El año sin reloj - Perla Calderón Herschmann - E-Book

El año sin reloj E-Book

Perla Calderón Herschmann

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Beschreibung

La inédita experiencia de pandemia que hemos vivido ha dejado huellas indelebles en cada ser humano. La doctora Laura Valencia, protagonista de esta conmovedora novela, vive cada momento de manera intensa, en un aislamiento que emociona y horroriza. Su relato envuelve desde las primeras páginas y empatizamos con los vívidos recuerdos de una existencia de amor y quiebres que, con el devastador coronavirus permeando cada instante de su presente, se convierten en una batalla entre los afectos y la soledad, entre la vida y la muerte. Un año sin reloj es lectura esencial para tomarle el peso a la compleja época de la que todos hemos sido protagonistas desde una mirada tan íntima como universal. La historia de Laura nos invita a transitar una ruta de soledad, encuentro, incertidumbre y asombro.

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El año sin relojAutor: Perla Calderón Herschman Editorial Forja General Bari N° 234, Providencia, Santiago, Chile. Fonos: 56-224153230, [email protected] Primera edición: septiembre, 2021. Edición electrónica: Sergio Cruz Prohibida su reproducción total o parcial. Derechos reservados.

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor. Registro de Propiedad Intelectual: N°2021-A-2946 ISBN: Nº 978-956-338-539-7 eISBN: Nº 978-956-338-540-3

A mi abuela Rosa Czerny, entrañable personaje de nuestra vida. A mi madre Teresa Herschman, la mejor y más dulce contadora de historias.

Apenas se levanta de la cama, siente que el día se le empieza a escapar de las manos. No hay una luz a la que aferrarse, ni la sensación del tiempo que se despliega...La invención de la soledad,Paul Auster.

CAPÍTULO I LA SOLEDAD Y EL MIEDO

1.

Acaricio la esfera plana y delgada de mi Longines. La pulsera dorado pálido de catorce quilates me rodea la muñeca izquierda. Lo aprecio, como tantas veces hice los últimos ocho años. Me lo regalé al cumplir cincuenta y dos. Es hermoso y distinguido. Representa elegancia y precisión. No ha fallado jamás. Pero ahora es momento de ponerlo a hibernar.

Abro el cajoncillo del joyero alojado en el clóset y lo deposito con delicadeza, mientras suspiro, junto a mis aros, anillos y pulseras, que también he puesto a resguardo hace días en aquel sitio oscuro y solitario.

Me despido del reloj en un ritual mudo. Lo acaricio con suavidad por última vez. Ya nos encontraremos cuando todo esto quede atrás. Es parte mía y, sin embargo, lo debo guardar. ¿Qué quiero proteger con esto?

Si lo usara, los químicos y el agua lo estropearían para siempre. En días en que me lavo las manos treinta o cuarenta veces, ya no puede seguir conmigo.

¿Cuánto tiempo estará allí, oculto y apartado? ¿Tres o cuatro meses? Sí, algo así. Dudo de que la pandemia se prolongue más que eso.

Su ausencia será un recordatorio cotidiano de lo que está sucediendo. Marcará de una forma diferente el ritmo del paso de las horas y los días. Será un período sin parangón. Si sobrevivo. He pasado por peores que esta, me digo con un inusual rayo de optimismo. Aunque sin duda será de lo más atemorizante que me haya tocado vivir. La incertidumbre se siente como una puñalada en el estómago. Aquí. Siempre conmigo.

Me conozco. Durante las primeras semanas sin reloj, revisaré cada tanto la hora en forma mecánica para encontrarme con el vacío en mi muñeca. Deberé aprender a estimarla según la cantidad de luz ambiente, el ruido del estómago, o bien, tendré que verla en el celular. A partir de ahora seré parte de los millennials, en lo que a uso de reloj se refiere.

¿Cómo será la vida los próximos meses? La zozobra me invade. Será un período para poner la vida en perspectiva. ¿Acaso no es eso lo que se suele hacer ante la posibilidad concreta de morir?

2.

