El ave de las Mil Historias - Kiyash Monsef - E-Book

El ave de las Mil Historias E-Book

Кияш Монсеф

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Beschreibung

Marjan Dastani es una joven que lleva una curiosa doble vida. Sólo unos pocos saben que, cuando no asiste a clase, viaja por el mundo cuidando de bestias míticas, enviada en misiones secretas por una oscura organización conocida como los Fells. En una tarea que la lleva a cruzar continentes y la pone en contacto con las bestias míticas más salvajes de todo el planeta, Marjan deberá localizar a la legendaria «Ave de las Mil Historias» antes de que alguien con planes más nefastos la encuentre. Pero cuanto más se relaciona con las criaturas míticas de este mundo, más peligro corre de perder a sus amigos y todo lo que la ata a la vida que ha conocido. «La historia de El Ave de las Mil Historias brilla por su fantasía, pero se cimienta en emociones llenas de autenticidad y corazón. Monsef crea mundos y criaturas que anhelas volver a visitar una y otra vez. Este libro me ha dejado atónita y cautiva para siempre». Erin A. Craig, autora de Casa de sal y lágrimas «Un mensaje inspirador de cómo todas las cosas están conectadas, y una saludable dosis de folclore y mitología». Booklist «Aventuras vertiginosas que se desarrollan en escenarios de una imaginación desbordante: una secuela asombrosa». Kirkus Review

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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Para Sibley

Para Tilden

Que sus corazones estén siempre llenos de aventuras,

y sus aventuras llenas de corazón.

EL AVEDE LAS MIL HISTORIAS

Érase que se era, érase que no era.

Todas las mañanas, en la antigua ciudad de Nishapur, dos niñas huérfanas alimentaban a los gorriones que se posaban cada noche en los enebros, los cotoneaster y los almendros.

La ciudad en aquellos días era rica en oro, especias y seda. Sus calles eran anchas y parejas, sus plazas bullían por el comercio y sus jardines florecían, exuberantes y fragantes, con jazmines y granadas. Pero la pobreza es siempre igual, hasta en la más próspera de las ciudades, y las huérfanas de nuestra historia eran pobres a más no poder. Vivían en la calle. Trabajaban a cambio de centavos y de trozos de pan seco y dormían en los jardines cuando nadie las ahuyentaba de allí.

Los gorriones eran sus únicos amigos, pues en aquella gran ciudad nadie quería la carga de cuidar a dos chiquillos más, y por si fuera poco, niñas. Pero los gorriones estaban agradecidos por las migas de pan y los poquitos granos que las huérfanas guardaban para compartir con ellos. Y un día les mostraron su agradecimiento enseñando a las huérfanas el lenguaje de las aves.

—Niñas —dijeron los gorriones—, os agradecemos vuestra bondad. Pero no podemos soportar más vuestro sufrimiento. Debéis buscar al Bulbul-e-Hazar-Dastan, el Ave de las Mil Historias. Él sabe todo lo que hay que saber y os reunirá con vuestras familias.

Ninguna de las niñas recordaba a su verdadera familia ni había soñado nunca con reunirse con ella. Lo único que habían conocido en su vida era el cruel orfanato donde se conocieron y las duras calles donde ahora vivían. Y, aunque no lo admitieran, o tal vez ni siquiera se dieran cuenta en ese momento, el canto de los gorriones tocó algo profundo en el interior de ambas: una secreta esperanza de que tal vez no estuvieran tan solas.

Y así, las dos huérfanas partieron en busca del Ave de las Mil Historias. Estaban confiadas y llenas de esperanza porque eran listas y valientes, y porque conocían el lenguaje de las aves, y porque para ellas el mundo sólo podía mejorar. Pero lo que los gorriones no contaron a las huérfanas fue que el Ave de las Mil Historias había sido hecho prisionero por una bruja y que era custodiado por un malvado gigante en el lejano castillo de Ven-y-Nunca-Te-Irás.

Puede que estos gorriones no supieran nada de la bruja, el gigante y el castillo de Ven-y-Nunca-Te-Irás. O puede que sí, y prefirieron guardarse estos detalles.

A veces, sobre todo al principio de un viaje, es mejor no saber esas cosas.

|  CAPÍTULO UNO  |

LA OTRA COSA QUE ME DEJÓ MI PAPÁ

Caía ceniza del cielo.

Descendía entre la sucia neblina color naranja en una llovizna dispersa de pequeños copos. Aterrizaba con quietud, más suave que las plumas, más ligera que la nieve. El polvo fino y pálido se acumulaba en parabrisas, hojas, pestañas, se introducía en fosas nasales, gargantas y pulmones.

A ciento cincuenta kilómetros de Berkeley el mundo ardía. Un rayo sin lluvia había caído sobre árboles secos, y el calor y el viento hicieron el resto. Ahora un bosque entero estaba en llamas y el aire tenía un gusto a agrio y chamuscado, y yo volvía a casa de la ferretería con rollos de cinta azul para pintar porque era lo que Malloryn Martell decía que necesitaba para su hechizo antihumo.

Cuando entré a casa, me quité la ceniza de los ojos y me la sacudí del pelo. Las partículas cayeron suavemente hacia el piso a través de un rayo de luz anaranjada de la tarde. Cerré la puerta tras de mí para evitar que entrara el aire viciado.

En la cocina se oía música calipso, una alegre y entusiasta voz de chica que cantaba al compás de la letra, y el ruido de la comida preparándose.

—¿Qué estás haciendo? —grité.

—Ensalada de pasta —dijo Malloryn desde la cocina—. Grace mandó un mensaje. Está en camino. También va a recoger a Carrie.

Entré a la cocina. Malloryn Martell, de rizos rubios y ojos grandes y brillantes, mezclaba un bol de pasta fría con puñados de pimiento fresco picado, chícharos congelados y frijoles blancos de lata. A sus pies, Zorro, su zorro gris, dio unos ladriditos a modo de saludo. Sus ojos ámbar brillaban igual que los de Malloryn.

—¿No estropearán el hechizo o algo? —pregunté.

—Claro que no —dijo Malloryn—. Entre más seamos, mejor. —Añadió a la pasta suficiente sal y un generoso chorro de aceite de oliva, volvió a revolverla, haciendo bailar sus rizos con cada giro de la cuchara, y la probó. Le ofreció un frijol a Zorro, que lo engulló con un placentero tamborileo de sus patitas sobre el linóleo. —Sello de aprobación —dijo Malloryn—. Pondré platos para todos.

Malloryn era una bruja, y una fugitiva (o, como ella decía, se estaba “tomando un descanso” de su familia), y también mi roomie, y mi amiga. Llevábamos casi un año viviendo juntas. Ella y Zorro —su “familiar”— dormían en la habitación contigua a la mía. En época de escuela, hacíamos la tarea juntas. Y en ocasiones, juntas salvábamos el mundo.

