El alimento de los dioses libro II - H.G. Wells - E-Book

El alimento de los dioses libro II E-Book

H G Wells

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Beschreibung


El Libro II de esta obra ofrece una descripción del desarrollo del nieto de la Sra. Skinner, Albert Edward Caddles, como un epítome de «la llegada de la grandeza en el mundo». Wells aprovecha la ocasión para satirizar a la nobleza rural conservadora (Lady Wondershoot) y El clero de la Iglesia de Inglaterra (el Vicario de Cheasing Eyebright) al describir la vida en una pequeña aldea atrasada.

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Veröffentlichungsjahr: 2020

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H.G. Wells

H.G. Wells

EL ALIMENTO DE LOS DIOSES II

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 978-88-3295-929-1

Greenbookseditore

Edición digital

Octubre 2020

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 978-88-3295-929-1
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Indice

I

II

I

LIBRO SEGUNDO

EL ALIMENTO LLEGA AL PUEBLO

CAPÍTULO UNO

EL ADVENIMIENTO DEL ALIMENTO

I

Los Niños del Alimento siguieron creciendo ininterrumpidamente durante todos aquellos años; fue el mayor acontecimiento de la época. Pero son las filtraciones lo que hace historia. Los niños que lo habían comido crecieron, pero pronto hubo otros niños creciendo asimismo; y las mejores intenciones del mundo no pudieron evitar más filtraciones en lo sucesivo. El Alimento insistía en escaparse con la pertinacia de un ser viviente. La harina tratada con aquel producto se deshacía, en tiempo seco y casi como si fuera intencionadamente, en un polvo impalpable que volaba ante la brisa más tenue. A veces un nuevo insecto se abría camino hacia un nuevo desarrollo, transitorio y fatal; otras veces era una nueva irrupción de grandes ratas desde las cloacas y de otras sabandijas del mismo estilo. Durante unos días el pueblo de Pangbourne, en Berkshire, luchó contra hormigas gigantes. Tres hombres fueron mordidos y fallecieron. Hubo pánico, hubo luchas y la calamidad resultante que ser combatida nuevamente, dejando siempre algo detrás, en las cosas más oscuras de la vida, completamente cambiado. Luego, otra vez, una nueva irrupción aguda y terrorífica, una rápida hipertrofia de monstruosos matorrales, una diseminación, a la deriva por todo el mundo, de unos cardos que crecían desorbitadamente, de cucarachas contra las que los hombres luchaban con escopetas o una plaga de enormes moscas.

Hubo luchas desesperadas en lugares oscuros. El Alimento engendró héroes en defensa de la causa de la pequeñez…

Y los hombres aceptaron aquellos acontecimientos como hechos normales en sus vidas y se enfrentaron con ellos como expedientes improvisados y se dijeron unos a otros que «no había ningún cambio en el orden esencial de las cosas». Después del primer gran pánico, Caterham, a pesar de su poder de elocuencia, pasó a ser una figura secundaria en el mundo político, permaneciendo en la opinión de la gente como el exponente de un punto de vista extremista.

Sólo lentamente pudo abrirse camino hacia una posición central en los negocios. «No hay ningún cambio en el orden esencial de las cosas…». Aquel líder eminente del pensamiento moderno, el doctor Winkles, era muy preciso

sobre esto… y los exponentes de lo que en aquellos días había tomado el nombre de Liberalismo Progresivo, se pusieron muy sentimentales sobre la insinceridad esencial de su progreso. Sus ensueños, según parece, estaban dedicados por entero a las pequeñas naciones, a los pequeños lenguajes, a aquellas pequeñas familias, cada una de las cuales podía mantenerse a sí misma con los productos de su granja. Era la moda de lo pequeño, de lo pulcramente dispuesto. Ser grande era ser «vulgar», y los términos de delicado, primoroso, diminuto, miniatura y minúsculamente perfecto llegaron a ser las palabras clave de la aprobación crítica…

