Ecos del pasado - Cecilia Sjögren - E-Book

Ecos del pasado E-Book

Cecilia Sjögren

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Beschreibung

En la residencia Ömheten, la vejez es solo el primer peligro La repentina muerte de un residente en la apacible residencia de ancianos Ömheten despierta las sospechas del expolicía Tore Lindahl. Algo no encaja: una figura sombría en el bosque, indicios de encubrimiento... La muerte de Viking Holbach podría ser algo más que natural. Veronika Wiklund, una joven periodista en busca de su gran oportunidad, se une a Tore para investigar. Juntos descubren una trama criminal que se remonta a los años oscuros de la guerra. ¿Asesinaron a Viking por saber demasiado? La verdad, sepultada en el pasado, podría costarles la vida.

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Seitenzahl: 717

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Cecilia Sjögren

Ecos del pasado

 

Saga

Ecos del pasado

 

Translated by SAGA Egmont

 

Original title: Svallvåg

 

Original language: Swedish

 

Cover image: Shutterstock

Cover design: Lisa Bygdén

 

Copyright ©2022, 2025 Cecilia Sjögren and Saga Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728569092

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Prólogo

Mallorca, un mes antes

Muy adentro ya había presentido que esto acabaría pasando, que tarde o temprano la verdad se filtraría, dejando expuesta su oscuridad. Pero había terminado por creerse su propia mentira: que nadie llegaría a saberlo nunca. Los anillos de la vida del árbol, tan próximos entre sí, habían ocultado su secreto. Pero esta era una sensación de seguridad engañosa y su visita de ayer lo había cambiado todo.

La señora Orjeda apagó el cigarrillo directamente en el alféizar de la ventana y se ciñó la manchada bata de pintor a su delgado cuerpo. Con una mirada inquieta, escudriñó el jardín a través de la ventana: más allá del muro de piedra seca artesanal que se encontraba cubierto de buganvillas, los pinos extendían sus enormes copas sobre el vecindario, cual árboles orgullosos y rectos que bordeaban la elegante Avinguda de la Rossegada y que contrastaban con los pinos maltratados de su infancia.

Pensar en su hogar hizo que le temblara el pulso y se pasó la mano por el cabello gris, donde restos de color ámbar rojizo delataban la actividad creativa de la mañana. Sus ojos vagaron por el entorno.

Al otro lado de la calle se extendía el arco del Mediterráneo en la noche primaveral. El aire estaba saturado de sal y olor a pino. Le encantaba contemplar aquello que se había convertido en todo su mundo: los cítricos y almendros en el centro del jardín; los hibiscos y la lavanda que parecían fluir sobre el borde de piedra caliza del parterre; la villa encalada con su enorme patio, que hoy tenía cerradas las contraventanas de los generosos arcos para mantener fuera el calor.

La señora Orjeda ahogó un bostezo. Aquella mañana se había levantado muy temprano, antes de que el sol empezase a asomar sobre la escarpada Sierra de Tramuntana. Incapaz de dormir, se había acercado a la entrada del patio a esperar. Porque había elegido quedarse. Al final había elegido contarlo… Si es que acaso había sido una elección, ya que no veía otra salida.

Ya se estaba haciendo de noche y él todavía no había llegado. Quizás al final se había arrepentido…

La señora Orjeda dejó vagar su mirada hacia la calle. El vecindario estaba completamente desierto, con su asombrosa belleza.

No había visto a los vecinos en todo el día. Tal vez se estaban refugiando del calor, o simplemente no se encontraban allí. Eran extranjeros adinerados que regresaban a casa cuando el calor y los turistas se apoderaban de la isla. Una oportunidad de huir de lo que no les venía bien.

Ni siquiera Sergio, que la ayudaba con todas las cuestiones prácticas de la casa, se había dejado ver durante el día. Había prometido terminar el trabajo de descubrir el muro del patio, pero evidentemente le había surgido otra cosa.

«Maldito español», pensó.

Porque a pesar de sus casi setenta años en la isla, todavía le costaba entender que una hora acordada difícilmente fuera una promesa. Hoy habría necesitado su presencia como distracción, para calmar el nerviosismo que ahora la estaba devorando por dentro.

Lentamente, dejó que su mano acariciara el desgastado cuaderno encerado, manchado de hollín y con claros signos de su larga vida. Dentro estaba su historia, la que ahora finalmente se veía obligada a contar.

Posó con cuidado el cuaderno sobre la áspera mesa auxiliar junto a la ventana y los delgados dedos de su mano siguieron el mosaico azul celeste que resaltaba contra la terracota color arena. Sobre ella había una botella de cava medio llena, cuya etiqueta había tenido el honor de adornar con una de sus obras el año pasado. Vino local, artista local. La guinda del pastel en una producción impresionante. A sus 85 años cumplidos, todavía podía vivir de lo que pintaba, pero lo que había creado esta mañana no se podría vender.

Con las manos temblorosas, había dejado que la pintura fluyera sobre la pared encalada. Para el no iniciado, podría parecer un plagio del mayor artista de la isla: Miró. Pero el ojo entendido vería un escape angustioso del secreto que creía haber compartido solo con los muertos y el mar.

¿Será posible alcanzar un punto en el que uno tenga derecho a vivir de nuevo? ¿Un lugar en donde los sacrificios de toda una vida sean reconocidos como pago justo? «Quizás al final sí que es posible», pensó; y dejó que su mirada vagara una vez más por el vecindario.

Al otro lado de la calle, unos jardines bien cuidados bordeaban el camino hacia los edificios entrelazados del Hotel Bendinat.

A lo lejos se intuía un débil sonido de motor que se acercaba de forma lenta, pero constante. El Mediterráneo parecía un espejismo en el calor ondulante y el aroma de la lavanda era cada vez más nauseabundo.

El coche frenó junto a la verja y el persistente sonido del motor se filtró dentro. La señora Orjeda dio un paso más cerca de la ventana y en su ansiedad volcó accidentalmente la botella sobre la mesa. Las burbujas del cava sisearon contra la superficie de la mesa, fluyeron a lo largo del mosaico y alcanzaron el cuaderno. Asustada, lo levantó y secó la portada encerada contra la bata de pintor.

El vino continuó por el borde de la mesa y goteó sobre el suelo empedrado, formando un pequeño charco a sus pies, y el patio se impregnó de un aroma a pera y limón.

Por la ventana vio el coche entrar en el aparcamiento del hotel de enfrente. El motor se apagó y de dentro salió él, a quien había esperado todo el día. Se quedó de pie en el aparcamiento, con la mirada azul acuosa dirigida hacia el edificio, y se apartó con un gesto irritado el cabello que le caía sobre la frente.

En el horizonte, el sol se hundía en la quietud del mar.

La señora Orjeda apretó el cuaderno. La verdad había sido demasiado difícil para ella, mientras que el camino de la mentira le resultaba mucho más fácil. Si él no hubiera venido, podría haber seguido igual. Ahora la verdad le secaba la boca.

Su visitante volvió la mirada hacia la calle y comenzó a caminar hacia la casa. Ella lo observó cruzar la verja y acercarse por el camino bien rastrillado, mientras el jardín descansaba tranquilamente en la puesta de sol.

Llamó a la puerta.

La señora Orjeda se quedó como petrificada; el valor la abandonó y no fue capaz de ir a abrir.

Volvió a llamar y el pestillo hizo clic. Lo vio cruzar el umbral y entrar en la luz tenue del patio.

—¿Hola? ¿Estás en casa? —La pintura mural de la mañana captó su atención.

—Así que has vuelto —dijo ella, tragando saliva. El sudor llenaba sus axilas y le corría por dentro de la bata de pintor.

Él se dio la vuelta. —Sí, ese era el trato.

—Sí, ese era el trato —repitió ella.

