El avaro - Molière - E-Book

El avaro E-Book

Moliere

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Beschreibung

Estrenada en 1668, "El avaro" es una de las últimas obras de Molière, considerada actualmente una obra maestra de la literatura universal.

"El avaro" es una comedia en prosa en 5 actos, donde se analiza un defecto humano común y peligroso: la avaricia, encarnada en Harpagón. 
La historia se sitúa en París en el siglo XVII, en el hogar de una familia acomodada, donde, sin embargo, los hijos sufren privaciones económicas y afectivas, a causa de la mezquindad de su padre. Harpagón está enamorado de Mariana y pretende casarse con ella a pesar de que su propio hijo se constituye en su rival, ya que también está enamorado de la joven. El poder del protagonista radica en su dinero, con el que pretende comprar los sentimientos más puros, pero que se convertirá en su opresión y su ruina moral, ya que renunciará a todo por no perder lo material.

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Tabla de contenidos

EL AVARO

Personajes

Acto primero

Escena I

Escena II

Escena III

Escena IV

Escena V

Escena VI

Escena VII

Escena VIII

Escena IX

Escena X

Acto segundo

Escena I

Escena II

Escena III

Escena IV

Escena V

Escena VI

Acto tercero

Escena I

Escena II

Escena III

Escena IV

Escena V

Escena VI

Escena VII

Escena VIII

Escena IX

Escena X

Escena XI

Escena XII

Escena XIII

Escena XIV

Escena XV

Acto cuarto

Escena I

Escena II

Escena III

Escena IV

Escena V

Escena VI

Escena VII

Acto quinto

Escena I

Escena II

Escena III

Escena IV

Escena V

Escena VI

Notas

EL AVARO

Molière

Personajes

El personaje principal de la obra es HARPAGÓN, quien a lo largo de 5 actos escritos en prosa va transitando y mostrando la historia de un hombre con uno de los defectos más importantes de la humanidad, la avaricia. HARPAGÓN a lo largo de toda la obra de El avaro de Moliere siempre hace mención de ahorrar para el futuro, valorando mucho más al dinero que a él mismo y sus verdaderos intereses que nunca llegan a mostrarse porque nunca lo permite.

El libro es la representación de una familia adinerada de la ciudad de París, donde el argumento muestra a un padre que priva a sus hijos tanto de cosas materiales como afectivas.

Los otros personajes centrales que forman parte de El avaro de Moliere son:

CLEANTO: es el hijo de HARPAGÓN, y al igual que su padre está profundamente apasionado por Mariana.

ELISA: hija de HARPAGÓN, enamorada de VALERIO.

VALERIO: es el amante de ELISA.

MARIANA: mujer simple, sencilla y amante de CLEANTO.

ANSELMO: padre de VALERIO y de MARIANA.

FROSINA: mujer intrigante.

MAESE SIMÓN: corredor.

MAESE SANTIAGO: cocinero y cochero de HARPAGÓN.

FLECHA: criado de CLEANTO.

DOÑA CLAUDIA: sirvienta de HARPAGÓN.

MIAJAVENA y MERLUZA: lacayos de HARPAGÓN.

El COMISARIO y su ESCRIBIENTE.

La obra muestra el lado más mezquino y egoísta del ser humano, donde se lleva al extremo los problemas generados por el dinero y el poder, lo cual supera a todo tipo de sentimientos que se ven opacados y minimizados ante lo meramente material.

El autor maneja la sátira de un modo genial a lo largo de todo el libro, el cual mantiene atrapado al lector de principio a fin a través de un argumento con momentos brillantes.

Situación: La escena transcurre en París, en casa de Harpagón.

Acto primero

Escena I

VALERIO Y ELISA

VALERIO.— ¡Cómo, encantadora Elisa, os sentís melancólica después de las amables seguridades que habéis tenido la bondad de darme sobre vuestra felicidad! Os veo suspirar, ¡ay!, en medio de mi alegría. ¿Es que acaso lamentáis, decidme, haberme hecho dichoso? ¿Y os arrepentís de esta promesa, a la que mi pasión ha podido obligaros?

ELISA.— No, Valerio; no puedo arrepentirme de todo cuanto hago por vos. Me siento movida a ello por un poder demasiado dulce, y no tengo siquiera fuerza para desear que las cosas no sucedieran así. Mas, a deciros verdad, el buen fin me causa inquietud, y temo grandemente amaros algo más de lo que debiera.