Cuando acabaron las clases al inicio del verano, se puso a trabajar de tiempo completo en la tienda de ocultismo de Oakland, donde ya trabajaba por las noches. Cuando no estaba haciendo eso, o reuniendo ingredientes para un encantamiento o un hechizo propio, normalmente estaba cocinando. Incluso me preparó un pastel arco iris sorpresa de cinco pisos para mi cumpleaños dieciséis y le escribió «Feliz cumpleaños, Marjan» con glaseado rosa en la parte superior. Era la primera vez que alguien me hacía un pastel desde que mi madre había muerto. Mis lágrimas me sorprendieron casi tanto como a Malloryn. Pero tal vez también hicieron que el pastel supiera mejor. O tal vez simplemente Malloryn era una buena cocinera. Supongo que ambas cosas podían ser ciertas.

La casa donde vivíamos había pertenecido a mi papá. Ahora era mía. Yo aún no estaba segura de quererla. Se sentía solitaria de una forma que era tranquila y abrumadora a la vez. Había recuerdos por cada rincón. Los pisos crujían. Todo era viejo. Pero no tenía muchas opciones. Y, entre la preparatoria y la Otra cosa Que Mi Papá Me Dejó, realmente no me quedaba tiempo para buscar otro lugar donde vivir.

Como sea, la casa era mejor con Malloryn. Ella hacía que la cocina oliera bien. Escuchaba música alegre sin forzarlo demasiado. Trabajaba en extraños proyectos que incluían velas y cristal marino y hierbas, ninguno de los cuales tenía mucho sentido para mí, y ninguno de los cuales parecía funcionar exactamente como se esperaba, pero todo ello hacía que mi vieja casa se sintiera cálida y sorprendente y distinta.

Malloryn metió la ensalada de pasta en el refrigerador y fue a poner la mesa del comedor. Busqué un vaso limpio y lo llené con agua del grifo. La garganta me dolía por el aire de afuera, pero el aire de adentro no era mucho mejor. Tomé un trago, me enjuagué la ceniza de la boca, la escupí y luego tomé otro.

Tap tap tap.

Un ruido en la ventana de la cocina me hizo brincar. Un petirrojo picoteaba el vidrio con espasmódica urgencia. Estaba posado en el alféizar de la ventana, con las plumas notablemente esponjadas.

Tap tap tap.

Su brillante ojillo negro se posó en el mío por un segundo, con una mirada tan intencional y precisa que me quedé sin aliento.

—Mal —la llamé por encima de mi hombro—. Ven a ver esto.

El ojillo del petirrojo se mantuvo fijo en el mío por un momento más, luego se volvió hacia otro lado, como si el mensaje que había venido a entregar, cualquiera que éste fuera, ya hubiera sido olvidado. Un instante después, extendió las alas y se fue volando.

—¿Qué pasa? —preguntó Malloryn, que regresaba del comedor con una cuchara en la mano.

—Un pájaro —dije—. Estaba golpeteando la ventana. Sentí como si me mirara.

Pegué mi cabeza contra el vidrio para tratar de ver hacía dónde había volado, pero ya había desaparecido sobre el alero.

—Probablemente quiera escapar del humo —dijo Malloryn—. Los confunde. Escuché que parvadas enteras están cayendo del cielo. Así nada más, muertos por agotamiento porque no saben dónde aterrizar. —Miró con tristeza hacia la ventana y después a la cuchara que traía en la mano, lo que le recordó que había dejado algo sin terminar en la otra habitación. La vi marcharse y después volví a asomarme una vez más por la ventana, como si un caótico pajarito, con todo el cielo al alcance de sus alas, fuera a regresar a tocar otra vez con su pico en mi sucia ventana.

Me di cuenta de que no había dicho exactamente lo que quería decir.

Lo que quería decir era que había sentido como si el petirrojo me estuviera buscando a mí.

Grace Yee llegó diez minutos después. Estacionó fuera de mi casa la traqueteante camioneta que amorosamente habíamos bautizado como la Ballena Azul y la apresuré a entrar para que la puerta no tuviera que estar abierta durante mucho tiempo. Grace hizo una exagerada expresión de náuseas.

—¿Dónde está Carrie? —pregunté.

—Lo intenté, Mar —contestó Grace—. Sólo es una clase en línea, pero ya sabes cómo es.

Yo sabía cómo era Carrie Finch: neurótica y siempre tratando de ser la mejor en todo. Eso a veces era encantador. A veces sus detallados apuntes de clase nos salvaban el pellejo. Y a veces era simplemente molesto.

Malloryn le ofreció a Grace un rollo de cinta, pero ella levantó una mano donde ya sostenía con firmeza un rollo de cinta azul.

—Traje la mía —dijo. Sus padres tenían una ferretería.

—Colóquenla en los bordes de las ventanas —dijo Malloryn—. En cualquier lado donde pueda haber una ranura.

—No te ofendas, Mal —añadí—, pero ¿estás segura de que esto realmente es un hechizo?

—Lo será si funciona —dijo, guiñándome un ojo. Tiró de un tramo de cinta de su rollo, lo cortó y lo pegó en la ventana que le quedaba más cerca—. Abracadabra —exclamó.

—Después lo harás en mi casa —dijo Grace y se puso a pegar cinta, moviendo la cabeza al ritmo de la música calipso de Malloryn.

Grace, Mal y yo teníamos un vínculo algo especial. A veces Malloryn nos llamaba un aquelarre. Quizá era verdad; Malloryn podía encontrar magia en cualquier lado. Ella y Grace me entendían de una forma que nadie más me entendía. Cuando yo me encontraba en compañía precisamente de estas dos personas, no tenía que guardar mis secretos con tanto ahínco. Podía relajarme, y fuera lo que fuese que estuviéramos haciendo —comprando víveres, haciendo la tarea, pegando cinta en ventanas viejas para que no entrara el humo de un incendio forestal—, el tiempo parecía rodearnos y pasar de largo. Y cuando esos momentos terminaban y alguien se tenía que marchar, el final siempre llegaba un poco demasiado pronto.

Luego de una hora de trabajo, habíamos sellados casi todas las ventanas de la planta baja. Grace se estaba sirviendo una segunda ración de ensalada de pasta. Malloryn estaba arriba, colocando cinta en las ventanas de su habitación. Y yo estaba fijando un pedazo de cartón en la boca de la chimenea cuando se oyeron los toquidos en la puerta.

Tap tap tap.

Los toquidos fueron cortos y secos, tres golpes rápidos y eficientes que sonaron por encima de las canciones isleñas y nos sacaron a todas de nuestro trance de cinta azul.

—¿Esperas a alguien? —preguntó Grace, mirándome fijamente.

Me puse de pie y me dirigí a la puerta. Malloryn se asomó desde la parte alta de las escaleras y le chasqueó la lengua a Zorro, quien se deslizó hacia la habitación del fondo. Grace me lanzó una mirada recelosa.

—No pasa nada, G —dije. Su única respuesta fue un gesto lleno de escepticismo. La insté a meterse a la cocina, donde estaría fuera de la vista. Después de un momento de un silencio aprensivo, sacudió la cabeza y se dirigió a la parte de atrás de la casa, dejándome sola.

Abrí la puerta.

Al otro lado estaba parado un hombre de mediana edad, de cabeza calva y redonda, que usaba un traje de color claro.

—Karl —dije.

—Marjan —replicó él con un acento ligeramente alemán. Un auto con el motor en marcha esperaba en la calle, bloqueando la entrada.

—¿Ahora? —pregunté.

Él asintió.