Una sombra se cernía sobre el rostro de él.

—Ven, sentémonos en el salón y te haré un café —propuso ella con un ligero temblor en la voz.

—No, gracias —respondió en tono inexpresivo.

—Es una historia larga —tanteó ella. —No se puede contar en dos minutos.

—No he venido a escuchar tus mentiras —espetó y se acercó un poco más.

—¿Entonces a qué has venido? —dijo ella apretando el cuaderno.

—Para ver tu miedo.

—¿Has venido a ajustar cuentas?

—Llámalo como quieras.

Ella dio un paso atrás y se dio cuenta demasiado tarde de que, con ese movimiento, había cerrado su vía de escape. Detrás de ella, la piedra encalada del muro permanecía gruesa e impenetrable.

—¿Realmente creíste que te saldrías con la tuya? —dijo él y ella se dio cuenta de que era la primera vez que veía una sonrisa en sus labios.

—Quizás, con el tiempo, el perdón será posible —dijo ella, atemorizada.

—Tiempo —resopló. —Lo único que ha hecho el tiempo por esta historia es demostrar tu imprudencia. Empezaste a dejar rastros y tu esfera se volvió demasiado cercana. Pero supongo que no es tan extraño, siempre has querido más de lo que la vida te ha dado.

—No sabes nada de mí —protestó ella, insegura. Su voz sonaba extraña.

—Sé más de lo que crees —respondió él. —Tus obras se propagan por el mundo gracias a los turistas. En esta época nadie se puede esconder de nadie… De repente aparece un cuadro de Mallorca en una pared en Roslagen y lo oculto y olvidado vuelve a cobrar vida.

Roslagen… En su mente vio las densas copas de los pinos. Se vio a sí misma corriendo por el sendero entre los matorrales, alejándose del horizonte resplandeciente, mientras los rayos del sol se encontraban con la superficie del mar, y adentrándose en la penumbra espesa del bosque.

Había seguido adelante sin mirar atrás porque sabía que si lo hacía le habrían faltado las fuerzas. El miedo le palpitaba en las sienes, desacompasado respecto a su pulso. Los arbustos y matorrales le arañaban los brazos y las piernas. Llevaba el bolso firmemente apretado contra su cuerpo. En él llevaba los billetes, que eran la llave hacia su nueva vida. La posibilidad de dejar aquello tan horrible enterrado en las profundidades del mar.

Durante todos estos años se había convencido de que así era como había sucedido… Hasta que empezaron a llegar las cartas. Debería haber actuado con más determinación entonces, ahora lo entendía.

Los recuerdos le drenaron toda la fuerza y el miedo se convirtió en un cansancio invencible. Estaba muy cansada de engañar a todos, demasiado cansada de ser una mentirosa empedernida con una historia llena de secretos y sombras.

—¿Alguna vez has pensado en lo que dejaste atrás? —preguntó él, acercándose otro paso.

—Cada día —contestó. —No te haces una idea.

—¿Y aun así no hiciste nada?

—No —susurró ella juntando sus manos temblorosas. Con voz débil y monótona, empezó a recitar el rosario:

—Señor, ten piedad. Cristo, ten piedad. Señor, ten piedad. Cristo, óyenos. Cristo, escúchanos…

—Es un poco tarde para rezar —la interrumpió. —Ya no puedes huir de la verdad, el pasado ha vuelto a la vida.

Su mirada se dirigió hacia el lateral del patio y la chimenea expuesta; un escalofrío recorrió su cuerpo.

—No hay espíritus en la pared —susurró, tanto para convencerse a sí misma como a él. —No es más que una antigua superstición española.

—Puede ser. Pero a ti los muertos no te dejan dormir por la noche, ¿verdad?

Su frente brillaba por el calor. Sus miradas se encontraron de nuevo y fue entonces cuando pudo ver la determinación en sus ojos, una obstinación que solo existe en alguien dispuesto a matar. Con una terrible claridad recordó la última vez que había visto eso.

Su campo de visión se estrechó, le zumbaban los oídos, pero había algo más… En algún lugar a lo lejos, un sonido de traqueteo familiar. El viejo Ford de Sergio, abollado tanto por delante como por detrás debido al poco cuidado que tenía al aparcar. Sintió que se iluminaba con una esperanza, pero se apagó igual de rápido cuando por el rabillo del ojo vio alzarse el cuchillo. Sergio nunca llegaría a tiempo…

Sintió el dolor de la puñalada. Una, otra y luego nada. Un túnel, una oscuridad. Una risa que iba acrecentándose, parecida a la de un loco. Sentía una alegría mórbida por no tener que tener miedo nunca más, porque pronto todo habría acabado. Vio su cuerpo desde arriba y al hombre que desaparecía por la puerta del patio.

Tranquilidad.

Entonces la escena cambió: Sergio estaba allí y ella vio con melancolía cómo se inclinaba sobre su cuerpo, cómo sostenía su cabeza y besaba su frente.

—¿Quién le ha hecho esto? —susurró.

Su consternación le devolvió el deseo de contar cómo había sucedido todo. Por un segundo abandonó su lugar allá arriba y bajó a sus brazos, sintiendo sus caricias y lágrimas contra la piel.

—Señora Orjeda, ¿quién? —sollozó.

Reuniendo sus últimas fuerzas, susurró en su oído. Vio la agudeza en su mirada y cómo intentaba dar sentido a los fragmentos sueltos que salían de sus labios.

—¿Qué?

Le sonrió por última vez. Mañana tapiaría el muro y todo volvería a la normalidad. Las olas se alzarían en el mar y golpearían contra el acantilado escarpado. Las palomas, como siempre, buscarían refugio bajo las copas de los pinos.

Por fin sintió que el miedo dejaba de pesarle y se soltó. Dejó que el viento con sus suaves caricias la llevara por encima del mar brillante.

Tore Lindahl abrió los ojos aturdido y se pasó la mano por la corona gris de pelo que le quedaba en la cabeza. Por los pequeños agujeros del tejido de la persiana se filtraba una luz tenue; eran como puntos de luz brillante sobre un fondo azul oscuro.

Una campanada del reloj de pie de la sala de estar rompió el silencio. Se quedó en la cama escuchando, inmóvil. Lo que le había despertado era un sonido fuera de la bruma del sueño. Estaba seguro.

Solía despertar cada mañana justo antes de que el reloj de pie diera sus seis campanadas. Se quedaba tumbado y veía la primera luz de la mañana entrar en el oscuro pasillo desde la habitación contigua. Escuchó de nuevo, el apartamento se encontraba en el más absoluto silencio.

Con esfuerzo, Tore se incorporó. La cama crujió bajo el peso de su cuerpo cuando se estiró con muy poco cuidado hacia la pequeña lámpara que tenía en la mesita de noche, haciendo que el radiodespertador cayera al suelo. Los números de neón brillaban burlonamente en la oscuridad mostrando las 04:30. Irritado, se apoyó con la mano sana contra el borde de la cama, se irguió sobre sus piernas aún entumecidas y agarró la muleta. Entonces, la oscuridad se cerró a su alrededor.

«Uno no debería vivir en una residencia con asistencia cuando tiene setenta y cinco años», se dijo a sí mismo, dirigiendo un pensamiento malicioso a su hija Anna. No importaba que Ömheten fuera una residencia agradable, ni que estuviese en el centro de Norrtälje. Quería volver a casa, a su cabaña en Singö.

Lentamente, apoyándose en la muleta, caminó hasta la ventana y subió la persiana.

Afuera, el patio descansaba al amanecer, caía una lluvia suave del cielo encapotado que hacía que la luz llegase atenuada a los árboles que formaban el bosquecillo adyacente. Abrió la ventana y sintió una brisa fría que envolvió la habitación.

