El androide y las quimeras - Ignacio Padilla - E-Book

El androide y las quimeras E-Book

Ignacio Padilla

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Beschreibung

Quimera: Monstruo imaginario que, según la fábula, vomitaba llamas y tenía cabeza de león, vientre de cabra y cola de dragón. // 2. fig. Lo que se propone a la imaginación como posible o verdadero, no siéndolo. // 3. fig. Pendencia, riña o contienda. Muñecas, androides, quimeras. Mujeres vistas y amadas por un hombre. Muñecas destruidas por hombres. Hombres que jugaron a ser mujeres y pagaron el precio. Mujeres divinas construidas por mentes monstruosas. Muñecas de carne y hueso que roen los mecanismos de la fatalidad. Quimeras que devoran por igual a hombres y mujeres. Desde la obsesión de Edison por crear una muñeca parlante hasta la inquietante afición de Carroll por fotografiar adolescentes, entre la niña enamorada del fósil de un pterodáctilo y la envenenadora que fundó un paraíso adamita en las Galápagos, El androide y las quimeras es el catálogo de una siniestra fábrica de prodigios escrito con la diabólica maestría de un juguetero demente.

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Ignacio Padilla

El androide

y las quimeras

Ignacio Padilla, El andriode y las quimeras

Primera edición digital: mayo de 2016

ISBN epub: 978-84-8393-536-1

© Ignacio Padilla, 2008

© De esta portada, maqueta y edición, Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

Voces / Literatura 112

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A Eva, mi origen,

quien sin ombligo me duele en el costado.

I EL ANDROIDE EN NUEVE TIEMPOS

Las furias de Menlo Park

 

El primer cargamento se perdió en el Atlántico a mediados de octubre. Seiscientas niñas de cerámica se ahogaron a escasas millas de Rotterdam sin que hubiera dios ni ayuda para impedir esa zozobra de encajes, piernas, brazos y ojos de vidrio que miraron sin mirar a los peces que no podrían devorarlas. Ahí seguirán ahora: sonrientes, mudas, hacinadas entre algas como en la fosa abierta en el jardín de un pederasta, estrafalario sueño de fotógrafos marinos y coleccionistas de juguetes que estiman el valor de cada muñeca en poco más de mil trescientos marcos alemanes.

Frente a esa cifra desmedida, se vuelve difícil creer que Edison pagó por ellas poco menos de dos dólares, cantidad que aun entonces se diría irrisoria. En una carta fechada en vísperas del naufragio, el inventor felicita encarecidamente a Bernard Dick, su adelantado en Europa, por el éxito de sus negociaciones con los fabricantes de Nuremberg, y llega incluso a anticipar que, si las muñecas resultan efectivamente adecuadas para su proyecto, las ganancias de esa primera entrega le permitirán muy pronto abrir en Nueva Jersey una fábrica que les ahorre la importación de ejemplares europeos.

Mucho menos efusivo es el telegrama que Thomas Edison dirige a su socio en cuanto tiene noticia del desastre. El monto de la pérdida le parece ahora estratosférico, casi un crimen si se añade a la factura el costo de los numerosos avatares que se vienen presentando en su camino desde que entró en la carrera por crear un juguete parlante. No sólo han transcurrido ya siete largos meses desde que Dick inició su onerosa búsqueda de la consorte ideal para el fonógrafo de Edison, sino que sus competidores de la empresa sureña Toys and Gadgets amenazan con lanzar al mercado un ingenioso artefacto que, en palabras del propio inventor, hará parecer a sus criaturas meros fósiles sonoros.

No hay registro de la carta o telegrama con que Bernard Dick habría respondido al rapapolvo de su socio, pero es verosímil pensar que prefirió mandarlo todo al diablo para volver enseguida a su natal Chicago, donde se sabe que murió tres años después, hidrópico y asediado por una legión de acreedores entre los que no faltaron los siempre temibles abogados del despacho de Menlo Park.

El sucesor de Bernard Dick en la aventura de las muñecas parlantes supo paliar su juventud con un sentido de la previsión y un encanto personal que haría las delicias de Edison durante casi veinte años. Consciente de que el malhadado Dick había hecho sin embargo la elección correcta en Alemania, Charles Nervez se las ingenió para convencer a su jefe de que adquiriese otras mil muñecas y se ocupó de enviarlas en tres barcos distintos oportunamente asegurados. Él mismo regresó de Europa con el último cargamento en mitad de una borrasca que estuvo cerca de enviarle a compartir la suerte de las muñecas de Bernard Dick. El barco, con todo, amarró finalmente en Nueva York la nublada tarde del 6 de octubre de 1885. El propio Edison, que había viajado desde West Orange para recibirle, le esperaba ya en el muelle, cruzado el rostro por una sonrisa en la que aún se percibía su temor a un nuevo naufragio. Exhausto, lívido, inepto todavía para creerse en tierra firme, Nervez apenas pudo delegar a un asistente el desembarco de las muñecas y se dejó llevar del brazo de su jefe con un ánimo que conjugaba la satisfacción del deber cumplido y cierta inexplicable tristeza.

