Edgar y la escalera - Octavio Botana - E-Book

Edgar y la escalera E-Book

Octavio Botana

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Beschreibung

Edgar, el protagonista de esta novela, vivirá una aventura onírica a través de la escalera de su habitación. Edgar ya tiene 10 años y eso significa que ya no es un niño. No como su hermano Tim, con quien comparte habitación y litera. No, él ya es mayor y ya ha dejado las pasiones infantiles atrás. Ahora solo le interesan las matemáticas y solo puede pensar en el examen que debe hacer. Sin embargo, en la víspera de la prueba, la casa nueva empieza a hacer ruidos extraños... ¿y qué es ese olor a salchichas? Pronto, Edgar entra en un mundo extraño lleno de animales parlantes, mundos mágicos y nubes rosadas y peludas.

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Seitenzahl: 108

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Octavio Botana

Edgar y la escalera

 

Saga

Edgar y la escalera

 

Copyright © 2014, 2021 Octavio Botana and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726697865

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Capítulo 1.

Una noche cualquieraen una habitación particular

Observemos a los hermanos Hawthorne.

Edgar y Tim tienen diez y siete años respectivamente.

Duermen en la misma habitación desde que se mudaron de barrio.

Eso significa que Edgar y Tim comparten habitación por primera vez. Habitación y cama, claro, porque duermen en una litera de oscura madera, Edgar arriba y Tim abajo.

Así lo decidieron el día de la mudanza.

Los Hawthorne viven en Londres desde siempre, pero del abarrotado y ruidoso West End se han marchado al elegante y misterioso barrio de Highgate, y lo que a priori parecía significar mayor espacio para todos se ha traducido en mayor espacio única y exclusivamente para Max.

Max es el setter de la familia, un setter inglés muy inglés, el perro heredado que los Hawthorne nunca aprendieron a cuidar porque básicamente se cuidaba solo.

De ojos avellanados y morro ancho, Max tiene un cuello alargado que le da un aspecto de elegante lord, muy acorde con el barrio al que se ha ido a vivir. Tiene un pelo largo y sedoso, ajedrezado en blanco y negro y, a pesar de lo que digan los manuales al respecto de su raza, no necesita muchos cariños ni atenciones. Hay que decir que, debido a su avanzada edad, ese precioso pelo suele encontrarse en forma de curiosas y esponjosas bolas a lo largo y ancho de toda la casa, haciendo que la señora Hawthorne se vea en la cansina obligación doméstica de limpiar el suelo más veces de lo normal y Tim las transforme en matojos del desierto de Arizona para sus vaqueros de juguete. Fiel compañero en primera instancia del abuelo materno, pasó a manos de la familia Hawthorne echando —claro está— mucho en falta a su dueño, pero acostumbrándose rápidamente a la pareja Hawthorne y luego a los hijos de estos. Max ha visto mucho mundo, desde Crimea hasta el Sahara, de las blancas rocas de Dover al sorprendente Lago Ness y, tal y como dice la madre de Tim y Edgar, a veces le recuerda a su propio padre. «Es como si su espíritu perviviera dentro de Max», dice. O algo así.

Max —el rey de la casa aunque a él no le importe mucho ese cargo— acostumbra a dormir en la habitación de los hermanos Hawthorne siempre y cuando no huele las salchichas que Mr. Trevor —el vecino de arriba— prepara a medianoche para no se sabe quién, momento en que el rey de la casa corre, salta, husmea y golpea los ventanales del comedor con el afán de conseguir un premio proveniente del piso superior, premio que nunca llega.

Los Hawthorne cambiaron de barrio porque el padre cambió de trabajo y no podía tolerar llegar

tarde a su oficina, situada al norte de Londres, cerca del enorme parque de Hamstead Heath. Ya se sabe que los transportes de Londres son especialmente lentos e irregulares, pero después de varios meses de repetidas sanciones en el despacho, el Sr. Hawthorne cortó por lo sano y decidió mudarse. «A grandes males, grandes remedios», decía siempre el Sr. Hawthorne, y el gran remedio consistió en cambiar de residencia. Lo que nunca se atrevió a decirle nadie al Sr. Hawthorne era que a partir de ahora los que llegarían tarde a sus respectivas obligaciones serían su esposa y sus hijos. Ellos todavía estudiaban en una escuela muy próxima a su casa en el centro, un precioso colegio victoriano situado justo detrás de la National Gallery, mientras que la mercería que regentaba la Sra. Hawthorne hacía esquina con la parte oeste del Covent Garden.