Un búho ululó a lo lejos. Abajo, en el bosquecillo, algo se movió justo en el punto donde la vista no alcanzaba. Era un brillo amarillo resplandeciente.

Se estiró para alcanzar las gafas que tenía en el alféizar. Por fin veía claro y supo qué era: un par de ojos amarillentos y torcidos bajo unas orejas puntiagudas.

Atado a un pino al borde del bosque había un pastor alemán, justo detrás del abedul que el rayo había partido apenas una semana antes. El animal se acurrucaba por la humedad, con el pelaje oscurecido por la lluvia.

Tore se planteó por un segundo si debía ir en su ayuda, pero decidió no hacerlo. Era innecesario exponerse a tales riesgos, además no conocía al dueño del perro y en los tiempos que corren, nunca se sabe.

Notaba el suelo frío en sus pies. Volvió a cerrar la ventana y se dirigió al galán de noche, donde las zapatillas de fieltro estaban perfectamente colocadas. Metió los pies dentro de la tela gruesa y se puso una chaqueta de punto sobre el pijama. No tenía ganas de coger un resfriado para celebrar el midsommar.

Su mirada se detuvo en el espejo. Su cara se parecía cada vez más a una máscara, con la boca congelada en una sonrisa torcida y tonta que nunca llegaba a ser completa. Su brazo derecho colgaba flácido junto al cuerpo, inútil.

En sus buenos momentos, su apariencia delfinesca le resultaba cómica, pero en los malos era un recordatorio constante del deterioro de su cuerpo. No dejaba de ser paradójico que nunca hubiese visto la vida con tanta claridad como ahora.

El tren de pensamientos de Tore fue interrumpido por un ruido en el pasillo. Sí, sin duda había alguien allí afuera: sonaba como un roce. No tener nunca verdadera paz y tranquilidad era una de las cosas que peor llevaba de vivir con otras personas.

Lentamente, Tore se arrastró hasta la puerta principal y miró a través de la mirilla de gran visibilidad. Vio una espalda encorvada e inclinada sobre la cerradura de la puerta de enfrente. Se balanceaba hacia adelante y hacia atrás bajo la luz de la iluminación nocturna de neón del pasillo.

La puerta del vecino se abrió y el intruso desapareció dentro del apartamento. «¿Pero qué demonios?», pensó. Agarró el botón de alarma de la pulsera y lo pulsó. Tore contó hasta 573 antes de que la auxiliar nocturna apareciera en la penumbra del pasillo. La había visto antes, se llamaba Inez, era una de las auxiliares contratadas por la agencia. Su cabello largo y esponjoso se movía de forma incontrolable.

Por sus pasos sabía que ya había asumido que quien causaba problemas otra vez era él. Sus pisadas resonaban contra el linóleo, con los tacones presionando con más fuerza contra el suelo desgastado. «Estamos más irritables de lo normal», pensó.

—¿Qué educación es esta? —entró diciendo ella. —Llamar así, en mitad de la noche…

Tore no respondió, en su mundo, tal comentario no merecía respuesta.

Se había plantado delante de él, con los brazos apoyados autoritariamente en su ancha cintura y los labios apretados. Era lo que se podría llamar una mujer rolliza, aunque, con toda probabilidad, ese epíteto no le gustaría.

—¿Por qué has llamado? —preguntó amargamente.

—Hay alguien en el apartamento de Viking —susurró él.

—No debes llamar sin necesidad —dijo ella. Evidentemente estaba convencida de que había abusado del uso de la alarma.

—No hables tan alto —respondió Tore llevándose un dedo a los labios, pidiendo silencio. —Hay alguien en el apartamento.

Como para demostrarle algo, ella presionó el interruptor e inundó el pasillo de luz, luego se volvió hacia el apartamento de Viking y abrió la puerta de un tirón.

—Quizás deberías llamar al guardia de seguridad —intentó sugerir Tore débilmente.

—No hace falta —contestó ella y acto seguido gritó directamente hacia la oscuridad compacta del apartamento: —¡Hola! ¿Hay alguien ahí?

Tore permaneció en el marco de su propia puerta observando desanimado la escena que se desarrollaba frente a él. La luz intensa de la lámpara le hacía daño en los ojos y una lámpara fluorescente que parpadeaba un poco más allá lanzaba unos desagradables destellos de luz sobre las paredes moteadas de amarillo del pasillo.

—¿Hay alguien ahí? —repitió Inez, jugueteando nerviosa con el picaporte. Pero no hubo respuesta.

La oscuridad fluía desde el apartamento, extendiéndose por el pasillo hacia ambos lados.

«Yo lo habría hecho mejor», pensó Tore, mirando de reojo la foto enmarcada de cuando era joven en la pared del vestíbulo. Le pareció que el joven Tore, un alguacil con la gorra calada hasta la frente, le lanzaba una mirada de compasión.

—¿Lo ves? —dijo ella triunfante. —Ahí dentro no hay nadie. Venga, vete a la cama y no nos molestes más esta noche.

Inez giró sobre sus talones y comenzó a alejarse con pasos rápidos. Sus caderas se balanceaban de un lado a otro bajo la bata demasiado ajustada mientras recorría el pasillo y desaparecía por la escalera.

Tore esperó hasta que el repiqueteo de las sandalias Birkenstock se apagó. ¿Era posible que se hubiese equivocado tanto?

La iluminación se había apagado y la escasa luz de las señales de salida de emergencia del pasillo proyectaba un pálido resplandor sobre la puerta del vecino.

Arrastrando los pies, Tore cruzó el suelo de linóleo del pasillo y entró en el oscuro apartamento. Tenía un leve aroma a cigarro rancio, que se había incrustado en las paredes tras años de fumar.

La oscuridad del apartamento estaba interrumpida por un rectángulo de luz coloreada en el aparador del vestíbulo. A intervalos regulares, un marco de fotos digital mostraba varias imágenes en la pantalla e iluminaba un vaso con la dentadura postiza de Viking y un montón de pastillas a un lado.

Tore siguió arrastrando los pies dentro sus zapatillas de fieltro. Echó un vistazo a la sala de estar. Vacía. Continuó hacia la cocina, pero estaba igual.

Dubitativo, se dirigió hacia el dormitorio con la sensación de estar entrometiéndose, de estar cruzando el límite de la intimidad… Al fin y al cabo, Viking y él no se conocían tan bien.

El dormitorio estaba sumido en un silencio inquietante. Un único y delgado rayo de luz atravesaba las cortinas corridas y caía sobre la cama. Sintió un viento helado atravesarle el alma, una presencia gélida… aunque no del todo. Resultaba familiar, pero de una manera perturbadora.

Tore tanteó buscando el interruptor de la luz. Consiguió encontrarlo y la luz amarilla de la lámpara de alabastro se extendió por el dormitorio confirmando lo que en el fondo ya sabía. Viking yacía sin vida en la cama, con sus ojos azul hielo mirando fijamente hacia la lujosa decoración de la habitación y la piel pálida.

En el suelo, a su lado, había un sudoku sin terminar. «Entrenando hasta el final», pensó, sintiendo una oleada de futilidad atravesar su cuerpo. Era un esfuerzo metódico para mantener el cerebro activo, pero ¿de qué había servido todo ese trabajo? Junto al sudoku había un amuleto con una correa de cuero y un marco. El cristal que protegía la foto estaba roto.

Tore levantó la mirada y observó nuevamente a su vecino muerto. De alguna manera parecía haber encogido allí tumbado, sin vida, bajo una manta en la cama. Aún llevaba puesta la camisa de franela marrón que había llevado la noche anterior, cuando jugaron al bridge juntos. Por debajo de la manta de lana sobresalía un trozo de pantalón de chándal de punto suave. Una ropa a kilómetros de distancia de lo que el antiguo director Holbach habría llevado antaño, antes de que sus elegantes camisas Harvie & Hudson se mezclaran con los pantalones de los demás residentes en el servicio de lavandería común. El pelo blanco le caía a mechones sobre la frente.

