Edén - Alejandro Rossi - E-Book

Edén E-Book

Alejandro Rossi

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Beschreibung

En una época -la Segunda Guerra- y a una edad en las que ni la patria ni la raza ni la lengua ni la familia pueden darse por sentado, Alex encuentra en un elegantísimo hotel de la provincia argentina un lugar propio en medio del desorden. Una novela pletórica como la vida misma, donde la astuta prosa de Rossi se despliega con aliento sinfónico.

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Ähnliche


Edén

Vida imaginada

Alejandro Rossi

Primera edición, 2006 Primera edición electrónica, 2013

Distribución en los países de América Latina

D. R. © 2006, Alejandro Rossi

D. R. © 2006, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Diseño e iconografía de portada: Miguel CervantesDuraznos y uvas sobre un mantel rojo, Pierre Bonnard, 1943

Fotografía del autor: Paulina Lavista

Traducción de los textos en italiano: Fabio Morábito

Comentarios: [email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 9786071613387

Hecho en México - Made in Mexico

Acerca del autor

Alejandro Rossi (Florencia, 1932) es uno de los más nítidos ejemplos del cosmopolitismo hispanoamericano. Nacido en Italia, es mexicano por elección. Estudió filosofía en México, Alemania e Inglaterra. Es investigador emérito de la Universidad Nacional Autónoma de México, y miembro de El Colegio Nacional y del Sistema Nacional de Creadores. En 1999 su obra fue reconocida con el Premio Nacional de Lingüística y Literatura. En el Fondo de Cultura Económica ha publicado Manual del distraído (1986), Lenguaje y significado (1989) y Obras reunidas (2005).

N. B. La traducción de algunos de los textos en otros idiomas podrá encontrarla el lector al final.

MIRÓ EL RELOJ y le preguntó a su suegro cuánto faltaba para llegar al aeropuerto. Hubiese querido decirle que se apurara, que se concentrara en la carretera, que no hablara con tanto detalle de la industria alemana. No, no podía callarlo, era un hombre bueno, de una gran cortesía. Hizo un esfuerzo, pues, para mantener la conversación en un tono educado. La verdad es que cualquier viaje lo desquiciaba, como si abandonara a alguien, como si se tratara de una emigración definitiva. Le angustiaba cualquier posible contratiempo: un retraso, que no hubiera asiento, alguna huelga imprevista, perder un documento o una equivocación con su nombre. Sobre todo eso, la peor de las hipótesis imaginables, sería como volver al caos original, a la irremediable confusión. A Alejandro le parecía que todos sus documentos tenían algún error y que, en realidad, todo era un gran equívoco y él un usurpador. Un día lo descubrirían y se los quitarían. ¿Cómo se llamaba? ¿Alejandro o Alessandro? Su madre le decía Alex, y Alexandro era el nombre con el que ella intentó registrarlo. Por suerte, el fascismo impidió ese neoclasicismo que pretendía obligarlo a ser un héroe: sólo se permitían nombres italianos o italianizados. Las adorables primas venezolanas le decían el Negro y los primos italianos Alex o Alessino, usado este último por los abuelos paternos. A su padre en la vejez le dio por llamarlo Alessandro, en un tono algo protocolario. Para los amigos hispanoamericanos era Alejandro. El pasaporte venezolano registraba Alejandro Francisco, ya el nombre oficial en sus papeles y documentos. En el acta de nacimiento asentaban que el 22 de septiembre de 1932 había nacido en Firenze un tal Alessandro Francesco. Francesco es el Francisco que viene de su bisabuelo materno, al parecer un dominicano que fundó una fábrica de tabacos y que, según la leyenda, había dejado al morir cien casas. Por los años cuarenta, en un vuelo de Trinidad a Caracas, en un Douglas DC3, le tocó de vecino un español viejo que había conocido al discutido bisabuelo, un mulato grande y simpático que se sentaba en una mecedora a la entrada de su negocio. En aquella época le incomodó que el Canario clasificara así al bisabuelo. Era la primera vez que oía esta historia, pues su madre y la familia venezolana evitaban esos temas. Para él, los mulatos y los negros eran los porteros de La Previsora, la compañía de seguros que presidía su abuelo, que lo saludaban con gran cordialidad y proclamaban, entre guiños, que él era “medio jefe”.

