Los reflejos y la escarcha - Ignacio Padilla - E-Book

Los reflejos y la escarcha E-Book

Ignacio Padilla

0,0
7,49 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Reflejo: adj. Que ha sido reflejado. // 2. Fig. Aplícase al conocimiento o consideración que se forma de una cosa para reconocerla mejor. // 3. Fisiol. Dícese del movimiento, secreción, sentimiento, etc., que se produce involuntariamente como respuesta a un estímulo. Hermanos, cofrades, camaradas. Hermanos atormentados y repudiados por sus hermanos. Compañeros de armas y sediciones traicionados por su siglo. Hermanos incestuosos, derruidos, violentados por el amor o el resentimiento. Familias artificiales e inevitables exiliadas a la solidaridad por catástrofes propias o ajenas. Impostores y dobles de sus propias fantasmagorías. Fratricidas sin arrepentimiento ni redención. Desde los hermanos que lucraron con un pollo decapitado hasta los sobrevivientes de una batalla plagada de secretos oprobiosos, entre los círculos del infierno y las células terroristas, Los reflejos y la escarcha acuchilla y desnuda los mitos de la fraternidad entre los hombres desde el instante mismo en que Caín asesinó a Abel.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Ignacio Padilla

Los reflejos y la escarcha

Ignacio Padilla, Los reflejos y la escarcha

Primera edición digital: mayo de 2016

ISBN epub: 978-84-8393-545-3

© Ignacio Padilla, 2012

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

Voces / Literatura 178

Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

Editoral Páginas de Espuma

Madera 3, 1.º izquierda

28004 Madrid

Teléfono: 91 522 72 51

Correo electrónico: [email protected]

Para Paco y Rodrigo, mis hermanos

I Reflejos solos

Pesca de rojo y cielo

 

Madre se está muriendo, dijo ella de repente, y su voz resonó diáfana en el aire, desprovista casi de emoción, ajena a la que veinte años atrás usaba para despertarlo a él desde la litera superior y contarle sueños que rara vez tenían que ver con sus padres, no digamos con la muerte. La vi el martes y ya no pudo reconocerme, añadió, ahora en un tono más severo, convencida ya de que el mejor momento para decir que alguien querido va a morir es cuando menos viene al caso, y cuando el otro no se lo espera. O cuando entendemos que nunca habrá un instante propicio para anunciar algo así, o simplemente porque de pronto el otro nos parece inaceptablemente dichoso, demasiado absorto en pensamientos amables que no logramos descifrar, complacido en la imponencia de un ocaso como aquel, tan nítido que a ella se le vino encima de improviso y necesitó decir algo fatal para no asfixiarse.

Pero ¿asfixiarse de qué, si llevaban tres días inmersos en algo muy parecido a la felicidad? Fue eso, se diría ella más tarde. Fue que la dicha y la belleza también ahogan. A esa hora el mar había adquirido una consistencia vaporosa, como si un ser inmaterial cobijase a las olas para descansarlas de las hostilidades del sol. El cielo, replegado sobre su propio atardecer, mostraba una reticencia cósmica a inundar con su fulgor el embarcadero, la playa, los acantilados, la casa. Desde donde se encontraban todavía era posible creer que nada había cambiado desde la última vez que estuvieron allí. Pensar que la casa en la playa aún les pertenecía, que no estaba ya carcomida por el salitre y el tiempo. Desde allí podían no recordar que ahora, a sus espaldas, se alzaban las tapias despostilladas, y que en el cobertizo de la casa dormitaba el viejo pescador que había accedido a recibirlos por unos días a cambio de una cantidad de dinero que a cualquiera habría parecido exorbitante, pero que para ellos era poca cosa a cambio de sentirse a salvo como hacía años, cuando eran niños y nada más parecía importarles.

Horas antes el mismo anciano les había ayudado a recordar las minucias de la pesca. Les había enseñado cómo preparar los aparejos y les había prodigado las advertencias necesarias para que su escapada al embarcadero no resultase un fiasco. Entre otras cosas les advirtió que los peces ya no picaban como antes, aunque con un poco de suerte lograrían un par de buenas piezas que él mismo estaba dispuesto a cocinar si le financiaban un buen trago. Ellos atendieron con paciencia sus indicaciones, pero cuando al fin le preguntaron si creía posible capturar un pez con los colores de la sangre y el cielo, el viejo los miró como quien mira una aparición. Esos peces no existen, no por aquí, sentenció.