—Si la demencia me llega, quiero que acabes conmigo, ¿me oyes? —le había confiado Viking una vez. Tore no había aceptado ni rechazado, sencillamente lo había archivado como otra de las ideas fijas de Viking.

Viking siempre tuvo su rutina: cada mañana resolvía el crucigrama del Frankfurter Allgemeine, para luego dedicar el resto de la mañana a estudiar literatura francesa. Solo se permitía una breve pausa para disfrutar su té de media mañana en la terraza. Allí había estado, sorbiendo su té Earl Grey encargado especialmente en Harrods y observando el mundo con su mirada analítica por encima del borde de sus gafas. Eso había hecho todos los días, o al menos durante los meses en que Tore lo había conocido.

El olor a muerte ya había empezado a aparecer. Debió haber muerto poco después de llegar a casa. Resolvió un último sudoku y se quedó dormido para siempre… Tore se llevó la mano a la nariz. ¿Cuántos residentes habían muerto últimamente? Al menos tres. El anterior fue Clark, del mismo pasillo, hace apenas unas semanas. Había oído que, en lugares como este, la muerte podía venir en oleadas. Tore se acercó a la mesita de noche, levantó el auricular del teléfono y marcó el número del puesto de guardia.

—Viking Holbach está muerto —dijo, sin molestarse en presentarse.

—¿No te dije que te fueras a la cama?

Era Inez otra vez.

—¿Has entendido lo que te he dicho? Tienes un residente muerto en el apartamento 3:12 —dijo, como escupiendo las palabras.

Al otro lado se hizo el silencio. La lluvia había arreciado y golpeaba contra la ventana exterior. —Avisaré y enviaré a alguien inmediatamente —respondió ella.

—Bien.

Tore fue a la cocina en busca de velas y cerillas, encontró una vela de té y la encendió. La colocó en la mesita de noche junto a Viking y fue hacia la ventana para descorrer las cortinas. Observó el patio y durante un segundo le pareció ver cómo el suelo se elevaba, encontrándose con el punto de luz del amanecer, cual guía para el alma flotante de Viking.

Volvió a mirar a Viking. La llama de la vela oscilaba lentamente de un lado a otro, proyectando sombras sobre las arrugas, los pliegues del cuello y sobre la hinchazón de sus párpados. ¿Habría sido la cercanía de la muerte lo que había intuido últimamente en la mirada por lo general perspicaz de Viking? Una ausencia fugaz. ¿Un presagio?

Tore entrecerró los ojos tratando de imaginar al joven Viking, un hombre al que nunca había conocido. Adivinó sus rasgos bien definidos: la mandíbula prominente y la nariz recta. Su cabello blanco, que ahora yacía pegado al cráneo, pudo haber sido rubio o quizás de color ceniza.

Dejó que su mirada volviera a posarse en el suelo, junto a la foto rota había una huella nítida. La marca de un zapato bajo, «quizás una suela de cuero», pensó mientras recogía el marco roto.

Al mismo tiempo oyó unos pasos que se acercaban por el pasillo y rápidamente se guardó la foto en el bolsillo del cárdigan. Luego se levantó y se arrastró lentamente de vuelta al pasillo para reunirse con el personal nocturno.

—La empresa de atención médica ha respondido a las acusaciones en un escrito al municipio.

Örjan Svanberg, editor de negocios del Norrtelje Dagblad, se subió las gafas de lectura a la frente.

Al otro extremo de la mesa de conferencias estaba sentada Veronika Wiklund. Su cabello rubio caía liso enmarcando su rostro algo anguloso, que con demasiada frecuencia se llenaba de manchas rojas, como si se hubiera rascado.

«Asígname esto a mí», pensó y sintió cómo le subía el rubor. Se apartó un mechón rubio de la cara e intentó captar la mirada de su jefe, pero esta, ligera como una mosca, se deslizó indiferente hacia el paisaje semivacío de la redacción. Vagó por allí un momento, entre los puestos de trabajo de abedul claro, antes de regresar a la mesa y posarse en una colega de melena negra y alborotada.

—Dicen que el problema no tiene que ver con la gestión de Caring, sino con las dificultades para adaptarse al trabajo conjunto con la empresa médica responsable de la parte sanitaria en la residencia asistida —dijo reclinándose en la silla de oficina.

—Supongo que quieres que sigamos con esto —asumió Carina, la compañera de Veronika con corte de pelo punk. Se colocó cuidadosamente una de esas bolsitas de tabaco bajo el labio que, para la ocasión, estaba pintada de un intenso tono ciruela.

Nosotros… Era un rayo de esperanza, quizás tuviese una oportunidad después de todo.

—Tengo tiempo —se apresuró a decir Veronika, intentando incluirse en el contexto, pero sus palabras cayeron en saco roto y quedaron flotando en una ola de silencio.

En momentos como este se preguntaba qué hacía allí y por qué él insistía en incluirla en las reuniones de planificación si parecía ya decidido a que no cubriera las noticias reales.

En vez de eso, le tocaba entrevistar a los habitantes de Norrtälje sobre cuál era el mejor sabor de helado del año o subirse en el carro detrás del tractor para hacer un reportaje en profundidad sobre la primera salida de las vacas del año en la lechería Väddö. Vale que era sustituta, pero podía hacer cosas mucho mejores. Al menos si le diesen una oportunidad.

Veronika miró hacia la entrada, donde la pared azul celeste sobre la estación de reciclaje estaba llena de primeras planas enmarcadas. Las mejores portadas, como en una especie de salón de la fama.

El redactor jefe estaba apoyado contra uno de los contenedores hablando con un compañero. Lucía ojeroso, con un cigarrillo sin encender colgando de la comisura de la boca, como de costumbre. Llevaba una chaqueta arrugada sobre los hombros caídos, que le quedaba mal y que era demasiado pequeña para ocultar su vientre hinchado. Le hizo un gesto de ánimo con la cabeza. ¿Habría notado el juego de Örjan? Probablemente no, porque era sutil. En algunas ocasiones incluso se preguntaba si solo existía en su imaginación.

Le molestaba porque solo pensarlo le daba escalofríos, como suelen hacer los pensamientos que uno no quiere tener. La tarea de Örjan era ayudar, no obstaculizar. Las palabras del redactor jefe cuando los presentó hace poco más de un mes resonaron en sus oídos: «Él será tu jefe y mentor, te ayudará a acostumbrarte a la vida editorial para que te integres en el trabajo lo más rápido posible». Hasta ahora había funcionado más como un grillete… Y no conseguía entender por qué.

—Entonces, ¿qué hacemos? —dijo ella ignorando la sutileza.

—Confrontación —respondió él. —Quiero que tomemos el pulso a los responsables, tanto de la residencia con asistencia, Ömheten, como de su propietaria, la empresa de atención Caring. Quiero hacerlos responsables, desenterrar hasta sus secretos más profundos. No me sorprendería que hubiese bonificaciones y mierdas por el estilo en esta historia.

Ella se armó de valor.

—¿Y la empresa médica?

Él negó con la cabeza y, al hacerlo, le cayó caspa sobre los hombros. Su cuero cabelludo relucía a través del pelo fino.

—Pero…

Tragó saliva al darse cuenta de que si quería salir del ostracismo editorial, no le haría ningún favor llevarle la contraria. —¿Entonces qué quieres que hagamos? —dijo con forzada alegría.

—Tú vas a seguir con tu serie de artículos sobre personalidades de la zona de Väddö.