Mientras tanto, quedamente, sin apresurarse, como es propio de la infancia, los Niños del Alimento seguían creciendo en un mundo que cambiaba para poder recibirlos, hacían acopio de fuerzas, de estatura y de conocimientos, se hacían individuales y decididos, adaptándose lentamente a las dimensiones de su destino. Al poco tiempo ya parecían formar parte natural del mundo. Toda aquella agitación de engrandecimiento también parecía formar parte integrante del mundo de un modo natural, y las personas difícilmente podían imaginarse cómo habían sido las cosas antes de aquello. Llegaron a oídos de los hombres relatos de lo que los niños gigantes eran capaces de hacer, y los hombres exclamaban: «¡Maravilloso!», sin maravillarse lo más mínimo. Los periódicos populares hablaban de los tres hijos de Cossar y de cómo estos asombrosos niños levantaban grandes cañones, lanzaban grandes bloques de hierro a cientos de metros de distancia y saltaban hasta los sesenta metros. Se decía que estaban cavando un pozo más profundo que cualquier pozo o mina que hombre alguno hubiese cavado, en busca de tesoros ocultos en la tierra desde que la tierra empezó a ser.

Estos Niños, según las revistas populares, habían de allanar montañas, construir puentes para pasar el mar y llenar la tierra de túneles.

—¡Maravilloso! —decía la gente, ¿no es verdad? ¡Cuántas comodidades tendremos!

Y seguían, cada cual dedicado a sus negocios, como si en la tierra no existiese una cosa llamada el Alimento de los Dioses. Y, ciertamente, todas estas cosas no eran más que las primeras indicaciones y promesas de la potencialidad de los Niños del Alimento. Para ellos todavía no se trataba más que de juegos, no era más que el primer uso de una fuerza carente aún de propósito. Ni ellos mismos sabían para qué servían. Eran niños, niños que crecían lentamente, de una raza nueva. La fuerza gigante aumentaba día por día… pero la voluntad gigante tenía todavía que crecer mucho antes de alcanzar un propósito y un designio. Contemplándolos desde la estrecha perspectiva del tiempo, aquellos años de transición poseen la calidad de un único acontecimiento consecutivo; pero, en realidad, nadie vio el advenimiento del engrandecimiento, del mismo modo que nadie en todo el

mundo vio, hasta que hubieron transcurrido varios siglos, la Decadencia y la Caída de Roma. Los que vivieron aquellos días estaban demasiado inmersos en los acontecimientos y su progresivo desarrollo para poder verlo como una unidad. Incluso a las personas más inteligentes les producía la impresión de que el Alimento no daría al mundo otra cosa que una cosecha de desatinos inconexos e ingobernables, que ciertamente podrían ser causa de agitaciones y disturbios, pero que no podían hacer gran cosa más contra el orden establecido y la estructura de la humanidad.

Para un observador, al menos, lo más maravilloso de todo aquel período de tensiones acumuladas es la inercia invencible de la gran masa de la población, su quieta persistencia en todo aquello que ignorase las enormes presencias, la promesa de cosas aún más enormes que estaban creciendo entre ellos mismos. Del mismo modo que muchos ríos aparecen con una superficie lisa y tranquila al borde de una catarata mientras su corriente es potente y profunda, así todo lo que el hombre tiene de más conservador parecía aquietarse en un sereno influjo durante aquellos últimos días. La reacción se hizo popular, se hablaba de la bancarrota de la ciencia, de la agonía del Progreso, del advenimiento de los Mandarines… y se hablaba de todas estas cosas entre los ecos de las pisadas de los Niños del Alimento. El tumulto de las absurdas Revoluciones de antaño, una multitud de necia gentuza persiguiendo a un reyezuelo o algo por el estilo eran cosas de otra época, y ni se hablaba ya de ello, pero lo que no había desaparecido era el Cambio. Era sólo el Cambio lo que había cambiado. El Nuevo Cambio llegaba con su talante y se hallaba más allá de la comprensión habitual del mundo.

Hablar con detalle de su advenimiento equivaldría a escribir una gran historia, pero por todas partes se sucedía una cadena semejante de acontecimientos. Explicar, por consiguiente, su aparición en un lugar determinado será como explicar algo del conjunto. Dio la casualidad de que una simiente extraviada de Inmensidad cayó en el hermoso pueblecito de Cheasing Eyebright, en Kent, y de la historia de su extraña germinación allí y de la trágica futilidad que fue su consecuencia, se puede intentar (siguiendo como si dijéramos, un solo hilo) demostrar la dirección en la que el gran telar hacía girar el huso del Tiempo.