VALERIO.— ¡Eh! ¿Qué podéis temer, Elisa, de las bondades que habéis tenido conmigo?

ELISA.— ¡Ah! Cien cosas a la vez; el arrebato de un padre, los reproches de una familia, las censuras del mundo; pero más que nada, Valerio, la mudanza de vuestro corazón y esa frialdad criminal con la que los de vuestro sexo pagan las más de las veces los testimonios demasiado ardientes de un amor inocente.

VALERIO.— ¡Ah, no me hagáis el agravio de juzgarme por los demás! Creedme capaz de todo, Elisa, menos de faltar a lo que os debo. Os amo en demasía para eso, y mi amor por vos durará tanto como mi vida.

ELISA.— ¡AH, Valerio! ¡Todos dicen lo mismo! Todos los hombres son semejantes por sus palabras; y son tan sólo sus acciones las que los muestran diferentes.

VALERIO.— Puesto que únicamente las acciones revelan lo que somos, esperad entonces, al menos, a juzgar de mi corazón por ellas, y no queráis buscar crímenes en los injustos temores de una enojosa previsión. No me asesinéis, os lo ruego, con las sensibles acometidas de una sospecha ultrajante, y dadme tiempo para convenceros, con mil y mil pruebas, de la honradez de mi pasión.

ELISA.— ¡Ay! ¡Con qué facilidad se deja una persuadir por las personas a quienes ama! Sí, Valerio; juzgo a vuestro corazón incapaz de engañarme. Creo que me amáis con verdadero amor y que me seréis fiel; no quiero dudar de ello en modo alguno, y limito mi pesar al temor de las censuras que puedan hacerme.

VALERIO.— Mas ¿por qué esa inquietud?

ELISA.— No tendría nada que temer si todo el mundo os viera con los ojos con que os miro; y encuentro en vuestra persona motivos para hacer las cosas que por vos hago. Mi corazón tiene en su defensa todo vuestro mérito, fortalecido por la gratitud a que el Cielo me empeña con vos. Me represento en todo momento ese peligro extraño que comenzó por enfrentarnos a nuestras mutuas miradas; esa generosidad sorprendente que os hizo arriesgar la vida para salvar la mía del furor de las ondas; esos tiernos cuidados que me prodigasteis después de haberme sacado del agua, y los homenajes asiduos de este ardiente amor que ni el tiempo ni las dificultades han entibiado y que, haciéndoos olvidar padres y patria, detiene vuestros pasos en estos lugares, mantiene aquí, en favor mío, vuestra fortuna encubierta, y os obliga, para verme, a ocupar el puesto de criado de mi padre. Todo esto produce en mí, sin duda, un efecto maravilloso, y ello basta a mis ojos para justificar la promesa a que he consentido; mas no es suficiente, tal vez, para justificarla ante los demás, y no estoy segura de que no intervengan en mis sentimientos.

VALERIO.— De todo cuanto habéis dicho, tan sólo por mi amor pretendo, con vos, merecer algo; y en cuanto a los escrúpulos que sentís, vuestro propio padre os justifica sobradamente ante todo el mundo; su excesiva avaricia y el modo austero de vivir con sus hijos podrían autorizar cosas más extrañas. Perdonadme, encantadora Elisa, si hablo así ante vos. Ya sabéis que a ese respecto no se puede decir nada bueno. Mas, en fin, si puedo, como espero, encontrar a mis padres, no nos costará mucho trabajo hacérnosle propicio. Espero noticias de ellos con impaciencia, y yo mismo iré a buscarlas si tardan en llegar.

ELISA.— ¡Ah, Valerio! No os mováis de aquí, os lo ruego, y pensad tan sólo en situaros favorablemente en el ánimo de mi padre.

