El beso ardiente - Laura Lee Guhrke - E-Book
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El beso ardiente E-Book

Laura Lee Guhrke

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Beschreibung

Linnet Holland no quería saber nada de cazafortunas. No, ella estaba decidida a casarse con un hombre que la amara. Pero, justo cuando estaba a punto de aceptar la oferta de matrimonio perfecta de un hombre al que apreciaba, irrumpió el libertino conde de Featherstone y lo estropeó todo con un beso ardiente. Jack Featherstone lo sabía todo sobre el pretendiente de Linnet y estaba decidido a impedir que aquella joven se convirtiera en presa de aquel miserable, como lo habían sido otras mujeres en el pasado. Pero, cuando su intento de salvarla arruinó la reputación de Linnet, comprendió que tenía que enmendar su error. De modo que decidió conquistar a aquella belleza y demostrarle que ese escándalo era lo mejor que podía haberle ocurrido. "Me encanta todo lo que escribe ella". Julia Quinn, autora best seller del USA Today.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2015 Laura Lee Guhrke

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El beso ardiente, n.º 215 - octubre 2016

Título original: Catch a Falling Heiress

Publicado originalmente por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Traductora: Ana Peralta de Andrés

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con persona, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Diseño de cubierta: Alan Ayers

I.S.B.N.: 978-84-687-8479-3

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Si te ha gustado este libro…

Para las adictas a Avon, por ser unas admiradoras tan leales y entregadas a la ficción amorosa.

Esta novela es para vosotras, con mis más sentidas gracias.

Prólogo

Londres, 1889

Solo algo realmente extraordinario podría llevar a un caballero a Londres a finales del verano. El calor era a menudo insoportable, el aire siempre nauseabundo y, una vez terminada la temporada, la posibilidad de compañía normalmente inexistente. Sin embargo, para el conde de Featherstone, la noticia de que su buen amigo, el duque de Margrave, había vuelto de África era suficientemente extraordinaria como para hacer que incluso un agosto en Londres mereciera la pena.

Jack viajó encantado desde el piso que tenía en París a su club londinense para asistir a una reunión con Margrave y sus tres mejores amigos. Desconocía entonces que aquella reunión al otro lado del Canal podría conducirle a un ajuste de cuentas que arruinaría a un miserable, pondría su vida del revés y arrojaría a una mujer hermosa a sus brazos. Si hubiera sabido todo aquello, no habría tardado tanto en llegar.

Fuera como fuera, cuando entró en el comedor reservado del White, sus amigos ya habían llegado.

—Siento llegar tarde, caballeros —se disculpó mientras cerraba la puerta tras él y recorría con la mirada a los otros cuatro hombres que estaban sentados alrededor de la mesa.

Lord Somerton fue el primero en hablar.

—Perdona que no nos sorprenda —respondió Denys mientras giraba en la silla para mirar a Jack por encima del hombro—. Siempre llegas tarde.

Jack rechazó con un gesto de mano aquel comentario, porque tenía una excusa indiscutible.

—Dadme una oportunidad, ¿de acuerdo? —pidió.

Le dio a Denys una palmadita no demasiado amable en la nuca, saludó con la cabeza al conde de Hayward y rodeó la mesa para dirigirse hacia el invitado de honor.

— Al fin y al cabo —continuó diciendo—, vengo desde París. He bajado del tren en Dover hace veinte minutos.

El duque de Margrave se levantó para saludarle y Jack estudió el aspecto de su amigo con una mirada rápida. Teniendo en cuenta todo lo ocurrido, Stuart no tenía muy mal aspecto.

—Así que te atacó un león, ¿verdad? —preguntó. Alzó la mano—. Con tal de divertirte, eres capaz de todo.

—Desde luego —el duque sonrió mientras se estrechaban la mano—. ¿Quieres una copa?

—Por supuesto. No creerás que he venido por ti, ¿verdad?

Jack tiró de la silla vacía que había al lado de su amigo.

—Entonces, caballeros —dijo, haciendo un gesto con la cabeza dirigido a los otros hombres que estaban a la mesa mientras se sentaba—, ahora que ya hemos dado la bienvenida al asesino de leones, ¿qué vamos a hacer esta noche? Asumo que lo primero que haremos será ir a cenar. Después, ¿jugar a las cartas quizá? Y, posiblemente, un paseo por los barrios bajos visitando los pubs de East End. ¿O buscaremos a las bailarinas más atractivas de los teatros de Londres y las haremos bajar de escena?

El marqués de Trubridge fue el primero en contestar.

—No haremos ninguna de esas cosas —declinó Nicholas, negando con la cabeza—. Ahora soy un hombre felizmente casado.

Nadie expresó su sorpresa por el hecho de que pasearse por los pubs de East End y frecuentar a bailarinas hubieran dejado de ser actividades del gusto de Nick. Sin embargo, su siguiente declaración sí fue una sorpresa, además de una excusa perfecta para un brindis.

—Y con un hijo en camino —añadió mientras tomaba su copa y la alzaba.

Llegaron inmediatamente las felicitaciones y se bebió a la salud del primer descendiente del marqués.

—Nick puede renunciar —dijo Jack mientras se pasaban la botella para volver a llenar los vasos—, ¿pero qué me decís los demás?

Miró en primer lugar al hombre que estaba a su lado. Al fin y al cabo, Stuart acababa de regresar de la selva. Estaba seguro de que agradecería un poco de diversión.

Pero, al igual que Nick, Stuart sacudió la cabeza, rechazando la propuesta.

—Mi esposa y yo nos hemos reconciliado.

Aquella nueva noticia fue recibida con un sorprendido silencio, porque Stuart y Edie habían estado distanciados durante años, prácticamente, desde el día de su boda. Al final, Jack no pudo menos que plantearle una pregunta obvia.

—¿Y estás contento con la situación?

—Pues la verdad es que sí. Me alegro de estar de nuevo en casa.

—En ese caso, estupendo —le tocó entonces a Jack alzar su copa—. Este va por el cazador que vuelve a casa.

Volvieron a vaciar las copas con aquel brindis y mientras se pasaban la botella para una nueva ronda, Jack volvió a intentarlo.

—¿Y qué se supone que vamos a hacer los demás? Los amigos felizmente casados sois una compañía terriblemente aburrida —miró a James y a Denys—. ¿No me digáis que a vosotros también os han atrapado?

—A mí no —respondió Denys inmediatamente—. Yo continúo siendo un soltero sin preocupaciones.

—Y yo también —añadió James.

Jack se alegró de poder contar con algunos de sus amigos.

—Bueno, por lo menos eso supone un alivio. Más tarde, dejaremos a estos dos… —se interrumpió y señaló a Stuart y a Nicholas—, y saldremos a divertirnos un poco, ¿de acuerdo?

—Vosotros tres podréis invadir todos los burdeles, tabernas y clubs de juego de Londres en algún otro momento, pero esta noche no —le advirtió Stuart, poniendo punto final a cualquier posibilidad de diversión—. No os he traído hasta aquí para que salgáis de juerga. Además, en agosto Londres es una ciudad mortalmente aburrida, así que no os vais a perder gran cosa.

—¿Entonces qué estamos haciendo aquí? —Jack se volvió hacia el hombre que estaba a su lado—. Además de ver tus cicatrices, oír todo lo que vas a contarnos sobre ese ataque y mostrarnos convenientemente impresionados por cómo te enfrentaste a los leones.

Stuart negó con la cabeza.

—No quiero hablar de eso.

—Tonterías —replicó Jack con incredulidad—. ¿Tienes la oportunidad perfecta para alardear y dices que no quieres hablar de ello? ¿Por qué no? —se inclinó hacia ambos lados sucesivamente para mirar alrededor de la mesa—. Los leones no se han comido nada importante, ¿verdad?

—Jones ha muerto.

Las palabras de Stuart desterraron cualquier intento de broma. Jack se enderezó en la silla desolado.