Sintió que una náusea la recorría de pies a cabeza. ¿Qué esperaba? ¿Que pondría a una sustituta en la primicia del mes? Aunque ya sabía lo que iba a pasar, la decepción le recorrió las venas. Se le nubló la vista y las palabras y la ira se le quedaron enquistadas en el pecho.

—Tendremos que repartirnos el trabajo —dijo él, como si por una vez hubiera percibido su descontento.

Ella asintió y se levantó, esperando que él no pudiera ver lo cerca que estaba de las lágrimas.

—Todavía no hemos terminado aquí.

Fingió no haberle oído y salió golpeando bien con los tacones contra el suelo al salir de la habitación. Aunque aquello tampoco tuvo ningún efecto, ya que la alfombra absorbió todo el ruido de su salida airada, que quedó en nada. A lo lejos oyó cómo Örjan discutía el enfoque de la codiciada entrevista y, desafiante, se dirigió a la pequeña cocina al otro extremo de la vista.

«¿Quién te crees que eres, Örjan Svanberg?», pensó. «No eres más que una mierda insignificante que necesita descargar sus imperfecciones sobre una sustituta de verano».

Se sirvió un café y cogió unas cuantas galletas Mariekex de un paquete que alguien había dejado en la encimera, luego se dio la vuelta y regresó a su sitio. Un poco más allá había una limpiadora, quitando el polvo de una de las innumerables palmeras de plástico del espacio. La luz de la ventana hacía que las motas de polvo parecieran granos de azúcar.

Veronika sopló el café, que estaba caliente, y miró de reojo hacia la mesa de la sala de conferencias donde Örjan seguía sentado con Carina. Se preguntó qué debería hacer. En realidad, hoy no tenía nada urgente que hacer, así que dio un mordisco a la galleta y abrió Facebook. Vio una nueva publicación de su mejor amiga, Martela Escobar, en la parte superior del feed. Seguía molesta por la reunión de la mañana. Se puso a mirar las fotos de la publicación: ahí estaba Martela, saboreando un mojito en un bar oscuro con las paredes cubiertas de recuerdos y grafitis. Sonreía a la cámara con su melena oscura y desaliñada, como un desorden delicado que enmarcaba su rostro en forma de corazón. El profundo escote del vestido negro revelaba la piel bronceada y una joya toscamente tallada en plata y cuero. Eran más que amigas. Habían sido como uña y carne durante toda la carrera de periodismo, a pesar de sus diferencias tanto en temperamento como en apariencia.

Martela había conseguido trabajo en el Mallorca Daily Bulletin, lo que sin duda había hecho palidecer el trabajo temporal de Veronika aquí, en Norrtälje.

—¿Cómo te va?

Veronika se sobresaltó y cerró Facebook con los dedos húmedos sobre el cristal del móvil. No había oído a Carina acercarse.

—Bien… —respondió secamente.

Carina asintió. —Oye —le dijo. —No lo hace con mala intención.

Así que ella también lo había notado.

—¿Ah no?

—Te está poniendo a prueba, ¿no lo ves?

El pintalabios se le había corrido y bajo la capa morada se vislumbraba su arco de cupido natural.

—¿Poniéndome a prueba? Me está presionando y no sé qué he hecho para merecérmelo. —Las lágrimas empezaron a empañarle los ojos y no era capaz de contenerlas.

Veronika volvió la cabeza hacia las ventanas selladas, por donde la luz se filtraba a través de unas tristes cortinas grises

—Seguramente no hayas hecho nada —le respondió Carina tranquilamente. —Él es así. Si quieres tener un futuro aquí más vale que te acostumbres.

¿Un futuro? ¿Aquí? Jamás había pensado quedarse en este agujero.

—Bueno, ¿tienes mucho que hacer hoy o vienes conmigo a Ömheten?

—Personalidades de la zona de Väddö —le contestó ella con un suspiro.

—Una residencia con asistencia parece un lugar excelente para ese tipo de investigación.

—Pero…

—Él no se dará cuenta de nada y yo necesito ayuda.

Veronika miró hacia la pecera de cristal de Örjan: estaba reclinado en su silla, profundamente sumido en su propio mundo. Tenía las manos hundidas en los bolsillos de su chaqueta verde oscuro. «Siempre lleva la misma chaqueta», pensó. El desgaste de la pana había convertido las antiguas líneas en relieve en diminutas muescas apenas perceptibles sobre la tela.

Se encogió de hombros.

—No ganas nada aquí sentada compadeciéndote de ti misma, ¿sabes?

Sintió cómo los ojos de color gris verdoso de Carina se clavaban en ella. —Además, si sales a hacer algo de trabajo de verdad, verás que este agujero no es tan malo como crees.

—Qué…

—No ocultas lo que piensas —dijo señalando el bloc.

Había garabateado «maldito agujero» en el papel, de forma descuidada pero trágicamente legible. Sintió que las inconfundibles manchas rojas empezaban a extenderse por sus mejillas.

—No quería decir…

—No tienes que disculparte, yo tampoco soy de aquí. Norrtälje no formaba parte de mi plan de vida, yo también vine aquí como suplente, igual que tú —la tranquilizó, lanzándole una sonrisilla.

Veronika arrancó la página del bloc y la arrugó. —Voy contigo —sentenció. Y se levantó.

La primera patrulla de policía había tardado dos horas en llegar al lugar. «Demasiado tiempo, maldita sea, pero qué se podía esperar», pensó Tore, dando una patada a la grava. Al menos él había aprovechado bien la larga espera… Había resumido sus observaciones para poder darle a la policía un informe rápido y conciso: la hora exacta del robo, la descripción del perpetrador y el intervalo de tiempo durante el cual Viking había abandonado su vida terrenal. También había asegurado las huellas de pisadas junto a la cama y había podido constatar que había otras diferentes en el alféizar de la ventana de la sala. Precisamente este hecho le había desconcertado, por eso también había examinado el parterre de abajo, donde encontró unas huellas de zapatillas deportivas en el jardín, mientras que las que había encontrado junto a la cama solo habían dejado marcas dentro del apartamento. De esto había concluido que el intruso con zapatillas deportivas era el que él mismo había visto a través de la mirilla y que, posteriormente, en el alboroto, había huido por la ventana.

También había pensado mostrarle el marco a la policía, pero cuando se reunió con ellos para explicarles la situación, solo le dieron una palmadita en el hombro y entraron pisoteando en el apartamento, destruyendo parte de las pruebas. Entonces sintió que daba todo igual y le pudo la rabia al ver que no lo tomaban en serio.

Miró hacia la capa de nubes que cubría Norrtälje ese día, cansado de tragar mierda. Ya le habían reprendido por llamar al 112 e involucrar a la policía.

«En este maldito país se discrimina por la edad», pensó, cambiando de posición en el banco del patio donde estaba sentado, justo debajo de la ventana de Viking, dentro del cordón policial. Pero les demostraría que a Tore Lindahl no se le podía pisotear.

Palpó el bolsillo del pecho de su chaqueta, donde tenía bien guardado el pequeño marco de fotos de plata. Bien merecido lo tenían, por no molestarse en escuchar a un excompañero.

El banco estaba mojado por la lluvia de la noche y le humedeció la tela de algodón de los pantalones con un frío intenso que se le colaba hasta los calzoncillos. «Ahora sí que me voy a coger un resfriado», pensó, y pisoteó con las zapatillas la grava embarrada. En el cielo, las nubes empezaban a disiparse.

El abedul junto al bosquecillo se movió muy ligeramente. Qué raro. ¿Acaso podría haberse movido solo?

Apoyándose en la muleta, Tore se levantó y comenzó a caminar hacia el bosquecillo. ¿Cómo era posible que no se le hubiera ocurrido antes? «Quizás sí que esté un poco senil», pensó mientras cruzaba el patio.