Han pasado dos meses desde que el virus llegó a Chile y al menos cuatro desde que la enfermedad debutó en China. Se diseminó de manera subrepticia y veloz a bordo de aviones y barcos, sin aviso. Afectándonos a todos. Sintonizo las noticias sin poder apartarme de la pantalla. Resulta chocante dimensionar las cifras. Crecen incontenibles.

Los noticieros solo hablan de esto. Tal parece que no existe nada más en el mundo. Las guerras y catástrofes desaparecieron para dar paso a una infección viral de proporciones planetarias, que no admite rival en los titulares.

Es una locura, nos decimos los unos a los otros, mientras negamos con la cabeza sin dar crédito a esta desconcertante realidad. Aunque algo así podía llegar a suceder, nadie nos preparó para vivirlo.

Soy médico y en estas circunstancias esto puede ser lo peor. No solo por el mayor riesgo que implica el contacto con pacientes, sino porque se expone también a la propia familia. Miro alrededor. ¿La familia? El silencio es una mordida que no afloja. Solo yo habito este departamento. Observo los estantes con libros, el televisor, el control remoto al alcance. Sola. Por completo. Esto podría ser una ventaja, pienso, decidida a sacar lo mejor posible de esta experiencia.

No será fácil. Para nadie.

Conocer el cuadro clínico y las complicaciones de la enfermedad solo logra aumentar el terror. Mi terror. Los galenos conocemos bien los peligros. Pero algunos somos muy temerosos. Sujetos en alerta permanente.

Cuando leo sobre algunos líderes temerarios que insisten en vivir de un modo lo más normal posible, sin mascarillas y sin precauciones, siento náuseas. No comprendo el valor de la economía por sobre el de la vida. Me resisto a hacerlo. Tanta gente descuidada acabará en unidades de cuidado intensivo, poniendo en riesgo y sobrecargando a colegas que harán lo indecible para salvarles la vida, pese a todo. Tienen que hacerlo. Lo han jurado al gran Hipócrates. Aunque algunos de sus nuevos pacientes sean tan insensatos como para jactarse de su descuido en fotos con amigos y sin mascarillas que repletan sus redes sociales. Tal parece que se creen héroes, capaces de evitar el contagio. Dentro de ellos están los que creen y difunden absurdas teorías conspirativas que niegan la devastadora realidad y a la ciencia. Parece impensable que tanta gente adscriba a ellas. Pero ello ha sucedido muchas veces antes, con terribles consecuencias. Como decía Voltaire: “Aquel que puede hacer que creas absurdos, puede hacer que cometas atrocidades”. El ser humano tiende a creer en cuentos. Lo hemos hecho desde la época de las cavernas. No hace tanto tiempo atrás.

Recuerdo el día de nuestra graduación de la Escuela de Medicina. A Hipócrates como una presencia inefable, flotando etéreo sobre nuestras cabezas. La nueva generación de flamantes galenos, jóvenes, idealistas. Con una mano en el corazón y en la otra una tarjeta con el juramento para recitar al unísono, con emoción y seguridad. Al terminar la inolvidable y solemne ceremonia, ya era una más de la larga lista de médicos que me habían precedido y la primera de la familia. Mi padre. Mi primer pensamiento fue para él. Este momento era suyo, me dije, mientras se me inundaban los ojos intentando divisar a lo lejos a mi madre. Ella también lloraba orgullosa. Fue un día inolvidable.

Pero ahora, en estas feroces circunstancias, seguramente se ha librado un silencioso debate en la mente de todos nosotros entre juramento hipocrático y derecho al autocuidado. En especial cuando los servicios de salud no son capaces de proveer elementos de protección que hagan menos arriesgada nuestra labor. Todo paciente es portador potencial del virus y el período asintomático es demasiado largo. Hay tanto que desconocemos, lo que aumenta aún más el temor. Las imágenes que mostraban el rápido avance de la construcción de un gran hospital en China, en cosa de días, nos puso en alerta máxima. Lo que venía no era trivial. Y en nuestro país no estábamos preparados ni a la altura del desafío. Tampoco éramos capaces de construir un hospital de mil camas en tres semanas si era necesario.