—¿Tu ayuda de cámara ha muerto? ¿Qué ocurrió? ¿También fueron los leones?

—Sí.

—Diablos —Jack exhaló un suspiro y se pasó la mano por el pelo—. Y yo aquí, diciendo frivolidades. Lo siento, Stuart.

Alrededor de la mesa comenzaron a oírse murmullos de compasión, pero el duque los cortó en seco.

—Hablemos de otra cosa, ¿de acuerdo? Caballeros, por maravilloso que sea poder volver a veros a todos, no es esa la razón por las que os he reunido aquí. Tengo algo que hablar con vosotros y quiero hacerlo antes de que volvamos a pasar la botella, porque este es un asunto serio.

Stuart alargó la mano hacia el maletín de cuero que tenía a su lado y sacó un fajo de papeles que dejó en el centro de la mesa. Con sus siguientes palabras, cualquier ilusión frívola que hubiera podido alentar a Jack a viajar a Londres en agosto desapareció.

—Quiero destrozar a un hombre —anunció Stuart, mirando alrededor de la mesa e ilustrando por fin a Jack—. Quiero humillarle y destrozarle. Completa y meticulosamente, sin piedad.

A aquel rígido pronunciamiento le siguió un estupefacto silencio, porque Stuart no era un hombre de carácter vengativo. Pero Jack sabía que jamás les habría pedido planificar la destrucción de un hombre a no ser que fuera justo y necesario. Dio su respuesta sin vacilar.

—Caballero —dijo, arrastrando las palabras y reclinándose hacia atrás en la silla para poder dirigirse al hombre que estaba de pie a su lado una insolente sonrisa—, eso se parece mucho a mi idea de diversión.

Denys soltó una tos.

—No es necesario decir que el hombre en cuestión se lo merece, ¿pero puedes decirnos por qué?

—De manera general, sí —respondió Stuart—, pero no puedo entrar en detalles. Y os aseguro que es una cuestión de honor. Y de justicia.

—Entiendo que los tribunales no pueden tocarle, ¿verdad? —aventuró James.

—No. Es norteamericano —añadió Stuart. Miró de nuevo alrededor de la mesa y detuvo la mirada en Jack—. Pertenece a la aristocracia estadounidense y su padre es un hombre muy rico y muy poderoso.

Al descubrirse bajo la reflexiva mirada de Stuart, Jack tuvo la clara impresión de que en aquella misión se le estaba pidiendo más a él que al resto de los hombres allí reunidos. Fuera como fuera, no le importaba. Stuart era su mejor amigo. Y, aunque estaba claro que lo que Stuart tenía en mente podría representar un reto, este sabía perfectamente que no había nada que espoleara más a Jack que un desafío.

—¡Puaj! —exclamó, mostrando su desprecio hacia los padres ricos y su poder.

Tras oír a su amigo, Stuart relajó los hombros y se inclinó hacia delante para apoyar las manos en la mesa.

—Caballeros, haría esto yo solo, pero no puedo. Necesito ayuda —se interrumpió y dirigió otra mirada alrededor de la mesa—. Y todos nosotros somos hombres de Eton.

Todos sabían lo que eso significaba, pero fue Nicholas el que expresó con palabras los firmes lazos de honor, deber y amistad que habían forjado en el colegio.

—No hay nada más que decir. ¿Qué quieres que hagamos?

El plan de Stuart era vago porque, como él mismo explicó, todavía estaba esperando a recibir más información de Nueva York, pero parecía envolver acciones en bolsa e inversiones de riesgo para permitir que la codicia y la avaricia de ese miserable se convirtieran en la causa de su destrucción.

—Dejar que ese canalla se destruya a sí mismo —murmuró Jack—. No me he equivocado. Será una diversión de proporciones épicas. ¿Y quién es ese hombre?

—Su nombre… —Stuart se interrumpió y tragó saliva, como si le resultara difícil contestar una pregunta tan sencilla—, su nombre es Frederick Van Hausen.

El odio que rezumaban aquellas palabras fue manifiesto, pero, aunque el nombre le resultaba familiar, Jack no fue capaz de ubicarlo. Nick lo hizo por él.

—¿Van Hausen? ¿No fue ese el hombre que arruinó la reputación de tu esposa antes de que la conocieras?

—Sí —la respuesta de Stuart fue cortante, un sonido casi gutural.

—Pero…

Nick se interrumpió, parecía perplejo, pero lo que fuera que viera en el rostro de Stuart sofocó cualquier otra pregunta que pretendiera formular. Negó con la cabeza.

—No importa.

James no tuvo tanto tacto.

—¿Quieres destrozarle por haber dañado la reputación de Edie antes de que te casaras con ella? ¿Pero qué importancia puede tener eso ahora?

—No es esa la razón por la que quiero su cabeza —respondió Stuart al instante—. Sé que es culpable de al menos un terrible delito del que nunca se le podrá acusar abiertamente. No puedo revelar los detalles porque el honor me obliga a mantenerlos en secreto, pero es posible que no sea el único delito que cometió. Y, si no le detenemos, es posible que en el futuro vuelva a cometerlo.

—Es posible que conozcamos los detalles de esos delitos por nuestra cuenta —señaló Denys.

Stuart admitió aquella posibilidad con un asentimiento de cabeza.

—Es posible y, en el caso de que así sea, comprenderéis plenamente los motivos de mi reserva y apreciaréis la necesidad de discreción tanto como yo —debió percibir las miradas de desconcierto que se cruzaron alrededor de la mesa porque preguntó—: ¿Mi negativa a proporcionar detalles puede influir en la decisión de ayudarme, caballeros?

—Por supuesto que no —respondió Jack, dirigiéndole a James una mirada penetrante—. Confiamos incondicionalmente en ti. Sea cual sea tu motivo, no tengo la menor duda de que es bueno.

—Perdona mi curiosidad —se disculpó James inmediatamente—. En el caso de que descubramos la verdad por nuestra cuenta, puedes contar con nuestra discreción.

—Gracias —Stuart bebió otro sorbo de whisky—. Van Hausen es un inversor de Nueva York. Está seriamente endeudado y se rumorea que no tiene el menor escrúpulo a la hora de utilizar el capital que arriesgan sus inversores para pagar deudas privadas, aunque siempre ha conseguido devolver el dinero a tiempo de evitar una denuncia. Si vosotros cuatro conformáis una alianza comercial a la que pueda sumarse, es posible que ceda a la tentación de gastarse ese dinero en cualquier otra cosa que le resulte irresistible. En el caso de que eso ocurra, cometerá un delito de malversación y, si conseguimos atraparle, podría ser acusado de ese delito.

—¿Has pensado en alguna inversión en particular que pudiera seducirle? —preguntó Denys.

—Estoy pensando en unas minas de oro en África. Si yo os proporciono la localización de las minas, podemos fingir después públicamente que nos hemos peleado y podéis plantear la formación de una empresa con Van Hausen en Nueva York como una manera de vengaros de mí. Van Hausen se lo tragará —Stuart se detuvo y tamborileó con los dedos y gesto pensativo en la copa que tenía en la mano—. Teniendo en cuenta cuál es su pasado con mi esposa, sospecho que disfrutará inmensamente pudiendo superarme en algo.

—Costará tiempo preparar algo así —señaló Nick.

—Sí. Uno de vosotros tendrá que pasar mucho tiempo en Nueva York, intentando establecer una relación con ese hombre, convirtiéndose en su amigo y ganándose su confianza. Yo estaría dispuesto a hacerlo, pero, por supuesto, Van Hausen no confiaría en mí ni en un millón de años.

Miró de nuevo a Jack y, en aquel de intercambio de miradas, se produjo una comprensión inmediata. Una comprensión basada en toda una vida de amistad que confirmó las suposiciones de Jack sobre lo que le estaba solicitando específicamente a él.

Y aceptó lo que Stuart estaba pidiendo sin esperar a que lo requiriera.

