Educar para la paz - Nora Rodríguez - E-Book

Educar para la paz E-Book

Nora Rodríguez

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Beschreibung

Es difícil educar a las generaciones que han nacido en un mundo hiperactivo y diseñado tecnológicamente. Sin embargo, los seres humanos somos la única especie capaz de enseñar a su descendencia a ser felices. La evolución ha diseñado nuestros cerebros para adaptarnos, interactuar y conectar con otros desde la bondad. Es hora de transformar la educación y derribar los argumentos que sobrevaloran la importancia de los logros, el individualismo y la competitividad en edades increíblemente tempranas. Es hora de dejar de no visualizar el sentimiento de desconexión que experimentan día a día niños y adolescentes. Hoy sabemos que la tecnología no les hace verdaderamente felices y la neurociencia lo confirma. Urge darles una vida significativa que aleje de sus vidas el sentimiento de sentirse aislados, sin deseo de tener conexiones positivas y partidos interiormente. Educar para la felicidad responsable es, en este sentido, el gran reto de la educación.

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Nora Rodríguez

Educar para la paz

La neurociencia de la felicidad responsable

© 2018 by Nora Rodríguez

Autora representada por IMC Agencia Literaria

© 2019 by Editorial Kairós, S.A.

Numancia 117-121, 08029 Barcelona, España

www.editorialkairos.com

Composición: Pablo Barrio

Diseño cubierta: Katrien Van Steen

Primera edición en papel: Enero 2019

Primera edición en digital: Junio 2022

ISBN papel: 978-84-9988-664-0

ISBN epub: 978-84-1121-078-2

ISBN kindle: 978-84-1121-079-9

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

Agradecimientos

Este libro empezó a escribirse en mi interior hace muchos años, cuando descubrí que las conexiones con otros seres humanos a veces son tan profundas que pueden dar un giro a nuestra vida. Algunas han sido increíblemente auténticas, y no dependieron ni siquiera de si había o no un vínculo previo, o si habían llegado a mi vida por casualidad. Lo único importante es que, en todas, ambas partes hemos custodiado con recelo el hecho de tener un poco del otro en nuestro interior, y lo hemos hecho con amor, cuidado y gran esmero. Gracias a mi hermana y a mi hermano por poner siempre a buen recaudo mis sentimientos. Gracias a mi hijo Santiago, con quien siempre nos miramos desde el corazón. Y a Eli, por su talento para entender el poder de las palabras y sus sugerencias creativas al leer algunos de los capítulos de este libro

Agradezco también a la doctora Nadia Szeinbaum, microbióloga, la revisión científica de este libro y sus importantes observaciones.

Sumario

Introducción: El secreto de la felicidad responsableLa rata finalmente sale de la ruedaDel contacto con la naturaleza a la experiencia socialLa importancia de pensar en los demás…Razones para que leas este libro…1. Éticos desde antes de aprender a gatear...¿Equipados desde bebés?¡Esto no es justo!Primeros destellos de moralidad«¡Esto sí que es grave!»«¡Quiero hacer esto por ti!»Padres y docentes que inspiran…2. «A que yo sé qué te pasa...»«Tócate la nariz»Dejemos que los niños fluyan naturalmente¿Qué hace que los niños puedan dar un paso más allá del dolor?La importancia de la resiliencia para educar la felicidad responsable3. Nacidos para la generosidadLa generosidad no solo mueve montañas, también mueve el cerebro«Se busca líder generoso»Cinco formas de generosidad que pueden practicar niños y adolescentesDesde un círculo cercano…4. Ciertamente, la amabilidad mejora la vida de todosLos humanos nos depiojamos a nuestro modoLos niños también chismorrean¿Hablar o bostezar?Enseñemos a escanear el efecto de la amabilidadConstruye comunidad de niños y adultos amables en el barrio y en la escuela de tus hijosLa amabilidad en las redes sociales¿Y si la amabilidad de los hijos dependiera de la amabilidad de los padres?5. La danza del cuidado mutuoImaginemos juntos un mundo mejorCómo enseñar a los hijos la importancia del cuidado mutuo6. Aquí y ahora en la casa grandeAmar la naturalezaVerdaderos baños de bienestarDe la conexión con los seres vivos a la inteligencia intuitivaPor más clases fuera que dentro del aulaPadres y docentes eco-conectadosEpílogo ¿Y si para avanzar hubiera que educar en sentido contrario?(… O por qué ir en contradirección no siempre es tan malo)Un alto precioHacia una nueva mirada para las emociones y los sentimientosEscuelas que ponen primero el foco en lo que nos hace humanosNotasBibliografía

«Hay un dicho en tibetano, “la tragedia debe ser utilizada como una fuente de fortaleza”.