El sagrado acto de ayudar a seres humanos en sufrimiento presenta un dilema. Si hago mi trabajo, podría ser a costa de enfermar yo misma. No me siento capaz.

Estoy ante una situación insólita para la mayoría de nosotros, acostumbrados al control. Control de la vida. De la enfermedad. Es la irrupción de un evento planetario capaz de desestructurar la rutina y las relaciones. Un organismo invisible que ataca solapado, con letalidad insospechada. Asesina a padres y abuelos en especial. Lo combatimos desarmados, en medio de una espesa neblina que no se disipará pronto.

Practicar así no es fácil, asusta al más valiente. Hipócrates no conocía de microbios. Cuando redactó su famoso juramento hace dos mil quinientos años, solo pensaba en el arte de la medicina y el bien del enfermo. Sin duda alguna hubiera creído inconcebible reflexionar sobre el miedo a practicar la medicina, como lo hacemos hoy dentro de nuestras cabezas.

Pero Hipócrates ya no está entre nosotros. Somos los doctores del siglo XXI, en Chile, intentando ayudar, pese a carecer de la protección para resguardarnos.

En mi caso no fue necesario hacer esta disquisición ética. Los sesenta años y un asma severa que vuelve sin ser llamada, me convierten en paciente de alto riesgo. He debido relegarme al más completo aislamiento en mi hogar.

Soy médico internista. Asustada hasta los huesos.

Pensar que el simple acto de inspirar, veinte veces por minuto como hacemos desde el nacimiento, puede dejar entrar a un asesino en nuestro cuerpo es algo escalofriante. Cuando llegue la hora, ¿seré parte del ochenta por ciento que se salvará? Es enloquecedor pensarlo. La vida se ha convertido en un barco en pleno naufragio, con la humanidad corriendo tras los insuficientes botes salvavidas.

Como les pasa a todos, los ingresos han mermado, pero también los gastos. Me acomoda ganar menos y trabajar menos. Evidentemente me considero una persona privilegiada. Aunque ingrese menos dinero, no faltará techo ni comida, ni acceso a salud de nivel aceptable si llega el caso. Soy organizada y he estado preparando mi retiro.

La gasolina durará mucho tiempo. Mi vehículo duerme solitario hace semanas en el subterráneo del edificio. La vida social ha eclipsado por completo. Al menos para mí. No he salido a cenar con colegas, amigos ni familiares en meses. Ni lo haré hasta que esto acabe.

Al decretarse la primera cuarentena, dejé de realizar la visita mensual a la peluquería para teñir mis abundantes canas. Ante la ausencia de eventos sociales tampoco he requerido comprar ropa. Suspendí viajes a dos congresos en el extranjero por la pandemia, uno en Portugal y otro en Tailandia. Es un montón de dinero ahorrado. Chile está tan alejado. Envidio a los europeos, que pagan pasajes tan baratos. El mundo entero es más accesible para ellos. En cambio, nosotros debemos hacer verdaderos periplos de largas horas para saltar la cordillera o atravesar el Pacífico. En mi caso, debo usar un anticoagulante profiláctico para evitar la temible trombosis venosa que me pueda matar durante o después del vuelo, pues padezco trombofilia. Según ya se sabe, es otra condición de alto riesgo para el COVID. ¿Habrá un lugar para mí en los botes salvavidas de este Titanic?

Los días se suceden. El encierro desdibuja las diferencias entre ellos. A veces me parece que todos son miércoles. Pese a que podría sentir el agobio de este encierro, la verdad es que lo disfruto. Me siento segura aquí. Cada día invento nuevas actividades, no me aburro.

Solo he trabajado a través de telemedicina. Algo que jamás había hecho antes. Las consultas presenciales no urgentes cerraron hasta nuevo aviso por la cuarentena. Aunque no hubiera sido así, yo habría optado por esta alternativa, para protegerme.

No sé cuándo me sentiré lo suficientemente segura para atender en consulta. No creo que sea pronto. Dudo tener el valor de hacerlo antes de que aparezca una vacuna eficaz. Podemos estar hablando de un año, dos. ¿Tres años? ¿Mil días sin salir? Se hace difícil de imaginar tal período de la vida en pausa. A veces es mejor no pensar en el futuro. Más que nunca solo es posible habitar el presente.