. . .

Veamos cómo son los hermanos Hawthorne: Edgar tiene el pelo rizado y bastante pelirrojo, rasgo heredado del mencionado abuelo materno, un galés de pura cepa que cazaba patos con una escopeta en cada mano. Se avergüenza de compartir el físico de su abuelo, fuente de hazañas y relatos varios que a Edgar le aburren muchísimo. Él hubiera preferido parecerse a su padre, un señor inglés normal, de estatura normal, pelo normal y ninguna fantasía a la vista, pero su abuelo estaba hecho de otra pasta. Y Edgar —lo quisiese o no— era su viva imagen.

¿Qué podemos decir del abuelo? Que mezclaba batallas propias con ajenas (decía haber estado en la guerra de los Boers, perjuraba haber ayudado a los Mau Mau e incluso luchado contra Hitler), bebía más de la cuenta y cantaba como un verdadero barítono las mejores arias italianas siempre con las ventanas abiertas de par en par. El abuelo era, a todas luces, un personaje singular.

Pero volvamos a Edgar. A su cuerpo, concretamente: grande para su edad, sí señor. Sus brazos y piernas son muy largos, y tiene un cuello que recuerda al de un cisne. Sabe que abandonará la niñez en breve, y quiere comenzar a salir solo con sus amigos —y con alguna amiga también—. Se mide cada día con la cinta métrica y a veces compra zapatos de tallas superiores a la suya, esperando que en poco tiempo le vayan bien. Le encantan las matemáticas, el orden, y las personas puntuales. También adora la naturaleza y sus leyes. Cuando le preguntan qué quiere ser de mayor, su respuesta es definitiva: «Científico». Luego vienen otras cuestiones más difíciles de resolver: «¿Científico? ¿Qué rama de la ciencia te gustaría cultivar? ¿Serás profesor de ciencias?». Ante lo cual Edgar acostumbra a decir «Ya lo decidiré», y se queda tan tranquilo.

Tim es muy delgado, extremadamente delgado. Tiene unos ojos saltones con mucho párpado y unas cejas arqueadas que le dan un aspecto melancólico y un poco gracioso también. Parece que siempre acaba de despertarse y es francamente vago y algo lento, pero su imaginación no tiene límites. Habría que verlo jugando y hablando con animales invisibles y aprovechando trastos que Edgar ya no quiere para sus inigualables correrías. Tim ha heredado todas las cosas de Edgar, desde pantalones y camisetas hasta los libros de la escuela, un horrible peine amarillo y un peluche descosido que es una serpiente de un solo ojo a la que insiste en llamar Cascabel.

. . .

Pero vamos a lo que vamos, su habitación y esa litera tan curiosa en la que duermen los Hawthorne.

Digo curiosa porque su resistente madera es de origen desconocido. Se sabe que la madera más preciada para muebles de alta calidad es la de cedro, o incluso la de ciprés o algún otro árbol continental. Pues esta litera, traída ya montada desde su origen, está fabricada con un tipo de madera que nadie ha sabido dilucidar. Aunque, a decir verdad, a nadie le ha importado mucho nunca.

Fue el abuelo el que la hizo traer de una de sus expediciones al norte de África, y la madre de Tim y Edgar cree recordar que venía de Egipto y que algún descendiente de cierto faraón de nombre impronunciable se la había vendido muy cara a su difunto padre.Esa historia gustaba mucho a Tim, pero su madre la cambiaba siempre porque no conseguía recordarla con detalle. Las hazañas del abuelo tenían ese cariz de fantasía que provocaba cierto rechazo a quien las escuchaba, sobre todo si quien escuchaba carecía de imaginación, algo de lo que Tim no estaba precisamente necesitado. Lástima que Tim no conoció nunca al abuelo.

. . .

Pues bien,una mañana cualquiera en la habitación de los Hawthorne discurre más o menos así: Edgar se levanta, baja las escaleras de la litera —cuando no salta directamente— sacude al pequeño Tim y ambos se marchan al colegio siempre tarde, muchas veces sin desayunar e incluso sin lavarse los dientes. Tim es tan lento que Edgar una vez se fue a clase sin él. Se enfadó, le amenazó y se largó, así de sencillo. No tan sencillo fue explicar luego a sus padres el abandono del pequeño, así que a partir de aquello tuvo que templar su paciencia y aprender a esperar a Tim, una calamidad.