No importa qué tipo de dificultades pasemos, cómo de dolorosa es la experiencia, si perdemos nuestra esperanza, ese es nuestro verdadero desastre.»

DALAI LAMA

Introducción El secreto de la felicidad responsable

Siempre me he preguntado por qué, si no nos resulta complicado dedicar parte de nuestro tiempo a cosas que nos interesan, no nos regalamos cada día unos minutos para cultivar y practicar la gratitud. No me refiero al acto de agradecer el milagro de haber nacido o que nuestro ADN haya sido medianamente afortunado para haber llegado hasta aquí. Ni tampoco a que nuestros viejos amigos sigan acompañándonos a pesar de sus propias vicisitudes y de las nuestras. Me refiero simplemente a agradecer aquellas experiencias aparentemente sencillas que impactaron de tal modo en nuestra vida que nuestra existencia empezó a tomar otra dirección y se convirtió en algo realmente excepcional y dotado de sentido. Cada una de esas vivencias, incrustadas en lo cotidiano y por lo tanto invisibles, no solo diseñaron con su huella lo que hoy somos, también nos dieron la oportunidad de acercarnos al mayor secreto de la felicidad, que consiste en que podemos contar con los demás, y que disponemos de increíbles recursos para que los demás puedan contar con nosotros.

En mi caso, una de esas experiencias fue sin duda mi primer trabajo como educadora de niños que vivían en contextos difíciles. Cuarenta y siete niños, de tres a cinco años, que me demostraron la importancia de educar el corazón. Fueron ellos los que me colocaron en un camino que me condujo hasta este lugar profesional y humano en el que hoy quiero estar, y que no es otro que impulsar una pedagogía para la felicidad responsable, la que pone el foco en el cerebro social, en aquello que nos hace verdaderamente humanos.

Y lo hicieron desde una escuela humilde, en una ciudad del sur de Argentina, en medio de un paisaje dominado por el frío, de inviernos rigurosos, pero donde los almendros no temen despuntar flores rosadas después de soportar increíbles heladas, incluso mucho antes de llegada la primavera.

A aquellos niños, acabé trenzándolos de tal modo a mi alma que no han dejado de acompañarme hasta hoy, a pesar de haber transcurrido más de tres décadas. De hecho, aún recuerdo nítidamente la expresión en sus caras el primer día de clase. Una mezcla de ingenuidad y esperanza, apagada de tanto en tanto por ráfagas de incontrolable tristeza o por lágrimas que se pegoteaban en sus mejillas. Casi todos, provenían de entornos con serios problemas familiares, sin embargo, nunca dejaron de devolver una sonrisa cuando alguien les regalaba una mirada de afecto o cuando se les ofrecían palabras de respeto, amor o comprensión. En pocas semanas, esos niños se convirtieron en mis mejores maestros de vida. Lo primero que me enseñaron fue que más allá de lo que nos ocurra, nuestra percepción puede cambiar si conectamos corazón a corazón, si despertamos la esperanza, si estamos cerca de personas que nos reconocen, nos respetan, nos quieren, y lo mejor de todo: a las que queremos. Me enseñaron también que, cuando el profundo deseo de ser apreciado y tenido en cuenta es satisfecho por adultos con empatía, aun lo más doloroso puede aliviarse.

Y que si hacemos cosas por los demás, por pequeñas que sean, las heridas internas poco a poco se cierran. Porque cualquier gesto para mejorar la vida de las personas que nos rodean, sin esperar nada a cambio, permite contactar con la grandeza interior.