II

Cheasing Eyebright tenía, como es natural, un vicario. Hay vicarios y vicarios, y de todos los tipos de vicario el que menos me gusta es el vicario innovador, de abigarradas ideas, reaccionario profesional y progresivo al mismo tiempo. Pero el vicario de Cheasing Eyebright era uno de los vicarios menos innovadores. Era un hombrecillo regordete, digno, maduro y de ideas conservadoras. Conviene que retrocedamos un poco en nuestro relato para hablar de él. El vicario se entendía muy bien con su pueblo y hay que

figurárselos juntos, vicario y pueblo, tal como se les veía en aquel atardecer, cuando la señora Skinner —¡ya recordaréis su huida!— llevó consigo el Alimento, de un modo insospechado por todos, a aquella rústica tranquilidad.

Precisamente entonces era cuando el pueblo presentaba su mejor aspecto a la luz poniente. Se extendía a lo largo de un valle bajo los bosques de hayas de Hanger, formando un rosario de cottages donde alternaban las rojas tejas con la paja, pórticos enrejados y fachadas enmarcadas a medida que la carretera iba descendiendo desde los tejos de la vicaría hacia el puente. La vicaria sobresalía de un modo no muy ostentoso por entre el arbolado de más allá de la fonda, fachada de la primera época georgiana, madurada por el tiempo, y la aguja de la iglesia se elevaba, feliz, en la depresión que hacía el valle siguiendo la silueta de las lomas. Un tortuoso arroyo, una delgada intermitencia de azul cielo y espuma, brillaba entre una espesa orilla de cañas, lisimaquias y sauces llorones, en el centro de las sinuosas flámulas de un prado. El panorama presentaba aquella cualidad inglesa de madurado cultivo, aquel aspecto de inmóvil acabado que imita la perfección, bajo la tibia atmósfera del ocaso.

Y el vicario también presentaba un aspecto rancio. Tenía un aspecto habitual y esencialmente rancio, como si hubiese sido un niño rancio nacido en una clase social añeja, un muchachito maduro y jugoso. Se podía ver, aun antes de que él lo mencionara en su chocheante locuacidad, que había asistido a una costosa escuela con edificios cubiertos de hiedra, con magníficas tradiciones, asociaciones aristocráticas y cuentes de laboratorios de química, y que de allí había pasado a un venerable college del más maduro gótico. Pocos libros tenía con menos de mil años, de los cuales Yarrow y Ellis y varios sermones premetodistas constituían la mayor parte. Era un hombre de talla mediana, un poco corto, en apariencia, debido a sus dimensiones ecuatoriales, y con un rostro que habiendo sido bien rancio ya desde el principio, era, en aquellos momentos, climatéricamente maduro. La barba de un David disimulaba la redundancia de su mentón; no llevaba cadena de reloj por exceso de refinamiento y sus modestos trajes clericales estaban confeccionados por un buen sastre del West End… En aquel instante se hallaba sentado con una mano en cada pierna, pestañeando a la vista de su pueblo, en una actitud de beatífica aprobación. Hizo un gesto con su regordeta mano hacia allí y sus preocupaciones se esfumaron. ¿Qué más podía desear?

—Estamos felizmente situados —dijo dando una expresión mansa y sumisa a sus ideas—. Estamos en una fortaleza en lo alto de una montaña.

Por fin, se explicó:

—Estamos fuera de todo.

Porque él y su amigo habían estado conversando de los Horrores de la

Época, de la Democracia, de la Educación Laica, de los Rascacielos, de los Automóviles, de la Invasión Americana, de las infectas Lecturas del Público y de la completa desaparición del Buen Gusto.

—Estamos fuera de todo eso —repitió. Y aún no había acabado de hablar, cuando las pisadas de alguien que se acercaba llegaron a su oído. Se volvió en redondo y la vio.

Ya podéis imaginaros el rápido y trémulo avance de la anciana, con el fardo cogido por la descarnada y rugosa mano y la nariz (que era su más firme apoyo) arrugada en desalentada resolución. Podéis ver las amapolas de un sombrerito balanceándose rítmica y fatalísticamente, y las botas de cierre elástico, blancas de polvo, bajo sus desaseadas faldas, señalando con una irrevocablemente lenta alternativa hacia el Este y hacia el Oeste. Debajo del brazo, como un cautivo inquieto, se movía y se escurría un paraguas barato.