—Me parece una tarea perfecta para un Featherstone —bromeó, tomándose a la ligera el enrevesado pasado de su familia como estafadores y cazafortunas.

A pesar de que Stuart parecía haber pensado en él para que asumiera el papel principal en aquella tarea, su amigo también pareció sentirse obligado a advertirle en qué se estaba metiendo.

—Será un asunto largo, Jack. Podría durar un año, más, quizá.

—Una razón más para que sea yo el que se ocupe de ello —Jack clavó las patas de la silla en el suelo con un decidido golpe—. Yo soy el único de los que están aquí que no tiene responsabilidades ni obligaciones familiares.

—No será fácil. Tendrás que liderar el proceso de destrucción de un hombre cuando no puedo explicarte los motivos para hacerlo.

Jack miró al rostro de su mejor amigo, un rostro que conocía desde que ambos tenían cuatro años.

—No necesito razones. Tu palabra siempre ha sido suficiente para mí.

—Fingir amistad, ganarte su confianza, sabiendo en todo momento que estás ayudando a destruirle… será un infierno.

—Lo último que me preocupa a mí es el infierno, Stuart. ¿Por qué iba a importarme? —alzó su copa y sonrió—. El diablo nunca se ha preocupado del infierno.

Capítulo 1

Newport, Rhode Island, 1890

Desde que el Príncipe de Gales realizó una visita a los Estados Unidos allá por 1860, la mitad femenina de la alta sociedad neoyorquina se enamoró de la aristocracia británica. Mientras los millonarios americanos se quejaban de la típica caballerosidad británica, a la que consideraban ociosa y contraria al duro trabajo, sus esposas ideaban posibles emparejamientos y sus hijas soñaban con convertirse en condesas y duquesas.

Para cuando el conde de Featherstone arribó a sus orillas en otoño de 1889, el matrimonio transatlántico era ya algo común y, aunque el conde insistía ante toda la alta sociedad de Nueva York en que el propósito de su visita era estrictamente de negocios, las mujeres, pertenecientes o no a la alta sociedad neoyorquina, preferían dejar de lado ese inoportuno detalle. El conde era un hombre soltero y sin dinero, y «negocios» era un término muy vago.

Pero, aunque la insistencia de Jack en dejar claro que no estaba buscando esposa no impidió que las damas continuaran empeñadas en ilusionadas especulaciones, sí sirvió para asegurar a los caballeros de Nueva York que no estaba allí para arrebatarles a una de sus hijas. Como resultado, Jack pronto descubrió que no solo se le abrían las puertas de los salones de Nueva York, sino también los clubs de caballeros.

Un mes después de su llegada, ya le invitaban a todo tipo de acontecimientos sociales importantes y estaba al tanto de toda clase de cotilleos. Dos meses después, cenaba en el Oak Room y jugaba a las cartas en la House With The Bronze Doors. Al cabo de tres, Frederick Van Hausen y él estaban en Delmonico hablando de las posibilidades de inversión sobre una langosta a la Newberg, jugaban al tenis en el Club de Tenis de Nueva York y al golf en el recientemente inaugurado campo de St. Andrews.

Forjar una amistad con Van Hausen mientras planificaba su destrucción podría haber sido un trabajo tan infernal como Jack y Stuart habían temido, puesto que el americano parecía un tipo encantador, ingenioso, inteligente y de fácil trato. Pero apenas llevaban dos semanas hablando de capitales de riesgo, acciones y minas de oro cuando los agentes de Pinkerton localizaron a una antigua sirvienta de los Van Hausen llamada Molly Grigg, cuya salida de la casa había sido causa de rumores entre otros empleados. La curiosidad había llevado a Jack a entrevistarla personalmente, una entrevista que había revelado la clase de animal que se ocultaba bajo el aparente encanto de Van Hausen y había esclarecido el secreto que Stuart guardaba.

Después del descubrimiento de Molly Grigg, los hombres de Pinkerton habían encontrado a otras chicas como ella y, con cada una de aquellas entrevistas, a Jack le había parecido el infierno un lugar mucho más confortable. Sin embargo, aquello no hacía más fácil su tarea. Destrozar a un hombre, por depravado que fuera, no era algo que pudiera hacerse a la ligera. Era, además, un asunto complicado que requería tiempo, paciencia y reflexión. Y, para honrar los deseos de Stuart, la destrucción de Van Hausen requería que él cavara su propia fosa.

Aun así, para mediados de agosto, la fosa de Van Hausen estaba profundamente cavada y lo único que faltaba era la caída.

Sabiendo lo que estaba a punto de sucederle a Van Hausen al cabo de solo unos meses de trabajo, Jack esperaba poder sentirse satisfecho, pero, mientras estudiaba a su presa desde el otro extremo del opulento salón de baile de Newport, pensó en Molly Grigg, y en la duquesa de Stuart, y en todas las demás, y se recordó a sí mismo que todavía era demasiado pronto para cantar victoria. Cuando Van Hausen estuviera en prisión, entonces, quizá, podría permitirse alguna satisfacción al saber que se había hecho justicia. Pero, hasta entonces, no.

—¿Crees que lo sabe?

La pregunta hizo desviar a Jack la mirada de Van Hausen durante el tiempo suficiente como para mirar al vizconde Somerton, que permanecía a su lado.

—Lo sabe, Denys —contestó, y volvió a fijar la atención en el hombre que estaba en el otro extremo del salón de baile.

A través de los danzantes que giraban en la pista de baile, Jack advirtió la forma en la que Van Hausen se movía inquieto de un lado a otro, y también las miradas incómodas que dirigía a cuantos le rodeaban. Jack pensó en la última conversación que había mantenido con él, en cómo se había acercado Van Hausen unas horas atrás, intentando explicarse, suplicándole ayuda, pidiéndole que intercediera con el resto de inversores. Jack había experimentado un gran placer al negarse, pero, en aquel momento, estaba demasiado nervioso como para sentir alivio.

—Créeme, lo sabe.

Van Hausen se detuvo en medio de sus pasos y sacó su reloj de bolsillo. Como si estuviera ratificando la afirmación de Jack, la mano le tembló terriblemente cuando lo abrió para comprobar la hora.

—Lo siento, llego tarde —una nueva voz intervino en la conversación antes de que Denys pudiera contestar.

Ambos hombres miraron hacia atrás y vieron al conde de Hayward tras ellos.

—¡Pongo! —exclamaron los dos al unísono.

Al oír aquel odiado apodo de la infancia, el conde soltó un juramento.

—Me llamo James, canallas —les corrigió con los dientes apretados—. No Pongo, sino James.

Aquel recordatorio no impresionó lo más mínimo a sus amigos. Ambos se encogieron de hombros sin la menor sombra de arrepentimiento y desviaron de nuevo la atención hacia el hombre que estaba en el otro extremo del salón.

—¿Está aquí? —preguntó James, poniéndose de puntillas para mirar por encima de los hombros de sus amigos hacia la pista de baile y hacia los invitados que contemplaban a los danzantes.

—Es él —confirmó Jack—. Y está tenso como un gato caminando sobre ascuas —movió los hombros para aliviar la tensión—. Y no es el único. Yo también estoy bastante nervioso.

—Ya casi hemos terminado —le recordó James mientras se movía para ponerse a su lado—. Pero me sorprende que esté aquí. No creía que fuera a atreverse después de haber recibido el telegrama de Nick.

Aquel telegrama era la culminación del plan concebido por Stuart un año atrás, un plan que se había desarrollado tal y como el duque esperaba. Bajo la cuidada manipulación de Jack, Van Hausen había creado la empresa East Africa Mines, aceptando para ello los fondos de Jack, Denys, James y otros inversores. Como era de esperar, había especulado con esos fondos para intentar recuperarse de otras pérdidas y, en aquel momento, se encontraba atrapado por más pérdidas de las que podría pagar en su vida. Mediante un telegrama, Nick había exigido la presencia de Van Hausen en una reunión con los inversores de East Africa Mines que tendría lugar al cabo de tres días. En esa reunión, estaba obligado a devolver el dinero o a enfrentarse a una acusación de fraude y malversación de fondos. Había sido aquel telegrama el que había impulsado a Van Hausen a visitar a Jack horas antes ese mismo día.