El suegro no encontraba el estacionamiento de los diplomáticos, lo habían cambiado de lugar, aseguró. Era un hombre elegante y tranquilo, incapaz de atropellar un reglamento o de saltarse una regulación y menos aún en Alemania. Como si estuviera en un gran colegio y él fuera un alumno modelo. Cualquier persona con autoridad, por trivial que fuese el cargo —el revisor de los boletos en el tren—, le producía un respeto sagrado. Era claro que le fastidiaba el nerviosismo de Alejandro, y temía que se expresara en alguna arbitrariedad o impaciencia ante un trámite o dificultad imprevista. Alejandro, es verdad, aguantaba poco las demoras y los papeleos burocráticos, pero no porque fuera un hombre de acción ocupadísimo en asuntos mayores, de los que no toleran perder el tiempo en minucias. Más bien por lo dicho, por miedo a que descubrieran una equivocación, una irregularidad, y el teatro entero de su vida legal se desplomara como un edificio dinamitado. El problema, ahora, era la maleta. La había comprado en Oxford hacía menos de un año, fascinado por ese modelo, un famoso diseño del siglo XIX utilizado por los viajeros ingleses que iban a la India, según informó Guillermo Cabrera Infante, principal animador de la compra. Una maleta rectangular de un irresistible royal blue. El error fue haber comprado el modelo grande, complicado de llevarse a mano, dificilísimo de subir a un tren y más aún a la rejilla de un compartimento. El Begleiter oficial que lo recibió en la estación de Stuttgart, un muchacho de veintitantos años, alto, fornido, con una mirada desapegada del mundo y que resultó ser el tataranieto de Schelling, la bajó del vagón con cara de incredulidad, y mientras la cargaba a lo largo del andén le preguntó a Alejandro si era arqueólogo de profesión y traía muestras de algún sitio. Alejandro reconocía que había sido una estupidez comprarla y nadie apreciaba ni el diseño ni la audacia que suponía andar con un objeto así. La trataban como a esas valijas de cartón de los inmigrantes españoles e italianos. No era un consuelo que Cabrera sostuviera que era la maleta más segura contra los navajeros de los aeropuertos. El suegro nunca le hizo un comentario, aunque sí su viejo amigo argentino Garzón Valdés, a quien ese elefante azul le pareció un absurdo risible:

—Pero che, ¿qué traés ahí?

Así llegó a Hamburgo, a menos de una hora de vuelo de Bonn, y a la salida se le acercó una señora que, sin ningún titubeo, se presentó como la encargada de atenderlo en la ciudad. La Begleiterin asignada para acompañarlo a los lugares que previamente él había elegido. Una mujer de unos cincuenta y tantos años, de aspecto saludable, nada matrona y con un rostro muy hermoso. En especial los ojos, verde-azules, de mirada lenta, seria, una mirada acostumbrada a los elogios. Otra vez hubo un problema para colocar la maleta, ahora en la cajuela de un coche para nada pequeño, sencillamente normal. Hablaron en español, esa primera conversación un poco envarada acerca de si ésta era la primera vez que Alejandro visitaba Hamburgo. Hay que reconocer que Alejandro era muy hábil en esas situaciones y de inmediato tomaba la batuta en sus manos y comenzaba a preguntar, a estimular las respuestas y asociarlas con esto y aquello. Le molestaba que pudieran tomarlo por un tontete ignorante que venía de un pueblito de América y de inmediato se las arreglaba para educadamente dejar en claro que si aquí había una persona viajada y cosmopolita, ése era él. Si ella traía, como era probable, alguna perorata sobre la Liga Hanseática, se la guardó, no pronunció una sola frase didáctica. Alejandro, sensibilísimo a las diversas músicas lingüísticas, notó en ella un acento vagamente argentino. Le preguntó:

—¿Es usted argentina? ¿Ha vivido allí?

—Bueno, nací en Argentina.

Había una cierta incomodidad en la respuesta, a lo mejor le parecía apresurado que a los cinco minutos estuviesen hablando de su pasado.

—¿En Buenos Aires?

—No, no nací en Buenos Aires, en Córdoba.

—¿En Córdoba? No me diga, yo he estado allí. ¿No conoce a un cordobés ilustre, Ernesto Garzón Valdés, que ahora es profesor en Alemania?

—Ah, sé quién es, una persona importante.

—Hace muchos años, pasé las vacaciones en Córdoba, en las Sierras. En los años cuarenta, imagínese usted.

—¿Ah, sí? Bueno, yo no soy de la ciudad de Córdoba, me crié en un pueblo cercano.

—¿Cómo se llamaba?

—La Falda.

—¿La Falda? Pero si es justamente allí donde pasamos las vacaciones. ¡Qué casualidad, caramba! ¿Y usted vivía allí?

—Sí, mi padre era gerente de un hotel muy conocido, el Hotel Edén. Ahí vivíamos nosotros.

—¡Ése era nuestro hotel! Estuvimos los veranos 43-44 y 44-45. Lo recuerdo a la perfección.

—Allí estábamos.

La reacción de Alejandro fue instantánea, como un disparo.

—Entonces, entonces tú eres Mitzi.

Se volteó a verlo y le respondió con una expresión perpleja:

—Sí, me dicen Mitzi.

Más asombrado estaba Alejandro. No tenía la menor duda de que fuera Mitzi y eso era precisamente lo asombroso, que aquella muchacha reapareciera en Hamburgo. Es imposible, por supuesto, reproducir la secuencia que lo llevó al reconocimiento, una suerte de descarga eléctrica que explica la forma abrupta en que se lo dijo.

—Recuerdo que tenías un novio que jugaba ping-pong con nosotros y nos hacía caso aunque fuéramos más chicos. Se llamaba Mario, ¿no es cierto?

Mitzi estaba francamente incómoda. ¿De qué se trataba todo esto? Le habían encargado recoger a un señor de nacionalidad venezolana —¿o le habían dicho mexicana?—, profesor en la Universidad de México, medio filósofo y medio escritor, un tipo relacionado con las revistas Plural y Vuelta, amigo de Octavio Paz, agregaron, seguramente para subir un poco la estima. En el fondo, nada de mayor importancia para Mitzi, el señor Rossi era uno más entre los visitantes de ese año. Le habían informado que era un cincuentón, pero se veía más joven, un tipo observador, atento a las circunstancias. Ni un negro musical, ni un antropólogo de izquierda. Más bien uno de esos hispanoamericanos civilizados, ambiguos, difíciles, poco representativos de los extremos pintorescos. ¿Quién era este señor que a los cinco minutos de conocerla le hablaba de Mario? ¿No habían pasado ya cuarenta años?

