara Caos, entremos a darte algo de comer.

Marcelo no podía dejar de mirar a Clara mientras recorrían el interior del castillo. Ella iba mirando hacia todos lados, deteniéndose de vez en cuando para contemplar los cuadros.

Al llegar a la puerta de sus aposentos, él abrió con la llave y le hizo pasar.

–Guau… ¿Esto es tuyo?

–Mis aposentos privados, sí.

–¿Siempre ha sido tuyo?

–No, yo vivía en los aposentos de mis padres con mis hermanos, hasta que me fui al ejército. Estos aposentos me los dieron cuando cumplí los veintiún años, para que los utilizara cuando estaba de libranza.

–¿Para que pudieras traer mujeres y tener privacidad?

Marcelo se sorprendió de nuevo al escuchar lo directa que era.

–Estoy segura de que las mujeres siempre te han perseguido –dijo ella, arrodillándose para dejar a Bob en el suelo. Marcelo trató de no hacer una mueca al ver cómo el cachorro empezó a restregarse contra la alfombra persa milenaria.

–¿No te perseguían?

Marcelo no sabía qué decir. Clara siempre lo desconcertaba con sus preguntas.

–Eres príncipe, rico y atractivo. Son buenos motivos por los que las mujeres podrían perseguirte. Aunque estoy segura de que eres uno de esos hombres que prefieren perseguirlas. ¿Alguna vez finges ser una persona común y corriente?

–¿Con qué propósito?

–Para ver si todavía te quieren sin todas las florituras. Yo lo haría. Quiero decir, el rey Cerdo solo me quería por mi sangre, el hecho de que el futuro rey de Inglaterra sea algo así como mi primo decimotercero, al parecer hace que yo sea buen partido. ¡Y soy pobre! En cualquier caso, ¿está bien si me doy una ducha? Me siento mugrienta.

Sintiéndose como si acabara de dejar entrar un tornado en sus aposentos, Marcelo la guio escaleras arriba hasta el cuarto de invitados, donde había un baño privado.

–Utiliza todo lo que necesites –le dijo–. Le diré a Alessia que traiga ropa y le pediré al cocinero que te prepare algo de comer. ¿Tienes algún requisito en tu dieta?

–Odio las habas, si eso cuenta.

–Me aseguraré de decírselo al cocinero. Disfruta de la ducha, o puedes darte un baño si prefieres –la imagen de ella en la bañera apareció en su cabeza y él trató de ignorarla–. Tómate tu tiempo. No hay prisa.

Ella sonrió.

–Gracias. ¿Puedes asegurarte de que Bob pueda comer algo pronto? Tiene un estómago muy pequeño y hay que alimentarlo regularmente.

–Lo recordaré –le aseguró–. Lo pondré como prioridad.

–Te estás ganando el camino al cielo, gracias.

Sonriendo, cerró la puerta del baño.

Marcelo miró la bola de pelo que estaba a sus pies y suspiró antes de tomarlo en brazos.

–No sé tú, Bob –le dijo en su idioma nativo–, pero tu dueña es una fuerza de la naturaleza.

Bob le lamió la cara como respuesta.

 

 

El baño era impresionante. Dentro del agua, Clara observó el fresco que había pintado en el techo donde había querubines desnudos y ninfas nadando en la poza de un bosque. Muy sensual. Y perfecto para el hombre que era dueño del baño. Si ese era el baño de invitados, ¿qué clase de baño tendría Marcelo para su uso privado? A juzgar por el resto de sus aposentos, debía tener algo parecido a una terma romana.

Clara se lavó el cabello y se enjabonó el cuerpo. Después se enjuagó, agarró una toalla y salió de la bañera.

En el baño de invitados había todo tipo de artículos de higiene. Clara se cepilló los dientes, pero se decepcionó al ver que no había maquillaje. Se sentía desnuda sin él. Quizá Alessia podía prestarle un poco. Tenía ganas de ver a su amiga. Alessia había sido la única chica que le había caído bien en el colegio interno.

Atándose la toalla alrededor del cuerpo, salió a la habitación contigua. Tenía el mismo tamaño que su celda y también una cama con dosel. No obstante, la decoración tenía mucha más personalidad y solo estaba en la primera planta, así que podría saltar fácilmente.

–¿Marcelo? –llamó al salir de la habitación. Al ver que no había respuesta, bajó por las escaleras hasta el salón.

Cuando llamó a Marcelo por segunda vez, se abrieron las puertas del jardín y Marcelo entró con Bob siguiéndole los talones.

–Aquí estás –dijo ella, arrodillándose para recoger al perro–. ¿Has conseguido ropa limpia para mí?

Al ver que Marcelo tenía el cabello mojado y desprendía un fresco aroma, Clara supo que se había duchado también. Se había vestido con unos pantalones vaqueros y una camiseta blanca que resaltaba su cuerpo musculoso. Estaba muy atractivo. ¡Y su aroma era…!

Él apartó la mirada de ella y habló entre dientes:

–La he dejado sobre la cama de invitados. ¿No me oíste llamarte?

–No. Deberías haber gritado. ¿Algo importante?

–No.

–¿Estás seguro? Pareces muy tenso.

–Alessia no está, así que te he dado ropa mía para que te la pongas.

–¡Ja! Eres el doble de grande que yo.

–Está limpia. Ve a cambiarte.

–De acuerdo… ¿Estás seguro de que estás bien?

Él inclinó la cabeza sin mirarla.

–La comida estará lista en unos minutos.

–Bien –se acercó a él–. ¿Bob puede subir conmigo?

–No… Sí. Está bien.

Marcelo contuvo la respiración hasta que ella se marchó de la habitación y oyó que subía por las escaleras.

Se sentó en una silla y se llevó la mano a la frente, tratando de borrar la imagen de Clara en toalla. No esperaba verla así y el efecto que había tenido sobre él había sido inmediato y potente. Había tenido que contener la respiración para evitar que su aroma inundara sus sentidos, y apartar la mirada para no verla semidesnuda.

No obstante, había tardado demasiado en hacerlo. Tenía el corazón acelerado y sentía una fuerte tensión en la entrepierna.

Ella no se había percatado del efecto que había tenido sobre él. De cualquier otra mujer, habría pensado que lo había hecho a propósito, pero Clara había actuado con total normalidad.

Él respiró hondo y recordó que en poco más de una hora podría mandar a Clara a la embajada. Decidió que haría una llamada en su nombre para allanarle el camino. Era el príncipe de ese país y tenía influencia. Además, pondría todos sus recursos a disposición de Clara y de la embajada. Cualquier cosa por alejar a aquella mujer sexy, pero intocable, de su isla y poder recuperar su equilibrio.

No obstante, cuando ella se reunió con él en el comedor, Marcelo notó que se le aceleraba el corazón.