LA GRAN FAMILIAY EL PEQUEÑO DRAGÓN

Érase que se era, érase que no era.

Por muchas generaciones, una gran familia guardó un pequeño dragón dentro de una tetera de hierro.

El dragón siempre había sido pequeño, y hasta donde se sabe, siempre había vivido en la tetera. La familia, por otro lado, no siempre había sido grande, y ni siquiera había sido siempre una familia. Al principio sólo había un chico, un chico que gastó sus últimas monedas en una tetera de hierro porque creía que ésta cambiaría su suerte.

Y vaya que se la cambió. El dragón le dio al chico un propósito. Lo conectó con gente que lo necesitaba. Le abrió los ojos a un mundo de bestias fabulosas y de los humanos que las cuidaban. El dragón ayudaba a las criaturas más maravillosas a encontrar un hogar con personas cuyas vidas los llamaban a gritos. Ése era su don: reconocer a la gente valiosa. Y cuando el chico, ya anciano, posó finalmente la tetera por última vez, lo hizo en la amorosa compañía de sus muchos hijos y nietos, todos los cuales compartían su propósito, y el del dragón.

El dragón emparejaba a las criaturas imposibles del mundo con compañeros dignos, y la familia hacía el trabajo de reunirlos. Por muchas generaciones, la familia manifestó los deseos del dragón y protegió el maravilloso entramado de humanos y criaturas que abarcaba todas las culturas y las estaciones de la vida. Eran buenos en su trabajo. Y obtenían una recompensa por ello. Quizá no obtenían una recompensa tan grande como hubiera sido posible. Después de todo, un rey o un papa seguramente habrían ofrecido una fortuna mucho mayor por sus servicios que la que ofrecía un herrero. Pero los reyes y los papas suelen no ser la mejor compañía para las criaturas imposibles, como cualquier pequeño dragón te dirá de inmediato. Así que enormes fortunas a menudo fueron rechazadas, en favor de humildes obsequios. Aun así, había suficiente en los cofres de la familia para mantenerlos felices, o cuando menos seguros.

Pero las familias cambian, especialmente cuando suficientes fortunas han pasado intactas frente a sus ojos. Una familia, incluso una de buen corazón, puede hacer lo correcto pero sólo hasta cierto punto antes de poner a prueba la voluntad del mundo. En algún lado, a varias generaciones de distancia de aquel chico que sujetó la tetera por primera vez con sus manos temblorosas, esta familia se dio cuenta de que, si uno decide ignorar los deseos de un dragón en una tetera, no hay mucho que el dragón en la tetera pueda hacer.

¿Y en verdad el mundo era peor si un hipogrifo pasaba a las manos de un magnate ferrocarrilero en lugar de a las de un ingeniero ferrocarrilero? ¿Si de pronto un guiverno fuera vendido a un monarca en vez de a un molinero?

Queda por ver si esta familia, que llegó a dominar el fino arte de excusar su propia avaricia, hizo de éste un mundo peor. Puede ser que sí.

En algún lugar de la familia, sin embargo, un espíritu puro sobrevivió. Porque un día, uno de ellos liberó al dragón. Fue un acto de desafío, y también un acto de gracia. Y fue un acto de esperanza, esperanza de que esta familia, que había perdido el rumbo, de alguna manera encontrara un nuevo camino.

Pero la codicia es una mancha pegajosa que lleva a la ruina. Penetra el alma como el alquitrán en la ropa. Y esta gran familia se había revolcado en la codicia durante demasiado tiempo como para poder alguna vez liberarse de ella. Sin un dragón que los guiara, la única voz en sus oídos era la voz de su propia ambición.

¿Y quién habría de detenerlos? Tenían riquezas, poseían un conocimiento sin igual de las criaturas cautivas en el mundo y eran poderosos.

Y así, un acto de esperanza creó, por el contrario, un nuevo legado sombrío: una tetera y unos corazones vacíos por igual.

|  CAPÍTULO DOS |

ES. TAM. BUL.

-Necesito un minuto —dije—. Espérame aquí. Afuera. —Cerré la puerta, en parte por el aire contaminado y en parte porque había un mundo afuera y otro mundo adentro, y necesitaba mantenerlos separados. Malloryn y Grace sabían que yo no trabajaba del todo sola. Y creo que ambas sospechaban que mis empleadores no eran las personas más honorables. Pero hasta ahora, ni Grace ni Malloryn los habían conocido, y yo tenía la intención de que siguiera siendo así.

La mochila de viaje estaba en el piso de mi armario, exactamente donde la había dejado luego del último viaje. Adentro estaba mi pasaporte, un par de cambios de ropa y un poco de dinero para emergencias. Agarré la mochila y me dirigí hacia la puerta.

Parada frente a la escalera, Malloryn me interrogó con la mirada.

—Yo te avisaré —dije.

—Espera —exclamó ella. Corrió hasta su habitación y regresó con algo dentro de su mano—. Déjame ver tu muñeca.

Estiré un brazo y ella abrió la mano, revelando una cinta azul pálido. Procedió a atarla alrededor de mi muñeca.

—Como protección —dijo—. Igual que la cinta de pintar, pero para el peligro.

Apretó con fuerza el nudo de la cinta. Yo no sentí nada diferente.

Grace esperaba al pie de la escalera. Se había colocado entre la puerta y yo, con una expresión fiera en el rostro.

—No tienes por qué trabajar con gente sospechosa —dijo, lanzando una mirada de desconfianza hacia la puerta.

—Es la única forma —repliqué. Eso era verdad por varias razones, pero Grace tenía una mirada que podía hacerte dudar de ti misma, incluso si sabías que estabas en lo correcto.

—Nada de héroes, Mar —dijo.

—Ni siquiera sé lo que es un héroe —añadí, un poco demasiado casualmente. Ella me fulminó con la mirada y se negó a apartarse hasta que la tomé en serio—. No te preocupes, G —dije por fin—. Volveré pronto.

—Más te vale —respondió ella. Una acusación, una condena y una sentencia, todo a la vez.

El crimen: abandonar mi hogar en compañía de unos extraños de dudosas intenciones, irme muy lejos y hacer algo que probablemente sería peligroso.

Las víctimas: todos aquellos que me importaban, incluyéndome a mí.

Sentí que todos los ojos en la casa que no eran los míos apuntaban hacia mí. No sabía qué decirle a Grace, ni a Malloryn, así que simplemente desvié la mirada y me deslicé hacia la puerta, sintiendo la culpa retorcerse en cada articulación de mi cuerpo.

Karl seguía de pie donde lo había dejado. Parecía ligeramente aburrido. Yo me dispuse a salir, pero antes de poder dar un paso, una mano me sujetó por el hombro y me hizo a un lado, y Grace se interpuso frente a mi y adonde yo trataba de ir, tendiéndole a Karl un bolígrafo y una hoja de papel que sujetaba con un puño apretado y tembloroso.

—¿Qué es esto? —preguntó Karl—. ¿Quién eres tú?

—Yo soy su amiga —repuso con una voz tensa—. Y esto es un contrato. Y tú vas a firmarlo.

—Yo no firmo esas cosas —dijo Karl, confundido y ligeramente ofendido de una manera que resultaba algo divertida.