La rutina ha cambiado por completo. Tengo tiempo. En exceso. No sabía cuánto tiempo perdía en atochamientos. Ahora que no necesito conducir, me doy cuenta de cuánto me estresaba esta ciudad tan poco amable y neurotizante.

Es curioso vestir con bata blanca en la soledad de mi departamento. Nunca antes lo había hecho. Cuando llega la hora, me arreglo frente al espejo, moviendo las mechas de aquí y allá, para disimular las raíces blancas, cada día más notorias en la parte superior de la cabeza. Requiere arte hacerlo. Aún no decido qué haré con ellas. No he tenido ánimo de pensarlo.

Antes de instalarme frente al computador, cuido de que detrás se vea solo mi extensa biblioteca. Los gruesos tomos de los queridos Harrison y Cecil Loeb. La guía de antimicrobianos de Standford y tantos otros que, inmóviles, juntan el polvo de meses. No los he revisado hace mucho tiempo. Hoy en día toda la información necesaria está disponible en la red para ser consultada. No los elimino porque les tengo un afecto reverencial. Sin ellos me faltaría un lóbulo cerebral. También proveen un marco intelectual apropiado para mis atenciones. Están allí deliberadamente, para no entregar demasiada información de mi mundo íntimo. Para mostrar solo aquello que permito que vean de mí. No soportaría que los pacientes tuvieran acceso al sillón reclinable donde duermo extraordinarias siestas cuando empiezo a leer algunos libros, cuyos títulos no puedo recordar. Lo único que me dejaron fueron unos buenos ronquidos. Sí. Ronco. No es un fenómeno tan inusual en mujeres de nuestra edad. No me avergüenza.

Tampoco me parecería bien mostrar las cajas y cajas de botellas de carmenere apiladas en una esquina de mi escritorio y que tan útiles han resultado para relajarme. Compré tantos litros de vino como de alcohol gel. Me preocupa que puedan llegar a ver por casualidad los envases de Ravotril, regados al lado del computador en caso de necesidad inmediata y urgente. Por eso junto todas las pastillas en un frasco de plástico y así permanecen anónimas. Tampoco sería razonable que asistan a la secuencia interminable y obsesiva de fotografías familiares que ilustran la vida de mi único hijo, en decenas de fotos colgadas en la pared. Ellas muestran cada detalle de su crecimiento, desde que nació hasta llegar a los doce años. A partir de esa edad, Nico comenzó a imponer su voluntad y se negó terminante a que siguiéramos documentando su evolución. Supongo que quiso guardar sus espacios de intimidad que hasta entonces no parecía necesitar, pero que se le hicieron vitales al crecer. Cuando lo apuntábamos con la máquina se ponía de espaldas. Al comienzo con mi marido nos reímos. Después, su negativa nos sacaba de quicio. Luego empezó a poner caras horribles que hacían poco aconsejable el retratarlo. Podría haber sido confundido con un espécimen de homínido desconocido. Esto nos produjo mucha frustración. Toda la belleza de Nico sepultada bajo esa mueca horrible en la que se abría la boca con dos manos y se ponía bizco. Desde pequeño, nuestro hijo se acostumbró a dejar bien claros sus deseos y rechazos. Solo cabía respetarlos.

–¡Nico, te lo ruego! –exclamaba Pablo, frustrado.

–¿Ustedes creen que soy un mono del zoológico? –respondía demoledor.

–Después te vas a arrepentir de no tener fotos –reía yo.

Eran momentos felices. ¿Cómo se fueron quedando atrás? Alejo la mirada de las fotos y de la memoria. Aunque me gusta suspirar en tiempo pasado, ahora el presente tiene un latido estremecedor. La infancia de Nico se ha ido y Nico está lejos. Demasiado lejos.