—Creo que ninguno de nosotros esperaba que apareciera esta noche. La mayor parte de los inversores de East Africa Mines están aquí. ¿Quién habría pensado que tendría valor suficiente como para enfrentarse a todos nosotros después del telegrama de Nick?

Jack sacudió la cabeza.

—No es una cuestión de valor. Está intentando afrontar lo sucedido sin ninguna vergüenza.

—¿Pero con qué fin? —se preguntó Denys—. Teniendo en cuenta todas sus tácticas dilatorias y los rumores que James y yo hemos hecho correr desde que llegamos, todo el mundo sabe que está asfixiado. No puede devolver, ni a nosotros ni a nadie, todo lo que debe. Está atrapado.

Como si hubiera oído sus palabras, Van Hausen alzó la mirada y les vio en el otro extremo de la habitación. A la exagerada inclinación de cabeza de Jack, respondió con un ceño desafiante.

—Parece que vuestra amistad ha llegado a su fin —comentó Denys con cierta diversión.

—Sí, eso parece —se mostró de acuerdo Jack, y deseó que la desaparición de aquella carga le proporcionara algún alivio.

Pero, en cambio, sentía una creciente inquietud, una sensación parecida a la falsa calma que a menudo antecede a la tormenta.

—Ese hombre debe de tener una piel muy gruesa para mostrar tan abierta hostilidad hacia nosotros —dijo James—. Especialmente hacia ti, Jack. Debería saber que le sería más útil intentar aplacarte, dorarte la píldora y ganarse tu compasión. Como poco, debería estar pidiéndote que intercedieras por él con nosotros.

—Ya ha intentado todo eso —contestó Jack—. Ha llegado incluso a suplicármelo.

—¿De verdad? —James soltó un suave silbido—. ¿Y eso cuándo ha sido?

—Esta tarde. Me ha acorralado en el Yatch Club después de que os fuerais. Ha reconocido que no tiene los fondos, me ha pedido ayuda y me ha jurado por su vida que me devolvería el dinero si me encargaba de devolver el dinero a todos los demás. Me ha recordado nuestra amistad durante este último año y los buenos tiempos de los que hemos disfrutado.

Denys sonrió.

—¿Y cuál ha sido tu respuesta?

Jack se permitió una lúgubre sonrisa en respuesta.

—Le he dado los más calurosos recuerdos de parte del duque de Margrave.

Los otros dos hombres rieron, pero, al advertir Denys que Jack no reía con ellos, se desvaneció su propia diversión.

—¿Qué te pasa, Jack?

—No lo sé —se encogió de nuevo de hombros, intentando aliviar la tensión de los músculos—. Sabía que este momento tenía que llegar y pensaba que me alegraría, pero no es así.

—Es comprensible. Has tenido que mantener una amistad con ese hombre durante meses. No tiene que ser fácil —Denys le miró pensativo—. ¿Te arrepientes?

—¿De perder la amistad de Van Hausen? —emitió un sonido de desprecio—. Imposible.

—¿Entonces cuál es el problema?

Jack frunció el ceño. No sabía cómo expresar con palabras la inquietud que sentía.

—Ahora sabe que he estado jugando con él durante todos estos meses —contestó lentamente, pensando en voz alta mientras hablaba—. Sabe que East Africa Mines fue una trampa que preparamos a petición de Stuart y sabe que cayó directamente en ella. Sabe que se le ha tomado el pelo. Además, se siente acorralado, está desesperado. Temo lo que pueda llegar a hacer.

—No te preocupes —le tranquilizó James, sonriendo de oreja a oreja mientras le palmeaba la espalda—, te protegeremos.

—No es por mí por quien temo.

Al escuchar aquellas palabras, la sonrisa de James desapareció y tanto él como Denys se movieron incómodos, confirmando que la aprensión de Jack no era infundada. Ninguno de ellos había hablado con Molly Grigg, ni con ninguna de las mujeres que aparecían en los informes de Pinkerton, ni siquiera habían hablado entre ellos, y ninguno de sus amigos sabía que se había entrevistado con la mayor parte de esas mujeres, pero estaba claro que sus amigos sospechaban lo que él ya sabía. Que Van Hausen había hecho algo mucho peor con la duquesa que arruinar su reputación.

—No podemos preocuparnos por eso —dijo Denys al cabo de un momento—. Van Hausen siempre ha estado dispuesto a traspasar ese límite en algún momento. E incluso la menor frustración podría espolearle a hacerlo.

—Lo sé, pero antes estaba con él durante el tiempo suficiente como para vigilar de cerca sus actividades. No puedo estar completamente seguro, por supuesto, pero no creo que haya asaltado a ninguna otra mujer desde que estoy aquí. Sin embargo, ahora…

Jack se interrumpió y calló el verdadero temor que le estaba devorando las entrañas.

—Tenemos a los hombres de Pinkerton vigilándole cada minuto del día —apuntó James.

—Sí, y esta tarde incluso se lo he advertido yo. Pero los hombres desesperados hacen cosas desesperadas. Estoy preocupado.

—Aun así, ¿qué más puedes hacer? —preguntó Denys—. No podemos dormir delante de la puerta de su casa.

—Lo sé, lo sé —Jack suspiró y se frotó la cara con las manos—. Lo único que sé es que me alegraré cuando todo esto haya terminado.

Los otros dos hombres asintieron mostrando su acuerdo y Jack volvió a mirar al hombre que tenía frente a él. Cuando vio que Van Hausen se detenía, sacaba de nuevo el reloj de bolsillo y miraba hacia la puerta, se tensó y se puso inmediatamente en alerta.

—No deja de mirar el reloj. Estamos en un baile. ¿Por qué le interesa tanto la hora que es?

—A lo mejor solo está nervioso —sugirió Denys—. Como tú mismo has dicho, está acorralado, sin fuentes y sin recursos, y lo sabe. Con un poco de suerte, antes de que la semana termine estará en la cárcel. Seguramente, lo de comprobar la hora es solo una acción sin significado alguno nacida de unos nervios destrozados.

Jack no contestó, porque tenía toda la atención fija en el objeto de su conversación. Van Hausen había vuelto a guardar el reloj en el bolsillo del chaleco y estaba rodeando la habitación. Por un instante, pensó que realmente se acercaba a hablar con ellos, pero pasó por delante de los tres amigos sin dirigirles siquiera una mirada y se dirigió hacia las puertas del salón, donde se detuvo para saludar a una joven que acababa de entrar.

—O —musitó Jack, observando cómo atrapaba las manos de la joven entre las suyas— estaba esperando a alguien.

En el instante en el que vio a la joven, Jack comprendió por qué.

Su rostro, de forma simétrica y nariz y barbilla delicadas, era suficiente como para que cualquier hombre la considerara una mujer guapa. Al igual que la mayor parte de las jóvenes norteamericanas, tenía unos bonitos dientes, blancos y rectos, que mostraba en una resplandeciente sonrisa. Pero no fueron esas las facciones que dejaron a Jack sin respiración.

«¡Dios mío, qué ojos!», pensó, plenamente consciente de que estaba mirándola fijamente, pero sintiéndose incapaz de desviar la mirada, «qué ojos tan adorables».

Ligeramente hundidos y rodeados de unas gruesas pestañas castañas, parecían incluso demasiado grandes para un rostro tan delicado, pero era el color el que los hacía extraordinarios. Incluso a unos cuatro metros de distancia, podía discernirlo: un azul profundo e intenso, la vibrante tonalidad de los acianos al atardecer.