Lo supe, porque eso fue exactamente lo que empezó a pasar en el aula a las pocas semanas de estar juntos. Un gran aprendizaje que ocurría en un aula como sucede en cualquier familia donde nadie se siente solo ni triste por mucho tiempo si se promueven actos de altruismo y generosidad. Y por poca edad que tengan quienes los comparten. Si prevalece el sentimiento de que participan de una misma causa, aunque los más pequeños no sepan muy bien de qué causa se trata, pero sienten emociones sociales positivas y contactan con su potencial interior, también se sentirán importantes para los demás… También descubrirán nuevos sentimientos de bienestar, que despuntarán como las flores rosadas de los almendros.

La rata finalmente sale de la rueda

Día tras día, mientras iba conociendo a aquellos niños, y descubría sus debilidades y fortalezas, me preguntaba cómo podía hacer para que las ráfagas de dolor que aún expresaban en sus rostros no se convirtiera a medio plazo en indiferencia emocional. Tampoco dejé de buscar respuestas para que avanzaran hacia emociones y sentimientos constructivos, fortaleciendo los vínculos entre ellos, aunque solo fuera dando pequeños pasos.

¿Cómo podía lograrlo antes de acabar el curso?

Parte de aquellas dudas las he contado en el TEDx: «Despierta el cerebro social de un niño y despertarás sus talentos», pero lo cierto es que fueron muchas más. De hecho, estuve durante las primeras semanas sintiendo que mi mente funcionaba como aquella imagen de la rata que corre a toda velocidad sobre una rueda sin poder frenarse para ver alguna salida. No paraba de buscar estrategias que se hubieran llevado a cabo en otros lugares, pero apenas encontraba alguna que podía funcionar, la desechaba porque la realidad de esos niños no era homogénea. Por fortuna, ya sabía dos cosas. La primera, que necesitaba brindarles oportunidades de cambio y de crecimiento; la segunda, que era urgente abrirles ventanas que les permitieran estar en otra realidad, al menos durante el tiempo que estaban en la escuela.

Entonces vino a mi mente la «Teoría del aprendizaje social» del profesor de la Universidad de Stanford, Albert Bandura, que sostiene que los niños aprenden unos de otros con solo imitar comportamientos, a partir de la interacción social, tanto en lo que se refiere a la conducta como a la manera de pensar, lo que promueve en ellos verdaderos saltos cualitativos en los aprendizajes. He de decir que, al revisar sus investigaciones, de inmediato la certeza de que iríamos por buen camino resonó en mi interior, y esa idea me llevó a otra y a otra, hasta dar con uno de los principios fundamentales y su teoría del aprendizaje social: «El aprendizaje es bidireccional: nosotros aprendemos del entorno, y el entorno aprende y se modifica gracias a nuestras acciones». La clave estaba pues en que cada uno de esos niños fuera una parte activa en el aula, y que todos aprendieran de todos. Había que crear un entorno positivo, en el que pudieran sentirse protegidos y cuidados, y desde ahí trabajar objetivos comunes para lograr –hasta donde pudieran– sus aprendizajes. Era consciente de que cada uno tendría su propio ritmo. Hoy tal vez hubieran venido a mi mente palabras del neurocientífico John Cacioppo, creador de la neurociencia social: «Los humanos crecemos, aprendemos y nos desarrollamos en grupo», pero no fue el caso, aunque en ese momento ya tenía claro que el camino debía ir por ahí.

(La rata, sin duda, estaba logrando frenar la rueda.)

El primer paso fue romper con la vieja tradición de que en cada una de las mesas los niños estuvieran obligados a sentarse por edades similares, porque así se había hecho siempre, algo propio en muchas escuelas a las que acuden niños con dificultades sociales en las que normas rígidas sustituyen una importante carencia de estrategias y recursos emocionales. Hoy las neurociencias han demostrado que para los niños, en cualquier contexto, es altamente beneficioso formar parte de grupos heterogéneos. ¿La razón? Es más difícil que niños de la misma edad colaboren unos con otros porque tienden a competir entre ellos. En aquel momento yo buscaba que los más grandes fueran los maestros de los más pequeños, así que los invité a elegir sus propios lugares. La consigna para romper moldes fue: «Busco el lugar que me hace feliz».

Las normas nunca deberían ir en contra de las necesidades biológicas, sociales y psicológicas de un niño. Obviamente, saltármelas me trajo algún que otro dolor de cabeza con la dirección, pero me permitió dos cosas: convencerme de que los profesores necesitan libertad para enseñar como lo crean conveniente según sus fundamentos pedagógicos y –como demostró Bandura– comprobar los grandes progresos de los niños cuando forman parte de un grupo pequeño y heterogéneo.

