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En El Banquete de Platón, especulación teorética y creación estética se imbrican de tal modo que resulta difícil encuadrarlo con exclusividad en la historia de la filosofía o en la de la literatura. Consagrado a discutir sobre el amor, tras sucesivas e insatisfactorias maneras de abordar la cuestión, se expone a través de Sócrates y su supuesta mentora, la sacerdotisa Diotima, la doctrina de amor platónico que en sucesivos grados de abstracción conduce a esa especie de unio mystica con la forma ideal de la belleza a la que llega el verdadero enamorado de las cosas bellas.
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Veröffentlichungsjahr: 2022
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PLATÓNEL BANQUETE O DEL AMOR
Título: El Banquete o del Amor
Autor: Platón
Título original: Συμπόσιον (Sympósion)
Editorial: AMA Audiolibros
© De esta edición: 2022 AMA Audiolibros
Email: [email protected]
Audiolibro, de esta misma versión, disponible en servicios de streaming, tiendas digitales y el canal AMA Audiolibros en YouTube.
Todos los derechos reservados, prohibida la reproducción total o parcial de la obra, salvo excepción prevista por la ley.
ÍNDICE
SOBRE EL AUTOR
INTRODUCCIÓN
SIMPOSIO
FIN
Platón fue un filósofo griego, alumno de Sócrates y maestro de Aristóteles, de familia noble y aristocrática. Platón (junto a Aristóteles) es quién determinó gran parte del corpus de creencias centrales tanto del pensamiento occidental como del hombre corriente (aquello que hoy denominamos «sentido común» del hombre occidental) y pruebas de ello son la noción de «Verdad» y la división entre «doxa» (opinión) y «episteme» (ciencia). Demostró y popularizó una serie de ideas comunes para muchas personas, pero enfrentadas a la línea de gran parte de los filósofos presocráticos y al de los sofistas (muy populares en la antigua Grecia) y que debido a los caminos que tomó la historia de la Metafísica, en diversas versiones y reelaboraciones, se han consolidado. Su influencia como autor y sistematizador ha sido incalculable en toda la historia de la filosofía, de la que se ha dicho con frecuencia que alcanzó identidad como disciplina gracias a sus trabajos.
Platón, que realmente se llamaba Aristocles, y cuyo seudónimo Platón significa el de espalda ancha —debido a que en su juventud había sido atleta—, era hijo de una familia que pertenecía a la aristocracia ateniense, concretamente a la familia denominada Glaucón. Su padre se llamaba Aristón, descendiente de Codro, último Rey de Atenas, y su madre Perictione, descendiente del legislador Solón y prima de Critias. Durante su juventud luchó como soldado en las guerras del Peloponeso, en las cuales Atenas salió derrotada, y el poder y la economía que ostentaba sobre el mundo griego cayó en las manos de Esparta. A los 21 años pasó a formar parte del círculo de Sócrates, el cual produjo un gran cambio en sus orientaciones filosóficas.
Tras la muerte de Sócrates, Platón se refugió en Megara, donde comenzó a escribir sus diálogos filosóficos. Sus conocimientos y habilidades eran tales que los griegos lo consideraban como hijo de Apolo y decían que en su infancia las abejas habían anidado en sus labios como profecía de las palabras melosas que salían de ellos.
Sus manifestaciones políticas, que en algunos casos eran irreverentes con la clase dominante, lo llevaron a prisión. Tras recobrar su libertad, Platón compró una finca en las afueras de Atenas, donde fundó un centro especializado en la actividad filosófica y cultural, al cual llamó Academia. Muchos filósofos e intelectuales estudiaron en esta academia, incluyendo a Aristóteles, que allí estuvo durante 20 años. Participó activamente en la enseñanza de la Academia y escribió sobre diversos temas filosóficos, especialmente los que trataban de la política, ética, metafísica, antropología y epistemología. El conjunto de las obras más famosas de Platón se han denominado Diálogos, debido a su estructura dramática de debate entre interlocutores, si bien varios epigramas y cartas suyos también han perdurado.