—Sí, Mario, así se llamaba.

LLEGARON a Buenos Aires en la primavera austral de 1943. Viajaron en el Cabo de Buena Esperanza desde Puerto Cabello, y un año antes habían cruzado el Atlántico en el gemelo de la Compañía Ibarra de Navegación, el Cabo de Hornos. Ahora venía Remo, el padre, después de una larga espera en España para obtener el Navy Cert inglés. Antonio Casas Briceño, diplomático venezolano, los esperaba en el muelle. Fueron al flamante City Hotel, en la calle Bolívar, y se instalaron en una suite con una radio empotrada en la pared de la sala, una novedad que los hermanos celebraron. Nunca habían estado en un hotel tan moderno y entre los dos señalaban a los padres las novedades, verdaderas o imaginarias, en un afán de crear armonía y, sobre todo, de ganar la complacencia de la madre, la bella y nerviosa Cheché. Alejandro aún recuerda el mapa cuadriculado con letras y números que usó el bellboy para enseñarles dónde quedaba el cine Rex. Le pareció un método genial, opinión corroborada por el chico uniformado, ya joven patriota:

—Los argentinos somos muy inteligentes.

El hermano mayor, Félix, era quien organizaba las idas al cine, con dos películas por programa. A Alejandro le gustaba más la primera que la segunda, que era la importante, por lo general historias de aburridos y complicados amores. ¡Cómo le llamó la atención el Cine Ópera, con la bóveda celeste y las estrellitas titilantes! El padre, algo sobrador, se reía, como si la realidad confirmara lo que les había contado de Buenos Aires en el barco. Él se había escapado de su casa, en Firenze, al cumplir los 20 años, harto de cómo lo trataban. Compartía la convicción popular de que al segundo de los hijos nadie le hacía caso, condenado a vivir en una suerte de limbo emotivo. El primero era el heredero, el segundo era un actor sin texto, la tercera resultó ser mujer y el cuarto era el último, el pequeñito, y todos lo mimaban y protegían. Su padre, Pietro, un hombre inmensamente trabajador, obligaba a los varones a sudar en la fábrica familiar, sin contemplaciones. La abuela y cómplice le prestó a escondidas cien liras y en Génova se subió a un barco que lo llevó a Buenos Aires. Todavía era la época de las inmigraciones masivas. En la travesía se hizo amigo de una familia argentina, de apellido Guevara (¿o Lynch?), con sede en Morón, a la que recordaba con agradecimiento. En realidad, era más bien una escapada que un intento de emigrar en serio. Alejandro conserva la fotografía del pasaporte de 1913: un muchacho atractivo, luce como alumno de un buen colegio, con saco y corbata, ojos claros y peinado con raya a la izquierda. La mirada tiene la inseguridad del adolescente, pero también se adivina una cierta decisión por un estilo de vida. Trabajó en talleres o fábricas de automóviles, la pasión que nunca lo abandonó, y más o menos al año, antes de estallar la primera guerra, regresó a Italia. Un día, sentado en un café de la Avenida de Mayo, ojeando el periódico, vio el anuncio de una inmediata salida a Génova y sintió un deseo irrefrenable de volver. Nada lo ató a Buenos Aires, ni un amor, ni un propósito claro. Estaba convencido, además, de que Firenze era única. Veinte días después, desembarcaba en Génova. Aunque había sido una estancia corta, le daba autoridad para hablar de Buenos Aires y recalcar ante los muchachos la inmensidad de la ciudad. “Enorme” era su palabra preferida, que dejaba en ellos un eco de desconcertante vastedad. Ponía, como ejemplo de cosa magnífica, el barrio de Belgrano, un nombre que para ninguno de ellos significaba nada. Cheché lo oía distraídamente y le decía:

—Por favor, Remo, eso fue hace treinta años, seguramente ya no existe.

Ya era tarde para entrar a un colegio, terminaba el año escolar. Los jesuitas les hicieron unos exámenes y las clases normales iniciarían el siguiente marzo. Una maestra dicharachera y enérgica, recomendada tal vez por los curas, les daba clases diarias de historia y geografía argentina. Afirmaba, como si polemizara con un adversario invisible y terco, que a ella no le importaba nada que Brasil fuera más grande y tuviera más habitantes que Argentina:

—Aquí todos son blancos, allá hay mucho negro. Les ganamos en lo que sea.

Los hermanos escuchaban en silencio y Alex no sabía dónde colocar a todos los negros que había visto en Venezuela. Al llegar a Caracas, su abuelo les dijo con máxima seriedad:

—Venezuela es un país mezclado. Verán muchos negros y mulatos. No se atrevan a hablar mal de ellos.