El segundo paso fue poner en marcha los sistemas de ayuda mutua. Para ello usamos «la magia de los guantes rojos». El juego consistía en que, independientemente de la edad, el que tuviera algo para enseñar o hacer por otro, podía ir a la caja mágica que estaba al lado de la puerta y ponerse un guante rojo o llevarlo en el bolsillo hasta el momento en que considerara que tenía que usarlo, lo que les daba cierto protagonismo y mayores posibilidades de reconocimiento.

Al final del día, todos habían experimentado muchos momentos de bienestar, ya que el simple acto de «dar» y que otro te devuelva una sonrisa, porque había obtenido algo, permitía que ambos, al final del día, pegaran en cualquier lugar de las viejas paredes caritas sonrientes que hacían juntos con el material que ellos elegían. Los había quienes las confeccionaban con papel de periódico, otros usaban cartulina y plastilina, otros dibujaban con tizas sobre cartón….

Lo importante era que los que daban y los que recibían decidían y creaban juntos, y luego dejaban su sello personal en un espacio. De este modo, «la magia de los guantes rojos» no era otra que fortalecer vínculos y mantener más tiempo la sensación de bienestar. Y de casualidad ocurrió algo más: nuestra sala se convirtió en un entorno de felicidad, un lugar para la alegría: en tan solo unos meses, mirásemos donde mirásemos, nos llegaban ramilletes de sonrisas desde las que en otro tiempo fueran unas amarillentas y despintadas paredes.

¡La rata ya había bajado de la rueda!

Del contacto con la naturaleza a la experiencia social

La falta de material en el aula nos llevaba indefectiblemente a buscar cada mañana el material didáctico en el bosque que lindaba con el colegio. Siempre seguíamos el mismo ritual: dejar abrigos y elementos personales en el espacio destinado a cada uno según consigna; sentarnos en círculo y saludarnos uno a uno y por nuestros nombres; y sentarnos a desayunar, lo que para muchos de ellos era la primera bebida caliente del día. Después nos íbamos de excursión a ver qué nos proporcionaba la naturaleza y decidir entonces qué íbamos a estudiar ese día.

Personalmente, sabía que era muy importante el principio y el final de la experiencia, pero lo que ocurriera durante el proceso era exclusivamente invención de aquellos niños. Solo les enseñaba a comparar, analizar semejanzas y diferencias, tamaño, forma, color…, y ellos decidían cómo agrupar, comparar, etcétera.

Si encontrábamos insectos, habría clase de ciencias, observando y devolviendo los diminutos animales a su medio. Alguna vez seguimos a las hormigas y aprovechamos para hablar sobre la importancia de la ayuda para cuidarnos entre todos. Si los árboles empezaban de dejar caer sus hojas secas en el otoño, pues recogíamos unas cuantas para hablar de los colores de la naturaleza o para llevar a cabo alguna actividad decorativa o plástica grupal, como murales. Si había llovido, la tierra mojada nos permitía modelar, y si encontrábamos piedras de diferentes medidas, pues podía tocar desde introducción a las matemáticas, clase de música con maracas hechas por ellos con vasitos de yogur o clase de literatura, en la que me convertía en una cuentacuentos donde las piedras que habían recogido tuvieran cierto protagonismo.

Ciertamente estaban aprendiendo con un estilo de aprendizaje flexible y por descubrimiento, decidiendo juntos cada día lo que iban a aprender, dándoles al mismo tiempo oportunidades para manipular, descubrir sensaciones, así como la posibilidad de elegir actividades que implicarían explorar y analizar y que incrementaban la curiosidad y el asombro.

Lo que para nosotros era una realidad obligada, porque lo cierto es que no teníamos otra opción, hoy sería un verdadero modelo de innovación y aprendizaje autónomo: conexión social, búsqueda de material, diseño del propio aprendizaje y trabajo colaborativo… Para nosotros, sin embargo, lo realmente fascinante era que lográbamos convertir momentos simples en grandes experiencias.