Platón también recibió influencias de otros filósofos, como Pitágoras, cuyas nociones de armonía numérica y geometría se hacen eco en la noción de Platón sobre las Formas; también Anaxágoras, quien enseñó a Sócrates y que afirmaba que la inteligencia o la razón penetra o llena todo; y Parménides, que argüía acerca de la unidad de todas las cosas y quien influyó sobre el concepto de Platón acerca del alma.
Platón murió en el 347 a. C., dedicándose en sus últimos años de vida a impartir enseñanzas en la academia de su ciudad natal.
Dice Platón en su obra: «He aquí, pues, el recto método de abordar las cuestiones eróticas o de ser conducido por otro: empezar por las cosas bellas de este mundo y teniendo como fin esa belleza en cuestión y, valiéndose de ellas como de escalas, ir ascendiendo constantemente, yendo de un solo cuerpo a dos y de dos a todos los cuerpos bellos y de los cuerpos bellos a las bellas normas de conducta, y de las normas de conducta a las bellas ciencias, hasta terminar, partiendo de éstas, en esa ciencia de antes, que no es ciencia de otra cosa sino de la belleza absoluta, y llegar a conocer, por último, lo que es la belleza en sí».
En El Banquete de Platón, especulación teorética y creación estética se imbrican de tal modo que resulta difícil encuadrarlo con exclusividad en la historia de la filosofía o en la de la literatura. Consagrado a discutir sobre el amor, tras sucesivas e insatisfactorias maneras de abordar la cuestión, se expone a través de Sócrates y su supuesta mentora, la sacerdotisa Diotima, la doctrina de amor platónico que en sucesivos grados de abstracción conduce a esa especie de unio mystica con la forma ideal de la belleza a la que llega el verdadero enamorado de las cosas bellas.
APOLODORO — EL AMIGO DE APOLODORO — SÓCRATES — AGATÓN — FEDRO — PAUSANIAS — ERIXÍMACO — ARISTÓFANES — ALCIBÍADES
APOLODORO. —Me considero bastante preparado para referiros lo que me pedís, porque ahora recientemente, según iba yo de mi casa de Faléreoa la ciudad, un conocido mío, que venía detrás de mí, me avistó, y llamándome de lejos:
—¡Hombre de Faléreo! —gritó en tono de confianza—; ¡Apolodoro!, ¿no puedes acortar el paso?
Yo me detuve, y le aguardé. Me dijo:
—Justamente andaba en tu busca, porque quería preguntarte lo ocurrido en casa de Agatón el día que Sócrates, Alcibíades y otros muchos comieron allí. Dícese que toda la conversación rodó sobre el amor. Yo supe algo por uno, a quien Fénix, hijo de Filipo, refirió una parte de los discursos que se pronunciaron, pero no pudo decirme el pormenor de la conversación, y sólo me dijo que tú la sabías. Cuéntamelo, pues, tanto más cuanto es un deber en ti dar a conocer lo que dijo tu amigo. Pero, ante todo, dime: ¿estuviste presente a esta conversación?
—No es exacto, y ese hombre no te ha dicho la verdad; puesto que citas esa conversación como si fuera reciente, y como si hubiera podido yo estar presente.
—Yo así lo creía.
—¿Cómo Glaucón; no sabes que ha muchos años que Agatón no pone los pies en Atenas? Respecto a mí aún no hace tres años que trato a Sócrates, y que me propongo estudiar asiduamente todas sus palabras y todas sus acciones. Antes andaba vacilante por uno y otro lado, y creyendo llevar una vida racional, era el más desgraciado de los hombres. Me imaginaba, como tú ahora, que en cualquier cosa debía uno ocuparse con preferencia de la filosofía.
—Vamos, no te burles, y dime cuándo tuvo lugar esta conversación.