Por su parte, a Tim le gusta seguir una serie de pautas rituales que debe cumplir a rajatabla. Por ejemplo, y este caso es bastante habitual, las zapatillas deben de estar siempre situadas a la altura de su almohada y siempre en una posición concreta. Me explico: Tim se va a dormir a las ocho y media de la tarde después de leer un libro o jugar un rato con Cascabel (o leerle un libro a Cascabel, que también suele ocurrir). Justo antes de taparse con la manta, Tim coge sus zapatillas y las coloca en el suelo a la altura de su cabeza. Sí, es absurdo porque nadie sale de la cama por la parte de la cabeza, ni siquiera Tim con su portentosa imaginación. A la mañana siguiente se levanta, se sienta en la cama, alcanza las zapatillas estirando mucho los pies —nunca las manos— y se las calza. ¿Por qué? Nadie lo sabe. Pero Edgar no lo soporta, y entonces interviene. Preso de su pasión por el razonamiento lógico, pretende explicarle a Tim que su ritual no tiene sentido alguno, que debería replantearse esas tonterías o directamente abandonarlas. Tim lo escucha pero no le hace caso, y entonces Edgar le juega malas pasadas. Cada noche. O al menos las noches que se acuerda, que son casi todas. Que si las zapatillas aparecen separadas una de la otra en distintas partes de la habitación, que si coloca una encima de la otra, que si esconde una en el armario de la ropa y la otra debajo de un cojín... jugarretas que Tim no tolera bien pero soporta con resignación de benjamín.

Cuando Tim subió un nivel más sus infantiles fantasías con las zapatillas, Edgar se puso como una furia. Se sumaron entonces los indios y vaqueros, las pelotas de tenis en un orden concreto —siempre cinco, nunca cuatro ni seis— y otras curiosidades que solo Tim podía imaginar.

Una noche cualquiera en la habitación de los hermanos Hawthorne comenzaba con un ensimismado Tim en pleno proceso creativo de su juego de colocación de objetos. Aquí las zapatillas, allá los soldaditos, colgada del tirador de la puerta una goma elástica que usaba para llevar los libros al cole, etc...

Así y solo así se podía dormir tranquilo Tim.

Luego llegaba Edgar, que siempre aguantaba despierto un poco más después de la cena releyendo su libro favorito —una edición ilustrada de El origen de las especies de Darwin, que ganó en el concurso anual de ajedrez de su escuela— en el sofá. Abría la puerta del cuarto y advertía todo el montaje de Tim. Estudiaba qué podía sustituir y lo sustituía, qué podía quitar y lo quitaba, qué podía añadir y lo añadía.

Siempre había un segundo orden que Edgar rediseñaba, aunque en alguna ocasión era Max quien lo trastocaba, y cuando Edgar negaba su responsabilidad y la desviaba hacia el perro, Tim jamás le creía. Cierto era que el desorden pertrechado por Max era bien diferente: mordía las zapatillas de Tim con furia, babeaba sus soldaditos y empujaba las pelotas debajo de la cama, si no se llevaba alguna para su propio disfrute.

Esas cosas sucedían en la habitación de los Hawthorne.

. . .

¡Ah! No he dicho que Tim era sonámbulo. Bueno, sonámbulo de baja intensidad, ya que no saltaba de la cama con los brazos levantados y caminaba errabundo por la casa diciendo cosas con voz de ultratumba. No, lo de Tim era hasta simpático. Él se levantaba a la media hora de haberse ido a dormir, salía al comedor y se quedaba cerca de su familia, que permanecía en el sofá viendo la televisión. A veces incluso acariciaba a Max como si tal cosa, pero el caso es que Tim miraba con otros ojos, hablaba con otra voz, caminaba con otros pies y estaba en algún lugar entre el sueño y la vigilia. Era bastante extraño verle decir cosas en idiomas inventados mientras señalaba a Edgar —siempre a Edgar— u observar una película con la mirada pétrea, sin fijarse en los actores, como si buscase algo en el fondo de la pantalla del televisor. Esto acostumbraba a durar pocos minutos. Luego se daba media vuelta y volvía a su habitación sin más. Por supuesto nadie osó decirle nada en pleno paseo, ni tocarlo ni levantarlo. Edgar siempre se reía de él cuando a la mañana siguiente le relataba lo sucedido y Tim —por supuesto— no daba crédito.