—Entonces mi amiga no irá contigo —advirtió Grace. Levantó más el papel y el bolígrafo hasta casi ponérselos en la cara, y lo atravesó con la mirada. Finalmente, Karl suspiró.

—¿Qué dice? —preguntó, arrebatándole el papel y el bolígrafo y observándola con recelo.

—Dice que protegerás a esta chica a toda costa y que la traerás sana y salva de regreso a casa. Y vas a firmarlo, o ella no irá a ningún lado.

—¿Cuánto tiempo llevas cargando eso? —susurré.

—Cállate, Mar —dijo Grace, lanzándole a Karl toda la fuerza de su mirada fulminante y voluntariosa.

—Esto no es jurídicamente vinculante —replicó él, incrédulo y nervioso—. No hay un notario. No hay testigos. Es totalmente inadecuado.

—No. Me. Importa —dijo Grace con firmeza—. Firma.

Karl levantó la vista del papel, miró a Grace, y volvió nuevamente al documento. Con otro suspiro, se dio por vencido. Garabateó algo en la parte baja de la hoja y se la devolvió a Grace con una mirada de fastidio.

—Ahora llegaremos tarde —me dijo, se dio la media vuelta y se dirigió molesto hacia el auto.

—Gracias —le susurré a Grace, y de verdad lo sentía, pero era difícil explicar exactamente qué le estaba agradeciendo. Ella lanzó una mirada amenazadora en dirección a Karl.

—No me agrada él —dijo—. No me agrada nada de esto.

—Tengo que ir —contesté—. Alguien necesita mi ayuda. Él me llevará allí. Así es como hacemos siempre. Está bien.

—Sólo prométeme —pidió— que si tienes que elegir entre lo correcto y lo que te traerá a salvo de vuelta a casa… prométeme que vendrás a casa.

Ahora me miraba con una silenciosa y terrible intensidad, urgiéndome a hacerle esa promesa.

—Okey —dije—. Lo prometo.

Satisfecha, Grace volvió a fulminar con la mirada a Karl. Yo tomé mi mochila y bajé los escalones hasta la banqueta y el auto estacionado.

—Ésa es una buena amiga —añadió Karl en voz baja cuando me acerqué.

—Sí —dije—. Lo es.

—Debes tener cuidado con los amigos —continuó.

—¿A qué te refieres? —pregunté, pero Karl sacudió la cabeza para indicar que no hablaría más.

Volví a mirar a Grace, sola, parada en la entrada de mi casa. No creo que haya esperado que la viera en ese momento, porque por un segundo no parecía feroz ni dura. Tenía los hombros caídos y un destello de preocupación en los ojos. Pero en cuanto se dio cuenta de que la estaba observando, enderezó la espalda y adoptó una expresión agresiva.

Nada de héroes.

Karl se aclaró la garganta con un dejo de impaciencia, luego señaló con un gesto hacia la oscuridad al interior del auto. Yo asentí débilmente en dirección a Grace y subí. La puerta se cerró tras de mí. Un momento después, Karl llegó al otro lado del auto y también subió.

—¿A dónde vamos? —pregunté.

—Estambul —contestó.

Estambul.

Las sílabas rebotaron dentro de mi cabeza durante todo el silencioso trayecto rumbo al aeropuerto. Karl me condujo rápidamente a través de la seguridad, después hacia la puerta de embarque, donde esperamos todavía en silencio. Cuando llamaron para pasar a nuestros asientos —uno en pasillo y uno en ventana arriba del ala, con un asiento vacío entre los dos— abordamos rápidamente, nos sentamos en silencio, volamos en silencio.

Karl era mi controlador. Era neerlandés. Le habían dado el empleo en la primavera, y supongo que era bueno haciéndolo, pero eso no significa que me agradara. Era rígido y sin sentido del humor y tan extraordinario como la sal de mesa. De hecho, era tan ordinario que, si lo estuvieras buscando activamente en una habitación, probablemente lo verías un par de veces sin notarlo antes de darte cuenta de que está allí. Fuera de dar instrucciones o de compartir información esencial, raramente hablábamos. Parecía disfrutar leyendo viejos libros polvorientos sobre historia oscura, eso cuando no estaba asegurándose de que yo no me perdiera de vista.

Era pariente lejano de mi antiguo controlador —de quien nunca hablábamos— y de todos los demás involucrados en este negocio, excepto yo. Una grande y turbia familia, con mucho dinero y muchos secretos. Se llamaban a sí mismos los Fell, y yo no les agradaba, pero me necesitaban para proteger sus bienes. De cierta forma yo también los necesitaba, porque ellos me ayudaban a encontrar a la gente que realmente me necesitaba. Tu familia y la nuestra, somos un ecosistema, había declarado Karl una vez, entrelazando sus dedos para demostrar, supongo, que de alguna manera encajábamos ordenadamente y en igualdad.

De cierta forma, tenía razón. Nosotros éramos un ecosistema. Pero no uno ordenado, y definitivamente tampoco en igualdad. Los Fell tenían todo el poder, todo el dinero y todas las conexiones. Yo, básicamente, no tenía otra opción más que ayudarlos, porque era la única manera en que podía hacer las cosas que tenía que hacer. Lo único que a Karl y su familia les importaba, a final de cuentas, era el dinero y la influencia, para protegerse a sí mismos y a su futuro.

¿Está mal ayudarlos?

Esa pregunta era un pez espinoso en el fondo del mar: un peligro que era mejor observar desde lejos, porque las espinas estaban cargadas de veneno.

Así que aquí estábamos. Sin hablarnos, desconfiando el uno del otro, pero todavía tratando, cada uno por sus propios motivos, de hacer el Trabajo juntos.

A mitad del vuelo, me volví hacia Karl y me aclaré ruidosamente la garganta. Él levantó la mirada del libro que estaba leyendo —éste parecía ser sobre la vida cotidiana en un pueblo medieval—, con los ojos ya entornados con recelo.

—¿Puedes decirme algo sobre el paciente? —pregunté.

Él dudó por un momento, intentando descubrir mis intenciones.

—Para no llegar completamente desprevenida —añadí.

—Es algún tipo de problema respiratorio —dijo por fin.

—Ah —exclamé yo. Habría tenido que parar allí, pero Karl simplemente parecía demasiado engreído, así que no pude resistir molestarlo un poco—. No podemos tener problemas respiratorios, ¿verdad? Quiero decir, un problema respiratorio bajaría el precio de venta en un veinte por ciento cuando menos, ¿cierto?

Karl frunció el ceño.

—¿Qué? —continué—. Dime que me equivoco. Dime que no es de eso de lo que se trata. Dime que realmente te importa el… —Casi dije “animal”, pero había algunas reglas que yo no iba a romper—… paciente.

—El paciente es tu responsabilidad —dijo Karl—. El resto no te incumbe.

—¿Hay un comprador? —pregunté.

—No —repuso Karl.

Volvió a su libro, satisfecho de haber tenido la última palabra. Yo volví a aclararme la garganta. Trató de ignorarme, pero después de un momento, volvió a fruncir el entrecejo y dejó el libro.

—¿Sí, Marjan? —dijo, con una paciencia forzada que me llenó de una discreta y mezquina alegría.