El pelo rubio, recogido en lo alto de la cabeza, acentuaba la largura y la elegancia de su cuello y sus hombros erguidos. Ajeno a las pinzas calientes que tantas otras mujeres empleaban para rizarlo, resplandecía bajo las arañas de cristal. Jack se descubrió de pronto preguntándose por el aspecto que tendría aquella melena cayendo libremente por sus hombros.

—Creo que tienes razón, Jack —dijo Denys a su lado—. Estaba esperándola.

Jack no contestó, tenía toda la atención puesta en aquella joven. Por encima del escote de su vestido de baile, un escote suficientemente pronunciado como para hacer arquear algunas cejas en el tranquilo y estirado Newport, se apreciaba una vasta cantidad de su piel cremosa. Jack bajó la mirada y reparó entonces en la estrechez de su cintura y en sus caderas bien torneadas, ocultas bajo la seda rosa, y pudo imaginar perfectamente que bajo aquellas faldas se escondían unas piernas fabulosas.

¿Pero quién era aquella mujer?

Alzó de nuevo la mirada hacia su rostro, un movimiento que no le ayudó en absoluto a identificarla. Aunque había pasado casi un año congraciándose con la alta sociedad neoyorquina, no la había visto nunca. Porque, en el caso de que la hubiera visto, se acordaría.

—¡Por Dios! —musitó James— .Qué chica tan guapa.

Era evidente que muchos otros hombres compartían su opinión, porque una fugaz mirada alrededor del salón le indicó a Jack que su llegada no había pasado inadvertida al resto de varones reunidos en el salón. Y, lo más importante, Van Hausen estaba entre sus admiradores, porque conservaba todavía sus manos entre las suyas.

Jack se volvió hacia sus amigos.,

—¿Quién demonios es esa mujer?

Ambos negaron con la cabeza, pero fue James el que habló.

—Eres tú el que has estado viviendo aquí, ¿no lo sabes?

Jack le dirigió a James una mirada cargada de impaciencia.

—De verdad, Pongo, ¿crees que si lo supiera te lo habría preguntado?

—No tienes por qué enfadarte —James se volvió de nuevo hacia la puerta—. ¿Te has fijado en sus ojos?

—Creo que cualquier hombre se fijaría en esos ojos —señaló Denys con ferviente admiración, desviando también la mirada hacia la que se había convertido en el tema de conversación.

—¿Podéis dejar de mirarla los dos boquiabiertos durante el tiempo suficiente como para concentraros en lo que de verdad importa? —siseó Jack, cada vez más preocupado—. No sabemos quién es esa mujer, pero es evidente que Van Hausen lo sabe.

Volvió a mirarla y, en aquella ocasión, vio algo más que un rostro maravilloso y una silueta voluptuosa. Vio cariño en su forma de sonreír a Van Hausen y poco entusiasmo en su intento de liberar sus manos. Vio un vestido de baile muy caro, además de unos magníficos diamantes rosas rodeando su esbelto cuello y brillando entre los delicados heliotropos que adornaban su pelo. Quienquiera que fuera, era evidente que era alguien que tenía dinero. Y Van Hausen necesitaba dinero desesperadamente en aquel momento.

Los hombres desesperados, se recordó a sí mismo, hacían cosas desesperadas.

El momento de lucidez llegó como un fogonazo y supo entonces que Van Hausen no solo pretendía evitar la trampa que le habían tendido, sino también cómo pretendía hacerlo. Jack soltó una maldición, una maldición suficientemente alta como para que sus amigos la oyeran.

—¿Jack? —Denys le dirigió una mirada interrogante—. ¿La has reconocido? ¿Sabes quién es?

—No —contestó sin dejar de mirar a la joven—. Pero os aseguro que pretendo averiguarlo.

Capítulo 2

Habiendo pasado un año lejos de su casa, Linnet Holland esperaba descubrir que muchas cosas habían cambiado durante su ausencia. Sin embargo, no fue así, excepto en el caso de Frederick Van Hausen, que parecía haberse transformado en su ausencia.

Aparentemente, seguía siendo el mismo Frederick de siempre, un hombre rubio, de ojos castaños y rostro infantil, pero sus formas diferían tanto de las del hombre que recordaba que casi tenía la sensación de estar hablando con una persona diferente.

—Linnet, mi queridísima Linnet —dijo, quizá ya por cuarta vez—. Cuánto me alegro de verte.

—Lo mismo digo.

Por agradable que fuera recibir tan calurosa bienvenida, comenzaba a resultarle también algo violenta, porque no estaba acostumbrada a tanta efusividad por parte de Frederick. Habían compartido algunos pícnics, fiestas y bailes a lo largo de los años, pero Frederick tenía diez años más que ella y, aunque Linnet había estado locamente enamorada de él cuando era una jovencita, él jamás había alentado aquellas ilusiones adolescentes. Lo más que le había ofrecido había sido un indulgente cariño. Hacía mucho tiempo que Linnet había renunciado a cualquier idea romántica sobre él. Jamás habría predicho que, al regresar de Europa, la miraría a los ojos con expresión ardiente y sostendría sus manos entre la suyas.

—La señora Dewey me aseguró que vendrías al baile esta noche —le estaba diciendo mientras ella intentaba acostumbrarse a aquel nuevo y menos contenido Frederick—, pero, como acabas de regresar, no estaba seguro de que fueras a hacerlo —tensó sus manos enguantadas alrededor de las de Linnet—. Me alegro mucho de que hayas podido venir.

—El barco en el que vinimos desde Liverpool atracó ayer, y hemos llegado desde Nueva York en el tren de la mañana. Todavía no hemos tenido ni un solo momento de respiro —miró a su alrededor, advirtiendo que había otras amistades esperando a saludarla, e intentó apartar las manos sin éxito alguno—. Frederick, tienes que soltarme —dijo, riendo—. La gente comienza a mirarnos.

—Déjales, no me importa.

El asombro de Linnet debió de reflejarse en su rostro, porque Frederick se echó a reír y cedió.

—¡Oh! Haré lo que me pides, Linnet, pero me alegro de verte y no me importa que los demás lo sepan.

Linnet frunció el ceño, todavía confusa.

—Frederick, ¿has estado bebiendo?

Aquello arrancó otra carcajada de Frederick.

—No, aunque la verdad es que el verte me hace sentirme un poco achispado—. Pero… —se interrumpió e inclinó la cabeza—. Escucha.

—¿Que escuche qué? ¿Te refieres a la música?

—Claro que me refiero a la música, tontuela. Es un vals —volvió a agarrarle la mano—. Baila conmigo.

Comenzó a tirar de ella hacia la pista de baile, pero se detuvo casi inmediatamente.

—¡Oh! Pero probablemente le habrás prometido a alguien este baile. Seguro que viene alguien a protestar, estoy seguro —miró por encima de su hombro—. Habiéndote convertido en una mujer tan atractiva, seguro que tienes el carnet de baile lleno por adelantado.

—Al contrario —alzó la mano para mostrarle la tarjeta en blanco que llevaba atada a la muñeca—. Ni un solo nombre. Ya sé que es sorprendente —añadió, quitando valor a sus propias palabras con una risa—, pero el orgullo me impele a recordarte que acabo de llegar. Mis docenas de pretendientes todavía no han tenido oportunidad de hacer cola —terminó en tono de ligereza.

Frederick no rio con ella. En cambio, la miró con ojos ardientes e intensos.

—Eso significa que, por una vez, soy el primero de la fila —señaló hacia la pista de baile—. ¿Bailamos?

La condujo hacia allí y pronto estuvieron girando por la pista al ritmo de una alegre melodía.

—¿Qué te ha parecido Europa? —le preguntó.

—Al principio, me parecía maravillosa. Los lagos italianos son preciosos en verano. El invierno también fue agradable, puesto que para entonces estábamos en Egipto. Las pirámides son increíbles, de eso puedes estar seguro. Pero un año es mucho tiempo para estar fuera y, para cuando llegamos a Londres para la temporada, estaba demasiado nostálgica como para apreciarlo.