Alex admiró a su hermano cuando defendió a Bolívar frente a un juicio despectivo de la profesora, que ensalzaba la generosidad de San Martín. Era una época en la que esos temas apasionaban a los historiadores locales y a los abogados nacionalistas. Para Alex era igual a aquella otra historia que le hacía repetir a Félix, la del Convitto Nazionale, el distinguido colegio romano donde estudiaba como interno. Resulta que un profesor le había dicho a un alumno que eso que había dicho era una imbecilidad. El muchacho se levantó de su asiento y casi a gritos le contestó:

—¿Imbécil yo, imbécil yo? ¡Profesor, yo soy un peruano!

Félix la contaba muy bien, ponía una mirada de rabia asombrada, entrecerraba los ojos y con el índice se golpeaba el pecho. Se reunían en el último piso del hotel, en un salón junto a una gran terraza, y desde allí la maestra les señalaba los diversos sitios de la ciudad, el Puerto, la Boca, la Casa Rosada, el Bosque de Palermo, la interminable Rivadavia, el Obelisco.

—¿Dónde está Belgrano? —le preguntó Alex.

—Está muy lejos, mirá, por ese lado.

SÓLO CONOCÍAN una cancha de fútbol, el hermoso estadio de Campo di Marte, a quinientos metros de Viale Cialdini 6, la casa del nonno. La casa ocupaba un lugar privilegiado en la imaginación de los hermanos y era el sitio que definía a la familia paterna. Todos estaban orgullosos de que Pietro hubiese diseñado un lago, construido una montagnola —un montecillo coronado por un kiosco— en el que se reunía con los amigos a hacer música, canciones populares, marchas, romanzas, una diversión, un descanso en la batalla semanal. Eran gente del pueblo, de origen campesino, il nonno Pietro había nacido en Vicchio di Mugello, la tierra —sería injusto ocultarlo— de fra Angelico y de Giotto. Pero de lo que más presumían era del laberinto, construido, al fondo del jardín, con astucia clásica.

Félix se enteró rapidísimo de la situación futbolística argentina y ya compraba El Gráfico, la revista canónica, el equivalente a La Gazzetta dello Sport que Alex le llevaba al colegio los domingos en que no salía. De esos años, principios de los cuarenta, queda un expresivo retrato: entre Cheché y Remo está Alex con La Gazzetta dello Sport bajo el brazo, mientras nevaba, cosa rara, en Piazza Barberini. Félix gustaba de las estadísticas, los análisis de los partidos, las comparaciones numéricas, los porcentajes, y sabía crear figuras mitológicas que dejaban entusiasmado y boquiabierto al hermano menor. Piola, por ejemplo, el jugador famoso por sus chilenas y por algún gol con el puño disimulado.

En la celebre Bombonera encontraron buenos lugares, arriba, en la popular. Ya estaban jugando, y cuando se terminó el partido Alex se desconcertó porque nadie se iba. Al cuarto de hora vuelven a entrar los equipos y se reinicia la partida. Por fin se atrevió a preguntarle a Félix qué sucedía, de qué se trataba. Félix se reía exageradamente y se lo contó a Remo varias veces. Alex no se había dado cuenta de que eran dos partidos: el primero de tercera división y el segundo de los equipos titulares.

—El Negro organizó un partido él solo: el segundo tiempo de la tercera división y el primero del clásico. ¡Qué bárbaro!

Alex no se molestaba, más bien fomentaba ese ambiente de broma y camaradería. Pero tampoco se dormía y a los pocos días podía recitar de memoria las alineaciones de Boca Junior y River Plate. Con papá hablaban en italiano, Remo con su fuerte acento florentino y con un idioma muy jugoso de giros y dichos, popular y a la vez refinado. Un idioma de extremada precisión, el de una ciudad que distingue y nombra con furor maniático. Llamaba la atención que un hombre sin mayor educación escolar hablara con tan exquisita propiedad. Entre los hermanos comenzaba a imponerse el español. Siempre lo habían hablado, pero como en privado: la lengua de la madre, de la bella Cheché, la de su tía Machaca y la del respetado y temido abuelo, don Félix Antonio Guerrero, presidente de La Previsora —repetían a coro los hermanos—, presidente de la Compañía de Teléfonos, presidente de la Cervecería Caracas y presidente de la Compañía de Electricidad.

Alejandro sólo tenía dos amigos en Buenos Aires. El hijo de Casas Briceño, Tony, y Luis Mari, un españolito que viajó con ellos en el Cabo de Buena Esperanza y cuya madre, Antonia, era amiga de Remo y de Cheché. Una madrileña rubia, en sus treintas, asertiva y afectuosa con Alejandro, no muy guapa. Años después, Remo le contó a su hijo Alejandro que Antonia, antes de tocar costa venezolana, se le metía en la cama e insistía en sentarse encima de él en un trote lleno de bufidos y exclamaciones, como una cantaora inspirada. Señalaba que se había convertido en una de las mejores amigas de Cheché. Y meneaba la cabeza como quien corrobora una verdad de Perogrullo:

—Sabes, por lo general uno se va a la cama con personas conocidas. Es natural que hayan sido las amigas de tu madre.