Ahora recordaban que la negativa del pescador les había incomodado. No es que pensaran que su palabra en esos mares fuese ley. Fue más bien la sensación de que el escepticismo del anciano les pareció la coda de una progresión de dudas que venían asediándoles desde que llegaron. Ya no podían negar que su vuelta a la playa tenía algo de ilusorio. La posible inexistencia del prodigioso pez de su infancia ponía en entredicho la dimensión de una alegría que recordaban plena. ¿Lo habrían soñado? ¿Se habrían inventado la común memoria de un pez soberbio hallado en compañía de su padre en las lindes de su niñez? De repente todo, el pez, sus padres y hasta su pasado en la playa, comenzó a desquebrajarse con un crujido apenas perceptible pero suficiente para que por una grieta mínima pudiera escucharse ya la floración de esa amargura que, en los días por seguir, los cercaría hasta estamparlos en la incandescencia de lo irrecuperable.

 

* * *

 

La primera noche se desvelaron elucubrando dónde estaría ahora su padre. Recostados en el mismo cuarto donde antes había estado su litera, jugaron a adivinar en qué abismo se habría perdido aquel hombre alguna vez benévolo, o qué lugar último de la memoria lo habría engullido después de su partida intempestiva, una mañana remota que ellos recordaban hoy con un culpable sentimiento de alivio, el mismo que fingieron no sentir aquella vez, cuando su madre, confundida y deshecha, les avisó de que su marido se había ido para siempre. Ese día ninguno de los dos preguntó nada. Escucharon a la madre procurando no mostrar que sabían perfectamente por qué su padre se había marchado. Como sabían también el motivo por el cual, algunos meses antes, el hombre había perdido el entusiasmo por llevarles a la casa de la playa. En aquel lapso su madre no cejó de preguntar las razones para que la familia no volviese al plácido lugar que tanto les había costado adquirir y mantener. Lo preguntaba a todas horas, pero su marido replicaba sólo con afirmaciones vagas y postergaciones mientras evitaba mirar la cara resignada de sus hijos, ahora transformados en dos espigados adolescentes que no sumarían fuerzas con su madre. De común acuerdo se inventaban tareas escolares y distracciones urbanas para no volver a la playa, se sumaban a la reticencia del padre aunque extrañaran de veras la arena menuda, la crecida nocturna de la marea, el naufragio de las tortugas en una rada que tuvieron siempre reservada para ellos y su padre.

Cuando llegaban las tortugas, padre e hijos se levantaban al alba. La madre, declaradamente inepta para andar por esos roquedales del demonio, apenas los sentía desperezarse, desayunar cualquier cosa, salir de puntillas por la puerta trasera. Caminaban primero un buen trecho hasta que la arena terminaba abruptamente en un bastión de rocas que ellos escalaban con la agilidad de exploradores a punto de descubrir un nuevo océano. Bajaban después surcando charcas pobladas de organismos diminutos que el padre les señalaba con su sabiduría de biólogo aficionado. Una a una les explicaba las funciones de aquella fauna insólita, les recitaba sus nombres técnicos, organizaba para sus hijos aquel universo niño mientras ellos tenían la sensación de estar asistiendo al nacimiento del universo, al arranque de una pléyade de organismos de los que su padre era amo y señor. En menos de una hora podían recorrer la historia íntegra del planeta, asistir a la agitación de seres frágiles y tenaces que huían unos de otros, reproduciéndose y devorándose en el desorden aparente de la charca, un desorden que sin embargo anunciaba la concatenación misteriosa y exacta de la vida.

Ya en la rada se encontraban de frente con las tortugas, y al verlas les parecía que habían dado un salto prodigioso de una era geológica a otra. Era como si los organismos de las charcas hubiesen crecido en una fracción de segundo y ahora estuviesen allí, desovando con la lentitud desconcertada del quelonio. Había que ver a aquellos bichos recluidos en caparazones que metros atrás habían sido apenas costras raquíticas. Ante esos castillos palpitantes los niños se sentían más desnudos que nunca. Sólo verlos apretaban la mano del padre, arrobados, un poco temerosos, y se dejaban arrullar de nuevo por la voz paterna que volvía a nombrarlo todo para ellos, esa voz acogedora que al renombrarles el mundo los envolvía en el huevo de una inocencia que prometía durar para siempre.