Mientras los niños se organizaban para buscar, indagar, debatir, clasificar por formas y colores, para comparar, descubrir, luchar por ver quién lo había visto primero, defender su territorio o sus ideas, preguntar, responderse y buscar respuestas, actualizaban permanentemente sus capacidades sociales y cognitivas, dando pasos gigantescos en sus aprendizajes, siempre desde la libertad de aprender a su modo, algo fundamental a estas edades.

Educar a los niños por lo que son, educar su humanidad, no desde lo que los programas dicen cómo deben ser o qué deben saber a cada edad, les permite una mayor motivación. ¿Podríamos insistir en que hay una relación entre educar para la paz y «la pedagogía de la felicidad responsable»? Sin duda. La felicidad que integra a los demás, que incluye su bienestar, proporciona una sensación de libertad que les permite a los niños estar más conectados consigo mismos y con la naturaleza, les permite más Karuna, como llaman en Japón a las situaciones que conmueven emocionalmente, en las que lo fascinante no es solo la situación en sí, sino el contagio emocional que promueve y cómo cada niño saca lo mejor de sí. No en vano se trata de un término que existe también en sánscrito, y que significa «compasión».

Las investigaciones del psicólogo Jerome Kagan, profesor emérito de la Universidad Harvard, demuestran por qué. Para este pionero en psicología del desarrollo, solo se trata de un ejercicio mental simple. Es fácil subrayar que el ser humano es naturalmente más bueno que malo, digamos que tiende a hacer más el bien, porque la suma total de la naturaleza humana acerca más a la bondad que a la maldad, «a pesar de que los seres humanos han heredado un sesgo biológico que les permite sentir ira, celos, egoísmo y envidia y ser duros, agresivos o violentos, también disponen de un legado biológico todavía más fuerte que les inclina hacia la bondad, la compasión, la cooperación, el amor y el cuidado, especialmente hacia los más necesitados».

Independientemente de la edad, todos los seres humanos aprendemos mejor y somos mejores cuando nos sentimos libres. Este es el verdadero sentido del aprendizaje autónomo, cuando cada uno aprende hasta donde puede desde su deseo de saber. Además, cuando esto ocurre en grupo, el deseo por aprender se contagia. Por eso, la educación no puede ser reducida a normas. Tampoco salva a las aulas la tecnología. Creer esto es en sí un error, porque impide a los niños un último paso fundamental, que es el de evaluar por ellos mismos lo que hacen usando todos los sentidos. Ellos necesitan descubrir sus propios recursos para aprender, y sus propias señales cuando no lo logran, necesitan percibir sus propios límites, y para ello aprovechar todas las oportunidades que tienen para ayudarse mutuamente. Esto es lo que les permitirá dar un valor a lo que llevan a cabo.

Esto también forma parte de la felicidad responsable, de educar para la paz. Pareciera que nos seguimos esforzando en que en primer lugar se desarrollen sus capacidades cognitivas o que sepan rápidamente ser hábiles en matemáticas, pero dejamos de lado lo que mejor sabe hacer el cerebro humano, para lo que parece haber sido diseñado, que es para conectar con otros y pensar socialmente, y específicamente en el bienestar del grupo, y a partir de ahí aprender mejor.

La importancia de pensar en los demás…

Crear sistemas de ayuda en el aula y fuera de ella permitió que los niños de cuatro y cinco años se sintieran increíblemente entusiasmados por hacer cosas para otros, incorporando sin problemas en su forma de actuar nuevas consignas, como la amabilidad, el agradecimiento, la conversación amistosa y la sonrisa, que contagiaron a los más pequeños. Los sistemas de ayuda funcionaron y enseguida actuaron como un motor, como un activador de bienestar. Probablemente, porque ayudarse es más fácil para los niños de estas edades que cooperar. Ayudar siempre parte de lo que tiene o le falta al otro. Mientras que cooperar implica estar obligado a dar una parte de algo que nos pertenece. Cuando un niño ayuda a otro, el que recibe se siente bien, pero mejor se siente quien da. Algo imprescindible para aquellos pequeños que transportan una pesada mochila emocional desde edades tempranas.

La experiencia de ver, al poco tiempo de promover sistemas de ayuda, la expresión de sus ojos más abiertos y vivarachos que de costumbre por las ganas de compartir apenas llegaban a clase, no solo promovió un profundo efecto inspirador en sus vidas, sino que indudablemente también lo tuvo en la mía. Durante los diez meses que compartí con aquellos niños comprobé que la única forma de educar para la paz es hacer que los niños se perciban respetados, tenidos en cuenta y queridos, y poner a su alcance experiencias que apunten al bienestar de todos.