Cheché informó a los hermanos que pasarían el verano en las Sierras de Córdoba. Por sugerencia de los Pereyra Iraola, un matrimonio argentino que había conocido en la casa de la señora Palacios, venezolana amiga de la familia y con muchos años en Buenos Aires, pariente de Bolívar. Para regocijo de Alex, vivía en Belgrano. Cheché ni se fijaba ni le daba importancia alguna a esas supuestas victorias del Negro. Le parecían necedades. Claro, no se fijaban en lo mismo. Alex, por ejemplo, descubría, en el gran salón del hotel, los periódicos prensados entre dos maderas, colgados en un perchero como banderas en desuso. Y Félix lo había llevado a la Vascongada, un restaurante lácteo, algo nunca visto por ellos. Allí probaron el banana split, que luego recordarían más por el nombre que por el sabor. El hermano menor siempre espía al mayor y su máximo deseo es que nunca se equivoque. Más ahora, que pisaban territorio nuevo. En una de las salas contiguas a la gran terraza había descubierto un piano. Se iba solo y comenzaba a teclear, a buscar la melodía que a veces se asomaba entre un par de notas. En Caracas le había dado clases una señorita belga que le hablaba en francés, dos pájaros de un tiro, decía Cheché satisfecha, y a Alex le agradaba que le corrigiera la posición de las manos y con el índice le señalara en la partitura un pasaje mal tocado, o le palmeara la columna para enderezar la espalda. Las lecciones las recibía en el salón de su tía Marisa, en esa semioscuridad refinada de las buenas casas caraqueñas, un tono que Alex nunca olvidó. Le enseñó una breve pieza de título aburrido, El pequeño suizo. Lo cual le daría pie, años después, a una agria reflexión sobre el tiempo desaprovechado en la infancia. ¡Las cosas que habrían podido enseñarle! Son las lecciones que jamás se borran. “El día en que me muera —decía— podré teclear sobre el sudario El pequeño suizo.” Remo, hombre de una inmensa facilidad musical, le pidió en el barco que le tocara algo, que le mostrara lo que había aprendido. Alex se negaba e inventaba mil excusas. Una tarde su padre lo acorraló y lo sentó en el taburete frente a un Steinway. No hubo más remedio que volver al pequeño suizo y explicar que el resto del año se había ido en ejercicios. Remo tenía una expresión seria e incrédula

—¿Eso es todo? —le preguntó.

—Bueno, sí, es todo.

Movió la cabeza y comenzó a reírse, primero suavemente y después a carcajadas. Le dio una palmada en el cuello y lo dejó allí, sentado en el taburete. Quizá no quiso que su hijo se quedara en un lago suizo y contrató a un músico de la orquesta para que le diera clases de solfeo. Era el encargado de tocar la batería y en ocasiones también el saxofón. Un español agradabilísimo, bigotazos y cordialidad casera en los ojos, más parecido al dueño de un café del barrio que al ejecutante de una jazz-band. Se reunían al principio de la tarde, antes de que la orquesta acompañara el servicio del té, y algo estudiaban pero sobre todo charlaban sobre variadísimos asuntos. Ya era Alex un interrogador persistente, por interés en las historias ajenas y también para evitar que le hicieran preguntas. En algún momento el músico se refirió, con suavidad, a la guerra civil. La Guerra Civil Española se le quedó grabada al Negro la mañana en que su abuela María Páez, en el patio de la casa caraqueña, exclamó con los brazos en alto: “¡Ganó Franco, ganó Franco!” Tampoco olvidó la entrada del Virgilio en el puerto de Barcelona el primero de septiembre de 1939. De las aguas del puerto sobresalían los mástiles, numerosísimos, de las embarcaciones hundidas. Regresaban a Italia y en el barco viajaba Felín Torrellas, amiga íntima de Cheché, famosa por sus bordados y tejidos, esposa de Papito Torrellas, el inventor de una fórmula para curtir cueros, fórmula que perfeccionó a lo largo de su vida y que fue su cruz y, al final, casi su victoria. Mientras tejía, Felín murmuraba —resignada, pero con una pizca de orgullo—: “Ha sido el esclavo de la fórmula”. Papito y la resistente Felín los pasearon por la Barcelona descascarada de la posguerra y al muchacho se le quedaron en la memoria las esquinas en ochava del Ensanche, un tema que después siempre sacaba a relucir, como si fuese un experto urbanista. Al baterista le contaba historias progresivamente aumentadas en dimensión y peligro, pues de inmediato se dio cuenta de que el músico se las celebraba, asombrándose de todo y sin poner nada en duda. Y así le describió en detalle cómo se salvó por un pelo cuando los aviones franceses sobrevolaron Roma y lanzaron folletos y unos trozos de acero en forma de herradura y de bordes cortantes. Salía del hotel y apenas había dado dos pasos por Via Veneto cuando ¡zás! una de las herraduras rasgó la manga de su abrigo, se estrelló en el suelo al lado de su zapato y rebotó en la cabeza del pequinés de la condesa Pascoli.

—No sabe usted, señor López, cómo gritaba la condesa Pascoli, con los sesos del pequinés pegados a sus medias.

—Hombre, sí, me lo imagino, no es para menos, claro. Pero lo más importante es que se haya salvado usted.