—Éramos muy jóvenes tú y yo; fue cuando Agatón consiguió el premio con su primera tragedia, al día siguiente en que se sacrificó a los dioses en honor de su triunfo, rodeado de sus coristas.
—Larga es la fecha, a mi ver; pero ¿quién te ha dicho lo que sabes? ¿Es Sócrates?
—No, ¡por Júpiter! me lo ha dicho el mismo que se lo refirió a Fénix, que es un cierto Aristodemo, del pueblo de Cidátenes; un hombre pequeño, que siempre anda descalzo. Éste se halló presente, y si no me engaño, era entonces uno de los más apasionados de Sócrates. Algunas veces pregunté a este sobre las particularidades que me había referido Aristodemo, y vi que concordaban.
—¿Por qué tardas tanto en referirme la conversación? ¿En qué cosa mejor podemos emplear el tiempo que nos resta para llegar a Atenas?
Yo convine en ello, y continuando nuestra marcha, entramos en materia. Como te dije antes, estoy preparado, y sólo falta que me escuches. Además del provecho que encuentro en hablar u oír hablar de filosofía, nada hay en el mundo que me cause tanto placer; mientras que, por el contrario, me muero de fastidio cuando os oigo a vosotros, hombres ricos y negociantes, hablar de vuestros intereses. Lloro vuestra obcecación y la de vuestros amigos; creéis hacer maravillas, y no hacéis nada bueno. Quizá también por vuestra parte os compadeciereis de mí, y me parece que tenéis razón; pero no es una mera creencia mía, sino que tengo la seguridad de que sois dignos de compasión.
EL AMIGO DE APOLODORO. —Tú siempre el mismo, Apolodoro; hablando mal siempre de ti y de los demás, y persuadido de que todos los hombres, excepto Sócrates, son unos miserables, principiando por ti. No sé por qué te han dado el nombre de Furioso; pero sé bien que algo de esto se advierte en tus discursos. Siempre se te encuentra desabrido contigo mismo y con todos, excepto con Sócrates.
APOLODORO. —¿Te parece, querido mío, que es preciso ser un furioso y un insensato, para hablar así de mí mismo y de todos los demás?
EL AMIGO DE APOLODORO. —Déjate de disputas, Apolodoro. Acuérdate ahora de tu promesa, y refiéreme los discursos que pronunciaron en casa de Agatón.
APOLODORO. —He aquí lo ocurrido poco más o menos; o mejor es que tomemos la historia desde el principio, como Aristodemo me la refirió.
Encontré a Sócrates, que salía del baño y se había calzado las sandalias contra su costumbre. Le pregunté a dónde iba tan apuesto.
—Voy a comer a casa de Agatón —me respondió—. Rehusé asistir a la fiesta que daba ayer para celebrar su victoria, por no acomodarme una excesiva concurrencia; pero di mi palabra para hoy, y he aquí por qué me encuentras tan en punto. Me he embellecido para ir a la casa de tan bello joven. Pero, Aristodemo, ¿no te dará la humorada de venir conmigo, aunque no hayas sido convidado?
—Como quieras.
—Sígueme, pues, y cambiemos el proverbio, probando que un hombre de bien puede ir a comer a casa de otro hombre de bien sin ser convidado. Con gusto acusaría a Homero, no sólo de haber cambiado este proverbio, sino de haberse burlado de él, cuando después de representar a Agamenón como un gran guerrero, y a Menelao como un combatiente muy débil; hace concurrir a Menelao al festín de Agamenón, sin ser convidado; es decir, presenta un inferior asistiendo a la mesa de un hombre, que está muy por encima de él.
—Tengo el temor —le dije a Sócrates— de no ser tal como tú querrías, sino más bien según Homero; es decir, una medianía que se sienta a la mesa de un sabio sin ser convidado. Por lo demás, tú eres el que me guías y a ti te toca salir en mi defensa, porque yo no confesaré que concurro allí sin que se me haya invitado, y diré que tú eres el que me convidas.