—¿Tendremos algo de tiempo libre, una vez que hayamos terminado? —pregunté—. ¿Como para ver un poco de la ciudad?

—¿Por qué preguntas eso? —repuso Karl, lanzándome una mirada sospechosa de reojo.

—Oh —añadí tranquilamente—, es que nunca he estado en Estambul. Me gustaría ver, ya sabes —miré la portada de su libro—, cómo es la vida de todos los días.

Hizo un leve gesto de enfado, lo que significaba que estaba pensando. Finalmente, suspiró con resignación.

—Veamos cómo resulta el trabajo —dijo. Volvió a su libro con el ceño fruncido.

Era un hilo muy fino el que yo estaba siguiendo. Un nombre que mi tío Hamid había mencionado alguna vez cuando le pregunté por la generación anterior a la de mi papá: un primo lejano que se había marchado de Irán y se había perdido de vista. Una dirección que nadie estaba seguro de que fuera la actual, porque ninguna carta que se mandara allí era respondida jamás. Sin promesas, sin garantías, sólo un vago “quizá”, en una ciudad que, hasta ahora, no tenía planes de visitar.

Estambul.

Es. Tam. Bul.

Tap tap tap.

Descendimos a través de una gruesa capa de nubes. El resplandeciente Bósforo y la deslumbrante Santa Sofia pasaron frente a la ventana, y Karl colocó un separador entre las páginas de su libro. Pasamos rápidamente por la aduana (los Fell eran muy buenos para algunas cosas) y tomamos un taxi. Poco tiempo después, abría la puerta de una pequeña pero funcional habitación de hotel cerca del centro de la ciudad, me dejaba caer sobre la cama y me quedaba dormida.

Temprano a la mañana siguiente se reunió con nosotros en el hotel un tipo un poco mayor que yo, de cabello rizado y oscuro, precavidos ojos color marrón y una expresión cautelosa y neutra. Nos saludó en silencio con una reverencia y nos llevó hasta un taxi que él había llamado.

Ya antes habíamos tenido contactos locales, cuando íbamos a lugares donde ninguno de nosotros hablaba el idioma. Normalmente eran así. Silenciosos. Discretos. No se presentaban ni hacían preguntas. No hacían contacto visual. Ocupaban en una habitación tanto espacio como una sombra.

Fuimos conducidos por una calle ancha y arbolada, con escaparates a todo lo largo de la manzana. Los letreros estaban escritos con letras que parecían familiares, pero con excepción de la palabra “burguer” en lo que parecía un restaurante de shawarmas, no pude entender nada de lo que decían. Había demasiados acentos y marcas extra, y las letras siempre parecían estar en el orden equivocado. Las palabras terminaban demasiado pronto o se extendían demasiado, o formaban sonidos que en ocasiones me recordaban a las palabras en farsi que conocía, aunque no estaba para nada segura de siquiera pronunciar correctamente las palabras en mi mente.

En las mesas al aire libre de un café se conversaba animadamente. Las aceras estaban abarrotadas de hombres en camiseta y camisa polo, mujeres con pañoletas en la cabeza y largas túnicas o gafas de sol y chaquetas de mezclilla. Giramos bruscamente hacia una pequeña colina cuesta arriba, y el pavimento se convirtió en adoquín. Dimos vuelta de nuevo, esta vez hacia un patio estrecho y sombreado, y nos detuvimos.

—Antes de continuar —le dijo Karl a nuestro guía—, haz favor de vendarte los ojos.

Dogan Ozgener estaba en sus treintas y tenía una apariencia triste y desaliñada. Todo en él —desde su cabello oscuro y despeinado, sus abundantes cejas y su barba rasposa hasta su arrugada ropa y sus largas y delicadas pestañas que me recordaban a las de mi papá— denotaba soledad y tristeza. Aun así, me sonrió cálidamente, nos condujo al interior del edificio y nos ofreció té.

Dogan vivía solo en un pequeño y oscuro apartamento de la planta baja que estaba lleno de piso a techo de cosas viejas. Sus padres, nos explicó, vivían en el piso de arriba. Por todos lados había libros, discos de vinilo, viejos televisores cuadrados y partes de computadoras. Una pequeña cocina en un rincón estaba repleta de ollas y sartenes, más de las que una persona que vive sola podría necesitar. Sobre una estrecha hornilla había dos teteras de metal, la más pequeña asentada sobre otra más grande. A cada quien nos trajo una taza de vidrio y un platito, y nos llevó a una pequeña mesa junto a la pared, que no era lo suficientemente grande para todos.

—¿Fuerte o suave? —tradujo nuestro guía. La venda estaba fuertemente atada sobre sus ojos. Eso no parecía molestarlo, pero dirigía sus palabras hacia el espacio vacío que se encontraba entre todos nosotros.

Karl lo pidió fuerte y yo pregunté si podía ser intermedio. Dogan se dirigió a la cocina y regresó un momento después con una tetera en cada mano. Sirvió en las tazas del contenido de la tetera pequeña. El té era del color del cedro, y su aroma ahumado se elevó y llenó el apartamento. A mi taza le añadió un chorro de agua caliente de la tetera grande, y el color en su interior se transformó en un ámbar profundo.

Mientras bebíamos, Dogan comenzó a hablar.

—Dice que está en su patio trasero —tradujo el guía—. Dice que siempre ha sentido que su trabajo era cuidarlo.

—Eso no es raro —apunté yo.

—Dice que apareció hace tres años —continuó el guía con voz neutra y precisa—. A sus padres no les agrada. No creen que sea justo que él se tenga que dedicar a cuidarlo en lugar de buscar una esposa… otra esposa. Ellos quieren tener nietos. Pero…

Dogan guardó silencio, y el guía también.

—¿Entonces estuviste casado? —pregunté.

—Fue un error —dijo el guía—. Dice que cometió un error. Terminó muy mal.

Dogan miró a la lejanía y sacudió la cabeza ante los fantasmas que encontró allí.

Yo apenas alcanzaba a ver el patio trasero. Era un humilde y sombreado pedacito de jardín, con unos cuantos arbustos rodeados por todos lados por las paredes del edificio de apartamentos. No parecía haber nada inusual o fuera de lugar.

—Tienes muchas cosas —dije.

—Demasiadas —dijo el guía, traduciendo las palabras tristes de Dogan—. Dice que no puede deshacerse de nada. Todo significa algo.

Dogan se levantó y de un estante tomó al azar un libro con las esquinas dobladas.

—Esto —dijo el guía—. Leyó este libro cuando estudiaba en la universidad. Un amigo se lo regaló, un buen amigo, al cual no ha visto en mucho tiempo. Cuando él observa este libro, ve el rostro sonriente de su amigo. Se siente más joven y más feliz, como era en aquel tiempo. Si me deshiciera de este libro, ese momento se perdería con él, y esa parte de su vida moriría.

Dogan se encogió de hombros y volvió a poner el libro donde lo había tomado.

—Aquí todo es así —añadió el guía.

Por un momento nadie dijo nada. Estaba la habitación, las cosas que había en ella, los recuerdos que contenían, y todo eso era pesado y silencioso.

—Cuéntame de tu amigo en el patio —dije.

EL CORDEROEN EL JARDÍN

Érase que se era, érase que no era.