¿Quién podía haber dicho al vicario que aquella grotesca figura de anciana era

—al menos en lo que hacía referencia a su pueblo— nada menos que la Fructífera Ocasión y lo Imprevisto, la Bruja que los hombres débiles llaman Destino? Pero nosotros ya sabemos que no era ni más ni menos que la señora Skinner.

Como iba muy cargada para poder saludar con cortesía, prefirió hacer como que no veía ni al vicario ni a su amigo, y así pasó, flip-flop, a tres metros de ellos, siguiendo hacia el pueblo. El vicario contempló su lento tránsito en silencio y, mientras, maduró el planteamiento de una observación.

Un incidente le pareció desprovisto de toda importancia. La mitad femenina del género humano, aere perennius, ha estado llevando paquetes a cuestas desde el día de la Creación. ¿Qué tenía, pues, de particular aquella anciana?

—Estamos fuera de todo eso —volvió a decir el vicario—. Vivimos en una atmósfera de cosas simples y permanentes, Nacer y Trabajar, el simple tiempo de la siembra y el simple tiempo de la cosecha. El Tumulto pasa y nos deja completamente de lado. Se sentía siempre grandilocuente cuando hablaba de lo que él llamaba las cosas permanentes.

—Las cosas cambian —decía—, pero el género humano… aere perennius. Así era el vicario. Le gustaban las citas clásicas sutilmente aplicadas,

aunque no vinieran a cuento. Más abajo, la señora Skinner, nada elegante pero

decidida, parecía curiosamente acoplada al portillo de Wilmerding.

III

Nadie sabe lo que hizo el vicario con los Bejines Gigantes.

Sin duda fue de los primeros en descubrirlos. Estaban esparcidos a

intervalos a lo largo del sendero que había entre la loma más próxima y el límite del pueblo, sendero que frecuentaba diariamente en su paseíto habitual, después de comer. En conjunto, de estos hongos anormales había una treintena. El vicario, según parece, se los quedó mirando severamente uno por uno y hasta golpeó la mayor parte de ellos una o dos veces con su bastón. Incluso intentó medir uno con los brazos, pero el hongo estalló ante su abrazo de Ixión.

Habló de ellos a diversas personas diciéndoles que eran «¡maravillosos!» y relató a no menos de siete amigos la conocida anécdota de la loza que fue levantada del suelo de la bodega por un cúmulo de hongos que crecían debajo de ella. Consultó su Sowerby para ver si se trataba del Lycoperdon coetatum, o giganteum, como todos los de su especie. Desde que Gilbert White se hizo famoso, el vicario «gilbertwhiteaba». Sostenía la teoría de que al giganteum se lo llama así injustamente.

No se sabe si pudo observar que aquellas esferas blancuzcas estaban esparcidas en el trayecto mismo que siguiera la anciana el día anterior, o si notó que el último ejemplar de la serie se distendía y abultaba a menos de veinte metros de la verja de entrada al cottage de Caddles. Si llegó a observar todas estas cosas, no hizo el menor intento de anotar sus observaciones. Sus observaciones en cuestiones de botánica eran lo que la clase inferior de científicos denomina «observación ejercitada», o sea, que se va en busca de determinadas cosas y se descuida de lo demás. Y tampoco hizo nada el vicario para relacionar este fenómeno con la notable expansión del niño de los Caddles, expansión que progresaba desde hacía varias semanas, exactamente desde un domingo por la tarde en que Caddles, de ello haría cosa de un mes o más, fue a visitar a su suegra y oyó cómo el señor Skinner (ahora difunto) se jactaba de su técnica para criar gallinas.

IV

En verdad, el crecimiento exorbitante de los bejines, consecutivo a la expansión del niño de los Caddles, debería haber hecho abrir los ojos al vicario. El último de estos hechos mencionados, cronológicamente el primero, se le había echado en brazos cuando el bautizo… casi abrumadoramente.

El niño berreó con ensordecedora violencia al caer sobre su frente el agua fría que sellaba su herencia divina y su derecho a llamarse «Albert Edward Caddles». Se hallaba entonces más allá de toda posibilidad de acarreo materno, y Caddles, aunque tambaleándose, pero sonriendo triunfalmente a los demás padres, cuantitativamente inferiores, lo llevó de nuevo al banco ocupado por su grupo.