—¿De verdad sentías nostalgia?

—¡Oh, sí! Echaba de menos los pícnics en Central Park, y las comidas en la playa, y a todos nuestros amigos. Y dormir en mi propia cama, y tener un verdadero cuarto de baño con agua caliente. Y echaba de menos nuestros muffins.

—¿Los muffins? —soltó una carcajada—. Linnet, me sorprendes.

También Linnet se echó a reír.

—En Inglaterra también tienen unos dulces a los que llaman muffins, pero no son como las nuestros. Echaba de menos los arándanos dentro. Cuando se los describí al maître del hotel Savoy en Londres, me sugirió que los sustituyera por los bizcochos de té. Pero no eran lo mismo.

—Tengo entendido que alguna de tus amigas también pasó la temporada en Londres. ¿Viste a alguna de ellas?

—Sí —esbozó una mueca—. A demasiadas, si quieres saber la verdad.

Frederick la miró con incredulidad.

—Acabas de decir que habías echado de menos a tus amigas. Si tanta nostalgia sentías, ¿no te alegraste de verlas en Londres?

—Por supuesto. Pero todas se comportaban de forma muy distinta a como lo hacen aquí. Adulaban a los caballeros británicos como si fueran superiores a los americanos y eso no es cierto.

Frederick le apretó la mano.

—Mi patriótica yanqui.

—Lo soy. Ríete de mí si quieres.

—No me río. Estoy de acuerdo contigo. ¿Cómo no voy a estarlo? —añadió sin dejar de sonreír—. Yo también soy un caballero americano y no sé en qué puede ser superior a mí un caballero inglés. Mira esos tres, por ejemplo, los que están con el señor Dewey.

Señaló con la cabeza hacia el marco de la puerta y, mientras bailaban, Linnet miró disimuladamente al trío que estaba hablando con los anfitriones. Apenas les dirigió una mirada fugaz, pero estaba segura de que no los había visto jamás en su vida.

—Son británicos, ¿verdad? —le preguntó a Frederick.

—¡Oh, sí! —curvó el labio superior con evidente desprecio—. Y con títulos, como si eso significara algo aquí.

La mente de Linnet regresó a lord Conrath, el primer hombre con título al que había conocido, el único hombre de su vida que había hecho que se le acelerara el corazón y le había robado la respiración. Conrath, tan caballeroso, tan encantador, y completamente arruinado.

Trastabilló un poco y tardó unos segundos en recuperar el paso.

—¿Esos hombres residen en Newport? —preguntó inmediatamente en cuanto retomó el baile.

—Desgraciadamente. Están pasando la estación aquí, en The Tides. Lo que no acierto a comprender es los motivos por los que les invitó Dewey.

Linnet gimió.

—No debes hablarle de ellos a mi madre. Se le ha metido en la cabeza que tengo que casarme con un lord británico y no se conformará con ninguna otra cosa.

Entonces le tocó a Frederick perder el paso.

—Lo siento —se disculpó mientras se esforzaba en que recuperaran el ritmo del vals—. Tu felicidad debería ser lo primero. ¿Y a qué viene tanta insistencia?

—Siente que las nuevas ricas se nos están adelantando a la hora de casarse con hombres con títulos, y está decidida a ganarles la partida en su propio terreno para detenerlas. Está obsesionada con la idea de convertirme en condesa, en duquesa o en cualquier cosa parecida.

—No debes permitírselo —la fiereza de su voz sorprendió a Linnet, pero también la encontró gratificante.

—¿Y recompensarla por mostrar ambiciones tan pretenciosas? —contestó guiñándole el ojo—. Jamás.

—Bien —Frederick la miró a los ojos—. No quiero que ninguno de ellos te haga daño, Linnet. Otra vez no.

Linnet sintió una oleada de afecto. Fue un sentimiento casi tan fuerte como el amor que había sentido por Frederick a los catorce años.

—Ya he olvidado a Conrath. Solo iba detrás de mi dinero y acabé harta de la idea de un matrimonio transatlántico. Y, aunque no hubiera pasado lo de Conrath, yo misma habría terminado harta de Londres.

—¿Tan mal fue la temporada? —le preguntó Frederick con un aire de compasión que confortó a Linnet inmediatamente.

—No tienes ni idea. Salían nobles empobrecidos hasta de debajo de las piedras. Todos se dedicaban a expresar su admiración y su afecto, pero no podía evitar preguntarme constantemente hasta qué punto me tendrían afecto si no fuera por mi dinero.

—Estos nobles británicos esperan que les sirvan todo en bandeja de plata, incluyendo sus ingresos.

Se mostró repentinamente amargado y Linnet no pudo evitar preguntarse qué escondía detrás de aquella amargura.

—No recuerdo que tuvieras sentimientos tan hostiles hacia los británicos que vienen aquí intentando pescar herederas.

—Sí, bueno… —se interrumpió y desvió la mirada. De pronto parecía incómodo—. Eres demasiado dulce como para caer presa de un hombre que solo te quiera por tu dinero. Esa es la razón por la que no puedes volver a Inglaterra —dijo, mirándola otra vez e inclinando la cabeza para acercarla a la de ella.

—No pienso hacerlo. Y, ahora que estamos de nuevo en casa, espero que mi madre termine renunciando por fin a la idea. No quiero vivir en otro país. Quiero vivir aquí. Y, además, jamás podría respetar a un hombre que no es capaz de ganarse la vida.

—Sí —Frederick se interrumpió, y una sombra de preocupación cruzó su rostro—. Desde luego, yo he tenido que ganarme la mía.

—Y has hecho un estupendo trabajo —le aseguró ella—.Tu padre tiene una gran opinión sobre tus capacidades.

—¿De verdad? —preguntó anhelante—. El cielo sabe que no es un hombre fácil de complacer.

—Te adora. Eso es evidente.

—¿Ah, sí? —debió de advertir su preocupación ante aquella pregunta porque le explicó—: Sé que es duro conmigo porque soy su único hijo y eso me obliga a tener éxito. A diferencia de los británicos, yo no creo que el trabajo sea algo de lo que tenga que avergonzarme, ni que sea honorable casarse por dinero.

Linnet esbozó una mueca.

—Bueno, parece que a nuestras compatriotas tampoco les importa ofrecer su dinero. Deberías haberlas visto en Londres, abalanzándose sobre cualquier noble británico a la vista, suplicándoles prácticamente que se casaran con ellas y se quedaran con sus dotes. Y sus ambiciosas madres… —se interrumpió para suspirar—. Me temo que mi madre es una de las peores. No dejaba de hacer insinuaciones sobre mi generosa dote y lo saludable que soy. Era humillante.

—Bueno, en ese caso, no dejes que se te acerque ninguno de esos tres — le aconsejó, mirando fugazmente al trío que estaba junto a las puertas—. Seguro que alguno de ellos intenta apartarte de mí antes de que haya terminado la noche, pero no pretendo permitírselo.

Linnet estaba demasiado sorprendida como para pensar una respuesta, porque no era propio de Frederick ser tan resuelto. Todo lo contrario, de hecho. Cuando era más joven, su reputación había sufrido algún daño a causa de un desgraciado incidente con una nueva rica que, por lo que se decía, había intentado atraparle en un matrimonio. Desde entonces, se había mostrado muy correcto en su conducta hacia las mujeres que lo acompañaban, ella incluida.

—Vaya, Frederick —dijo, riéndose ligeramente—, ni siquiera sabía que te habías fijado en mí.

—Claro que me he fijado en ti —contestó—. ¿Cómo no iba a fijarme? Eras la joven más adorable de nuestro grupo. Pero eras muy joven, querida.

—¿Joven? —repitió Linnet, prefiriendo concentrarse en eso y no en el cumplido. Los halagos siempre la hacían sentirse incómoda, porque no confiaba en ellos—. Tienes que saber que ya tengo veintiún años. Según mi madre, estoy a punto de convertirme en una solterona.