—Pero a mí nadie me hizo caso. Mi madre me regañó por el abrigo roto. Como aquella vez que corría por los salones del hotel y caí en el piso de mármol de la recepción y me rompí el diente. Subí al cuarto para contárselo a mamá y ella estaba en el baño. Se quedaba horas adentro, señor López. Desde fuera le confesé lo que había pasado y me daba más pena por ella que por mí. Salió y con una cara espantosa me preguntó: “¿Qué? ¿Te has roto el diente principal? ¡Déjame ver!” Y se puso a llorar. Igual que si le hubiera roto el cenicero de bordes dorados que le había regalado mi abuelo. Estaba furiosa, además, porque ahora tendríamos que ir al dentista y era domingo y en media hora tenía que cruzar la calle para asistir a misa de doce en la iglesia de los Capuchinos y no podía faltar porque había quedado en verse con Anita, su amiga chilena. ¿No la ha visto, señor López? Es esa señora flaquísima y blanquísima que se sienta con nosotros en el comedor.

—Sí, me parece haberla visto, una señora de aspecto muy distinguido.

El músico era bonachón, pero no tonto y se cuidaba mucho en los comentarios. Sabía perfectamente que estos niños nerviosos y habladores son un peligro, y también sabía que en los barcos a todo el mundo se le ocurren las cosas más raras.

—Señor López, ¿usted sabe quien es Conchita Piquer?

—Sí, claro, sé muy bien quién es, ha actuado en Buenos Aires muchas veces. Una tonadillera muy famosa. ¿La conoce usted?

Estuvo tentado de contestarle que sí, que en Sevilla sus padres se habían hecho muy amigos de ella en el Alfonso XII, el hotel donde pasaron aquellos agobiantes meses de verano. Pero tuvo el presentimiento de que a lo mejor el músico sabía por dónde había andado la cantante. La pregunta del chico era, en realidad, una especie de cortesía, un personaje español sobre el cual hablar. Había escuchado a Conchita Piquer en el último año romano. En unos discos que su padre ponía en un pequeño aparato manual en aquel cuarto del Hotel Imperiale que daba a esa terraza en la que tanto jugó Alex. Un cuarto pequeño que comunicaba con el grande, en el que dormían Cheché y su hijo. Cuando estaban los tres, a Remo le gustaba acompañar la canción o tararear la música. Ella se sentía en una suerte de comunidad mística con la lengua española, con España, con Andalucía, de donde venía su familia. Pretendía, a pesar de su sordera musical, un conocimiento superior de la esencia, si puede hablarse así, de las canciones de la Piquer. Eran momentos agradables y al mismo tiempo confusos, cada uno de ellos girando por su cuenta. Al niño le atraía esa voz orgullosa y herida que entonaba frases raras. Cheché era reticente en las traducciones pedidas por el hijo.

—Oye, mamá, ¿qué quiere decir “la bien pagá”?

—Una puttana —replicaba Remo, más para provocar a Cheché que para responderle al muchacho.

—¡Por Dios, Remo! —respondía Cheché con impaciencia.

Adviértase, sin embargo, que Cheché era lo contrario de una mojigata y es probable que se soñara un poco Carmen al escuchar la voz decidida de Conchita Piquer.

—Señor López, ¿se acuerda usted de una canción que decía “ay limón, limonero”?

—Sí, claro —y comenzó a canturrear en voz baja.

Ésa era la que más le había gustado a Alex en las solitarias tardes romanas. A veces le pedía a Stella, la preciosa yugoslava encargada de llevarlo y traerlo del colegio, que se quedara un rato más para oír juntos a Conchita Piquer. Alex le explicó que era una cantante española y que el español se parecía mucho al italiano, que algo entendería, “limón” es limone, casi lo mismo. Stella se sentaba en el borde de la cama de Remo y apenas terminaba la melodía se iba con prisa. Esa música no le decía nada y no quería trabajar ni un minuto más de lo pactado. Una mujer joven, de veintidós años, de rasgos muy cincelados, ojos claros y, como tantas yugoslavas, con el aire de estatuas patrióticas, aire de verano rústico, de “reinas del trigo”. Nada raro, entonces, que los camareros intentaran, aunque fueran las siete y media de la mañana, algún jugueteo verbal con la guapísima, mientras ella y Alex desayunaban en el comedor vacío, café con leche, brioche y un huevo à la coq, un lujo durante la guerra, que ella valoraba y comía con una hipnotizante precisión de movimientos. Cuando entraba en el cuarto de Cheché a las seis y media de la mañana, le decía unas cuantas palabras en voz bajísima y lo despertaba hundiéndole la mano en el pelo, moviéndole suavemente la cabeza:

—Sveglia, Alex, sveglia, su.

En el baño orinaba delante de ella, que vigilaba que se lavara la cara y luego le inclinaba la cabeza para mojársela y peinarlo con raya a la izquierda. También lo ayudaba a vestirse, porque tenían poco tiempo y a ella le gustaba desayunarse con un mínimo de calma. Era magnífica al abrir sin ruido las dos puertas del cuarto y cerrar con llave la externa, la que daba al pasillo, un clic seco, rapidísimo, sin eco. Dejaban a Cheché inmóvil, recostada sobre dos almohadas y un brazo sobre la cabeza, los labios semiabiertos, profundamente dormida; se acostaba muy tarde y guerra o no-guerra se divertía muchísimo, eran los años de su máxima expansión femenina. Alex no era inmune a la belleza de Cheché y la observaba y espiaba sin descanso. Un rostro, diría Alejandro después, que sólo podría haberse formado en Caracas. Rasgos clásicos y delicados y al mismo tiempo de un erotismo aventurero. Es una tarea imposible, por supuesto, simular con palabras esas inesperadas combinaciones. Pero existen, y ellas son como seres imantados, siempre rodeadas de tensiones y posibles desenlaces. Cheché se vestía delante de él y, salvo desnudarse completamente, se dejaba ver con absoluta naturalidad. Lo usual era que caminara por el cuarto en “fondo” y descalza, con las uñas de los pies pintadas de un rojo vivísimo y a veces le veía los pechos con los pezones oscuros y a veces también el vientre blanco mate. En Caracas había contemplado fugazmente —por el ojo de la cerradura del baño— a Cheché y a sus dos hermanas, en trance de ducharse, completamente desnudas, con los triángulos negros entre las piernas.