Había algunas ramas rotas bajo el árbol, el suelo a su alrededor estaba pisoteado y había dos colillas. El cielo era bastante amenazante y había un olor como a descomposición.

—Menudo maldito descuido —murmuró. ¿Para qué narices había estado allí la policía?

Se oía una débil melodía más adelante en el bosquecillo, una perturbación en el silencio total. Con tanto sigilo como le era posible, Tore se acercó furtivamente a la fuente del sonido. Nota a nota se iba formando una melodía que pertenecía a algún otro lugar. Se hacía cada vez más nítida: era Uti vår hage (En nuestra pradera).

La muleta golpeó contra una piedra, lo que hizo que una urraca que descansaba en el abedul cercano se elevara a y desapareciera, graznando hacia el agua. La música cesó y se oyó un ruido de pasos que se alejaban. La discreta alarma del bosque. Tore le dio una patada a la muleta y maldijo la enfermedad que lo había dejado lisiado. Entonces el bosquecillo volvió a quedarse en silencio.

Decepcionado, se dio la vuelta hacia el patio donde la directora de la residencia, Anita Lindberg, acababa de salir del edificio de oficinas y se dirigía a recibir un coche visitante.

Tore reflexionó… Estaba seguro de haber oído ese violín antes, pero no le acompañaba ni siquiera la memoria. Levantó la cinta de acordonamiento azul y blanca y se volvió a sentar en el banco húmedo.

Anita ya había llegado al coche y abría bruscamente la puerta del pasajero.

—No ha sido fácil hacerte venir hoy.

La voz alta y estridente rebotaba entre los edificios del patio, haciendo que su irritación fuera más pública de lo que ella esperaba.

Tore se revolvió expectante en el asiento húmedo del banco, esperando la continuación.

Anita estaba cerca de los sesenta. Llevaba el pelo corto, teñido de un tono rojo oscuro y con una permanente. Su rostro estaba lleno de pequeñas arrugas finas. Él podía ver cómo trabajaban sus mandíbulas, con los labios apretados.

El motor se detuvo y la doctora de la residencia, Sissela Franzén, salió del coche. —Tenía una úlcera por presión que debía priorizar —respondió fríamente. Era bastante más alta que Anita y sus rasgos, como el perfil afilado, el pelo oscuro elegantemente ondulado y las arrugas marcadas, emitían una especie de seguridad altiva que hacía que todos a su alrededor se encogieran.

Anita hizo una mueca.

—¿Dónde está él? —preguntó Sissela, ajena a la fría bienvenida de Anita.

—En el 3:12 de la planta baja —respondió mientras se le quebraba la voz.

—¿No es al lado de Clark, que murió recientemente?

—Sí. La policía debería haber terminado ya. Probablemente puedas acercarte —continuó.

—¿La policía? —preguntó asombrada. La información provocó una sonrisa franca en la doctora. Detrás de los labios elegantemente pintados de rojo se vislumbró una perfecta hilera de dientes blancos.

—Sí, uno de los residentes llamó.

—¿Por qué?

—Fue el expolicía del apartamento de enfrente. El pobre cree que todavía está de servicio. Está convencido de que alguien entró por la fuerza. Inez fue hasta allí anoche, cuando activó la alarma de emergencia por primera vez, pero no pudo ver nada.

«Otra vez me menosprecian», pensó Tore revolviéndose. Cuánto odiaba envejecer.

—El muerto es Viking Holbach, ¿verdad?

—Sí.

—¿Sabes que es tío del director de Cura?

—Sí.

—¿Cuándo murió?

—Creía que tu tarea era responder a eso.

—Claro, si eso es lo quieres…

—En algún momento durante la noche.

—Quizás hubiera sido buena idea actuar con más contundencia, dado el parentesco.

Anita respiró profundamente y miró a la doctora. —Sissela —dijo, —¿tengo que recordarte que eres tú y no yo quien ha dado menor prioridad al asunto? Además, los lazos de sangre con la dirección y los propietarios de la compañía médica aquí no significan ningún trato preferente.

—Eso puede estar bien en teoría, pero Viking fue una figura prominente de los negocios en su momento y su sobrino lo es ahora. Esto podría dar mala publicidad a la residencia.

—¿Qué estás insinuando?

—Nada.

—Viking murió porque era viejo. Punto. A nadie le beneficia que esto se magnifique. Ni siquiera a ti.

Sissela Franzén sonrió mostrando su dentadura perfecta. —Ya veremos —dijo, cruzando los brazos sobre el pecho y creando una distancia infinita.

Una silenciosa lucha de poder y Viking, injustamente, se encontraba en el epicentro. ¿O es que ahora el mundo giraba a su alrededor? Perplejo, Tore se rascó la cabeza pero no pudo desarrollar estos pensamientos debido a un furioso timbre de teléfono que resonó por el patio. Anita sacó rápidamente el móvil del bolsillo de su bata. Dio unos pasos alejándose de la doctora y se acercó al banco de Tore. Profundamente inmersa en la conversación y con la mirada en la grava, se detuvo a solo un metro de él. La luz caía sobre las arrugas de su rostro, que se expandían y se contraían.

«Ella también está empezando a envejecer», pensó él. La piel le colgaba suelta sobre la bata floreada del uniforme, pero, a diferencia de los residentes, aún podían verse rastros de belleza en sus facciones.

Lentamente levantó la cabeza y se echó el pelo hacia atrás. —Solo un puñado de personas lo sabe —aseguró. —He hablado con todos ellos. Nada de declaraciones a la prensa, lo he dejado bien claro.

«Nadie ha hablado conmigo», reflexionó él. Aunque por otro lado, no existo en su mundo.

—La puerta siempre está cerrada, pero sí que se puede entrar por la noche teniendo llave, dado que no tenemos personal en recepción —continuó Anita, casi susurrando al micrófono del móvil.

«¿Seré transparente?», pensó él. Tan transparente como el film de plástico con el que envuelvo el queso cada mañana.

—Por supuesto que podrían enfocarlo de esa manera. Haré lo posible por mantenerlos fuera —aseguró Anita para terminar la llamada. Caminó con pasos lentos de vuelta hacia Sissela, que tenía el cuerpo agachado, casi encorvado.

Había algo que proteger. ¿Acaso sería la gloria del poder? ¿Quizás incluso su propio pellejo?

—Como te he dicho, espero que podamos colaborar en esto —le dijo a Sissela. —Ni una palabra a los medios.

Se enderezó, como si recordara que era la directora de la residencia y que se esperaba que resolviera la situación.

—Ya están aquí. He visto el coche del ND aparcando fuera de la entrada. —Sissela extendió un dedo largo hacia el camino. —Si solo un puñado lo sabe, debería ser fácil averiguar quién llamó.

Anita guardó silencio. ¿Era miedo lo que veía en su rostro?

—¿Nunca se te ha ocurrido que la colaboración requiere reciprocidad? ¿Qué hacen aquí?

—He respondido junto con el delegado de prevención a tus acusaciones ante el municipio. ND quiere entrevistarme.

—En este momento podría ser buena idea evitarlo.

—Entiendo que eso te convendría, pero la entrevista está programada desde hace tiempo y cancelarla ahora solo generaría preguntas. —La voz de Anita se endureció. —Si tú te ocupas de lo tuyo —continuó —yo me ocuparé de lo mío. Supongo que conoces la salida.

Volvió al edificio de oficinas con el móvil firmemente agarrado.

Sissela Franzén se encogió de hombros, cruzó las pistas de petanca y se dirigió hacia la hilera de apartamentos, desapareciendo en el edificio.

«Una mujer con presencia», pensó Tore con franca admiración. No mucha gente conseguía desestabilizar a Anita.