Junto a ellos brotó en mi interior la inquietud sobre la importancia de educar el corazón, de educar la humanidad a partir de lo que cada niño trae de regalo a este mundo. Esta es la razón por la que enseñarles a ser felices implica darles la posibilidad de que se ejerciten en la felicidad responsable, la que, al incluir a los demás, garantiza que su bienestar se mantenga a largo plazo, la que les permite encontrar su voz.

Esto es lo que les permitirá comprender y adaptarse a la sociedad líquida que les ha tocado vivir, la descrita por el sociólogo Zygmunt Bauman, como una sociedad en estado fluido y volátil, sin valores demasiado sólidos, en la que la incertidumbre ante los cambios vertiginosos ha debilitado los vínculos humanos, pero en la que tendrán que saber transformar aquello que no les gusta.

La evolución ha diseñado nuestros cerebros para adaptarnos y para interactuar. De hecho, están diseñados para conectar con otros desde la bondad, y ser la especie más exitosa en la tierra, pero no es menos cierto que solo lo lograremos si nos tomamos en serio el trabajo de cómo enseñar a serlo.

No es una buena decisión evolutiva seguir educando con estrategias de guerra o con la ley del «sálvese quien pueda». No es inteligente, si queremos empezar escribir la historia en una agenda global en la que ya hay cuestiones urgentes.

No sigamos enseñando a los niños que para sobrevivir solo hay que ser el más fuerte o el más listo. También se puede ser el más creativo, el más integrador, el más bailarín, el más músico, el más amante de la geometría o de las matemáticas, el más pintor, el más amable… Ellos han crecido en una época caracterizada por la conquista de una supuesta felicidad al alcance de la mano, pero esta es una felicidad que dura poco, que depende de estímulos intensos y efímeros, que se sostiene con bienes materiales y el éxito fácil, una felicidad muy pobre si solo se alcanza siendo fuerte y listo.

A ellos, la tecnología los acerca a problemas globales que de tan cotidianos pasan inadvertidos, pero que justamente por estar invisibilizados necesitarán resolverlos con otros.

Educar para la paz es, por lo tanto, enseñarles que compartimos una sola atmósfera y respiramos el mismo oxígeno con todos los seres vivos de este planeta. La nueva educación necesita reflexionar sobre esto. No se trata solo de pensar qué mundo les vamos a dejar a las próximas generaciones. De lo que se trata es de impedir que se desarrollen en una atmósfera de desconexión humana en la que el bienestar del grupo les resulte indiferente. Así que empecemos a dejarles las herramientas que sabemos que van a necesitar para que puedan seguir mejorando el mundo.

A ningún padre o docente se le escapa que es difícil educar a generaciones que han nacido en un mundo diseñado tecnológicamente. Hay muchos argumentos aprendidos y repetidos hasta el cansancio en este sentido, pero se habla poco sobre el sentimiento de desconexión que experimentan hoy niños y adolescentes y sobre por qué la tecnología no hace felices a las nuevas generaciones tal como cabría esperar, o sobre en qué consiste el sentimiento de sentirse aislados y divididos interiormente que experimentan muchos jóvenes. Tal vez se podría resolver si los adultos empezamos a compartir qué implica pensar en términos de grupo, que es pensar en lo fundamental que es cuidarnos y educarnos los unos a los otros para educar.

Razones para que leas este libro…

En casi treinta años de trabajo, en varias ocasiones me he encontrado con personas que no creían que hubiera que dedicar tiempo a educar a los niños para la felicidad responsable. Pensaban que no era necesario educar el corazón, porque los niños, por el simple hecho de serlo, ya eran felices. Y probablemente hasta no hace mucho lo eran en mayor medida cuando no estaban en el objetivo del marketing, y no tenían una agenda atiborrada de tareas como si sus actividades tuvieran categoría de trabajo, cuando pasaban más tiempo al aire libre y con personas de su tribu y menos solos con desconocidos o frente a una pantalla, cuando decidían cuántas horas y a qué jugar, con actividades más libres y creativas…

Hoy la sociedad es diferente, y también el modo en que los niños están obligados a adaptarse a ella y en que los adultos interactuamos con ellos.