—¡Jamás vi a niño parecido! —exclamó el vicario. Éste fue el primer indicio público de que el niño de los Caddles, que había comenzado su carrera

terrenal algo por debajo de los tres kilos y medio, intentaba, después de todo, hacer quedar bien a sus padres. Muy pronto se hizo evidente que no sólo aspiraba al crédito, sino a la gloria. Y al cabo de un mes, su gloria brillaba tan esplendente que hasta era, considerando la posición social en que se hallaban los Caddles, algo indecorosa.

El carnicero pesó al niño once veces. Hombre de pocas palabras, pronto expresó su modo de pensar. La primera vez dijo: —Éste es de los buenos. La segunda vez murmuró: —¡Demonios!

Y la tercera vez exclamó: —¡Buuuueno, señora!

Después de esto, cada vez que volvió a pesarlo se limitó a dar un tremendo resoplido, a rascarse la cabeza y mirar las escalas con una desconfianza sin precedentes. Todo el mundo fue a ver al Gran Bebé —como lo llamaron con general consentimiento— y la mayoría de ellos dijeron:

—¡Es un barbarote!

Y casi todos le hicieron esta pregunta: —¿Qué te han hecho tus padres? La señorita Fletcher también fue a verlo, y dijo:

—¡Ay, yo nunca…!

Lo cual era perfectamente cierto.

Lady Wondershoot, la tirana del pueblo, llegó el día siguiente de la tercera pesada e inspeccionó muy de cerca el fenómeno a través de unos lentes que la llenaron de terror.

—Es un niño inusualmente Grande —dijo a su madre con voz potente e instructiva—. Tendrá usted que tener con él cuidados extraordinarios, Caddles. Naturalmente, no seguirá creciendo a este paso alimentado con biberón, pero debemos hacer todo lo que podamos por él. Le mandaré más franela.

Fue el médico y midió al niño con una cinta métrica y se anotó las cifras en un cuaderno, y el anciano Drifthassock, que cultivaba la tierra en Up Marden, hizo desviarse tres kilómetros de su trayecto a un corredor de abonos para que fuera a verlo. El corredor preguntó la edad del niño tres veces y finalmente dijo que lo ahorcasen si lo entendía. Dejó que cada cual dedujera cómo y por qué tenían que ahorcarlo, pero parece que era a causa del tamaño del niño. También dijo que tendrían que llevarlo a un concurso de bebés. Y durante todo el día, a la salida de la escuela, fueron presentándose niños y niñas que iban diciendo:

—Señora Caddles, ¿quiere dejarnos ver a su niño, por favor?

La buena mujer tuvo que cortar aquello por lo sano. Y en medio de aquellas escenas de asombro, compareció la señora Skinner y allí se quedó

sonriendo, en último término, aguantándose los puntiagudos codos con sus descarnadas y nudosas manos, y sonriendo, sonriendo por debajo de la nariz, con una sonrisa de infinita profundidad.

—Hasta hace que la vieja bruja de la abuela no se vea tan mal —dijo Lady Wondershoot—. Siento de veras que haya vuelto al pueblo.

Naturalmente, como casi todos los niños de los labriegos, el elemento caritativo había hecho su aparición, pero el niño pronto dejó establecido sin lugar a dudas por medio de un berreo colosal, su opinión sobre la capacidad del biberón, aquel elemento distaba todavía mucho de su objetivo.

El niño fue considerado la maravilla del siglo, y todo el mundo se hartó de maravillarse de su asombroso crecimiento. Y luego, ¡cosa rara!, en vez de pasar de moda para dar paso a otras maravillas, ¡siguió creciendo a ritmo más acelerado que nunca!

Lady Wondershoot oyó lo que le decía la señora Greenfield, su ama de llaves, con un asombro infinito.

—¿Que Caddles está otra vez abajo? ¿Que no tiene alimento para el niño? Pero señora Greenfield, ¡es imposible! ¡Esta criatura come como un hipopótamo! Estoy segura de que no es verdad.

—Estoy segura de que no la engañan, Milady —dijo la señora Greenfield.