Al regresar de Villa Borghese con su bicicleta, frecuentemente se encontraba con Tanács, el periodista húngaro, de cara cuadrada y huesos grandes, que lo saludaba con una sonrisa de dientes anchos y separados.

—Arriva il generale di Via Veneto!

El húngaro era un periodista astuto, conocedor minucioso de Europa y de la guerra, incrédulo del fascismo, un cínico honesto que previó al detalle el desenlace del conflicto. Stella acompañó al muchacho hasta el ascensor. Al abrir la primera puerta del cuarto oyó un sonido de voces. No reconoció la del hombre, que hablaba con vehemencia, con rapidez, sofocado. Pero oyó la de Cheché:

—Por favor, Leonardo, por favor, quédate quieto, estás loco.

Abrió la segunda puerta y a unos dos metros vio a su madre con la espalda apoyada en el calentador, il termosifone, vestida con suéter abierto y una blusa pálida, la cabeza y el pecho arqueados hacia atrás y, encima de ella, apresándola por los antebrazos, el tal Leonardo Antúnez, diplomático venezolano, moreno, barba de perilla, flaco, ojos afiebrados de andino alucinado. Trataba de besarla y le decía que la adoraba, que la adoraba, con la voz pastosa que anticipa la cama. Cheché se defendía, entre enojada y halagada, probablemente había permitido algún jugueteo, quizá un manoseo y ahora quería parar el asunto, sabía perfectamente que el andino era un mono exaltado, un retórico de pueblo que pretendía conquistarla recitándole los supuestos versos lúbricos de Carlos Borge, el cura marchito cuyas poesías se pasaban en secreto las señoras guapas y calientes de Caracas. De pronto ambos se dieron cuenta de que Alex los miraba y por un instante se quedaron inmóviles. Antúnez caminó hacia la ventana sin verlo ni dirigirle la palabra, fastidiadísimo por la interrupción de este carajito de mierda. Pero nada avergonzado, mujeres como Cheché no se podían dejar pasar, la cacería era una obligación vital, un mandato. Cheché, con cara muy seria, cogió al niño de la mano y lo llevó hacia la puerta entreabierta del cuarto contiguo.

—Esperáme ahí —y la cerró con rabia.

Alex no intentó espiar lo que hablaban, se fue a la terraza y se asomó a la calle, a la curva de Via Veneto, de Via Veneto oscura, sin luz por exigencias de la guerra, en previsión de posibles bombardeos, del miedo y la furia, lo que él ahora sentía. Pasó una eternidad antes de que la mano de Cheché se posara en su hombro. También ella miraba la calle en silencio. Se acercó más a él, lo besó en la mejilla y con un tono afectuoso y firme le dijo

—No te preocupes, Negro, no pasa nada. Pero sería bueno que nadie lo supiera. Ve a lavarte las manos y bajamos los dos a cenar.

No era frecuente que lo acompañara, por lo general cenaba solo. Lo que en ocasiones hacía era asomarse al comedor. Antes de irse a otro lado, siempre retrasada. Pero a pesar de la prisa se fijaba en lo que comía, llamaba al maître y le daba alguna indicación precisa. Otro beso y se iba corriendo, con los ojos alegres y chispeantes. Una noche coincidieron con un grupo de oficiales del Africa Korps. Se hicieron a un lado para dejar pasar a la señora y al niño, saludaron y Alex admiró el ruido de los talones al chocar entre sí y la daga que les colgaba de una cadena en la cintura.

Se acostaba en aquella habitación grande que parecía abandonada y a la vez palpitante, con las ropas de Cheché tiradas sobre la cama o el sillón y la cómoda con las gavetas semiabiertas. La prisa, la divina prisa de vivir. Alex se dormía de cara a la pared, dándole la espalda a las sombras, niño atemorizado que se protegía contando las rayitas azules y blancas que recubrían el empapelado del muro. Se despertaba en la noche gritando, con la desagradable sensación de tiempos mezclados y le avergonzaba que sus padres hablaran con tanto desparpajo de sus pesadillas, como si en público comentaran la forma de sus testículos. Mucho después, cuando Alex andaba por sus treinta años, creyó entrever que en ese cuarto había sucedido algo extraordinario. Que una noche —¿o tal vez varias?— Cheché lo había llamado diciéndole que se metiera en su cama y le guió la mano hacia el sexo de ella. No le era fácil pensar en estos términos, no es fácil entregarse placenteramente a la maravillosa imagen de Cheché enardecida con él en un hotel durante la segunda Guerra Mundial.