La alarma del celular me trae al aquí y ahora de manera brutal. Es tiempo de atender la agenda de hoy. Los pacientes agradecen mucho la telemedicina. He evaluado a residentes del extremo norte y sur del país, que de otra manera no hubieran podido acceder a un especialista de la capital con tanta facilidad. Veo emoción y, sobre todo, expectativas en sus rostros. Algunos toman nota de cada detalle. La tarde pasa tan rápido. Disfruto mi trabajo. He visto ocho personas seguidas y han quedado felices. He podido resolver gran parte de sus problemas sin siquiera tocarlos. Eso sí, atender en esta modalidad resulta muy cansador. Debe hablarse lento, alto y modular mejor. Al terminar siento las cuerdas vocales agotadas.

Debo descansar. Mientras preparo un refrigerio, veo llamadas perdidas de Patricia en el celular. Hablamos a menudo, pero en este instante me resulta imposible forzar la voz. La llamaré más tarde. Patricia, mi amiga y poeta, me sugirió escribir un diario de la pandemia, apenas comenzó. Puede sonar fácil, pero angustiada por la impactante realidad, no he podido hacerlo. Solo viene a mí el miedo. El miedo a la soledad en los minutos finales de la vida. Me aterroriza morir asfixiada. ¿Qué podría escribir sobre ese pánico que no me abandona? Este se ha convertido en un personaje que vive conmigo. Intento alejarme de él, pero me persigue día y noche, inseparable.

En vez de un diario, escribo algunos cuentos apocalípticos que no logro finalizar. ¿Cómo puedo cerrar un cuento sobre la muerte si esta puede colarse por la ventana sin aviso en el mundo real?

¿Quiero pensar en ella o no?

Si pienso en ella tal vez la atraiga. O tal vez no.

Puede resultar morboso mirarla de frente cada día. En cada uno de mis movimientos. En la pantalla del televisor. En los encargos de víveres que llegan a mi puerta. En los pacientes que ya no tengo el valor de atender de forma presencial. En la preocupación permanente por la salud de mis seres queridos. La mayoría de la gente prefiere, sin duda, vivir ignorándola. Incluso si anda rondando, como lo hace ahora. Yo también. Percibo la terrible diferencia entre tratar con la enfermedad en un escenario normal, desde un lejano escritorio médico o entrar a codearse con ella, día a día, frente a frente. Afectando a los demás y a uno mismo.

Los escenarios en que se desenvuelven mis colegas son complejos. Casi no quedan camas disponibles en las unidades de cuidado intensivo del país, por ello no puedo arriesgarme a enfermar. Es obvio que necesitaría un respirador. Hasta el momento, todos están ocupados por quienes luchan por la última molécula de oxígeno que se les escapa. No. No puedo morir asfixiada. No puedo ponerme en la situación de necesitar un respirador.

Parece una pesadilla. Niego con la cabeza, aún incrédula, en medio de cavilaciones.

Nunca imaginé posible llegar a presenciar una época en que se analizaría el dilema de la última cama. Sin embargo, llegó el momento. El solo pensarlo es un doloroso golpe al espíritu. Aquel dilema era hasta hoy, tan solo un ejercicio de las clases de ética. Tan lejano como Marte.

¿A quién dársela? ¿A mí, una experimentada doctora o a una joven madre? ¿Y si ella fuera una criminal? ¿Tendría yo más derecho a salvarme?

¿A un abuelito de ochenta y cinco años que cuida a su hijo Down? ¿O a un hombre de treinta años, soltero, sin familia?

Hay infinidad de situaciones humanas, tan variadas como es posible. ¿Cómo decidir entonces?

Las decisiones que competen a Dios son ahora tomadas por acongojados colegas jóvenes mientras caminan por los asépticos pasillos de los hospitales y clínicas. Y son decisiones que deben tomarse contra el tiempo. Ninguno lleva reloj en la muñeca. Las manos agrietadas y enrojecidas de tanto lavarse. La nariz inflamada y herida por el tapabocas perenne. Las orejas adoloridas por sujetar tantas horas las ajustadas mascarillas contra la cara. La mirada inquieta. El temor a cometer el más mínimo error que los exponga a infectarse. Deben estar concentrados y conscientes de sus movimientos en cada instante. Alguna lágrima debe caer cuando toca dirimir a quién se le ofrece la posibilidad de seguir viviendo o a quién condenan a la muerte. Erigidos en salvadores, jueces y verdugos.