—Somos dos —respondió Sócrates—, y ya a uno ya a otro no nos faltará qué decir. Marchemos.
Nos dirigimos a la casa de Agatón, pero antes de llegar, Sócrates se quedó atrás entregado a sus propios pensamientos. Me detuve para esperar, pero me dijo que siguiera adelante. Cuando llegué a la casa de Agatón, encontré la puerta abierta, y me sucedió una aventura singular. Un esclavo de Agatón me condujo en el acto a la sala donde tenía lugar la reunión, estando ya todos sentados a la mesa y esperando sólo que se les sirviera. Agatón, en el momento que me vio, exclamó:
—¡Oh, Aristodemo!, seas bienvenido si vienes a comer con nosotros. Si vienes a otra cosa, ya hablaremos otro día. Ayer te busqué para suplicarte que fueras uno de mis convidados, pero no pude encontrarte. ¿Y por qué no has traído a Sócrates?
Miré para atrás y vi que Sócrates no me seguía, y entonces dije a Agatón que yo mismo había venido con Sócrates, como que era él que me había convidado.
—Has hecho bien —replicó Agatón—; pero ¿dónde está Sócrates?
—Me seguía y no sé qué ha podido suceder.
—Esclavo —dijo Agatón—, llégate a ver dónde está Sócrates y condúcele aquí. Y tú, Aristodemo, siéntate al lado de Erixímaco. Esclavo, lavadle los pies para que pueda ocupar su puesto.
En este estado vino un esclavo a anunciar que había encontrado a Sócrates de pie en el umbral de la casa próxima, y que habiéndole invitado, no había querido venir.
—¡Vaya una cosa singular! Vuelve y no le dejes hasta que haya entrado.
—No —dije yo entonces—, dejadle.
—Si a ti te parece así, en buena hora —dijo Agatón—. Ahora, vosotros, esclavos, servidnos. Traed lo que queráis, como si no tuvierais que recibir órdenes de nadie, porque ese es un cuidado que jamás he querido tomarme. Miradnos lo mismo a mí que a mis amigos como si fuéramos huéspedes convidados por vosotros mismos. Portaos lo mejor posible, que en ello va vuestro crédito.
Comenzamos a comer, y Sócrates no aparecía. A cada instante Agatón quería que se le fuese a buscar, pero yo lo impedí constantemente. En fin, Sócrates entró después de habernos hecho esperar algún tiempo, según su costumbre, cuando estábamos ya a media comida. Agatón, que estaba solo sobre una cama al extremo de la mesa, le invitó a que se sentara junto a él.
—Ven, Sócrates, permite que esté lo más próximo a ti, para ver si puedo ser partícipe de los magníficos pensamientos que acabas de descubrir; porque tengo una plena certeza de que has descubierto lo que buscabas, pues de otra manera no hubieras dejado el dintel de la puerta.
Cuando Sócrates se sentó, dijo:
—¡Ojalá, Agatón, que la sabiduría fuese una cosa que pudiese pasar de un espíritu a otro, cuando dos hombres están en contacto, como corre el agua, por medio de una mecha de lana, de una copa llena a una copa vacía! Si el pensamiento fuese de esta naturaleza, sería yo el que me consideraría dichoso estando cerca de ti, y me vería, a mi parecer, henchido de esa buena y abundante sabiduría que tú posees; porque la mía es una cosa mediana y equívoca; o, por mejor decir, es un sueño. La tuya, por el contrario, es una sabiduría magnífica y rica en bellas esperanzas como lo atestigua el vivo resplandor que arroja ya en tu juventud, y los aplausos que más de treinta mil griegos acaban de prodigarte.
—Eres muy burlón —replicó Agatón—, pero ya examinaremos cuál es mejor, si la sabiduría tuya o la mía; y Baco será nuestro juez. Ahora de lo que se trata es de comer.