Había entendido que existían diferentes opiniones sobre cómo debía llevarse la atención médica. Posturas tan diametralmente opuestas que la doctora al final había recurrido a los medios como arma. Había escrito una carta abierta sobre lo que percibía como deficiencias en la residencia: criticaba cómo habían reducido el personal, especialmente en lo que respecta al cuidado de los dementes. Él mismo se había sorprendido cuando leyó la carta en el periódico. Él no había notado nada de eso allí. Es cierto que él no pertenecía al grupo de pacientes de la residencia que necesitaban supervisión real, pero aun así le sorprendió.

Justo sobre su cabeza, la ventana se abrió con un movimiento brusco. Alguien se asomó y escupió en el jardín, cerca de su nuca. «El lado malo de ser transparente», pensó. Estaba a punto de sumergirse de nuevo en sus cavilaciones cuando escuchó la voz de Sissela, clara y nítida, por encima de él.

—Parece que fuiste la última persona que lo vio con vida.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Vi en el registro que estuviste aquí.

—Sí, llamó porque le dolía la pierna. Le di un paracetamol y me quedé un rato hablando con él. Estaba bien cuando me fui. ¿Por qué lo preguntas?

—Es una pregunta rutinaria.

—Tonterías. Pasa algo malo, ¿verdad?

«El nuevo», pensó Tore mientras las voces se desplazaban hacia el interior de la habitación y se perdían. Pateó una piedra y maldijo su mala suerte. Había elegido el lugar bajo la ventana con mucho cuidado.

Los policías que habían puesto el cordón habían intentado que se moviera, pero él solo había sacudido la cabeza y se había quedado sentado, exagerando su edad al arrastrar los pies sobre la grava con las zapatillas, como queriendo reforzar su imagen de anciano e inválido. Finalmente se habían rendido y habían puesto la cinta azul y blanca alrededor del banco. De esta manera, ahora técnicamente formaba parte de la escena del crimen.

La cercanía de la muerte y la ausencia deslizante. Acaba conmigo si es necesario. ¿Alguien del personal se lo habría tomado al pie de la letra? Descartó esa idea tan rápido como se le ocurrió.

—Me he enterado de lo que ha pasado.

Tore fue arrancado de sus pensamientos y miró hacia arriba. Josef, el manitas de la residencia asistida, estaba sobre la grava, mirándolo con sus ojos marrones. El pelo gris se le rizaba en las sienes.

—Jesús, qué susto me has dado. —Tore se llevó la mano al pecho y sintió los bordes del marco plateado.

—Perdón —dijo Josef dando unos pasos adelante. —¿Qué haces aquí?

Tore se encogió de hombros. —Llevo holgazaneando en este banco toda la mañana —le dijo.

—¿La policía no tiene problemas con que estés sentado dentro del cordón?

—Es un privilegio por haber pertenecido al cuerpo, me lo tomo como un beneficio laboral retroactivo.

Josef se rio. —¿No quieres venir a tomar una taza de café en lugar de estar aquí pasando frío?

—Gracias, pero estoy bien donde estoy.

—Haz lo que quieras, pero la oferta sigue en pie si cambias de opinión.

—Gracias.

Josef le guiñó un ojo. Se quedó allí, como si esperara que lo siguiera, y se frotó la nariz aguileña.

—No tiene sentido que intentes convencerme.

—Vale, pero que sepas que pareces un chiflado con esas zapatillas. Corres el riesgo de que te encierren —dijo, girando sobre sus talones y dirigiéndose hacia la entrada.

—Oye, Josef…

—¿Sí?

—Gracias por preocuparte.

—No hay de qué. Ya sabes dónde encontrarme. —Y desapareció.

Josef, todo bondad y ternura. Alguien que realmente se preocupaba por los ancianos. Era el «responsable de las actividades cotidianas de la residencia», como tan elegantemente lo llamaban. Lectura en voz alta, crucigramas, juegos de mesa… Asados de salchichas en la víspera de Valborg, la celebración de Santa Lucía en Navidad. Actividades que Tore había despreciado cuando su hija Anna le leyó en voz alta el alegre folleto publicitario en su intento de convencerlo de aceptar la oferta de un apartamento.

Para Tore sonaba como la publicidad de una guardería, pero con Josef al timón todas las actividades se llevaban a cabo con una dignidad adulta.

Destacaba por la edad, su querido Josef. Debía estar cerca de los sesenta años. Impermeable al estrés que afectaba al resto del personal, siempre se tomaba tiempo para hablar. Pero había algo más en él; una profundidad y una serenidad en su mirada triste, como si la melancolía de la vida se hubiera arraigado en él.

La grava del patio crujió de nuevo y un coche con el logotipo de Norrtelje Dagblad en el lateral frenó frente a la entrada. «Nada de medios…», pensó alegremente.

Del coche bajaron dos mujeres jóvenes y Tore reconoció inmediatamente a una de ellas. Su pelo negro se disparaba en todas direcciones, como después de una mala noche de sueño. La otra era más joven. Una chica rubia y guapa que no había visto antes.

Las reporteras miraron alrededor, luego se dirigieron rápidamente hacia el edificio de oficinas sin reparar en él. «Si hubiesen reconocido mi existencia, quizás les habría contado algunas cosas», pensó Tore, y por un segundo disfrutó siendo un incomprendido. Entonces recordó la conversación entre Sissela y Anita y se arrepintió. Aquí había que elegir bien al enemigo. Ese pensamiento le sacó una sonrisa, les demostraría que el viejo aún tenía energía.

Entrevistar a pensionistas resultó ser un trabajo realmente horrible. Intelectualmente estaba al mismo nivel que las tareas anteriores de Veronika.

Eran testimonios de primera mano sobre cómo eran realmente el maltrato y la escasez de recursos. O, mejor dicho, no. Porque no había logrado averiguar demasiado en las últimas horas. Las búsquedas profundas en los laberintos de la memoria y frentes arrugadas con profundos pliegues no habían resultado en más que algunas quejas sobre los horarios de la podología y una decepción porque nunca servían rollos de col en el comedor. Nada especialmente grave. Y eso que realmente lo había intentado.

En cambio, la tarjeta de memoria del teléfono estaba llena de historias de tiempos pasados. Relatos cristalinos que no habían perdido su nitidez con el paso del tiempo ni con el resbaladizo olvido de la memoria reciente.

Veronika suspiró y cruzó el umbral de la sala común de la residencia. La lluvia había arreciado de nuevo y golpeaba contra las ventanas, formando riachuelos en los cristales sucios. Miró alrededor de la habitación iluminada.

En una de las mesas, un hombre con una bata gastada movía un revoltijo de pequeñas piezas azules de un puzle que tenía esparcidas sobre la mesa. Presionaba pacientemente los bordes de las piezas entre sí. El pelo gris y ralo dejaba al descubierto las irregularidades del áspero cuero cabelludo y una frente profundamente arrugada.

—¿Tore Lindahl? —preguntó ella con cautela.

El hombre levantó la mirada, negó con la cabeza y volvió a su construcción del cielo. Ella se sentó en el sofá a esperar.

Una última entrevista, fuera del plan original y sin el ojo vigilante de la dirección. Al menos así lo había entendido ella. Era un rayito de esperanza. El viejo había insistido en verla, había enviado a un hombre llamado Josef para coordinar todo y le había pedido que esperara allí.

Miró la habitación, que estaba bien limpia. Las paredes estaban cubiertas con estanterías Billy de Ikea, repletas de viejos libros de bolsillo manoseados. Desde las ventanas se veía el patio, donde los pensionistas tomaban su café de la tarde, si el tiempo lo permitía. O al menos eso era lo que decían.

En una esquina había un televisor encendido, que nadie escuchaba, con un debate sobre salud y cuidados con invitados en el sofá del estudio. «Qué oportuno», pensó echando un vistazo a la pantalla.