Bajo tantos elementos de protección personal, no es posible adivinar el drama interior que sufren junto a pacientes que no califican para el ventilador, o a tantos otros que mueren en soledad. Si uno ha de morir, al menos debería hacerlo dignamente, eso se nos enseña y ahora no podemos garantizarlo.

Mientras los colegas deciden, los enfermos se desesperan por un poco más de aire, hasta que las fuerzas se acaban y mueren. Agotados. Solos. Si esto no es el infierno, no sé qué es.

¿Acaso el título de médico en medio de este terrible escenario puede ser una ventaja?

Recuerdo los primeros días, cuando esta sorpresiva alteración de nuestras vidas llegó para acomodarse a sus anchas entre nosotros. Martín, un tío lejano, me telefoneó. Fue inusual. Hacía mucho que no hablábamos y si lo hacíamos, era siempre para preguntarme algo profesional. Jamás para saber de mí o de la familia. Esta vez estaba sano. Solo me pidió asegurarle una cama en la clínica donde trabajo por si llegaba a requerirla. Me limité a asentir para tranquilizarlo, sabiendo que algo así no dependería de mi intervención en absoluto. Tal vez ni siquiera podría conseguir una para apoyar a mis cansados pulmones si el sistema estuviera colapsado. Y es probable que eso suceda.

La muerte reaparece asomándose tras mi oreja, como truco de mago, saludándome. ¿Acaso no puedo dejar de pensar en ella?

Si muriera antes de terminar mis historias ¿qué quedaría de mí? Busco nerviosa entre mis escritos si hubiera textos comprometedores. No quisiera que nadie los leyera. He borrado muchos. En especial los relativos a mi exmarido. Sí. En especial esos. Narraciones de nuestra separación inevitable. Y antes, contando cómo era, cómo fue vivir a su lado. Siempre pensé que él jamás leería esos apasionados textos. Nunca le interesó.

Nunca pensado. Nunca escrito. Nadie herido.

Veinticinco años de matrimonio y ya diez meses de separados han seguido entregándome abundante material de escritura, muy íntimo.

¿Cómo reaccionaría Pablo si los leyera? Difícil saberlo. No quisiera herirlo. Ya bastante daño nos hicimos. Yo mediante la palabra, él mediante su silencio. Por eso es necesario destruir todo rastro. Aquello debe quedar en el plano gaseoso del pensamiento y esfumarse tras mi desaparición. Le sorprendería asomarse al nivel de cansancio nacido de tantos años juntos. No entendería que mis sentimientos sean tan volátiles, que soy capaz de sentir una rabia y un amor desmedido, al mismo tiempo, cuando se trata de él.

Nunca pensado. Nunca escrito. Nadie herido.

Vivo desde hace casi un año en un departamento de ciento cuarenta metros cuadrados y lo disfrutaba mucho, hasta que llegó esta nueva realidad. Ahora, la soledad asfixia. Literalmente. He extrañado la casa donde vivimos tantos años y su encantador jardín, iluminado por azaleas, rosas y dalias multicolores. Tener más espacio. Estar al aire libre.

No soy alguien muy sociable. Soy más bien introvertida.

Siempre me ha cansado la charla superficial sobre la vida de otros, que tanto ameniza los encuentros. Prefiero plantear temas científicos. Y, por supuesto, cuando comienzo a hablar de ellos, veo como todos van desapareciendo a mi alrededor. Aburro. Siempre. Tal vez por eso intervengo poco en las reuniones sociales. Tampoco tengo buena memoria con la gente. Suelo olvidar los nombres de los amigos, de las esposas, de los maridos o de sus hijos. No sé en qué trabajan o si se han separado. No retengo si alguien sufrió una pérdida. Tampoco si alguien tuvo un nieto. Esta extraña particularidad me hace elegir temas más bien impersonales o neutros al conversar, de esa forma no cometo errores. Tal vez esa sea la causa de mi tan exigua corte de amistades. Cuántas veces le pregunté a alguien por su marido para recibir un incómodo:

–Ya te he dicho que estamos separados hace tiempo. ¿Acaso no lo recuerdas?