El jardinero de un gran señor descubrió un brote inusual saliendo de la tierra en un apartado rincón de la propiedad. Su primer instinto fue arrancarlo, como haría con cualquier otra hierba, pero en el momento en que puso su mano sobre este brote tan particular, sintió que había algo distinto en él, algo especial.

Como el señor nunca visitaba ese rincón de su jardín, el jardinero decidió dejar que el brote creciera, para ver en qué se convertía. Y la verdad sea dicha, aunque este señor era bondadoso, no dejaba de ser un señor, y el jardinero no dejaba de ser un sirviente suyo, por lo que su vida y todo su trabajo le pertenecía al señor. Y el jardinero quería tener una cosa que le perteneciera sólo a él.

Todos los días cuidaba el brote, como hacía con el resto de las plantas, y todos los días el brote crecía. Se volvió grueso y fibroso. Desplegó sus raíces bajo el suelo, le salieron hojas y extendió sus ramas hasta formar un arbusto de lo más extraño con la forma de un cordero, con una cabeza y una cara y un cuerpo y piernas, todo unido al tallo que alguna vez había sido el pequeño brote.

Y entonces, un día, para sorpresa del jardinero, el arbusto alzó la cabeza y miró al jardinero a los ojos, y luego comenzó a caminar sobre sus temblorosas piernas de cordero, trazando despacio un pequeño círculo alrededor de su tallo.

No era difícil mantener oculto al cordero. El señor era un hombre muy ocupado y rara vez visitaba su jardín. Y cuando lo hacía, nunca llegaba hasta el rincón apartado donde el extraño cordero se había enraizado. Pero sólo para estar seguro, el jardinero reacomodó las plantas del jardín, de manera que el cordero siempre estuviera oculto a la vista. Sólo pasando entre dos espinosos rosales era posible que alguien viera a la pequeña criatura recorrer lenta y fatigosamente un círculo alrededor del tallo que lo mantenía enraizado al suelo para pastar la hierba que crecía debajo de él, y la avena y el forraje que el jardinero le traía. El cordero estaba a salvo, y el secreto del jardinero le pertenecía sólo a él, y tal vez él hubiera debido ser feliz.

Pero cuando cuidaba a la pequeña criatura, en ocasiones miraba sus extraños ojos e imaginaba ver allí algo que sufría y anhelaba. Así como el jardinero anhelaba tener alguna cosa que fuera suya, así, imaginaba, anhelaba el cordero un lugar más allá de los muros de este jardín.

Finalmente, el jardinero decidió que ayudaría al cordero, porque, aunque la criatura estaba a salvo, no parecía ser feliz. Vino al jardín una noche con una sierra y fue a cortar el tallo del cordero, que para entonces ya estaba seco y era casi tan duro como la madera. Pero en ese momento le surgió una idea. Si cortaba el tallo, el cordero sería libre; pero si era libre, entonces el jardinero ya no podría mantenerlo a salvo. El cordero podría marcharse, podría dejarlo a él y al jardín para siempre, podría perderse para el mundo.

Así que dejó la sierra e hizo un nuevo plan.

A la noche siguiente, agarró una pala y salió de los muros del jardín y encontró un lugar en los bosques cercanos que parecía similar al terreno donde estaba el cordero. Allí cavó un agujero lo suficientemente profundo para las raíces del cordero. Entonces regresó al jardín y desenterró al cordero. Lo levantó y pasó su tallo por encima de sus hombros, de manera que de un lado colgaba el cordero y del otro lado colgaba la bola de sus raíces. Así lo llevó cargando a través de las puertas del jardín y hasta el bosque, al lugar que había escogido para él. Y delicadamente, con cuidado, con todo el amor de un padre por su hijo, colocó las raíces en su nuevo hogar y las cubrió de tierra. Después volvió a casa y se fue a dormir, convencido de que había hecho lo correcto.

Al día siguiente regresó al bosque con un puñado de forraje y avena. Aunque los ojos del cordero brillaban ante las maravillas del ancho mundo, caminaba despacio y comió de mala gana su alimento. Aun así, el jardinero creía que había hecho bien en darle un nuevo hogar, y lo dejó para ir a cumplir sus deberes para con su señor.

Volvió nuevamente al otro día y los ojos del cordero seguían brillando, pero comió aún menos y caminaba en círculos aún más despacio. No obstante, el jardinero decidió ser paciente, lo alimentó y le dio agua como de costumbre, y se marchó.

Al tercer día, el jardinero regresó al nuevo hogar del cordero. Pero cuando llegó al bosque, el cordero había muerto. Sus raíces se habían marchitado en esta nueva tierra.

|  CAPÍTULO TRES |

OBJETOS EXTRAÑOS

El cordero del patio de Dogan era una masa enmarañada de enredaderas y hojas que envolvían un armazón de ramas en forma de cordero que de alguna forma parecía capaz de moverse lenta y fatigosamente. Su lana era un musgo o liquen que crecía en densos manchones a lo largo de las trepadoras que envolvían su cuerpo. Aquí y allá, flores de un rosa pálido brotaban entre las enredaderas. Sólo sus pezuñas —unas puntas de madera de color pardo verdoso, como ramas en ciernes— estaban descubiertas.

Cuando Dogan nos llevó afuera por la puerta trasera, el cordero levantó la vista de la hierba para recibirnos. Sus orejas eran unas anchas hojas que surgían de su larga cabeza triangular. Entre sus orejas, las ramas se retorcían sobre sí mismas para formar un cráneo. En la base del triángulo, un grupo de enredaderas se ocupaba de pulverizar un puñado de hierba con un movimiento circular, como de una boca. A ambos lados de su amplia frente, cerca de sus orejas, se abrían paso por entre las enredaderas y el musgo, dos flores doradas cuyos pétalos estaban dispuestos en forma de reloj de arena alrededor de un centro oscuro.

Las enredaderas y las ramas que formaban su cuerpo parecían juntarse en su vientre, haciendo un nudo que se estiraba en un tallo leñoso y retorcido que se anclaba en el suelo. El corderito nos observaba desde el extremo de su ronzal con sus extraños ojos de flor. Después de un momento, una pata trasera se levantó del piso, casi como si tuviera mente propia, y rascó distraídamente uno de los flancos.

Sentí la emoción de lo maravilloso. Incluso mi soso y aburrido chaperón guardaba otro tipo de silencio. Ese instante, cuando una cosa imposible se vuelve posible justo frente a tus ojos, nunca pierde la gracia.

La garganta del cordero sufrió un espasmo, lo que rompió el hechizo. Hizo un ruido rasposo y susurrante, como una ráfaga de viento entre las ramas de un árbol. Pasó un momento y lo hizo otra vez. Una tos, si es que las plantas pudieran toser.

—Lleva una semana haciendo eso —dijo el guía, traduciendo las palabras de Dogan—. Antes nunca lo había hecho.

—Okey —dije—. Veamos qué descubro.

Me aproximé despacio al cordero, con las manos extendidas, las palmas arriba, la mirada abajo. No se veía particularmente peligroso, ni parecía que fuera a llegar muy lejos si intentaba escapar. Pero un animal, en especial uno indefenso, merece saber que no vas a lastimarlo.