 

* * *

 

Oyó reverberar en las olas el eco de su voz y giró la cabeza para comparar el rostro impasible de su hermano con el que aparecía en la foto que ella llevaba siempre en el bolso: la frente estrecha, la nariz pequeña y un poco femenina, los labios delgados y la barbilla hundida, similar a la de su padre. Esa tarde, por primera vez, su hermano le pareció otro, como si también eso hubiera cambiado sin aviso. Lo vio distinto y le enervó no poder culparlo por haber heredado de su padre la indómita belleza que ni a ella ni a su madre había tocado en justicia compartir.

Lo que no pudo perdonarle entonces fue que fingiera no haberla escuchado hablar de la inminente extinción de su madre. Le indignó que le advirtiese con su silencio que no estaba listo o dispuesto a permitir que ese atardecer perfecto se contaminase con noticias de su madre senil o con imágenes de suciedad hospitalaria y ancianos babeantes. Lo vio tan necio, tan fingidamente ausente en el punto preciso donde se sumergía el anzuelo, que no resistió la tentación de decirle, más alto esta vez: Di algo, no seas niño. A lo que él, acorralado, se encogió de hombros en señal de que juzgaba innecesaria aquella charla. Sin apartar la vista de la línea de pesca, le dijo al fin que si hablaban espantarían a los peces. Es verdad, replicó ella, y resignó una sonrisa que mezclaba la disculpa y una tristeza bien explicable.

Horas después ella se recriminaría haber mencionado a su madre cuando estaban en el embarcadero. Pero para entonces todo se habría ido al diablo, y los desacuerdos iniciales se habrían acumulado hasta adquirir una dimensión monstruosa. Entendería que los primeros signos del desastre suelen ser así: imperceptibles casi, tan nimios que apenas provocan sonrisas y parece que se olvidan enseguida. Así había ocurrido al principio, aun antes de que el viejo pescador les anunciase que en ese mar no encontrarían peces con los colores de la sangre y el cielo. Algo habían reñido sobre el tipo de carnada que debían usar, otra o la misma de la que habría usado su padre aquella vez de hacía muchos veranos. El pescador había intervenido para proponerles carnadas de plástico que a su entender eran las únicas adecuadas para favorecer una pesca exitosa. Ninguno de los dos estaba seguro de que aquella fuese una buena idea, pero igual accedieron porque ya les ganaba el ansia de terminar la disputa, bajar al embarcadero y revivir la tarde en que vieron surgir de las aguas aquel pez prodigioso que su padre destrabaría cariñosamente del anzuelo. El animal todavía boqueaba cuando lo depositaron en la mesa de la cocina. Al verlo la madre emitió un grito que nunca supieron si era de repugnancia o de admiración. Dijo que jamás había visto algo así, y que más les valía investigar primero si era comestible. El padre accedió a disgusto, pero ellos no tanto, pues en cierto modo ya habían devorado mentalmente aquel animal fabuloso: lo sentían en el cuerpo, lo sabían transformado en una súbita embriaguez, en el imparable desbordamiento de la dicha que ahora añoraban aunque a la postre los hubiese perdido. O tal vez por eso mismo.

 

* * *

 

Al día siguiente de la pesca milagrosa bajaron a desayunar y les extrañó no encontrar a su padre en la casa. Antes de entrar en el dormitorio y ver a su madre dormida, ya habían comenzado a abrigar malos presagios. Recorrieron la casa entera buscando al padre. Por fin se asomaron a la terraza y reconocieron su silueta en el embarcadero. Al verlo de lejos, encorvado y vencido, supieron que algo no iba bien. Muy despacio bajaron y lo llamaron. El padre giró la cabeza al escucharles, sólo un momento, y devolvió la vista al agua. Cuando cruzaron la playa para alcanzar al padre sintieron que los pies se les helaban. Entonces vieron que en el agua flotaba el cadáver del pez color de sangre y que su padre lo observaba con una ensimismada deliberación que no se interrumpió con la llegada de sus hijos.