ERA CASI VERANO en Buenos Aires y los muebles del salón de fiestas estaban protegidos con fundas blancocrema. Tocaba Alex el piano, con soltura caótica, como si bailara desnudo ante los enormes espejos, como si pronunciara palabras sin ton ni son. Allí comenzó el gusto por aullar y ladrar. Tocaba el piano y ladraba. Entre las tres y las cuatro de la tarde, las horas en que el hotel se adormilaba, se encerraba en uno de los retretes en el subsuelo y se masturbaba. Había comenzado a hacerlo en Caracas, apenas unos meses antes. Le habían enseñado unos amigos que, al atardecer, se juntaban en un bosquecito detrás de la casa, al fondo del jardín. Había uno, mayor que ellos, que hablaba de su pene, bastante más grande, con una displicencia lánguida, como si no fuera suyo, más bien un personaje independiente que lo acompañaba y cuyo tamaño él admiraba como un espectador más. Les contó que él era un hijo bastardo del general Juan Vicente Gómez y agregó entre orgulloso y resignado:

—Somos muchísimos, más de trescientos.

En el hotel, Alex se masturbaba rápido, sin imaginar absolutamente nada, un acto natural, un desconocido recurso de su cuerpo que ahora utilizaba de vez en cuando. Aunque todavía con alguna perplejidad, intuyendo que todo eso apenas comenzaba. Nunca habló con su hermano del asunto, a pesar de las tremendas ganas de hacerle un montón de preguntas. Félix jamás mencionó el tema y nunca supo si el hermano también lo hacía. Había, pues, un pudor instintivo que, en esa época, aún no se confundía con una conciencia de pecado, ese verde veneno que lo arrasó años después, en la adolescencia ríspida y amarga de los colegios jesuitas.

En 1939 Remo y su hermano, que tanta falta le había hecho, los esperaban en el muelle de Génova. Los dos impecablemente vestidos; Félix con el uniforme de corte militar del nuevo Colegio Romano, y Remo con un traje de saco cruzado que él, una de las mejores perchas del mundo, lucía soberbiamente. Un escuadrón de milicianos fascistas marchó por el muelle con una marcialidad que impresionó al niño. Había estado contento en Caracas y durante los meses allí había visto cosas extrañas y novedosas en la caótica casa de sus abuelos. Para nada se quejaba y, sin embargo, al subir al barco en La Guaira, al final de la escalerilla, ya sobre el puente, le preguntó a uno de los oficiales que daban la bienvenida.

—È vero che qui siamo già in Italia?

—Ma certo, qui siamo in territorio italiano. Sei in Patria. —Se reía el oficial y lo miraba con curiosidad.

Pasaron el día en Génova y durmieron en un hotel con un baño de mármoles verdes y negros, de declarado art decó, estilo de moda en los años fascistas. Todavía era muy joven para tener asociaciones eróticas explícitas, pero sintió la atmósfera de intimidad, de encuentros, de las cosas mayores que allí podrían pasar. En la vida de Alejandro, el baño genovés se volvió un sitio emblemático, el de las mujeres blanquísimas y ojiverdes, las que esperan al hombre, gatunas, calladas y sin remilgos. En Buenos Aires una tarde se le separó un pedacito del prepucio dejando al glande completamente libre. No le dolió y entendió que así debía ser y tenía unas ganas locas de contárselo a su hermano. Presentía que había dado un salto, que era un varón completo.

SE IRÍAN a las Sierras de Córdoba, un lugar vaguísimo para los dos muchachos, cuyos conocimientos de geografía argentina se limitaban a unas cuántas generalidades mencionadas por la maestra patriotera. Pero Félix era muy bueno en asuntos de mapas. En la esquina frente al hotel, en una conocida librería-papelería, compró uno de la República Argentina bastante detallado y otro más de la provincia de Córdoba. Se encerraban en la sala de juegos y sobre los tapetes verdes Félix le señaló la ruta ferroviaria, encontró el pueblo donde estaba el hotel, La Falda, y le dijo que cambiarían tren en Córdoba. Alex gozaba inmensamente esas sesiones, en las que Félix convertía el avance de la roja línea del ferrocarril en una aventura complicada, ardua e interesantísima, como si fueran los primeros viajeros o los constructores de la vía.

—¿Te das cuenta, Negro? Vamos a ir al corazón de Argentina.

Alex se concentraba sobre los mapas y se esforzaba por hacer, también él, comentarios propios de un explorador. Le hacía un enorme bien admirar a su hermano, necesitaba admirarlo. La afición de Félix por los mapas no era nueva. La guerra había sido el gran estímulo y había pegado un mapa de Europa y Noráfrica en la pared del cuarto de Remo, con banderitas de las naciones beligerantes que señalaban los diferentes frentes, los avances y retrocesos. Los domingos que le tocaba salida los actualizaba, con comentarios y previsiones estratégicas. Obligaba a Remo a prestar atención y a fingir interés en los comentarios tácticos. El momento estelar de aquellos domingos fue cuando los tres oyeron en la radio —Félix con la oreja pegada al aparato como si el mensaje viniera directamente del campo de batalla— que las tropas alemanas e italianas habían reconquistado Tobruk, en Libia. Junio de 1942. Fue una reacción eléctrica: Félix y Remo se pusieron de pie, se abrazaron y con los ojos brillantes gritaban que al fin lo habían logrado.