VALERIO.— Ya veis cómo me las compongo y las hábiles complacencias que he debido emplear para introducirme en su servidumbre; bajo qué máscara de simpatía y de sentimientos adecuados me disfrazo para agradarle, y qué personaje represento a diario con él a fin de lograr su afecto. Hago en ello progresos admirables, y veo que, para conquistar a los hombres, no hay mejor camino que adornarse, a sus ojos, con sus inclinaciones, convenir en sus máximas, ensalzar sus defectos y aplaudir cuanto hacen. Por mucho que se exagere la complacencia y por visible que sea la manera de engañarlos, los más ladinos son grandes incautos ante el halago, y no hay nada tan impertinente y tan ridículo que no se haga tragar cuando se lo sazona con alabanzas. La sinceridad padece un poco con el oficio que realizo; mas cuando necesita uno a los hombres, hay que adaptarse a ellos, y ya que no puede conquistárselos más que por ese medio, no es culpa de los que adulan, sino de los que quieren ser adulados.

ELISA.— Mas ¿por qué intentáis conseguir también el apoyo de mi hermano, en caso de que a la sirvienta se le ocurriera revelar nuestro secreto?

VALERIO.— No se puede contentar a uno y a otro; y el espíritu del padre y del hijo son tan opuestos, que es difícil concertar esas dos confianzas. Mas vos, por vuestra parte, influid sobre vuestro hermano y servíos de la amistad que hay entre vosotros dos para ponerle de nuestra parte. Aquí viene. Me retiro. Emplead este tiempo en hablarle, y no le reveléis nuestro negocio sino lo que os parezca oportuno.

ELISA.— No sé si tendré fuerzas para hacerle esa confesión.

Escena II

CLEANTO Y ELISA

CLEANTO.— Me complace mucho encontraros sola, hermana mía, y ardía en deseos de hablaros para descubriros un secreto.

ELISA.— Heme dispuesta a escucharos, hermano. ¿Qué tenéis que decirme?

CLEANTO.— Muchas cosas, hermana mía, envueltas en una palabra: amo.

ELISA.— ¿Amáis?

CLEANTO.— Sí, amo. Mas, antes de seguir, ya sé que dependo de un padre y que el nombre de hijo me somete a sus voluntades; que no debemos empeñar nuestra palabra sin el consentimiento de los que nos dieron la vida; que el Cielo les ha hecho dueños de nuestros deseos, y que nos está ordenado no disponer de ellos sino por su gobierno; que, al no hallarse influidos por ningún loco ardor, están en disposición de errar bastante menos que nosotros y de ver mucho mejor lo que nos conviene; que debe prestarse más crédito a las luces de su prudencia que a la ceguera de nuestra pasión, y que el arrebato de la juventud nos arrastra, con frecuencia, a enojosos precipicios. Os digo todo esto, hermana mía, para que no os toméis el trabajo de decírmelo, ya que, en fin, mi amor no quiere oír nada, y os ruego que no me reprendáis.

ELISA.— ¿Os habéis comprometido, hermano mío, con la que amáis?

CLEANTO.— No; mas estoy decidido a hacerlo, y os emplazo, una vez más, a que no aleguéis razones para disuadirme de ello.

ELISA.— ¿Soy, hermano, una persona tan rara?

CLEANTO.— No, hermana mía; mas no amáis. Desconocéis la dulce violencia que ejerce un tierno amor sobre nuestros corazones, y temo a vuestra cordura.

ELISA.— ¡Ah, hermano mío! No hablemos de mi cordura; no hay nadie que no la tenga, por lo menos, una vez en su vida; y si os abro mi corazón, quizá sea a vuestros ojos mucho menos cuerda que vos.

CLEANTO.— ¡Ah! Pluguiese al Cielo que vuestra alma, como la mía…

ELISA.— Terminemos antes vuestro negocio y decidme quién es la que amáis.

CLEANTO.— Una joven que habita desde hace poco en estos arrabales, y que parece haber sido creada para enamorar a todos cuantos la ven. La Naturaleza, hermana mía, no ha hecho nada más adorable, y me sentí embelesado desde el momento en que la vi. Llámase Mariana y vive bajo el gobierno de una buena madre, que está casi siempre enferma y por quien esta amable joven experimenta unos sentimientos de cariño inimaginables. La sirve, la compadece y la consuela con una ternura que conmovería vuestra alma. Se dedica con el aire más encantador del mundo a las cosas que hace, y se ven brillar mil gracias en todas sus acciones, una dulzura llena de hechizos, una bondad muy atrayente, una honestidad adorable, una… ¡Ah, hermana mía, quisiera que la hubierais visto!