–«Como consecuencia directa de la reciente atención mediáticasobre las irregularidades en residencias de ancianos privadas…»

No tenía energía para escuchar, ya sabía lo que vendría después. Una historia sobre el peso de los pañales y el maltrato, a modo de pólvora retórica fabricada de forma efectiva y desprovista de todos los matices y con todos los posibles caminos cerrados.

«Yo tampoco soy mejor», pensó y cerró los ojos para ordenar sus pensamientos.

Había un ligero aroma a pino en la habitación que picaba en la nariz. ¿Tal vez había un olor subyacente que debía ocultarse a toda costa?

Las últimas horas pasaron rápidamente.

Tablones de anuncios con publicidad de tai chi y conferenciantes invitados. El personal con zapatillas ergonómicas y túnicas estampadas con el nombre grabado en pequeñas placas metálicas en el pecho. Örjan no iba a estar contento. «Tengo que encontrar algo», pensó, «si no, nunca me volverán a traer».

Una última entrevista urgente, así lo había expresado Josef. «Tore Lindahl, espero que al menos estés lúcido», pensó mientras se colocaba el pelo detrás de la oreja.

Al otro extremo de la habitación, una mujer encogida en una silla estaba tejiendo. Sus manos deformadas se movían lentamente sobre la labor de punto trenzado. La aguja auxiliar golpeaba contra las otras dos con cada movimiento. Tres puntos solitarios que se deslizaban trepando peligrosamente hacia el borde, milímetro a milímetro, hasta que finalmente la aguja cayó al suelo.

Con esfuerzo, la mujer se puso en pie. Sus pechos, visibles a través de la camiseta blanca, colgaban pesados y formaban otro pliegue en el vientre. Se inclinó hacia adelante en un movimiento temerario para alcanzar la aguja.

Veronika se apresuró a ayudar. —Espere, déjeme ayudarla.

La cara de la anciana se iluminó con una sonrisa arrugada. —Gracias, querida —dijo, y su mano nudosa rozó la de Veronika. —¿No será a mí a quien vienes a ver?

—No, Barbro, es la visita de Tore. —Josef, que acababa de entrar en la habitación, se acercó y ayudó a la mujer a volver a la silla.

—Tore vendrá enseguida —dijo, volviéndose hacia Veronika.

—Nunca vienen a verme a mí… —murmuró Barbro. Su pelo era gris y liso, cortado como con un tazón.

Veronika desvió la mirada, avergonzada por haberle despertado esperanzas de una visita.

—Y ¿quién eres tú, por cierto? —continuó Barbro. —Nunca lo habías visitado, ¿verdad? —La suavidad de su voz había desaparecido, era evidente que Barbro no la dejaría escapar tan fácilmente.

—Vengo de Norrtelje Dagblad.

—Él no tiene mucho que contar, si quiere encontrar cosas emocionantes para escribir, debería entrevistarme a mí.

Veronika se revolvió inquieta, preguntándose cómo podría zafarse de la conversación sin ser grosera.

—Ahora me acuerdo —dijo Barbro triunfante. —Eres de Norrtelje Dagblad, ¿verdad?

Veronika asintió y le mostró una débil sonrisa. La memoria es como una delicada membrana efímera.

—Claro que me acuerdo de todo. Nadie cree que Barbro se acuerda… —murmuró la mujer, como si hubiera leído los pensamientos de Veronika.

—Barbro… —interrumpió Josef. —Veronika tiene trabajo que hacer.

Barbro apretó los labios. —Bueno, entonces no molestaré.

—Quizás en otra ocasión —dijo Veronika intentando suavizar la situación, pero Barbro no respondió. Había recogido su tejido de nuevo y contaba los puntos con gran concentración.

—Mierda es lo único que dices últimamente, y mejor así —murmuró el hombre del rompecabezas presionando otra pieza azul contra el cielo que iba emergiendo.

—Cierra el pico —respondió Barbro, sin apartar la mirada de su tejido.

—Ah, mira, ahí está Tore —dijo Josef aliviado.

Un hombre delgado entró en la habitación apoyándose en una muleta. Un lado de su rostro estaba caído y tenía los pantalones manchados de humedad en algunas partes. ¿Incontinencia?, se preguntó, ¿o sería solo la lluvia?

—Supongo que ahora pueden arreglárselas solos —dijo Josef. —Estoy disponible en el móvil si necesitan algo —añadió.

Tore se quedó quieto.

—¿Tú eres la periodista? —preguntó con desconfianza en la voz, empujando las gafas hacia su calva y secándose los ojos con el dorso de la mano. Sus agudos ojos de ardilla la examinaron de arriba abajo.

—Pensé que enviarían a Eklund —continuó con tono de decepción.

—Pues no.

«Qué extraño», pensó ella, «todo el mundo en esta comarca quiere que le entreviste el reportero de crímenes del ND». Un mujeriego aficionado a la botella, cuyos extravagantes asuntos parecían alimentar su labor periodística, por lo demás, bastante mediocre.

—Te reconozco —continuó.

—No lo creo. —Veronika sintió crecer su irritación. No tenía ganas de tener que probar su valía para entrevistar a este viejo.

—La nieta de Märta y Einar —dijo mientras sacaba un pañuelo y se pasaba una mano por la calva. —Venías de visita a Grisslehamn cuando eras pequeña. —Su otra mano colgaba flácida a un costado.

Ella se ablandó y pensó en todas las meriendas con café a las que su abuela la había llevado. Al parecer también a casa de este viejo.

—¿Cómo has podido reconocerme? Debe hacer una eternidad de eso.

—Desde mi perspectiva, no tanto —dijo con una sonrisa torcida debido a su rostro parcialmente paralizado.

—El abuelo murió el otoño pasado —dijo ella.

—Lo siento mucho, ¿cómo está Märta? —dijo en tono conciliador.

—Todavía no se ha acostumbrado del todo a la soledad, ya no le gusta tanto estar en la cabaña.

—Märta, pequeña traviesa —canturreó Barbro desde su rincón mientras rescataba un punto perdido.

—No, eso lleva su tiempo, bien lo saben los dioses —dijo Tore ignorando la canción de Barbro. —Mi esposa murió hace unos meses —Su mirada se dirigió hacia la ventana, donde la lluvia golpeaba el cristal con una intensidad creciente y se fijó en las nubes cargadas de lluvia.

—Märta traviesa…

—¿Por qué no te callas de una vez? —gritó el anciano en bata mientras le lanzaba un puñado de piezas de puzle a Barbro.

Tore miró a Veronika. —Ven —dijo. —Vamos a mi apartamento, allí estaremos tranquilos.

—¿Podemos dejarlos solos?

—¿A Jan y Barbro?

—En realidad son los mejores amigos desde que eran niños.

—No lo parece.

—Las cosas no siempre son lo que parecen.

—No —dijo ella, pensativa.

Salieron de la sala común y se dirigieron hacia la escalera. Él la guiaba por el pasillo, cuyas paredes de un beige amarillento se fundían con el suelo de linóleo desgastado, en el que cualquier indicio de diseño se había borrado hace tiempo debido a las fregonas. Tore se arrastraba delante de ella con sus zapatillas de fieltro. Las suelas chirriaban por la humedad y la muleta golpeaba contra el suelo. Veronika se sorprendió a sí misma sonriendo. Había algo simpático en el anciano.

Avanzaron por un pasillo y finalmente se detuvieron frente a una de las puertas. Tore introdujo la llave en la cerradura y entraron al apartamento. La guio hasta la cocina.

La ventana que daba al pequeño bosque estaba entreabierta y llenaba el apartamento de aire oxigenado. Los muebles eran viejos, pero estaban bien conservados. Había una mesa con tablero de melamina que desentonaba con la moderna decoración de la cocina. El fregadero de acero inoxidable estaba deslumbrante y sin platos sucios.