No se tiene en cuenta que los niños necesitan más que nunca desarrollar el sentido de pertenencia, necesitan sentir que forman parte de un grupo, porque en una sociedad global, a medida que crezcan, no tendrán otra opción que experimentar múltiples pertenencias. Esto es en gran medida lo que les va a permitir encajar en el mundo. Así que, si esta es una de las demandas de la globalización, también hemos de darles la posibilidad de que perciban que desde esos lugares podrán ser agentes de cambio. Y esto obviamente no está reñido con la verdadera innovación, la que coloca en primer lugar la empatía, la compasión, el agradecimiento, el entusiasmo, o el bienestar interior. Ni tampoco está reñida con incluir el bienestar de los demás en la toma de decisiones. Este es el único modo de entender la nueva pedagogía y la nueva escuela.

Todos queremos un mundo más empático y solidario, en el que los niños se sientan felices y no sufran, pero para ello los niños y los adolescentes necesitan sentir que forman parte de una danza comunitaria por la paz. Y seguramente sufrirán en muchos momentos, pero démosles la posibilidad de encontrar lo que los hace felices de modo que puedan desarrollar sus habilidades, fortalezas y talentos.

Cómo lograrlo también está en las páginas de este libro.

Porque si entre los tres y los ocho años el cerebro humano está increíblemente predispuesto para este tipo de aprendizajes, permitámosles aprender, que practiquen la amabilidad, la generosidad, el optimismo, la empatía y la compasión, y que puedan hacerlo a su modo, pero también de una forma diferente en cada etapa evolutiva. La felicidad responsable en la infancia y en la adolescencia debe aprenderse. El cerebro humano cuenta con un sistema que nos predispone hacia los demás, incluso para ayudar a personas que no conocemos de nada, pero pocas veces o nunca se tiene en cuenta que, desde edades muy tempranas, a los seres humanos nos hace increíblemente felices ayudar a otros.

La neurociencia social, si bien es una ciencia nueva que estudia cómo se activan los circuitos en el cerebro cuando dos personas interactúan, está demostrando cada vez más que algunos circuitos cerebrales se activan solo en la vida social y que la compasión es una reacción natural para ayudar por defecto.

¿O no es verdad que cuando ocurren verdaderas catástrofes el comportamiento de los seres humanos es solidario, compasivo, y afloran los sentimientos de empatía, compañerismo y cuidado?

Estas respuestas involuntarias, estos sentimientos de cuidado y ayuda, que derivan de juicios emocionales rápidos y automatizados, evidentemente anteriores a la razón, tienen un origen evolutivo, de modo que no hay razón para no retomarlas cuanto antes si queremos que las nuevas generaciones sepan adaptarse a un mundo cada vez más incierto.

En este libro probablemente descubrirás más rápido por dónde empezar. Y además mucha información. Porque la educación para la felicidad responsable es algo que tiene que ocurrir primero en la mente de los adultos. Padres y docentes son quienes necesitan primero comprender e internalizar por qué quieren educar para la paz y de ese modo convertirse en modelos fiables para los más jóvenes.

No se trata solo de saber por qué es necesario educar de otro modo, también es fundamental descubrir cómo hacerlo en las diferentes etapas de crecimiento.

A veces la meditación y las prácticas contemplativas son un buen comienzo para lograr calma mental y regular el nivel de estrés, y a menudo basta con tomarse unos diez o quince minutos diarios para lograrlo, pero también sabemos que para educar es necesario dar un paso más y ejercitar actitudes o incluir nuevas prácticas en nuestras jornadas o bien en días determinados para el agradecimiento o para el altruismo. Cuando repetimos algo durante veintiún días es muy factible que se convierta en hábito.

Hoy las investigaciones científicas en neuroeducación demuestran la relación que existe entre la ternura, la generosidad, y la compasión. Por ejemplo, los circuitos neurológicos que llevan a la empatía y a la compasión no son los mismos, pero sí hay una conexión interesante entre la ternura y la compasión; así que, si los niños reciben manifestaciones de ternura y aprenden a expresarla, estarán abriendo la puerta para, en algún momento, llevar naturalmente a la práctica actitudes para aliviar el sufrimiento de otras personas de su edad.