Los ojos de flor del cordero me seguían. Sus pétalos se entrecerraron ligeramente y se abrieron de nuevo cuando pasé por un rayo de sol. Dos huecos se ensancharon levemente justo encima de su boca, donde habrían estado las narinas si se tratara de un cordero real. Crucé el espacio que nos separaba con pasos lentos y cuidadosos, haciendo una pausa entre cada uno de ellos para asegurarme de que el cordero no entrara en pánico.

Por fin estuve lo suficientemente cerca para tocarlo. Giré una mano y levanté el dorso para que el cordero pudiera olerla. (¿Los corderos-planta pueden oler? ¿Existía otro nombre para lo que estaba haciendo? ¿Algún otro sentido de las plantas?) Con un ligero resoplido, fragante a tomillo y acedera, el cordero indicó su satisfacción, o al menos su aceptación a que me metiera en sus asuntos durante unos minutos. Su cabeza rozó mi mano, luego descendió de nuevo hasta la hierba que tanto parecía estar disfrutando.

—Aquí vamos —dije, tanto para el cordero como para mí misma, coloqué mi mano contra su follaje, y entonces nos conectamos.

La primera vez que me encontré con una criatura, este momento me sobrecogió. Yo entonces no sabía que hubiera algo especial en mí, y no tenía la menor idea de lo que estaba a punto de pasar. Con el tiempo aprendí, luego de un poco de prueba y error, a controlar las sensaciones cuando me llegaban, a dejarlas pasar despacio, como un grifo, de modo que se superpusieran delicadamente sobre las mías propias, en lugar de noquearme dejándome inconsciente. Incluso estaba aprendiendo a separarlas, a sentirlas una por una, en lugar de todas juntas a la vez.

Fui consciente de una multitud de sensaciones que no me eran familiares, pero al mismo tiempo me resultaban significativas. Un cosquilleo en la punta de mi lengua, alineado con una onda eléctrica que me recorría la espina dorsal. Un agradable calor que aumentaba y disminuía, aumentaba y disminuía justo debajo de mi piel. Una deliciosa anticipación brillaba hacía mí desde la dirección de la luz del sol, y un leve pulso que irradiaba en mi estómago parecía llegar de la tierra misma.

También pude sentir la conexión entre el cordero y Dogan. Había una consciencia obediente de su presencia, un sentido del tiempo construido en torno a sus llegadas y sus partidas, al ir y venir de su olor en el patio. Era incómodo ver a este hombre de esa forma tan extraña e íntima. Era descortés, como asomarse a la ventana de la casa de un desconocido. Pero el ritmo de sus idas y venidas, y las huellas que dejaba, eran la forma en que el cordero entendía su mundo.

Dejé que todo entrara, que diera vueltas dentro de mí, lo equilibré cuidadosamente sobre mi propia consciencia hasta que todo se volvió estable y pude abarcarlo por completo, al cordero y a mí.

—Ahí estás —susurré.

El cordero me miró abriendo un poco más los pétalos de sus ojos. ¿Había confianza en la oscuridad de esas pupilas de reloj de arena? ¿Me sentía de la misma forma que yo lo sentía a él? No podía saber cómo las criaturas me percibían a mí. Sólo sabía que algo se abría en mí para dejarlas entrar, y ese algo no se cerraba.

Sentí los tranquilos ritmos internos del cordero inundando los míos. Dejé que mi atención vagara delicadamente por sus funciones: el flujo de nutrientes, la captación de la luz del sol, la transferencia de oxígeno y dióxido de carbono, la recepción de información a través de los pétalos de las flores y los sistemas de raíces. Mi papá, cuando estaba vivo, me había enseñado técnicas de diagnóstico en su clínica veterinaria. Ésta era mi técnica de diagnóstico. Así era como yo entendía a las criaturas que conocía. Así era como yo les ayudaba.

Todas las sensaciones me resultaban desconocidas, pero nada se sentía fuera de lugar. No había incomodidad, ni ansiedad ni dolor. El cordero funcionaba como se esperaría que funcionara: una silenciosa monotonía de pasos lentos, alimentación lenta, respiraciones lentas. Yo también trabajaba como se esperaba: mi consciencia estable, a caballo, entre mi cuerpo y el cordero.

De pronto una contracción irregular explotó en el cuerpo del cordero, agitando mis pensamientos con tanta intensidad que tuve que hacer mi mayor esfuerzo para mantener la conexión. La tos estremeció mis costillas, y siguió escociendo en un rincón de mi pecho incluso después de que el ataque hubo pasado, como si una piedra o una púa se hubiera quedado atorada allí.

Respiré profundo y me reconcentré en la conexión. Allí estaba el flujo de la vida. Allí estaba la opaca regularidad de la salud.

—De nuevo —susurré—. Ahora sí estoy lista.

El cordero volvió a toser. Esta vez ya me lo esperaba, y sentí cómo la tos salía rasguñando desde aquel rincón lleno de púas. Un sitio justo detrás de las costillas del lado derecho. Deslicé mi mano por el pecho de la oveja y sentí el desgarrador impulso moviéndose más cerca.

—Encontraste algo —dijo Karl desde la orilla del patio—. ¿Qué es?

Su voz, y la punzada de maldad que la acompañaba, me sacudieron. Mi atención se tambaleó entre dos realidades separadas: una realidad pequeña y contenida donde los nutrientes fluían desde la apacible tierra y un objeto extraño incrustado al interior de un tórax cubierto de musgo, y otra realidad con Karl.

Quería decirle a Karl que guardara silencio, pero no valía la pena el esfuerzo. Ni siquiera valía la pena reconocer su existencia, no en ese momento, con una criatura bajo mi mano que necesitaba mi ayuda, con esa sensación punzante que comenzaba a desaparecer, con la ubicación que un momento antes había sido tan clara ya desdibujándose y perdiendo nitidez.

Tenía que actuar rápido. Ignoré a Karl y evité que mis ojos y oídos se ocuparan de las cosas que no podía controlar. En vez de eso, me ocupé de la única cosa que podía hacer mejor.

—Disculpa si esto se siente incómodo —le dije a la oveja. Delicadamente, pero tan rápido como me era posible, comencé a hacer a un lado las hojas, el musgo y las trepadoras de flores pálidas. Justo debajo pude ver la estructura de sus costillas, las gruesas enredaderas endurecidas formando una jaula redonda, y al interior de ella…

Lo extraño que era aquello me dejó sin aliento. Brillantes y coloridas estructuras, parecidas a frutas o vegetales, llenaban su cavidad toráxica. Entre dos sacos violeta que semejaban berenjenas, un bulbo de un rojo profundo latía con un pulso suave y regular. Calabazas amarillas y verdes y naranjas se encimaban unas con otras, y era evidente que todas cumplían con alguna función vital. Había montones de estructuras más pequeñas similares a frutas —rojas, verdes, negras—, y cada una estaba viva y cumplía su propósito.

—Eres tan extraño —le susurré al cordero.

La sensación punzante en el pecho de la oveja estaba cediendo, ocultándose entre los órganos y volviéndose más difícil de localizar. Pero yo sabía dónde estaba, lo suficientemente cerca. Deslicé un dedo, luego otro, entre las costillas del cordero, y cuando quedó claro que no le molestaba, comencé a manipular las estructuras, apartándolas cuidadosamente, siguiendo el eco de la tos.