—Sí, la pequeña Linnet ha crecido —bromeó Frederick—. Ya no es esa colegiala que estaba loca por mí. Porque lo estabas —añadió antes de que ella pudiera protestar—. Pero has conseguido vengarte, porque ahora soy yo el que te adora a ti.

El asombro de Linnet debió de reflejarse en su rostro, porque Frederick continuó:

—Sé que mi sentimiento puede parecerte repentino, pero eso es porque has estado lejos. Lo que siento por ti ha ido haciéndose cada día más profundo en tu ausencia. Este año pasado me ha abierto los ojos, Linnet, y el corazón.

Hacía mucho tiempo que Linnet había aceptado a Frederick como a un amigo de la familia y nada más, y saber que había significado mucho más para él fue una tan bienvenida sorpresa después de los cortejos artificiales que había tenido que soportar en Londres que no se le ocurrió qué decir.

Frederick sonrió.

—Las comidas en el campo y en la playa no eran lo mismo sin ti. Te he echado tanto de menos que me prometí que, cuando volvieras, te confesaría lo que sentía inmediatamente, antes de perder el valor. Te quiero. Y no fui consciente de cuánto hasta que te marchaste —tensó la mano alrededor de la de Linnet y le presionó después la espalda, acercándola a él—. Ahora, tras saber que tu madre está pensando en casarte con uno de esos tipos británicos, sé que tengo que expresarlo abiertamente.

—Frederick —le regañó Linnet, mirando a su alrededor—, no deberías ser tan atrevido.

—No podría soportar perderte otra vez. Quiero que estés conmigo, ahora y siempre. Por supuesto, tú quieres un matrimonio basado en el amor y sé que no puedes quererme todavía como te amo yo. Aun así, yo… —se interrumpió con un exasperado suspiro—. ¡Maldita sea! El vals se está terminando y todavía tengo muchas cosas que decirte. Pero para ello necesitaría cierta intimidad y no tenemos oportunidad de estar solos. A no ser que…

Se interrumpió otra vez y miró a su alrededor.

—Reúnete conmigo —propuso entonces con repentina y fervorosa urgencia—, dentro de media hora en la pagoda china. ¿Sabes dónde está?

—¿La pagoda? Por supuesto. Pero, Frederick, no puedo…

—Te juro, Linnet, que mis intenciones son honorables, por si tienes alguna duda. Quiero hacerte una pregunta, una pregunta que he estado ensayando desde que he sabido de tu regreso, una que tu madre no aprobaría, teniendo en cuenta cuáles son sus planes —la miró a los ojos con expresión decidida—. Creo que puedes imaginar cuál es.

Apartó la mano de su cintura y una estupefacta Linnet regresó a la realidad, dándose cuenta de que el vals había llegado a su fin. Permitió que Frederick la condujera de nuevo a su sitio, donde le besó la mano y le dijo moviendo los labios:

—Dentro de media hora.

Y se volvió para saludar a los padres de Linnet con una naturalidad que ningún otro hombre habría sido capaz de mostrar tras haber pedido a su hija un encuentro clandestino.

No podía ir, por supuesto. Pero, incluso mientras cruzaba su mente aquel pensamiento, Linnet dirigió una mirada fugaz al reloj que llevaba en la mano derecha y se fijó en la hora. Eran casi las once y media. Un encuentro a medianoche. Sonaba tan romántico, pensó mientras regresaba con el resto de sus amigas, que estaban esperando para saludarla, como algo salido de una novela de amor. Pero no podía reunirse con un hombre por la noche y a solas, ni siquiera con un hombre al que conocía desde que era niña, porque eso podría poner en peligro su reputación. Y, aun así, su propósito era honorable, sus sentimientos evidentes y la pregunta obvia. Vaciló. Si decidiera ir, ¿cuál sería su respuesta a aquella pregunta?

¿Casarse con Frederick? Hacía años que no contemplaba aquella posibilidad, pero la consideró en aquel momento, mientras sonreía y se reencontraba de nuevo con sus amigas. Había estado enamorada de él siendo una niña, pero aquello no contaba. Además, en realidad, todas las chicas habían estado enamoradas de Frederick en algún u otro momento. ¿Pero por qué no?

Era un hombre atractivo, encantador, un verdadero deportista. Había ganado carreras de caballos en Saratoga, y carreras de yates, y navegaba con la habilidad de un experto. También era un banquero con exitosas inversiones y procedía de una de las mejores y más antiguas familias de Nueva York.

¿Casarse con Frederick?

Intentó imaginarlo y, cuando lo hizo, se extendió ante ella un agradable futuro. Para empezar, una modesta casa de ladrillo rojo al oeste del parque y una pequeña cabaña en la playa. A medida que Frederick fuera ganando más dinero, podrían mudarse a una casa más grande situada cerca de la casa de sus padres, en Madison Avenue. Al igual que muchas otras parejas que conocía, pasarían el invierno en Nueva York, harían un corto viaje a París en primavera y después regresarían a Newport para pasar el verano. Disfrutaría de las comidas campestres y playeras y de los veranos en Newport. Podría estar con un hombre al que conocía y comprendía, un hombre que procedía del mismo mundo que ella, que quería las mismas cosas que ella, un hombre que la quería a ella, no su dinero, un hombre por el que sentía un sincero afecto.

Afecto.

Esbozó una pequeña mueca al oír aquella palabra, recordando a los hombres que en Londres habían descrito sus sentimientos de ese modo. Su afecto por Frederick era más profundo que eso, por supuesto, porque le había conocido durante toda su vida. ¿Y acaso era mejor garantía para la felicidad la pasión romántica que el afecto que sentía por Frederick? Pensó en Conrath, y decidió que no.

—¿Linnet? —la llamó su madre en voz baja, pero imperiosa, sacándola de su ensimismamiento con un sobresalto.

Linnet miró a su alrededor y se dio cuenta de que el objeto de sus pensamientos había desaparecido.

—¿Qué ha pasado con Frederick? —preguntó mientras su madre la instaba a apartarse a un lado—. Estaba hablando contigo hace un momento.

—¿Frederick? —Helen Holland arrugó su redondeado rostro con un ceño de confusión, mostrando así que, aunque aquel hombre en particular podía estar dominando los pensamientos de Linnet, sus padres estaban pensando en otra cosa—. Ha salido —añadió, señalando con un gesto vago las puertas francesas que daban a la terraza—. Pero no te preocupes por Frederick. Tenemos algo mucho más importante de lo que hablar.

Apartó a su hija del grupo de amigas.

—Linnet, esta noche han venido tres nobles británicos.

Linnet gimió.

—¡Oh, mamá, otra vez no!

Helen, por supuesto, ignoró aquella reconvención.

—Piensa que, aunque no hayas tenido ningún éxito en Londres, ahora tienes otra oportunidad. Mira hacia allí.

Como Linnet no se movía, su madre suspiró con impaciencia, le pasó el brazo por los hombros y la hizo volverse hacia los tres hombres de los que Frederick ya le había hablado. Lo único que pudo hacer ella fue agradecer al cielo que ninguno de ellos estuviera mirando en su dirección en aquel momento.

—No les mires fijamente —le susurró su madre al oído—, ¿pero no te parecen atractivos?

—¡Por el amor de Dios!

Sin molestarse siquiera en considerar la pregunta, Linnet se encogió de hombros para desasirse del brazo de su madre y se volvió después hacia ella.

—¡No quiero casarme con un noble británico! ¿Cuántas veces tengo que decirlo?

El rostro de Helen volvió a arrugarse, y en aquella ocasión, con un gesto de desaprobación.

—Ese tono no es propio de una dama —dijo con ofendida dignidad—. Esos caballeros están como mucho a cuatro metros de distancia y, si te oyen hablándome de esa manera, podrían decidir que no estás a la altura de la nobleza y no considerarte siquiera.