Entre ambas se instalaba un ingrato silencio. No tenía el menor recuerdo. Cuántos bochornos similares sufrí. Por eso, es mejor hablar de ciencia o actualidad. Terrenos seguros para mí.

La mala memoria me ha preocupado siempre. Pero alrededor de la menopausia empeoró, haciéndome sentir muy insegura. Primero olvidé un iPad nuevo en el aeropuerto de Roma. Luego, le pregunté reiterativamente a Pablo si había hecho la revisión anual del auto. No sé cuántas veces se lo consulté en el curso de algunas semanas. Pero me detuve cuando me dijo desconcertado:

–¿Te sientes bien?

Claro que me sentía bien, pero no tenía noción de habérselo preguntado antes. Solo rememorar ese perturbador episodio me angustia. Estaba convencida de que se trataba del inicio de un Alzheimer.

El punto de inflexión fue olvidar la cita anual con la ginecóloga, que yo misma había confirmado la noche anterior con su secretaria. Después de aquello, consideré necesario investigar el estado de mis circunvoluciones cerebrales antes de no poder recordar ni mi propio nombre. Me sometí a la claustrofobia y los ruidos, que no dejaban de martillear la cabeza en una resonancia magnética durante tediosos cuarenta y cinco minutos. También a decenas de otros análisis.

A pocas cosas temo más que a olvidar. ¿Será como morir en vida? La dependencia cruel irrumpe. Se muere para los demás. Y todos mueren para uno al ser borrados de la memoria. Privado del recuerdo de relaciones cercanas y significativas, se flota desolado en un universo ajeno, incomprensible. Muerte y olvido. Sinónimos para mí.

Presencié lo devastador que esto podía ser en los últimos años de vida de mi abuela. De manera súbita, ella empezó a olvidar. Olvidaba palabras. Olvidaba nombres. Olvidaba hijos. Olvidaba nietos. Se borraban extensos episodios de su vida, con tenebrosos abismos que surgían en lugares donde antes existía tierra firme. Hasta que ella misma se desvaneció por completo. Nada quedó, puesto que somos aquello que une nuestros recuerdos con el presente.

Ella sentía terror. Era evidente.

Lo expresaba en un idioma extravagante y desconocido para cualquier otra persona, tal vez incluso para sí misma. A menudo gritaba histérica sin mediar razón. Otras veces, lágrimas de horror caían al suelo por los surcos de su tez inmaculada.

¿A qué temía tanto? No sabíamos. ¿Qué imágenes invisibles a nosotros proyectaba su mente?

Comenzó como si algo la hubiera secuestrado de sí misma. Fue un acto brusco. Violento. Ahora, otra mujer habitaba su cuerpo, cual envoltorio reducido y arrugado, que se iba degradando de manera progresiva e inevitable. Como no recordaba siquiera si tenía hambre o si había comido algo, fue adelgazando paulatinamente. Se redujo a su mínima expresión. Nada pudimos hacer para ayudarla. Ni siquiera aliviarla. Quedó capturada en un universo paralelo de confusión.

De pronto, ya no tuve la fuerza de volver a visitarla. Éramos dos desconocidas. Si ya no existíamos la una para la otra, ¿qué sentido tenía verla? De lo que habíamos ido bordando juntas a través de quince años, solo mi mente quedaba como testigo. Y me preocupé de grabar bien cada detalle, como una manera personal de honrar su vida.

¿Qué pasaría si yo perdiera la memoria? ¿En qué lugar acabaría mis días? Sola. Sin saber siquiera quién soy. Quién fui. A quiénes amé. Qué música o qué comida eran mis favoritas. Qué aventuras adornaron mi vida. Qué sueños fueron parte de mi esencia.

Y el vasto caudal de conocimiento que disfruté tanto ¿A dónde se iría?

Es la disolución de los recuerdos en el vacío interestelar.

Nada de mí quedaría, pensé con horror. Como la muerte.