Entrevistado décadas más tarde por el editor del Times, Charles Nervez recordaría con un estremecimiento su vuelta delirante a la fábrica de Thomas Edison en Nueva Jersey: un suplicio, señor mío, dos interminables horas en automóvil donde tuve además que soportar la inusitada locuacidad del inventor explicándome cada fase del proceso, cada argucia fabril, cada una de las imprecaciones que pronunciarían esos imbéciles de Toys and Gadgets cuando supiesen que al fin habíamos conjurado la maldición de las muñecas parlantes. E invocaría también, como quien narra sin desearlo un mal sueño, su entrada en el recinto amurallado de West Orange: el enorme edificio de ladrillo rojo, los portones carcelarios al abrigo de la noche, aquel galerón inmenso donde máquinas dentadas y fonógrafos minúsculos aguardaban como larvas hambrientas la llegada de sus novias alemanas. Por espacio de un segundo, el joven empresario se sintió engullido por un escualo inmenso, una bestia durmiente cuya entraña suspiró de pronto con las notas de una canción de cuna. Incrédulo, Nervez buscó en la sombra el origen de esa música improbable. Caminó a tientas entre planchas de concreto y poleas, tropezó con un cajón repleto de muñecas desmembradas y juró por sus ancestros que no volvería a viajar en barco. Finalmente dio con una puerta que al abrirse le mostró una ristra de cabinas de madera donde una veintena de mujeres entonaban sin tregua la primera estrofa de Jack and Jill ante boquillas doradas que enseguida le hicieron pensar en una serpiente enhiesta e insaciable.

Lo que Nervez no dice en la entrevista es que fue ahí y entonces cuando vio por primera vez a la desdichada Claudette Rouault. No afirma ni recuerda que detuvo en ella la mirada y le sorprendió que una mujer tan joven pareciera no obstante tan agraviada por los años, tan maternalmente triste. De inmediato comprendió que las otras mujeres no diferían mucho de aquella, pero fue sin duda Claudette, pálida y transida por su infinita canción, quien se clavó en su delirio como una flecha envenenada. Quizá esa misma noche, tiritando de fiebre en un lujoso hotel de la calle Reviere, Nervez abrió incontables veces la misma puerta y soñó con los labios de la muchacha repitiendo su canción cien, doscientas, mil veces al día. Y acaso fue también entonces cuando intuyó que el proyecto de Thomas Edison estaba irremisiblemente condenado al fracaso. Al principio tuvo que ser sólo eso: un presagio, una vaga asociación de ideas en las que él mismo no alcanzaba a comprender sus dudas sobre el asunto de las muñecas ni el vínculo que estas pudieran tener con su visión de la muchacha. Acaso esa noche, en la alta mar del sudor y la fatiga, el recuerdo de Claudette fue para él uno de esos signos soterrados del desastre que sólo salen a flote cuando es demasiado tarde. Sin duda el tiempo terminaría por dar consistencia a sus temores, pero lo hizo de manera tan enigmática, que Nervez tardó aún muchos años en reconocer que su delirio de esa noche había encerrado la consistencia atroz de una profecía.

No quisieron la suerte o la ansiedad de Nervez que la fiebre le durase demasiado, escasas dos noches si se cuenta la de su llegada a West Orange. El tercer día estaba ya de vuelta en la fábrica, no curado, no entero todavía, pero ya dispuesto a comprender los pormenores de la empresa que su socio le había recitado en el trayecto a Nueva Jersey. Esa mañana, Edison le recibió de mal talante, casi ofendido por su convalecencia. Sin apenas saludarle, le exigió un informe detallado de sus gastos en Europa y poco faltó para que estallase cuando su joven socio ensayó al aire un inocente comentario sobre las muchachas que darían voz a las muñecas. Horas más tarde, un oficinista incontinente le confesó que también Bernard Dick había expresado en su momento ciertas dudas sobre las condiciones en que trabajaban aquellas muchachas, no por filantropía, sino porque era a todas luces osado esperar dulzura en las voces de quienes pasaban hasta doce horas recitando una misma tonada a cambio de un salario de hambre. No desconocía Nervez la triste fama de su socio en lo que hacía al trato con sus empleados, pero aun así no dejó de extrañarle que se mostrase tan poco dispuesto a atender un consejo en el que se jugaba tanto su prestigio de empresario como buena parte del éxito comercial de su ya atribulada empresa.

Demasiado pronto asumió Nervez que el tema de las muchachas era no sólo inabordable, sino francamente incomprensible. Aunque estaba claro que a Edison le inquietaba poco el bienestar de las muchachas, era también evidente que estas provocaban en él una mezcla de despecho y fascinación rayana en la monomanía. Al esfuerzo del viejo por aparentar indiferencia en la proximidad de sus empleadas, Nervez fue añadiendo con el tiempo signos contradictorios que acabaron por parecerle inquietantes: un guiño involuntario, un bufido inopinado, la respiración acelerada de Edison cuando perdía un tiempo precioso reprendiendo a las muchachas menos como un patrón inconsecuente que como un padre exasperado que no acaba de entender por qué le ha dado Dios un hijo idiota. Alguna tarde Nervez tuvo que aguardar casi dos horas para arrancarle a su jefe la firma del contrato con sus distribuidores del Pacífico. Eran casi las once cuando un Edison sonrojado y esquivo le recibió en su laboratorio y rubricó el documento sin siquiera revisarlo. Cuando Nervez dejó la fábrica, le picaba aún en la memoria la congoja de haber percibido en aquel reino de espirales y probetas un indiscreto relente de jazmines mezclado con sudor y jabón barato.