—Si es así, espero que crean lo que he dicho y decidan fijar su atención en cualquier otra parte.

—Y en el caso de que lo hagan, ¿qué será de ti? —Helen alzó la mano para señalar a su alrededor—. Tú quieres casarte con un compatriota, pero conoces a estos hombres de toda la vida y el amor no ha florecido con ninguno de ellos. ¿Crees que lo hará alguna vez? Tienes veintiún años, Linnet, y el tiempo sigue pasando. La mayor parte de tus amigas ya están casadas. Un año o dos más y serás una vieja doncella, ¿es eso lo que quieres?

Linnet bajó la cabeza y se presionó la frente con la mano enguantada. Tenía la esperanza de que al llegar a casa, aquel tema quedara olvidado durante algún tiempo, pero comprendió entonces que la incesante campaña de su madre no cesaría hasta que la viera cruzar el pasillo de la iglesia y pronunciar los votos.

—Y, por lo que respecta a esos tres caballeros —continuó Helen, confundiendo el silencio de Linnet con conformidad—, se alojan aquí, en The Tides y la señora Dewey ha tenido oportunidad de hablarme de ellos. El rubio es bastante atractivo, ¿no te parece?

Linnet ni siquiera se molestó en levantar la cabeza. Su madre no lo notó.

—Es el conde de Hayward —canturreó Helen—, el hijo del marqués de Wetherford. Aun así, no me parece que sea apropiado para ti.

Linnet no preguntó por qué, pero, por supuesto, no necesitó hacerlo.

—Es más bajo que tú, y nunca es bueno que un hombre sea más bajo que su esposa. Es una lástima, porque es el que tiene un rango más alto. En cualquier caso —añadió Helen con voz más animada—, los otros dos son más altos, y también muy atractivos. El del pelo castaño es el vizconde Somerton, el único hijo del conde Conyers, pero el que tiene unas perspectivas más prometedoras es el del pelo negro. Lleva algún tiempo en Nueva York y la señora Dewey cree que está aquí para buscar una esposa.

—Siempre están buscando una esposa —musitó Linnet sin molestarse en desviar la mirada hacia el protagonista de la conversación—. No hace falta que lo cuentes como si fuera toda una revelación.

—Sí, pero le ha preguntando a la señora Dewey por ti cuando estabas bailando, y parecía muy interesado. Es el conde de Featherstone y…

Linnet alzó la cabeza y frunció el ceño. Aquel nombre despertó un recuerdo durante largo tiempo olvidado.

—¿Featherstone no es el noble que se casó con Belinda Hamilton de Cleveland? Yo pensaba que había muerto.

—Ese era Charles Featherstone, y sí, murió. Este es su hermano John, o Jack, como le llaman sus amigos. Heredó el título cuando su hermano murió.

El matrimonio de Belinda Hamilton con el anterior conde de Featherstone era una lección para cualquier joven americana con instinto de supervivencia y podía proporcionar a Linnet el mejor argumento para oponerse a la insistencia de su madre en casarla con un noble.

Una vez atrapada por fin su atención, Linnet volvió la cabeza, siguió el curso de la mirada de su madre y vio inmediatamente al hombre que estaba en el centro del grupo, un hombre con el pelo tan negro como el azabache y con un corazón, Linnet no pudo concluir otra cosa, igualmente oscuro. Un hombre que la estaba mirando fijamente.

Todo en él lo describía como un vividor. Su cuerpo, alto y de constitución fuerte, parecía diseñado para deportes salvajes y actividades temerarias. Tenía el rostro suficientemente atractivo, suponía, pero el cincelado de sus facciones planas y afiladas evocaba en la mente de Linnet la imagen de un halcón. Sus ojos, negros e impenetrables, le devolvieron la mirada sin pestañear: era el halcón estudiando a una posible presa.

Linnet, sin embargo, no era un ratoncito ingenuo e indefenso que fuera a permitir que lo cazaran por su copiosa dote. Enfrentada a una mirada tan falta de escrúpulos, alzó una ceja en respuesta. Aquel gesto, que había perfeccionado en el colegio de élite al que había asistido, era una incisiva indicación con la que mostrar sus malas maneras a un hombre maleducado. Normalmente, el resultado era que el hombre en cuestión se apresuraba a desviar la mirada con avergonzada consternación.

Pero no fue el caso de aquel. En vez de desviar la mirada, la bajó, y aquellos ojos tan atrevidos recorrieron con desconcertante parsimonia todo su cuerpo, de la cabeza a los pies, deteniéndose durante un tiempo excesivo en la línea del escote, recordándole así lo pronunciado que era.

Por ninguna razón en absoluto, Linnet se sonrojó. El calor se extendió desde su pecho, donde el conde tenía fija la mirada, al resto de su cuerpo, descendió por las piernas y trepó por los brazos, el cuello y el rostro. Linnet curvó los dedos de los pies dentro de los zapatos de satén y, sin pensarlo siquiera, se llevó una mano al pecho, como si quisiera protegerse de la maleducada observación de aquel hombre.

El conde alzó sus pobladas y negras cejas. Cuando sus ojos volvieron a encontrarse, las comisuras de los del conde se arrugaron con un gesto de diversión y curvó la boca en una leve sonrisa.

Furiosa, Linnet desvió la mirada y, al hacerlo, descubrió a un lacayo con una bandeja llena de copas. Sintiendo una necesidad desesperada de beber, tomó una copa de la bandeja mientras el lacayo pasaba a su lado e, ignorando la mirada de desaprobación de su madre, vació la mitad del sherry que contenía de un solo trago. Se sintió entonces preparada para abordar el tema en cuestión.

—Es evidente que el actual conde de Featherstone no es mejor que el anterior. Charles Featherstone se casó con Belinda Hamilton por su dinero y todo el mundo lo sabe. Si es cierto lo que se rumorea, la trató pésimamente después de la boda y la hizo muy desgraciada.

—Sí, por supuesto, Belinda Hamilton fue muy desgraciada durante su matrimonio —reconoció Helen sin pestañear—. Era una nueva rica, querida, no estaba en absoluto preparada para ser la esposa de un conde.

—Y sí, Belinda Hamilton volvió a casarse otra vez hace dos años —no pudo resistirse a señalar Linnet—. Se casó con el marqués de Trubridge. Si todavía me acuerdo de todos los datos sobre la aristocracia inglesa con los que me has llenado la cabeza, Trubridge es el hijo único del duque de Landsdowne, así que algún día será duquesa.

—El primer matrimonio la preparó para el segundo, y tú no necesitas esa clase de preparación. Puedes asumir el papel de una noble sin ningún problema. Yo misma me he ocupado de ello.

—Sí, desde lo de Conrath, en mi vida no ha habido otra cosa que institutrices inglesas y clases y clases sobre política británica, haciendas británicas y costumbres británicas. Pero no yo no quería nada de eso.

—De modo que, porque un noble te rompió el corazón, has decidido no considerar la posibilidad de casarte con otro. Y, en cambio, estás decidida a limitarte a esto —Helen señaló con desprecio a su alrededor—, a esta vida confinada y estrecha.

—Me gusta lo que tengo y no veo nada de confinado ni estrecho en ello.

—Pero lo es, querida. Y me gustaría hacértelo comprender —Helen la miró y un sentimiento extraño cruzó su rostro—. Si te casas con un neoyorquino, te convertirás en alguien como yo. Vivirás una vida como la mía, una vida dedicada a llevar una casa y a nada más. Una vida en la que tu marido te aparta de cualquier cosa importante y significativa y la sociedad lo aprueba. En la que incluso el trabajo filantrópico es contemplado como algo indecoroso y tu máxima preocupación termina siendo organizar un baile más exclusivo que el de la señora Astor.

Linnet se quedó mirando a su madre de hito en hito, sorprendida por su apasionado discurso.