Traté de ignorar el vértigo que me producían las sensaciones del cordero superpuestas sobre las mías: mis dedos volviéndose una presencia extraña dentro de un pecho que sentía como si fuera el mío, moviendo cosas que no debían ser movidas. No era doloroso, sino raro y desconcertante. No podía ignorar las sensaciones, pues ellas eran mi guía. Estaba persiguiendo la tos, la púa que pinchaba. Era más como si tuviera que ignorarme a mí y concentrarme sólo en el cordero y en mis dedos, hasta que descubrí un racimo de pequeños frutos anaranjados. Al centro del racimo, uno de los frutos había crecido más grande que los demás, y entonces se abrió. Al interior de su arrugada carne marrón había una semilla dura y rugosa, tan grande como mi pulgar.

—Lo tengo —dije. Tomé la semilla con ambos dedos y tiré de ella por entre las costillas de la oveja.

Volvió a toser mientras le acomodaba nuevamente el follaje sobre sus costillas, pero esta vez se sintió distinto. Imprecisa, tenue, una sombra de la tos que había sentido antes. Cerré mi mano alrededor de la semilla. Una extraña urgencia irradiaba de ella, por lo que, en cuanto estuvo fuera, la apreté fuertemente entre mi puño.

Me separé del cordero con la semilla en la mano. La consciencia superpuesta se fue y se disolvió en la nada, de modo que sólo quedaron el patio y mi propio cuerpo. La sensación de regresar a mí misma, de terminar una conexión, era como saltarse un escalón bajando una escalera.

—¿Y bien? —preguntó Karl.

—Creo que lo encontré —respondí una vez que hube recuperado el aliento—. Algo le estaba presionando el… bueno, es difícil de explicar. Como sea, ya lo arreglé.

La semilla en mi mano me transmitía una sensación propia, una especie de frecuencia musical que zumbaba en mis oídos y me hacía difícil pensar. La idea de mostrársela a Karl me generaba la misma incomodidad punzante que la semilla misma le había generado al cordero.

—Ya veo —dijo Karl, nada impresionado—. ¿Y ahora ya está sano?

—Debería estarlo —contesté.

Trataba de mantener mi voz uniforme, pero me resultaba difícil con el zumbido en los oídos. Sostuve la respiración y esperé que Karl no lo notara. Él miró al cordero, después a mí. Luego se encogió de hombros, satisfecho y aburrido. Cuando volteó hacia otro lado, deslicé la semilla dentro de mi bolsillo, y el zumbido desapareció.

Volví a pasar mi mano por el costado del cordero y sólo percibí un dolor leve donde había estado la semilla. El cordero sentiría esa molestia por algunos días. Y tal vez seguiría tosiendo un poco. Pero iba a sanar.

—Al comprador —dijo Karl por encima de su hombro— le dará mucho gusto.

La palabra “comprador” me hizo retirar la mano. La conexión se cortó. La helada sorpresa de la traición inundó mis venas.

—Es feliz aquí —objeté—. No quiere ser vendido.

—Como podrás recordar —añadió Karl con un tono frío y ligeramente acusatorio—, ya no recibimos órdenes de los animales. —Se volvió hacia el guía—. Por favor, infórmale a nuestro anfitrión que el cordero será vendido. Las condiciones serán justas.

—¿Y si no quiere venderlo? —pregunté—. Dile que puede escoger no hacerlo.

—Yo no se lo recomendaría —dijo Karl con voz paciente—. Parece un buen hombre, con mucha vida todavía por delante. El pequeño retraso que pudiera provocar al cierre de la venta no valdría la pena por todos los problemas que se acarrearía a sí mismo, y… —hizo una pausa y miró hacia lo alto del costado del edificio— …a sus padres.

El patio quedó en silencio. La amenaza oculta tras las palabras de Karl hizo eco en las paredes que nos rodeaban, volviéndose más grande, haciendo que el espacio se sintiera más pequeño y apretado.

El guía le habló lenta y cuidadosamente a Dogan. Vi coraje y resistencia en los ojos de Dogan, que miraban alternativamente al cordero y a Karl. Pero a medida que el guía siguió hablando, la expresión de Dogan cambió a una de silenciosa indefensión, y entonces supe, sin entender una palabra de lo que se decía, que los Fell habían ganado y que el cordero sería vendido.

Sacudí tristemente mi cabeza en dirección a Dogan. Hubiera querido decirle que no había sido mi intención que esto pasara. Que habría dejado la semilla donde estaba si eso hubiera evitado la venta. Que yo había sido engañada tanto como él. Pero ya no importaba. A sus ojos, yo no era mejor que Karl.

La mirada de pétalos del cordero se dirigió a mí.

—Lo siento —dije. Pero mis palabras no significaron nada, y un momento después volvió a su hierba, a su avena, a su pequeño círculo que era la única vida que había conocido.

—Bueno —añadió Karl. La palabra sonó abrupta e impertérrita, como si se estuviera disculpando para retirarse de la mesa. Juntó sus manos dando una palmada y las frotó para enfatizar su mensaje: Hora de irnos.

Miré a Dogan una última vez, deseando ver alguna traza de gentileza o perdón. Pero lo único que encontré fue una ira temblorosa y desesperanzada, y un hueco lleno de vergüenza donde habría tenido que estar mi corazón.

Afuera, en la calle, al guía se le permitió quitarse el vendaje de los ojos. Karl le entregó un sobre, y el hombre hizo una reverencia mientras se lo guardaba en el bolsillo. Después se dio la media vuelta y se alejó por el camino adoquinado, dobló en la esquina y desapareció.

Karl me hizo una indicación para que lo siguiera colina abajo, en dirección a la calle principal, como si nada hubiera pasado. Mirándolo, sentí la furia impotente de Dogan. No podía imaginarme volviendo al auto con Karl, ya no digamos pasar otro medio día en un avión.

—¿Quién es el comprador? —pregunté—. Quiero saber.

—No es de tu incumbencia —replicó Karl suavemente por encima de su hombro.

—Dime —insistí—. Me lo debes.

Se detuvo y se volvió hacia mí.

—Yo no te debo nada más que tu tarifa habitual —dijo—. Pero a manera de cortesía, y sólo por esta única vez, te mostraré.

Sacó su teléfono y me lo tendió. Había cargado la página de Wikipedia de un oligarca de Europa del Este de aspecto desa­gradable, dueño de un imperio de procesamiento de carne y, según los rumores, con conexiones al crimen organizado. Me observó mientras leía.

—No pueden hacer esto —protesté.

—Eres libre de explicárselo tú misma —repuso Karl, señalando con el entrecejo fruncido al rostro en el teléfono—. Estoy seguro de que es un tipo muy comprensivo.

—Literalmente, están llevando a una oveja al matadero.

—Son negocios —dijo Karl—. Puede ser que lo volvamos vegetariano.

—No es gracioso —contesté—. Me mentiste. Me engañaste.

—Entonces casi estamos a mano.

—¿De qué estás hablando? —pregunté.

Dio un paso en dirección a mí.

—Tienes algo en el bolsillo que no te pertenece.