Han pasado casi cuarenta y cinco años desde la muerte de mi abuela y estoy sentada frente a un neurólogo. Siento pánico al diagnóstico, pero me he armado de valor. Me examina en detalle, intentando dilucidar el origen de tan vaga sintomatología. Revisa los exámenes y la resonancia magnética del cerebro, informada como normal. Puedo notar que no cree en la magnitud del problema, pues dada mi profesión se subentiende una memoria superior al promedio. Me somete a pruebas cognitivas difíciles de sortear, tal vez por la angustia que me genera equivocarme.

Tras el concienzudo examen, debe rendirse a la evidencia y me rotula con el diagnóstico de déficit atencional del adulto o TDA.

Resulta que esta condición tan solapada me acompaña desde la infancia, cuando aún no había sido descrita en los libros. Me explica.

–La felicito, doctora Valencia, ha llegado lejos pese al evidente problema que tiene –me confiesa el especialista, con calidez y simpatía.

Sonrío con enorme alivio frente a una gran verdad revelada. Alivio al ver que he logrado sobreponerme a ella, aun con dificultad. Alivio de seguir perteneciendo al mundo de los que recuerdan y son recordados. Por ahora sigo siendo yo. Laura Valencia. Puedo entender cómo todo lo que he sentido tiene una explicación. Con enormes obstáculos. Por qué a lo largo del período escolar y universitario me resultaba tan extenuante y difícil memorizar contenidos. La causa de lapsus y olvidos que padezco con frecuencia. De mi incapacidad de retener elementos importantes de la vida de otros. De esos extraños paisajes inexistentes que a veces percibo y en los que me puedo perder por largo tiempo. Divagando. Procrastinando.

–Me tomó por sorpresa cuánta dificultad tuve para resolver las pruebas a que me sometió, doctor Reyes –digo–. No parecían ser tan difíciles y sin embargo apenas lo logré. Me preocupaba que mi inteligencia se hubiera esfumado –agrego.

Él me mira. Sonríe.

–No. Es que padece un perfecto TDA. Esta condición genera desorganización, le cuesta trabajo resolver los problemas que le planteamos y los cotidianos. Necesita aprender a desarrollar un método para guardar la información de manera que la pueda encontrar cuando la requiera –afirma seguro.

–Estoy sorprendida y feliz, después de todo no soy tonta –río.

En ese preciso momento recuerdo al odioso profesor de castellano de educación media, al que no le entendía nada. Por lo mismo sacaba pésimas calificaciones en sus pruebas.

Él siempre se refirió a algunos de sus alumnos como a seres algo estúpidos. Entre ellos, yo. Llevó las cosas tan lejos como para convencer al director del colegio de realizar un examen de coeficiente intelectual para nosotros, los burros de su clase. Fue una dolorosa ofensa pública e hirió nuestro frágil orgullo juvenil. Cómo temblaba yo aquel día, enfrentada al examen. Me sentía muy insegura. No podía fallar. Las preguntas me parecían imposibles de resolver. Cuando la tensión llegó al máximo, decidí copiarle a mi amigo Rodrigo Bustos, para asegurar un resultado de inteligencia normal. Cuesta entender hasta qué punto desconfiaba de mí misma. Yo era una excelente alumna y Rodri no. Aun así, me pareció que copiarle era la única manera de no quedar en ridículo frente a todos. Debía ocultar a toda costa mi déficit. Había trabajado muy duro para destacarme. Pero en el fondo sabía que todo me resultaba mucho más difícil que a mis compañeros. Y no comprendía por qué, lo que minaba profundamente mi autoestima.

De esa época me queda claro que, bajo estrés, toda inteligencia me elude.

Cuando el señor Castilla recibió los resultados del examen, con la información de que los burros del curso poseían una inteligencia algo superior a la normal, se puso rojo como tomate, rabioso. Nos observaba sin decir nada. Las mandíbulas apretadas. Con su extraño caminar, rígido y erguido, se acercó a cada uno de nosotros aguzando la mirada. Podíamos sentir su desagradable aliento pegado a la cara.

–¿Acaso copió, Bustos? ¿Y usted, señorita Valencia? –dijo dubitativo. Pero no claudiqué. En realidad, tenía ganas de reír a carcajadas. Él estaba descompuesto. Habíamos triunfado.